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La Editorial Anagrama ha publicado el volumen de Los diarios de Emilio Renzi correspondiente a los Años de formación, al que seguirán Los años felices y Un día en la vida. El período rememorado, desde 1957 hasta 1967, abunda en aspectos de interés: desde el ángulo político, para los argentinos fueron años sobre todo de proscripción del peronismo, cuya presión sobre sucesivos y dispares gobiernos de la Unión Cívica Radical determinó la actitud cada vez más intransigente de los militares, que terminaron por asumir directamente el poder en octubre de 1966; desde el ángulo de la literatura, fueron los años de consolidación creciente de la producción latinoamericana, con su  manifestación fundamental en el boom de su narrativa. Ricardo Piglia demostró conocer de cerca ese fenómeno al preparar con prólogo y notas la antología de cuentos que tituló Crónicas de Latinoamérica (1968), y tuvo ocasión de vivir tanto los avatares del proceso político nacional como los ecos que encontraba la revolución cubana, intensos sobre todo cuando Ernesto Che Guevara fue asesinado en Bolivia, en 1967, mientras Gabriel García Márquez triunfaba con su novela Cien años de soledad.

Algo de esas circunstancias se filtra en los diarios de Emilio Renzi, entre citas de autores numerosos, referencias a abundantes lecturas y reflexiones a propósito de ellas. Aunque se dedique también una atención notable a las mujeres ―otro tema dominante a la hora de reflexionar sobre la experiencia de la memoria y sobre las peculiaridades del pasado―, el libro se ocupa sobre todo de literatura y de la iniciación a la creación literaria. No en vano el diario concluye con el año en el que Piglia publicó el volumen de cuentos que se tituló Jaulario en la edición de La Habana y La invasión en la de Buenos Aires, esta última con correcciones más o menos relevantes y un relato más. Por entonces Piglia empezaba a elaborar alguno de los luego incluidos en el libro Nombre falso (1975), así como la novela que pensaba titular Entre hombres y terminó siendo Plata quemada (1997). Había iniciado también su trabajo como crítico o teórico de la literatura, lo que tal vez encontró su mejor manifestación temprana en 1965 con el único número de la revista Literatura y Sociedad, cuya dirección compartía y en cuya presentación analizó el pasado reciente para proponer una salida a los inofensivos intelectuales argentinos de izquierda.

A esa iniciación parecen corresponder ensayos y relatos incluidos en este volumen, alguna vez en proceso de elaboración, junto con las ideas que justificaron su redacción o la impulsaron. Entre tanta literatura los seguidores de Piglia podrán reconocer algunos detalles de su biografía: la mudanza familiar desde Adrogué a Mar del Plata, su experiencia como estudiante y profesor en la Universidad de La Plata, sus irrupción en los medios literarios de Buenos Aires, sus relaciones con la política del momento, su interés por el cine o la música. La lectura reciente de la novela El camino de Ida (2013) facilita la identificación de Piglia con Renzi, personaje que tal vez apareció por primera vez en el cuento "La invasión" y que quizá inició en "El fin del viaje" (Nombre falso) la aproximación a su creador. Ahora esa identificación no es simple, ciertamente, pues desde el principio entra en juego un "autor" que presenta el libro y que en las primeras páginas, en otras intermedias y en las últimas conversa con Renzi en algún café de Buenos Aires o en su estudio, en un desdoblamiento que permite ofrecer recuerdos y reflexiones relacionados con la épica familiar que estaría en el fondo de toda la obra de Piglia, así como dar sentido a la recuperación o elaboración final de esos diarios que en el presente la enfermedad lo obliga a dictar.

Si antes había buscado una ficción consciente de sí misma y de sus poderes, Piglia pone en práctica ahora el diario consciente de que lo es en la medida en que alguien lo comenta, lo critica o lo traiciona al sacarlo del ámbito íntimo que le es natural; nada de particular para quien en Respiración artificial (1980) ya había conjugado el discurso narrativo con otro ensayístico que conseguía integrar cartas y diarios en la ficción. A pesar de las fechas y de los datos históricos correspondientes a la década reconstruida, los diarios ahora editados bien podrían ser simplemente otro fruto de la imaginación creadora del escritor. No en vano Renzi admite alguna vez que en un diario se escribe lo que se cree que ha sucedido, y que la realidad puede desmentirlo. La nota previa del autor respalda esa actitud al recordar la significación que Renzi atribuía a su ridícula pretensión de registrar la vida personal: condición ineludible para escribir otras obras, y configuración de un yo que no es sino las palabras que dicen de él, aunque lo que dicen no siempre coincida con sus recuerdos, que llegan desde la infancia con especial intensidad.

Puesto que Renzi se pregunta alguna vez para quién escribe ese diario, y finalmente lo publica, nada impide replantear ahora esa cuestión. Los diarios pertenecen al ámbito de la autobiografía, y la autobiografía demanda un lector que rompa su monólogo o complete el círculo de su expresividad: Piglia, con ayuda de Roland Barthes, lo entendía así al presentar los textos dispares que él mismo había reunido en Yo (1968), prólogo que Renzi recupera ahora, con variaciones. Este lector confiesa que ese autor que es y no es Piglia, y que fue y no fue el que recuerda haber sido ―a esa multiplicación posible de sí mismo alude el epígrafe inicial de Marcel Proust―, le produce cierta incomodidad: me interesa, desde luego, el diario de Piglia, como tal y en tanto que constituye una posibilidad de entender mejor las ficciones y los ensayos de su autor; me cuesta decir lo mismo del pasado de Renzi, quien parece menos atento a lo vivido o recordado que a la imagen personal que pretende y consigue construir.

 

 

Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, Barcelona, Anagrama, 2015.

 

           

Escrito en La Torre de Babel Turia por Teodosio Fernández

22 de diciembre de 2016

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Abre los ojos para no ver nada.

Un niño que aún no la tiene,

se ha quedado sin lengua. Mira. Abre

los ojos. Y los cierra, sin idioma.

La enfermera le limpia, le retira

el pañal húmedo.

Un niño que su cuerpo no conoce,

que no sabe moverlo,

un coágulo con el que desaprende.

Abre los ojos para mirar nada,

sin respuestas, sin reconocimientos.

El oxígeno burbujea, único

lenguaje en el silencio

del cuarto. Y si los cierra

deja hueca la realidad,

desamparada.

Quién seré yo, al que aprieta

su mano, al que sus ojos nada dicen.

Qué será este lugar donde no ha entrado

por su pie. Tiempo que no le acoge.

Se presenta el neurólogo de guardia.

Quién seré yo que hablo

por lo que no consigue ni escuchar.

Yo, que oigo razones, diagnósticos, y digo

que entiendo sin entender.

Cuando abre los ojos y los cierra.

Un niño abandonado por su padre.

Que soy yo. También padre, ahora,

de mi padre.

Escrito en Lecturas Turia por José Ángel Cilleruelo

22 de diciembre de 2016

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Son una ventana abierta al mundo. 

 

El racimo de una región. Un cielo diletante.

La mandíbula del horizonte llenándose como un vaso.

 

Las nuestras antes estaban

hechas de madera vieja;

responso tonto del bosque,

ajuar poroso y podrido, una

rutina de corteza seca día a día perdiendo centro.

 

¿Te acuerdas de cómo se las podía horadar con la uña del dedo meñique?

Mira que te he hablado veces de la conciencia.

 

Cáscara del castaño, quillas de nuestro asombro.

 

Este es el cristalino de la casa ungido por la transparencia.

Pulguitas de luz repican en los marcos.

 

A veces teníamos que poner un tope

improvisado para mantenerlas abiertas.

O no cerraban bien,

y el viento entraba silbante y violador por una grieta

hasta el puro hogar de nuestras casas.

 

¿Cómo prescindir de ellas? ¿Cómo estar sin estar?

 

Por eso ahora sonreímos felices, satisfechos,

emprendimos reformas e instalamos por fin las radiantes, las inteligentes

nuevas ventanas.

Como pájaros oscilobatientes encajan, reverencian.

 

Se abren para dentro.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Yolanda Castaño

22 de diciembre de 2016

Llegué tardíamente a la obra de Benjamín Jarnés. De joven rechacé sus textos por el sambenito de deshumanizados que, no siempre con justicia, pendía de ellos. Era un momento en el que yo buscaba la voz comprometida, como se decía entonces, de los exiliados republicanos y no alardes de intelectualismo exquisito. Gracias al préstamo de un amigo bibliófilo había intentado disfrutar con Viviana y Merlín, pero tras conocer la traición de Mosén Millán a Paco el del Molino y la angustia del Campo de los Almendros no vi en el juguete artúrico de Jarnés la defensa de la pasión amorosa que allí subyace sino un ejercicio vacuo de cultura elitista. Intenté con más éxito –y mayor madurez—la comprensión del escritor durante  mis años en Nueva York. Con fiebre obsesiva de coleccionista, que recordada hoy me llena de cierta extrañeza, adquiría yo libros con la pretensión de crear una gran biblioteca hispánica en el Instituto Cervantes de esa ciudad. Había descubierto los fondos sin fondo de la librería de Eliseo Torres que, como un trasatlántico encallado en el Bronx y tripulado solo por papel, parecía el escenario de un sueño de Borges: la cueva de Ali Babá de todos los tesoros literarios de nuestra lengua. El gallego Eliseo marcaba su mercancía con precios que respondían a un criterio más caprichoso que comercial, de forma que una novela de Baroja en Alianza costaba veinte dólares y solo cinco la primera edición de esa misma obra. Así que por muy poco desembolso de las arcas del Instituto gran parte de la producción jarnesiana  anterior a la guerra civil pasó de las cavernas del Bronx a unas estanterías que en esos años se extendían en el octavo piso de un rascacielos de la calle 42 de Manhattan. Y en aquellas ediciones de Espasa-Calpe, la Revista de Occidente, la Gaceta Literaria, me reconcilié con mi paisano Jarnés.

            Acabo de releer las dos novelas—El convidado de papel, Lo rojo y lo azul—que más huella me dejaron. No es fortuito que sobre ambas se cierna la sombra amistosa de Stendhal, el escritor decimonónico que Jarnés más admiraba. El título de la segunda alude al pensamiento revolucionario y al color del uniforme de paseo del ejército español, pero también, obviamente, a Rojo y negro y, si la novela del aragonés especifica desde la portada su Homenaje a Stendhal, habría que añadir que la fuente de inspiración, o de identificación, no es cualquier personaje sino esencialmente Julián Sorel. En el prólogo a una reedición moderna de esta novela, Francisco Ayala asegura que Jarnés no se identificaba con la personalidad de Sorel sino con sus circunstancias. Con ello podía referirse a los cursos de Jarnés en el seminario y a su breve experiencia como tutor de niños de padres acomodados; con Henri Beyle le unía la carrera militar (no es sorprendente, pues, que en el epílogo de El hombre de los medios abrazos, de 1932, donde Samuel Ros reúne en la celebración de una boda grotesca a toda la plana mayor y menor de la cultura de la época, se mencione a Benjamín Jarnés como “gloriosamente anclado en la literatura después de las fugas del seminario y el cuartel”). Pero hay otros elementos sorelianos menos evidentes.

            Como recordará el lector de El convidado de papel, el sintagma titular se refiere a las lecturas non sanctas que los seminaristas realizan a escondidas de sus profesores, entre ellas Rojo y negro que los dos protagonistas se intercambian con recomendación de gran interés a pesar de su “sequedad de estilo”. También Sorel en el libro de Stendhal ocultaba un convidado de papel que en su caso se traducía en un retrato de Napoleón, símbolo para su propietario de los valores opuestos al clericalismo reaccionario de la Restauración que padecía en carne propia. El miedo a que un registro descubriera las piezas prohibidas es similar en los personajes de ambas novelas. Que se ven obligados a otros teatros, otros disimulos. El desparpajo con que Julio Aznar (alter ego de Jarnés pero solo a medias en este libro, como veremos) se desenvuelve en medio de la opresión del seminario, contrasta con el apocamiento y temores de su amigo Adolfo. Es sabido que Aznar, como el Antoine Doinel de Truffaut, crecerá y protagonizará varias novelas posteriores de Jarnés e incluso firmará la última de ellas, Constelación de Friné. Pero creo que es un error considerar que encarna por completo la personalidad y vivencias del escritor en El Convidado sin tener en cuenta al mucho más acobardado Adolfo, décimo séptimo hijo de una familia numerosa (exactamente igual que Jarnés) y, si no doble especular de Julio, sí con toda certeza su complementario. Es posible rastrear otras semejanzas del autor, no solo de sus criaturas de ficción, con el héroe, o antihéroe, de Stendhal. Sorel es un infiltrado en un mundo al que no pertenece y sospecho que alguna vez Jarnés se sintió, ya que no infiltrado social, algo así como un arribista intelectual. Este chico de pueblo que se educó en un seminario donde, como era muy inteligente, aprovechó una formación humanística clásica, pasó de escribir una hagiografía de su hermano cura –Mosén Pedro—a la publicación más rigurosa y à la page del momento, Revista de Occidente, y del compañerismo con los muchachos a los que la pobreza, más que la vocación, había encarrilado hacia el sacerdocio, a codearse con Ortega y Gasset y los grandes de las letras españolas. Pero le quedó un resentimiento de desclasado O al menos cierto resentimiento discierno en la descalificación generacional de los poetas del 27, con quienes más de un rasgo tenía en común y a los que sin embargo llamó hijos de familias bien, que era como rebajarlos al papel de señoritos con pruritos líricos (y algo señoritos eran, para ser justos, pero su obra trascendía la adscripción pequeñoburguesa o burguesa a secas).

            Mención aparte merece el tratamiento de lo amoroso. Julián Sorel planifica la conquista de Madame Renal con el propósito de demostrarse su superioridad y sangre fría, pero en el desarrollo de su proyecto acaba enamorándose de la madre de sus tutelados. Adolfo --¿una referencia a la novela del tocayo Constant?—mantiene una relación con su cuñada Eulalia a la que hace pasar por hermana suya para facilitar las visitas al internado. Adolfo se siente culpable, a diferencia de Sorel y de Julio, a quien la perspectiva futura de la sotana no impide los amores mercenarios. En la novela siguiente Julio recordará de su periodo seminarista que “la mujer era para mí un tema de retórica escolar. O un aborto del infierno”. No es esa la impresión que transmite El convidado de papel; la culpa no ha sido obstáculo para que Adolfo goce de su amante y Julio se nos presenta liberado desde el principio de todo escrúpulo represivo en materia erótica. Si el amor es motor de las acciones en la obra de Stendhal, para Jarnés es el equivalente de la plena realización humana y, quizá por las torturas que podemos imaginar en el adolescente que estudiaba para cantar misa, la eliminación de la pacata moral católica se manifiesta en un tono reivindicativo de afirmación del cuerpo que, mal que le pese, lo aproxima a ciertos poetas contemporáneos suyos por los que no experimentaba simpatía. En Lo rojo y lo azul afirma que ”no se comienza a amar a la humanidad mientras no se logra ver desnuda, en soledad, a una linda mujer”, maximalismo ingenuo pero de apabullante sinceridad de ex-seminarista.

            Lo rojo y lo azul, que comienza y termina en la capital de provincia Augusta, es probablemente la novela menos deshumanizada, por seguir utilizando la contaminante terminología orteguiana, de las que escribió Jarnés. Aunque el autor no se resite a la tentación de los fuegos artificiales del ingenio, como en la descripción de las notas musicales a base de metáforas, asociaciones culturalistas y ensayos de greguerías (a cuyo inventor tampoco apreciaba Jarnés demasiado), encontramos alguna declaración de principios, con ciertos ecos freudianos, que mal se compagina con la asepsia de la pureza artística: “De sobra conocemos todos que la más bella construcción mental descansa en la premisa inflamada de un ímpetu carnal, en una pasión, en un vicio, en un vil contacto con la tierra”. De hecho, Julio Aznar descubre en estas páginas la capacidad de indignarse con la injusticia y la voluntad para involucrarse en la lucha social violenta, bien que se detendrá antes de dar los pasos definitivos. Inspirada en el fallido levantamiento anarquista del Cuartel del Carmen de Zaragoza en enero de 1920, el relato entrevera varias historias de amor igualmente fracasadas con la progresiva toma de conciencia política del protagonista. Si hacemos caso a su autor cuando afirma que ”suele ser la novela una biografía embozada, cuando no una desnuda autobiografía”, Lo rojo y lo azul refleja el debate interno de Jarnés en relación a los acontecimientos de la vida española, puesto que damos por descontado que no participó, ni siquiera durante sus preparativos, en el intento de sublevación cuartelera. El planteamiento moral en torno a la legitimidad de la violencia, aun cuando mueran inocentes, no queda resuelto por el mensaje de las palabras finales –“que aquel que no pueda gozar de una libre e intensa vida se encadene odiando”--, que sin duda irritarían, cuando menos, a quienes vivían en circunstancias que imposibilitaban de raíz esa vida intensa y libre. Igual que Fabrizio del Dongo –hemos cambiado de héroe stendhaliano—no llega a saber qué es una verdadera batalla a pesar de su presencia en Waterloo, Julio reacciona con un desmayo ante la propia impotencia para detonar la rebelión de cuyo desastre no será testigo.

            “Sé que el dolor está detrás de todo”, declara Julio Aznar en alguna página de la novela, y enseguida añade que solo siente “aquella parte del dolor que da a la armonía”. Esa determinación optimista choca con un momento anterior en el que el narrador acepta que el hambre, “el hambre verdadero, no reconoce más fascinación que el pan”. Creo que la dialéctica entre la aspiración a la armonía y la aplastante realidad del “hambre” –de las desigualdades, de la miseria de los oprimidos—obtiene en Jarnés la resignada síntesis que Arturo, otro desdoblamiento de Aznar, le aconseja a su amigo: que se conforme con hacer feliz a alguien ya que es imposible hacer felices a todos. Pero no quiero abandonar estas novelas en esa nota conformista. Jarnés es uno de los primeros narradores españoles en mencionar la inserción de las salas de cine en el paisaje urbano –dedicó al cine un espléndido volumen de ensayos, Cita de ensueños (1936)--, la novedad de las bandas de jazz y el derecho de la mujer a una sexualidad libre y satisfactoria, tan apartada de las ñoñeces de las clases conservadoras como de la caricatura de los relatos sicalípticos, de tanto éxito en su tiempo.  Por eso quiero terminar evocando el final de El convidado de papel: Julio  ha huido del seminario y su estimulante recorrido por el centro de la ciudad –“lejos de todos los museos de espíritus, lejos de los yertos laboratorios de almas”--, el encuentro con una mujer sobre el puente del río y una especie de alucinación erótica confirman el vitalismo que todavía nos engancha a la obra de Jarnés. Nadie ignora que esa ciudad moderna, Augusta, es Zaragoza y sabemos qué río observa Julio Aznar cuando conoce a la mujer soñada. Julián Sorel había llegado al Ebro.

Escrito en Lecturas Turia por José María Conget

   Drama Patrio apareció por primera vez en la colección Marginales en 1977, este interesante libro de Gil-Albert nos envuelve en el conflicto más grave de la historia de España: la Guerra Civil.

   El escritor nos describe el proceso que comienza a finales del siglo XIX con la llegada a la monarquía de Alfonso XIII, hasta el estallido de la Guerra Civil española, pero no lo hará como un ensayo cualquiera, comparando opiniones y extrayendo conclusiones, sino reflexionando sobre algunos acontecimientos que conoció de primera mano y que son tristemente conocidos por todos.

   Comienza ofreciendo una afirmación que sirve de base para explicar el desenlace del siglo XX y la Guerra Civil en sí. Se trata de las “instituciones” que empiezan a surgir en el siglo XIX y que condicionarán (ya sin posibilidad de cambio) la vida española en los primeros años del siglo XX: “Desde el fondo del siglo XIX nos llegan dos “instituciones” sin las cuales no puede entenderse bien el fundamento de la vida española: los caciques y el anarquismo” (Juan Gil-Albert, 2004: 216).

   Esta existencia, el caciquismo, paraliza al país a la vez que desmoraliza a la sociedad y el anarquismo, va a traer al pueblo español la ruptura del orden público que se agudizará en la República Española.

   Es significativo, antes de seguir con el libro de Gil-Albert, revisar el gran estudio de Gerald Brenan El laberinto español donde el escritor británico, afincado en Málaga, afirma: “La época de mayor florecimiento del caciquismo hay que situarla entre 1840 y 1917; a partir de esta fecha, la aparición y consolidación de una verdadera opinión pública y un auténtico cuerpo de votantes empezaron a desposeerlos de su influencia” (Gerald Brenan, 1994: 36).

 

   Como señala Brenan, esta presencia va a constituir, sin duda, una merma para un sistema democrático que sólo a partir de 1917 encuentra su lugar.

   El escritor afirma en su famoso libro que las causas de la Guerra Civil se fueron gestando por el clima cada vez más enrarecido y excesivo (de violencia) que se desarrolló en la Segunda República. Pero el problema de fondo viene de antes: una monarquía indigna (según Brenan), los pronunciamientos militares del siglo anterior que podrían albergar esa misma posibilidad en el siglo XX, la Iglesia y su poder ya antiguo en España y el problema económico, la pobreza de gran parte del país.

   Dicho todo esto, se sitúa mejor el grado de intensidad del conflicto. Gil-Albert, en Drama Patrio, dice, coincidiendo curiosamente con las opiniones de Brenan, que la pobreza es inherente al país, y cita un artículo de Azorín, escrito en 1913 para un diario de La Habana donde el insigne escritor señala lo siguiente:“Ahora, sobre las calamidades tradicionales, centenarias, de la rutina, la ignorancia, la pobreza se añade la guerra”.

   Se refiere Azorín a la Guerra de Marruecos. Es interesante señalar lo que Gil-Albert dice sobre el conflicto: “No hay nada más triste que la historia de este protectorado, triste y anodino, cuyas escenas se podían contemplar, a diario, en las viejas revistas gráficas”. (220), y hará también mención del desastre de vidas que aquella guerra supuso: “Sangría impopular por lo sangrienta y por lo inútil” (Juan Gil-Albert, 2004: 220).

   Pasará luego a hablar del dictador Primo de Rivera, el cual ya apareció en un episodio de su Crónica General. Nos comenta Gil-Albert que la dictadura de Primo de Rivera fue bastante distinta a la del General Franco, el talante del dictador así lo demostró: “Fue éste  un  ensayo, endeble, del franquismo. El  dictador, gran señor andaluz de feria

y sarao, no era cruel y ni siquiera serio” (Juan Gil-Albert, 2004: 222).

   Dista mucho esta imagen benevolente de la que el escritor trazará de Franco, como luego veremos.

   El escritor alicantino nos cuenta que Ortega y Gasset había hablado bastante claro sobre la dictadura del General Primo de Rivera y, sin embargo, Don Miguel de Unamuno, en aquellos momentos, mantenía su pulso con el rey, más que con la dictadura, pese a que ésta le llevó al exilio.

   Unamuno es un hombre que, a lo largo de muchos artículos, va a criticar, al igual que Joaquín Costa, la clase dominante. Pero hay diferencias entre ellos, Unamuno cree en el pueblo, Costa no. Unamuno tiene una viva conciencia de religiosidad, Costa, sin dejar de ser creyente, no es practicante. Pero ambos desarrollarán en su obra una búsqueda de lo tradicional en el pueblo y no en sus dirigentes.

   Esta digresión es necesaria para entender cómo pensaban algunos de nuestros intelectuales a principios del siglo XX.

   Siguiendo con el libro de Gil-Albert, llegamos a lo más interesante, la descripción que supuso la aparición de la II República en España: “En un corto lapso de tiempo, el país experimenta, en lo más hondo de su fibra sensible, el paso de una ráfaga disonante que va de alegría esperanzada al encono vengador” (Juan Gil-Albert, 2004: 229).

   ¿Qué va a ocurrir en España para que se produzca el paso de una situación de alegría a un temor creciente y a una realidad que, como se verá poco después, será desesperada?

    La respuesta a este panorama viene muy bien descrita por Gerald Brenan en El laberinto español  cuando  nos  sitúa  en  la   época  del  Frente  Popular,  dice  así: “ La

Primavera y principios del verano se pasaron en una continua efervescencia: Solamente

en el norte y en Cataluña había una relativa tranquilidad. Huelgas relámpago de la CNT, terribles tiroteos entre socialistas y falangistas en Madrid, una iglesia quemada de vez en cuando por la F.A.I., era la regla diaria por doquier” (Gerald Brenan, 1994: 329).

   Como podemos suponer, en este clima tan violento la Guerra Civil se hacía casi inevitable y además, como muy bien señala Gil-Albert en su libro, un acontecimiento funciona como desencadenante de todo lo ya descrito por Brenan: “Cuando la República trata de meter en cintura a los dos poderes, la nobleza y el clero, comienzan a ocurrir, por la actitud intransigente de los denunciados de una parte, y de otra, por la explosión retardada de la hostilidad popular, los hechos consecuentes en cualquier lugar de la tierra, pero que adoptan entre nosotros una tradición genuina: invasiones de fincas, incendios de iglesias” (Juan Gil-Albert, 2004: 235).

   Vemos que Gil-Albert  sí encuentra en la Iglesia una responsabilidad en el conflicto que se desencadena en España, si bien el escritor alicantino va a condenar semejante violencia, la considera fruto de un carácter anárquico, el del español, que no encuentra medida en las cosas y no sabe gobernarse (para él se trata de un pueblo extremado en todo, desde tiempos medievales).

    Ataca en el libro a esa anarquía, pero también a sus causantes, culpables de esa situación injusta que estalla por doquier: “Pero olvidándose (el conservadurismo atacado) de que, con sus premisas endurecidas, es precisamente ese conservadurismo la clase, y la culpa, de la situación” (Juan Gil-Albert, 2004: 235).

   Señala el escritor muy acertadamente que ese poder de la clase dirigente, que podría haber creado un país próspero económicamente y equilibrado intelectualmente, no ha conseguido, en siglos, ese objetivo. Por ello se ha generado una pobreza y una injusticia que será la causa del gran desastre de la Guerra Civil española.

 

   Merece la pena mencionar cómo un dirigente, concretamente Azaña, no supo sopesar el clima terrible que se avecinaba, en un interesante libro sobre el famoso político español, titulado Entre el mito y la leyenda, su autora, M.ª Ángeles Egido León dice lo siguiente: “Pensaba que podía dominarlo todo desde el gobierno, que bastaría con actuar con firmeza y decisión y que los socialistas, a través de sus centrales sindicales, debían ser capaces de controlar a sus afiliados” (M.ª Ángeles Egido León, 1998: 341).

   Azaña no imaginaba una situación terrible para su país, confiaba (equivocadamente, según se vio) en su palabra. Ángeles Egido dice algo muy interesante sobre el político republicano: “Estaba acostumbrado a conseguirlo todo con la fuerza de su palabra o, lo que en Azaña era lo mismo, con la fuerza arrolladora de su razonamiento, siempre lúcido y  exacto, expresado a  través de la palabra” (M.ª Ángeles Egido León, 1998: 342).

   El conflicto bélico demostró que la palabra no servía, no era suficiente para parar a la izquierda y a la derecha en su sed de sangre. El resultado será, como señala Gil-Albert en Drama Patrio “un millón de muertos” (241). El escritor insiste en la responsabilidad de los dirigentes en su libro, no ya causantes del desastre, sino como responsables de una situación que no supieron detener.

   En su estudio nivelará Gil-Albert a los dos bandos, conociendo que la condición humana está hecha de crueldad y que, una vez abierto el baúl de los desmanes, ya no hay forma de parar la violencia: “Se mataron unos a otros con saña cainita”  (242).

   Además, señala que Europa entera tiene una responsabilidad sobre la Guerra Civil, por no haber hecho todo lo posible para detener semejante atrocidad: “La guerra  civil española quedará en los fastos contemporáneos como un caso rotundo de fracaso europeo” (Juan Gil-Albert, 2004: 243).

 

   Afirma Gil-Albert que Inglaterra y Francia, debido a los propios temores de la guerra mundial que se avecinaba, no intervinieron lo suficiente y prefirieron ser “habilidosas a honradas” (Juan Gil-Albert, 2004: 243-244).

   Pasará a contarnos la desigualdad de los ejércitos durante la Guerra Civil y no duda el escritor alicantino que el teniente coronel Rojo fue uno de los artífices de los mayores éxitos del bando republicano durante la citada guerra.

   Muy interesante es su opinión sobre el  papel del comunismo en la contienda. Su idea incide en que el comunismo atroz que intervino en la guerra para masacrar curas y gentes de derecha fue creado tras el levantamiento militar y no antes: “El comunismo había sido, hasta ese momento de la sublevación militar, un partido minoritario que contaba como afiliados a los obreros en primer lugar y que comenzaba a ser foco de atracción entre la clase intelectual…” (Juan Gil-Albert, 2004: 248).

   Ofrece Gil-Albert su opinión sobre las consecuencias nefastas del golpe militar: “Fue como resultas del levantamiento que las filas del comunismo se nutrieron del golpe. Y lo mismo ocurrió, en el campo nacional, con el falangismo” (Juan Gil-Albert, 2004: 249).

   No parece que piense así Pío Moa en su libro Los mitos de la Guerra Civil, cuando abre una brecha en esa categoría intelectual que Gil-Albert dota a los comunistas antes de la guerra. Pío Moa manifiesta que la violencia ya estaba presente antes del levantamiento militar: “Atacando a la república burguesa y  tachando al  PSOE de “socialfascista”, el PCE participó, no obstante, en la revolución de octubre del 34, hasta se distinguió en Asturias, en los últimos días de la revuelta, si bien en conjunto su papel fue auxiliar…” (Pío Moa, 2004: 108).

 

 

   Como vemos, no fue tan pacífica la actitud comunista antes de la guerra, como tampoco lo fue la que llevó a cabo los militantes de la Falange, sabemos que estos últimos cometieron graves asesinatos y actos de violencia callejera antes del estallido de la Guerra Civil.

   Aunque Pío Moa, debido a su ideología, considera que José Antonio y su grupo sufrieron graves atentados y tuvieron, por tanto, que responder, hay unas líneas donde delata que la Falange sí era una organización violenta en su fuero interno, nacida con el objetivo de dominar un amplio estrato de la sociedad española: “Resulta instructivo el paralelismo entre la Falange y el PCE. La ampliación explosiva de ambos en el curso de la guerra tiene, en parte, una explicación fácil: estaban mejor preparados, por su mística, disciplina y organización, para una situación bélica” (Pío Moa, 2004: 133).

   Merece la pena también dedicar unas líneas de reflexión hacia el movimiento anarquista. Los miembros de la F.A.I. hicieron graves actos de violencia en la guerra. Gerald Brenan, en El laberinto español, reflexiona sobre el anarquismo: “A nadie le puede quedar la menor duda de que si los anarquistas hubieran ganado la guerra, hubieran impuesto su voluntad no sólo sobre la burguesía sino sobre los campesinos y los obreros sin la menor compasión” (Gerald Brenan, 1984: 222).

   La historia está plagada de hechos parecidos, el comunismo soviético de Stalin fue una gran masacre y una ofensa, por su violación de derechos humanos, para el mundo civilizado, y el pueblo que se rebeló a los reyes en La Revolución Francesa estaba dotado de una crueldad no menor que la de sus enemigos.

   Gil-Albert nos cuenta en su libro que ambos bandos estaban preparados para la barbarie, y señala un acontecimiento muy importante que hoy ha despertado gran interés por   la   aparición  del   impactante   libro  de  César  Vidal   Checas  de  Madrid:   “Los comunistas, racionalistas extremos a quienes toda acción desorbitada irrita, montaron el rigor legal, por decirlo así, de las checas, de cuyo funcionamiento subterráneo estaba excluida toda debilidad” (Juan Gil-Albert, 2004: 251).

   Sobre este acontecimiento terrible de las checas (las cárceles que se organizaron para fusilar gente de derechas por parte de socialistas, comunistas o anarquistas), cuenta César Vidal en el libro que se escogieron conventos o lugares de culto católico para organizar las famosas checas, por ejemplo, el convento de las Salesas Reales de la calle de San Bernardo, número 72,  se convirtió en una célebre checa.

   Es necesario recoger, por escalofriantes y necesarios para el conocimiento de una época terrible, los métodos de tortura que se aplicaban en estas checas de Madrid : “Así, en la checa comunista de la Guindalera, sita en la calle Alonso Heredia número 9, en el interior de un chalet conocido como “El Castillo”, se recurría además de a las palizas a la aplicación de hierros al rojo y a arrancar las uñas de los dedos de las manos y los pies” (César Vidal, 2003: 91).

   Como podemos observar, la violencia no tenía límites, el sadismo de los torturadores prueba la crueldad inherente a la condición humana. Vidal nos cuenta también que los torturadores, jactándose de sus “actos heroicos”, llamaban “corridas de toros” a las sesiones de tortura.

   Todo ello se hizo con la connivencia del Frente Popular  y  de  sus   dirigentes, lo que

resulta desolador,  como señala de forma muy documentada el libro. Al final del mismo, viene una relación de asesinados en Madrid y su provincia bajo el gobierno del Frente Popular (desde julio de 1936 a marzo de 1939). La lista abarca 11.705 personas, es  estremecedor, porque muestra el salvajismo y la  crueldad  que se llevó a cabo, por parte

 

de unos y de otros, en esos terribles años.

   Gil-Albert, sentencia claramente que la brutalidad era patrimonio de ambos bandos: “En la guerra civil nadie escapaba a su poder (de la justicia militar nacionalista). Tomadas las ciudades, la caza del republicano, o del obrero, se organizaba con la misma avidez de represalia que, en el campo contendiente, la del fascista o del cura” (Juan Gil-Albert, 2004: 251).

   Dejando a un lado todo este horror, me detengo en otro suceso relevante, la actitud de los intelectuales ante la barbarie que se estaba cometiendo. El escritor alicantino, en Drama Patrio, nos señala que el exilio o el silencio ante esta oscura época fue el resultado principal en la posguerra: “Ortega y Gasset consideró los desmanes y, abochornado, se expatrió. Otros, como Azorín y Baroja, los repudiaron con su silencio aunque justo es añadir, también, que durante los años franquistas no dedicaron una sola palabra de loa al vencedor” (Juan Gil-Albert, 2004: 252).

   Cuenta en el libro otros casos de repulsa de intelectuales como el ya conocido caso de Antonio Machado que murió muy pronto en Colliure (Francia) o el de Juan Ramón Jiménez que se exilió a Puerto Rico.

Acerca de este interesante tema, hay que tener en cuenta un libro que ha aparecido recientemente, escrito por Jordi Gracia y titulado La resistencia silenciosa. Dicho libro examina el comportamiento de intelectuales  durante el  franquismo  y    nos ofrece datos y páginas muy curiosas para conocer actitudes y comportamientos ante la  notoria

barbarie acaecida en España: “Debieron de ser todos muy cobardes, sin duda, pero reconstruyendo lo que pensó y lo que hizo Baroja en plena guerra, escribiendo en París, publicando en Buenos Aires y suspirando por Itzea, aparece como el menos cobarde de todos” (Jordi Gracia, 2004: 94).

 

   Se refiere Jordi Gracia a intelectuales tan importantes como Ortega, Marañón o Azorín. El escritor ofrece claves importantes para descubrir cómo algunos ya habían adulado al régimen (caso claro de Marañón o el falangista Dionisio Ridruejo) y otros callaron ante injusticias graves que se cometieron como en el caso de   Ortega y   Gasset

(Antes de la Guerra Civil muchos creyeron que la derecha era mejor garantía de orden que el avance comunista).

   Jordi Gracia escribe sobre algunos de ellos: “El mundo al que se refiere Baroja (en el libro Ayer y hoy), que es el  París de la guerra, muy probablemente se tiene en la cabeza a él mismo, a Azorín, a Marañón, a Pérez de Ayala y quizá unos cuantos más a quienes el “miedo y la prudencia” les ha borrado las ganas de “vanidad y exhibicionismo” para hacerlos “gente tímida y asustadiza” y hasta algo más” (Jordi Gracia, 2004: 95).

   Se refiere el escritor catalán a la no aparición de un manifiesto claro de repulsa de todos ellos para que existiese un mínimo de humanidad en el trato de detenidos y heridos en la Guerra Civil.

   Como podemos ver, Pío Baroja (para Gracia) fue el que mostró una repulsa más clara en multitud de artículos escritos durante mucho tiempo condenando a fascistas y comunistas por igual.

   Baroja reeditó en Santiago de Chile los artículos publicados en forma de libro antes de 1938, llamado Ayer y hoy donde se explicitan las condenas a todos ellos y al nuevo poder en España, es decir, al régimen de Franco.

   Hay páginas muy interesantes en el libro de Gracia, críticas muy duras al doctor Marañón o a falangistas como Pedro Laín Entralgo o Eugenio D´Ors. Para el escritor catalán es la figura de Juan Ramón Jiménez, una de las más sinceras y valientes, junto a Baroja, a la hora de condenar la Guerra Civil y el  régimen de Franco.

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   Volviendo al libro de Gil-Albert, sus últimas páginas están dedicadas al resultado de toda esta contienda, una época que no le gusta al escritor alicantino porque considera que está basada en la falta de libertad y en la mentira.

   Recojo unas líneas de Drama Patrio en su apartado final que merecen nuestro interés: “Una inmoralidad general, no de superficie sino de fondo, y que tiene como base la mentira masticada por todos, gobernantes y gobernados, ha convertido a las clases burguesas, y a un gran sector popular, en una nación de apolíticos, de arribistas y de descreídos, cuyo afán es el medro, la diversión y la comodidad: panem et circenses” (Juan Gil-Albert, 2004: 257).

   Para el escritor, atendiendo a su ética de hombre libre, que desea la libertad para todos, la dictadura ha provocado una gran mascarada, donde la mediocridad inunda todo. Un país con censura, sin verdaderos derechos, presidido por un sistema donde el culto a la Iglesia católica y al Ejército lo son, lamentablemente, todo.

   Naturalmente, en este ámbito de desolación, la figura del Caudillo tiene mucho que ver y a él le dedica las últimas páginas de este  interesante estudio de una época sesgada por el conflicto bélico.

   Los comentarios que Gil-Albert dedica a la figura de Franco  nos  demuestran que el escritor considera al dictador como un personaje del siglo XIX, de aquellos que llevaban a cabo pronunciamientos militares, de esos generales escasos de cultura que, haciendo uso de la fuerza, tomaron el poder en España.

   Cito esta impresión: “El Caudillo es hoy, más que nada, un ídolo aureolado por el miedo y la superstición. No se le quiere, más que por los suyos” (Juan Gil-Albert, 2004: 258). Considera  al  dictador  como  un  hombre poseído por una “gracia de Dios” que  le   llevaba   en   sus   discursos   a   citar   comentarios    sobre   la  Cruzada  española  y

 

desmanes semejantes.

   Considera también  al Caudillo como un hombre aislado, incapaz de abrir sus horizontes y, por ende, los de España, envuelto siempre en una retórica beata y retrógrada: “Inmovilizado dentro de su red de premisas arcaicas, Franco ha sucumbido, inevitablemente, no importa que se disfrace de paisano, a la parálisis” (Juan Gil-Albert, 2004: 258).

   Le acusa de no postrarse ante el Papa, de no viajar al otro Continente, es decir, de no ejercer como líder, sino como lo que realmente fue, un poso de tiempos arcaicos, recluido como Felipe II en su Escorial para vergüenza de los tiempos.

    Termino este interesante estudio de esta obra clave (por su temática y su visión cronológica brillante sobre los antecedentes de la guerra y sus consecuencias) con las opiniones de Paul Preston sobre el comportamiento del Caudillo ante la corrupción: “Franco nunca mostró el menor interés en detener los sobornos, sino que se valía de su conocimiento de ellos para aumentar su poder sobre los implicados” (Paul Preston, 2001: 46).

   Y cuenta también Preston que no recomendaba a los que le informaban de la corrupción, sino que éstos eran delatados por  el Caudillo a los culpables (los corruptos)

de dicha acusación.

   Hay muchos detalles interesantes, pero sería muy extenso y nos saldríamos de nuestro objetivo, la visión que Gil-Albert tiene del personaje, la desconfianza del escritor a una España que progrese en semejantes circunstancias. En su libro Drama Patrio ya nos revela que la mentira y la vulgaridad han fundamentado el sistema franquista.

   Aún así, sí quiero señalar un último apunte del libro de Preston para que podamos comprender  que  lo  que  más odia el  escritor alicantino en Franco es su incompetencia

 

para abrir un proyecto de España. Cito una última línea del  libro de Preston donde escribe sobre la escasa cultura del Caudillo: “Desde el comienzo de sus años en el poder, raramente leía libros, miraba por encima los periódicos y se interesaba poco por la cultura o por el arte” (Paul Preston, 2001: 57). Lo dice muy bien el escritor, cuando indica que no parecía el hombre preparado para mejorar España, como también señaló muy bien Gil-Albert en su libro.

   Hemos podido ver que el escritor alicantino mostró una sinceridad tanto en el exilio, como a su vuelta a España en 1947. Fue un hombre incapaz de hacer cualquier acercamiento a un régimen que detestaba y su falta de prisa y su decencia le llevaron a esperar un mejor momento para que algunas de sus obras más polémicas pudiesen publicarse.

  El caso de Gil-Albert en su crítica a la dictadura es semejante al que Gracia citaba en Baroja o Juan Ramón Jiménez. Pero hay otro caso admirable, el de Pedro Salinas, el cual no cesó de manifestar su odio a los fascistas en cartas y artículos. En sus cartas a Katherine Whitmore le declarará la repugnancia que siente hacia el comportamiento de algunos intelectuales como Ortega o Salvador de Madariaga y en 1941 escribió: “Ortega, franquista; Ramón (Gómez de la Serna), franquista. Y Pérez de Ayala. ¡Marañón en París, colaborando con los alemanes!” (estas líneas están extraídas del estudio de Jordi Gracia ya comentado, 2004:177).

   Termino este repaso a Drama Patrio que, si bien se escribió en 1964, no vio la luz hasta 1977. Nos preguntamos por qué este período de oscuridad en un libro tan interesante. Podemos imaginar que en un país donde la censura franquista ponía cortapisas a muchos libros, este testimonio fuera censurado y no pudiera vivir en libertad como muchos hubieran deseado.

 

   Como hombre arraigado a su país y como hombre sensible que deseaba un mundo más libre, podemos entender el exilio inevitable ante la demencia de la Guerra Civil. Al volver a España, se centró en su afán de conocer todos los aspectos de la historia de su país, al igual que mostró su interés por el arte en general. Su ética le llevó a denunciar en esta obra un mundo regido por la mediocridad, haciendo del libro un gran testimonio de su sentido ético de la vida. Hoy nos parece mucho más valioso porque nos sirve para reflexionar en la distancia y no olvidar lo que cuenta tan brillantemente en sus páginas.

 

CONCLUSIÓN: DRAMA PATRIO, UNA CRÍTICA DEMOLEDORA CONTRA TODA IDEOLOGÍA

 

   El libro de Gil-Albert no sólo constituye un repaso a los antecedentes de la Guerra Civil española, sino que es una crítica demoledora contra toda ideología.

   El escritor alicantino pertenece, por su origen, a un mundo conservador, pero las circunstancias que se manifestaron a partir del año 1936 le llevan a expresar sus ideas republicanas. Es consciente de los graves errores de los políticos dirigentes, pero no por ello puede apoyar la rebelión de los militares. Su contribución a la revista Hora de España y su alianza con los intelectuales antifascistas prueba su compromiso ético con la República.

   El libro es, también, una dura crítica contra los excesos de ambos bandos, ya que tanto la izquierda como la derecha cometieron atrocidades en la Guerra Civil. Para Gil-Albert, las promesas del comunismo como un sistema justo para el mundo entran en grave crisis, tanto por los múltiples asesinatos que se cometen en los años de la Guerra, como por el fracaso del comunismo en el mundo. La figura de Franco, su incompetencia, es otra de las críticas claves del libro. La falta de libertad, la presencia omnipotente de la Iglesia, demuestran que el país abunda en la mediocridad y en la ignorancia.

 

 Por ello, el libro es muy interesante, demuestra que el escritor alicantino no tiene ningún reparo en manifestar su discrepancia con un régimen que ha abolido la libertad como principio básico.

  Los comentarios de Gil-Albert me han servido para profundizar en algunos de los problemas que España vivió en el siglo XX. Por ello, he considerado oportuno citar las opiniones de diferentes escritores sobre la Guerra Civil, sus orígenes y sus consecuencias.

   Considero un apartado interesante el dedicado a la posición de los intelectuales en la posguerra española. La decisión de algunos de adherirse al régimen y de otros de criticarlo con dureza, muestran la diversidad ideológica de España. Algunos de los intelectuales citados en el estudio no mostraron su discrepancia con el régimen, por no perder su posición en el mismo.

   Termino insistiendo en la talla de un hombre como Gil-Albert que pudo, debido a su situación económica privilegiada, adherirse al bando de los vencedores de la Guerra Civil, pero que, por compromiso ético, mostró siempre su disconformidad con el régimen de Franco.

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

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