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 Silencio, son noches estrelladas pirenaicas…, cordilleras y valles sin contaminación…, contemplando luminosos espacios; repaso los apodos de las constelaciones preferidas…, recibo los mensajes inconclusos de dragones azules mientras dan otro premio a José Antonio —amigo, hermano, malherido por ráfagas de tantos homenajes, pero lúcido, lúdico, hasta el fin...— y te vislumbro y sigo:

 

Ya ves, Miguel, que el cielo modifica sus bártulos casi todas las noches. Aquí también, pero con poca contundencia. La OPI está muy vieja.

 

Debe ser lo normal, pues los recuerdos —aun siendo procesados en altas horas de la madrugada— reflotan empapados, semihundidos, en este ordenador de mis infartos. Hay que escurrirlos…, gota a gota. Escurro, rasgo…, exprimo los olvidos.

 

Te mando intermitencias con troyanos para el cosmos-debate de tu cincuenta y tantos no sé qué. Las gotas caen al Turia…, y yo sigo mirando firmamentos.

 

No consigo ver Cáncer, el signo donde te hallas (como la barca de oro). Pero sigo inhalando fascinaciones del zodiaco con musas sondormidas y legañosas…, torno a evocar tus antipreceptivas políticas, sociales, insoportables o poéticas…, desde mi Capricornio surrealista, motaraz y de cola de sirena.

 

Las cenas de los gordos culturales están de moda por aquí. No se permite entrar en los corrillos a los no acreditados como voceras imperantes, si no llevan disfraz de intelectuales que denote que son considerados leídos…, “mu leídos”. Nuestros antiguos colilleros —y nuestro búho y nuestro gordo auténticos— eran más tolerantes. Cierto que en esa época también se recriaban radicales instigados por Santiago Lagunas o por ti, o por Buñuel y Luis García-Abrines, o por Pinillos y Perico Marín… Había recuas de borrachos, sin adicciones conocidas a la tortilla de patata, que ponían algún impedimento. Pero entrar en la OPI era muy fácil: todo podía depender de nuestro signo zodiacal dominante, en los momentos iniciáticos de nuestra aparición por Niké…, o de si caías en la gracia divina del chungón Gordo-Antonio, o del mirón maledicente Búho, para que no te hicieran imposible la vida y el café.

 

Tú viniste a nacer por el año 21 de nuestro siglo 20 patafísico, pero yo aterricé en el 35 junto a tu hermano José Antonio; unas generaciones más o menos denotan pocas diferencias en las secuencias de las espirales y de las teorías de las brañas y cuerdas. Pero tuvimos ocasiones de sufrir al unísono y de poner a prueba nuestras risas con la mandíbula batiente…, batiente y combatiente.

 

Mis primeros recuerdos, algo nubepensantes, sobre ti, son de cuando contaba trece años: tú ya eras el poeta incomprendido, pero también “el peladilla” para tus malvados discípulos. Te rememoro recomendándonos literatura junto a Pedro Dicenta. Nos dejabáis pillar muy libérrimamente…, cuantos libros queríamos de la biblioteca de la vela (hasta los incluidos en el índice consagrado por otros). Tú, Miguel, nos decías: para ser unos buenos transgresores lo mejor es San Juan de la Cruz (a pesar de ser santo), Homero, Gila..., y yo mismo.

 

Y una profunda voz de los espacios del rapsoda Pío Fernández Cueto…, ratificaba: “los mejores poetas del mundo, de todos los tiempos, son: Homero, Shakespeare, Labordeta y Pinillos” (risas).

 

Sí, amigo ciudadano, tú ya recomendabas que tanto tú como nosotros, debíamos tragarnos la podredumbre de la vida en broma; menos mal…, poemando. Pero nunca sabíamos cuándo hablabas en serio porque eras un somarda. Recordamos cuando nos explicabas la historia paradoxiana de las luchas de las clases sociales. Tenías un humor surrealista aragonés que se metía con el resto del mundo, pero con absoluta seriedad.

 

Se oye una voz, en off de los espacios, que sorpresivamente nos inquiere: —¿Y cómo era Miguel en las tertulias?

 

Pues Miguel se reía de sí mismo cuando hablaba o rugía, no practicaba la gravedad profesoral, no hacía frases largas ni preparadas, ni solemnes; era irónico, divertido, burlón…, por el contrario…, su poesía era larga y muy ancha, con versos casi interminables, de los que no acababan nunca ni deberían acabar aún. Nunca leyó ninguno en la tertulia.

 

Voz insistente y preguntona en off: imagino que tú no te das por aludido con su verso “Doy clases de Historia a cretinos simpáticos”.

 

No, o mejor, sí y no, porque éramos cómplices. Buscábamos el humor inteligente del huevo de Colón y del “otro huevo de Colón”. Él tenía que reírse de nosotros como se reía de su “cara de cura…”, o de su “pepino putrefacto y feliz”. Ello nos permitía a los alumnos la insubordinación improvisada frente al programa educativo del nacional catolicismo y las esferas de influencias.

 

Ya D. Miguel abuelo, el director del cole a quien llamábamos “el patas” porque tenía las piernas gordas y pisaba muy fuerte, también manejaba la ironía frente a aquella España violenta que ignoraba la posible lucidez del absurdo. Buscábamos que la triste existencia nos provocase risa. A Miguel hijo creo que le hubiera gustado ser como otros opositores guapos que tenían mucho éxito con las mujeres. Miguel no era un joven elegante, era descuidado o más bien, desastrado; pero sobre todo era un sarcástico muy tierno que amaba y se reía de sus alumnas favoritas, o “añoraba una cita en bicicleta en el florido Parque de San Jorge con la mocosuela enemiga más bonita del mundo”.

 

Ahora sopla el frío con el viento a estas horas duras de noche pirenaica y es que…, cuando se empieza a hablar de la relación entre Miguel y las mujeres..., se nublan las estrellas…, como en aquel susurro…, de “Galaxia mía, amada mía inexistente e inmortal…”. Estuvo enamorado de varias mujeres, las más hermosas de cada curso, pero además eran guapas de mente: Pilar, Encarnación, Paulina, Laura… Quizás a Berlingtonia la incluyó por reírse de la calle de Velintonia de Madrid donde vivía Aleixandre, a quien consideraba un cursi y aflautado poeta interesante. De todas formas si nos acercamos a su “Oficina Horizonte” estaremos muy cerca de sus vivencias y sentimientos amorosos.

 

Nuevamente interrumpe la voz en off de los espacios acusatorios: no supo enfrentarse a la realidad y decidió el abandono: “Destrui definitivamente / mi obtuso despertador cardíaco” (como si se propusiera dejar de enamorarse.) Se lo buscaba.

 

Ah, no…! También parecía enamorarse de algunas pseudonovias de los amigos o poetas, Esperanza, Gloria, Beatriz, Linnette, Silvia,… Incluso siguió enamorado de mujeres lejanas y familiares…, era muy cariñoso, con su madre, con sus cuñadas…, a Juana de Grandes la quería tremendamente.

 

---La pelma voz en off sigue dando la lata: ¿y habías detectado diferencias entre el Miguel más joven y el último?

 

Nunca hubo diferencia alguna, Miguel siempre fue joven, hasta cuando murió. Jamás estuvo aislado o, mejor dicho, siempre estuvo aislado, pero consigo mismo y con sus amigotes elegidos, y entre ellos, tuvimos mucha suerte los de OPI, lo recordamos siempre joven, con la cara de torta, la calva prematura…, pero su alegría interior de chico malo se le escapaba siempre cuando se ponía estupendo.

 

(Música de cine y bulla de tasca, olor a cigarros “Ideales”)

 

Voz preguntona en off: ¿y tú recuerdas cuando se fue a Madrid “con una escoba espiritual en la maleta”?

 

No coincidí. Pude vivir su mundo de Madrid pero sin él, con sus amigos y sobre todo con Dicenta. Yo solía frecuentar Madrid con mi padre, como Abogados con causas en el T. S. y quedábamos con Pedro Dicenta (amigo de ambos), con Novais (director de Le Monde en Madrid)…, e íbamos de tabernas, diletantes…, en el Ateneo nos juntábamos con toda la retahíla de jóvenes poetas, pero ya carcamales muchos de ellos, y empezábamos los primeros vinos por la zona de Echegaray, calle Príncipe, Cuevas de Sésamo, donde Dicenta tenía otra tertulia, el bar de la Abuela, bares de toreros y de tapeo… Dicenta había sido un gran guía de Miguel en Madrid y de Madrid sin Miguel. Sé más o menos lo que sabemos todos por sus poemas.

 

Pero hoy, en el Pirineo, siguen brillando las estrellas como lo hacían en Canfranc cuando las miraba Miguel; hoy conectamos como Ciudadanos del Universo y el firmamento nos transporta con emoción-luz-panorámica hasta los cineclubs que él frecuentaba: Losey, la Nouvelle Vague, Murnau, Einsenstein, Manolo Rotellar, Buster Keaton… Terminábamos recitando a este último con efluvios exiliados de Rafael Alberti y Pío Fernández Cueto, y con aquella novia Georgina que era su verdadera vaca. Pero en lugar de correr por los campos se iba al fútbol los domingos con aquella “Ululante muchedumbre de energúmenos en flor”. Miguel iba al fútbol, le encantaban los estallidos sociales: provocar, protestar, hacer el muermo y molestar a los espectadores: esto va mal…, ¡muy mal! (y llevábamos tres goles de ventaja)..., esto se va a poner peor, era un cenizo, siempre llegaba tarde para poder hacer preguntas intempestivas: ¿cómo van, cómo van?, ¿seguro?..., seguro que la vamos a palmar… Y luego componía sus poemas a esas muchedumbres que llenaban los graderíos: “espléndida cosecha de calaveras para el año 2.000”. Con el fútbol, se quejaba de todo, de los periodistas, de los jugadores…; a él le hubiera gustado ser un buen futbolista, grandes negocios, decía…, de compraventa…, de traspasos y cambios fenomenales…, y los árbitros tienen toda la culpa…, y cuánto habrán cobrado por los fichajes…, sobre todo el linier.

 

Miguel era muy tímido, como sus hermanos José Antonio y Donato, pero les gustaba salir de la timidez con ingeniosas chorradas socarronas. ¡Cuánto le gustaba hacer el gamberro a Miguel!, nos hacía faenas, salíamos del cine y tocaba un pito tremendo de árbitro…, y como era de noche venían los serenos: él ponía cara de serio director de colegio y nos dejaba a los demás con el culo al aire. Noctabulábamos por las callejas del Boterón y de La Seo, cantábamos al Deán bajo el Arco mudéjar…, procazmente Miguel las repetía…, todos nos esmerábamos para decir las máximas tontadas. Seguíamos de bares…, pero Miguel no bebía vino, le gustaba el agua mineral con gas y con tapas, muchas tapas; las banderillas las cogía de las caras, de güevo duro, de gambas… entrábamos en un bar y comenzaba su cosecha de tapas, comiéndolas deprisa para que no lo viese el barman…, los demás comíamos alguna pero nos daba vergüenza; era muy generoso e iba a invitar pero hacía sufrir algo a los del mostrador, y al final preguntaba: ¿se debe algo?, ¿lleváis dinero alguno de vosotros? Luego, casi siempre pagaba él.

 

Miguel elevaba a sagrado lo cotidiano sin sentido…, se inventaba entes divinos especiales para cada caso…, le encantaban los chistes de apóstoles, de Cristo, de Abraham, tenía un toque humano de humor irreverente, una cultura que nacía en los clásicos: Homero, Sófocles, Aristófanes y se perdía en el mundo esotérico remoto, porque leía de todo…, incluso a los físicos relativistas, a los alquimistas y a muchos esotéricos... Conocía a Confucio y a Zoroastro a través de Nietzsche. Miguel había leído a Dante, Milton, profundamente la Divina Comedia…, y todo ello le influyó y le reveló muchísimo…, y el existencialismo interior y el absurdo extensivo, Kafka, Ionesco, Sartre, Camus, Kierkegaard, Beckett… No era fácil “existenciar la vida en esos tiempos”…, y menos en España, pero intentábamos hacerlo.

 

Vivió, con fundamento su gusanera zaragozana..., era una esponja con agujeros negros y predispuesta a estímulos y luces de todas las vanguardias; también vivió, aunque poco, Madrid, París, Londres…, pero fue en Zaragoza, entre San Cayetano y el Mercado, donde supo encontrar un todo planetario de gentes —desde Luis García Abrines hasta Vicente Cazcarra— que comprendían desde lo más disparatado hasta lo más responsable, para contradecir ideas y vivencias, e incluso muertes provisionales o conclusas, pues de Luis García Abrines se han ido publicando sucesivas esquelas necrológicas, y aún colea (creemos). Sea por muchos años.

 

Compartí con Miguel y los Jounakos y Opicilos vida de merendolas —y de cafés y bares bastante intermitentes, en los que combinábamos la marginalidad cultural con la poesía y la risa, con predominio de esta última. Tragos amargos como la censura, o como tal amigo se muere, o tal se ha ido del pueblo para siempre, o a tal podemos verlo en la cárcel…, o la mano de hostias o torturas que le han pegado a tal…, íbamos superándolos con nuestras nubes de humor negro (bien cuidadas y bien estercoladas, como dijera aquel otro Miguel..., y Gila, Chummy, Mingote las codornices, los poetas absurdos, los ultraístas y los atragantados por los sorbos amargos de la vida…, nos ayudábamos a encontrar evasiones, como eran los libreros Víctor Bailo y Pepe Alcrudo, que dio nombre al “Grupo Pórtico”. Ellos ayudaron mucho a los vanguardistas…, ¡¡¡vaya pintores-planetas que eran Santiago Lagunas, Aguayo, Orús, Laguardia, Vera…!!!

 

Miguel fue el elemento aglutinante de aquel “gazpacho literario” (retruécano creado por el Búho y referido a la revista que publicaba el mismo Miguel, Despacho literario) de poetas y absurdos. Los opicilos iban y venían.

 

Voz espacial en off: yo me imagino a Miguel como un faro curioseando Zaragoza; me sorprende cómo atraía y aprovechaba todo; a unos los contrataba para el colegio y..., que Eduardo Cirlot e Ibarrola hacen la mili en Zaragoza… “¡pues que vengan al Niké!”. Y los que pasan unos días, también otros frecuentes visitantes como Cirlot, Gabriel Celaya o Blas de Otero o Fernández Molina…, seguían viniendo a saltos… Fernández Molina se instaló definitivamente en Zaragoza justo cuando murió Miguel.

 

Cerremos los ojos y pidamos un deseo, unas imágenes de los primeros decorados de Oficina de horizonte pintados por Ibarrola. Sugerían espelungas marinas de colores faubistas con andamios simuladores de una escala de faro abandonado, con cuevas y lucernarios para otear diversos horizontes…, y allí aparece Ángel, vociferando poemas surrealistas con gestos teatrales, contagiando sus amores locos a los espectadores: la obra se estrenó en el Teatro Argensola y la acción transcurría subiendo y bajando a lo alto del faro; recuerdo a Pío Fernández Cueto cuando lo interpretó, vestido de arlequín totalmente amarillo de plexiglas, con botas altas negras y brillantes, el director fue Pedro Dicenta; también había un departamento telegráfico para conectar con otros planetas, una especie de laboratorio telefónico-telepático, teledirigido, teletodo…, en línea directa con los dragones. Las dos actrices (musas contrapuestas) se repartían los despojos de Ángel hasta su aniquilación final por las fuerzas del orden. La voz en off de Saturno era emitida, con reverberaciones e intermitencias por José Antonio Labordeta,

 

Voz preguntona en off: ¿Fue muy grande la influencia de Miguel en Niké?

 

E.- En la OPI, que no en Niké, todos influían en todos y procuraban no influir en nadie, porque casi todos querían romper con casi todo y ser creadores por sí mismos. Miguel se dirigía siempre a las vanguardias y a la juventud. Le dolían las épocas que le había tocado vivir creyendo en los mayores. Tenía una gracia loca, lo pasábamos en grande con él…, compartíamos algunas trayectorias poéticas y artísticas, de las más rompedoras.

 

Algunos de los símbolos labordetianos nos causaron impactos duraderos; uno de ellos fue aquel de Valdemargris, habitante de 30 años de edad cuando lanza su mensaje de primavera a todos los jóvenes del mundo, una contraposición a los carcas, a los indiferentes, a los dogmáticos… Miguel en su poeta se lanzaba de manera profética para lo bueno y para lo malo, buscaba oxímoros y contrastes tremendos, le gustaban localmente y además todos hemos sido oximoronianos en el sentido mejor de las palabras, es decir, en poético lo que de otra forma sería maniqueísmo. Te permitía hacer los contrastes enormes y confundirlos y fundirlos, y tanto un significado como el otro te podían causar un impacto-amor como el que desprendía la poesía de Miguel y como creemos que él sentía o al menos nos hacía sentir a sus alumnos, discípulos, compañeros más jóvenes…

 

Mirando al este parece oírse a Labordeta discutiendo con Celaya…, o quizá es sólo el gran poema con el que Gabriel le escribió a su amigo Miguel. Se descubre a través del gran poema una visión crítica del libertario mundo labordetiano, plasmada desde moldes de un mundo comunista… Miguel ya mantenía sus diatribas agudas con Otero, Celaya, Dicenta y otros varios, entre los que contaba su querido discípulo Vicente Cazcarra, el jovencísimo Rey del Corral, Gómez de Pablos o el sociólogo Mario Gaviria, a quien consideraba comunista-yeyé.

 

Voz preguntona en off: ¿y sentía mucho las injusticias del mundo?

 

Totalmente en su piel y en sus poros, las trasladaba a sí mismo y en su mundo retrataba las profesiones elegidas: funcionarios, notarios…, salvando amigos como Ramón Laguna, gente que ganaba mucho dinero…, y sin embargo hablaba del obrero con cariño… Él denunciaba la injusticia pero la elevaba al absoluto, el mundo era injusto porque los dioses seguían siendo injustos, como dice aún Rafael Sánchez Ferlosio y como decían mucho antes el anciano de las manos traslúcidas de Lorca…, y el dios que estaba enfermo…, grave…, de Vallejo. Miguel, tanto o más que un creador lírico, fue un poeta social, lleno de innovaciones que no fueron reconocidas por las mediócratas antologías sociales. Pero hacía poemas a la sociedad de consumo mucho antes de que le asignaran tal nombre. Estaba cotidianamente al día de lo verdaderamente social, y cualquier transformación o alteración le interesaba, crítica y poéticamente, aunque se mostrara escéptico y pasota en alguno de sus poemas.

 

Hace bastante frío en las intermitencias de nuestra conexión pirenaico-astral y me llega un mensaje que dice Tao, tao, Yoga… Lo interpreto y lo siento relacionado con aquella misiva de hace tiempo: “Buenos Tauros, amigos, y hasta la quimera otoñal de Sagitario. Tao Tao”. Final del texto: “Jounakos, inventor”.

 

         La misiva ha llegado desde la Constelación zodiacal de Cáncer para un Capricornio de Zaragoza camino del otoño de 2010.

 

Escrito en Lecturas Turia por Emilio Gastón

18 de enero de 2018

(Habla Ascensión. Farmaceútica. 2 de la tarde)

 

 

Despacho píldoras para el dolor del alma.

Puedo mirar a los ojos de un agonía

y determinar los días en que habrá sol dentro del pecho.

Mi horario es flexible,

mi humor variable,

como un termómetro de piel de melocotón.

Estoy acostumbrada

al ruido aséptico,

al nacimiento

de balanzas renqueantes,

a la tos de las aceras

y al gemido insomne de un madre recién muerta.

Mi color preferido es el blanco que se ensucia.

Detesto el goteo de las palomas

sobre el alféizar

y estoy aprendiendo

a dejar de fumarme el humo de las fábricas.

Un secreto:

            Suelo acomodarme en la barra de un bar los domingos

            y beberme el tiempo silencioso.

Tengo un novio sin sangre

que le lleva flores a la tumba de mi femineidad.

Y aunque apenas hago el amor,

siempre hay guerra en el canto de mi pubis.

Por eso bailo

            y bailo en mitad de las instrucciones.

Soy bárbara

y pequeña

y a menudo siento espanto de lo que fui.

Por eso invento un mal apócrifo

en las esquinas de mi carne

y en casa,

a salvo de las matemáticas, 

me tomo el pulso de un televisor.

No hay diferencia entre vestir un caramelo ansioso

o un corsé impregnado de mordiscos.

Y sé que la lluvia es roja

y que la espera es azul.

Alguien me contó que la felicidad

tenía cierto parecido

a la sangre adulterada de un viejo

pidiendo un cupón de descuento sobre la boca del mostrador.

Despacho vidas (de 8 a 3).

Entierro la pus de cualquier sueño.

Escrito en Lecturas Turia por Angélica Morales

18 de enero de 2018

A mi abuelo Antonio le dejo

mi nombre y mi miopía,

a mi padre un gesto que yo sé

y el amor desmedido por mi madre,

dueña entera

de esta nariz que le transmito.

A una rama de su familia,

la pasión por la música y las artes.

A mi tía Carmela,

cierta forma de mística.

A mi tatarabuelo Enrique, un sable,

o el gusto por los sables, no mellado

por la leva que lo puso en territorios

que yo sólo he pisado por turismo.

A mi abuela María, la mirada

y a ciertos tíos la melancolía,

que me privó de primos y de juegos

en jardines estériles.

A todo mi linaje, mi deseo

de cuerpos, que condujo hasta mi hoy,

pues crecieron y se multiplicaron

no como mis raíces, sino ramas

de esta luz que da sentido

a sus fúnebres sombras.

 

A vosotros, alocados, mi experiencia,

y a vosotros, sensatos, mi locura

que hizo que saltaseis los obstáculos.

Os lego mis sillares, mis orígenes,

y fundo vuestra estirpe en mi persona.

Cómo os moldeo, desvaídos.

Seréis como yo soy, desfigurados

vagamente por un tiempo que huye.

 

Reparto, distribuyo, dejo, doy.

Pero a ese del espejo, un parecido

que nada tiene que ver con la realidad.

 

 

                                  

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Rivero Taravillo

18 de enero de 2018

1

 

Si llamé fue porque mi hermano estaba el pobre como que se hundía, y yo estaba como que me hundía también sólo de verlo. Cada uno rodando por una pendiente distinta pero los dos hacia abajo a toda velocidad y no nos quedaban ya fuerzas ni palabras que decir. Por eso lo hice, no soy ninguna chivata. Creo que una hermana debe hacer eso, por más que se le haya repetido desde el principio, por activa y por pasiva, que en ese piso de estudiantes es la última mona y que a alguien que llega allí de nuevas a cursar su primer año de carrera lo que le conviene por encima de todo es tener muy clarito que callada está más guapa. No era el simple hecho de que mi hermano hubiese vuelto a consumir, dicho así, como si se tratara de un dato aislado del que simplemente se dispone o no se dispone, sino que había llegado a un punto en que se pasaba las horas tirado en la cama, a veces temblando mucho y otras sólo un poco, pero siempre temblando. Y cuando aparecía por el salón o la cocina caminaba como arrastrando los pies y con nada que le dijeras o te mandaba a la mierda de un grito o se le saltaban las lágrimas y te pedía un abrazo para esconder en tu cuello su cabeza, y quedarse allí todo el tiempo posible, hasta que al final había que hacer bastante fuerza si querías arrancártelo de encima y entonces se quedaba de golpe como solo en el mundo, sin cuerpo sobre el que vencerse y deslumbrado por la luz. Hacía llamadas que casi nunca le contestaban, escribía mensajes de texto a toda velocidad y luego arrojaba el móvil sobre la mesa. Miraba el reloj cada tres minutos, bebía a morro largos tragos de ginebra o de lo que hubiera por casa, culos de botella, los restos de las fiestas. Si le decía que no bebiera respondía que el terapeuta le había dicho que sí, que podía un poco si se notaba muy tenso. Un poco. ¿Y qué es un poco cuando ya los nervios están deshechos y toda la carne le tiembla como un pastel de gelatina? Sin decir nada, se volvía a encerrar a oscuras en su cuarto. Algunas veces echaba el pestillo y otras no, según prefiriera soledad a lo bestia o dejar abierta la posibilidad de que pudiesen entrar unos pasos que, con cuidado de no pisar nada de lo que había en el suelo (lleno siempre de todo tipo de ropas y trastos, las deportivas, los pañuelos de papel usados y todo aquel el lío de cables) se acercaran a tientas a la cabecera de la cama y luego escuchar la voz que esos pasos hubiesen traído, la pregunta por cómo se encuentra o el reproche casi dulce que se parece tanto a un consuelo algunas veces, y hacerse el dormido para oír esas mismas pisadas alejándose de puntillas camino de la puerta, sorteando de nuevo el ordenador portátil, el cenicero repleto, el cargador del teléfono, los calzoncillos usados. Y yo no puedo verlo así. No puedo estar entrando a su habitación cada poco rato para comprobar por mis propios ojos si todavía respira, si sigo teniendo hermano o ya no tengo hermano.

 

No puedo verlo así porque es un niño a fin de cuentas, aunque él no lo sepa, a pesar de la voz ronca, de la serpiente feroz de su tatuaje, de la chupa de cuero desgastado y de su piercing de punta saliendo del labio de abajo, como una lanza dirigida al mundo que quiere decir algo así como estoy bien jodido pero intenta tú acercarte y hacerme más daño si tienes cojones o simplemente tú que miras o me importa una mierda lo que pienses de mí. Pero luego lo ves llorar ahí, bocabajo, quedarse dormido y despertar de golpe, y sus ojos son los de hace poco tiempo, en casa de mamá, cuando se asustaba viendo los videos de películas de terror como si de alguna manera supiese que iban a ser de verdad, andando el tiempo, todos aquellos monstruos, las arañas gigantes y la sangre tiñendo las paredes; que llegaría para él una noche peor que la de aquellos cementerios de la pantalla, llenos de aullidos y sombras, una noche en la que el corazón pudiera reventarle en el pecho de tanto latir. Y yo veo ese niño en él. No quisiera verlo pero ahí está todavía, regresa sin avisar. Aparece y desaparece de sus ojos, ese niño. Cuando dirías que se ha evaporado para siempre, dejas pasar un momento y ahí lo tienes de nuevo, dando vueltas a un tazón de leche con Cola Cao. No pasa de un instante el tiempo en que se muestra en su mirada pero para cuando quiere volver a esconderse tu corazón ya es otro, más amargo y más grande. Yo creo que tener un hermano es en parte eso: poder ver un niño donde ya no está. Y también saber que no va a lograr comerse ningún mundo por más que a veces lo parezca; al revés, que la primera tormenta verdaderamente fuerte lo derribará.

 

Acabó en dos días con una caja de calmantes que tenía que haberle durado toda la semana y parte de la siguiente. No sabíamos qué más hacer. Y su novia, que se pega aquí el día entero, tampoco tenía ni idea de qué hacer, aparte de mirar la tele y estar pendiente por si la llamaba un rato a su cuarto o la mandaba a la farmacia o a casa de alguien con el que hubiera apalabrado por teléfono una bolsita de hierba. Y lo mismo sus amigas, que todas las tardes acudían a engrosar el retén y que formaban una especie de gabinete de crisis que en lugar de repartirse jarras de café americano y poner en marcha tormentas de ideas se limitaba a arreglárselas para que no faltasen nunca un par de litros de calimocho en la olla Express que ocupaba todo el estante bajo de la nevera, y liaban sus cigarrillos sentadas en el suelo y ponían sin parar esa clase de discos que hacen que por momentos parezca que todo va bien.

 

Y llamé. Pero no di, por así decirlo, una voz de alarma oficial. No llamé a mamá, ni mucho menos a mi padre. Si llamo a mi padre siempre pregunta sobresaltado qué ha ocurrido, y una vez que averigua que ningún camión ha aplastado a nadie su pavor pasa a estar relacionado con que se le pida dinero. Nunca sé a ciencia cierta dónde para, siempre lo imagino al otro lado del hilo en la habitación de un hotel con el torso desnudo y una toalla anudada en la cintura mientras una arpía de pelo enmarañado, cegada por la luz, pregunta desde la cama qué hora es, quién coño molesta ahora por teléfono y dónde cojones está el ibuprofeno. Puede que exista esa puta o puede que no, pero yo no puedo evitar sentir su presencia al otro lado cada vez que llamo a papá, sus cremas pringando las sábanas, su mala hostia, las tetazas salpicadas de gotas de perfume. No recurrí a ninguno de los dos. Llamé al tío Julio, que era una forma de avisar y al mismo tiempo no avisar, de poder compartir la losa que me había caído encima sin provocar un cataclismo ni sentirme del todo una traidora.

 

Yo había imaginado de otra manera la llegada del tío Julio. Supuse que vendría enérgico y resolutivo: qué está pasando aquí. Que cogería a mi hermano por banda y hablaría con el durante horas, quizá pasándole el brazo por el hombro, con una mezcla de ternura y firmeza: yo lo entiendo todo, que me vas a contar, te quiero mucho y todo eso pero esta vez vas a hacer lo que yo te diga. Que lo arrastraría a la ducha, que se lo llevaría después a alguna de las terrazas del parque de abajo y le haría beber enormes vasos de zumo de naranja natural mientras le obligaba a escuchar los pájaros al atardecer, que es algo así como el ruido de la vida cuando alguien se ha perdido, sobre todo si cierras un poco los ojos, porque trae a la cabeza, sin tú quererlo, los jardines medio olvidados de la infancia y también los que vendrán, pinares llenos de nieve, palmeras junto al mar y cielos de película con sus nubes veloces, parajes lejos de todo esto, de los trozos de papel de plata sobre la mesa y las sábanas revueltas y el chándal y la diarrea. Lejos de esta pesadilla de barrio, cada día más sucio con los montones de basura sacada a destiempo y dejada al borde de la acera, cociéndose al sol, junto a muebles inservibles y colchones llenos de manchas de orines y sangre puestos en pie contra los plátanos o los semáforos de la calle; y las ambulancias todo el día de aquí para allá y los mendigos que te abordan cada pocos metros cerrándote el paso mientras hacen sonar las monedas en sus vasos de plástico y te insultan y se te ríen con sus dientes verdosos. Lejos de los camellos y la sed, del olor a fritanga que sale de los bares, del suelo pegajoso de las aceras, de las coderas del jersey siempre manchadas de cerveza seca.

 

Yo supuse que el tío Julio podría poner al menos algo de poesía en todo esto. Al fin y al cabo, él pasó antes por algo parecido. Habla muy poco, y todavía menos de aquello, pero mamá nos lo ha contado como quien no quiere la cosa, en plan no me gustaría que le juzgarais por ello pero mirad los peligros que acechan ahí fuera, justo donde la libertad parece más jugosa y más deslumbrante. Tiene además unos cuadernos negros que suele llevar a todas partes en los que apunta cosas, llenos de borrones y abreviaturas. Pone cosas sobre el miedo y sobre amores que él tiene y no debiera tener, y culpas que arrastra y todo eso. Y a veces, en esos cuadernos de caligrafía endemoniada de los que yo había podido leer algunas páginas a escondidas, nombraba ese tiempo en el que fue un sonámbulo y pasaba días enteros en la cama, como ahora mi hermano, entre sudores y náuseas y paseos al cuarto de baño agarrado a los muebles y a los marcos de las puertas. Y había hojas enteras que hablaban del temblor. Y le llamé por eso, a pesar de que sabía que con mamá ya ni se hablan. Por eso le llamé.

 

2

 

Julio recibió la llamada de su sobrina a la hora de la siesta, cuando dormitaba en el sofá leyendo como de costumbre un periódico del día anterior. Recorrer desganadamente las hojas de un diario pasado de fecha era para él una especie de término medio entre no enterarse de nada en absoluto y la pulsión del hombre moderno, por sentirse informado al minuto, afán que consideraba tan fingido como enfermizo e inútil. No puede decirse que fuera precisamente invencible su curiosidad por cuanto pudiera estar ocurriendo ventanas afuera, en un mundo que, cada vez más decididamente a medida que pasaba el tiempo, pertenecía sobre todo a los demás. Desde su condición de prejubilado convaleciente, el tiempo era un animal monstruoso y lento que avanzaba dificultosamente hacia distintos ocasos yuxtapuestos: la caída de la tarde, la hora de las pastillas, el momento de ir pensando en ponerse el pijama y, al final, como al fondo de un pasillo oscuro igual que el que conducía en su casa a las habitaciones en desuso, el impreciso instante de empezar a morir. Había vivido estos últimos años repartido entre el miedo de que ocurriera algo, cualquier cosa, y el miedo a que no le pasara nunca nada más. Sobre la misma mesa baja en la que solía yacer medio olvidado el teléfono inalámbrico que sonó esa tarde demostrando de ese modo no llevar semanas estropeado, había también un plato con restos de ensalada, una botella de agua, un cenicero repleto de colillas, el mando a distancia de la tele y un café recalentado que había vuelto a enfriarse.

 

Cuando su sobrina le pidió que acudiera de inmediato, superada la reacción inicial de pereza y fastidio, en lo primero que pensó Julio fue en si él tenía una maleta y en qué demonios de armario podría estar. Y en que quizá debería afeitarse. Y se preguntó también si sería capaz de sacar un billete de tren por internet y, en general, si podría desplazarse sin mayores sobresaltos como hace todo el mundo cada fin de semana. El viaje que se le acababa de proponer iba mucho más allá de un simple cambio de ciudad: debía llegar hasta su antiguo barrio, al piso donde vivió de joven con sus padres y que ahora utilizaban los hijos de su hermana mientras estudiaban sus carreras en la capital. Tendría que sentarse otra vez en el mismo sofá frente al televisor y ver los cuadros de siempre atornillados en las paredes, las fachadas de enfrente a través de la ventana, los toldos verdes, el mismo cielo de entonces, el bar de abajo. Se preguntó si todavía estaría en el mueble del salón la colección de los premios Planeta encuadernada en rojo o las figuritas de adorno de bailarinas y payasos, y si el cuarto de baño conservaría aún aquel olor penetrante del after shave de color azul que usaba su padre, aroma a madrugón y a hombre como Dios manda y a la España que trabaja. Y si seguirían chillando desde sus jaulas en el patio de luces pájaros tropicales descendientes de aquellos que a él le destrozaban los nervios a la hora de la siesta. Eso sí iba a ser un viaje de verdad, y no esos otros que son cuestión solamente de kilómetros y paisaje. En ningún momento la enorme pereza que le daba todo eso le hizo dudar de ponerse en camino, independientemente de lo que su hermana, la madre de los chicos, pensará de él, de si le llamaba o no le llamaba de un tiempo a esta parte, de si le importaba algo. Se sentía responsable y hasta creyó notar, al oír cómo se quebraba la voz de la chica, eso a lo que otros se refieren como la llamada de la sangre. Por primera vez en muchos años tenía algo parecido a una misión.

 

Al poco rato ya iba en un taxi camino de la estación, recién duchado y con un tranquilizante disolviéndose despacio debajo de su lengua. Además de la ropa limpia incluyó en el equipaje algunos de los enseres de la lista mental de cosas que, en la época en que viajaba con cierta frecuencia, tenía como imprescindibles: un cortaúñas, el transistor, pilas de repuesto, sus cuadernos negros. Sabía que debía de haber algo más pero con los nervios no era capaz de recordar el qué. Alguna cosa se dejaba, eso era seguro, alguna cosa muy importante que su cabeza no era capaz de determinar por ahora cuya falta lamentaría llegado el momento. Con esa sensación había cerrado tras de sí la puerta dejando completamente a oscuras, allá adentro, un desorden de libros y retratos que eran en realidad el fondo casi perpetuo de su figura, la polvorienta enmarcación de sí mismo. A pesar de que daba paseos cada tarde, hacía su compra una vez a la semana y a veces hasta se sentaba un buen rato en algún banco del parque, esta vez, al atravesar el umbral de su casa, se sintió desnudo y extraño, fue como si saliese de una caverna en la que hubiera estado oculto durante un invierno larguísimo, aletargado en la penumbra. Sale de la oscuridad a la luz pero durante un tiempo tiene la sensación de que esa oscuridad gotea todavía de su cuerpo y ensucia un poco la calle, como si aportara cenizas o telarañas o polvo a una tarde que hasta hace un momento estaba limpia. Un viaje es como meter un cucharón en la densidad pegajosa de la mente y removerlo todo despacio y a conciencia, hacer que emerjan a la superficie recuerdos y palabras que estaban como muertos, agarrados al fondo de la olla. Durante el trayecto, mientras contemplaba por la ventanilla campos y barrancos, pensó en la clase de cosas que podría decirle a su sobrino. Cosas como no seas idiota, chaval. Cosas como que la vida es hermosa y valía la pena, palabras que en el acto habrían sido rotundamente negadas por su propio tono y su expresión de derrota, sus ojos hundidos, la piel de su rostro, a veces amarillenta o incluso verdosa según la luz que en cada momento la ilumine. Calculó que si iba por ese camino fácilmente podría darles a los dos, ahí mismo, donde quiera que estuvieran, un ataque de risa bastante amarga.

 

Han pasado unos treinta años desde que dejó el barrio y aún siente un miedo absurdo de ser reconocido al recorrer las calles donde fue humillado. La vez que vomitó en aquel portal, la vez que le echaron de ese otro bar, el callejón por el que regresaba a casa noche, las cosas que pensaba entonces, todo lo que llevaba en la cabeza, el miedo de su cuerpo, los nervios como cables despellejados. Se daba cuenta de que volvía, al caminar, una vergüenza antigua y un sobrecogimiento ya olvidado, y era como si tuviese que pedir permiso para pisar las aceras que en su día recorrió aterrado. 

 

 3

 

Estoy tumbado en esta cama y casi no me sale la voz cuando quiero pedir agua o que se acerque alguien porque noto que me voy, que ya me acabo, que me escurro al vacío, y no deseo estar solo cuando eso ocurra. Cuando llamo no acude nadie. Acude cuando ella quiere, mi hermana. Sé que estoy en su casa y eso quiere decir que si agonizo no lo haré como un perro. Lo sé porque reconozco algunos muebles y también adornos y libros que antes estaban en casa de papá y mamá, los álbumes de Tintín, las aventuras de Los Cinco y el mismo reloj despertador con un dibujo del ratón Mickey que convierte el silencio en una especie de tren camino del matadero. Todo es borroso ahora. Sé que viajé hasta Madrid porque me dijeron que el hijo de mi hermana estaba en peligro, y sé también que no lo salvé. Me pasó como les ocurre a veces a los que se lanzan sin pensar a rescatar de los remolinos de un río a alguien que se está ahogando.  No tengo una idea clara de qué ha pasado exactamente porque los recuerdos regresan tan apenas como figuras de un carrusel que gira demasiado deprisa al otro lado de una muralla de humo que se aclara y se adensa cuando ella quiere: un frutero lleno de cubitos de hielo, unos muslos tatuados, la música trepando desde el abismo, mis ojos cocidos en sus propias lágrimas. Noto que el embozo de la sábana huele al suavizante que se usó en casa toda la vida. Oigo voces al otro lado de la puerta entornada, la voz de mi hermana que se convierte en un murmullo para informar a alguien de que me muero, creo, y habla de una ambulancia y de los días que estuve en coma, cuenta a no sé quién entre susurros cómo me trajeron, los trámites, la fiebre, la tez amarillenta, y también las veces que me lo advirtió, una vez y otra vez, las mil formas en que me lo dijo. Y es verdad, hermana, tú misma me lo contabas hace tiempo para sacarme del mal camino, cuando yo corría a oscuras tras todos los venenos y era infinita la sed, que acabaría expulsando el hígado por la boca, acartonado y enorme, mientras  arañas y lagartos se paseaban por mi piel. Y ahora, herido en el combate, vuelvo así, como tú decías, vuelvo aquí, y es como si un caballo despavorido me arrancase en el último instante del campo de batalla y depositara ante tu puerta lo que queda de mí, este cuerpo roto, este hilo de vida estrangulándome.

 

Entras y me das de beber algo caliente, té o manzanilla o algo de eso. Y te recuerdo de niña, de muy pequeña, cuando jugabas a las cocinitas y me traías una minúscula taza de plástico llena de arena. Ahora sé adónde era en realidad este viaje y también que he olvidado algo y sigo sin saber el qué, quizás algo que debí traerte, puede que solamente unas palabras, poco más. Acercas el vaso a mis labios y tus ojos de repente son aquellos de entonces. Tener una hermana es eso, ¿no es así?, que pueda aparecer una niña aunque sólo sea unos segundos y después se aleje de puntillas dejando en el aire un vapor en el que por fin es posible morir respirando algo parecido a la dulzura. El borde del vaso está quemando. Sé que no se bebe en realidad. Sólo hay que hacer el gesto y decir después que está muy rico. Aun así, no sé si podré ya, hermana, hermana mía, estrella en la ventana al fondo de la noche, punzón de miel, flor y alfiler, no sé si podré: pesan tanto los párpados esta tarde como nunca en el mundo ha pesado nada.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Castán

18 de enero de 2018

No sé si las confidencias de viaje son frecuentes o infrecuentes. Sí sé, en cambio, que antes nos cuenta sus penas un viajero anónimo que el vecino con el que coincidimos en el ascensor o la escalera, que los individuos con los que compartimos café a media mañana. También sé que, cuando tales confidencias se producen, las recibimos con cierto desagrado: porque no queremos ser elegidos para secretos insignificantes o desahogos anónimos. Y, aunque no cabe pensar que cada vez que subimos a un tren vayamos a ser destinatarios de una de esas confesiones de viaje, a mí parece que me persiguen. La última me sobrevino hace un par de semanas. Había llegado a la estación de Atocha con mucha antelación, porque me había cansado de callejear y había recorrido ya la cuesta de Moyano arriba y abajo un par de veces con la consiguiente adquisición de mercancía anticuaria, así que compré un periódico (confieso que maldije el cansino azar con que nos castiga casi a diario la prensa, la inclusión en este caso de un dvd, que compré sin mirar, por casi tres euros) y me senté en la terracita de una cafetería minúscula y discreta. Otras veces me he entretenido observando el ajetreo, adivinando historias recónditas en las prisas de la gente, advirtiendo hastío o desamparo en los paseantes solitarios, desventuras de amor en los ojos turbios o confusos o vidriosos de las despedidas. En esta ocasión, cansado tal vez de proyectar improbables tramas de ficción sobre figuras ajenas, me limité a consumir la espera ante un café solo y ante las páginas brumosas del periódico. Con todo, lo acabé pronto (la prensa aburre, rumia sin fin nuestras peores insignificancias) y fue entonces cuando el individuo que ocupaba la mesa contigua hizo un ademán hacia el periódico y pronunció apenas una palabra. Puedo…, dijo. Consentí, naturalmente, con otro ademán, y el hombre alargó la mano para cogerlo, aunque con tal fortuna que resbaló el dvd y cayó al suelo. Sólo entonces llegué a ver el título de la película, El año pasado en Marienbad, como lo vio mi vecino de mesa, que no sólo se apresuró a recogerlo sino que contempló durante unos segundos la carátula antes de dejarlo de nuevo, con cuidado (las mesas de estas terrazas suelen ser diminutas), junto a mi taza vacía. Perdón, dijo al soltarlo. Curiosamente, dejó también el periódico, sin siquiera hojearlo. Le indiqué con un gesto que la invitación seguía en pie, pero con otro quitó él importancia (o así lo entendí yo) al periódico o a lo que fuere que le hubiera movido a pedírmelo. Sospeché que se culpaba de la caída del dvd y no quise insistir, que extremar la cortesía produce a menudo agobio y malestar. Así lo dejamos, pues. Y ahora, un punto desconcertado, sí me entretuve con mi pasatiempo de estación (historias secretas, desventuras de amor, distancias y ausencias, desamparo y soledades), aunque liberé de mi afición al vecino de mesa, porque no me atrevía a mirarlo tan de cerca con ánimo fabulador. Tampoco lo hice cuando al cabo de un rato se levantó, recogió el equipaje, esbozó un gesto de adiós (correspondí) y se perdió entre la gente.

A la espera de que apareciera mi destino en los paneles electrónicos, también intenté otras distracciones. Examiné, por ejemplo, la funda del dvd, la carátula a imitación de las antiguas carteleras, los créditos, el título original, los nombres, la sinopsis, las iniciales de los personajes, la información suplementaria, L'annèe dernière à Marienbad, Alain Resnais y Alain Robbe-Grillet (aunque fuesen alanos, decía que eran podencos, bromeé in mente), y fue entonces cuando me propuse rescatar de la memoria y del pasado el argumento. No era tarea fácil. Ni interesante. Ni posible tal vez. Han pasado muchos años, más de treinta, de cuarenta quizás, desde que vi la película, probablemente (no lo recuerdo) en algún colegio mayor de la ciudad universitaria, en aquellas sesiones nocturnas de cine fórum más o menos clandestino en que el gesto más inocente revestía inquietudes revolucionarias, o, acaso, en alguno de los cines que exhibían películas de las llamadas de arte y ensayo, es decir, raras, subtituladas y sin porvenir comercial, categoría que sin duda le cuadraba a El año pasado en Marienbad más que a cualquier otro título pasado, presente o futuro. No conseguí, sin embargo, sacar nada en claro del esfuerzo, extraer mínimamente un esbozo de la trama, sólo imágenes en blanco y negro de un lugar lúgubre y suntuoso y glacial y una voz en off hablando con monótona y obstinada insistencia de corredores, pasillos, senderos, estatuas, puertas, galerías, un completo laberinto estático, inanimado, acorde, sin duda, con la quietud esquiva de la historia. Nada más. Hice entonces propósito de ver la película cuando llegara a casa, pronto al menos, antes de que se desvaneciera la ansiedad en que nos hunde a veces nuestra propia inconsistencia. Vano propósito, he de decir, pues, aunque todo tiene explicación, lo cierto es que no la he visto.

Apareció finalmente en los paneles el andén en que se iba a situar mi tren, de modo que recogí el equipaje (maleta de viaje, bolso, los libros de Moyano, el periódico) y abandoné la cafetería. Todavía me entretuve un rato deambulando de un lado a otro, tratando de distinguir a los viajeros de los sonámbulos, filósofos solitarios del tedio urbano que hacen de la estación de Atocha su centro de observación, pero, fatigado del viaje y de la espera, bajé pronto al andén, busqué el vagón que me correspondía, subí y me acomodé. Al sacar el billete, había tenido la precaución de elegir el asiento que más me gusta, en la dirección de la marcha, con ventanilla a la derecha, y en el centro, en el único lugar en que los trenes regionales tienen una mesita abatible (admito que esta ubicación tiene ventajas e inconvenientes: no viaja uno encogido, pero puede compartir viaje frente a frente con vecinos incómodos). Me senté, pues, dispuesto a armarme de paciencia regional, a la espera de que arrancáramos y nos fuéramos poco a poco, con demasiadas intermitencias secundarias (este tren para en todas las estaciones, el trayecto parece un viacrucis territorial), acercando a casa. Y en esto estaba, concentrado en las musarañas, pensando qué libro de Moyano se adecuaría más livianamente al recorrido, cuando ocupó su asiento frente a mí quien iba a ser mi compañero de viaje. Perdón, dijo sonriendo al tiempo que colocaba el equipaje en el maletero. No voy a decir que me asombrara, porque las casualidades se producen, pero no dejó por ello de parecerme singular casualidad que se tratara precisamente de quien me había pedido primero el periódico en la cafetería y lo había rechazado después sin aparente razón de peso. Me pregunto ahora en cualquier caso si se trataba, o no, de causalidad, esto es, si ocupó el asiento que le correspondía o si, en vista de que el vagón iba casi vacío, prefirió hacer caso omiso a la ordenanza ferroviaria y eligió a propósito mi compañía. No lo sé, ni se me ocurrió entonces, y ahora ya no voy a saberlo. Lo cierto es que se sentó frente a mí y que al pronto guardó silencio, guardamos silencio.

No obstante, al cabo del rato, como si la coincidencia en la ubicación ferroviaria tras el azar de la cafetería nos obligara a cierta cortesía, el dvd sirvió para romper el hielo. Me refiero al hielo de la confidencia, no de la conversación. Porque hubo primero un intercambio neutro de informaciones y opiniones, sobre la lentitud del tren regional y sus incomodidades, sobre el viaje, sobre la actualidad (los titulares del periódico), pero sólo el dvd dio pie a lo que sigue. Como he dicho, lo había dejado todo sobre la mesa abatible, el periódico, la bolsa con los libros de Moyano y el dvd, y fue señalando el dvd como me preguntó de pronto si había estado alguna vez en Marienbad. No, respondí. En realidad ni siquiera sabía dónde estaba Marienbad, que, para mí, formaba parte más de la remota cinematografía universitaria que de la geografía europea. Fue también entonces cuando, como en trance de ensoñación o de nostalgia, confesó que él estuvo a punto de ir a Marienbad en una ocasión, hacía bastantes años. Pude ignorar el comentario, ciertamente, pero me pareció poco considerado no preguntar cómo había sido y cómo fue que no fue (que no estuvo en Marienbad, digo), pese a que no tenía interés alguno en conocer la respuesta o, a tenor del resultado, los pormenores del relato. Así empezó una confesión de viaje, o de viajero, la confesión de alguien que no sé si desahogaba su pesadumbre o evocaba la aventura de su vida ante un desconocido por el puro deleite de evocarla, de ponerle palabras, texto oral, de modo que no sabría decidir si hablaba para mí o si yo era simplemente el instrumento que le permitía contarse a sí mismo en voz alta una vez más su propia historia. Diré también que al principio no presté mucha atención a sus palabras, porque no soy significativamente curioso ni me atraen en exceso las pesadumbres ajenas, pero, a medida que avanzaba en el relato, experimenté una sensación contradictoria, cosa, por lo demás, que me suele ocurrir en muchas tramas de relatos románticos, penas y desventuras de enamorados, pero en esta ocasión fui perdiendo el tino del entendimiento y seguí la peripecia complacido.

Al principio se demoró en consideraciones varias sobre Marienbad: que tampoco sabía mucho del sitio, que para él tuvo en su día las mismas resonancias austrohúngaras (eso dijo) que para mí, etcétera, pero luego contó que había conocido años atrás, en Italia, en una especie de congreso internacional, a una mujer, extranjera, y hermosa, dijo, pero no italiana (no me quedó clara la nacionalidad, aunque ahora, por deformación quizás, la sitúo en las proximidades del mar Negro), con la que entabló una amistad circunstancial, casi de huéspedes de hotel. Pensé entonces en la dama del perrito (de ahí quizás lo del mar Negro), pero no dije nada. Duraron las sesiones tres o cuatro días y, tras las horas comunes de trabajo, el programa contemplaba generosos periodos de esparcimiento y distracción que mi interlocutor compartió con la hermosa extranjera, en grupo algunas veces, otras a solas, en paseos, conversaciones, sesiones de cafetería e incluso, la última noche, en una prolongada diversión festiva. Se despidieron a la mañana siguiente e intercambiaron direcciones postales (eran tiempos predigitales), no sólo con la hermosa extranjera, también con otros asistentes al congreso, pero sólo a ella decidió enviarle al cabo de un par de semanas una breve carta protocolaria. Siempre he visto mal, dijo, intercambiar direcciones para luego no usarlas jamás y entonces, añadió, vivíamos en una era postal, todavía se escribían cartas (género, por cierto, que no sólo ha caído en desuso, sino en el más absoluto olvido). Por eso le escribió, aunque sin duda no sólo por eso. Fue una carta también circunstancial en la que se limitó a añorar la belleza de la ciudad, el sosiego del hotel, la bonanza de las pocas conversaciones que tuvieron en el comedor, en la cafetería y en los jardines, el enigma final de la noche postrera. Para su sorpresa, la mujer contestó con prontitud (a vuelta de correos, se decía entonces), y no fue un mero acuse de recibo, sino una carta que, sin proponerlo abiertamente, requería continuación. Se entabló así una asidua, continuada y creciente comunicación epistolar que, como era de esperar o de temer, desembocó en una forma extraña de amor. Tal vez amor no fuera la palabra adecuada, dijo, nunca, de hecho, escribieron ellos la palabra amor, pero ninguna otra serviría para hacer comprensible el relato, porque sólo en un sentimiento así conviven el ansia y la necesidad.

No alcancé a distinguir si el amor (o lo que fuere) que sintieron, o que sintió al menos mi interlocutor, fue un amor sublime y superior, un amor por encima de la carne e incluso por encima del espíritu, o si, más probablemente, fue un amor verbal e imaginario, sentimientos ambos que en modo alguno estoy en condiciones de juzgar, porque nunca me han sido concedidos. Creo que la mayoría de la gente no está determinada para la pasión, que está determinada sólo para sortear los requisitos de la especie de la forma más discreta y anodina, pero no para estar por encima de la necesidad y, a pesar de ella, convertir su vida en una cima activa de pasión. Pues bien, al parecer eso era lo que sucedía entre mi interlocutor y la hermosa extranjera: que les unía una pasión por encima de la necesidad o, en todo caso, sujeta a una necesidad más allá de toda comprensión. Sin embargo, era en principio lo único que les unía, porque les separaban miles de kilómetros, y no sé hasta qué punto no era precisamente esa distancia en el espacio la que alimentaba su pasión. Casi estoy por asegurar que era así. Por desgracia, o por fortuna, entonces, en la época en que se sitúa la historia, no había más tecnología de la comunicación que el servicio postal, de modo que, a fin de cuentas, se trataba de una pasión estrictamente epistolar y aun diría que caligráfica. Se escribían con la frecuencia que exigían los sentimientos y la soledad, miraban cada día el buzón con impaciencia, apenas conscientes de que la palabra escrita servía de acicate a la pasión. Utilizo el plural (escribían, miraban) porque mi interlocutor lo utilizaba (escribíamos, mirábamos), aunque ignoro si esa agitación del espíritu y esa ansiedad formaban parte del contenido de las cartas o si mi interlocutor extendía su conducta por inercia y como consuelo a la hermosa extranjera. Sea ello como fuere, lo cierto es que fue él quien, en algún arrebato imprevisto, y aprovechando las circunstancias estivales, propuso encontrarse en algún punto intermedio. No sugirió ningún lugar, serviría cualquiera que a ella le viniera bien, o apenas insinuó un regreso a Italia, para volver juntos sobre sus propios pasos. Nada le haría más feliz, dijo, que la presencia y la figura. De hecho, sólo de pensarlo le entraban unos temblores y unos estremecimientos que no sabía si se debían al miedo o, por el contrario, al vislumbre del éxtasis, pues no lograba adivinar el grado de ventura que sin duda habría de derivarse de ese encuentro que ya se había hasta tal punto producido en su imaginación que no faltaba sino que la realidad viniera a certificar que, en efecto, todavía podía aumentar la compenetración de tan asiduos y fervientes corresponsales. Como las cartas tardaban en llegar varias jornadas, porque el correo internacional era lento y caprichoso, él siguió dibujando en cartas sucesivas la escenografía del encuentro, proponiendo ahora sí ciudades propicias (exóticas, románticas, monumentales) y describiendo el entusiasmo que lo invadía a medida que daba cuenta de lo que habría de ocurrir. Pero, al mismo tiempo, las cartas que recibía eran respuesta a cartas anteriores, de modo que cuando llegó la primera respuesta a la proposición primera y fue ésta negativa (no por falta de pasión, ni de voluntad, todo hay que decirlo, sino de las circunstancias, que a menudo se empeñan en torcer los designios de los hombres), empezó a avergonzarse de las cartas siguientes que él mismo había escrito y que, tras el rechazo, no sólo carecían de sentido, sino que provocarían en la hermosa extranjera, eso pensaba y no estaba equivocado, un sentimiento profundo de dolor, porque no harían otra cosa que acentuar con su entusiasmo la catástrofe de la imposibilidad del encuentro. Sintió, pues, un intenso ridículo, extraño además, de muy confusa sincronía, porque las palabras que lo avergonzaban estaban todavía en terreno de nadie, en la travesía postal de las comunicaciones. Era el rubor presente de una vergüenza múltiple y sin presente, de una vergüenza retroactiva, por lo escrito, y de una vergüenza anticipada, por la lectura de las cartas cuando llegaran al destino. Empezó entonces a desdecirse, a disculparse, a arrepentirse, y disculpas y arrepentimientos sobrevolaron Europa durante semanas. Las palabras, sin duda, surtieron efecto. Y por algún atisbo de esperanza que entrevió en las respuestas, decidió no hablar más del encuentro frustrado y aplazó para el verano siguiente un nuevo intento. Al fin y al cabo, pensó, la circunstancia estival se producía cada año. Continuaron, pues, con su pasión epistolar: cinco, seis, siete meses. No pudo, sin embargo, cumplir su propósito escrupulosamente, pues, llevado nuevamente por sus arrebatos, se precipitó otra vez en la propuesta de encuentro, más dichoso y venturoso ahora sin duda de lo que hubiera podido ser el anterior, pues bien se sabe que las dilaciones del deseo y la ansiedad actúan como fermento de grandezas. De ahí que su entusiasmo se desbordara de nuevo y que escribiera cartas y más cartas configurando la dicha de que al fin, y al cabo de tanto tiempo, iban a poder verse, a estar juntos, a saber en qué consistiría la presencia después de tantas palabras, etcétera. He dicho antes que las circunstancias se empeñan a menudo en torcer los designios de los hombres, pero a veces son los designios de los hombres los que desprecian los beneficios de las circunstancias. Eso al menos fue lo que él pensó cuando, por segunda vez, una carta aciaga de la hermosa extranjera truncaba toda previsión. No habría encuentro, pues. Fue así como toda la bienaventuranza se tornó desdicha y como su corazón rebosó de dolor y angustia y como por caminos indirectos (inversamente proporcionales, podría decirse) supo qué grado de felicidad habría alcanzado en donde quiera que fuera que se hubieran encontrado: exactamente el polo opuesto de su sufrimiento ante los hechos. Y fue así también como aprendió otra cosa: el gozo del dolor. (Tal vez tampoco ahora sea adecuada la palabra gozo, como no lo era antes la palabra amor, pero no siempre las palabras acuden en nuestra ayuda.) Al fin y al cabo, se dijo, toda pasión es dolor. Y sin penas ni servidumbres tampoco cabe imaginar venturas y felicidades. Se dedicó, por tanto, a explorar su dolor, a examinar con minuciosa reflexión cada detalle de su sufrimiento, a buscar en cada aguijón el néctar y el veneno (algunas retóricas no caducan nunca). Pero tuvo la precaución de no exponer estas ideas en las cartas que siguió intercambiando con la hermosa extranjera. De modo que sentía que se había producido en él un desdoblamiento y que era, por una parte, el hombre apasionado que escribía cartas y que leía con entusiasmo y devoción las cartas que recibía y era, por otra, el hombre que se había empeñado en llegar hasta el fondo en la exploración del sufrimiento, esto es, el hombre solo y dolorido que a sí solo se bastaba y consigo solo hablaba. Y ambos hombres se complementaban, como si gracias al segundo pudiera mantenerse el primero y gracias al primero tuviera consistencia el segundo, una suerte de singularidad recíproca, de esquizofrenia sentimental tal vez. Y ambos se necesitaban, como necesitaban la correspondencia con la bella extranjera, uno para ser feliz y otro para ser infeliz.

Y al cabo de una larga y penosa travesía de meses de correspondencia ambigua (porque él ocultó siempre la mitad amarga, o eso había creído haste el momento) llegó una carta hermosa y entusiasta y apasionada en que era la hermosa extranjera la que proponía por fin un encuentro entre ambos aprovechando las circunstancias estivales y la que incluso indicaba el lugar propicio: Marienbad. Marienbad, repitió señalando el dvd. Que, desde luego, no era ninguno de los sitios que él había imaginado en años anteriores. Cabe decir que nunca había sufrido él tanto desconcierto como al ver esa propuesta y que no suponía que podría sumirle en tan honda amargura. Pues sólo entonces advirtió que habían pasado los meses y que ni siquiera había pasado por su imaginación la posibilidad de un nuevo encuentro ni siquiera de su sugerencia. Fue entonces cuando supo por qué, fue entonces cuando supo que había encontrado su camino y fue entonces, en fin, cuando dejó de escribir cartas.

En este punto estaba la conversación cuando el tren empezó a aminorar la marcha. Mi compañero de viaje se levantó y alcanzó su equipaje. Estamos llegando, dijo (un plural afectivo). En la despedida le pregunté si había visto El año pasado en Marienbad. Dijo que no. Y, no sé bien por qué, le tendí el dvd. Quédeselo, dije, le sacará más provecho que yo. Sonrió, bajó del tren y lo vi ir por el andén de espaldas. En el último momento se volvió y esbozó un gesto de despedida (correspondí). Enseguida, al quedarme solo, me arrepentí del regalo y deseé que no se le ocurriera ver la película. Surgieron entonces en mi imaginación numerosas preguntas: contradictorias, esquivas. Me pregunté, por ejemplo, por qué la hermosa extranjera habría propuesto precisamente Marienbad como lugar de encuentro, cómo contaría ella la historia en el caso que de que aún figurara en su memoria y si la elección de Marienbad no sería a fin de cuentas una fórmula cultural para declarar de antemano la imposibilidad de cualquier reencuentro. Me pregunté también si no habría actuado el dvd como un resorte en la cafetería y no sería todo una invención ad hoc de mi interlocutor, el rescate de alguna historia decimonónica ajena o el resumen de alguna ficción romántica. Y también, por último, me pregunté si, en el caso de que no fuera una invención, sino un episodio real de su biografía, acaso la única verdadera aventura sentimental que requería actualización narrativa, no habría cometido un error al regalarle un dvd que podría desvanecer su historia para siempre al hacerle entender que en Marienbad nunca hubiera encontrado a la hermosa extranjera, que, de encontrarla, no le habría reconocido y que de todo ello sólo le habría quedado, en definitiva, una suerte de ensoñación en off con corredores, pasillos, senderos, puertas, galerías y estatuas, las estatuas vivientes en que se congela para siempre la memoria.

Escrito en Lecturas Turia por Gonzalo Hidalgo Bayal

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