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10 de diciembre de 2018

A Juan Antonio Bernier

 

1.

 

Río como hubiera

reído mi maestro;

cara de tonto por

el camino de siempre.

 

 

2.

 

Con todo lo que sé

hacer una comparsa.

 

 

3.

 

La Virgen del Puño venía

subiendo por la Calle Nueva

deshaciendo en los escaparates

su hilera torpe de viejas.

 

4.

 

Por nueva tala

muertecita de frío

la Nomentana.

 

 

5.

 

Todo el verano

Joseíto, y nunca

lo saludé.

 

 

6.

 

Los chascos de los pobres:

A la emoción por la transparencia, ¿no?

 

 

7.

 

Escribir como un robo al aire.

Pero el pájaro.                                   

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Reche

10 de diciembre de 2018

Octavio Paz, ¿un poeta ensayista o un ensayista poeta? ¿Un poeta que piensa poemas veteados de reflexiones, preñados de relecturas, o un ensayista que canta el mundo en ensayos sembrados de connotaciones y de visiones, inagotables como poemas?

El territorio de Paz es esa intersección entre poesía y ensayo. Un lugar donde la palabra lírica es una candela que ilumina, en el que Paz rescribe el mundo en cada lectura. Como un niño que siguiera los renglones con el dedo, y luego mojara ese mismo dedo en tinta para escribir nuevas lecturas.

Y el señor de ese puente, de esa isla que pertenece a ambas orillas del río, es el Paz lector, del que nace todo. El Paz que lee y quiere emular a los escritores que admira. El Paz que se busca, se lee y se narra en otros.

Muy significativamente, Paz invoca desde el subtítulo de sus ensayos al santo patrón de los lectores modernos: Valery Larbaud. Así, recoge la denominación acuñada por Larbaud, “dominio”, para marcar sus ensayos literarios: cuando reagrupa y edita sus Obras completas, divide sus acercamientos entre el “dominio extranjero” (Excursiones/Incursiones) y el “dominio hispánico” (Fundación y disidencia).

Paz conoce muy bien a Larbaud. Le dedicó un revelador ensayo, compartido con Pessoa, en el que señala que es el primero en usar heterónimos, seis años antes de la aparición de Alberto Caeiro. Para situarlo ante el lector hispánico, dirá que sólo Alfonso Reyes en nuestra lengua está al nivel de la fina prosa larbaudiana. Y viceversa, Paz define así a Reyes: “viajero en varias lenguas por éste y otros mundos, escritor afín a Valery Larbaud por la universalidad de su curiosidad y sus experiencias –a veces verdaderas expediciones de conquista en tierras ayer incógnitas– mezcla lo leído con lo vivido, lo real con lo soñado, la danza con la marcha”. 

Ese paralelismo entre la exploración geográfica y la exploración literaria nos da la clave para entender los ensayos de Paz. Escritor y diplomático –como José Gorostiza, como Gilberto Owen, como Alfonso Reyes–, Paz vivió en la India, en Francia y en Estados Unidos; pero supo que la lectura es otra manera de viajar, tanto en el espacio como en el tiempo. Así lo declara al comienzo de su prólogo a Excursiones/Incursiones: “Cada lectura, como ocurre en los viajes reales, nos revela un país que es el mismo para todos los viajeros y que, sin embargo, es distinto para cada uno. Un país que cambia con el tiempo y con nuestros cambios: no es lo mismo leer La Cartuja de Parma a los veinticinco años que volver a leerla a los sesenta. No es lo mismo ni es la misma novela”.

Coincidiendo con la mirada de Larbaud –que, en sus paseos por Lisboa, se imaginaba ser un Serpa Pinto de la Literatura–, Octavio Paz crea una “Geografía Literaria”. A la vez explorador y cosmógrafo, descubre nuevos territorios, encuentra regiones escondidas y corrige mapas erróneos, admitidos por la indolente costumbre. Sus ensayos son mapas que cotejan los parajes sin fiarse de mediciones anteriores, y que anhelan sin descanso conocer y cartografiar la Terra Incognita que espera, prometedora, en el horizonte. Mapas que persiguen reproducir ese mar que engloba todo. Un mapa infinito para un mar inagotable. 

Toda expedición necesita de trujamanes que abran las rutas. Paz se multiplica en las lenguas que va aprendiendo para poder leer directamente las obras originales. Y tras la lectura, el deseo de compartir la felicidad: la traducción. Paz nos entrega su Donne, su Mallarmé, su Apollinaire, su William Carlos Williams, su Pessoa… Su, porque con cada traducción viene aparejada una visión propia, una lectura. Esa quintaesencia del lector que es el traductor se plasma a la perfección en Octavio Paz, quien suele acompañar sus versiones de comentarios y sugerentes perspectivas[1].

Su insaciable curiosidad de niño nos regaló también poemas de la India, Japón y China. Más que eso: convirtió a Tablada en su precursor y nos regaló literaturas enteras, porque a partir de las rutas abiertas por Paz podemos acercarnos a Oriente con naturalidad inusitada.

Quizá sea “naturalidad” la palabra que mejor cuadra a la visión universal que Paz tiene de la Literatura. Naturalidad y familiaridad con nuestra tradición, y también con las otras tradiciones. Por doquier encuentra Paz las redes que conectan a los grandes creadores. Ve la literatura como un asombroso tapiz, conformado con hilos de varias lenguas y diversas épocas. Busca el dechado escondido tras los dibujos, que quizá nos aguarda en una alusión casi borrada, que espera paciente a que alguien la descifre. Y también sigue los hilos sueltos, a los que les falta el nudo que los justifique. En sus manos, esos hilos perdidos son un nuevo hilo de Ariadna; no para salir, sino para entrar en el laberinto de un autor, de la literatura, del mundo.

Paz se sabe parte de una red mundial de “cartógrafos literarios”, en la que unos y otros comparten exploraciones y mediciones. Un libro es un salvoconducto, y un nombre es una señal de familia. Se hace amigo de Czesław Miłosz en París al saber que su poeta moderno preferido es el mismo que el suyo, T. S. Eliot. En los años cuarenta, en México, el nombre de Borges “era una contraseña entre iniciados y la lectura de sus obras el culto secreto de unos cuantos adeptos”, entre los que se contaban Alí Chumacero y Xavier Villaurrutia. Años más tarde, el vínculo entre Borges y Paz será el descubrimiento de que varios de sus poetas favoritos eran los mismos. Personas y libros se entrelazan. Observa Paz: “Nuestras vidas son un tejido de encuentros y desencuentros: físicos, mentales, afectivos. […] ¿qué habría sido de Valéry sin Mallarmé o Rimbaud sin Verlaine? ¿Cómo habría escrito Ezra Pound los Cantos, ese vasto y descosido poema, si hubiese tenido a su lado un consejero inteligente como él mismo lo fue de Eliot?”

La lectura es también una conversación, una interminable conversación que supera tiempos y espacios. Tras esa su primera lectura de Borges para iniciados, Paz comenta: “Desde esos días, no dejé de leerlo y conversar silenciosamente con él”. Otra de sus compañías perennes es Quevedo –“no cesa de asombrarme su continua presencia a mi lado, desde que tenía veinte años hasta ahora que tengo ochenta”–, cuya influencia freática confiesa: “En ese mismo año de 1942 escribí varios sonetos bajo el signo de Quevedo, el signo de la escisión”.    

Desde esa su mirada que abarca una conversación de siglos, Paz puede señalar con toda naturalidad que “el parecido entre Góngora y Mallarmé es engañoso”.

Veamos un ejemplo de su manera de discurrir, de transitar los caminos de la Literatura: “El Gilberto Owen tradicional –ingenioso, précieux y apasionado, enamorado de los misterios sacros y de los juegos de palabras, pez volador entre Cocteau y Eliot– desaparece; en su lugar o, más bien, entre sus cenizas, mezcladas al confeti de no sé qué triste carnaval, se levanta otro poeta, del linaje de Blake y Nerval, Pessoa y Yeats. […] encarna entre nosotros la figura a un tiempo familiar y enigmática del poeta iniciado, el adepto de la otra religión de Occidente –la vieja religión de los astros que fascinó a los neoplatónicos de Florencia, nutrió a Spenser y a Ronsard”. Sobre Borges dice: “Algunas de sus ficciones parecen cuentos de Las mil noches y una noche escritos por un lector de Kipling y Chuang Tzu; algunos de sus poemas hacen pensar en un poeta de la Antología Palatina que hubiese sido amigo de Schopenhauer y de Lugones”.

Al mostrarnos a otros hace un autorretrato: el de un poeta que se maneja a sus anchas en una simultaneidad literaria, para quien –como dijo Paz de Borges– “la tradición literaria no le parecía menos viva y presente que la actualidad”.

Paz es el anfitrión perfecto de un inmenso e inagotable banquete. Salta de una mesa a otra, lleva a los comensales y los presenta, une a los que cree que van a llevarse bien. Trasvasa las épocas para unir autores; sobre Lope dice “Nos hace falta una selección realmente moderna de su poesía y, sobre todo, nos hace falta que alguien haga con él lo que Dámaso Alonso hizo con Góngora o Eliot con Donne: situarlo, insertarlo en la tradición moderna”. Paz reivindica ese oficio de lector-puente, de lector-zahorí, de lector que abre caminos y recupera sendas. Un oficio que sólo un creador puede realizar a la perfección.

El lector Octavio Paz es el cruce entre el poeta y el ensayista, el gozne hacia ambos lados. El nexo entre el constante cifrado y descifrado del universo. Porque Octavio Paz lee poéticamente.

A la vez Marco Polo y Juan de la Cosa, viajero y cronista, explorador y cosmógrafo, Octavio Paz nos descubre a poetas lejanos. Otras veces, se aventura aún más en lo desconocido y nos señala a poetas extraños y asombrosos que se esconden tras los nombres más citados.

El niño Aries que es Paz nos lleva de la mano por su jardín de juegos, que es una biblioteca, y nos invita a jugar con él a la lectura. Confía en nosotros, nos muestra sus juguetes y los comparte, feliz de encontrar un compañero de juegos.

Nos habla como un degustador que encuentra el ingrediente escondido de un plato o el secreto de un vino. Como el enamorado que se detiene en los detalles del cuerpo amado[2]. Unos detalles mínimos, exactos y valiosos, que sólo un enamorado podría percibir.

Las lecturas de Paz tienen algo de mágico. Galvanizan los textos que, bajo el encanto de sus palabras, se yerguen vivos y poderosos como nunca. Así resume Paz su mester: “Ésa es la misión del crítico: darle al lector ojos nuevos para que lea o relea la obra. Esta forma de la crítica, la más alta, equivale a una resurrección”.

Ese es Octavio Paz: un mago niño compartiendo su magia. Un mago señalando la fina pericia de trucos ajenos. Mejor aún: descubriendo feliz que quizá existen los prodigios. Que quizá no hay truco.

 

[1] Su lista de autores traducidos es una reveladora panoplia de lecturas: Nerval, Michaux, Éluard, Supervielle, Reverdy, Cocteau, Char, Andrew Marvell, Yeats, Pound, e.e.cummings, Wallace Stevens, Charles Tomlinson, Elizabeth Bishop, Mark Strand, Vasko Popa, Czesław Miłosz… 

[2] Podríamos decir que como un enamorado que lee los detalles del cuerpo amado: un lunar, un antojo, una perspectiva única… al estilo de los Blasonneurs du corps féminin, que Paz conocía bien.


 

 

Escrito en Lecturas Turia por Diego Valverde Villena

10 de diciembre de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pero yo cierro los ojos.

Siempre cierro mis ojos.

La madrugada huele a borrachera.

Pero yo cierro los ojos.

Turbio aliento que alcanza mi mejilla.

Pero yo cierro los ojos.

Se levanta el borde de la sábana.

Pero yo cierro los ojos.

El hielo se me entra en el costado.

Pero yo cierro los ojos.

Un cuerpo arrimándose a mi cuerpo.

Pero yo cierro los ojos.

Aprietan los terrores su mordaza.

Pero yo cierro los ojos.

El espanto me ata su camisa.

Pero yo cierro los ojos.

Su saliva, me cubre como el liquen.

Pero yo cierro los ojos.

Y la náusea me eriza con sus púas.

Pero yo cierro los ojos.

Bajo mis ropas los lagartos fríos.

Pero yo cierro los ojos.

Bajo mis ropas crece una tarántula.

Pero yo cierro los ojos.

Bajo mis ropas el dolor es yedra.

Pero yo cierro los ojos.

Se abre paso la furia, desbrozando.

Pero yo cierro los ojos.

Ya la floresta gime mutilada.

Pero yo cierro mis ojos,

Ya está libre el acceso a la rapiña.

Pero yo cierro los ojos.

Ya clava el gavilán su duro pico.

Pero yo cierro los ojos.

Temblor desesperado es su deseo.

Pero yo cierro los ojos.

Sus sísmicos jadeos en mi cama.

Pero yo cierro los ojos.

Lava ardiente se enfría entre mis piernas.

Pero yo cierro los ojos.

Azucenas sangrando por mis ingles.

Pero yo cierro los ojos.

Ha sido consumado el sacrificio.

Pero yo cierro los ojos.

Yo los cierro. Siempre cierro mis ojos.

Pero mamá también cierra los ojos.

El mundo entero ha cerrado los ojos

Tan solo mi muñeca está despierta.

Tan solo mi muñeca lo ve todo.

Todo.Todo Todo.Todo….

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rossetti

27 de noviembre de 2018

En un capítulo de su fulmíneo Vicino & lontano [Próximo & lejano], en el que sabe aferrar jirones de realidad como un halcón, Alberto Cavallari, el más camusiano de los periodistas y escritores italianos, recuerda cómo Albert Camus solía afirmar que la conciencia vale más que la supervivencia. Él también, por lo demás, era capaz de resistir a la corriente de los tiempos, como reza en francés el subtítulo del libro que Jean Daniel dedicó hace unos años al autor francés y en especial a su actividad de periodista, Avec Camus. Comment résister à l'air du temps (Gallimard, 2006) [Camus. A contracorriente (Galaxia Gutenberg, 2008)]. Una pequeña obra maestra, un modelo de sobria prosa clásica que uno querría guardarse en el bolsillo y llevar siempre encima cual breviario laico de libertad y resistencia.

 

Fundador y editorialista de Le Nouvel Observateur, Jean Daniel es un testigo de excepción de las últimas décadas de historia y de vida de esa cultura francesa que ha sido la auténtica conciencia de Europa. No por casualidad fue alguien muy próximo a Camus, quien se lanzó a la actividad de periodista con la misma entrega absoluta que le llevó a escribir El extranjero o La peste. La grandeza de Camus consiste en haber unido una inflexible ética a una inagotable vocación por la felicidad, por vivir a fondo la vida como un baile popular o un radiante día de playa, sin negarse a mirar a la cara su carácter trágico, pero rechazando toda moral que reprima la alegría y el deseo. Camus siente un sagrado, un religioso respeto por la existencia, lo que le veda toda trascendencia metafísica o política que pretenda sacrificarla en aras de fines superiores. Ningún fin justifica los medios delictivos, que, todo lo contrario, pervierten los fines más nobles, como ocurre con las rebeliones —El hombre rebelde— siempre traicionadas por las revoluciones; ningún amor por las victimas —siempre defendidas por Camus en contra sus verdugos— autoriza a estas (ni autoriza a sus defensores) a convertirse a su vez en verdugos.

 

Camus vivó a fondo el nihilismo y el absurdo, a los que combatió por más que sin ilusión alguna en alcanzar una verdad aunque hallando un irreductible sentido y valor en el propio vivir; aunque Dios no existiese, no por eso todo estaría permitido, afirma contra su amadísimo Dostoievski. Este humanismo radical no cae de ninguna manera en generosa ingenuidad, porque no incurre en la ilusión de ninguna posible inocencia; el héroe de La caída denuncia la mala fe de la buena conciencia (Daniel).

 

En la guerra de Argelia, donde había nacido, Camus se batió de forma inequívoca contra la violencia colonialista y por la libertad del pueblo argelino, contra la criminal represión y la tortura. Pero rechazó el terrorismo, no justificado para él por la represión asesina de inocentes civiles en cuanto supone también el asesinato de inocentes civiles, entrando así en conflicto con buena parte de la izquierda de entonces, que se reveló políticamente menos lúcida y realista que él. Acaso Camus, como observa Jean Daniel, no se sintiera jamás, gracias a sus humildes orígenes, colonizador ni amo en su Argelia natal, pudiendo así comprender que Argelia, en su sacrosanto derecho a la independencia política y a liberarse de la explotación, era culturalmente y humanamente suya también, francesa también, pues en caso contrario caería en una fiebre identitaria, fundamentalista y violenta. Análogamente, Nadine Gordimer, en su lucha contra el apartheid en Sudáfrica, defendía la civilización de una tierra que, según decía, era tan suya como de sus habitantes negros.

 

La gran disputa —y alternativa— de aquellos años no fue la que sostuvieron Sartre, genial filósofo pero también sectariamente trivial en tantas de sus cómodas y forzadas posturas ideológicas, y Aron, que a menudo no carecía de razón, pero sí de la capacidad de asumir la carga humana de esos errores totalitarios, arrogantes con frecuencia pero nacidos de pasiones generosas. De Gaulle (cuya figura descuella cada vez más en la historia política del último medio siglo), lo llamaba con desprecio, «profesor en Le Figaro y periodista en el Collège de France»; Aron abrió los ojos respecto al comunismo a muchos intelectuales que vivían cómodamente en Occidente, pero fue Camus, la auténtica alternativa a Sartre, quien lo hizo en relación con quienes habitaban en el Este y habían vivido, compartido y sufrido de manera bien distinta la fe comunista.

 

Releer a Camus, escribe Daniel, puede contribuir también a elaborar una nueva ética del periodismo, que parece cada vez más urgente. Una ética que Camus, hombre de izquierdas, resume en tres palabras poco familiares a buena parte de la izquierda: «Justicia, honor y felicidad». Pero, sobre todo, lo que demuestra Daniel, narrando las vicisitudes de Combat —periódico nacido en la Resistencia y más tarde dirigido por Camus— es cómo puede resultar concretamente realista y posible «resistirse a la corriente de los tiempos», al clima político-cultural que es o parece predominante. Camus demostró que podían dedicarse solo unas pocas líneas a un crimen sensacionalista del que todos escribían sin salir perdiendo. Muchas veces, si se dice que no, no ocurre nada, como en ese viejo chiste de la monja joven y guapa que, ante la pregunta de cómo había sido la única en librarse de ser violada por una banda de delincuentes que habían irrumpido en el convento, contestó: «No sé, la verdad... yo solo dije que no...».

 

El periodismo es el esfuerzo de Sísifo por excelencia; aquellos que, como Jean Daniel, luchan por el reconocimiento de la diversidad defendiendo sobre todo lo universal hoy tan amenazado, tal vez no sepan, al igual que Camus y que todos nosotros, qué es la verdad, pero saben muy bien qué es la mentira y pueden repetir, con Camus: «No hemos mentido».

 

© Corriere della Sera

(Traducción de Carlos Gumpert)

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Claudio Magris

Son muchas las anécdotas de la vida de Penelope Fitzgerald que parecen alentarnos, inspirarnos, hacernos ver que todo puede suceder si se persevera en la escritura y que nunca es tarde para empezar. Nos fascinan su estilo, su manera de decir tantas cosas y de transmitir tantas emociones cuando parece que apenas cuenta nada, pero también nos atrae su biografía, ese empeño y esa tenacidad literaria que a veces parece derivar de una sana cabezonería; nos seducen su erudición y su calma, esa especie de impasibilidad (de inspiración se diría que oriental) que tal vez constituyó uno de los motivos para que aplazara durante tantos años una escritura que tuvo que haber empezado antes. Entre otras cosas, porque todo apuntaba a que iba a empezar antes. Todo parecía dispuesto, ordenado y preparado para que la señorita Penelope Knox escribiera nada más salir de la universidad, triunfara, y fuera una de las escritoras más sobresalientes de su generación. Y, en cambio, no fue así. Su primer libro, una biografía del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, no lo publicaría hasta haber cumplido los cincuenta y ocho años, y su primera novela no aparecería hasta los sesenta. Cierto que a partir de ahí no paró: autora de nueve novelas, tres biografías, cuentos, ensayos, poemas, reseñas literarias y numerosísimas cartas, ganó el Booker en 1979 con su tercera novela, A la deriva, aunque ya había sido finalista del mismo premio con La librería (1978), y volvería a serlo con El inicio de la primavera (1988) y La puerta de los ángeles (1990). Cierto que se hizo mundialmente famosa con La flor azul, novela con la que ganó en EE.UU. el National Book Critics’ Circle Award, por delante de Don de Lillo o de Philip Roth, cuando ya tenía 80 años, y que ha contado con devotos como A.S. Byatt, que dice de Fitzgerald que es una legítima heredera de Jane Austen y que siempre fue una defensora acérrima de su literatura. Pero de Penelope Knox, una alumna brillante, que estudió en el Somerville College (Oxford), como Iris Murdoch y Dorothy L. Sayers, uno de los primeros colleges en aceptar mujeres estudiantes, y donde más tarde estudiaría también la propia A. S. Byatt, se esperaba un triunfo más temprano.

A este respecto, han sido varias las ocasiones en que después de hablar de su obra en un club de lectura o en la presentación de alguna de sus novelas, se me han acercado un par de asistentes y me han comentado que si Penelope Fitzgerald publicó su primera obra a los sesenta años, también queda tiempo para que ellos puedan hacer lo mismo. Ese consuelo es común entre los lectores que guardan una novela en el cajón o en algún rincón de su cabeza, y que ven que es posible empezar a publicar justo a la edad en que otros escritores más tempranos ya van dejando de hacerlo. Y quizá fuera por esa veteranía, por esa liberación que da la edad y que aleja aprensiones y complejos innecesarios, y, evidentemente, por la enorme amplitud de sus lecturas, por lo que Fitzgerald escribió lo que quiso y como quiso. Es fácil darse cuenta al leer cualquiera de sus libros de lo mucho que debió de disfrutar al escribirlos. No es raro detenerse en alguna línea, en un párrafo, y llegar a la conclusión de que hizo lo que literariamente creyó que debía hacer, al margen de escuelas y de influencias, sin pensar en lectores, críticos ni editores. Esa voluntad libérrima y desprejuiciada la llevó al éxito, si creemos que el éxito es la culminación feliz de la tarea o la obra que se desea llevar a cabo. Compuso sus novelas, todas ellas, con una autonomía completa que logró que cada una sea una pieza exclusiva y extraordinaria, deleitable y absolutamente única, sin comparación posible con ninguna otra obra, ni de su época ni posterior. Y ni siquiera con el resto de las obras firmadas por la misma autora. Cada novela marca un inicio categórico en su carrera, como si con cada nueva frase comenzara con el ímpetu y la osadía que suelen caracterizar las primeras novelas. Como ella misma afirmaba, era «una vieja escritora que nunca fue una joven escritora». Y la osadía de esa «joven escritora» ya adulta se descubre en cada nueva entrega. El espíritu narrativo de Fitzgerald no se agota, no va perdiendo fuelle ni se va anquilosando: su deseo de escribir es tan fuerte que a los sesenta años parece rezumar la energía y el vigor que tendría un adolescente instruido.

Lo que no quiere decir que no podamos reconocer una fidelidad en su estilo. Unas particularidades que, claramente, vienen a conectar y a enlazar la heterogeneidad de su producción. En sus obras se habla de la imposibilidad del entendimiento humano, de personajes que residen en los límites, de amantes que no se comprenden, de artistas y escritores románticos, de profesores que han perdido la fe, de seres que parecen no pertenecer a la sociedad en que viven ni comprender el mundo en que todos los demás se mueven con tanta aparente facilidad. Su universo literario está dividido entre los exterminadores y los exterminados. Cuando en 1979 ganó de manera inesperada el Booker con su novela A la deriva, a la edad de 63 años, les dijo a sus amigos: «Ya sabía yo que era una outsider». Y también son outsiders sus protagonistas, tanto los reales de sus biografías como los ficticios de sus novelas. En una ocasión, dijo: «Me siento atraída hacia la gente que parece haber nacido vencida o profundamente perdida». Y así lo refleja en sus personajes, como el protagonista de la magnífica El inicio de la primavera, Frank Reid, un impresor inglés perdido en los albores de la Revolución rusa que un día regresa a su casa para descubrir que su mujer se ha ido, le ha abandonado, y se ha llevado con ella a dos de sus tres hijos. Frank comprende entonces que todos los demás saben algo importante (importante para su propia vida y que él desconocía) y se siente desorientado, como si le hubieran subido a un escenario para interpretar una obra de la que desconoce el texto, el argumento y el desenlace, mientras observa cómo, de una manera casi trágica, todos los que le rodean conocen cada detalle del libreto a la perfección.

Quizá por esta especialidad de la que estamos hablando resulte tan común que nos planteemos mientras leemos sus obras una pregunta recurrente: «¿cómo lo hace?». Cómo es posible que con tres pinceladas, con esas frases directas que parecen contarlo todo sin haber explicado nada, se nos revelen detalles tan certeros de los personajes, de su personalidad, de su voluntad, de su naturaleza e incluso de su aspecto físico, sin que seamos capaces de descubrir en qué párrafo concreto hemos recibido tanta información. Cómo se nos ha llevado a través de la trama planteada sin que nos hayamos percatado de su arranque ni de su exposición, y cómo vamos descubriendo que la trama se complica, que va ganando implicaciones y derivaciones, hasta llegar a un desenlace que nunca es definitivo, en ningún caso, porque la impresión con la que se queda el lector en la última página es la de que aún sucederá mucho más y la de que sabe mucho más de lo que se le ha contado.

Lo cierto es que a Fitzgerald no le gustaba dar demasiadas explicaciones en sus novelas porque pensaba que hacerlo era un insulto para sus lectores. No obstante, como es de imaginar, conocía a sus personajes a la perfección y recopilaba datos, fechas y anécdotas suficientes de cada uno de ellos, tanto de los reales como de los ficticios, como para poder escribir una biografía documentada y rigurosa de cada uno de ellos. Por poner un ejemplo, para escribir La flor azul (1995), centrada en la vida del poeta alemán Novalis, pasó tres años documentándose, leyendo, visitando librerías y bibliotecas, recabando información. En una nota a Alberto Manguel, le confesaba que había sacado cartas vinculadas a Novalis de la biblioteca de Londres y que las había tenido en su poder cerca de dos años sin que nadie se las hubiera reclamado.


La señorita Knox

Nieta de obispos, Penelope Fitzgerald, de soltera Knox, nació en 1916 en una familia de intelectuales y pensadores que buscaron y tuvieron una existencia bastante excéntrica y singular. A pesar de no vivir en la escasez, porque no tuvieron necesidad de hacerlo, la mayoría alababa las bondades del estoicismo y de una vida basada en la simplicidad, en la no acumulación de bienes y en la sencillez, un tipo de vida que, con los años, Penelope Fitzgerald conocería muy bien, aunque no de manera tan voluntaria. Sus tíos paternos, los hermanos Knox, y su familia en general, sentían una constante lucha interior entre la razón y la emoción: «Si somos seres racionales, ¿qué hacemos con los sentimientos?», se preguntaban. Y a ellos, a los cuatro hermanos, dedicó Penelope Fitzgerald su libro The Knox Brothers, una deliciosa crónica del genio y la originalidad de cada uno de ellos en la que, sin embargo, apenas menciona a las dos hermanas Knox: Winifred Peck y Ethel Knox. La primera de ellas fue tan brillante como sus hermanos, estuvo entre las primeras cuarenta alumnas del exigente Wycombe Abbey School y escribió un buen número de novelas, alguna de las cuales ha sido rescatada recientemente por la editorial inglesa Persephone Books con un prólogo de la propia Fitzgerald. Y en cuanto a la segunda hermana de la que no se habla en The Knox Brothers, Ethel Knox, su biografía es bastante más misteriosa y al parecer recibió una educación victoriana tan estricta que hizo que apenas saliera de su casa y pasara totalmente desapercibida.

En cuanto a los hermanos, su biografía no puede ser más interesante. Uno de ellos, Dillwyn Knox, era un genio. Un matemático arrogante, de ademanes bruscos, de apariencia descuidada, que parecía estar siempre ausente y que participó en las labores de descodificación de las señales alemanas durante las dos guerras mundiales, aunque ningún miembro de su familia lo supiera. Otro tío, Wilfred Knox, fue el santo del clan. Era un personaje tímido, que quiso llevar a cabo una profunda renovación y purificación de la Iglesia ante los horrores de la industrialización y del materialismo, de modo que creó una hermandad basada en la solidaridad, en la distribución de los bienes, en no juzgar a los demás y en la perseverancia en el estudio y el cultivo de la mente. Fundó una de esas comunidades que tanto atraían a Penelope (quien en tiempos dijo querer unirse a alguna), y en ella se dedicaba a la jardinería y a redactar sus obras religiosas. Ronnie Knox, el más famoso de los hermanos, traductor de la Biblia y escritor de éxito de historias de detectives y humorísticas, se ordenó sacerdote católico, lo que hizo que le desheredaran y que lo dieran por expulsado de la familia. Y, por último, el padre de Penelope Fitzgerald, Eddie Knox (Evoe), el mayor de todos, se dedicó al periodismo y fue editor de Punch.

Penelope Knox se casó en 1942 con Desmond Fitzgerald, un oficial irlandés que estudió leyes pero que, tras recibir varias condecoraciones por su actuación en el Norte de África y en Italia, regresó totalmente cambiado de la guerra. Durante la defensa de una colina perdió a todos sus hombres, y aquello le marcó para siempre. Tuvieron tres hijos, dos niñas, Christina (1950) y Maria (1953) y un niño, Valpy (1947). Con el propósito de que Desmond tuviera una ocupación vinculada al mundo literario, la pareja se embarcó en la publicación de una revista, la World Review, mientras Penelope seguía escribiendo guiones para la BBC. La idea era la de que Desmond, que no estaba teniendo mucho éxito como abogado, llevara el peso de la revista, pero Penelope se encargaba de su edición tanto como él, y solía entregar tarde los guiones a la BBC, como lo prueban las cartas de disculpa que tuvo que enviar en diversas ocasiones. Para la revista contaron con textos de T.S. Eliot, de André Malraux, de Rebecca West, de Stephen Spender, de Eudora Welty y Henry Miller, entre otros. Su idea era la de abrirse al continente y a EE.UU. sin ser estrictamente insulares ni centrarse en la cultura inglesa, ya que consideraban que semejante aislamiento era vulgar y estaba anticuado. Publicaron a J.D. Salinger, a Camus, a Norman Mailer… Pero la World Review no tuvo éxito y cerró en 1953. Así, la familia empezó a tener dificultades económicas serias y en 1956 decidieron mudarse a Southwold (Suffolk), el pueblo que más tarde sería la inspiración del escenario de La librería. Precisamente, a Penelope Fitzgerald le ofrecieron un trabajo en la librería de la señora Neame, pero lo cierto es que no vendían muchos ejemplares de ningún título. A los lectores de La librería, estos datos les resultarán familiares.

En Southwold se alojaron en una casa húmeda, que había sido un antiguo almacén, pero Desmond no estaba mucho por allí. Iba y venía al trabajo en Londres, y solo pasaba los fines de semana con su familia. De modo que para poder pasar más tiempo juntos, decidieron reunir todos sus ahorros y comprar en 1960 una vieja barcaza llamada Grace, situada en el Támesis, que sería, nuevamente, el escenario de otra de sus novelas más aclamadas, A la deriva, un título con cuya traducción al castellano (del original Offshore inglés) nunca estuvo de acuerdo ya que la barcaza no navegaba ni estaba en el agua sino que permanecía la mayor parte del tiempo anclada en el fango de la orilla del río. Según sus palabras, no estaba ni en tierra ni en mar. No estaba en ninguna parte.

Durante esta época, Penelope Fitzgerald empezó a dar clases. Siempre era la última en acostarse y la primera en levantarse, dormía en el sofá, y solía mostrarse demacrada y cansada a todas horas, pero jamás flaqueó ni perdió un ápice de su tan característica energía. El estoicismo de sus tíos era una opción voluntaria, una manera de vida que respondía a una filosofía consciente, pero la escasez de medios en que en esa época tuvo que vivir la familia Fitzgerald era impuesta. Se cuenta que en más de una ocasión descubrieron a Penelope comiendo tiza, y cuando le preguntaban que por qué lo hacía, ella respondía que tenía la sensación de que la necesitaba, de que le aportaba algún nutriente del que carecía. Aun así, jamás pidió ayuda. Nunca habló de su situación económica con su familia. Ni entonces ni más tarde, cuando la Grace se hundió, y los Fitzgerald lo perdieron absolutamente todo. Fotografías, cartas, libros… Objetos de un inmenso valor sentimental y todo su capital. De uno de sus personajes, la madre de Fritz en La flor azul, Penelope Fitzgerald escribió: «Tenía cuarenta y cinco años, y no sabía cómo iba a pasar el resto de su vida». Algo que podría haber dicho de sí misma.

En cualquier caso, lo que ella hizo el resto de su vida fue escribir. Instalados en una casa de protección social, consiguió reunir el vigor suficiente para seguir dando clases, para seguir estudiando, leyendo, aprendiendo idiomas (estudió ruso, español y alemán por las noches para leer directamente las obras que le interesaban en esos idiomas), y empezó a escribir. Escribía a primera hora de la mañana, muy temprano, y a última hora de la noche, los fines de semana y en las vacaciones. Su primera novela, de 1977, The Golden Child, es una historia cómica de misterio centrada en el mundo de los museos, y la escribió para su marido, Desmond. A lo largo de los siguientes cinco años escribiría cuatro novelas vagamente autobiográficas: La librería (1978, Impedimenta, 2010), en la que puede descubrirse el periodo transcurrido en Southwold; A la deriva (1979, Mondadori, 2000), a bordo de la barcaza anclada en el Támesis; Human Voices (1980), en la que refleja sus experiencias en la BBC; y At Freddie’s (1982), ambientada en una escuela para niños actores. En este punto, dejó de referirse a su propia vida y se decantó por la novela de hechos y acontecimientos del pasado, manteniendo su escritura sobria, metódica y enormemente sutil, con sus personajes observadores, silenciosos y siempre desconcertantes. La primera de ellas sería Inocencia (1986, Impedimenta, 2013), desarrollada en la Italia de los años 50, que narra la historia de amor entre un médico comunista y la hija de un aristócrata. Como hecho anecdótico, cabe señalar que Desmond encontró trabajo en una agencia de viajes, lo que para la novelística de Penelope Fitzgerald resultó providencial ya que empezaron a viajar a muy bajo precio y con frecuencia, algo que, de otro modo, no habrían podido permitirse; así, pasaron unos días en Moscú, en un viaje organizado, en el año 1972, y en 1988 publicó El inicio de la primavera (Impedimenta, 2011), que tiene lugar en el Moscú de 1913. Siguieron La puerta de los ángeles (1990, Impedimenta, 2015), situada en el riguroso St. Angelicus, un college de Cambridge al que no puede acceder ninguna mujer, y la aclamadísima La flor azul (1995, Mondadori, 1995; Impedimenta, 2014).

Penelope Fitzgerald murió en Londres en abril del año 2000. Autora tardía en lo que se refiere a su creación, también parece haberlo sido en cuanto a reconocimiento de lectores y crítica. Pero la justicia llega, y en su país se está viviendo en la actualidad un auténtico redescubrimiento gracias, entre otros factores, a la reedición de sus obras con prólogos de autores tan prestigiosos como Alan Hollinghurst para A la deriva, Julian Barnes para Inocencia, y Philip Hensher para La puerta de los ángeles, y a la excelente biografía escrita por Hermione Lee, publicada en 2013.


Referencias e inspiraciones

Terence Dooley, albacea literario y yerno de Penelope Fitzgerald, aclara en su postfacio para la traducción al castellano de El inicio de la primavera: «En cuanto a la estructura de sus libros, por decirlo en pocas palabras, se trata de nouvelles largas o de novelas cortas, comparables a las de Jane Austen y Turguéniev en cuanto a la longitud de los capítulos y a la longitud total de la obra, aunque también en otros aspectos. Penelope inventó un término para describir su género: “tragifarsa”». Una expresión que no puede ser más adecuada ya que lo que hace Penelope Fitzgerald es precisamente eso: mezclar lo trágico y lo burlesco en sus historias. Lo hace en La librería ya desde la primera descripción de Florence Green como una mujer viuda «pequeña de aspecto, delgada y huesuda, un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás»; lo hace en Inocencia, que para la crítica es su tragicomedia más lograda, con técnicas propias de Shakespeare en cuanto a lo chispeante y enloquecido de los diálogos, al estilo de Mucho ruido y pocas nueces; lo hace en El inicio de la primavera, una novela sublime y mágica, que es también una comedia social asentada sobre la retahíla de personajes que rodean al protagonista, Frank Reid (el enloquecido y comunicativo Kuriatin, cuya familia es un caos; la estirada y melindrosa colonia inglesa de Moscú…); y lo hace incluso en La flor azul, dedicada a la vida de los sueños, donde vuelve a demostrar su prodigiosa manera de mover a los personajes en un escenario muy limitado, como lo lograba también Jane Austen, «su santa patrona», como ella solía decir: así, siempre hay gente en la casa de Sophie, y si sólo quedaban veintiséis personas en ella, su padre empezaba a verla vacía.

Podemos afirmar que la doctrina filosófica y vital que impulsaba y conmovía a Penelope Fitzgerald era el socialismo utópico. Uno de sus principales referentes ideológicos fue el diseñador, poeta y novelista William Morris, promotor del movimiento Arts and Crafts, que alabó y defendió las virtudes y la nobleza de la labor artesanal. Y puede verificarse la enorme atención que Fitzgerald le dedicó a los oficios en sus novelas: en El inicio de la primavera, resultan fascinantes las descripciones de la imprenta de Frank Reid y del proceso de la impresión manual de la época, pero también lo es cómo trata el oficio del libro en La librería o el arte de mantener un barco a flote en A la deriva. Tampoco podemos olvidar la influencia que tuvo en ella y en su obra el ideario de Ruskin y, sobre todo, el pensamiento social y cristiano de Tolstói, que queda patente en El inicio de la primavera, en la figura de Selwyn Crane, el ayudante de Frank Reid, un personaje tolstoiano, hermético e indescifrable, practicante de un misticismo que cada vez interesaba más a la propia autora (comprometida con los debates, las dudas y las cuestiones de fe de sus personajes), aunque también en las escenas más extraordinarias, mágicas y prodigiosas de la obra, como aquella en que Lisa, la niñera, lleva a Dolly, hija de Frank Reid, a un bosque de abedules y las dos ven allí lo que no se puede ver. Lo que trasciende, lo que va más allá de la realidad, siempre bajo el halo y el resplandor de lo narrado en los cuentos de hadas. Las fuerzas primigenias, la tierra, la naturaleza se mezclan con la fe y con la necesidad de creer en algo que traspasa los límites de la experiencia, pero bajo la óptica objetiva de la razón. De nuevo, la lucha interior entre la razón y la emoción que ya experimentaran los hermanos Knox. Penelope tuvo dos abuelos obispos y practicó toda su vida un protestantismo moderado. En este sentido, y siempre hablando de El inicio de la primavera, Albert, el padre de Frank y fundador de su imprenta, dice con respecto a la religión: «Es mucho más útil para las mujeres que para los hombres ya que conduce a la resignación con lo que a cada uno le ha tocado en suerte». Y en La puerta de los ángeles (de la que Fitzgerald dijo que era su única novela con un final feliz), el protagonista, Fred Fairly, miembro de la peculiar Sociedad de los Desobedientes, no sabe cómo confesarle a su padre que ha perdido la fe tras llegar a la conclusión de que la ciencia puede dar respuesta a las preguntas de la humanidad, incluso a las más oscuras, sin que haya que recurrir a cuestiones metafísicas.

El interés de Penelope Fitzgerald por lo que no se puede explicar es evidente ya en La librería. El pacto que el lector celebra con la autora a la hora de creer en la fantasía de eso que suena y se mueve por la casa, esa materialidad inmaterial en el seno de una historia tan claramente realista como lo eran las suyas, hace que nos traslademos al reino de lo extraordinario, de lo sublime, donde puede suceder lo milagroso y lo auténtico, lo constatable, siempre dentro de los parámetros de lo perfectamente creíble. Penelope Fitzgerald logra mantener ese pacto inicial hasta la última página cuente lo que cuente, sea inexplicable o sobrenatural, y lo hace gracias a la maestría de su prosa y de su perspicacia: esa autoridad y ese instinto que nos trasladan a otro mundo, al suyo.

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

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