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     La obra de Francisco Brines (Oliva, 1932) es una de las más importantes del panorama poético actual, hombre arraigado a la poesía desde muy joven, gran amigo de Vicente Aleixandre, poeta perteneciente a la Generación de los cincuenta, junto a figuras tan importantes como Caballero Bonald o Ángel González, entre otros, comenzó su obra con Las brasas (1960), el cual ganó el Premio Adonais, posteriormente fue valedor del Premio de la Crítica por Palabras a la oscuridad.

En 1986 escribe, tras otros libros tan deslumbradores como Aún no (1971) o Insistencias en Lúzbel (1977), una de sus obras más importantes, El otoño de las rosas, que ganará el Premio Nacional de Poesía en 1986.

    Recientemente ha ganado el Premio Reina Sofía y sigue siendo uno de los poetas más prestigiosos de la poesía española contemporánea, uno de los referentes fundamentales de una lírica elegíaca, donde la emoción y la importancia del paso del tiempo cobran especial relevancia.

     Siempre se ha considerado deudor de poetas de la talla de Luis Cernuda, Vicente Aleixandre o Juan Gil-Albert, donde la palabra poética se ha convertido en todo un ejemplo ético y estético, donde el poema cobra especial relevancia como forma de reflexión vital, donde el hombre se encuentra con sus certidumbres y sus emociones esenciales.

     Su importancia y trascendencia para la literatura española contemporánea está fuera de toda duda, siendo uno de los poetas más estudiados por investigadores extranjeros en la actualidad, además de uno de los más valorados por nuestros críticos y escritores, ya que refleja una obra madura y hermosa sobre la importancia de la infancia como etapa feliz de la vida y la relevancia del paso del tiempo en ese proceso de vivir que tanto ha preocupado al poeta valenciano.

 

 LA POESÍA DE FRANCISCO BRINES

 

    En sus poemas, y a lo largo de toda su vida, existe un paraíso llamado Elca, donde Brines ha soñado las cosas, ha transitado por las emociones y ha dejado afectos inolvidables.

   Si para Cernuda España era, en su poesía, Sansueña, para Brines, Elca es la tierra valenciana, su Oliva natal, donde crecen los naranjos, la luz del mediodía, el esplendor entero de la huerta.

    Para José Olivio Jiménez el tiempo es clave en la poesía de Brines y la belleza de las cosas que pasan, siempre tamizadas por el paisaje levantino: “Y como marco, la belleza y fragancia de la pródiga naturaleza levantina, en compañía –y fortalecimiento- de la humana fragilidad” (José Olivio Jiménez, La poesía de Francisco Brines, Renacimiento, Sevilla, 2001, p. 23).

     Es cierto que Brines inunda al poema de meditación desde Las brasas hasta su último libro hasta la fecha La última costa, si en el primero aparece el anciano que contempla al niño que fue, en el último, la constatación de la vejez es plena, el tiempo ha pasado irremisiblemente.

     Su poesía es también una continua reflexión sobre el absurdo de la vida, sobre su fantasmagórica realidad. Dice muy bien Francisco José Martín en su estudio El sueño roto de la vida lo siguiente: “La vida es un destino ciego, un fracaso. La vida es un don gratuito al que accedemos sin merecimiento alguno” (Francisco José Martín, El sueño roto de la vida , Aitana Editorial, 1977, p.82).

    En otra página de este libro dice algo muy revelador sobre la obra de Brines:

“Lo que nos entrega Brines es la doble faz irreductible del mundo, su hermosura y su miseria. Situada en la antesala de la muerte, a la luz del crepúsculo, el poeta efectúa su Homenaje y reproche a la vida” (p.87).

      Todo ello, me lleva a interesarme por dos momentos claves en la poesía del valenciano, su primer libro: Las brasas (1960) y el último, La última costa (1995). En los treinta y cinco años que distancian a ambos, el poeta ha escrito sobre el tiempo, sobre la infancia perdida, sobre el amor que se escapa furtivamente de madrugada, sobre la luz del Mediterráneo, etc.

    En Las brasas aparece el hombre viejo que le visita (recordemos que Brines era un joven poeta en ese momento). Ya aparece en el libro el tiempo, su hondura sobre las cosas, la certeza de la fugacidad de la vida, el efímero transcurrir de nuestros sueños. El poema que comento pertenece a “Poemas de la vida vieja” y dice: “El visitante me abrazó, de nuevo / era la juventud que regresaba / y se sentó conmigo” (vv.1-3).

     Si en ese momento hay lozanía (juventud), en los versos que siguen, como si el tiempo del día hubiese transcurrido dando lugar a la noche, el joven ya es viejo: “Vela el sillón la luna, y en la sala / se ven brillar los astros. Es un hombre/ cansado de esperar, que tiene viejo / su torpe corazón, y que a los ojos / no le suben las lágrimas que siente” (vv. 15-19).

      Desde el comienzo al final hay todo un proceso existencial, sin olvidar que ese  hombre  que  visita  al  poeta llevaba tristeza, la misma que anidaba en él:

 “Se contaba a sí mismo / las tristes cosas de su vida, casi / se repetía en él la triste vida” (vv. 6-8).

        Lo que nos dice el poeta valenciano que ese visitante es él mismo, el cual se contempla desde el espejo del tiempo, tornando la vejez en juventud y viceversa. El poeta y, por ende, el ser humano, no puede cambiar el destino que la vida, en su fluir, nos va dejando.

         Siempre aparece en este libro las sombras, no es arbitrario el primer verso del poema II:   “La sombra de la tierra va creciendo”, la noche: “sube los aires, y la noche queda / sobre el alto tejado de la casa” (vv. 2-3).

        También la sombra que interviene en la naturaleza afecta por igual al hombre y a su universo, para dejarnos un ámbito de tristeza: “Se ensombrece el naranjo, y azahares / huelen por el desván, pesan los muros / y el hombre que la habita se detiene / para pensar vanos recuerdos” (vv. 4-7).

        Si nos fijamos en el último libro de Brines, La última costa (1995), el mundo del poeta no ha cambiado, es el mismo universo teñido de sombra donde el tiempo ha horadado toda su esencia. Lo expresa muy bien en el poema “Pérdida del Dios que fui”: “Fue aquella tarde un tizón, / y después fue violeta / todo el aire. Blancas luces / en el cielo destellaron. / Y ya oscuro / Larga noche. / Y al llegar la madrugada / del cuerpo nació la sombra”. (vv. 1-8).

      Como podemos ver, para Brines es importante la luz, siguiendo la senda de los pintores valencianos, ya que, en muchos de sus poemas, hay referencias al color (aquí violeta), pero predomina en el poema el destino adverso, a través de la larga noche, en ese itinerario que nos recuerda al mundo de San Juan de la Cruz en busca de la unión del alma con Dios. Pero aquí no hay fusión, sino renunciamiento, espejo del fracaso de la vida.

      Y refleja todo ese mundo de esplendor que se convierte en nada en un bello poema titulado “El azul” (otra referencia al color), cuando dice: “Busqué el azul, perdí mi juventud. / Los cuerpos, como olas, se rompían / en arenas desiertas”. (vv. 1-3). La comparación de los cuerpos como olas nos empuja a la sensualidad mediterránea, a la belleza de un espacio único, donde no hay nadie que rompa la belleza del momento: “arenas desiertas”.

        También el jardín, símbolo clave en su poesía (como lo fue también para César Simón, como comentaré en el estudio que le dedico), donde nacen las rosas, pero también la tentación carnal: “Hubo amor / en el rincón florido de mi jardín / clausurado” (vv. 3-5). ¿Por qué clausurado? Sin duda, es espejo del paso del tiempo que nos niega el amor.

        Pero el final nos estremece: “Voy llegando al final. Ciega mis ojos / un desnudo azul iluminado” (vv. 7-8). Como vemos, ese azul no es otro que el universo que ya no se rinde a sus pies, sino que se muestra, triunfante, sobre nuestra pobre caducidad humana.

        Siempre hay, como dije antes, en Brines luz y fulgor, desde Las brasas y en otros libros tan representativos de su obra como Aún no o Insistencias en Luzbel, sin olvidar el maravilloso El otoño de las rosas, pero también hay sombra, clara antítesis de las oposiciones claves en el ser humano: vida-muerte, dicha-dolor. Si es un “desolado azul iluminado” es que el destello pervive, continúa el fulgor de la Naturaleza, pero  no el del hombre, condenado a no vivir eternamente.

      Cito las palabras de David Pujante en su libro Belleza mojada, cuando dice acerca del poema “Pérdida del dios que fui”, perteneciente a La última costa algo que sirve para entender este cierre que supone el libro y que nos hace reconocer al mismo poeta que escribió Las brasas: “Sintetiza uno de los mitos básicos de la escritura de Brines, el del desengaño, el de la pérdida de la inocencia” y, a la vez, sintetiza, en expresión manifiesta, por primera vez, lo que hay tras su mitología escritural, la originaria lucha entre el yo oscuro y el yo social” (David Pujante, Belleza mojada, Renacimiento,2004, p. 283).

        Y esa lucha que señala Pujante es la que mantenía el poeta en Las brasas entre el viajero y el vate, (el hombre social que conoce gente y el que permanece en la oscuridad de su casa, pero ambos tocados por el sino de la soledad, ya que no hay mayor soledad que la de aquel que viaja siempre, ni mayor desolación que la que siente el que contempla la vida de los demás a través de balcones (símbolo clave en la poesía de Brines), ya que refleja el espacio imposible de traspasar del interior al exterior).

      Ese antagonismo, aparente, sólo conduce a un solo hombre, desdoblado entre el interior (el poeta que medita la vida) y el exterior (el viajero, ser social, que la vive sin vivirla en realidad). Son espejos que están marcados por el sino del destino trágico de la vida.

         La relación entre los dos libros es muy clara (como si representasen las dos caras de una misma moneda). Pujante la vuelve a señalar, cuando dice: “El anciano habitante de aquella solitaria casa rural, aquel yo poético, que no podía ser el joven Brines que con veintitantos años construyó Las brasas, en realidad era una radical intuición que ahora se materializa” (p. 287).

         Se refiere al hombre contemplativo que mira su vida en el poema “Espejo en Elca”. Y es cierto, ya que Brines anticipa en el joven el sino de la vida, su certeza que le llevará a contemplarse anciano, como si llevase ungido en su interior el estigma de la condición humana.

        En definitiva, Brines ha condensado su pensamiento y en la simplicidad de un lenguaje exento de retoricismo, pero no por ello ausente de buena literatura, encuentra la mejor forma para expresar lo que representa su hondo sentir poético: la elegía al tiempo que se nos va, la búsqueda del paraíso de la infancia, terreno que le marcó siempre.

      Me refiero a esa Elca donde anida el Mediterráneo y su luz especial que destella en sus poemas, con la luminosidad de la buena pintura levantina, lo que nos obliga a leer de nuevo, para encontrar nuevos sentidos a tanta hondura existencial.

       Refleja la obra de Francisco Brines un legado que ha de perdurar y cuya influencia es manifiesta en otros poetas de la tierra (Marzal, Gallego), porque no es una voz impostada, sino verdadera, cuyas certidumbres sobre la vida están muy cerca de las nuestras.

       A continuación, le dedico un apartado al que considero uno de los mejores libros de Francisco Brines, donde consigue aunar todos los temas que han hecho posible una de las mejores obras de la literatura valenciana en castellano,

 

 

EL OTOÑO DE LAS ROSAS: EL GRAN LIBRO DE FRANCISCO BRINES

 

  Llegó El otoño de las rosas publicado por la Editorial Renacimiento en Sevilla, en 1986. Y llega este libro en un momento culminante de su poesía, el poeta expresa su amor por la vida (tema ya aparecido, pero ahora con diferente tono).

    Dionisio Cañas lo dijo muy bien en un estudio sobre Brines: “Esta obra es el ejercicio de una mirada retrospectiva llena de amor y fervor por haber tenido el privilegio de la vida” (“Francisco Brines, plenitud y entusiasmo de un canto otoñal”, Ínsula, núm. 485-486, 1987). Es cierto, el poeta se siente afortunado, privilegiado, frente a otros que no han pensado la vida, él conoce el placer de verse viviendo, entregado al instante, tan lleno de emociones.

   Son más de setenta poemas, sin separación interna (como era habitual en otros libros del poeta) en secciones o apartados.

  José Olivio Jiménez considera en su estudio La poesía de Franciso Brines a este libro como “el más alto sitio de la obra total de Brines: su libro más pleno y sugerente”. Llama a este lugar pleno de creación al que llega Brines como una “conjunción de nihilismo y vitalismo”, es decir, una tensión entre dos fines: la Nada (nihilismo) y la vida (vitalismo).

   Olivio nos advierte en el estudio citado lo siguiente: “El camino hacia la constatación afirmativa de la vida, que se ensancha abiertamente es este libro, venía preparándose desde muy atrás en la obra de Brines”, y, puntualiza “Uno de ellos ocurre, nada menos, que en la sección inicial de Insistencias en Luzbel, la más “conceptual” de aquel libro y de toda la poesía del autor”.

   Se  refiere  a  “Respiración hacia la noche”  cuando dice lo siguiente: “Alegría es la luz, el aire, / la carne es alegría, / y cuando se fatigan y se apagan / entonces son visibles. / La luz, la carne, el aire, el daño”. Como vemos, hay júbilo, pero al final aparece la palabra “daño” como si esa plenitud no fuese completa, pues el dolor es telón de fondo de la vida.

   Dicho esto, veamos esa vivencia de plenitud que se ensancha en el poema “El otoño de las rosas”, dice así: “Vives ya en la estación del tiempo rezagado: / lo has llamado el otoño de las rosas. / Aspíralas y enciéndete. Y escucha, / cuando el cielo se apague, el silencio mundo” (vv.1-4). Vemos el deseo de vivir: “aspíralas y enciéndete” porque ha llegado a la madurez de la vida “el otoño”, el símbolo del instante, lo efímero y lo bello es evidente: la rosa. Se equipara a la vida por su hermosura y brevedad.

   No importa que haya llegado ese momento, el poeta quiere vivir, pero sabe la gran verdad del acabamiento de lo humano. “Y escucha, / cuando el cielo se apague, el silencio del mundo”.

  Ha de llegar ese momento donde no haya mirada y todo sea Nada. Bello y breve poema que abre una ventana al hermoso mundo que desvela este libro.

  Vuelve en el libro al lugar de la infancia: Elca, soñada por el poeta, desde su cima de la vida. Consigue que sintamos los olores, naveguemos por aquellos mares, caminemos extasiados por aquellos huertos levantinos. Tan sutilmente (y con tanta armonía) describe el poeta que nos impregna de vida en cada página, nos hace paladear cada instante como si fuese único.

    Comento “Días de invierno en la casa de verano”, poema dedicado a Vicente Gallego, joven poeta que conoció a Brines y que se sintió (como otros muchos) seducido por su poesía.

  El poema dice así: “Vivo en la intimidad de la casa vacía, / y en las habitaciones despobladas / puedo escuchar el sonido apagado de la vida” (vv. 10-13). Sorprende esa vuelta a la casa vacía (recordemos Las brasas), pero aquí esplende la vida, pese a ese “sonido apagado” que es el tiempo, dice así: “Y hay, con todo, un calor de vida ya gastada / un secreto entusiasmo de haber sido” (vv. 17-18). El secreto tiene que ver con la complicidad de lo vivido, tesoro tan solo para él, en esencia solitario.

   Vuelve de nuevo al cuerpo, tan presente en el libro anterior, afirmación del goce y el placer: “Era el ritmo muy lento, y muy secreto / con el vigor del agua, y la presencia joven / de la carne desnuda” (vv. 26-28). Cuenta como se desvestía, y se bañaba, nos recuerda esa efusión de los cuerpos compartiendo el baño infantil en “El barranco de los pájaros”, pero no olvidemos que Brines escribe ahora desde la soledad, el muchacho en sus actos, en su intimidad (de ahí el adjetivo secreto).

 Con una sutileza magnífica, Brines describe esos momentos placer sexual individual que el muchacho tiene que “gozar solo” porque nadie comparte entonces su cuerpo: “La intimidad del mundo, y el placer / que aprendía, me hacía como un dios” (vv. 37-38). Poder gozar de uno mismo y comprender así la vida es ser un dios para Brines (como vemos, el paganismo de Brines queda manifestado, no quiere ser Dios sino un dios, como en la antigüedad grecolatina).

  Y después del sexo llega esa calma, ese reposo, como un hermoso caballero griego o romano: “Con el balcón abierto a los jazmines, / y el cuerpo descansando, fresca el alma, / la luz daba en el libro, diligente, / y un doliente poeta me decía / mágicos versos” (vv. 43-47). Vemos el goce de los sentidos: la mirada-el balcón, el olor- los jazmines; también el crecimiento del joven hacia la poesía: el libro del doliente poeta es un tributo a Juan Ramón Jiménez y su famoso libro: Poemas mágicos y dolientes (1909). Es indudable el influjo de Juan Ramón en Brines, como ya señalaré después.

    El muchacho está enamorado de la poesía, descubriendo  el secreto de los versos, guía ya del resto de su vida. No hay turbación ni pecado por el acto sexual solitario, sino complacencia ante el placer de “sentir el cuerpo y el alma fresca”. Vemos de nuevo la luz y el cuerpo del poeta descansando con un libro, lo que nos recuerda al caballero que piensa en la vida y la muerte mientras lee.

   La luz y la naturaleza en su esplendor: “los jazmines” (blancos como la pureza), todo está poblado de dos mundos que no se contraponen como sí ocurrió en Las brasas. El mundo interior: la casa vacía, el joven, el libro; el mundo exterior: los jazmines, el balcón (puente comunicante de dos mundos).

 Vuelve la noche: “Olorosa la noche, / llena de estrellas bajas y de fuego, / era el espejo ardiente de mis ojos” (vv. 38-40). La noche de la creación, no es la noche enemiga, sino la que hace crecer y soñar, porque es “espejo ardiente de mis ojos” (el joven se mira en ella).

  Lo dice todavía más claro: “En el tiempo feliz no había muerte, / y juntos la pureza y el pecado / descubrieron el mundo más dichoso” (vv. 41-43). Esa certeza de la vida plena y gozosa contrasta con la palabra “muerte”, aun desconocida, pero ya mencionada, como presagio del futuro de la vida.

  Lo expresa al final del poema: “No había aún vergüenza de los años, / ahora que ya conozco que la muerte / existe, y nada sabe” (vv. 44-46). Magnífica manera de decirnos que la muerte no es trascendencia, no nos encamina a otra vida, todo acaba en la Nada.

   Y el final es muy hermoso, incidiendo el poeta en su evocación de lo vivido: “Con todo, en este invierno tan lejano, / hay un calor de vida ya gastada, / la seca aceptación del mal o la alegría, / un secreto entusiasmo de haber sido” (vv.47-50). Incide en el secreto de haber vivido. Si los años traen “vergüenza” y la vida está “gastada”, el poeta afirma que hay aun “calor”, hay efusión, deseo de proseguir, pese al conocimiento: “la seca aceptación del mal o la alegría”.

   Merece la pena comentar la visión de Elca, ese paraíso de la infancia que nos regala José Luis Gómez Toré en La mirada elegíaca, dice así: “Víctor García de la Concha ha relacionado la visión de la infancia de la poesía briniana con la lírica de Juan Ramón Jiménez”.

   Y, tras ello, Gómez Toré desvela ese mundo en el poeta moguereño y alude también a Luis Cernuda: “En efecto, el poeta de Moguer había hablado ya de esa divinidad de la infancia, figura sagrada que se identifica con el yo perdido y con el lugar paradisíaco”.

  Se refiere el crítico a los Poemas  revividos del tiempo de Moguer (J.Ramón Jiménez, Cuando yo era un niñodios”, Poemas revividos del tiempo de Moguer (1895-1954), Madrid, Artes Gráficas, Luis Pérez, 1970) y, es cierto, que en esos poemas Juan Ramón siente que la infancia es divinidad, lugar y momento que no ha de volver jamás.

   Luis Cernuda, por otra parte, recuerda en Ocnos la eternidad de la infancia, como nos señala Gómez Toré en el libro.

   Brines, en El otoño de las rosas, busca al niño perdido, ese niño feliz, ajeno al pasado (pues aún no lo tiene) y exento de pecado. No excluye el poeta la inteligencia como cualidad de lo humano (ya lo vimos en el poema: el joven leyendo). El hombre perdió el paraíso de la infancia, pero no ha perdido el milagro del saber, el conocimiento, único eslabón de felicidad que le une a ese paraíso (pese a que el saber también entrega dolor).

  Vayamos a Elca, Gómez Toré desvela qué hay detrás de ese nombre: “Elca, ese término del campo de Oliva donde reside secreto el Edén”. Y además nos dice “Pero Elca no es sólo  un  lugar concreto”, para el crítico “ese lugar se convierte para el poeta en el mundo entero”. Si quedaba alguna duda de ello, el propio Brines lo confiesa en una entrevista a Luis Antonio de Villena (amigo de Brines y poeta de los “novísimos”) cuando dice: “Para mí ha llegado a simbolizar el espacio del mundo. Allí lo descubrí deslumbrante y eterno, y cuando la vida  me  dio   una  visión  nueva,  inesperada,  de  mortalidad,  seguí amándolo desde su pérdida, y añorando en él su antiguo e imposible engaño divino” (Luis Antonio de Villena: “Una charla con Francisco Brines”, Olvidos de Granada, 13, 1984, pp. 35-36). Todo ello se refleja muy bien en el poema donde el poeta miraba, desde la soledad de su cuerpo, al mundo entero (en la casa de Elca, donde Brines descansaba en verano de un año escolar en un internado) (Rafael Alfaro, “Experiencia de una despedida”, Cuadernos de Cultura, 1980, pp. 25-41)

  Comentamos seguidamente “Collige, virgo, rosas” donde hará mención de nuevo de la noche, creadora de magia en ese instante de la vida.

  Vemos al poeta decir a alguien (recurso ya muy utilizado por Brines, en ese diálogo consigo mismo) que ría y goce, también que ame. Es muy bello cuando dice en el segundo verso: “Y enciéndete en la noche que ahora empieza”, es una verdadera invocación a la vida. Si el hombre es “luz” en la noche, brilla como un “astro” (hace referencia a esa luz alta que miraba el niño-Brines). Continúa diciendo: “y entre tantos amigos (y conmigo) / abre los grandes ojos a la vida / con la avidez preciosa de tus años” (vv. 3-5). Parece que el poeta se refiere a otro cuando apela a ese tú, pero sabemos que es él, desdoblado, viéndose vivir en la noche con un grupo de amigos (también existe en el poema el joven, quizás algún amigo de Brines, futuro espejo del poeta).

  Dice el poema “abre los grandes ojos a la vida / con la avidez preciosa de tus años”. Los grandes ojos son como “astros” que iluminan al poeta. Resucita así el niño- creador, el niño-Dios (en palabras de Gómez Toré).

  Dice después: “La noche larga, ha de acabar al alba, / y vendrán escuadrones de espías con la luz, / se borrarán los astros, y también el recuerdo, / y la alegría acabará en su nada” (vv. 6-9). En este poema la “luz” es negativa, trae la infelicidad, oponiéndose a la “luz” de la infancia, generadora de vida.

  Brines utiliza aquí los símbolos de sus primeros poemas: la noche, la luz, los astros; pero han cambiado de significado, la noche es alegría y magia, junto con los astros y la luz, sin embargo, trae el infortunio a la vida.

   Pese a todo, Brines no desiste  cuando dice: “Mas aunque aquí suceda, / enciéndete en la noche” (vv. 10-11), la repetición del verso muestra la importancia del acto, el deseo pleno de vivir esos instantes irrepetibles.

   La noche, con todo su sentido, es protagonista del poema. Dice el poeta: “pues detrás del olvido puede que ella renazca”, no está seguro, pero piensa que la vida vuelve en cada noche de goce, además, lo expresa con la hermosura serena que le caracteriza: “y la recobres pura, y aumentada en belleza” (v. 12), este verso requiere una interpretación que llena el poema de mayor simbolismo. Es, desde luego, el joven o el niño que vuelve en esa noche “recobrada”, lo sabemos por los adjetivos “puro y aumentada belleza”. El hombre-Brines vuelve a la niñez en la noche evocada que se repite en el pensamiento.

   El final del poema nos muestra hasta qué punto Brines es consciente del dolor, de la pérdida, pero no por ello desiste de entregarse a esa noche inolvidable. Dice así en esta noche que es la de la muerte, noche antitética de la noche creadora: “cuando la noche humana se acabe ya del todo / y venga esa otra luz, rencorosa y extraña, / que antes que tú conozcas, yo ya habré conocido” (vv. 15-17). Nos queda claro que será la última luz, trae la muerte y la Nada, está desvestida de trascendencia, será “rencorosa y extraña” como un enemigo para el hombre.

   Da la sensación que habla a alguien, quedó claro cuando dijo: “la avidez preciosa de los años”. Es ese amigo o ese niño que vive ahora la vida y que no conoce el dolor. Nos desvela entonces que sí existió un diálogo hacia alguien que participa en la charla con los amigos. La modestia del poeta se hace evidente, ya que aparece entre paréntesis: “y entre tantos amigos (y conmigo)”. El poeta es uno y es otro, el contemplado por en el paso del tiempo. Magnífico poema donde Brines insiste en la alegría del instante y en la meditación que prosigue a la dicha.

    Afirma, con gran sentido común, José Olivio lo siguiente  (en el estudio que se llama La poesía de Francisco Brines): “Apurando  el  seno  acogedor  de  la  noche, y  conjurando  el olvido, será posible que la alegría quede vivificada por la voluntad del espíritu”.

   Si leemos ahora el poema de Luis Cernuda “Viendo volver” (28) perteneciente a “Vivir sin estar viviendo” (1944-1949) podemos observar ese diálogo de Cernuda consigo mismo: “Irías y venías / Todo igual, cambiado todo / Así como tú eres / El mismo y otro. ¿Un río? / A cada instante / No es él y diferente?”. Hermosos versos que se cargan de simbolismo: el río es la vida cuyo cauce da al mar “que es el morir” como dijo Jorge Manrique, Cernuda se acerca a la tradición y Brines, en su diálogo con el amigo joven y consigo mismo bebe del poeta sevillano en su técnica de los espejos.

   La única diferencia entre ambos poetas (aparte del estilo y del mundo de la noche que no aparece en el poema de Cernuda) es que el poeta sevillano no tiene ese amigo (el que dialoga con é, su espejo) que sí posee Brines. Cernuda se halla solo y así lo dice: “Impotente, extasiado / Y solo, como un árbol, / Le verías, el futuro / Soñando, sin presente, / A espera del amigo, / Cuando el amigo es él y en él espera”.

 Y además Cernuda es consciente que la vida es “una burla delicada / Y que debe ignorarlo el mozo hoy”. Para el poeta, como para Brines, esa sensación de dolor no ha de pertenecer al niño o al joven, porque sólo es castigo del adulto.

  En “Huerto en Marrakech”, Brines no solo nos indica el lugar de la dicha, el mundo árabe, sino también un juego de símbolos que hace enormemente ingenioso el poema: “Entré en la breve noche para gozar tu huerto: / rincón de madreselva, dos pequeños naranjos, / y aquel jazmín tan negro, de tanto olor, rodando / la falda del ciprés que sabe al cielo” (vv. 2-5).

   Como vemos, el “huerto” es símbolo del “cuerpo” y todo lo que sigue son extensiones del mismo: la madreselva es el vello, los pequeños naranjos son los ojos y el jazmín es el sexo en toda su plenitud, hasta tal punto es así que cita el “ciprés que sube al cielo”, es decir, el éxtasis amoroso. Como vemos, la naturaleza sirve a Brines para crear un poema íntimo, erótico y sensual. Pero con ese tacto y esa sutileza que le caracteriza el poema nunca es procaz, sino hermoso y delicado (su sutileza se pone de nuevo de manifiesto, inunda, mejor dicho, todo el libro).

  Continúa diciendo: “Bañó el árbol la luna, y se mojó mi boca” (v.6), de nuevo, el placer, la corriente exultante le arrasa.

   Después llega la fatiga: “Y qué cansados luego las aguas y las rosas, / el ciprés, los naranjos, el ladrón de aquel huerto. / Y todo fue furtivo: el alba, luego el sueño” (vv.7-9). Recoge en este final a los amantes: el cuerpo del amado y el ladrón del cuerpo: el amante. Y no hay que olvidar el tiempo: “Y todo fue futuro: el alba, luego el sueño”.

   Vuelve el alba a ser el punto final de lo mágico, de la dicha sexual, como en el poema anterior (en aquel el alba trajo la separación de los amigos y el fin de la fiesta).

   Como hemos podido ver el poema es muy hábil para enlazar símbolos que emparentan con la tradición simbólica de los místicos españoles, no olvidemos la poesía mística (con su traducción erótica) de San Juan de la Cruz en la ya famosa interpretación de la amada como el alma y el amado como Dios. Para Brines, desposeído de cualquier sentimiento religioso, el simbolismo alcanza altura de hedonismo y paganismo.

   Hay otros poemas de gran calidad sobre el erotismo, el sexo y la noche (“Envío del recién llegado”, “Historias de una sola noche”, “El triunfo de la carne”), pero voy a comentar un poema muy bello que se llama “Los veranos”, en él la evocación (que está en todo el libro) parece paladearse con mayor insistencia y podemos oler ese tiempo de verano que el paso de la vida no devuelve. De nuevo, Brines habla del desnudo, en esa estación pura de la vida: “Estábamos desnudos junto al mar,/ y el mar aún más desnudo” (vv. 2-3). Vemos como Brines  enlaza  el  cuerpo  desposeído de ropajes junto al mar entregado, lugar que nos evoca a ese baño con los amigos en la niñez.

   Además, vuelve la mirada: “Con los ojos, / y en sus cuerpos ágiles, hacíamos / la más dicha posesión del mundo” (vv. 3-5).

   El mundo les poseía y ellos poseían al mundo, entrega al unísono del mar y el cuerpo, el cuerpo y el mar.

  Aparece también el adjetivo “encendido” para referirse a la luna, astro clave en la noche (lugar ideal para gozar): “Nos sonaban las voces encendidas de la luna / y era la vida cálida y violenta, / ingratos con el sueño transcurríamos” (vv. 7-8).

  Para el poeta, la vigilia es importante, solo así puede darse el placer, pues la noche, el mar, los cuerpos desnudos son todos lo mismo: la felicidad. De nuevo el mar: “El ritmo tan oscuro de las olas / nos abrazaba eternos, y éramos sólo tiempo” (vv.9-10). Hay que fijarse en estos versos y en la relación olas-agua  y el verbo “abrasar” como si el agua fuese llama y, además, eterna.

  Los jóvenes al quererse en el agua la hacen arder (porque ella participa de la unión amorosa), el “ser sólo tiempo” nos señala que eran instante, goce pleno (fuera del concepto de la vida que transcurre). De nuevo los astros: “Se borraban los astros en el amanecer/ y, con la luz que fría regresaba/ furioso y delicado se iniciaba el amor” (vv. 11-13) Es curioso que Brines aquí no rompa el amor con la llegada del alba (como vimos en poemas anteriores) sino que es la rampa de salida, tras el juego de los cuerpos, llega el amor verdadero.

  Al final, el poeta valenciano acaba el poema con la sensación de pérdida: “Hoy parece un engaño que fuésemos felices / al modo inmerecido de los dioses / ¡Qué extraña y breve fue la juventud!” (vv.14-16). Queda un vacío, pero también la dicha de haber asistido a un momento hermoso de la vida, la tristeza es el resultado siempre de la efímera felicidad. Brines, que no suele usar exclamaciones, las emplea para enfatizar lo perdido, lo irrecuperable.

 Su comparación con los dioses nos llama la atención (como ya vimos  en  aquel  poema  donde  el  niño era un dios y no Dios) porque hace referencia al mundo de los griegos, a la mitología (no olvidemos que ese mundo mítico fue invento de los hombres, tras el engaño que supuso su fascinación vino la infelicidad de descubrir la mentira que había en ello).

  Gómez Toré lo dice claramente: “Así, un poema como “Los veranos” atribuye a los jóvenes la cualidad de anular el tiempo, cualidad propia tan sólo de los dioses”. Vemos que el crítico insiste en la felicidad de esa estación dichosa de la vida, no sólo por la carencia del tiempo, sino también por la ausencia de culpa o pecado en los momentos de placer.

   Considera Toré al joven y al niño uno solo como dice a continuación (en La mirada elegíaca): “El niño y el joven no son sino uno solo. Así cuando Narciso envejecido mire a aquel primer Narciso contemplará a un ser inmortal, niño o joven, mirándose no en el río de Heráclito, sino en un mar eternamente renovado”.

   Ese Narciso es, no cabe duda, el poeta, ensimismado por el tiempo y su imagen que decae y envejece. Pero también el demiurgo que posibilita el regreso del niño y el joven.

    José Olivio en La poesía de Francisco Brines se fija también en este hermoso poema y en el instante en que describe el amor diciendo: “hacíamos/ la más dichosa posesión del mundo”. Para Olivio este verso “quedará como la siempre vibrante definición de la experiencia amorosa”.

   Brines evoca el amor puro y además sitúa al alba ese “furioso y delicado amor que se iniciaba”, queda claro que, oponiendo esos dos adjetivos, el poeta da una descripción completa del juego amoroso y nos conduce a Lope de Vega en un famoso soneto, concretamente el núm. 126 cuando dice el poeta: “Desmayarse, atreverse, estar furioso/ áspero, tierno, liberal, esquivo/ alentado, mortal, difunto, vivo/ leal, traidor, cobarde y animoso” (Lope de Vega, Lírica, ed. De José Manuel Blecua, Castalia, 1987). Como vemos, el poeta en el primer cuarteto expresa las condiciones contrarias del amor en un juego de oposiciones.

    Terminará  (para no explayarme en todo el poema, pese a su gran calidad) con estos versos: “creer que un cielo en un infierno cabe / dar la vida y el alma a un desengaño / esto es amor. Quien lo probó lo sabe”. Afirmo que Brines insiste en esta tradición para señalar esas características opuestas del amor y, desde luego, acierta plenamente.

  Finalizo este recorrido por el libro con un poema muy breve, pero destacable por dos aspectos: la aparición de la muerte y la referencia a Dios.

   El poeta dice en “Física de la muerte”, lo siguiente: “Prietas y extensas sombras nos acogen / allí en las Humedades, fría Nada, / después que nos fulmina el rayo blanco / del Dios que no sabemos” (vv.1-4).

   Brines pone en mayúsculas la Nada como el fin de todo, límite de nuestra vida, futuro irremediable. Y además hace referencia a Dios, pero no en su aspecto apaciguador sino que “nos fulmina el rayo blanco”. Este verso nos explica parte de su obra, esa insistencia en el engaño, con la vida que fue “realmente vivida”. El título del poema

“Física de la muerte” rompe cualquier atisbo de trascendencia, el poeta anula así al   mundo religioso con su afirmación de un Dios que no conocemos ni podemos ver, sino es a través de la fe.

   Merece la pena terminar los comentarios a este libro, pensando en Juan Ramón Jiménez, porque Brines ha leído atentamente al poeta moguereño y sabe muy bien que Juan Ramón, descreído de Dios, buscó en la conciencia ese lugar para vivir su eternidad.

   He seleccionado un poema perteneciente a La estación total, cuando el poeta dice (el poema se llama “El creador sin escape” perteneciente a “Canciones de una nueva luz”): “Enseña a dios a ser tú / Sé solo siempre con todos, / con todo, que puedes serlo. / (Si sigues tu voluntad / un día podrás reinarte / solo en medio de tu mundo.) / Solo y contigo, más grande, / más solo que el dios que un día / creíste dios cuando niño”.

  Juan Ramón expresa su Dios de la conciencia frente al dios (en minúscula) que ha inventado el mundo. Ese deseo de eternidad quiere vivir en Brines en los instantes evocados en El otoño de las rosas, donde el goce de vivir se manifiesta en toda su extensión, dicha que dará lugar, tras su breve paso, a la tristeza del poeta.

    El poeta valenciano se perfecciona con esta obra, nos muestra las aristas de la vida y, consciente de todo lo que se pierde (se canta lo que se pierde, dijo el gran poeta andaluz Antonio Machado) revive el tiempo de la felicidad, haciendo de su canto una elegía magistral.

   Su obra no ha de morir, por la alta calidad de sus versos y por la entrega absoluta al mundo con todo el dolor y la alegría que hay en él.

 

BRINES: LA RELEVANCIA DE UN POETA CONTEMPORÁNEO EN NUESTRA POESÍA ACTUAL

  

    Hombre de verso profundo, pensador de una palabra que ha ido creciendo, donde lo elegíaco, el recuerdo de la infancia cobra especial resonancia, la etapa de la felicidad perdida, su obra queda como un gran ejemplo de la relevancia de la lengua española, ya que su obra ha sido traducida a múltiples lenguas y ha interesado a muchos estudiosos extranjeros de la literatura española.

 

    Se ha convertido en un referente fundamental para muchos poetas, como Jaime Siles, Vicente Gallego, Carlos Marzal y otros que han destacado su legado y la ineludible necesidad de conocer su obra a todos los amantes de la poesía y a todos aquellos que se acerquen a la lengua española, ya  que su léxico es enriquecedor y supone un interesante acercamiento a todos aquellos que, fascinados por la poesía, quieren conocer el español, desde el mundo de la palabra poética.

   Brines sigue presente, mientras otros poetas de su Generación han culminado ya su obra o han muerto, dejando una obra de gran calado existencial y de necesario estudio para todo investigador de la poesía de posguerra (Valente, Gil de Biedma, Ángel González). El poeta valenciano sigue siendo reconocido, premiado  y, sin duda alguna, queda todavía, pese a que él ha confesado en algunas ocasiones que ha puesto fin a su obra, el último libro, donde resuma todo lo que ya nos ha legado en libros anteriores, donde la poesía, su latido, nos llegue de forma definitiva, siendo ya un referente para futuros poetas y críticos de poesía.

    Sin duda alguna, Francisco Brines nos llega al corazón, penetra con su reflexión vital en nuestras emociones, convirtiendo su obra en un lugar de encuentro con la palabra verdadera, desde el niño que fue al hombre que lamenta su pérdida, la de la inocencia, en una clara armonía con el mundo, cuya hermosura es cantada con alegría y tristeza al mismo tiempo, todo un maestro de la poesía contemporánea.

 

 

BIBLIOGRAFÍA:

 

Brines, Francisco: Poesía Completa (1960-1997). Tusquets, Barcelona, 1997.

 

Cañas, Dionisio: “Francisco Brines, plenitud y entusiasmo de un canto otoñal”, Ínsula, núm. 485-486, 1987.

 

Cernuda, Luis: Antología poética, edic, de José María Capote, Cátedra, Madrid, 1987.

 

Gómez Toré, José Luis: La mirada elegíaca, El espacio y la memoria en la poesía de Francisco Brines,  Pre-Textos, Valencia, 2002

 

Martín, Francisco José: El sueño roto de la vida. Aitana editorial, Altea, 1977.

 

Pujante, David: Belleza mojada (La escritura poética de Francisco Brines), Renacimiento, Sevilla, 2004.

 

Olivio Jiménez, José: La poesía de Francisco Brines, Renacimiento, Sevilla, 2001.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Martin Amis (Swansea, Reino Unido, 1949) está considerado como uno de los escritores británicos más relevantes y polémicos de nuestros días. Debutó brillantemente como novelista con El libro de Rachel, galardonada en 1973 con el Premio Somerset Maugham, publicada en España por Anagrama, al igual que Dinero, Campos de Londres, La flecha del tiempo, La información, Tren nocturno, Niños muertos, Perro callejero, La Casa de los Encuentros, La viuda embarazada y Lionel Asbo. El estado de Inglaterra, los relatos de Mar gruesa, los ensayos de Visitando a Mrs. Nabokov, La guerra contra el cliché y El segundo avión y los libros de carácter autobiográfico Experiencia y Koba el Temible.

Esta novela demuestra una vez más que a Martin Amis no le tiembla el pulso a la hora de abordar temas controvertidos. Después de la demoledora Lionel Asbo. El estado de Inglaterra, que levantó ampollas por su crudo retrato de lo peor de la sociedad británica, el autor regresa al nazismo y al Holocausto, que ya había tratado en La flecha del tiempo. Y lo hace desde un ángulo cuando menos sorprendente, cediendo la palabra a los verdugos, y sin renunciar a incomodar al lector con ciertos toques de comedia negra.

Golo, un joven oficial sobrino del jerarca nazi Martin Bormann, llega a un campo de exterminio para trabajar en la puesta en marcha de una fábrica con mano de obra esclava. Seductor nato, no tarda en quedar prendado de Hannah, la esposa del comandante del campo, el grotesco Paul Doll. Y a este triángulo se une una cuarta pieza, el Sonderkommando Szmul, es decir, uno de esos judíos que colaboraban con los verdugos.

Con la maquinaria de la crueldad como telón de fondo, la novela desarrolla una historia de amor y celos entre funcionarios de la barbarie. Es el marco para indagar en el horror y preguntarse: ¿qué sucede cuando descubrimos quiénes somos en realidad? ¿Cómo podemos llegar a aceptar las consecuencias de nuestros actos?

Envuelta en la polémica y rechazada por algunos de los editores habituales de Martin Amis, incómodos con sus planteamientos, La Zona de Interés ha recibido sin embargo una extraordinaria acogida crítica en Estados unidos y Gran Bretaña, donde ha sido saludada como una de sus obras mayores.

Martin Amis. La Zona de Interés. Anagrama, 2015

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

2 de octubre de 2015

            El reino dividido (1940) constituye la tercera y última entrega de la Trilogía transilvana del escritor húngaro Miklós Bánffy (1873-1950), siendo las dos primeras novelas que la compusieron Los días contados (1934) y Las almas juzgadas (1937), ambas también editadas por la editorial barcelonesa Libros del Asteroide (2009 y 2010, respectivamente). El conjunto es una monumental y prodigiosa novela de mil seiscientas páginas que arrastra al lector desde el principio hasta el final tanto por su sólida factura narrativa como por el atractivo de sus protagonistas, y por reproducir un período de la historia europea complejo y apasionante que desembocó en la primera gran catástrofe del siglo XX (la guerra del 14-18, que tuvo sus inicios en los Balcanes).

            Miklós Bánffy, aristócrata transilvano entregado a las artes –músico, pintor, dramaturgo, escenógrafo, memorialista y novelista-, ocupó cargos diplomáticos y políticos –tuvo la cartera de ministro de Asuntos Exteriores de Hungría en el periodo de entreguerras. Fracasó en el empeño de renegociar los Tratados de Trianon, por los que Hungría hubo de ceder una buena parte de sus territorios –la tierra natal de Bánffy, entre otros, a Rumania-, y defendió a lo largo de su vida la lengua y la cultura húngaras en esta región centroeuropea. Su obra fue silenciada por los regímenes comunistas rumano y húngaro. En fechas recientes, su hija, Katalin Bánffy-Jelen, tradujo, en colaboración con Patrick Thursfield, esta Trilogía transilvana, iniciando así una feliz y necesaria recuperación de un clásico de los años 30 del pasado siglo. La versión que ahora han realizado para Libros del Asteroide Éva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Gaviño, ejecutada en un perfecto castellano, resuelve con soltura pasajes sin duda escritos en densa prosa en el original y no pierde fuelle en ningún momento.

            En el excelente y bien documentado prólogo que Mercedes Monmany escribió para la edición de Los días contados, recordaba a los lectores españoles la riqueza cosmopolita y renovadora que Hungría ofreció al mundo en los años en los que escribe Bánffy, y rememoraba a cineastas emigrados a Estados Unidos como Cukor o Curtiz, o posteriores como Jancsó o Szabó; a fotógrafos como Capa, Kertész o Brassaï; a músicos como Bártok; a historiadores como Hauser; a sociólogos, filósofos, psicoanalistas... Sin olvidar a Sándor Márai, importante narrador que estos últimos años hemos empezado a poder leer en español... Con Bánffy tenía pues una deuda pendiente la edición de nuestro país. Esta trilogía es un buen comienzo, y no puedo evitar aconsejar que se lea en su integridad, y en orden. No digo que no se pueda leer suelto cualquiera de los tres volúmenes, pero el lector sufrirá de una doble carencia: no asistirá al complejo desarrollo psicológico, social y político de sus personajes, prescindirá de muchos matices, y, sobre todo, carecerá de los datos fundamentales que llenan la historia de Hungría, de Transilvania, de los Balcanes, en el marco del decadente Imperio Austrohúngaro entre 1904 y 1914: tensiones entre nacionalidades, etnias, culturas y lenguas, luchas electorales, juegos de pactos y de traiciones, renuncias, componendas de partidos que, por cierto, y no creo empeñarme en hilar demasiado fino, tienen bastante actualidad pues asistimos al nacimiento o consolidación de una partitocracia y de unos cambalaches parlamentarios que al lector de hoy le resultan familiares.

            Algún reseñista ha escrito, a propósito de estas novelas, con evidente ligereza, que esos pasajes resultan poco menos que ilegibles, y que puede obviarse su lectura. Nada más lejos de la verdad. En primer lugar, son necesarios para entender la evolución de los personajes, en particular la del protagonista principal, el conde transilvano, de ideología liberal, Bálint Abády, a través del cual Bánffy vierte sin ninguna duda su propia visión del mundo. Por otro lado, gran parte de los nombres y de los personajes que pueblan esas páginas son reales, y nos ayudan a conocer los puntos de vista sociales y políticos del autor. Un solo ejemplo: basta comparar el análisis que Bánffy lleva a cabo del político húngaro István Tisza en esta tercera entrega de la trilogía, de elocuente título, El reino dividido. El autor despide en la novela a quien detentó el máximo poder húngaro en los meses previos al estallido de la guerra como un hombre “con la mirada perdida en la lejanía como si viese el fatal destino del país. Todo él inmóvil, callado, mordisqueando el cigarro”. El lector también se queda con esa imagen cargada de duda, de dolor, de dignidad. La novela se detiene ahí. Nada en el personaje descrito apunta a que Tisza no apoyó a las minorías de su país y acabó siendo asesinado en 1918 por un grupo de soldados que lo consideraba un dictador responsable de la hecatombe. Un detalle así nos permite conocer con precisión la ideología liberal de Bánffy, que se hace patente, como ya he dicho, a través de su protagonista Abády, un noble partidario del cooperativismo agrario, de las ayudas al campo, artífice de una relación paternalista, no exenta de sincera generosidad, con sus siervos.

            El reino dividido concluye, con la misma brillantez y densidad que había desarrollado en las entregas anteriores, el devenir personal de Bálint Abády, y el de su primo, el también noble László Gyeróffy, al que casi dábamos por muerto al concluir Las almas juzgadas. La historia de este último contiene poderosos trazos de desesperación, de autodestrucción, unos tintes fatales que encuentran, al final, el delicado contrapunto del amor generoso, lírico y sin correspondencia de una dulce adolescente que nos emociona como raras veces lo consigue una narración novelesca. Pero el armazón fundamental, la peripecia que sostiene el complejo edificio de la trilogía entera es la relación entre Abády y Adrienne Milóth, una de esas historias de pasión y de lucha que hacen que de inmediato la obra de Bánffy se transforme en un clásico indiscutible. El novelista mantiene al lector en vilo hasta las últimas líneas.

            Y a una novela de tan alto vuelo no podía faltarle un tipo como Pál Uzdy, villano, sádico, loco, terrorífico, que atraviesa y destruye una y otra vez las ansias de felicidad de la pareja principal tanto desde dentro como desde fuera de la escena, a veces no sabemos si sólo por maligna voluntad o impelido por fuerzas desconocidas de las que él mismo acaba siendo la principal víctima. Ni podían faltarle tampoco secundarios de una pieza, como las poderosas y rígidas representantes de la vieja nobleza condenada a desaparecer, temibles viudas, las madres de Abády y de Uzdy, esculpidas en granito, tan fieras en sus discursos como en sus silencios.

            Esta Trilogía transilvana a la que da cierre El reino dividido posee, como recordaba Mercedes Monmany, la importancia de El Gatopardo de Lampedusa, de la magna obra de Proust, o de La marcha Radetzky de Joseph Roth. Es, además, un canto a la dignidad humana y al honor entendidos en su más amplio alcance.

 

El reino dividido. Escrito en la pared. Trilogía transilvana III, traducción del húngaro de Éva Cserhati y Antonio Manuel Fuentes Gaviño, Barcelona, Libros del Asteroide, 2010.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Giménez Corbatón

“Viajé a Barcelona tal vez para estar más cerca de Vila-Matas (...). Quién sabe. Suena ridículo, pero aunque no lo conozco, quiero estar cerca de él”. Lo escribe Claudia Apablaza en una de las primeras páginas de su novedoso Diario de las especies (Barataria, 2010). Bueno, en realidad lo escribe el personaje de A.A., la joven escritora chilena, alter ego de la autora, que hace en su blog un encendido acto de autoafirmación literaria y autorial a través de un acto de fe en la escritura de Vila-Matas. Claro, que, en realidad, este Vila-Matas es solo un personaje más en la ficción de la chilena, un personaje que recibe sus cartas y que tiene una buhardilla, una buhardilla que está en un edificio que es el objetivo “real” de un ataque imaginario (“imaginé que eso quedara en mi biografía”, dice) con manzanas por parte de A.A., y todo para “asesinar la bulla y el miedo que produjo él en mi cabeza”.

Perfecta definición de las desazones literarias (la bulla y el miedo) que genera Enrique Vila-Matas. La bulla de esos personajes en la espera, de los niveles narrativos (un autor que se lee a sí mismo como crítico que habla y escribe notas al margen de un artículo sobre un autor admirado dentro de un texto que aparenta ser narración ficcional –tiene su título, “La espera”- pero se articula como un falso diario que se organiza en muchas ocasiones como un ensayo), de los autores falsos y reales, de las prologuistas existentes e inexistentes, de las universidades verdaderas, de las falacias, de las ilusiones, de las pistas que no conducen a ninguna resolución, de los equívocos, de los juegos, del lenguaje, de los juegos del lenguaje, del humor (Vila-Matas es un humorista triste, como Kafka), de la conciencia hiperagudizada de la escritura. De las teorías. Y el miedo al tiempo, a la mentira, al doble que nos habita y que termina desdoblándose interminablemente en legión, a los que no llegan a buscarnos, a la muerte del autor (la de Barthes, pero también la real, la de los hospitales asépticos y los órganos vitales envenenados), a no llegar, a no comprender, a estar participando en un concierto sin partitura, a quedar –sólo, o por fin, o afortunadamente- “convertido ya en el protagonista de mi relato” .

Hace ya tiempo que se instauró en los estudios literarios un cierto afán de rechazo a la teoría. Y no me refiero solo entre los creadores (solo en los ultimísimos años se está recuperando el des-ahogo de la reflexión en los autores literarios, frente a generaciones de rechazo casi patológico), sino en los estudios literarios como disciplina (y se publican libros con títulos como After Theory o Against Theory), . Algo parece apuntar la ficción de Vila-Matas: la culpa es de los franceses. De los sesentayochistas, de los izquierdosos de salón, de los filósofos airados. Quién lo vivió, lo sabe. Encontrar una teoría para después perderla, esa es la solución. Y la solución se materializa en un taxista de Lyon perdido en las calles pero que acierta con las preguntas importantes (“que no está seguro de nada, ni siquiera de ser un taxista de Lyon”), en un escritor a quien le gusta jugar a sentirse otro, en un escritor-esperador que hace acopio de fe en el presente (“La alegría, al igual que la espera, hay que entenderla como afirmación del presente, sin nostalgia del pasado ni temor al futuro”), en reflexiones que se hacen vivas (“y acabé reflexionando sobre una época de mi juventud en la que las teorías literarias tenían mucho peso”), en teorías que jamás deben preceder a la práctica (“... hacer teoría al andar. Y andar para mí es escribir directamente una novela, que es un modo muy directo de hacer teoría”). Y, entonces, la teoría, los rasgos esenciales, irrenunciables, de la novela del futuro: la intertextualidad, las conexiones con la alta poesía, la escritura vista como un reloj que avanza, la victoria del estilo sobre la trama, la conciencia de un paisaje moral ruinoso. Y después, Gracq, Duras, Roussel, Blanchot, Bloom camuflado (“Porque no nos engañemos: escribimos siempre después de otros”), Sterne, Cervantes, Rabelais, Montaigne. Y la miríada autores “contemporáneos” de Vila-Matas, tanto en el tiempo real como en el espacio creativo que es su propia tradición. El libro se convierte entonces en un ensayo más alineado en las costumbres del género, pero que no renuncia a establecer diálogos constantes con otras formas narrativas. Se multiplican los ejemplos, los diálogos, las citas, los títulos, las reflexiones (esto no es nuevo, por supuesto, esto es Vila-Matas siempre). Y se desarrollan demoradamente los cinco rasgos esenciales del proyecto teórico (que, en realidad, consiste en perder toda teoría) el autor. Y se olvidan –o quedan en suspenso- los trece puntos que son/eran indispensable para escribir una novela tal y como aparecen en París no se acaba nunca, aquellos puntos que le entregó Margerite Duras al autor en un trozo de papel. Qué más da. Perder un papel no significa que se pierdan los papeles.

 

Lectura, sueño, espera. Ocultación. El escritor es al final un invitado a un hotel donde nadie va a recibirle. Y entonces, escribe para tomar partido ante una situación “de impotencia del individuo frente a la máquina devastadora del poder, del sistema político”.

 

 

Enrique Vila-Matas, Perder teorías, prólogo de Liz Themerson, Barcelona, Seix Barral, 2010.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Javier García Rodríguez

24 de septiembre de 2015

Eduardo Halfon (Guatemala, 1971) es uno de los mejores escritores latinoamericanos de su generación. La calidad de sus libros y la favorable recepción de la crítica internacional así lo acreditan. Traducido al inglés, francés, alemán, italiano, serbio, portugués y holandés, entre sus obras más recientes destacaremos “El boxeador polaco” (2008), “La pirueta” (2010) y “Monasterio” (2014).

Eduardo Halfon, que actualmente es profesor y escritor residente en Nueva York, nos ofrece en “Signor Hoffman” una nueva y brillante pieza de su proyecto literario. Cada uno de los relatos que componen este libro se mueve entre dos polos: de lo cosmopolita a lo rural, del viaje mundano al viaje interior, de la identidad que adoptamos para salvarnos al disfraz que con el tiempo vamos personificando: de señor Halfon a signor Hoffman.

 En estos cuentos encontramos a un escritor que viaja a Italia para honrar la memoria de su abuelo polaco, prisionero en Auschwitz; recorre las costas de Guatemala, desde una playa de arena negra en el Pacífico hasta una playa de arena blanca en el Atlántico; llega a Harlem, tras la nostalgia de un salón de jazz; y busca en Polonia el legado familiar heredado por su abuelo. Porque todos nuestros viajes, como dice el narrador, son en realidad un solo viaje.

Como bien ha señalado la revista francesa “L’express”: “Eduardo Halfon es el príncipe del desvío, de la atenuación y del final inesperado. Los cuentos son el terreno de juego favorito de este judío guatemalteco, que mezcla brillantemente la autobiografía, el humor y la fantasía”.

 

Eduardo Halfon. Signor Hoffman. Libros del Asteroide, 2015.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

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