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Configurar sentido descendente

31 de octubre de 2024

Atardece, y por la calle principal resuenan unos golpes secos, acompasados, recuerdan el repiqueteo indolente de los obreros después de una jornada de trabajo que se alarga sin objetivo; recuerdan cuando se construía el pueblo dentro del pueblo, como si a todos les hiciera ilusión ser la nueva ciudad dormitorio de la capital, aunque fuera capital de provincia. Y de repente el parón. Parece que nadie lo vio venir desde su rinconcito de prosperidad; pero se acabaron las obras, no hay futuro, y Doña Elvira es la única novedad que ha llegado al pueblo.

El eco de los golpes, igual que las sombras en el suelo, se hace cada vez más nítido, más contundente. Las vecinas le abren paso con discreción, y luego se arremolinan, muy juntas, y chismorrean: «Ya está aquí Doña Erguida.» Camina trabajosamente pero muy digna en sus tacones negros, ya gastados, cada vez más llenos por la carne que se le agolpa en las pantorrillas. Ella sabe que la miran de reojo y las vecinas se preguntan por qué elegiría precisamente su pueblo para apartarse de las cámaras —de las miradas no, de eso, nunca—, y cómo consigue mantener ese porte rotundo, ese recogido tan blanco como tieso. Pero al cruzar por la farmacia, le parece ver cómo alguien tuerce una sonrisa cuando la ven pasar de impecable blanco y negro: «Pues yo, ya no la veo tan erguida».

Doña Elvira ya ha absorbido suficiente luz del sol; siente que ha terminado su fotosíntesis, que es hora de volver. Y camina hacia casa con más ganas que otros días, aunque más despacio, porque hoy se encuentra cansada, incómoda en esos zapatos tan altos. Así que, sin dar un taconazo fuera del barrio caro, y antes de que la noche se cierre del todo, llega a su vivienda unifamiliar, unipersonal, encajonada como una cuña entre los pisos nuevos. La casa de piedra parece un error de cálculo al que pusieron el tejado demasiado pronto, con las dos ventanas enrejadas siempre a cal y canto, dos ojos que no quieren mirar hacia afuera.

Igual que ayer, igual que el día anterior, nada más abrir la puerta la reciben los cactus y las rosas de invierno; la ven abrir el buzón y pasar las hojas de publicidad una a una, hasta que vuelve a la primera. Con la propaganda en la mano, se queda apoyada en la barandilla de forja al pie de las escaleras y, unos segundos después, empieza a subir pesadamente. A lo largo de la pared, van escalando las cintas, y sus hojas, alargadas como lanzas, la envuelven con un apego selvático, tan irreal como su “casa para uno” entre los bloques de pisos.

Dentro de su escondite, ficus, alocasias, filodendros, trepan unos sobre otros, se empeñan en crecer sin miramientos, sin respeto por el tiempo muerto que los rodea. Después de casi un año de refugio, Doña Elvira apenas llega a abrir el armario de las infusiones, alargando el brazo por encima de las chefleras, que ya son más altas que ella; los tallos rectos, las hojas fuertes. En aquella cocina, blanca y holgada, las plantas le devuelven una chispa de luz, cumpliendo un pacto breve, desproporcionado. Aunque bien mirado, estaban más lustrosas cuando les quitaba el polvo con un pincel. Se ha vuelto rácana hasta con el agua, y ellas se han puesto de un verde mate, gastado.

Con la taza llena de té de Ceilán, Doña Elvira entra en su habitación y se sienta frente a la cómoda. Después de quitarse los zapatos, se palpa las piernas hinchadas, igual que un jinete acaricia a un caballo fatigado, mientras se mira en el espejo por encima de las hojas anaranjadas de las clivias. Con lo que le costó atreverse a dejar que las plantas entraran en su dormitorio. Había leído que envenenan el aire con dióxido de carbono, que pueden robarte el oxígeno mientras duermes; y no tenía ninguna intención de compartir el suyo. Pero unas cuántas macetas no podían ser peligrosas. Ahora piensa y mira las clivias, las drácenas, que se levantan orgullosas, guardianas de sus fotos en blanco y negro, aunque en realidad ya empiezan a taparlas con un abanico verde y rojizo: ahí está Doña Elvira enmarcada en primer plano con su traje de gala, rodeada de la flor y nata de otra generación; y al lado, a la salida del Teatro Principal, con un hombre muy alto, moreno, que la coge de la cintura. Ella se vuelve hacia él con unos ojos que llevan mirándolo más de cuarenta años; cuando era Elvira de Jaén, cuando era otra. Así aparece en las fotos, detenida en aquel tiempo en que apenas tenían que girarse para verla pasar, porque ella era el objetivo de las cámaras, el fondo de las pantallas en blanco y negro. Después, con el color, llegaron otras caras, otros repertorios, nunca el suyo. La idea le hace sonreír, lo cierto es que empezaba a cansarse hasta de miradas; y la sonrisa le amontona las arrugas, que acuden como las ondas que provoca una piedra al caer al agua. Rebotando de una década a otra, hojea los álbumes de fotos hasta que le vence la fatiga. Entonces cierra de golpe el álbum. Queda en el aire un olor seco, a papel viejo a punto de resquebrajarse, de tan deformado por el peso de los recuerdos uno encima del otro, por las imágenes de un tiempo que ya no es suyo.

Se dirige al armario, y empieza a apartar abrigos, vestidos de otras temporadas, buscando entre las perchas. ¡Ahí está su traje de gala! Bajo una funda porosa color beige y un chal a juego: el mismo diseño de una pieza que marcaba su cintura en aquellas fotos sin color. El fondo, granate, con rosas amarillas bordadas. El tejido, delicado, granuloso al tacto; el encaje es casi el único testigo de otra manera de trabajar. Doña Elvira echa una mirada a su alrededor: la lámpara de araña, que cubre la habitación mientras las bombillas se siguen fundiendo de una en una; las paredes, de un blanco deslucido. Junto al espejo, repara en la taza de té, quizá demasiado exótico, demasiado frío ya. Tampoco tiene hambre. Su apetito prodigioso también pertenece al pasado, a los días de festejos, cuando devoraba hombres y mujeres, dulce y amargo por igual. Ahora sólo quiere tumbarse y descansar. Así que rodea la cama y cierra también las ventanas que dan a la parte trasera de la casa. Pero aún le queda una cosa por hacer.

Deja el vestido estirado cuidadosamente sobre la cama, deslumbrada como si lo viera por primera vez, y se va quitando la ropa, dejándola por el suelo con indiferencia. Vuelve a la cómoda y abre el último cajón. De allí saca la ropa interior a juego que no usa hace décadas; y luego se dispone a meterse dentro del vestido. Despacio. Primero el recogido, que ya empieza a desarmarse. La tela se atasca antes del cuello y se queda ahí colgando, como pétalos desordenados que la van cubriendo. Doña Elvira se ve medio encorvada en el espejo. Los brazos suspendidos parecen ramas mal podadas, sarmientos temblones que agita una brisa helada. Hasta que consigue incorporarse y, poco a poco, se recompone y va arreglando los obstáculos, dando tirones para ajustar el vestido desde la falda. Pausadamente, acaba de estirar la tela y se ciñe un lazo, los dedos lentos, hinchados.

Cuando Doña Elvira vuelve a sentarse en la cama, su sonrisa sigue arrugada, intacta. Se pone el chal sobre los hombros y, para terminar la función, se calza los tacones negros. Se tumba sigilosamente, y alisa la cubierta con las manos, exhausta. En cuestión de minutos, Doña Elvira vuelve a ser esa foto en blanco y negro, vuelve a ser otra. Sin esfuerzo, reproduce el compás de sus plantas y expulsa dióxido de carbono.

Cintas, drácenas, clivias, todas siguieron respirando algún tiempo más que ella; racionando, mendigando la luz que se colaba por los postigos. Las chefleras fueron las primeras en secarse, en consumirse poco a poco mientras dejaban caer las flores una a una. Las drácenas se acabaron arrugando hasta parecer ancianos milenarios. Los ficus empezaron a amarillear; fueron encorvándose casi desde el techo, y se pusieron a tirar hojas como un globo que suelta lastre a la desesperada. Pero ya era tarde. Las cintas fueron las últimas en morir, cuando se les acabó el agua que habían ido almacenando en las raíces, retorcidas en la tierra de su maceta igual que dedos deformados por la artrosis.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por J. M. García Esteban

LA REVISTA PUBLICA TEXTOS INÉDITOS DE OLGA TOKARCZUK Y DE LUIS MATEO DÍEZ 

TAMBIÉN ANALIZA LA OBRA DEL NORUEGO JON FOSSE Y DEL VENEZOLANO RAFAEL CADENAS 

ADEMÁS OFRECE UNA ENTREVISTA EN EXCLUSIVA CON LA ESCRITORA URUGUAYA IDA VITALE 

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuye este mes de noviembre en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores de la literatura contemporánea. En ese listado de valiosos nombres propios que han escrito algunas de las mejores y más impactantes obras de nuestra época, hay que citar a autores como la polaca Olga Tokarczuk y el noruego Jon Fosse, ambos recientes Premios Nobel. También a creadores indiscutibles dentro del rico y diverso panorama literario de habla hispana como Luis Mateo Díez, la uruguaya Ida Vitale y el venezolano Rafael Cadenas, todos ellos galardonados con el Premio Cervantes. Sin duda, un quinteto de lujo que simboliza muy bien la universalidad y la atractiva oferta de contenidos originales que posee cada entrega de TURIA. 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

LA REVISTA RINDE HOMENAJE AL ESCRITOR BILBILITANO JOSÉ VERÓN GORMAZ, CON 150 PÁGINAS DE TEXTOS INÉDITOS 

TURIA SE DARÁ A CONOCER LOS DÍAS 21 Y 28 DE NOVIEMBRE EN CALATAYUD  Y EN TERUEL 

LA ESCRITORA POLACA OLGA TOKARCZUK, PREMIO NOBEL DE LITERATURA, PUBLICA UN TEXTO ORIGINAL EN TURIA 

Los escritores Soledad Puértolas y Manuel Rico serán los encargados de presentar el nuevo número de la revista cultural TURIA. Será un sumario con un protagonista muy especial: el escritor bilbilitano José Verón Gormaz. Analizar su valiosa trayectoria creativa, reivindicar el interés de su amplia obra y fomentar su lectura más allá de Aragón son los principales objetivos de esta iniciativa fruto de la colaboración del Ayuntamiento de Calatayud. Una vez más, la revista ejerce de puente cultural entre Aragón y otros territorios y se congratula de aumentar la difusión y el reconocimiento que merece uno de los autores más queridos y conocidos de nuestra Comunidad Autónoma. 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

 

La monografía dedicada al artista y pedagogo Luis Torres Pastor (Rubielos de Mora, Teruel, 1913--Valencia, 2013) ha sido fruto de una estrecha, deseada y consciente colaboración, entre sus tres autores --Francesc Miralles Bofarull (Tarragona, 1940), Ricardo García Prats (Puertomingalvo, 1947) y Martín Domínguez Romero (Madrid,1966)-- además de contar con el oportuno y decisivo respaldo de su tierra chica y la constancia visceral de su incansable hija, pintora y grabadora, la conocida Rosa Torres Molina (Valencia, 1948), cuya admiración y afecto sostenido, por su padre, se han convertido, sin duda, en la clave eficaz y el determinante motor de esta esperada, oportuna y justa publicación. Era imprescindible, sin duda, recordar y rescatar del olvido su trayectoria artística y vital.

He especificado, conscientemente, los roles de artista y pedagogo, al matizar el alcance de la biografía, porque, en este caso, como en otros muchos, se trata de dos vertientes fundamentales y estrechamente co-implicadas, en el desarrollo de la trayectoria vital y profesional, del autor estudiado, siempre vinculadas, ambas facetas, tanto a la docencia de las artes plásticas, como al ejercicio investigador de la creación artística, funcionalmente incorporadas, además, de forma directa, a sus entreveradas tareas como dibujante, pintor y escultor.

Como en tantas otras circunstancias históricas familiares --paralelas y similares, abundantes en tantos periodos anteriores y actuales-- los padres de Luis Torres Pastor, buscando un mejor marco de sobrevivencia, para su linaje numeroso (siete hijos), en calidad de migrantes interiores –en aquellos tiempos tan duros como difíciles-- se trasladaron de Rubielos de Mora a la ciudad de Valencia, siendo el mismo Luis --nuestro protagonista, en esta específica historia-- solo un niño.

Este cambio radical de contexto sociocultural posibilitaría, más tarde, que el muchacho pudiese matricularse, con plenas e ilusionadas aspiraciones, en la Escuela de Artes y Oficios, como fase inicial, versátilmente preparatoria y capacitante de cara a sus deseos, y que luego, como veremos, asimismo --siendo habitual y aconsejable, dado su caso-- pasase a estudiar, complementariamente, ya más tarde, en la posguerra, alguno de los niveles superiores, organizados en los Planes de Estudios vigentes, en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Carlos (donde oficialmente se impartían especialidades de Dibujo, Grabado, Pintura y Escultura).

Pero en tal intervalo cronológico, como es bien sabido, estas generaciones vieron interrumpidos sus proyectos personales, dramáticamente, por el estallido del Golpe Militar de 1936, contra el Gobierno Republicano. (Incluso en la propia monografía se habla, sin tapujos, de “generaciones fracasadas”, debido, testimonialmente, a la distancia existente, entre los previos deseos perseguidos históricamente y sus efectivas consecuencias posteriores, convertidas, al fin y al cabo, en funcionales salidas adaptadas y/o logros personales, transformados por la realidad circundante).

De hecho, llegado el momento y por la edad cumplida, Torres Pastor fue reclutado y movilizado, desde Valencia, en aquel trienio bélico, participando directamente en el llamado frente de Teruel, del que acabó desertando, quizás muy consciente del doble drama que, efectivamente, por una parte se estaba viviendo y además, por otra, se aproximaba: tanto en relación con los concretos resultados bélicos, dado el marcado decurso de la contienda, como por lo que se fraguaba, de cara a la radicalidad del período posterior, con la implantación de la dilatada dictadura.

Tras los cursos iniciales, realizados en El Carmen, donde recibió las bases técnicas pertinentes en dibujo, pintura y estampación, prefirió, el joven Luis Torres, por decisión propia, especializarse en escultura, en plena década de los cuarenta, ámbito por el que se había sentido sumamente atraído, siempre, en este período de formación. Quizás una especialidad más costosa (en el doble sentido de trabajosa y de más cara) precisamente por los precios de origen de los diversos materiales utilizados.

Es sabido que sus profesores --José Capuz (Valencia, 1884-Madrid, 1964) y Carmelo Vicent (Valencia, 1890-1957) entre otros-- valoraron debidamente sus estudios, preparación y prácticas escultóricas, como se nos informa en la monografía, por las noticias recibidas, a través de sus memorias, documentos y entrevistas disponibles. Contó Torres Pastor con compañeros generacionales como Esteve Edo (Valencia, 1917-2015), Carmelo Pastor (Valencia 1924-1966) o Amadeo Gabino (Valencia, 1922-Madrid, 2004).

Ya entonces --como también en la actualidad-- al finalizar los estudios de Bellas Artes, era y sigue siendo habitual toparse con una especie de dualidad electiva, frente a la realidad sociocultural y económica exterior: o bien intentar asegurarse una plaza docente de las materias estudiadas, opositando a funcionario del estado; o bien aventurarse a montar un atelier y producir obra para el posible mercado artístico circundante. Incluso se ha venido dando históricamente y sigue propiciándose la versión híbrida de ambas opciones, a caballo entre la actividad del taller y la docencia paralela. O, incluso, alternativamente, también, se mantiene un trabajo exterior de sobrevivencia, al margen de la pasión artística pertinente.

Torres Pastor, cursada su formación en la Escuela de Bellas Artes, se casaba con Leonor Molina (de Mosqueruela), en el año 1946, joven residente en Valencia y atraída por los estudios del diseño de moda. En pocos años construyen su familia y se dan cuenta de la complejidad vital a la que se enfrentan, laboralmente.

En aquel contexto, pronto Luis Torres toma nota, por experiencia directa, de la dificultad que iba a comportar, para él, vivir de la escultura, que era y seguía siendo su pasión ya que no había menguado aquella radicalidad vocacional, inicialmente preferente, en su entrega al mundo del arte. En tal sentido, incluso había ya acudido, en esa época, forzando posibilidades, a la ayuda de un trabajo complementario y exterior, como refuerzo, (industria del mueble) y, con ese bagaje de contrastes, asume la decisión definitiva, bien meditada, de preparar las oposiciones a una plaza de profesor de Dibujo de Enseñanzas Medias, como tantos otros compañeros de promoción.

Efectivamente, un tiempo después, ya con su título bajo el brazo de Profesor Adjunto de Dibujo y de acuerdo con su cualificación, se le asigna una plaza entre las disponibles, en el marco de las Enseñanzas Medias, en la geografía nacional, concretamente se convierte en el titular de esa docencia, en el Instituto de Llodio (Álava). En consecuencia, tuvo que poner rumbo, con su nueva familia, hacia el País Vasco (1952). De hecho, en ese activo y acumulativo ínterin vital, de decisiones, trabajo, sobrevivencia y estudio, Luis Torres con Leonor Molina habían tenido dos hijas (Rosa y Luisa).

Años más tarde, por referirnos globalmente a su trayectoria de profesor, decidiría complementar su estatus académico y económico, opositando, de nuevo, esta vez apuntando determinantemente hacia la obtención de una Cátedra de Enseñanzas Medias. Lo consiguió y consecuentemente, ya en 1980, solicitará el traslado a la ciudad valenciana de Xàtiva, donde continuó ejerciendo su especialidad pedagógica, hasta la inmediata coyuntura de su jubilación.

Comenzando por la faceta pedagógica, conviene resaltar que, a lo largo de su destino docente, Torres Pastor afianzó su marcado compromiso y creciente responsabilidad con sus tareas socioformativas. Se trataba, sobre todo, de educar estéticamente al alumnado, en paralelo al hecho de facilitarle el aprendizaje de las técnicas básicas de dibujo preceptivas, en los programas ministeriales. Se consideraba, sin duda y sobre todo, educador y maestro, habiendo dejado amplios y numerosos testimonios --tanto en Llodio (1952-1979), como en Xàtiva (1980-82)-- de su labor, prestigio, entrega y constancia profesionales. La monografía insiste, sobradamente, en esta concreta vertiente, ejemplificando el tema, incluso con abundantes declaraciones propias del artista estudiado.

En relación a su amplia y persistente actividad dibujística y pictórica, ejercitadas, históricamente, a costa del repliegue sistemático, por compensación, del cultivo de la escultura, como ya hemos apuntado –a pesar de considerarse, en sus primeras décadas y en su intimidad personal, ante todo, escultor, a radice-- se hace imprescindible analizar sosegadamente las etapas propias de la trayectoria artística de Torres Pastor, comenzando, en un primer acercamiento, a la puntualización estilística de sus rasgos más destacados y característicos, de aquella dilatada y básica época suya (1952-1984), como pueden ser, por ejemplo: su obsesión por el tratamiento del color, la constante atención temática a su entorno, la reiteración de su interés por los paisajes, así como a la vitalidad expresiva de la vida cotidiana o su intensa admiración por la pintura japonesa y el aligeramiento de las formas, junto la simplificación específica de las figuras y el cuidado de las atmósferas lumínicas o el hecho, en fin, de  ser capaz de desdibujar con plena soltura. Rasgos estos que, por cierto, predominaron, rotundamente, durante décadas en su quehacer plástico.

No en vano, diariamente pintaba en su estudio, tras el horario cumplido de las clases, como si se tratara de un deber premonitorio y generalizado, para él. De hecho, se esforzaba, periódicamente, por llevar a cabo exposiciones personales en diversos centros culturales del entorno vasco y de distintas capitales próximas, en aquellas décadas, buscando, de alguna manera, asimismo, ejemplificar la fuerza de la cultura visual del momento y fomentar el cultivo de la educación estética en los visitantes. (Habilitó, con indiscutible asiduidad, cerca de dos docenas de muestras individuales, a lo largo de su panorámica dedicación-- facilitando, de este modo una información determinante y de explicable interés, a la vez que afianzaba su prestigio y reconocimiento). En la biografía publicada se recurre, a menudo, a los documentos, críticas y comentarios en la prensa, referentes a dichas muestras personales suyas.

Muy oportuno es, igualmente, gracias a la monografía que estamos comentando, descubrir el salto estéticamente cualitativo (que se produce, entre la actividad pictórica de Torres Pastor, cultivada en el bloque de 1985 y 2004, mientras se merma, a la vez, básicamente su dedicación escultórica), giro estético que transformará sus prácticas pictóricas, iniciadas en Xàtiva y que le ocupará hasta sus postreros días, conformando un profundo reajuste, que cabría re-denominar como la atrevida propuesta de su creciente geometrización tanto del paisaje, como de las arquitecturas e incluso de las personas representadas en sus cuadros. Nunca dejó de pintar, tampoco en Valencia, cuando se interesó, de forma creciente, por las escenas de baño, yendo asiduamente a la orilla del mar, tomando notas o acudiendo, con frecuencia, asimismo, a las programadas sesiones de trabajo del Círculo de Bellas Artes de Valencia, con sus amigos y colegas.

Siempre he pensado que este interés --evidente en sus prácticas artísticas, ya en plena madurez vital-- por el ámbito estético de la geometrización y sus posibilidades significativas y formales, no fue, de hecho, algo ajeno a la influencia del lenguaje pictórico potenciado personalmente, de forma resolutiva, por su hija Rosa Torres, reconstruyendo / releyendo el paisaje, también durante décadas, en sus investigaciones incansables e impactantes, de fuerte vocación vanguardista. No se trata aquí de intentar asimilar ambos planteamientos, ni mucho menos, si no de hacer ver cómo aquellas prácticas, que contempla, no sin sorpresa, Torres Pastor, en el estudio de su hija, le permiten, efectivamente, decantarse hacia una potencialidad pictórica estructurante, que viabiliza la fuerza de la geometrización sistematizada, en las nuevas escenas, que precisamente armonizan personas y paisajes, en sus estudiadas pinturas. Conjuntos narrativos sumamente simplificados, potentes en su soltura y resueltos con colores fuertes, intensos y contrastados.

Tal fue, por cierto, la última aventura visual de Torres Pastor --capaz aún de revitalizar sus metas, hasta en su última apuesta-- quizás buscando, en cierta manera, poder asimilar, de alguna manera, creativamente, la fuerza ejemplarizante y tentadora, que, a su vez, despedían aquellos paradigmáticos paisajes, habitados, a ultranza, por la contrastada y potente geometría de Rosa Torres, aquellos que, incluso, podían llegar a destruir radicalmente, la imagen misma de la naturaleza, en su exclusivo afán de redefinirla, de nuevo, deconstruyéndola incansablemente, en su secreto / enigmático diccionario visual, constantemente puesto a prueba y renovado.    

 

Francesc Miralles et al. “Luis Torres Pastor”. Exordio, Ricardo García Prats. Epílogo, Martí Domínguez. Edita Ayuntamiento de Rubielos de Mora / Comarca Gudar-Javalambre. 2024. ISBN-978-84.09-62631-1. Depósito Legal: V-2355-2024. Impresión: Gràfiques García Besó. 71 páginas. Numerosas imágenes en color.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Román de la Calle

Cuando las páginas de esta novela son abiertas por primera vez, se puede vislumbrar que las palabras de Giulia Conte descubren, detrás de su velo, el rostro de una nueva gran dama de la literatura íntima en noir, asomándose muy despacio a su lector. Al comienzo, sus palabras hablan disfrazadas de récit, invocando una situación durasiana, envuelta en su visión del despertar de la conciencia de infancia en el personaje de Nathalie, afirmando que “la infancia tiene cosas terribles de las que nadie sabe. Y ya, desde pequeños, nos crecen por dentro caracteres monstruosos que, luego, con los años, se convierten en rocas que nos varan” (p. 31).

Desde este despertar, tenemos el inmenso placer de presentar a Giulia Conte. Nació en la Murcia de principios de los años sesenta, desde donde inició un eterno periplo inagotable por los paisajes y las almas de la mujer y su universo. Giulia Conte desembarcó en la literatura a través de la unión de las sensibilidades, de las almas y, por supuesto, de los cuerpos de Zaida Sánchez Terrer y de Ana Verdú Conesa. Zaida Sánchez cursó estudios de Filología, y Ana Verdú, de Veterinaria, en su Universidad local. No sería justo decir que Giulia Conte es su solo su heterónimo. Giulia Conte es la unión de ambas, de la mujer universal y del lector invitado, en forma de inspector Lecteur, como será presentado en estas páginas.

Esta novela reúne las variables de la novela negra romántica, que ahora se nutre también del aroma estético del roman à clef mediante la duda, la deuda, el pasado, el dolor, con el fin de favorecer su tratamiento literario siempre ligado al desgarro, a la violencia del amor o al hecho de morir para seguir viviendo. En Las voces del Monasterio, Giulia Conte tiene el instinto creativo de Marguerite Duras y la sagacidad deductiva de Djuna Barnes. Son los universos existenciales de las principales protagonistas, Nathalie y Julia, los que llevan de la mano al lector hasta deslizarse por los recovecos más sórdidos y condolidos de la naturaleza humana, desde el triunfo de sus propias ruinas, como le ocurre al monasterio, verdadero protagonista de esta historia. Mientras tanto, para el inspector Lecteur, que investiga en París la extraña muerte de Nathalie,  su devenir cotidiano es un encuentro consigo mismo, desde la Place des Vosges, paseando por los empedrados más sonoros del Marais, hasta poder respirar el aire fresco de San Ginés de la Jara y el Monte Miral en Cartagena.

Desde el punto de vista poético narrativo, como una auténtica pieza de metaliteratura, la novela Las voces del monasterio está estructurada en diez capítulos titulados y once invocaciones, articuladas en nombres propios franceses, susurros de la mujer universal que habita en las paredes de este tríptico conformado por los paisajes de París, Cabo de Palos, y San Ginés de la Jara, a través de sutiles reminiscencias de Colette, Stendhal y André Gide.

Asimismo, Giulia Conte nos invita a recordar su compromiso poético con la tierra y el patrimonio murciano. Es cierto que el carácter lírico de su prosa ha nacido de la esencia poética del pueblo, desde su propia tierra como raíz, encarnada en las manos de cada lector. Así lo describe Miguel Hernández en su obra “Viento del pueblo”, escrita en 1937, mediante la dedicatoria dedicada a Vicente Aleixandre, donde nos habla de la tierra como cimiento del poeta. María Herrera, en su prólogo, da fe de este destino cuando afirma que:

“Con esta obra, la autora contribuye al rescate del patrimonio murciano, pues su lectura favorece y provoca el interés y deseo en el lector de conocer el citado monasterio, así como los demás lugares que lo rodean y donde trascurre la novela.

La lectura plantea al lector el concepto de multiverso, los universos paralelos, así como las causalidades y revelaciones. De esta forma el lector cae en la cuenta de que nuestro universo podría ser uno en un número infinito de universos paralelos, pudiendo existir conexiones entre estos” (p. 14).

Momentos antes, María Herrera nos introduce a este paisaje comentando que “la novela se encuentra ubicada en dos escenarios muy distintos: Cabo de Palos y París, manteniendo como telón de fondo el monte Miral y el derruido Monasterio de San Ginés de la Jara, declarado BIC con categoría de sitio histórico en 1992, donde se hallan bienes paleontológicos, arqueológicos, y testigos de historia medieval, moderna y contemporánea de la Región de Murcia” (p. 13).

Concluye su prólogo diciendo que “se trata pues de un multiverso, con el monasterio como telón de fondo, donde las “voces del monasterio” llaman a los diversos personajes ubicados en diferentes puntos geográficos conectando de esta manera los distintos espacios” (p. 14).

Nuestra autora inicia la novela con la muerte Nathalie, casi como decisión vital pura y consecuente con la desolación de su propio impulso:

“Algunos suicidas son personas que no lo han pensado dos veces. Son gente impulsiva, valiente, consecuente con su malestar, no como la mayoría, que nos acostumbramos a la vida, aunque nos pese.” (p. 25), porque “la muerte es lo de menos, es la vida la gran protagonista, la que se lleva todo” (p. 55).

Pero en realidad no sabemos cómo ha muerto Nathalie. Esa muerte parece más un recorrido de pérdidas. Ya en su infancia, el patio de juegos era el preludio de esa geografía silenciosa llena de dudas que va convirtiéndose en carencia, en ese silencio que  “se instala en la forma de jugar, de mirar a las amigas, de responder en el colegio” (p. 31).

Para sobrevivir, dentro de aquel caos organizado, Nathalie aprendió a distanciarse de su madre “para no ser golpeada por su desdén. Y eso me salvó, pero arruinó mi infancia. La inocencia se pobló de prejuicios, de calculada prevención, de sutiles cautelas”. Llega a constatar que se convirtió “en una niña introvertida para no ser descubierta y empezó a escribir” (p. 107)

Esta conversión se transforma en elemento clave de metaliteratura como doble ejercicio de maternidad en el texto de nuestra autora. Se trata del binomio Julia/Nathalie, las dos protagonistas, de su doble gestación poética y maternal. “Ahora vivo en la textualidad”, afirma Nathalie. Como tal, este binomio siembra la entraña creativa de Ana/Zaida, a su vez, para gestar a Giulia Conte desde la complicidad más pura.

En este proceso de metaliteratura, la creación literaria de Giulia Conte mediante Julia/Nathalie y desde Ana/Zaida es mucho más grata. No hay tanta responsabilidad o está diluida entre emisores y receptores, autores y personajes, suspiros y paisajes, contenidos y continentes.

Otro aspecto que merece atención en esta obra son los ecos de surrealismo poético, heredados de las obras de Gabriel Miró, Azorín, Juan Gil Albert y Fernández Flórez. Desde esta situación, también podemos disfrutar de ecos naturalistas apreciados en momentos basados en la descripción cálido-cromática de la paisajística de estos enclaves, donde el color del alma de San Ginés y el Monte Miral susurran una sensualidad serena, que recuerda a ese cielo protector que ya evoca Paul Bowles en la obra del mismo nombre.

Esta tradición surrealista cobra un toque blixeniano cuando describe que “la atracción que sin ton ni son siento por el monte Miral me fascina. Y no pienso resistirme. Es la tercera salida sola y en coche lejos de cabo de Palos, y de nuevo me dirijo allí” (p 139). Momentos más tarde, la pasión blixeriana recobra su serenidad yourcernariana al afirmar que “sigo contemplando el Monasterio de San Ginés, allá abajo, el campo y el mar al fondo. Marrón y verde en sus palmeras, naranjas de dátiles en lo alto. Qué bonito es. Me imagino sus huertos cuidados, sus muros completos y recios, sus tejados intactos, su torre orgullosa. Un monasterio, varias ermitas … “ (p. 142).

Dentro de estos paralelismos, merece ser destacado este fragmento donde nuestra autora nos evoca a las palabras del Conde de Volney desde la Palmira de su imaginación cuando se afirma:  “salgo de las ruinas y bordeo ahora la ermita por la derecha para regresar al punto de partida, la fachada principal. Quiero disfrutar de la magnífica panorámica una vez más antes de alejarme del monasterio entre palmeras y el mar de fondo, pero no llegó a completar el rodeo” (p. 144).

La novela Las Voces del Monasterio despliega multitud de alas, como los ángeles que, según la leyenda, ayudaron a San Gines a construir una de las ermitas del Monte Miral. Este es tan sólo uno de los escenarios de los muchos mundos posibles en los que la obra nos sumerge, mostrando un alma que diverge en varias esencias. Los personajes que aparecen en la novela no hacen más que buscar una identidad a través de la acción literaria, de las formas reflejadas en su espejo, del silencioso banquete explosivo que resulta de sus múltiples interrelaciones.

Para terminar se hace necesario elegir un último memento que complete esta invitación a su lectura. Nos estamos refiriendo a la calidad rítmica, al valor sonoro y musical del texto. La afinada sensualidad contiana, conducida de un modo literario desde un contexto postmodernista, puede ser distinguida entre miles de envolturas. Por ejemplo, en la eufonía de los nombres, donde nuestra autora se deja llevar por la epidermis tan atractiva de sus términos y nos descubre denominaciones de personas, lugares y cosas, cuyo simple enunciado produce en el lector ese inmenso placer voluptuoso que nos provocan las palabras cuando están habitando el preciso lugar que les pertenece. 

 

Giulia Conte, Las voces del monasterio. Murcia, Raspabook, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Eugenio-Enrique Cortés-Ramírez

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