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13 de junio de 2024

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Regresan más tarde de lo previsto

de la excursión al yacimiento

de Atapuerca. Despierta su curiosidad,

mientras espera al lado del colegio,

un pequeño Platero trotando por el prado

próximo, juguetón y despreocupado,

ajeno a la glotonería implícita

del menestral que lo contempla. Es, quizá,

como el gorrión de Williams, una verdad poética.

Más que por el hambre,

como haría el Homo Antecesor,

lo cazaría por vanagloriarse

en la próxima reunión con amigos

y enseñaría fotos de la limpia

incisión que le provocó la muerte

sin asomo de compasión.

                                         No existe,

lo sabes, progreso en el arte

pero, ¿lo habrá en la moral?

La evolución es sólo una medalla

prendida, como un tatuaje, en los pechos

desnudos de esas terceras personas

a cuya zafiedad has terminado

acostumbrándote.

 

Azota el aire frío de la noche

creciente su pelaje tosco e indisciplinado

cuando el enjambre infantil desciende

entre gritos y abrazos del autobús escolar.

El aplicado alumno recordará durante

mucho tiempo cráneos y otros huesos

quebrados que revelan una violencia animal,

profética, de la que él no ha formado parte.

Sangre fantasma que alimentará

su insomnio. No sabe cómo funciona

el mundo porque aún no está infectado

por ese endiosamiento sin sentido

que gobierna los actos de su padre.

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Alcorta

5 de junio de 2024

Permítanme señalarles que si ha habido una flor sorprendente en esta primavera, siempre tan literaria, sin duda ha sido encontrar La raíz del aire brotando en la editorial Nautilus ante los ojos de nuestra lectura admirada, pues en este poemario se abren fragantes los poemas que conforman la poesía selecta que abarca más de tres décadas de escritura de Alfredo Saldaña Sagredo, quien también ha estado al cargo de la selección, en lo que —comparando con la expresión cinematográfica— completaría el montaje en absoluta libertad de sus escenas más significativas y personales, componiendo su creación inalterada por terceros en la versión del director. Por tanto, y es importante recalcarlo, nos encontramos ante una pieza de coleccionista —por lo corto de la tirada—, pero también ante una obra fundamental en la bibliografía de Saldaña, pues se trata asimismo de una especie de piedra de Rosetta, con la que descifrar la personal codificación del mundo en lenguaje, verso a verso, que el poeta y catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura comparada nos ofrece en esta obra ordenada y escogida en la que todo es sentido, camino, invierno e indocilidad. 

Creo que acertaríamos aproximándonos a esta antología —y, al contemplar las relaciones entre entes tales como el ser y el lenguaje, también ontología— predispuestos a sentirla como prueba de vida, de haber filtrado el tiempo a través, como una clepsidra, y abiertos a apreciar que esta escritura ha sido concebida —consecuentemente— como “herida abierta”, como coagulación del plasma literario del autor, quien se dice convertido en “un personaje de ficción cuya sangre alguien está transformando en la tinta impresa de este texto: soy ya un texto, tejido textual, cuerpo devenido en discurso que fluye como la corriente rebosada del río”. Desde este torrente mana una voz y un ordenamiento cartesiano por el que avanza el caminante, siendo el sistema de representación —por su posicionamiento a la hora de figurar esa función poética—  muestra de rebeldía y de resistencia, pues es consciente de la penetración de una suerte de dominación global en toda la extensión de nuestra existencia y “¿quién diría sin temblar «esta boca es mía» en contra del tirano”; dejándolo así ya dicho. 

Por su parte, las magnitudes en torno a las que se organizan sus tres ejes son la soledad, el frío y el silencio —de los que hablaremos más adelante y que tienen sus apoyos en las citas de apertura que, como tres pilares, sustentan estos conceptos respectivamente: “el camino no es indulgente para el que se desvía”, Edmond Jabès; “el corazón de la eternidad habita en el relámpago”, René Char; y “estábamos muertos y podíamos respirar”, Paul Celan—, pero que encuentra sus parámetros más significativos, condicionando a aquellas tres variables, en la debilidad, la incertidumbre y el desequilibrio, puesto que en el avance —mientras que un pie sustenta el peso del cuerpo que se alza en el aire—, hay una inestabilidad, un desequilibrio mientras que el cuerpo se proyecta hacia adelante, hasta topar con la verdad firme del paso que se completa, propulsándose hacia un progreso nuevo, siempre precario y firme a la vez. Sabedor de la flaqueza consustancial al individuo, de su gran dificultad para manejar y recomponer los cortantes pedazos de la verdad, observando la pendular vacilación de cualquier mínimo progreso, Saldaña nos ofrece firmeza para avanzar, como funámbulos, por un páramo desierto extendido como cuerda floja ante la conciencia del ser y el verbo con el que se pronuncia a sí mismo. 

El autor nos expone que el propósito de su obra es ser testigo como “flor de un día” que ha brotado para “dar cuenta de una relación con el lenguaje” de la que es relator para sí: para todos. Como anticipábamos, el primero de los ejes de este sistema no euclídeo por el que se mueve su función lingüística es el del silencio —en el que aún respiramos— como obvio contrapeso del lenguaje y su semántica; como pauta en su pentagrama; como lindero en un páramo; como línea que dibuja una silueta reconocible alrededor de cada palabra, de cada párrafo, de cada libro… y que es recurso que usa al “pasar, delimitar la vida con la voz,/ disolver la existencia/ en un acontecimiento escrito,/ ir hacia el silencio”. El silencio, como elemento básico del lenguaje, como fonema mudo, emparenta simbólicamente con un vacío al que acude el viaje del poeta, pero —como veremos — es un espacio que, lejos de ser nada, es pura plenitud. 

Por su parte, el frío como magnitud poética, como relámpago chariano, puede entenderse —o al menos ese podría ser uno de sus atributos principales— como metáfora del conocer, de la contrapartida prometeica a la obtención del entendimiento; del conocimiento que desentraña la complejidad y nos desvela los mecanismos más simples y dolorosos de la vida; por alcanzar a “rozar la realidad/ con el extremo afilado de una idea”. Ese conocimiento permite también al poeta “dar en la hora del frío/ testimonio de pérdidas”, puesto que lo que ha de reclamar nuestra atención en la búsqueda del discernimiento no es todo lo que aparece ante nuestra mirada, “sino lo que desaparezca cuando mires”. Quizá, por esto mismo, parece inevitable apreciar una sensación gélida devenida tras un adiós menos metafórico. No obstante, nos recuerda en Flores en el río al hablar de sus riveras florecidas, “las muertes que las abonan fortalecen la verdad  de nuestras vidas”. 

Si el espacio geométrico del papel se pauta entre el silencio y el frío, el tiempo que le otorga su tercera dimensión en la escritura/lectura se mide a través del apartamiento del caminante que la recorre. Esta soledad, por su parte, creo que debería analizarse como simplificación unitaria de la existencia y que, por tanto, singularizada, es indicio de ese mundo que simboliza, tal como una figura de barro cocido en un yacimiento arqueológico es muestra de civilización, pero nos deja ante la duda de si observamos en ese viajero del tiempo la representación de un pueblo o de sus dioses, de las creencias que dio forma la mano experta del artesano, mientras que —así, como epítome de la experiencia universal de la vida sentida y pensada desde el (no)lenguaje— la soledad se muestra como lugar distinguible en el todo, en esa ausencia global de silencio que conforma el ruido universal de la multitud y su algarabía...

Por ello, el espacio de la soledad en la poesía de Saldaña es una ubicación que, lejos de empequeñecer el mundo del poeta, lo agranda, lo sublima y consecuentemente, en sus versos nos insta a “cuidar la soledad que acoge”, pues ese saber adquirido nos revela la visión del juego de espejos, la empatía, la humanidad, la vinculación al semejante a través del lenguaje que propicia el amparo del otro, es decir, del otro concebido también como reflejo unitario, lo que nos otorga la capacidad de extender la piedad adquirida en nuestro propio sufrimiento a una proyección ajena, a la otredad, al haber experimentado que  “pensar en un hombre que cae al caminar es mitigar su caída”. Complementariamente, como ya avanzáramos, esta soledad fundacional del espacio poético se despliega como apartamiento del caminante en una errancia —severa con quien se desvíe— que pide no contar el paso sino ser la propia vía de avance, pues, nos advierte, “eres migración y no nómada” y, añade más adelante, “la casa está en el camino”, es decir, andar es el lugar de acogida, en lo que sería un avance dentro del pensamiento nómada deleuziano. 

Este no-lugar poético que se genera al caminar en La raíz del aire —muestra selecta de más de treinta años del deambular y el magisterio poético de Alfredo Saldaña—,  no se construye como suma de ladrillos, sino que se excava como hueco en la página, como un vacío que nombra —acorde con el silencio— y que, a la vez, fuera un cuenco en el que todo cupiera, también toda la luz del mundo, alcanzando a proyectar ante el lector un vacío absolutamente pleno, rotundo y pertinente en un momento histórico en el que decir “yo” parece estar ya al alcance de las máquinas.

 

Alfredo Saldaña La raíz del aire, Nautilus, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

5 de junio de 2024

El libro He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes de Basilio Sánchez se alzó el pasado noviembre con el premio de la Fundación Loewe, sin duda uno de los más prestigiosos del actual abanico de concursos de poesía. Que un poeta tan discreto, tan poco dado a las alharacas y la exhibición como Basilio Sánchez se haya hecho con el codiciado galardón no deja de ser una buena noticia, al mismo tiempo que una saludable anomalía en tiempos mediáticos y revueltos como los nuestros. Que un libro tan sereno y plácido como el suyo haya llamado la atención del jurado habla también, en mi opinión, de la necesidad o el deseo de remansar las agitadas aguas de nuestro panorama poético: uno tiene la impresión de que optar por una apuesta tan clásica, comedida y equilibrada como esta es casi una declaración de intenciones.

La poesía de Basilio Sánchez ha ido decantándose con parsimonia y regularidad a lo largo de las tres últimas décadas. Autor de más de una decena de libros de poemas, Sánchez ha escrito sus versos con un espíritu totalmente ajeno a modas y camarillas, fiel a una austeridad verbal y unos presupuestos estéticos que le han venido acompañando sin desmayo hasta sus libros más recientes: el también espléndido Esperando las noticias del agua (Pre-Textos, 2018) y este que venimos a comentar. Es la suya una poesía tersa, pulida, hondamente arraigada en una tradición que Sánchez ha ido haciendo propia con los años y la experiencia, y que abarca desde el Antiguo Testamento (varios de sus modos de escritura arrancan de la poética hebrea, tan laboriosamente estudiada y documentada entre nosotros por Luis Alonso Schökel), pasando por nuestra Edad Media y nuestros Siglos de Oro, hasta llegar al simbolismo francés y el surrealismo, su heredero. Que tras ese extenso periplo de lecturas (a las que habría que sumar probablemente otras pertenecientes a la espiritualidad oriental) sigamos escuchando, nítida y sin impostar, la voz propia del poeta no es uno de los méritos menores de la obra de Sánchez.

He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes es un libro orgánico, distribuido en forma de tríptico y coda, cuyos poemas sin título (solo las tres partes lo tienen) parecen con frecuencia fragmentos, piezas de una unidad mayor: como teselas de un mosaico. Algo parecido sucede a menudo con las estrofas de los poemas: tomadas de una en una, aisladas del resto, muestran una cohesión que las hace brillar como aforismos o metáforas aisladas. Por contraste, la inserción de cada estrofa en el poema, como la de cada poema en la parte a la que pertenece, es frecuentemente problemática, misteriosa. Sánchez opera a menudo mediante la suma (la colección) de afirmaciones vibrantes con valor de máxima y deja al lector la libertad de elegir cuáles son las conexiones que se dan entre sus aserciones. Por ello abundan la impersonalidad y el presente gnómico, tan evidentemente encarnados en la abundancia de la forma Hay; por ello, también, el libro contiene varios poemas que adquieren el ritmo y el tono de la salmodia o que se acercan, tal vez de un modo no totalmente consciente, a la enumeración caótica y a la definición. Comentaré algunos ejemplos.

Son declaraciones con valor categórico que inciden en uno de los temas principales del libro: la naturaleza de la propia escritura poética: “Escribir un poema es andar sobre las aguas, / confiarnos a lo bueno del mundo”. (pg. 57). “Escribir un poema / supone, de algún modo, regresar / otra vez al principio, / al hervor silencioso de la nada, / al caldo primigenio / y a los cielos sin luna, a la inminencia / de las casualidades y los astros”. (pg. 63). “Uno escribe un poema para sentirse vivo. / Uno escribe un poema / para que otro descubra que estás vivo”. (pg. 62). Estas afirmaciones, a menudo vinculadas con un espacio de intimidad someramente descrito (una lámpara de cobre, una mesa de madera, una ventana), tienen el valor de un programa vital: la primera asocia la escritura poética al ámbito de la espiritualidad de raíz cristiana; la segunda, a la fuerza adánica de lo todavía nunca dicho, lo aún inexistente (con Huidobro, probablemente, guiñando un ojo al lector desde una esquina de la página) y, por ende, con la oscura voluntad de fundar un mundo verbal; la tercera, en fin, se lanza a la búsqueda de un interlocutor capaz de acoger estos versos como quien acepta a un huésped en su casa.

En cualquier caso, las tres desvelan también que más que el mundo natural, la inmediatez de lo vivo, el paisaje natural constantemente evocado en el libro es de naturaleza eminentemente verbal, mental, simbólica e icónica. No es que lo sensorial esté totalmente excluido, como tampoco lo está lo anecdótico. Es más bien que los sentidos se difuminan y aminoran tras una gruesa capa de reflexión estética y moral; y que la escasa anécdota, reducida a la mínima expresión, se ve sometida al quietismo que palpita en todas las definiciones, las afirmaciones en presente, los pensamientos que parecen tallados en la piedra: “La realidad es un relámpago que persiste”. (pg. 13); “Somos hijos de un árbol / Al que le falta sólo una manzana”. (pg. 16); “El que entiende de pájaros entiende de narcisos”. (pg.17); “No hay ningún escritor / que no se sienta abandonado por las estrellas”. (pg. 18); “El poeta no ha elegido el futuro. / El poeta ha elegido descalzarse en el umbral del desierto”. (pg.22). Son todos ejemplos de la primera parte del libro.

En su conjunto, la música de los versos (a menudo versículos) de Sánchez se fía principalmente al significado y el poder evocador de las palabras, prescindiendo con frecuencia tanto de la prosodia clásica como de la medida silábica. Es la suya una opción deliberadamente austera que a menudo aproxima el ritmo del texto a la prosa de ideas, y que va calando poco a poco en el lector. Y hay en ello una más que probable elección moral: en vez de deslumbrar, el poeta pretende sugerir; en vez de epatar, empapa. Él mismo afirma “que no nombra las cosas con grandeza, / sino con gratitud”. (pg.79), y un poco antes: “Yo creo en el poema / que es capaz de sumir al que lo lee / en el mismo silencio / que el ejercicio a solas de la propia escritura / consigue suscitar en torno a sí.” (pg. 74). Ese deseo de comunicación sincera, esencial, tan alejada de la frivolidad y el lugar común como de la grandilocuencia vacía, es uno de los rasgos más valiosos del libro: “La poesía es el oficio del espíritu”, llega a decir en la página 44, en uno de los más logrados momentos de la obra.

Y de ahí, de ese constante deseo de trascendencia, de ese valor adánico, convocatorio, que Sánchez otorga a la palabra poética, extraigo yo la afirmación con que abría esta reseña. Dice el poeta en la página 22: “Amo lo que se hace lentamente, / lo que exige atención, / lo que demanda esfuerzo.” ¿Acaso no es esta toda una declaración de intenciones, una aguja de marear en los actuales mares revueltos de la poesía nuestra de hoy? Basilio Sánchez ha escrito un libro deliberadamente austero, demorado y reflexivo que pretende regresar a la raíz, al fondo de lo poético, y al fondo de lo humano. Ya solo el esfuerzo, la atención puesta en ello, merecen la lectura. –AGUSTÍN PÉREZ LEAL

 

Basilio Sánchez, He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, Madrid, Visor, 2019

Escrito en La Torre de Babel Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

“La idea de viajar me provoca náuseas” escribe Bernardo Soares en el Libro del desasosiego. Soares, el heterónimo que más coincide con la propia biografía de su creador, Fernando Pessoa, nunca deseó salir de su ciudad, Lisboa. “Ya he visto todo lo que nunca había visto” escribe; y añade otro comentario paradójico “Ya he visto todo lo que todavía no he visto”. Sin embargo, en aquella Lisboa del primer cuarto del siglo XX, Soares está rodeado de gente que se mueve a través de puerto tan importante. Soares renuncia al viaje como forma de vida porque su existencia está más completa en el estatismo y la monotonía cotidiana de su trabajo en una oficina comercial en la Rua dos Douradores. “¡Ah, que viajen los que no existen!”. Para viajar, según él, basta con existir. Y los viajes son los viajeros. Y lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos. En esto coincide con Cicerón y Séneca que ya habían explicado que por el mero hecho de cambiar de lugar no dejamos de ser nosotros ni abandonamos nuestras preocupaciones e inquietudes. Nunca, por muy lejos que estemos de nuestro eje vital, desembarcamos de nosotros mismos. En varias de las páginas de este extraordinario diario filosófico-literario, Soares se dedica no solo a criticar a los viajes y viajeros sino también a quienes utilizan este género. El heterónimo confiesa que ya solo un viaje entre Lisboa y Cascaes lo dejaba agotado. Y que Caçilhas, frente a Lisboa, le parecía otro continente.  Y el Tajo todos los océanos del mundo.

Pero Soares que es como el propio Pessoa, una buena persona pero muy sarcástica, siente compasión por la “estupidez” del mozo de la oficina entusiasmado por la sola idea de conocer otros lugares del mundo más allá de la Baixa pombaliana. Aquel joven coleccionaba folletos de propaganda de ciudades, países, compañías marítimas, mapas, publicaciones, carteles…Parte de sus horas de asueto aquel muchacho las invertía visitando consulados, embajadas, oficinas de turismo. Soares melancólicamente se pregunta qué habrá sido de él. Un día desapareció del trabajo y nunca más se supo ¿Embarcó?¿Hacia dónde? Soares siente esa curiosidad inconfesable y hasta duda de su propio e inmutable estatismo. “Era el mayor viajero, por ser el más verdadero que he conocido: era también una de las personas más felices que me encontré”. ¿Dónde está entonces la felicidad en el estatismo o en el viajar?

Pessoa viajó a Durban varias veces. Allí vivió los años más importantes de su formación. Por motivos familiares residió en África desde el año 1896 hasta el 1905 cuando regresó definitivamente a Portugal. Ningún viaje más. Intentos de ir a Londres donde tenía familia, o a Galicia. Pero Pessoa ha sido quizás el mayor viajero de su propia ciudad natal y alrededores. Tuvo más de una veintena de domicilios. El más duradero fue el último en la Rua Coelho da Rocha número 16-1º-D. Allí habitó desde el año 1920 al 1935. Murió relativamente cerca en el Hospital de San Luis de los franceses sito en la Rua Luz Soriano. Aún existe hoy. La imagen exterior es la misma: un muro encalado rodea el recinto y da entrada por un ancho portalón. Ahora cuelga una placa de mármol donde se reproduce la última frase que escribió en inglés: “I know not what tomorrow will bring”. ¿Quién puede saberlo?

En su último domicilio vivió en una habitación acompañado de su pequeña pero selecta biblioteca, el baúl con sus miles de manuscritos inéditos, la cómoda sobre la que escribía de pie, la máquina de escribir, la estrechísima cama y poco más. Hoy se puede visitar esta casa-museo. Yo la hubiera conservado tal cual manteniendo así el espíritu del escritor, pero el interior fue demolido y únicamente se respetó la habitación que ahora queda como un elemento extraño dentro del conjunto. La actividad cultural de este centro es sin embargo muy importante. Si uno se asoma a la ventana de esa habitación, la casa roja de enfrente sigue siendo la misma contemplada por él. La calle larga permanece casi intacta. Domicilio, del que se conserva la hoja del contrato firmada por el dueño e inquilino, un poco lejano de su centro social y en medio de un laberinto de cuestas. Pessoa debió de moverse en los tranvías tan inspiradores para él. “Quien no ha salido nunca de Lisboa viaja al infinito en el tranvía cuando va a Bemfica y, si un día va a Cintra, siente que ha ido a Marte”, escribe Soares.

Si la Lisboa histórica y alrededores es el espacio donde se mueve seguro Pessoa, su heterónimo lo reduce a la cuadrícula pombaliana. La Baixa reconstruida tras el terremoto de 1755 por el Marqués de Pombal. Centro aún financiero, comercial y político, pero ya sobre todo receptáculo de un océano de turistas. En La Baixa está la Rua Augusta (la calle principal) con el Arco de la Praça do Comercio y la estatua de José I al fondo. La Praça do Comercio con su ir y venir de tranvías viejos y nuevos, sus terrazas, sus mercadillos, sus viejos cafés como el Martinho das Arcadas frecuentado por Pessoa y otros escritores y artistas, es uno de los lugares más bellos y nostálgicos del mundo. Y ese muelle con las dos columnas que parece sumergirse todo él en la marea alta. Y al lado, en otra plaza recoleta, la Casa dos Bicos dedicada al primer Premio Nobel de literatura en portugués, Jose Saramago, cuyas cenizas están depositadas bajo un olivo.

Gran parte de las calles de La Baixa llevan los nombres de los oficios de los primeros comerciantes de la zona: Prata, Ouro, Douradores, Correeiros, Sapateiros. En esta cuadrícula de calles peatonales, todavía sobreviven algunos de los establecimientos de toda la vida. Bernardo Soares vive, trabaja y medita desde una de estas calles. Precisamente desde una de las más desapercibidas, la Rua dos Douradores. Esa calle que es para él su vida entera. Allí está la oficina y también su vivienda a la que hace referencia vagamente. Nunca da el número del inmueble pero es el 190. En el bajo estaba el restaurante de gallegos donde comía. Hoy en el mismo lugar existe otro con una terraza que da a una pequeña plazuela. “Si yo tuviera el mundo en la mano, lo cambiaría, estoy seguro, por un billete para la Rua dos Douradores”, escribe Soares. La oficina, sórdida hasta la médula, representaba para él la vida, comprendía para él todo el sentido de las cosas, la solución de todos los enigmas “salvo el de que existan los enigmas, que es lo que no puede tener solución”. La oficina le daba de comer, de beber, el lugar donde vivir y, además, donde dormir-soñar-pensar-escribir. La oficina ponía en orden la monotonía y la anarquía de la vida cotidiana. Soares (administrativo, traductor y redactor de cartas oficiales) sabe que está explotado laboralmente, pero se siente satisfecho de ser contable o ayudante de contabilidad. En realidad él no se sueña como un gran escritor sino como un gran contable de fama. Soares se siente muy satisfecho de codearse con el contable Moreira, el patrón Vasques (una de sus grandes decepciones al descubrir que es un ladrón), el cajero Borges, el sociocapitalista y el resto de empleados. “La oficina se me vuelve una página con palabras de gente, la calle es un libro”. “La Rua dos Douradores la calle ideal de La Baixa”.

En las primeras décadas del siglo XX, La Baixa lisboeta estaba habitada, aparte de por personas, por comercios de loterías, estancos, ultramarinos, casas de comidas, oficinas, almacenes de todo tipo, sastrerías, barberías, tabernas, consultas médicas, oficinas estatales, hoteles, pensiones, iglesias, zapaterías, casas de citas, panaderías, confiterías, fruterías sobre todo en la Rua da Prata, correos, etc. Casi nada ya de esto puede verse. Los carreteros y mozos de cuerda que salían de los almacenes de la Rua dos Douradores ya no existen y, por tanto, aquella ajetreada vida que tuvo este lugar hoy está circunscrita a los turistas, afortunadamente pocos por esta calle estrecha, asombrada, donde permanecen tan solo los hoteles, restaurantes, alguna iglesia vecina y poco más. Muchos de los edificios están en proceso de restauración.

En su piso de la Rua dos Douradores, encima de la oficina, Soares se refiere al mobiliario basto de su cuarto barato. La gente que pasa hoy por esta calle ya no es “siempre la misma que ha pasado hace poco”. Todos o casi todos entonces se conocían. Ya no. “Mañana también desapareceré yo de la Rua dos Douradores, de la Rua da Prata. Yo también seré el que dejó de pasar por estas calles”. Hoy ya nadie se conoce. Soares además de su calle por excelencia cita a otras como habituales para sus idas y venidas: La Rua nova de Almada, la Rua da Prata (la primera paralela a la de los Douradores en dirección oeste, allí estaba la librería de viejo del librero Pires frecuentada por Pessoa), La Rotonda, La Praza do Marques de Pombal, la Rua do Arsenal, la Rua da Alfandega, el Chiado más arriba por un lado y el castillo por el otro… Soares-Pessoa viajaban por estos caminos reflexionando sobre el sentido desconocido de este viaje obligado de la vida. A veces, como antaño como ahora, la lluvia oblicua cambiaba los ruidos de la calle y el Tajo tomaba el color azul verdoso tirando a oro. La Rua dos Douradores es pequeña, insignificante, de difícil caminar por sus aceras rotas pero, sin embargo, como decía Soares, vale más que las grandes avenidas. “¡Cuántos Césares he sido, aquí mismo, en la Rua dos Douradores!”. “También hay universo en la Rua dos Douradores. También concede Dios aquí que no falte el enigma de vivir. Y por eso, si son pobres, como el paisaje de carros y cajones, los sueños que consigo extraer de entre las ruedas y las tablas, aún así son para mí lo que tengo, lo que puedo ser”.

Soares-Pessoa amaban las tardes demoradas del verano, el sosiego de La Baixa. El escritorio era un baluarte contra una vida vacía. Y los libros de contabilidad eran como sus propios libros. Vivía en casa ajena. El resto, un continuo pasear callado, una continua conversación entre hombres, casas, piedras, letreros y cielo, una multitud amiga, que se codea con palabras en la gran procesión del Destino. Soares ama las plazas solitarias de La Baixa, las pequeñas e insignificantes, pero también otras más grandes como la Praza da Figueira con los vendedores ambulantes hoy reconvertidos en manteros. Esta Plaza presidida por la estatua de Joao I. En esta plaza estuvo el antiguo mercado de la ciudad. Al lado se encuentra la Praza do Rocio con la estatua de Don Pedro IV, el primer emperador de Brasil. Otro de los heterónimos, Alvaro de Campos, le escribió estos versos: “La Praça da Figueira en la mañana,/cuando el día es de sol (como sucede/ siempre en Lisboa), nunca en mí se olvida,/aunque apenas sea memoria vana./ Hay tantas cosas más interesantes/que este lugar tan lógico y plebeyo,/pero lo amo, incluso así…¿Qué se yo/ porque lo amo? Importa poco. Adelante…”.

La Rua dos Douradores es la calle por excelencia pessoana. Hoy ya no nos cruzamos con el mozo de cuerda, con el barbero que contaba chistes, con el camarero que le hizo la fraternidad de desearle esa mejoría porque solo se había bebido la mitad de la copa de vino (Pessoa murió de un cólico hepático), con el dependiente de la tabaquería que se había suicidado, con el viajante de comercio que trajo las sedas del Indo, de Samarcanda o de Persia. En la Rua dos Douradores ya nadie tirará desde el último piso del número 190 una caja de cerillas vacía al abismo del empedrado. En la Rua dos Douradores ya no hay libros de caja abiertos sino ordenadores fríos y abstractos. Ha vuelto a ser una calle más del mundo. Pero siempre seguirá siendo toda ella una filosofía y una literatura universal. “Lo que escribo en el libro auxiliar de caja y lo que escribo en este papel del alma son cosas igualmente limitadas a la Rua dos Douradores, muy poco a los grandes espacios millonarios del universo”. A Rua dos Douradores ha vuelto a su humildad. Permanecen aún allí los instantes, los milímetros y las sombras de las casas pequeñas, todavía más humildes que ellas. A Rua dos Douradores tan estrecha y efímera que nadie sería capaz de tener un deseo.

Los lugares fundamentales de la geografía pessoana son: El número 4 del Largo de Sao Carlos donde nació en el cuarto piso; el número 190 de la Rua dos Douradores; la Rua Coelho da Rocha número 16-1º- D; el hospital San Luis de los franceses en la Rua Luz Soriano; el cementerio Dos Prazeres donde fue enterrado (muy cerca de su domicilio) y los Jerónimos donde yace hoy en día. Pero la Rua dos Douradores es una de las esencias simbólicas de su magna obra. “Seré siempre de la Rua dos Douradores, como la humanidad entera”. Soares-Pessoa y cia tenían un gran río, un gran océano, un muelle y todos los barcos con todas las banderas del mundo para zarpar y, sin embargo, se quedaron allí en la Rua dos Douradores, un lugar insignificante que apenas cabe en un mapa, pero que ahora es una epifanía del mundo. Alberto Caeiro, otro heterónimo, escribió estos versos: “Desde la ventana más alta de mi casa/ con un pañuelo blanco digo adiós/ a mis versos que parten hacia la humanidad”. Suenan como la carte de Emily Dickinson de la cual creo no tuvo demasiada noticia. Otra estática como él. Soares, cansado de la vida, cerró las contraventanas de su habitación, de la Rua dos Douradores, para excluirse del mundo y ganar la libertad. “¡Oh pena revisitada, Lisboa de otro tiempo, hoy!”.

Escrito en Lecturas Turia por César Antonio Molina

EL ARTISTA CONTEMPORÁNEO ESPAÑOL MÁS INTERNACIONAL ASEGURA QUE “MI VOLUNTAD HA SIDO SIEMPRE LA DE CREAR PUENTES, ENTRE PERSONAS, ENTRE CULTURAS, ENTRE ÉPOCAS” 

UNA DE NUESTRAS MEJORES ESCRITORAS ACTUALES LO TIENE CLARO: “MI VIDA, SIN LA LITERATURA, NO HUBIERA SIDO VIDA” 

JAUME PLENSA ES TAMBIÉN EL ILUSTRADOR DE ESTE NÚMERO DE TURIA

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de junio, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de indiscutible atractivo: Jaume Plensa y Carme Riera. Sin duda, y si tenemos en cuenta la proyección y el reconocimiento que su obra ha obtenido en diversos países, resulta indiscutible afirmar que Plensa es hoy uno de nuestros artistas contemporáneos más apreciados a nivel internacional. Su trabajo escultórico en el espacio público ha obtenido una valoración muy positiva, tanto a nivel popular como de la crítica. Valgan como ejemplos de ese notorio aprecio colectivo dos obras tan icónicas y reconocibles como la “Crown Fountain” de Chicago o la escultura denominada “Julia”, en la madrileña plaza de Colón. De ahí que, en la conversación exclusiva que publica TURIA y que ha realizado el periodista cultural Javier Díaz-Guardiola, este creador de proyección global declare: “Mi voluntad ha sido siempre la de crear puentes, entre personas, entre culturas, entre épocas”. Por eso, con su labor, siempre ha intentado demostrar la tesis que atraviesa toda su fértil trayectoria: “el arte tiene una capacidad enorme de regeneración y de futuro”.  

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

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