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Configurar sentido descendente

Francisco Brines, que tiene setenta y cinco años y hace algún tiempo sufrió un infarto que debilitó su corazón, conserva intacto su amor a la vida sin dejar en ningún momento de ser consciente de la caducidad de todo, y sin renunciar tampoco al deslumbramiento que, como un don, le producen la aparición de una criatura hermosa, o un paisaje que germina dentro de él. Todo esto sin perder esa mirada con la que cada día construye el mundo desde su propia biografía. Su obra, ya clásica por su capacidad para tratar temas universales, como el amor, la soledad,  la vejez o la muerte, dotándolos de un latido último en el que pueden reconocerse seres de cualesquiera  época, formación y estrato social, ha ido desarrollándose, durante casi ya medio siglo, en torno a un núcleo vivificador marcado por el paso del tiempo. Desde Las brasas hasta La última costa, pasando por Aún no, Insistencias en Luzbel, y esos dos libros medulares que son  Palabras a la oscuridad y El otoño de las rosas, Francisco Brines  ha escrito -como él mismo ha dicho- un único libro con múltiples registros, que se corresponden con las distintas edades y circunstancias vitales  y su relación con el amor, la soledad, el dolor, la naturaleza y el sentimiento de pérdida, porque para Brines la poesía y la vida son inseparables.

- Me importa la poesía porque me importa la vida, por lo tanto están interrelacionadas profundamente en mi caso. Es desde ella desde donde escribo, y la poesía la potencia, pues por su medio  desvelo la realidad, me hace conocer  lo que desconocía. También trata de salvarla, ya que cuando lees un poema surge el texto como si hubiese acabado de escribirse, no importa que hayan pasado muchos años de ello. Sí, creo que el transcurso de mi existencia va unido a mi poesía.

-  Vida y obra me gustaría que fueran en las próximas líneas materia humana transparente en el diálogo mantenido  con el poeta del Cincuenta en su casa de Elca, un término del campo de Oliva, localidad valenciana donde nació. Un territorio mítico de permanente alumbramiento físico y espiritual, al que siempre regresó y donde ahora reside. En él todos los sentidos se acoplan en natural armonía: la luz más pura convive con la sombra, el perfume de los naranjos destaca en una sinfonía de olores y el mar es apenas un línea azul donde descansar la mirada, para la que están hechos el jardín, los balcones y el intachable azul del cielo. Allí, suspendida casi, se levanta una casa grande y blanca, donde creció Brines.

-  En Elca transcurrió lo mejor de mi infancia, pues desde ese lugar me dispuse a contemplar con sosiego y temblor el mundo: el exterior y el de mi cuerpo y mi espíritu. Para mí ha llegado a simbolizar el espacio del mundo. Allí lo descubrí deslumbrante y eterno, y cuando la vida me dio una visión nueva, inesperada, de mortalidad, seguí amándolo desde su pérdida, y añorando en él su antiguo e imposible engaño divino. Allí experimenté, en la pausa de las vacaciones colegiales, pues durante el curso estudiaba el colegio San José de los jesuitas, en Valencia, la complacencia y el amor de mí mismo, que era también amor individualizado a los demás, la inquietante y turbia percepción de la inseguridad, o el rechazo de unos sólidos y falsos valores y, en horas amargas, el desengañado distanciamiento de mi propia persona. En ese lugar he vivido, sobre todo, el sentimiento de la pérdida del mundo. Desde pequeño me instalaba en la soledad del comienzo del otoño allí, y aprendía a reflexionar conmigo mismo, a descubrir el mundo pausado y a la vez riquísimo del campo, a leer sin prisas, a escribir con tiempo, eran días maravillosos. En ese lugar se han cruzado todas mis edades.

-  Un silencio con pulso se abre tras las últimas palabras,”se han cruzado todas mis edades”, y pensamos en la figura del hombre viejo que aparece en Las brasas, libro escrito en plena juventud, y en el que, sin embargo, hay  una visión final de la existencia, de acabamiento.

-  En Las brasas se produjo premonitoriamente el destino que me aguardaba. El personaje anciano del libro que vivía solo en la casa esperando la última despedida, mirando el mundo que en aquel lugar aprendió a amar de niño, soy yo, su habitante ahora. Es una suerte que haya podido suceder así, pues indica que he tenido una vida larga, y ese don aún existe. La persona que era yo, en el libro se transforma en un anciano porque se escribió en un momento mío de decaimiento, y lo vestí de una carne ya alejada de la alegría. Era una forma de distanciarme de una realidad demasiado cruda.

- Mientras Francisco Brines responde reviviendo lo que nunca ha muerto, recordamos unos versos de Las brasas: “Sin emoción la casa/ se abandona, ya los rincones húmedos/ con la flor del verdín, mustias las vides;/ los libros, amarillos. Nunca nadie/ sabrá cuándo murió, la cerradura/ se irá cubriendo de un lejano polvo” .La mirada después repasa algunos de los miles de volúmenes de la biblioteca albergada en los dos pisos de la casa: en uno se encuentran los autores contemporáneos, y en el otro, donde respiran los clásicos , destaca un espacio dedicado al siglo XVIII.

-  El siglo XVIII está muy representado, a pesar de no ser precisamente un siglo poético. Me interesó un escritor de esa centuria,  Gregorio Mayans, y como no había libros suyos, busqué ediciones del XVIII. Al ser Mayans un polígrafo, hizo que me interesara por el siglo en toda su extensión y variedad,  sorprendiéndome por su modernidad. España se relaciona entonces por primera vez con Europa,y es también el primer ejemplo de la presencia de las dos Españas:  la progresista y la reaccionaria. Mayans era progresista y estaba muy insertado en una tradición humanista, le interesaban los erasmistas del XVI.

-  La necesidad de la escritura se despertó en Brines al mismo tiempo que  el descubrimiento de su propio  cuerpo y del mundo exterior, susceptibles de ser creados mediante la palabra. Durante unos ejercicios espirituales, con todo lo que entrañan de sentimiento de culpa y castigo, una ventana le pone en contacto con una realidad desconocida y auroral.

-   El muchacho está asomado a una ventana viendo cómo la naturaleza se enciende, después de una tormenta repentina y primaveral, con un sol de resurrección. Han quedado con nuevo color aparecido las palmeras, más vivos y cercanos los estáticos rosales del paseo, y desde tanto mojado silencio está tornando poco a poco el aroma del azahar de todos los naranjos; parece que vida fuese sólo ese  debilitado olor. Cuando aquella tarde definitivamente caía, el poema estaba acabado : y ante mi asombro era en él donde yo descubría la única realidad acontecida. El muchacho había sido  el mágico creador de la tarde, y por ello la sentía como la más hermosa de su vida. No importa ahora que aquel poema fuera definitivamente malo y, con probabilidad, vergonzosamente juanramoniano;  es decir de otro. Yo carecía  por entonces de una mínima voz propia. Y, sin embargo, el placer de escribir, la emoción del resultado hallado, nunca fue tan grande como en aquellos lejanísimos años.

-    Esa necesidad de la escritura estuvo sustentada en la lectura del citado Juan Ramón Jiménez que -son palabras de Brines- le instaló definitivamente en la poesía.

-   Experimenté  que mi sensibilidad se afinaba, captaba mejor la belleza callada del mundo exterior, aprendía a reflexionar sobre el tumultuoso y fascinante mundo interior del muchacho que yo era, había un diálogo silencioso con el mundo exterior e interior y era enteramente personal. Aprendí a gozar más de la existencia; mi instalación en la poesía alcanzaba plenitudes impensadas.

-  Aprendizaje interior en compañía de la música silenciosa del poeta de Moguer, completado por el ejemplo moral y de rebeldía representado por Luis Cernuda.

-   Nadie como él , señalé el año pasado en mi discurso de ingreso en la Real Academia Española, supo incorporar con tanta verdad y plenitud al hombre que él era en las palabras escritas. Era una experiencia que me conmocionaba y una posible lección de proyección personal en el poema, que en unos momentos hostiles para cualquier desnudamiento de la verdad –añade ahora-se convertía en paradigma de autenticidad humana. A lo que se suma la variedad temática de su poesía, en la que el pensamiento  y la fruición sensorial colaboran en la tarea de mostrar la condición humana con todos sus momentos mágicos y de exteriorizar su espíritu rebelde.

-   Tampoco falta en la formación de quien busca la verdad  el magisterio de Antonio Machado.

-   En él hay otro gran poeta que es también un gran ejemplo moral. Me interesan todos sus libros,  pero creo que hay más concomitancias con el misterio simbolista de la primera época y con el emocionante metafísico último, que con el realista crítico de Campos de Castilla.

-    Otro nombre más, tantas veces olvidado, muy ligado al tiempo, tema central en la obra de Brines, surge también en la conversación: el de Azorín, tan cerca de la poesía por su precisión en el nombrar.

-    Sí, es un gran poeta en prosa, como también lo fue de otra manera, Gabriel Miró. Dos alicantinos, tierra y aire finos. Es uno de los grandes poetas del tiempo, el nervio más importante de la literatura del siglo xx. Pero como esa demorada visión temporalista  está en prosa,  los críticos no ven su presencia en tantos otros poetas.  En su discurso de ingreso en la Academia, Vargas Llosa  se refirió a Azorín, y en él dijo dos cosas que confirmaban su valor poético sin que se refiriera a ello: lo llevaba en sus viajes, y lo leía antes de dormir. Eso se hace con los poetas. Se trata de textos breves, con un mundo emocional concreto. Señaló luego que no había pensamiento original: los poetas hablan desde el tópico, o los sentimientos generales, pero el resultado es la intensa e individual emoción que originan en el lector. Estaba , sin decirlo, celebrando a un poeta.

-    Sobre una mesa próxima a un mirador hay un rodal de luz  en el que reposa un grueso volumen con un título que tiene el aroma de una existencia cumplida, aunque todo en el escenario que habitamos y la propia lucidez y disfrute de cada momento del poeta nos hable de futuro. El título, Ensayo de una despedida, expresa muy bien el sentido total de la obra de Francisco Brines, publicada, ya en su tercera edición por la editorial Tusquets, en la que se recogen también textos excluidos hasta ahora de los distintos libros, merecedores-en palabras del autor-de” darles su segunda y más poderosa vida: aquella que tiene su nacimiento en los ojos del lector.

-     Con cada uno de nuestros actos  vamos escribiendo nuestra biografía, en la que hay ascensiones estelares, y descensos abisales, gozo y dolor, siempre con la consciencia de que estamos abocados a la despedida final, de la que palabras, gestos y hechos, son anuncio a través de los años. Doble cara que explica el doble rostro de la poesía de Brines: el elegíaco y el celebratorio.

-   El poeta elegíaco parece lo contrario del poeta hímnico, celebratorio.  Y sin embargo son el anverso y el reverso de una misma moneda: uno celebra la vida desde su exaltación vivida, el otro la canta desde su pérdida, doliéndose de ello, pero en el fondo son dos cantos celebratorios. Mi poesía  respira, jadea de gozo, aúlla de dolor, entre esos dos polos nace y crece. Mi poesía trata de reflejar  o ahondar en la vida de todos los hombres, e incluyo ahí a los analfabetos, que asimismo alientan, jadean y aúllan, entre esas dos situaciones. A veces susurramos.   La representación, en que la vida consiste no cabe duda de que tiene escenas maravillosas, por eso uno siente verdaderamente tener que despedirse, tener que  bajar el telón.

-   Antes de que la memoria del escritor levantino sea revelación de su vida y de su escritura, en perfecta simbiosis, siente la necesidad  de comunicarnos hasta qué punto la poesía ha sido para él una vía de conocimiento.

-    Mucho de lo que sabía de mí aparece en ella desde perspectivas nuevas, con lo que el resultado me reservaba sorpresa, novedad, y también afloran territorios importantes que desconocía, como si se iluminaran zonas oscuras, inexistentes por invisibles. Es como descubrir con la mirada la otra cara de la luna. Lo que ocurre conmigo, me ocurre también con la realidad exterior. Pero hay, claro, otra clase de poesía que sólo pretende celebrar la existencia, y diversas  más. Es evidente que para mí es fuente de conocimiento, y es por ello por lo que me importa tanto en mi condición de lector como en la de creador. La emoción recibida en la lectura del poema que se ha escrito reside principalmente en el nuevo conocimiento adquirido. Conocimiento que puede ser racional, pero también sensorial o afectivo.

-  El poema no sólo desvela  aspectos ignorados del creador, sino que constituye, y es otro aspecto en el que Brines quiere detenerse,  el lugar de encuentro con el otro, con los otros.

-    Naturalmente, ya que todo lo que soy y me ocurre, sucede en cualesquiera seres humanos, y éstos sin ser iguales tienen muchos trazos semejantes. Esencialmente estoy hablando también de ellos, incluso cuando hablo de algo muy concretamente mío, y por eso el lector puede emocionarse con lo que lee. Esa parte que desconocía de mí mismo y que he accedido a ella por el poema, puede asimismo verse como la encarnación en mí del otro.

-  Encuentro con el otro a través de las palabras y desde una fidelidad irrenunciable tanto a lo ético como a lo estético.

-    Hay muchos poemas en que la moral está presente de un modo explícito en el contenido del texto, y siempre al margen de esa presencia concreta, entiendo que el acto de la escritura es un ejercicio moral. El asentimiento estético nos lleva  a un asentimiento textual con respecto al hombre que lo ha escrito y eso implica un sentimiento de tolerancia, y el ejercicio de la tolerancia es  un espléndido ejercicio moral. Es más el poema puede conseguir que en él encarne quien discrepa ideológica y vitalmente del autor, mediante ese asentimiento a la estética que toda obra artística comporta. ¿Hay tolerancia mayor?.

-    El tiempo y el espacio que aquí en Elca adquieren una dimensión carnal, son elementos fundadores del universo poético de Francisco Brines. Ambos se tejen en la mirada y luego se hacen sustancia del pensamiento. De esta conjunción de lo visible y lo invisible, de la naturaleza exterior e interior, fecundadas siempre por la memoria surge una obra unitaria, con el mismo tono cordial y meditativo, pero con distintos temas y luces. Con la ayuda del propio poeta intentaremos la honda aventura de su lectura.

-     Me refiero al tiempo. Como ya he dejado escrito, con el ejercicio poético no se pretende hallar ninguna piedra filosofal, sino dar testimonio de la sucesiva ruina y esplendor del tiempo, hacer sensible la dolorida o gozosa señal que yace oculta en la carne del hombre. El tiempo es mi cuerpo y mi enigma, y también el fracaso definitivo. Contra ese fracaso lucha el poema, que acomete la ilusión de detener el tiempo. Tiempo  y espacio, y paso así a otra de las coordenadas, unas veces dialogan y otras se superponen. En el poema pueden quedar reflejados con nitidez  o metaforseados. Eso no depende de mi voluntad, sino que ahí la fuerza transformadora reside en las palabras, en lo que la poesía se escribe a sí misma. Comparto con el poeta y ensayista José Luis Gómez Toré  que la experiencia plena del espacio necesita de la luz, que revela distancias, cercanías, horizontes y límites. E igualmente estoy de acuerdo en que en el negro esplendor de la nada no hay espacio, y con la idea de que el espacio por antonomasia es la infancia. En todo caso son inseparables el espacio y la mirada, que como afirma José Olivio Jiménez, el gran amigo y gran crítico, desgraciadamente  ya muerto, sigue el proceso de ver, sentir y ser. Yo soy un poeta intimista y contemplativo. Parece que estoy siempre asomado a una ventana mirando el mundo y la gente, y cuando el mundo exterior se oscurece miro dentro de mí. Y todavía sin abandonar este tema, coincido con Dionisio Cañas en que aquello que se escribe sobre lo visto da forma, y sitúa en el espacio al personaje que ve, y así, como dice Dionisio, una mirada mental puede crear espacios de la imaginación, aunque sean  formados a base de una realidad leída(no vivida), o vista a través de la pintura o simplemente inventada.

-    En cuanto al pensamiento, Carlos Bousoño te considera el poeta metafísico. por excelencia de tu generación, término  que no debemos identificar con lo abstracto, sino como encarnación de los temas eternos: el amor, el tiempo, la vejez, la muerte…

-    El lector es el que tiene que apreciar si mi poesía es metafísica o no. Y a partir de ese momento te diré que mi metafísica es de andar por casa( como a Santa Teresa Dios le andaba entre los pucheros).Lo que me hago son preguntas lanzadas en busca de respuestas que siempre son dudosas, pero las preguntas si se han concretizado ya, y mis respuestas son  lo que son, mi creencia personal, no pienso la respuesta  que objetivamente ha dado en la diana.

-   La luz,  y su ausencia, la sombra, están ligadas existencialmente a la mirada en la obra del poeta hasta el extremo de que, como afirma el profesor y poeta Dionisio Cañas, Brines “ve su vida en términos de luz y sombra. La luz gastada, piensa, es un síntoma plástico del paso del tiempo; y la luminosidad se corresponde con la niñez, la juventud y el amor. Y así como la mirada de  otros dos compañeros de generación, Claudio Rodríguez y José Ángel Valente, es respectivamente  auroral y nocturna, añade, la de Brines es crepuscular, particularmente presente en Las brasas y Palabras a la oscuridad. Un crepúsculo que se torna anochecer en Aún no y noche de los sentidos  en forma de nada, o como espacio para un erotismo carente de amor,  en Insistencias en Luzbel.” Y, por fin, la fecundación ejercida por la memoria a la que antes aludimos, determina el carácter narrativo de la obra del Premio Nacional de las Letras, una narración peculiar llena de espacios y de rostros,  ámbito emocional y de reflexión. Un territorio íntimo en el que se libra una dura batalla con el olvido, y que alumbra unas veces dicha y otras soledad y dolor. Existe por tanto, como indica José Luis Gómez Toré “una constante interrelación entre pensamiento ,memoria y sentimiento”. La memoria en definitiva, piensa Brines, nos dota de historia, y desde  luego es selectiva.

-   La memoria acaba siendo nuestra vida, es el único testimonio que nos queda de ella. Por qué persiste la memoria de algo, y borra el olvido cosas tan importantes o más que lo salvado por aquélla, es otro de los misterios con los que tenemos que convivir.

-    Misterio, por cierto, que no falta  en la poesía de nuestro autor.

-  Sí, la vida es un misterio general y está llena de enigmas concretos que tratamos de descifrar.  Mi obra tan interrelacionada con ella está surcada también por el misterio. Pretendo sentirlo a través de palabras en movimiento por espacios de soledad y belleza, e interrogarme sobre el misterio que todo ser entraña, donde tanto tiene que decir el amor.

 -  A medida que Francisco Brines habla con lentitud, como quien hace del lenguaje el sonido profundo de la existencia ,y en estrecha complicidad con la exuberante naturaleza que nos rodea, voy recordando unos versos: “El destino del hombre es el amor .Y cada uno tiene su propia lucha y su propio camino”.

 -   El amor nos proporciona momentos de gloria y ardentía, pero también nos abre a veces un hueco en el corazón, y el pensamiento toca el vacío. El amor nos revela mediante el descubrimiento del otro. Representa la mejor inserción del hombre en el tiempo. Yo desearía, querría creer, en un cielo que sólo consistiese en hacer interminable la existencia del amante correspondido. El amor es el destino del hombre, como digo en mis versos,  con  lo que se engloban otras modalidades de este sentimiento: el familiar, el amistoso, el humanitario…Cuando amamos somos más, y sentimos que nuestra naturaleza ha valido la pena.

 -  El amor se fundamenta en la cohabitación entre el cuerpo y el espíritu. El cuerpo no es sólo piel ,sino que transparenta el alma. Son inseparables.

 -  Es así, el espíritu habita en la carne, es su mejor prolongación. Y cuando muere el cuerpo el espíritu se desvanece. Hay que romper las barreras en la fusión de dos cuerpos, y buscar el resplandor último. Hay que convertir el tacto en un acto de conocimiento e integrar el deseo en el espíritu sin apagar su fuego.

 -   Un poema de El otoño de las rosas (Premio Nacional de Poesía) ,”El triunfo de la carne” empieza ahora a latir como una criatura deseada. Ambos callamos: “Me dabas sed y eras el agua toda, / y llegué a ti acaloradamente, /  y fui un ciego furor, una jauría / de blancos dientes en tu carne joven. / Intentaste apagar, y era una música, / El fuego de la antorcha con tu boca, / Y la sed que me dabas aún crecía. / Todo el lugar del mundo estaba en ti, /  y sólo mi tormenta lo habitaba. / Luchamos hasta el alba de aquel siglo, / Y al penetrar tu carne con mi fuego / el pecho se partía cada vez. / Y llegó la fatiga, y al vencerme / vencía yo también al fin un cuerpo / sólo mortal, y efímero, y terrible //  Al reposar la llama de la vida / puse mis labios con dulzura lenta / en torno a tu cintura, y los ojos / alcé para mirarte: con más luz, / con más belleza aún me sonreías. / Supe así la desdicha de la carne”.  El otoño de las rosas es junto a Palabras a la oscuridad, una de las cimas de la poesía de Brines. Se trata de un libro en el que, como indica José Olivio Jiménez, alternan las percepciones de orden metafísico y los signos vitalistas y posee una gran fuerza simbólica.

 -   Este es el libro del que me encuentro más cerca ahora. Si tuviera que regalar un libro a alguien que me quiere conocer, y me lee  por primera vez, lo haría con éste. Palabras a la oscuridad es el libro central de mi juventud, y El otoño de las rosas lo es de mi madurez. Mi persona es donde está mejor expresada. Son los libros más extensos de que he escrito. En cuanto a la fuerza simbólica apuntada por Olivio, el símbolo es una presencia indubitable en mi obra, y con respecto a la metáfora, al concretizar menos el significado, le da más margen creativo al lector. Rosa, mar, luz, sombra…son palabras muy simples, son tópicos, y sin embargo el campo significativo es en ellas inmensurable. Además son palabras que en el lector también pueden actuar simbólicamente en su vida personal, y eso las hace más universales. El símbolo se individualiza, y puede alcanzar una significación concreta, mediante las palabras que lo acompañan, y las connotaciones que producen en él.

 -  La cita de dos de los libros fundamentales de ese gran libro unitario que es toda la obra del poeta valenciano, me anima a preguntarle por el último poemario publicado hasta ahora, La última costa, que veo como una recapitulación de todos sus temas desde un final que no renuncia a volver a los orígenes, desde una vida casi cumplida, pero con aspiración de eternidad, y con la mirada todavía quemada por la belleza.

 -   La última costa tiene mayor gravedad, es más enjuto que El otoño de las rosas. Transcurre entre la infancia y la muerte: fíjate, mi último libro podría ser el primero que publiqué, escrito a los veintitantos años, me refiero  a Las brasas. Esto indica la circularidad. Sí, toda mi obra es un solo libro. Y permíteme qua aluda a un libro intermedio, Aún no, que Carlos Bousoño define como nihilista. Lo escribí en una situación anímica muy mala, lo que no quiere decir que no produzca gozo en el lector, porque  no tiene por qué producirte un mayor asentimiento estético el poema gozoso que el poema secamente dolorido; el placer receptor discurre al margen  de la circunstancia temática o anímica del autor. Así sucede también con una gran sinfonía, en la que un allegro radiante y un adagio tristísimo te proporcionan un equiparable placer al margen, repito, del sentimiento que te comunican, de alegría o de tristeza. En la vida real preferimos estar instalados en la alegría.

 -   En Aún no, existe alguna novedad como es la aparición del epigrama y la sátira.

 -    Sí, y no volví a ello, y no porque me disgustasen los resultados. Estimo que esa sección está bastante lograda, y me permitió ampliar mi poesía a un género nuevo en mí, la sátira, creo que con cierta personalidad. Surgieron nuevos procedimientos, descubrimientos expresivos, y mi inserción en una tendencia antiquísima y rica. Es decir no me limitó. Paradójicamente la escritura me brotaba con una gran facilidad, me bastaba con encontrar un motivo. Pero como no desvelaba  mis zonas de oscuridad, y sobre todo lo que predominaba era el ingenio, lo abandoné. Con lo escrito ya era suficiente.”

Un ejemplo remacha lo que el poeta ha dicho: “Eres mezquino en el oficio, todo / lo empobreces, reduces las carrozas /  a tartanas; aúñas cigarrillos, / dentaduras, y en plazas o tabernas / mudas reputación por risotada. / Eres chulo (y ladrón); mas no prestigias / oficio tan antiguo y respetable”.

 -   Las desnudas montañas que se divisan desde la casa de Francisco Brines en Elca  son poco a poco poseídas por una caudalosa sombra, y se adivina al fondo el “paisaje intocado, pero que está siempre en movimiento del mar”, como le gusta decir al poeta. “Se trata de un cuerpo vivo con distintas cadencias: desde la máxima quietud hasta la reacción más colérica”. Sombra y mar anuncian que ha llegado el momento de algunas confesiones, sin orden aparente pero con concierto.

 -   El poema acomete esa ilusión de detener el tiempo, de hacer que el instante transcurra sin pasar, efímero y eterno a la vez. En ese instante leo cuánto he gozado del amor físico, pero con qué poca frecuencia he estado verdaderamente enamorado. Al escribir, uniendo siempre vida y obra, el instinto es el del explorador, y la conciencia el del colonizador. Mi expresión quiero que posea la sencillez comunicadora de la palabra hablada, pero escribo como pienso. El pensamiento debe clarificarse, y la expresión, repito,  debe parecerse al habla cotidiana. Y hablando de claridad comprendo muy bien con el paso de los años cuál ha sido mi relación, aparte de la amistad, con el grupo de los Cincuenta, que durante una etapa adoptó un compromiso ideológico, político, del que los más jóvenes, Claudio Rodríguez y yo, nos quedamos al margen, y el resto también abandonó ese territorio muy pronto. Quien persistió más fue Ángel González, porque en él era más necesario, y  en ese terreno su ironía era magistral. La poesía social del grupo, estaba mucho más elaborada, cuidada, que la anterior, ya no se dirigían al obrero que no los leía, sino al burgués, fustigando su conducta con un lenguaje más indirecto, menos obvio, que se supone que éste entendería. Bien, quizá estoy mezclándolo todo, pero hoy tengo necesidad de manifestarme interior y exteriormente”.

 -   Aprovecho entonces esa disposición para  abordar otras cuestiones como, por ejemplo, su labor  en la Academia o su doble pasión por el fútbol y los toros.

 -  Desde que hace año y medio ingresé para ocupar el sillón del dramaturgo Buero Vallejo, siempre que estoy en Madrid acudo los jueves a la Academia. El ambiente allí es de gran cordialidad y cortesía. Mi papel claro, en las reuniones es el de creador, no el de lexicógrafo. Y en lo que se refiere a lo que denominas dos grandes pasiones, es cierto soy buen aficionado al fútbol y entiendo algo de toros. Los toros suelen ser aburridos, pero a veces brilla el arte; el fútbol siempre es divertido, pero nunca es arte. En el  toreo se puede detener el tiempo, en el fútbol, por el contrario, todo es velocidad, rapidez. Para mí, el arte es lo primero.

 -   Francisco Brines  sigue haciendo una vida normal, a pesar de la decena de pastillas que debe tomar para que el corazón no le vuelva a jugar una mala pasada. Ha vuelto a releer  a Juan Ramón Jiménez, con la misma fruición de la adolescencia, y tiene bastante avanzado un nuevo libro de poemas. Brines, que muestra su extrañeza cuando le pregunto si algún día ganará el Cervantes, espera como algo real  e ilusionante   tener en sus manos  la antología de su obra que ha preparado Dionisio Cañas, titulada Todos los rostros del pasado, como uno de sus poemas, y que ha publicado Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. Su actitud ante la existencia sigue siendo la del que apura los momentos hasta la última semilla del placer, consciente a la vez  de la pérdida final, a la que se enfrenta con estoicismo, y sin encontrar argumentos para la existencia de un Dios que nos asegure la supervivencia después de la muerte.

 -  Soy un agnóstico que quisiera tener fe. Me gustaría que los creyentes tuvieran razón, que no se perdiera la identidad del ser, que no se terminara la existencia como tal, pervivir del modo que sea. Lo que no puedo aceptar es una supervivencia  con castigo.

 -  En el firmamento de este lugar mítico llamado Elca, hay un enjambre de astros en los que  una vez más, se quema de belleza su mirada, y que, de nuevo, nos devuelve a la poesía de Brines, a su sed inagotable, presente en uno de los poemas aún no publicado en libro: “Hay veces en que el alma / se quiebra como un vaso, / y  antes de que se rompa / y muera (porque las cosas mueren / también), llénalo de agua / y bebe, / quiero decir que dejes / las palabras gastadas, bien lavadas, / en el fondo quebrado / de tu alma, / y, que si pueden, canten”.

 -   Sí, mientras tenga aliento, y ella quiera visitarme, seguiré escribiendo poesía

 Un ave cruza el cielo. Al fondo se ven las luces del puerto y ciudad de Denia.

 

                                                                   

                                    

 

   

                          

               

                           

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lostalé

5 de mayo de 2016

Esta historia empieza con una escritora ante la pantalla de su ordenador. Le han pedido que escriba un texto y ese es su oficio, un encargo así no debería incomodarla. Pero, ¡ay!, le han solicitado un cuento hermoso, una historia bonita y para la escritora “narración bonita” es un oxímoron, una contradicción en los términos o, así lo siente ella, una falsedad, una mentira. La escritora es una mujer llena de manías y prejuicios: le desagradan los finales felices, detesta a los autores que hablan de sí mismos en tercera persona, como si fueran jugadores o entrenadores de fútbol… Esa fastidiosa escritora soy yo, Clara, como sin duda habéis adivinado.

 

En los momentos difíciles de la vida hay quien se encomienda a Dios, a la Vírgen, a Alá, a Jehová, a Zeus, Afrodita o Neptuno; yo siempre recurro a Chéjov, al viejo Antón, mi escritor favorito. ¿Qué haría Chéjov en mi situación?, me pregunto, buscando una salida, una orientación. A diferencia de otros grandes de la literatura rusa del sXIX, Antón Chéjov no era de familia noble; su abuelo había sido esclavo, su padre, un tendero sin suerte cuyo negocio quebró. Empezó a escribir para ganar dinero con el fin de sufragar sus estudios de medicina y ayudar a su numerosa e improductiva familia. Firmaba sus primeros cuentos con un seudónimo porque esas narraciones de tono humorístico, escritas apresuradamente, le avergonzaban. Y un día recibió una carta del mayor crítico literario ruso de la época, Dmitry Grigorovich; en ella, el insigne hombre de letras ponderaba su talento, se confesaba seguidor suyo y le alentaba a no desperdiciar su don, esa chispa de genio; en resumen, le encarecía que se tomara en serio el oficio de escritor, ces’t à dire, que escribiera historias serias. Esa carta fue un regalo inesperado para Chéjov y también un espaldarazo, una señal: cambió su destino. A partir de entonces empezó a firmar sus narraciones con su propio nombre y abandonó la vena cómica para abordar otro tipo de historias, esos cuentos imperecederos en los que el escritor ruso ahonda en los conflictos y contradicciones de la naturaleza humana como nadie hizo antes. Antón Chéjov no sólo fue un inmenso escritor, también una buena persona; fundó hospitales, escuelas, bibliotecas, atendió como médico, sin cobrarles, a centenares de campesinos pobres… Era lo más parecido a un santo laico que quepa imaginar, pero nunca escribió sobre ello, nunca hizo alarde de sus buenas obras, ni pergeñó una historia hermosa y conmovedora sobre un joven escritor al que la carta de reconocimiento y apoyo de un viejo maestro infunde una nueva confianza en sí mismo y en sus capacidades, transformando su vida; no hizo nada de eso, sino que publicó, una tras otra, con fertilidad asombrosa, historias tristes. Se lo reprochaban sus amigos, sus lectores: usted, le decían, es un hombre alegre, optimista, ¿por qué escribe siempre esas historias tristes? Él esbozaba una sonrisa benévola, distraída, y se encogía de hombros, como diciendo, la vida es triste, no puedo hacer otra cosa.

 

De forma que en esta encrucijada, Chéjov no me sirve. Fiel discípula suya, yo también sostengo con fervor que para ser literaria una historia tiene que ser, si no triste y desoladora, sí un punto melancólica, nostálgica, desesperanzada. Y sin embargo…

 

Y sin embargo, a veces en la vida una tropieza con historias hermosas, conmovedoras, que cargan sobre sus espaldas con esos adjetivos detestables, ñoños, apropiados para las fábulas morales de los libros de autoayuda, del todo incompatibles, ya lo hemos dicho, con la verdadera literatura. Pero allí están. Son reales, han sucedido. ¿Qué hacemos con ellas? ¿No son dignas de relatarse porque no cantan desventuras?

 

Me viene a la memoria una de esas historias. Me tropecé con ella en el curso de mi investigación sobre la última guerra de los Balcanes, a la que dediqué tres años. (Chéjov, hombre generoso y pródigo en todo, también en consejos a escritores bisoños, recomendaba escribir sobre lo conocido, lección que no he seguido en mi última novela, “La hija del Este”. Los maestros están para escucharlos y luego desobedecerlos.) Es la historia de la Haggadah de Sarajevo.

 

La Haggadah (palabra que en hebreo significa narración), es un libro religioso judío que se lee en la noche del Pésaj, la Pascua judía, cuando las familias hebreas se reúnen para celebrar la liberación y salida del pueblo de Israel de Egipto. Hay distintas versiones de la Haggadah, pero todas contienen bendiciones, cánticos y textos del Libro del Éxodo. Cualquier familia judía que se precie tiene su ejemplar de la Haggadah. Allá por el año 1350, un escriba de bella caligrafía, ayudado por algún primoroso ilustrador, o ilustradores, culminó una obra única, prodigiosa, una Haggadah manuscrita en lengua sefardita, en el ladino que ya casi ha desaparecido. Para su confección se empleó piel de becerro blanqueada y las ilustraciones se hicieron en oro y cobre. Tiene 142 páginas, de las cuales 34 son ilustraciones, miniaturas. La fecha y la autoría de la obra son un misterio, propicio a conjeturas; hay una certidumbre, no obstante: esa Haggadah procede de España, del antiguo Reino de Aragón, probablemente del barrio judío, o call, de mi ciudad, Barcelona; un escudo de la misma figura en ella, así como dos escudos de armas en los márgenes inferiores, uno con una rosa y el otro con un ala, lo que hace suponer a los expertos que ese libro exquisito fue un regalo de bodas para los hijos de las familias Shoshán (rosa en hebreo) y Elezar (Ala en hebreo), quienes con su enlace sellaban la unión de dos de las estirpes más distinguidas de la comunidad judía de Barcelona. Los entendidos especulan con la posibilidad de que algún cristiano participara en la elaboración del manuscrito, pues la religión judía prohíbe la representación de figuras humanas y en las ilustraciones del libro abundan esas imágenes prohibidas: ¡Adán y Eva desnudos!, ¡hebreos de la época del rey David ataviados con las ropas propias de los cortesanos de la España medieval! Todo muy irregular, desde el punto de vista de la ortodoxia judaica. Ese librito único encierra otros portentos, como globos terráqueos, esa herejía por la que Giordano Bruno fue quemado vivo 200 años más tarde. Fue un regalo muy bien recibido, manchas de vino y agua en las páginas de pergamino atestiguan su uso, se brinda y se bebe en la cena del Pesaj… La convivencia feliz de las tres culturas y las tres religiones, cristiana, hebrea y musulmana, no había de durar mucho: en el año aciago de 1492, ese mismo año en el que Colón descubrió América, los muy católicos reyes de España, Isabel y Fernando, decretaron la expulsión de los judíos.

 

Y la Haggadah viajó con sus atribulados dueños; otra expulsión, otro éxodo. Quiere la leyenda que recalara en Portugal y que en 1497, cuando ese infame invento español, la Santa Inquisición, se propagó a ese reino, manos precavidas la enterraron para salvarla de los autos de fe. Años después fue exhumada de entre las raíces de un olivo y vendida a una familia judía, la cual se la llevaría a Roma o a Venecia; la suerte la acompañó en el exilio: en 1609, el inquisidor Vistorini estampó el nihil obstat en sus páginas y la autorizó con su firma, librándola de nuevo de la furia purgadora del Santo Oficio. Nuestro inquieto libro prosigue su periplo y llega a Sarajevo, cuando esta ciudad todavía se hallaba bajo el imperio otomano. No pudo encontrar mejor destino, Sarajevo, la pequeña Jerusalén, era una ciudad multiétnica en la que convivían las tres religiones del Libro, la cristiana (católicos croatas y ortodoxos serbios), la musulmana y también la judía, pues a mediados del sXVI se asentaron en ella numerosos judíos sefarditas expulsados de España (quién sabe si algún descendiente de aquellos Shosha o Elazar que fueron sus primeros dueños…) Una noche del año 1894 la familia Cohen celebra en Sarajevo la Pascua hebrea. El joven Josef, el primogénito, llamado a perpetuar la tradición familiar y a ejercer de médico, lee con voz temblorosa, llena de emoción, los conocidos versos de la Haggadah: El hambriento será bien acogido y se le dará de comer, al sediento se le calmará la sed… Los conoce de memoria y esa Haggadah tan manoseada forma parte de su existencia desde que le alcanza el recuerdo. Aquella madrugada sale de su casa, furtivo y silencioso como un ladrón; lleva consigo la Haggadah. Josef Cohen no quiere ser médico, la sola visión de una gota de sangre le produce náuseas; tampoco desea casarse con una joven de la comunidad sefardita de Sarajevo y pasar el resto de su existencia en esa ciudad; él ha urdido para sí otro destino, sueña con ser actor y triunfar en los escenarios de Viena, Praga o Budapest. Ofrece la Haggadah a la Benevolencija, una sociedad humanitaria y cultural establecida por la comunidad sefardita de Sarajevo, la cual lo adquiere por el precio de 150 Kruna. Josef Cohen no volverá a Sarajevo, ni sabrá nunca más de su familia, en cuanto a su carrera artística… Podéis imaginar lo que queráis, Josef, mi Josef, es maleable, como todos los personajes de ficción; del verdadero Josef, el hombre de carne y hueso que a finales del sXIX vendió el libro judío, nada se sabe, quienes lo conocieron han muerto hace mucho tiempo y con ellos sus recuerdos.

 

Lo primero que hicieron los ufanos nuevos propietarios de la valiosa Haggadah fue enviarla a Viena para su valoración por expertos. Y al punto se arrepintieron. ¿Y si no nos la devuelven? La rapacidad de los amantes de las antigüedades en el SXIX es conocida, las magníficas colecciones del Louvre, el British Museum o el Pérgamo de Berlín, dan fe de ella. Pero la Haggadah regresó a Sarajevo veinte años más tarde, algo decrépita y desmejorada, aliviada del peso de sus ribetes de oro y plata por dedos codiciosos. La visita a Viena no fue en vano, la Haggadah de Sarajevo adquirió renombre. Conscientes de ello, los sucesivos directores del Museo Arqueológico de Sarajevo fueron precavidos. Ese libro preciado nunca se exhibió, fue guardado bajo llave en un lugar seguro y únicamente podía ser consultado por los elegidos. Se ocultaba al público, pero todo el mundo sabía de su existencia. Cuando las fuerzas alemanas entraron en Sarajevo en 1942, el general alemán Johann Fortner se dirigió de inmediato al museo de la ciudad y exigió la entrega del manuscrito a su director, el croata y, por tanto, aliado, Jozo Patricevic.

 

-¡Qué extraña coincidencia! Hace menos de una hora ha venido un oficial alemán y se lo ha llevado- dijo, sorprendido, Patricevic.

 

Fortner quiso saber el nombre del compañero de armas que se le había adelantado y el director del museo repuso que no le había parecido prudente preguntárselo.

 

El general se tragó el embuste. Tras su marcha, el director y el custodio del museo, el musulmán Dervis Korkut, urdieron un plan para poner el libro a salvo. Esa misma noche, el intrépido Korkut desafió la luna traicionera y las patrullas alemanas y, campo a través, con la Haggadah oculta entre sus ropas, se la llevó a una aldea, en la falda de la montaña de Bjelasnica, y con la ayuda del imán la enterró bajo el suelo de la mezquita. O eso dice la tradición.

Tras la derrota alemana y la liberación de Bosnia, la Haggadah volvió al museo, que tenía un nombre nuevo: Museo Nacional. Centenares de miles de judíos perecieron en Jasenovac, Auschwitz, Gradiska, Jadovno y otros campos de concentración establecidos por los nazis y sus aliados croatas en el territorio de lo que pasó a llamarse República Federal Socialista de Yugoslavia, pero nuestra Haggadah sobrevivió.

 

Pasan los años, las décadas, muere Tito, se desmorona Yugoslavia. Una gran exposición de arte sefardita se prepara en Madrid para conmemorar, en 1992, el 500 aniversario de la expulsión de los judíos de España. La Haggadah de Sarajevo estaba llamada a ser la estrella de esa efeméride, pero la guerra de Croacia en 1991 impulsó al museo de Madrid a pedir un seguro por 7 millones de dólares.  Los organizadores tuvieron que desistir de su propósito, el libro se quedó en Sarajevo y junto con la ciudad, su ciudad, aguardó la nueva guerra, que estalló en abril de 1992. Durante el prolongado asedio de Sarajevo, sus habitantes desatendieron sus antiguas ocupaciones por un nuevo y absorbente empeño: sobrevivir. Pero cuando el Museo Nacional de Sarajevo se convirtió en objetivo del fuego serbio, su director, el musulmán Enver Imamovic, cambió de prioridad. Se las apañó para persuadir a un par de policías para que le acompañaran al museo bajo una lluvia de granadas y morteros. El jefe de policía le preguntó si el libro que quería rescatar era tan valioso como una vida humana e Imamovic, imperturbable, le contestó que sí. A velocidad suicida circularon por las calles vacías de la ciudad sitiada, consiguieron entrar en el museo y perdieron horas deambulando por sus pasadizos y sótanos hasta dar con la caja fuerte donde se guardaba el libro. Uno de los policías, experto en cerraduras, logró abrirla, y con el manuscrito protegido por sus cuerpos salieron de nuevo al exterior y otra vez sortearon balas, bombas, morteros, hasta depositar la Haggadah en la bóveda blindada del banco central. Y así fue como un puñado de bosnios musulmanes arriesgaron sus vidas por un libro judío.

 

En la guerra de Bosnia perecieron más de 100.000 personas, varios millones de habitantes fueron desplazados de sus casas, de sus pueblos y aldeas, la biblioteca de Sarajevo fue incendiada, ardió durante días y con ella dos millones de libros, pero la Haggadah, nuestra Haggadah, no.

 

Tras la guerra, rumores malévolos extendieron la especie de que el gobierno musulmán la había vendido para comprar armas. El Presidente Izetbegovic quiso desmentir esos infundios y ordenó trasladar el libro a la sinagoga de Sarajevo, para su exhibición al público durante la Pascua judía. Indignado, Imamovic, presentó su dimisión. No podía aceptar que aquel manuscrito, que apreciaba más que su propia vida, fuera expuesto a quién sabe que nuevos azares por la fanfarronería temeraria de un político. Fue una premonición; la Haggadah tuvo que afrontar un nuevo peligro por causa de la incuria y mala voluntad de un gobierno. Bosnia- Herzegovina  es un país imposible, los acuerdos de Dayton, que sellaron la paz en 1995, son un remiendo; no se ha creado un ministerio de cultura, ni institución que haga sus funciones, no hay interés político en preservar el legado cultural común y el Museo Nacional, privado de fondos y apoyo oficial, tras una larga agonía, cerró sus puertas el pasado año. Sus gestores no podían pagar la electricidad, el gas, ni la seguridad. Los 65 empleados del museo trabajaron sin sueldo, sin aire acondicionado, sin calefacción, durante un año entero, aguardando un milagro que impidiera el cierre. En octubre del 2011 se reunieron todos por última vez en torno a la fuente del jardín botánico, en el recinto de la institución, arrojaron al agua una moneda y formularon el deseo compartido de que el museo pudiera abrirse de nuevo. Antes de abandonar el edificio clavaron un letrero en sus recias puertas de madera con la leyenda “Cerrado” y luego se fueron a sus casas, mucho de ellos llorando.

 

Estudiantes de Sarajevo se encadenaron a los pilares del edificio, en una protesta desesperada a la que puso término la policía. Los aguerridos jóvenes dejaron una bandera en el museo, con un mensaje dirigido al gobierno de Bosnia-Herzegovina: “¡Deberíais avergonzaros!”

 

¿Y la Haggada, nuestra Haggadah?

 

El museo Metropolitan de Nueva York ofreció darle hospedaje durante tres años, pero una oscura “Comisión para la preservación de los monumentos nacionales”, el organismo gubernamental del que depende la Haggadah, condicionó la salida del libro a una hipotética resolución de la incertidumbre legal del museo, de modo que la Haggadah se halla en el limbo, ese misterioso no lugar en el que penan o levitan los muertos inocentes. El antiguo director del museo, Imamovic, teme que la UNESCO acabe por incautarse del manuscrito, pues tiene la misión y la facultad de velar por las obras de arte de relieve internacional en riesgo de destrucción o pérdida, a no ser…

 

A no ser que la fortuna, la baraka, o la divina providencia que nunca han abandonado a la Haggadah en sus ajetreados seis siglos de existencia, vuelvan a manifestarse bajo la forma de otro individuo anónimo, un eslabón más en esa cadena de gestos solidarios que ha logrado preservarla durante tanto tiempo, quien logre rescatarla de ese limbo jurídico y la devuelva a la vida, porque a diferencia de otros objetos y artefactos construidos por el hombre, que son perecederos, los libros nunca mueren, renacen cada vez que alguien los abre, pasa sus páginas, lee: El hambriento será bien acogido y se le dará de comer, al sediento se le calmará la sed…

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Clara Usón

5 de mayo de 2016

 

 

Salvatore Arcidiacono nació en 1923 en Messina (Sicilia), donde murió en 2007.
Entre otros libros, ha publicado: Omaggio a Scilla, Giri di bussola y Cerchio di sale.

 

 

 

 

 

 

TIERRA Y MAR

En la tierra solo y extranjero,
en el mar me acompaña la gaviota
en la tierra soy un árbol desarraigado
en el mar espiga de la ola
en la tierra encarno la desolación
en el mar el último sentido de la vida.


OCASO EN EL MAR


Mientras sabias gaviotas
trazan signos
de antiguas escrituras
lleva al corazón olas de paz
este ocaso en el mar.
En la playa pescadores
aparejan barcas
para el atún.
Yo enciendo otro cigarrillo
única compañía
en el búnker de mi soledad.


LA OLA

Qué frágil me siento
frente a tu inmensidad
ola que así como te rompes
te recompones.
Mudable y eterna
sólo tú no conoces cadenas
sólo tú eres inmune
a heridas y derrotas.


COMO UN DESPERTAR


Si quieres dar sentido
a la vida, recuérdala.
Recuérdala como un despertar,
un canto, un sonido.
Y concilia su realidad
turbia y enmarañada
con la transparencia del mar
la suprema fuerza de la ola
y la fascinación de su misterio.


VANA CARRERA

Es alta desde esta torreta
la maravilla
de la extensión del mar.
Allí descubro mi imagen
que ondea, vacila, se descompone:
como la vida humana
que efímera corre
su vana carrera.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Salvatore Arcidiacono

28 de abril de 2016

De qué está hecho, no lo sé.

Quizá de alguna clase de madera liviana

como el sauce,

o de escamas de cobre,

o del cristal que deja el caracol entre la hierba,

impuro y desenvuelto.

Difícil decidirlo a esta distancia.

La luz del mediodía

lo envuelve en brillos submarinos

como si fuera un ancla descansando en la arena.

Pero no está en el fondo de ningún mar

sino en la tierra,

sobre la tierra,

con sus raíces bien plantadas y el torso expuesto.

Respira el mismo aire que nosotros,

el mismo clima,

aunque el viento que emerge al final de la tarde

le haga mover las aspas de sus brazos

y parezca una estupa con banderas de oraciones.

Algo está claro: tiene ritmo. Sólo un maestro

ajustaría así cada fragmento,

las venas invisibles.

 

De qué está hecho, no lo sé.

El cielo, cada vez más teatral, me confunde.

Doy vueltas a sus formas con los ojos

y estudio cada muesca,

cada surco,

creyendo hallar correspondencias.

Hablo con él como con un hermano

pero me ignora como un hijo.

Una estatua de espinas, una cruz emplumada.

Y ese poco de sombra

que prospera en las horas muertas.

Visto de arriba abajo

es lo que tú quieres que sea.

Visto de abajo arriba

es lo que tú podrías ser.

En cualquier caso, estás perdido.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Doce

25 de abril de 2016

 

A lo peor mi sombra se oscurece,

se emborrona, se nubla, se abotona,

se arremolina en su tiniebla, se alimenta

de mi piel y mi voz y mis tejidos,

de solitarias glándulas, de túneles calientes,

de vértebras y cauces, de órganos simétricos,

y mi sombra asomándose a la luz

se cansa de ser sombra, se incorpora,

se apodera del cuerpo en un descuido,

se tumba a meditar, entra en reposo,

palidece en su nueva densidad,

mientras me voy volviendo transparente,

enmudezco, me apago, entre estertores

contemplo mi cadáver, estoy solo,

no sé cómo ni dónde, pero escucho

sangre arriba una puerta que se cierra,

unos pasos se alejan

poco a poco.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo García

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