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28 de enero de 2019




Para Carlos.

Para Javier.


De uno en uno.

 

 

 

 

A menudo será tan inútil intentar entender tus emociones,

como querer parar un río

o atrapar la niebla con las manos.

(Pero no por eso desistas de intentarlo).

 

Jamás podrás dejar de pisar tu sombra,

tal vez si te acercas despacio consigas no dañarla.

La serenidad de tus huellas te llevará más lejos,

acostúmbrate a caminar junto a los otros.

 

Nunca olvides que te pertenecen tus pasos

y el derecho a equivocarte de sendero.

Llora cuando sientas necesidad de hacerlo,

pero conserva tu risa para después.

Guarda nuestros besos para entonces.

 

A veces la inquietud traerá huracanes sordos a tus sienes,

aprende a gestionar el vértigo, a vivir en la victoria y la derrota,

es  bueno saber perder, pero no menos que aprendas a ganar.

Ponle pasión a todo lo que hagas, pero no te dejes cegar por las pasiones.

 

Habrá preguntas para las que no vas a encontrar respuesta,

no te empeñes en buscar las que no existen

dudar de vez en cuando es saludable. 

 

Nunca sabrás a dónde se va el tiempo,

ni dónde comienza o dónde acaba

Escucha al viento, siempre tendrá algo verdadero que decirte. 

 

Mide la intensidad de tus emociones.

Si vas a subir una montaña

calcula que te queden fuerzas para bajar, 

si vas de paso, no hagas creer a nadie que estarás para siempre. 

 

Nunca llegarás a conocerte del todo, pero tampoco es necesario.

No impidas que te conozcan los demás,

dentro de ti también habitan semillas

que sólo ellos pueden hacer brotar,

tampoco olvides que al lado de las flores crecen las malas hierbas.

Hazte horticultor de ti mismo

y recuerda que la planta debe llegar a ser más grande

que la maceta que la contiene.

 

Serás feliz y querrás serlo siempre,

pero no te atormentes cuando no lo consigas,

nadie dijo nunca que todo iba a ser fácil,

tampoco yo tengo recetas ni certezas que darte.

 

Si alguna vez la razón te dice que no entiende

pregunta al corazón que nunca se equivoca.

 

…y aunque llueva ahí afuera, el mundo seguirá siendo hermoso.

Escrito en Lecturas Turia por Amalia Iglesias Serna

Incluso la gente ordinaria - ¿existe gente así? –, desde el momento en que nos deja, se convierte en leyenda. ¿Qué decir entonces de la gente extraordinaria? Wisława Szymborska, que pasó casi toda su vida en Cracovia, aunque nació cerca de Poznan, reunía en una única persona dos cosas insólitas: era una poeta tremendamente original, y al mismo tiempo una persona, una mujer, con un estilo de vida único e irrepetible. Un estilo, o incluso mucho más que eso, una filosofía vital, una idea de cómo vivir.

Lo que, sin duda, tenían en común su obra y su vida era un pertinaz y obstinado apego a la independencia, a la defensa de la propia otredad, pero una defensa discreta, exenta de cualquier agresividad, o de cualquier elemento doctrinal. Escribir manifiestos poéticos – no, gracias, ella no. Estoy convencido, mejor dicho, me consta, que no le gustaba pronunciarse sobre esos temas. Tampoco le gustaba hablar sobre la época estalinista, cuando siendo una joven poeta se había sometido a las normas del imperante  realismo socialista, cosa que le ha seguido recriminando a voz en grito, incluso después de su muerte, la derecha polaca, esa misma fracción de la derecha anticomunista radical que hizo de Zbigniew Herbert su ídolo (no por razones estéticas, ya que a esos fanáticos les interesan más bien poco la poesía y el arte, sino por admiración hacia su inconformismo político). Es cierto, no le gustaba volver a todo aquello. Recuerdo que en una ocasión, a modo de broma, le puse un disco con canciones de aquella época, con “los éxitos musicales del socialismo” cuyas letras habían escrito conocidos poetas y ella no hizo absolutamente ningún comentario… No fue la mejor de las bromas.

Hace ya mucho tiempo que estoy convencido de que el hecho de que Wisława Szymborska se hubiera equivocado en su juventud es menos importante que la forma en la que más tarde repararía su error. Tardó muy poco en comprender lo que había pasado, lo que había sucedido; inmediatamente después de los acontecimientos de 1956, sonó la voz pura de su poesía, pura y crítica. Para alguien que se toma en serio escribir versos, el darse cuenta – a posteriori – de la presencia de veneno en la propia obra tuvo que ser un trauma gigantesco, permanente y doloroso.

Un lector atento encontrará en prácticamente todos los poemas escritos por Szymborska después de 1956 una huella más o menos evidente de aquel error. En casi todos los poemas descubriremos una cicatriz de los tiempos estalinistas, en casi todos encontraremos la declaración de “esto no se repetirá nunca más”. Esa famosa negatividad de su poesía, esa fascinación por lo que ”no llega a ocurrir”, por lo que podía haber ocurrido, por un encuentro que no llega a producirse, esa fascinación por lo efímero y lo azaroso de la vida humana, esa desconfianza hacia el lenguaje poético, ese convencimiento de que hay que estar siempre controlándolo – por ejemplo, esa “cierva escrita” que corre “a través del bosque escrito” en el poema La alegría de escribir que se encuentra en el eje central de su obra – se inscriben en un incesante diálogo didáctico consigo misma, pero más joven y desorientada.

Se impone aquí el paralelismo con la obra de E. M. Cioran que, como muy bien sabemos, en su excelente producción ensayística y aforística después de la Segunda Guerra Mundial introdujo indudables referencias al breve episodio de euforia nacional-fascista de su juventud. Lo que une a Szymborska con Cioran es la brillantez; ambos, a pesar de trabajar con una materia literaria distinta y sin perder de vista ni un momento sus antiguas transgresiones, alcanzaron el más alto nivel, se convirtieron en estilistas prácticamente sin parangón. Les une también la “negatividad”, un elemento de negación, de desconfianza, de una cautela radical, la aversión a los enunciados declarativos. Ambos adoptaron la postura del outsider, ambos parecían decir: no pertenecemos a ninguna corriente dominante, no esperéis que nos declaremos nunca a favor de un partido, de alguna agrupación. Lo que los separa, en cambio, es el abandono del humanismo por parte del misántropo rumano, al menos en algunos fragmentos de su obra. Cuando Cioran intenta convencernos de que el ser humano es un defecto de la existencia pocos – en mi opinión – estarán de acuerdo con él a no ser que consideren sus radicales juicios una manifestación de humor negro (lo digo como fiel lector de Cioran, un lector desconfiado, fundamentalmente reñido con el objeto de su admiración y al mismo tiempo incapaz de abandonar la lectura de sus libros).   

Wisława Szymborska eligió otro camino. En su caso, la negatividad afecta a otra cosa -más bien a cierto aspecto-, al escepticismo sobre las posibilidades de la literatura – que tiene su origen en el amor hacia ésta y en una fe primigenia en ella – pero en el fondo conduce a un sentimiento de ternura hacia la gente, hacia el mundo de los seres humanos. En la excepcionalmente original poética de Szymborska florece un humanismo auténtico nacido de la empatía hacia los otros, se desarrollan los motivos tradicionales de la poesía europea: lo elegiaco, la activa búsqueda del bien, la condena de la mezquindad. Todo ello enmarcado siempre en una retórica absolutamente personal de la poeta, como en el conocido poema “Un gato en un piso vacío”, donde tras la descripción de la desgracia de un gato se oculta una estremecedora y al mismo tiempo contenida elegía dedicada al ser más querido. El nombre de esa persona ni siquiera se menciona, su sombra no roza el poema; solo se registra su ausencia. Y aquí nos encontramos con otra de las formas de esa “negatividad”: una máxima discreción.

En el paisaje poético de la Polonia contemporánea Wisława Szymborska es prácticamente la única representante de la Ilustración. Si en su poesía hubiera algún elemento religioso, éste se expresa mediante el incesante asombro ante el mundo, pero aún así, es algo que tiene que ver más con la filosofía que con la religión. La poeta se declaraba, tanto en sus poemas, como en las conversaciones, racionalista, alguien que seguía los descubrimientos científicos, que desconfíaba de la “inspiración” y de otros tipos de “enajenamientos”. Leía mucha literatura de divulgación científica, le gustaba burlarse de los críticos literarios que no sabían nada de la ciencia. Cuando en una ocasión le contamos una historia realmente extraordinaria que sugería que podían ocurrir cosas entre el cielo y la tierra que la filosofía de la Ilustración ni siquiera sospechaba, hizo un comentario absolutamente racional. 

Fue amiga de Czesław Miłosz durante años, desde que ese poeta romántico – que en sus estudios teóricos combatía el romanticismo – se instalara en Cracovia. Se tenían mucho cariño aunque, en realidad, eran tan diferentes como la noche y el día. Había algo cómico y simpático a la vez en sus amistosas desavenencias. Czesław Miłosz, con su voz estentórea y sus – en ocasiones- gestos de vate decimonónico, y la irónica, ingeniosa, escéptica, delgada, discreta y risueña Wisława (la verdad es que Miłosz también reía con frecuencia, con una risa sonora y feliz). Y en ese potencial duelo espiritual, Szymborska, que tenía en alta estima la obra de Miłosz, tan distinta a la suya, no le cedía ni un ápice de terreno al escritor. “Potencial” porque ellos no discutían nunca; eran como dos estados soberanos que habían delimitado con precisión sus fronteras y no tenían ningún interés en entrar en conflicto. Szymborska defendió con éxito su otredad, su identidad personal; estaba dispuesta a luchar por ella tanto en la poesía, como en la vida. Y yo doy fe de ello con un gran cariño hacia Wisława Szymborska, si bien, en lo que a las ideas se refiere, me resulta más próxima la imaginación de Czesław Miłosz…

 

Traducción del polaco: Katarzyna Mołoniewicz y Abel Murcia

 

Escrito en Lecturas Turia por Adam Zagajewski

28 de enero de 2019

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Por qué la voz se olvida,

se esfuma como el gas?

 

Globos de helio

que se sueñan inflados

de identidades.

 

No sé si puedo recobrar tu voz,

su afónica aspereza

de mano que acaricia

tablas sin barnizar.

 

Cada tronco susurra,

el hacha tiene oído.

 

Te escucho, se va el aire.

Y parece que alguien me soplara.

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Neuman

28 de enero de 2019

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Yo alquilé un cuarto en el barrio de Santos

para pasar el invierno más frío de mi vida.

La mujer de la casa solo hacía paciencias.

Santos era la tierra de la infancia.

Meninos do rio. La casa está en el mar.

El tren es una máquina de un mundo superior

que arrasa con todo lo que fui. 

Amo las piedras de la calle, cómo se resbala con la lluvia,

cómo la ciudad fue hecha sin pensar en nadie.

En el 25 de abril alguien dio a un soldado la orden de disparar

pero él no lo hizo y evitó una guerra.

Amo el águila del Benfica

dando la vuelta al estadio antes de cada partido. 

¿Cómo decirlo? Nada me une a esta orilla.

Si aquí veo solo un poco de odio

me iré a la otra orilla y empezaré otra vez.

Si alguna vez hago un amigo

le hablaré de cómo es mi tierra natal

para asustarlo y mantenerlo lejos.

Con el tiempo aprendí que un poco de odio

es el inicio de todo el odio. 

Esto es Lisboa. Me preguntan por qué vine aquí

y eso es ir demasiado lejos.

Si quieres saber por qué vine

deja que se te vea con los que no tienen nada.

Entra en el juego de perder todo como yo lo hice.

Esto es Lisboa: la ciudad en la que he de escribir

el libro alucinado que siempre quise escribir. 

Aún no sé de qué trata este país,

esta tristeza, esta lengua y este imperio perdido.

No saberlo me hace estar para todo.

Estoy tan disponible que doy miedo. 

Sé que esta es la única orilla

por eso trato de mirar el río sin pensar

que mi presencia aquí es una venganza.

Creo que lo que amo es la doble vida

que todos tuvieron en África y en Portugal.

También a mí se me acabó. 

¿Recuerdas el tiempo del primer escándalo

cuando parecía imposible que hubiera otro y otro?

Alguien dijo vergüenza solo para hacer cosas malas.

Esto no es una parte de mi vida, vine a quedarme.

¿Tú ves salir palabras del río, las ves golpearse

contra las aguas del mar?

¿Tú crees que un hombre debe ser fiel a sus alucinaciones? 

Yo habito un lugar del margen

donde puedes beber cuanto quieras

sin que nadie diga nada.

El río solo puede ser navegado

por los que aprendieron a decir adiós. 

¿Tú qué sientes cuando me ves navegar

en este río innavegable?

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Fidalgo

28 de enero de 2019

Acaba de inaugurar Mercurio Editorial su colección Poesía reunida con la de una de las figuras máximas de la literatura canaria contemporánea, Eugenio Padorno (Barcelona, 1942). Son numerosos los aspectos de la obra de Padorno que me interesan mucho, como son el papel del mar en su poesía o su preocupación por entender y definir el lenguaje poético. No obstante, para hablar de ella de acuerdo con el esquema que propone el título de este trabajo me gustará destacar una fértil paradoja que solo se da en los poetas verdaderos: la de que cuanto más locales son, más universales resultan. O, dicho viceversa: cuanto más universales son sus ansias, más y con más autenticidad se aferran a sus raíces. Porque la raíz sin universalidad es localismo; y lo universal, cuando no tiene arraigo en lo propio, no es otra cosa que reluciente oquedad. No hay otro motivo que este cuando Padorno se interesa e indaga en la obra majorera de Miguel de Unamuno, que también ha publicado recientemente en edición crítica que pasa a ser referencia, La realidad transfigurada: probablemente no hay escritor español más preocupado por lo universal que Unamuno y, sin embargo, con qué ardor se abrazó a las esencias más primitivas (o primordiales) de Fuerteventura. Padorno ha señalado que Unamuno es “quien transforma las grandes carencias de aquel espacio en abundancia poética, en visión trascendente”. Las paradojas suelen encerrar las realidades más brillantes.

Esa isla de Unamuno es también la de la infancia del poeta, la del poema “Fuerteventura suya”, que recoge un personaje anónimo cargado de simbolismo y que vuelve a aparecer años más tarde en “Fuerteventura suya (II)”. La búsqueda de lo canario acompaña a Padorno desde siempre; ya hacia finales de los 60 discrepa estéticamente de sus compañeros de la antología Poesía canaria última porque, en palabras de Jorge Rodríguez Padrón, “quiere ir más lejos: subsanando la incoherencia histórica que observa en la percepción de nuestra tradición, quiere establecer el núcleo fundacional de nuestra poesía contemporánea, al margen del mimetismo o la servidumbre a la herencia literaria peninsular”.

En un alarde de sinceridad, Padorno llega a afirmar en un estudio sobre el pintor surrealista majorero Juan Ismael que este es “el ejemplo, o el avance, de lo que significa para cualquier autor canario empeñarse en realizar su creación en las islas; o sea: penalidades e ingratitudes”. O, como afirma en Septenario, “el poeta canario parece haber comprendido, entre la indiferencia de los suyos, el insólito designio de su tarea: la construcción de una obra hermosa, trágica e inútil”. Padorno se ve reflejado en el pintor surrealista, que como él trabajó en la isla, en búsqueda de identidades y trascendencias, en lucha perpetua con los límites del lenguaje y en medio de la indiferencia general.

En ese libro parisino, Septenario, y con la consiguiente distancia impresa en su discurso por el exilio en el espacio y en el tiempo, el poeta se esfuerza por definir qué cosa sea esto de la canariedad y, deteniéndose de nuevo en la infancia majorera, apunta: “Sencillez inevaluada de las cosas de nuestro mundo; el saber preciso que inspira la morada”. Y añade, en cuanto al lenguaje: “Estética que se mueve entre el hallazgo y la adivinación de un lenguaje, y que se cumple casi siempre en el anudamiento de lo artesanal y lo rigurosamente artístico”. En “Imagen poética y despojamiento”, ensayito recogido en Memoria poética, Padorno insiste en identificar lo esencial canario con el minimalismo y la abstracción, en conexión con las obras de Juan Ismael, Martín Chirino, Manuel Padorno o Manuel González Sosa, artistas que “no saben”, sino que “deconstruyen para ver y entender”, en una definición que se ajusta como un guante a la obra del mismo Padorno. Y repara con asombro en los “temperamentos ajenos a nuestro medio” que han acomodado “su interpretación de lo insular a ese proceso reduccionista”, volviendo a Unamuno, quien, “adentrado en la visión de los elementos del paisaje canario, los enumeró como si hubieran sido captados en el grado extremo de lo reconocible, a punto de perder su figuración convencional: la aulaga, la palmera, el gofio, el camello y el mismísimo horizonte marino son “en De Fuerteventura a París los hallazgos […] de un repertorio de esencialidades, de nociones puras, esquemáticas, que la cultura occidental […] hasta entonces había tenido retóricamente recubiertos”.

Porque la palabra insular es “permanente ensayo general de una definición que siempre estará por alcanzar”, como afirma en Septenario. Por pertenecer a una de esas culturas que “en el orden hispánico devinieron marginales respecto a la cultura occidental”, la canaria ha hecho “de la duda su motivo fundamental”. Lo canario no será, por tanto, “anécdota costumbrista de un existir marcado por una incorregible atonía vital”, como sostuvo Alonso Quesada; y “si no es lo prehispánico, sí es el resultado de su añoranza (o de su invención) y de su negación. Lo único que cuenta es que desconocemos parte de nuestro propio rostro”, asegura. Así entendido, el cosmopolitismo de la cultura canaria “no es una añadidura a lo universal; es, desde siempre, una diferencia integrada en la suma total de lo universal”. Insiste en esta idea cuando afirma que “la poesía canaria y la poesía española no son procesos idénticos, sino paralelos”, y que frente a una supuesta voluntad de clausura de la poesía peninsular desde el siglo XVI, “la poesía canaria es, desde su recomienzo, total curiosidad por lo universal”.

El poema “El cántaro con agua”, que con tanta intensidad remite a lo local y a lo cotidiano, expresa esa paradoja y la sorpresa de que el deseo de olvidar lo próximo (la visión crítica con lo propio, el conflicto con el hogar) es el paso necesario para reconocerlo como lo verdaderamente universal. Igualmente, el poema “La criba en la pared” identifica los ritmos de lo cotidiano con los del universo, en el que la eternidad nos cierne, con ecos pitagóricos y modernistas. En “Pese al aliento de estas vigas” de nuevo encontramos la proximidad expresada en términos adversativos, concesivos, paradójicos: “Pese al aliento de estas vigas,/ sobre las brasas del hogar,/ qué frío”.

La inseparabilidad de ambas vertientes de la creación de un verdadero poeta se resume en un párrafo de Paseo antes de la tormenta. Hacia principios de los 80 Padorno ya había afirmado en una entrevista que “toda la cultura es testimonio de su propia concepción de lo universal, único lenguaje que le permite establecer un diálogo con la cultura de los demás pueblos”, y en 1997 sigue defendiendo esta convicción en su “Nuevo balance personal”, apoyándose en los conceptos de regionalismo y universalismo de Pedro García Cabrera. Todo lo cual abunda en la paradoja con que inicié esta nota y que me permite dar paso ahora a un recuento de universalidades; en este ámbito me detendré en dos referencias fundamentales de la poesía de Padorno: la literatura no canaria y los mitos clásicos.

Son varios los poetas que se dejan ver entre líneas (entre versos) en Acaso sólo una frase incompleta. Tanto Padorno como los críticos que se han ocupado de él y de la generación de la antología Poesía canaria última han señalado la influencia de Jorge Guillén en los primeros versos del grupo. Jorge Rodríguez Padrón cuenta cómo fue un poeta leído por Padorno en sus primeros años de carrera y, aún más, reconoce en primera persona del plural que “aquella fue nuestra piedra angular”. El mismo Padorno ha considerado que “la parte más fría de [su] obra responde a la herencia de este poeta”.

Sin haber influido en sus formulaciones poéticas, César Vallejo es otro de los autores reconocidos como una de las influencias de Padorno. Del peruano, según Rodríguez Padrón, toma la “ruptura vallejiana”, “la posibilidad de alterar y personalizar la palabra”. En ese sentido, me parece muy significativo el poema “y VII” de Habitante en luz, de rasgos muy vallejianos: esa abrupta lítote inicial, esa “raíz”, ese cuerpo de límites imprecisos que se asimila a un “hondo hueso de celajes”. Igualmente, en el poema “Hombres sembrados”, de Para decir en abril, la humanidad tomada como semilla, el encabalgamiento final… todo tiene un eco de Santiago de Chuco y de París con aguacero. Vallejo es así mismo búsqueda de la identidad poética canaria lejos de los cánones peninsulares y, en palabras de Rodríguez Padrón en el prólogo de Teoría de una experiencia, un “lenguaje también revelador y balbuceante, radical […], teñido de una sacudida existencial trágica: un ternurismo que inauguraba otro vértigo en la visión poética. No hacia la luz, como Jorge Guillén, sino hacia el más oscuro fondo de la conciencia individual y de la condición perecedera, humillada, del hombre”.

Fray Luis, San Juan o Cavafis, escritores en los que es imposible separar la escritura de la experiencia dramática de vivir, estaban ya en el primer libro de Padorno, Para decir en abril. De Paul Valéry y de Luis Cernuda, como de Alonso Quesada y Domingo Rivero, dice el poeta tomar “el sentido de la construcción del poema”. Conversan sus versos con los de grandes poetas peninsulares como José Ángel Valente o Claudio Rodríguez. De Pavese recoge “la trascendencia de su tratamiento del prosaísmo”. De Lezama Lima, la “fijeza cambiante”, la fértil “semilla de la desconfianza y la inseguridad”, la “rotación necesaria”. En Cavafis y Quasimodo observa que “el sustrato mítico […] guardaba cierto paralelismo con el sustrato de impenetrabilidad de nuestra historia zarandeada por los estímulos de diversas culturas”, así como el compromiso del escritor.

Precisamente unos versos de Salvatore Quasimodo encabezan, junto a otros de Ovidio, el poemario Metamorfosis; unos versos en los que el italiano explica el vínculo de la poesía del canario con la del latino, atribuyendo a los rescoldos de nuestro pasado más íntimo y cotidiano una naturaleza mítica: “sono reliquie/ d’un tempo de saggezza, di sapienza/ dell’uomo che si fa misura d’armi,/ sono i miti, le nostre metamorfosi”. Las palabras de Quasimodo sirven así para certificar el mito como elemento carnoso y fundamental de la poesía de Padorno, que una vez afirmó que “nuestros lenguajes artísticos poseen signos de doble faz, histórica y mítica, y cuando creamos, nos estamos preguntando sobre nuestra propia esencia”.

El mito de la infancia, el mito autobiográfico, pero también, necesariamente, el clásico: ambos acompañan a Padorno desde su infancia. Cuenta en Septenario el momento, hacia 1954, en que los alumnos del viejo Colegio Viera y Clavijo, que aún estaba en un caserón inglés de Las Canteras, escuchan la lectura de la Odisea. En palabras del mismo Padorno, “yo iba superponiendo a la contemplación del patinado arenal las invisibles estratagemas del astuto. De pronto, fragmentados del relato, unos pocos sonidos se trasfunden, antes de disiparse, en sucesivas sugerencias […]; apenas dos palabras: “cóncavas naves”, escuetísima secuencia verbal que, a mi vez, fonéticamente paladeo para dar razón a aquel desasosiego”. Se trata de una experiencia intensamente sensorial (“cóncavas naves”), pero también la marca de que un mundo mediterráneo poblado de personajes míticos iba a tomar cuerpo, con mayor o menor discreción pero siempre presente, en la poesía de Padorno.

Desde ese momento, Padorno es un poeta de resonancias clásicas y helénicas. Su poesía, por muy atlántica que sea, siempre guarda un agradable dejo mediterráneo que está en sus temas y en ciertos acentos. Así, titula “Cariátides” uno de sus primeros poemas. “El Minotauro” le sirve para reflexionar sobre los peajes del paso del tiempo, y lo retoma años después en “Laberinto”, en el libro La echazón. El ambiente recreado en varios poemas de Comedia, como “Última voluntad mediterránea” o “La pausa interminable del cantor”, al igual que el lenguaje helenizante que alienta en el “auriga” que aparece en “Ritmos” o en el “hermetismo dórico de los domingos” de “Palabras para la arqueología”, transmite resonancias mediterráneas e, incluso, a veces, homéricas. El mito de Afrodita aparece reflejado hace solo unos años en el poemario Hocus pocus.

La cita de Ovidio que abre junto a la de Quasimodo Metamorfosis se refiere al mito de Míscelo, un aqueo enviado por Hércules a fundar Crotona so pena de graves castigos y que, para ello, ha de quebrantar la ley de su ciudad natal, Ripes, que le prohíbe expatriarse. Sometido a juicio por sus conciudadanos, llama a Hércules en su ayuda y este cambia in extremis el color de las piedrecitas condenatorias, de negras a blancas, de manera que, en vez de culpable, aparece como inocente, queda libre y puede cumplir su mandato. No parece sino que el poeta sea un mandado de los dioses, que manejan su voluntad a su antojo y contra la ley humana, de manera que la experiencia creadora no puede ser otra cosa que un camino de incomprensión, de exilio e, incluso, de crimen, y, en todo caso, de sometimiento a esa voluntad ajena al poeta, pero implacable. No es casual que en Septenario emplee un nuevo mito unido a la condena y al destino, y que aluda al poeta (y a sí mismo) como un “Prometeo que quiere conocer la largura de la cadena que lo une a su roca; sujeción que es memoria y adivinación. Mi condena consiste en escribir aquello que tengo que escribir, por la osadía de tratar de desvelar qué predetermina mi mismeidad poética futura”. De nuevo la creación como transgresión y como cumplimiento de un destino ineludible que al mismo tiempo es condena, indefinición, y también sujeción, única salvación y única aproximación posible al conocimiento.

Quiero terminar con un breve recorrido por la figura de Palinuro, personaje del mito virgiliano que puede cerrar esta revisión de elementos universalizantes en la obra de Padorno por su condición de potente símbolo literario en todos los tiempos y lugares, nada distante, por cierto, al mencionado mito de Prometeo. Recordemos que Palinuro es el timonel de la nave de Eneas. Según el relato de la Eneida, es visitado una noche por el dios Hipnos, que lo adormece y consigue que se precipite en el mar. Durante tres días con sus tres noches vaga por el Mediterráneo, hasta que alcanza unas rocas en la costa del sur de Italia en las que, en lugar de la salvación, encuentra a unos hombres que acaban con su vida y lo abandonan insepulto. Por ello, hasta que sus asesinos cumplan los designios de la Sibila de Cumas y den tierra a su cuerpo, su alma vagará por el inframundo sin descanso, buscando su destino.

La figura de Palinuro había sido ya reinterpretada por algunos autores medievales como una prefiguración del sacrificio de Cristo: para Guillermo el Bretón en su Filípida (siglo XIII), es el guía que sacrifica su existencia para que los otros puedan continuar su viaje. La petición de Palinuro a Eneas, “líbrame de estos males, jefe invicto”, resuena en la traducción latina del Salmo 59: “líbrame, Señor, de mis enemigos”.

Pero es Dante el que retoma el personaje símbolo y le saca buen partido en el Purgatorio, como corresponde a un alma en pena que busca su destino. Desde el siglo XIX numerosos críticos han reconocido el fatum de Palinuro en el de todos aquellos que son excluidos del Purgatorio, sea por su condición pagana, sea por ausencia de sacramento o privación de sepultura (como sucede con el rey Manfredo de Sicilia). Dante recuerda así la necesidad del sacrificio que estaba tan presente en el poeta protegido de Augusto: de la misma manera en que en la Eneida la vida de Palinuro había sido el precio impuesto por el dios Neptuno para proteger a Eneas en su viaje y en la Filípida es prefiguración de Cristo, en la Divina Comedia sirve de modelo para todos aquellos que han de renunciar, aunque sea temporalmente, a su viaje hacia la salvación, y no pueden descansar, siempre a la espera de su destino.

Padorno reconoció el mismo modelo en un soneto de Las rosas de Hércules, de Tomás Morales, a quien llama “Palinuro atlántico” en un ensayo que le dedica a finales de los 90. Él mismo asume esa identidad en un texto de Entre el lugar y más allá: “Pero también me he visto en el futuro de esas orillas un destemplado Palinuro, una pequeña llama sobre el haz de las aguas que los vientos de allá para acá llevan y traen, aguardando el caer y el germinar seguro en otra mente”. Es el poeta a la orilla del mar como Palinuro en busca de su redención. Y lo es de forma más explícita aún cuando publica Cuaderno de apuntes y esbozos del destemplado Palinuro Atlántico, un libro en el que la figura del timonel virgiliano aparece en el poema “Entre risas de felices amigos”. En este texto luminoso y magnífico retoma los fructíferos términos vallejianos (“su sola arca corporal, con su asido haz de huesos”); retoma los ritmos universales y claudianos de la criba (“la buscada exactitud con que del puño del abuelo en redondo escapaban los granos musicales de millo”); y retoma la figura del timonel que, caído en su tarea (“la caída infinita hacia adentro”), vaga en busca de su destino, en el recuerdo de la luz, de cuando “ardió una vez la mente”, en la nostalgia del roce, en la conciencia de la unión no consumada con el lenguaje.

El símbolo que recorre y permea la literatura occidental desde Virgilio, pasando por Marcial, Guillermo el Bretón, Dante y Tomás Morales y, finalmente, toma carta de naturaleza simbólica canaria en el Palinuro Atlántico de Padorno, reaparece en Donde nada es todo lo asible, en “Apunte del Cuaderno del timonel”, una bellísima composición que reafirma la inextricable unión entre vida y poesía, en la que vuelven el timonel, el adormecimiento y la frustrada promisión, que no es otra que “la tierra/ cambiante del poema”. La ironía, casi el sarcasmo, cierra el poema, cuando recoge la despedida de aquella tarde: “Da recuerdos a Forbas”. Y es que Forbas es el nombre del compañero del Palinuro virgiliano cuya forma había adoptado el Sueño a fin de engañarlo y dejarlo caer al mar. Como vemos, cierta inteligente ironía parece teñir los poemas de madurez de nuestro autor.

De Eugenio Padorno se puede decir que ha logrado construir un cuerpo poético dotado de una extrema coherencia temática y formal, y que pivota entre los ejes de lo canario y de lo universal de forma impecable. Acaso sólo una frase incompleta (1965-2015) es un libro imprescindible que culmina -por el momento- el permanente trabajo de reformulación que caracteriza la obra de Padorno, y que a un estado de la cuestión poética padorniana añade una excelente introducción de Jorge Rodríguez Padrón, la más exhaustiva bibliografía de y sobre su obra publicada hasta la fecha, una completísima cronología y una colección de ilustraciones que aproximan el volumen al concepto de catálogo. El trabajo gráfico de Sergio Hernández Peña es, en ese sentido, encomiable; y la iniciativa del editor, Jorge Liria, muy necesaria.

 

 

Eugenio Padorno, Acaso sólo una frase incompleta (1965-2015), Las Palmas de Gran Canaria,  Mercurio Editorial, 2018.

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Luis Calbarro

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