Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 61 a 65 de 1369 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

 
















Golondrinas

 

En vuelo circundante

acortan las golondrinas

la vana y magra noche

con su canto matinal.

 

El patio de manzana es

un ruedo sin diestro ni

banderilleros, un ruedo

donde nadie ha de poner

al viento engaño alguno.

 

Se alarga y alarga el día

es junio el mes más leve

los hay que mudan de piel

y otros que revolotean

cual moscas inmortales

en una misma baldosa.

 

No saben ser ni alcanzan

los moscardones a imaginar

el luminoso espectáculo

de las golondrinas al alba.

  

Viejo crimen

 

Acorde menor tras acorde

menor, se oye a alguien al piano

antesala de un viejo crimen

tantas veces cometido.

 

Por el patio de luces asciende

la afilada sombra musical

del sujeto que va a dar muerte

al escribiente delator.

  

Designio antiguo (vallejiana)

 

Moriré en el siglo XX

en una tarde ventosa

de la que mucho me hablaron.

 

Silencios de sobremesa

un inocente recuerdo 

de vuelta toda Navidad.

 

Me voy enterando así

con susurros decembrinos

de cómo ha de ser mi muerte:

 

dolorosa imperceptible

la muñeca en el asfalto

y un seco tajante estruendo

 

en el filo entresecular.

Moriré en el siglo XX

sin testigos todavía

 

este relato nada más

que trae el viento sibilante

designio antiguo de Herodes.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Bautista Durán

Un libro de voces múltiples, de gramáticas sinuosas, un monólogo interior bombardeado por la sociedad, la familia, los amigos. Un muchacho encapsulado en las drogas y el jungle -la electrónica derivada del drum&bass que reinó en la Inglaterra de mediados de los noventa-, icónico, hipnótico, de voces mántricas. Shy es el resto que queda en el vaso al final de la fiesta, inapetente, distraído, tibio. Recuerda a los personajes de Irvine Welsh sin el poso narcótico, más psicóticos que desdentados, con un resto de inocencia a punto de evaporarse. Las voces aparecen, de naturaleza esquizoide, en una exigente tormenta literaria que hacen del libro una experiencia exhuberante y agotadora. Cursivas, centradas, de cuerpos distintos, acumuladas en estratos geográficos y temporales diferentes. La manera de escribir de Max Porter, con los cambios tipográficos, las voces de fuera, la experimentación narrativa, refleja a la perfección el laberinto de desazón y violencia al que se ve sometido el protagonista, desahuciado por su familia y entorno, atrapado en Última oportunidad, una residencia para muchachos problemáticos donde su psique experimenta episodios propios de una montaña rusa, terribles, venenosos, a veces esperanzadores. Un lugar donde las historias de terror que aparecen en los libros asustan menos que las que cuentan los chicos que viven allí. Chillidos y fantasmas, nadie teme lo que atrapan las paredes del lugar. Algunos nombres se repiten: Becky, su madre, el primo Shaun, Jenny, Amanda, Iain, Toby… el sexo, la frustración adolescente, la música, siempre la música y la resina, stepdub, beatbox, electrónica hipnótica y ritmos abstractos que sumen al protagonista en una agónica ausencia de sentimientos relacionada, inevitablemente, con la misma falta de melodía en la música que escucha. Pero el contraste que nos presenta Porter va más allá: el amor por su madre, la descompensada relación con su padrastro, el niño que todavía colecciona cepillos de dientes de Star Wars, figuras de las ‘Tortugas ninja’, cromos de la ‘Pandilla basura’, Micromachines, cochecitos de Hot Wheels… pero es capaz de buscar el dinero para unos platos, para poder pinchar puesto de speed y recitar su propio mantra: “El mejor de los tiempos”. O el peor, claro. La música abandona Detroit y llega a los suburbios de Inglaterra, se abandonan las guitarras y las vidas son mixtapes grabadas en casetes, fantasmas, colectivos, remezclas, pasquines, octavillas de clubes a los que no irá nunca, logotipos de discográficas pero ni una libra para discos. ¿Cómo te atreves a hablarnos así? En un momento dado el lector tiene que tomar partido. O, por lo menos, discernir entre tanto gris. Por un lado un adolescente incomprendido, por otro unos padres carentes de argumentos. ¿Hasta dónde se puede llegar para hacer feliz a un hijo? ¿Qué es lo que le convertirá en una persona normal? ¿Dónde está la normalidad? Le piden que les hable y él les escupe. ¿Ahora qué? Ahora Última oportunidad. Pero Shy no sabemos si es un maleducado, un enfermo mental o un desgraciado. El clima es violento, en todos los lados. En su casa y en el reformatorio, en la calle y en la escuela. Pero Shy no evita la pelea, la busca, la recibe, se arrepiente. Da la sensación de que él mismo se busca una realidad a largo plazo sin futuro, ¿No te agota, a veces, ser tú mismo? Acid kouse, Rhymer court, Tumble tots, la Gran Bretaña anterior al Brit Pop, una isla desierta, la desidia de la década, recuerda a ‘Kids’, la película de Larry Clarck, cambiando los Estados Unidos del grunge por la Inglaterra de Goldie y The Burial. El bajo y la batería, una y otra vez, copia y pega. Eran otros tiempos: “Dejad de hacer como si me conocéis, lo único que sabéis de mí es lo que yo os he contado”. Una doble página para el padrastro conciliador. Él lo intenta, como también lo hace su madre. Pero ahí está la maestría en la literatura de Max Porter: transmitir la nada como necesidad. Nada me cambiará dice el protagonista, nadie me dice qué tengo que hacer. Ni los medicamentos ni repasar una y otra vez una lista con las personas que le importan algo. Su microcosmos reducido a un solo párrafo. Realismo herético, sin normas, como la mente de Daniel Johnston, como un último exabrupto de Dennis Cooper. Una década más tarde Shy volverá la vista atrás y no verá nada porque, seguramente, esté muerto o todos los que conformaban su red de emergencia lo habrán olvidado. ¿Hay alguien ahí? El mundo sólido se disuelve: “Carga con una pesada bolsa de lamentos”, cigarrillos y cintas familiares: “Ya estamos otra vez / no hay forma de ganar / vuelve aquí / deja que se vaya”. Se va por el parque, fumando, escupiendo, vaciando su cabeza, dándole la vuelta a su sesión, a sus mezclas. ¿Quién es el culpable cuando se ha intentado todo? Palos, amor, más palos, castigos, otra oportunidad, diálogo, gritos, medicamentos, internamientos, tratarlo como un adulto, intentar que sea un niño… solo recordamos una parte de la letra y con eso pretendemos cantar todo el tema. Un profesor de historia, una última oportunidad en última oportunidad. Pero su pesadilla es el agua. ¿Qué camino acaba recorriendo el libro? Es una estructura compleja sin una linealidad temporal aparente y una sucesión de voces desorganizadas, solo cuando llega el tercer acto, en la búsqueda del término medio, uno encuentra la realidad postural: “Cuando te vienes arriba te vienes muy arriba y cuando te hundes, vas hasta el fondo”. Como si Shy fuera un fantasma y nos estuviera visitando, veinte años más tarde, ahogado en la electrónica y las sustancias. Es el tercer acto de la novela un momento acuoso, profundo, trágico, donde los sentidos se aíslan, desde los auriculares (encienden y apagan el mundo con el play y el stop) o la capucha: “La desnudez y la calma del mundo son atroces”. Los mismos cables de los cascos pueden ser usados como instrumento para colgarse. El estanque es el símbolo del vacío, el agua fría de la muerte, colocado, al dormir todo su cuerpo se vuelve pantano. Moho sobre la piel cálida que termina por ahogarse. ¿Animales flotando? Como un ‘Mr Potato’, como los jabalíes de Ásterix, Shy es un niño perdido, en el valle de las sombras, como una canción. Lodo y verdín, la noche, los animales flotan. Shy flota. La paz es estar seco, la paz, para Shy, no es siquiera estar vivo. El autor ametralla con pensamientos que se aceleran, como las remezclas de los temas de dub, de jungle, de todos los estilos de electrónica en manos de un pinchadiscos. Termina el tercer acto, engancha con el final, un final angustiado sazonado con esperanza. Piedras y destrucción. Una mente atrapada en un punto de no retorno, un pensamiento laberinto, día y no che que se confunden en la destrucción. Si el frío es la muerte, los abrazos son la vida. Lo siento. Ventanas rotas, lleno de vacío, pleno de agujeros. Envuelto en los cuerpos de los demás su temperatura, su vida, aumenta, se eleva. Es el comienzo de un nuevo día. Una novela extenuante, atemporal, que te muerde, que no te suelta. Una novela escrita hoy sobre un momento tres décadas atrás. La pregunta que te deja, ¿ahora qué? No lo sé. Estoy cansado, solo quiero dormir.

 

Max Porter, Shy, Barcelona, Random House, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Isabel Bono (Málaga, 1964) vuelve a la poesía tras sus últimas tres novelas, Una casa en Bleturge de 2017 y las dos últimas, publicadas por Tusquets Editores: Diario del asco (2020) y Los secundarios (2022). Un libro, este Frío polar, homenaje a su amigo, el escritor Antonio Muñoz Quintana, cuya muerte prematura hace una década, dejó un abismo helador en el corazón de la poeta. Como una penitencia autoimpuesta, un homenaje catártico, una carta de amistad infinita, Isabel Bono, una de las mejores poetas españolas de las últimas tres décadas, comparte su soledad sustantiva a través de imágenes perennes que pivotan entre la luz, el sol, el frío y la nieve. Un diálogo unidireccional emocionante que posee, como la misma autora, un enorme poso de ternura.

El miedo a la pérdida se evita con una permutación: cambiando dolor por acidez: “vamos a decir adiós / como quien dice manzanas”, dejando la duda universal de quién es el que más sufre, el que marcha o el que queda atrás: “Hay quien muere sin hacer ruido / hay quien vive” y así, la poeta vuelve una y otra vez: “después se me olvida / y vuelvo a amarte como si siguieras vivo” o “Dormir ya no es importante / vivir ya no es importante". El desprecio a la vida incompleta, a la vida en ausencia. Isabel Bono, con su lirismo profundo, desentierra en lo cotidiano el alimento para el lector, con la saudade de sus versos, sus imágenes inquietantes: “Las sábanas rendidas al placer / de ser velas al pairo por unas horas”, el blanco lejía como oposición al ceniza de las lágrimas: “una mujer tiende / ves su ropa allá lejos / oxígeno allá lejos”. ¿Qué reparto se realiza entre vivos y muertos? ¿Tierra y cielo? En este libro el ausente es frío y la autora el calor que, en hoguera, sirve de recuerdo y guía, guía inútil para el que no va a volver: “Que la casa no está ardiendo/que es el frío / quien hace crujir mis articulaciones/que no son insectos devorados por el fuego”. Transmite, de algún modo, a todo lo que le rodea, una imagen de reparto y verdín, del que se marcha y permanece: “Si hasta las palomas más sucias / se han marchado / ¿qué nos queda?”. Una enumeración de lo que pertenece, de recuerdos sin gracia, una enumeración de aquello que hace innecesaria la separación, una maleta vacía que se contiene a sí misma, a ella y a la muerte. ¿Quién llega en la noche, quién con fuego, quién con barbitúricos? La poeta insiste en los símbolos, rueda sobre la que gira el libro: “Y tú / la luz de octubre / alejándonos de todas estas cosas / sin hacer ruido”. Imágenes de la naturaleza que atrapan el recuerdo, que lo hacen emerger, con toda su belleza, con toda su atemporalidad: “ignorantes de su belleza / del inmenso dolor que me provocan / ser árbol y no saberlo/ser fuente de dolor y no saberlo”. Atrapados en el hielo, el frío se extiende por el tuétano, venas y arterias de la vida: “Deseo que nieve toda la noche / dentro de mi cabeza”, y el frío atrae el silencio y el silencio es una manera como otra cualquiera de hablar de soledad. El dolor viene encapsulado, es el recuerdo, sed de charcos, púas y cactus. Cuando se marchan, otra vez, el silencio: “Aquellas tardes no existen/porque no existe aquella casa / ni aquella luz”. ¿Y cuándo vuelve la luz? “La vida sobre todo es eso / silencio, no aullidos”. El dolor está presente en el silencio. La escritora busca resquicios: “Sé que se han ido / he visto sus huellas en la nieve / si hubiera nevado”, en la calle, ella, la poeta, se ausenta, en el silencio es una más, una vida que es vida y espera a los que dejaron de serlo: “En silencio / espero una orden / pero / ¿de quién la orden? / ¿Y hacia dónde camina?”.

Así, Isabel Bono vence a la pereza de la voz que se ausenta, que sabemos que evita el mal morir, la muerte que no termina, el final que se niega a ser definitivo. Algo a lo que agarrarse: “Y tu dolor sigue ahí / y la vida sigue ahí / esperando”. La Bono busca la transmutación en objeto inanimado para evitar la consciencia, olvidar que ella existe y el otro se ha marchado. En esa ausencia de conocimiento busca la paz: “El árbol que no nunca he sido / los pájaros que nunca he sido”. No conocer, no saber, estar sin sentir, como la forma definitiva de escapar del dolor: “Imagina todas las cosas / imagina no sentir la necesidad de registrarlas / imagina ser libre”, como alternativa a un viaje infinito: “Deseo llegar a un lugar suficientemente lejos / donde todos sean viajes y nadie hable mi idioma”. Poder perder el tiempo, ausentarse de la realidad terrible que la rodea. No tener que dar explicaciones a nadie. Los cuatro sustantivos, convertidos en estadios: nieve, frío, luz y silencio. El silencio es un pozo para alguien que no tiene sed. La luz que no entorpece el camino, la ropa tendida, el árbol que crece, la tierra que gira y tú, él, enterrado, en el final del mundo, con ella. La luz enamorada del sol, que se marcha y, en su ausencia, Paul Klee se asoma desde la triste rúbrica de un San Sebastián atravesado. Y de esas cicatrices, que son recuerdos, son los mapas para encontrar el sol. Un libro de contrarios, de finales y comienzos, de presencias y ausencias, que funciona como un círculo que se niega a cerrarse: “Nunca le puse nombre al dolor / tampoco tus apellidos” o “La voz del amigo ahí, / sosteniendo una escalera / que nadie más sostiene”. Todos pensamos que la vida es antónimo de la muerte cuando, en realidad es su complemento, su compañía: “Me da igual vivir o morir / hay que vivir si estás vivo / y correr si está lloviendo”. Así, ¿quién llega? Solo lo que se ha marchado antes: “Y recuerdo cuando tu risa paraba el mundo / y todo parecía estar por hacer”. Un libro de lluvia en el sur, donde uno no pude ofuscarse por la ropa olvidada, porque el sol volverá rápido, pero no la palabra, solo el recuerdo. Así que en el extrañamiento la poeta que no las lágrimas son gotas que llueven por nadie, que si la ropa se salva, el frío se encargará de someterla a esquirlas afiladas, que no dejarán que celebremos juntos. Una ausencia que se llena con versos, un pozo insaciable.

 

Isabel Bono, Frío polar, Barcelona, Tusquets, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

El encuentro de cuatro personas de una misma familia a lo largo de 9 horas, contado por un narrador insólito, con un inesperado y brutal acontecimiento como telón de fondo.

En La pistola de mi padre, Soler vuelve a construir una historia familiar, desde la posguerra a nuestros días, que le sirve para hurgar no solo en las vicisitudes, los conflictos y los traumas de unos personajes atados por un destino común y separados por mil querellas, sino también para adentrarse en una reflexión sobre cómo la historia de nuestro país ha ido influyendo y modelando las vidas de sus gentes.

La pistola de mi padre probablemente sea la mejor novela de Rafael Soler, y la más ambiciosa. Los personajes están perfectamente construidos: padre abnegado pero distante; madre voluntariosa y cariñosa; hijo borrascoso y una hija con problemas psiquiátricos. Sin embargo, los personajes no se mueven por el naturalismo literario, no viven en condiciones morales extremas, no se retuercen por sus tormentos y pasiones; son los de una familia normal, casi anodina, y eso permite una reflexión de ámbito universal analizando sus relaciones mediante simbolismos. Así, el libro es una hermosa reflexión lírica y universal sobre la vida, el destino y la familia.


Primer simbolismo: Los personajes se miran ante el espejo de la historia.

 

Frente a los grandes acontecimientos históricos los conflictos familiares empequeñecen y hasta quedan ridículos. Las ambiciones personales, las diminutas tragedias, los firmes propósitos, no significan nada frente a la inexorable apisonadora de las efemérides.

Apelo a algunos ejemplos del libro:

  - La familia deja todo en Castellón y se marcha a Madrid para abrir un bar; pero el coche entra en la ciudad el mismo día en que Eisenhower está visitando la capital en 1959. Podemos imaginar el desfile triunfal de Eisenhower y sentir un paralelismo con la entrada triunfal de los Cortázar, pero lo cierto es que un urbano detiene el coche de la familia y les advierte que no pueden pasar, que las calles están cortadas, que se echen a un lado y esperen.

  - Otro ejemplo: En las primeras elecciones democráticas, el padre está en una mesa electoral cuando llega el hermano mayor y le propone un negocio que lo llevará de nuevo a la ruina: ¿era ese día el germen del futuro para un convencido demócrata, o el regalo estaba envenenado?

  - El ejemplo más simbólico: Cuando Tejero intenta el golpe de estado en 1981, el padre coge la pistola de la Guerra Civil, que esconde desde entonces, y va con ella a las inmediaciones del Congreso. Sin embargo, luego regresa a casa, igual que se marchó: tanto pasado esperando en el cajón no ha servido para nada.

¿Dónde arranca y termina el presente de los Cortázar? El presente arranca y se estanca el 11 de septiembre de 2001, durante el ataque terrorista a las Torres Gemelas de Nueva York.  La noticia del ataque reúne a la familia y el libro trascurre esa tarde. El derrumbe de las Torres Gemelas es el comienzo de una nueva era, piensan los Cortázar; pero la nueva era volverá a burlarse de ellos al margen de las efemérides.

 

Segundo simbolismo: la estructura de cada capítulo

 

Cada capítulo tiene tres partes. La primera es un diálogo telegráfico y preciso. La segunda es la voz del narrador omnipresente, que analiza con detenimiento el pasado y los recuerdos. Y la tercera es la voz interior de los personajes, bien a través del diario escrito por la hija, bien por las grabaciones de la madre en cintas de casete, o bien a través de los relatos en los que el hijo eleva a lo imaginario su historia y la de su familia. Es decir, tres cámaras: una enfoca boca y oídos (son los diálogos), otra el cerebro (lo que recordamos y reflexionamos), y la tercera el corazón (lo que sentimos)

La vida no es sólida y perfecta. La vida es estruendo y confusión (intenciones, esfuerzos, decepciones, errores y sorpresas), la vida es vida, imperfecta acaso pero “vida”. Y la estructura del libro simboliza esos pies de barro de la vida.  La conclusión será que no hay conclusiones, que no somos infalibles ni hemos triunfado ni somos perfectos. A saber si deben primar los hechos (primera cámara), las reflexiones objetivas del narrador omnipresente (segunda cámara) o nuestra visión subjetiva de las cosas (tercera cámara).

 

El tercer simbolismo está en el propio título: La pistola de mi padre.

 

Rafael Soler repite una frase en el libro: «Lo primero es antes», y lo primero está en el título, en la pistola de la guerra del padre. Atada al pasado por un extremo, es el hilo de la vida, lo que nos sostiene en alto, y cuyo otro extremo aferramos nosotros mismos para mantenerlo tenso.

Ahí está la pistola, como la espada de Damocles. Posiblemente, desde que nacemos, todos tenemos una pistola apuntándonos a la sien, lo que suceda será la consecuencia de nuestros actos o la consecuencia del azar, ¿quién sabe?

El gran simbolismo de la vida no es Dios, para Rafael Soler el gran simbolismo de la vida es la pistola, que está ahí, metida en un cajón, muerte disponible pero guardada. No es casualidad que la guadaña tenga la misma forma que el gatillo de la pistola.

Rafael Soler describe el gran teatro universal de la familia y del ser humano. Hasta ahora, en su obra literaria, siempre ha tratado de comprenderse a sí mismo, y comprender el mundo que le ha tocado vivir. Tanto El grito (1979) como El corazón del lobo (1981) tratan lo que era su vida, del matrimonio y la familia cuando las escribió. El último gin-tonic (2018) trata de la familia y de la muerte, con ese símbolo clavado que es el velatorio. En Necesito una isla grande (2019) juega con la huida de la muerte a pesar de todo, incluso a pesar de la vejez. Ahora, en La pistola de mi  padre extrae las grandes conclusiones de la vida, con universalidad, inteligencia y cariño.

Y esta es su mejor novela porque analiza la vida de los Cortázar y, con ello, analiza la nuestra.

 

Rafael Soler, La pistola de mi padre, Valencia, Ediciones Contrabando, 2024.                                                                                   

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Zomeño

17 de enero de 2025

A veces llueve, leemos en Ser Lugar (RIL Ediciones, 2024). Imagino que este libro tuvo una elaboración lenta, a golpe de vivencia. Es muy probable que no se haya escrito de un tirón, sino en dubitativas vueltas que va dando la vida, con continuas anotaciones que una y otra vez se corrigen. Casi siempre cuesta mucho saber lo que se ha vivido, que es la materia prima de estos versos.

No sé a quién se le ha ocurrido la idea de que la poesía debe ser bonita, un bello adorno que humanice la marcha prosaica del mundo. Puede ser también eso, y a veces quizá no sobra, pero Ser lugar también muestra que la poesía es ante todo peligrosa, una dura forma de entrar en la verdad de un mundo adormecido en el silicio de su prisa. De ser así, la poesía no tendría nada que ver con lo que llamamos frívolamente "cultura". Hay, tras sus ademanes delicados, una áspera fortaleza de mujeres y hombres que descienden a la soledad común sin rencor, cargada incluso de amor por lo extraño, por una orfandad común para la que no estamos fácilmente preparados. Es posible que Rilke ya lo haya dicho todo al respecto.

El lenguaje puede ser una capa de gelatina con la que tapamos la vida secreta de las cosas. Sobre todo hoy, la hipertrofia del significado y de la interpretación corre en detrimento de la presencia directa y misteriosa de los cuerpos. Sin tiempo cero, sin vacuolas de reposo, sin nidos espaciales. En Ser lugar la morrena de nuestra temerosa velocidad vuelve, de ahí que sea frecuente la imagen de un tiempo empozado, detenido, cuajado en escenas. Muy lejos de nuestra deformación espectacular, este libro es inmensamente atento al instante, ese lapso incalculable de tiempo que es a la vez el espacio infraleve donde ocurre lo poco que es importante y nos cambia. Tanto un probable diablo como un dios inverosímil duermen en los detalles.

Nada permanece, escribe Luis Adalid, mientras somos arrastrados en una corriente incesante. Todo, hasta las algas, acaba siendo viento. "Nada se detiene ni se detendrá nunca. Todo son partes, renovándose incansables" (Whitman). Quizá lo permanente es sólo un fondo inescrutable que vuelve, una y otra vez. Es preciso entonces reconciliarse con la noche, establecer un pacto con su quietud insondable para que haya un descanso.

Este entero libro está recorrido por la tarea ética de afinarse con las horas, con el atardecer, con el alba que tarda. Leyendo a Adalid somos noctívagos al seguir el hilo de un bajo continuo de sombra, una diagonal que imanta y enturbia incluso los momentos más luminosos. Diría que Ser lugar está contra la imperial radiación con la que intentamos protegernos, apartarnos de la noche común de la que venimos. Y que en realidad vuelve, encarnada en la multitud de seres lentos y atrasados que salen de ella.

Encontramos también en este poemario una suerte de tabla periódica de los elementos, cada uno de ellos bendecidos por su rara tendencia al milagro. El hinojo, la caña, la higuera... La luna oculta: “hay tanta soledad en ese oro”, decía Borges. Bajo ella los desechos, las botellas perdidas, las colillas que obligan al agua a redibujar continuamente la orilla. Y acaso también el temor y el amor como elementos, como partículas que pertenecen al suelo que pisamos.

No hay nada desechable, nada despreciable en este desierto atiborrado en el que vivimos. Por eso es creíble el momento en el que Ser lugar defiende pedir también un deseo cuando sobre nosotros pasa chatarra espacial. ¿La poesía esboza la gloria de un basurero desconocido, exhibiendo las joyas de un día que es pobre porque no desciende a la humildad de sus materias primas? Para esto, para palpar la sacralidad de lo banal, una alianza secreta de lo Ínfimo y el Altísimo en la que eran expertos los escritores rusos, hay ciertamente que salirse de "la cola del miedo".

Lo cual significa sin duda rendirse a lo visible, entrar en la revelación que sólo ocurre tras la derrota, en una aceptación del signo de la adversidad. El mundo vencido nos entrega otras estrellas, a veces en el sabor renovado de lo más sencillo. Entramos entonces en una oscuridad acogedora donde todo, también el último amigo muerto, también azules imposibles y lunas casi inexistentes, encuentra su lugar.

Acompañado de un rosario de benditos seres anónimos, heroínas que bajan las luces para que se puedan divisar las estrellas, héroes que buscan en la basura para rescatar algo en la masa ingente de lo despreciado. Mientras titanes desconocidos saludan a cualquiera, como si fuera un hermano. Ser lugar está ocupado por la voluntad de no herir más, de atenuar una intensa radiación que ha dañado el umbral en el que ha de vivir cada ser y es culpable de la lenta extinción de las luciérnagas. Para este gesto heroico es necesario romper con la manada y salir a la intemperie. Es corporal y moralmente obligatorio sentir un raro orden en lo que parecía sólo penumbra. Lo que semeja un caos sólo es peligroso visto desde una noción de orden demasiado estrecha, excesivamente policial.

Este libro, incluso en lo doméstico y desesperadamente cotidiano, espera continuamente la conjugación de lo inesperado. “En el principio era la posibilidad”, escribe Adalid, el verbo donde el tiempo se hizo carne. “Somos lo que ha podido ser de todos los infinitos posibles”. Tal vez lo que nuestros abuelos llamaban Dios es también la necesidad incalculablemente contingente de las voces, los rostros y cosas. El azar nunca se equivoca, tampoco en un calidoscopio: como se escribió hace tiempo, nadie ha hecho jamás objeciones a una nube mal formada. Todo lo que ocurre es bueno, el signo de algo que hay que atender, sugería un humilde entrenador de fútbol.

Este libro está, como si fuera antiguo, atento a esos signos. Dispuesto a bendecir lo encontrado por el hecho de haber sido hallado, no construido con nuestro orgulloso narcisismo, esta imperial estrategia de radiantes elecciones. El deseo es otra cosa muy distinta al capricho de lo que queremos: incluye escuchar, atender al temple en el que respira cada cosa. Estamos, creo, ante un libro muy "religioso" en su forma devota de ser materialista. Una fe intuitiva compatible, naturalmente, con una desconfianza incansable ante las iglesias. Y esto aunque algunos creyentes no se sientan necesariamente propietarios de nada. Hay un dios que acampa en los descampados, que llama a inclinarnos ante la hierba que se inclina bajo nuestro peso y roza las manos.

Las creencias apuestan por lo que no es nuestro, ni apropiable. Son más bien un tipo de relación que acepta la no pertenencia. No olvidemos que si la industria pretende conservar las cosas añadiéndoles un sustancia ajena que finalmente las estropea, el arte conserva dejando ser, entregándose a la caducidad incorruptible de cada cuerpo.

“La deslealtad es la nueva ley”, leemos en Ser lugar. No quisiera acabar estas notas sin unas palabras sobre una de las primeras especies en vías de extinción: la buena educación, la amabilidad, la atención. No digamos ya las formas de la bonhomía. La celebrada globalización no es más que un narcisismo expandido, un sectarismo de masas. Es en realidad incompatible con la atención a los matices que avivan la singularidad del otro. Si se han perdido las formas es porque “la demora de la forma”, su ritual silencioso, es la única manera de cortejar la rareza de los contenidos, ese pulular de seres a ajenos a la horda "mundial" de la información. Es el mundo mismo el que resiste a la mundialización. Sin demasiados rodeos, este libro maldice la ferocidad canceladora que se ha adueñado de las democracias occidentales. En tal sentido, Ser lugar es incluso un excelente manual para otra política posible, tal vez una nueva y desconocida edad. Aunque, como vemos en las cacerías humanas de la actualidad, esa era no esté próxima a llegar, es una obligación ética y estética preparar su remota posibilidad.

 

Luis G. Adalid, Ser lugar, RIL Editores, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ignacio Castro Rey

Artículos 61 a 65 de 1369 en total

|

por página
Configurar sentido descendente