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Configurar sentido descendente

8 de octubre de 2015

         La serrería está justo en la curva, en la horquilla, al borde de la carretera. Allí se yergue un haya; estoy convencido de que no existe ninguna tan bonita: es el Apolo citaredo de las hayas. No es posible encontrar en un haya ni en ningún otro árbol una corteza tan lisa ni de color más bonito, una envergadura más exacta, proporciones más justas, más nobleza, gracia y eterna juventud. Es Apolo, precisamente, piensa uno nada más verlo y sigue pensándolo incansable al mirarlo. Lo más extraordinario es que pueda ser tan hermoso y al mismo tiempo tan sencillo. Está fuera de duda que ese árbol se conoce y se juzga. ¿Cómo podría tanta justicia ser inconsciente? Cuando bastaría un escalofrío de cierzo, un mal uso de la luz del atardecer, un exceso en la inclinación de las hojas para que la belleza, desmoronada, dejara de ser sorprendente...

         El puerto de Menet se atraviesa por un túnel tan practicable para el tráfico rodado como una vieja mina abandonada, y la vertiente de Diois en la que desemboca es un caos de olas monstruosas de un tono azul ballena, con salpicaduras negras que propulsan a los pinos hacia no sabría decir dónde, allá arriba, a suaves pendientes rocosas de un rosa sucio o de ese gris solapado de los grandes moluscos, y hacia tierra, el choque de esas inmensas trampas de agua sombría que se abren sobre ocho mil metros de fondo en el batir de los ciclones...

                                               *

El invierno había empezado pronto y desde entonces deprisa, sin despegar. Todos los días el cierzo; las nubes se agolpaban en la herradura entre el Archat, el Jocond, la Plainie, el monte de Pâtres y el Avers. A las nubes de octubre ya ennegrecidas se añadieron las de noviembre aún más negras, y luego las de diciembre por encima, muy negras y cargadas. Todo se condensaba sobre nosotros, sin moverse. La luz era verde, luego color tripa de liebre, luego negra con la particularidad de que, a pesar del negro, tenía sombras de un púrpura profundo. Ocho días atrás aún se divisaba el Habert du Jocond, el lindero del bosque de abetos, el claro de las gencianas, un pedacito de los prados que penden allá arriba. Después, las nubes ocultaron todo eso. Entonces aún se veía Préfleuri y los troncos de árboles arrojados de la tala, y más tarde las nubes descendieron aún más y ocultaron Préfleuri y los troncos de árboles. Las nubes se detuvieron a lo largo de la carretera que sube al puerto. Se veían los arces y la diligencia de las doce y cuarto hacia Saint-Maurice. Aún no había nieve, había que apresurarse a pasar el puerto en ambos sentidos. Aún se veía muy bien el albergue (esa construcción que hoy llaman Texaco porque tiene anuncios de aceite para coches en sus paredes), se veía el albergue y todo un tráfico de caballos de encuarte para los carros de carga que se apresuraban aprovechando el paso libre. Se vio el cabriolet del viajero de la casa Colomb et Bernard, comerciantes de pernos en Grenoble, bajando el puerto. Cuando él volvía, el puerto no tardaría en atascarse. Luego las nubes cubrieron la carretera, Texaco y todo; chorrearon más abajo, en los prados de Bernard, los setos vivos; y esa mañana aún se veían las veinte o veinticinco casas del pueblo con su densa capa de sombra púrpura bajo el toldo, pero ya no se veía la aguja del campanario, cortada al raso por la nube, justo por encima de los Sur, Norte, Este, Oeste.

         Después se puso a nevar. A mediodía todo estaba cubierto, todo se había borrado, ya no había mundo, ni ruidos, ni nada. Densos vapores se deslizaban de los tejados y envolvían las casas como un manto; el mariposeo de la nieve que caía aclaraba la sombra de las ventanas y la volvía de un tono rosa sangre fresca, y se veía batir el metrónomo de una mano secando la escarcha del cristal, luego aparecía un rostro demacrado y cruel, mirando.

Marie Chazottes había desaparecido sin dejar rastro. Había salido de su casa hacia las tres de la tarde con un simple chal. Su madre había tenido que llamarla para que se pusiera los zuecos. Salía en zapatillas porque sólo iba, dijo, hasta el cobertizo del otro lado de la granja. Había vuelto la esquina y desde entonces, nada.

Unos decían... cincuenta historias, naturalmente, mientras la nieve seguía cayendo, durante todo diciembre.

Aquella Marie Chazottes tenía veinte años, veintidós años.

Todos esos de los que hemos hablado son honrados e incluso tienden un poco a la austeridad. Por eso, en 1843, a nadie se le ocurrió que Marie Chazottes hubiera podido escapar. Un policía pronunció la palabra, pero era originario del valle del Graisivaudan. Además, ¿escapar con quién? Todos los chicos del pueblo estaban allí. Y todo el mundo sabía que ella no frecuentaba a ninguno. Y cuando su madre la llamó y la hizo ponerse unos zuecos, iba en zapatillas de casa. ¡Si acaso hubiera escapado, sería con un ángel...!

Nadie habló de un ángel, pero casi. Cuando Bergues y los otros dos cazadores furtivos y que conocían perfectamente el terreno  volvieron con las manos vacías, si acaso se habló del diablo. Tanto se habló que el domingo siguiente el cura hizo un sermón especial sobre la cuestión. Había muy pocos para escucharle, sólo algunas viejas curiosas, pues se salía lo menos posible. El cura dijo que el diablo era un ángel, un ángel negro, pero un ángel al fin y al cabo. Es decir que, si hubiera tratado con Marie Chazottes, lo habría hecho de otra manera. No le faltan las mujeres entre su clientela, pero no desaparecen, todo lo contrario. Si el diablo hubiera querido ocuparse de Marie Chazottes, no se la habría llevado. La habría...

En aquel mismo momento se oyó un disparo de fusil allí fuera, y dos gritos. La nieve no había cesado de caer porque fuese domingo, sino todo lo contrario, y el día era tan oscuro que aquella misa de las diez de la mañana tenía una luz de final de vísperas.

- No se muevan –dijo el cura a las diez o doce viejas estupefactas.

Descendió del púlpito, hizo esconderse a su curita en un confesionario y fue a abrir la puerta. Era un hombre bien plantado. Su anchura de hombros interceptaba la puerta abierta de par en par. La plaza de la iglesia estaba desierta.

El señor cura tenía razón. No se trataba del diablo. Era mucho más inquietante...

*

En el momento de la historia, como era invierno, y uno de los más crudos que se recuerdan, la nieve que caía sin cesar desde hacía más de un mes había cubierto naturalmente los jardines; y las casas parecían plantadas a veinte metros una de otra en una estepa blanca y unificada.

Fue allí, ante su propio garaje, donde Ravanel, atontado pero temblando de cólera, se encaró con dos de sus vecinos... Y he aquí lo que dijo, después de que Bergues le quitó de las manos el fusil en el que le quedaba una bala.

- Le he dicho al pequeño (el pequeño era Georges Ravanel, que entonces tenía veinte... y debía de ser un pequeño bastante grande): “Ve a ver qué hacen los gorrinos”. Había unos ruidos poco católicos (ahora comprenderán por qué). Él salió. Volvió la esquina, allí, a tres metros. Por suerte, yo me quedé delante del cristal de la puerta. Nada más volver la esquina, le oí gritar. Salí. Volví la esquina. Lo encontré en el suelo... Y allí arriba, entre la casa de Richard y la de los Pelous, vi pasar a un hombre que corría hacia la granja de Gari. El tiempo de coger el fusil y le disparé mientras subía hacia la capillita. Y entonces bajó hacia aquel camino tan hundido.

Habían hecho entrar al tal Georges. Estaba de pie y bebía un poco de licor de hisopo para recobrarse. Y esto fue lo que dijo:

- Volví la esquina. No vi nada. Nada de nada. Alguien me tapó la cabeza con un pañuelo y me cargó como un saco a la espalda y se me llevaba, dio unos pasos, ¡se me llevaba! Pero cuando me puso el pañuelo en la cara, bajé la cabeza y eso hizo que, cuando me acarreó, en vez de estrangularme al mismo tiempo, el pañuelo no me ahogó y pude gritar. Entonces quien fuera me soltó y oí a mi padre decir: “¡Maldito golfo!” y después disparó el fusil.

No había podido llegar al establo, donde continuaba el tumulto. Fue para allá y vio algo bastante indecente. Uno de los cerdos estaba cubierto de sangre. No habían intentado degollarlo, lo cual habría tenido más sentido. Lo habían acuchillado por todas partes, más de cien cortes que debían haberse hecho con un cuchillo tan afilado como una navaja de afeitar... Los cortes no eran rectos, sino en zigzag, serpentinas, curvas, círculos, por toda la piel y muy profundos. Se veía que lo habían hecho con placer.

¡Pero aquello era incomprensible! Tan incomprensible, tan repugnante (Ravanel frotaba la bestia con nieve y sobre la piel momentáneamente limpia, volvía a rezumar la sangre, dibujando las letras de una desconocida lengua bárbara), tan amenazador y de forma tan directa que Bergues, normalmente calmo y filosófico, dijo: “Maldito cabrón, tengo que atraparte”, y fue a por sus raquetas y el fusil.

¡Pero entre el dicho y el hecho...! Bergues volvió con las manos vacías al caer la noche. Había seguido las huellas y también el rastro de sangre. El hombre estaba herido. Eran gotas de sangre fresca y pura sobre la nieve. Herido sin duda en un brazo porque los pasos eran normales, muy rápidos, ligeros. Además, Bergues no había perdido el tiempo; había salido en su busca con apenas media hora de retraso; era un especialista de los paseos invernales; tenía el paso más ágil del pueblo, tenía raquetas, tenía su cólera, lo tenía todo, pero no pudo percibir nada más que aquella pista bien marcada, las bonitas manchas de sangre fresca sobre la nieve virgen. La pista se adentraba en el Bosque Negro y allí donde abordaba el flanco del Jocond, casi a pico, se perdía en las nubes. Sí, en las nubes. No es un misterio ni un truco para hacerles entender subrepticiamente que se trataba de un dios, un semidiós o un cuarto de dios. Bergues no era uno que buscara tres pies al gato. Si él dijo que las huellas se perdían en las nubes es que literalmente se perdían en las nubes, es decir, en las nubes que cubrían la montaña. No olviden que el tiempo no se había despejado y que mientras les cuento la historia, la nube está a punto de cortar en seco la flecha del campanario a la altura de las letras de la veleta.

Pero entonces, bruscamente..., ya no era sólo Marie Chazottes, sino también Ravanel Georges (que había escapado por un pelo), era también usted o yo, cualquiera, ¡todo el mundo estaba amenazado! Todo el pueblo; sobre el cual empezó a caer un domingo espantosamente sombrío. Los que no tenían fusil pasaron una noche del demonio. Además, las familias en las que no quedaban hombres y los niños eran pequeños, fueron a pasar la noche a las casas donde había hombres fuertes y armas...

Bergues montó guardia y pasó la noche yendo de una casa a otra. Le habían calentado tanto a base de vino caliente y copichuelas, al volver de su persecución, que había pillado una buena tajada. Cumplió su misión sin desmayo, iba a llamar a todas las puertas, sembrando el pánico en los dormitorios de mujeres y niños e incluso a hombres que, desde la caída de la noche, no habían recobrado el aliento y aguzaban tanto el oído como para oírse crecer el pelo. Veinte veces se libró apenas de recibir una carga de perdigones en las narices. Al fin, borracho como una cuba, fue a acabar la noche a casa de Ravanel, que había rematado al cerdo y pasaba las horas convirtiéndolo en salchichas y morcillas, un poco para distraerse y sobre todo, para no desperdiciarlo.

Hay que disculpar a Bergues, que era soltero y un tanto salvaje y no sabía contenerse bebiendo ni en ninguna otra cosa; pero en casa de Ravanel, un tanto excitado, cansado o bien beodo, se puso a decir cosas extrañas, por ejemplo, que “la sangre, la sangre sobre la nieve, tan pura, rojo sobre blanco, era hermosa”...

Este leve desvarío de Bergues, que inmediatamente volvió a su natural plácido, filósofo fumador de pipa e incluso un tanto holgazán de costumbre, pasó casi desapercibido en su momento. Sólo lo registraron instintivamente los presentes y, al final, lo recordaron. En todo caso, había algo que el pueblo no podía ignorar y que adquirió toda su importancia al día siguiente; mientras la nieve seguía cayendo (era un invierno terrible), la amenaza afectaba a todos por igual.

¡Pues ya nadie lo dudaba! A Marie Chazottes la habían ahogado con un pañuelo. Estrangular a Georges podía presentar ciertas dificultades, como ya se ha visto (y más a cinco bajo cero), pero la Marie: dos pizcas de pimienta, tan ligera que un vals la haría bailar en el aro de un plato, ¡puro polvo! Debía de haber sido pan comido.

De vez en cuando, la nieve deja de caer. La nube se levanta. En lugar de cortar la flecha del campanario a ras de la veleta, sólo corta la punta, o la descubre, rasgándose en pequeños copos sobre su cenit. Es suficiente. Se ve el desierto extraordinariamente blanco hasta las orillas extremadamente negras del bosque, bajo las cuales puede haber cualquier cosa, que puede hacer cualquier cosa. Cae la tarde. Se levanta un vientecillo que apenas se oye. Lo que se oye es como una mano que roza el postigo, la puerta o el muro; un gemido o un silbido que se queja, o al contrario. Un golpe en el granero.

Se escucha. El padre no aspira su pipa. La madre deja suspendido el pellizco de sal sobre la sopa. Se miran. Nos miran. El padre suspira y su suspiro arrastra un fino hilo de humo. Lo que haría falta es que volviera el ruido. Se aguzan los oídos, precisamente para sopesarlo enseguida, si es o no peligroso. Pero sólo se oye el silencio. No se sabe. Indecisión. Todo es posible. No se puede juzgar. El hilo de humo que el padre suspira se alarga, se alarga indefinidamente. La madre deja caer grano a grano su sal gorda en la sopa con unos floc, floc, floc...

El fusil sobre la mesa. La madre acerca su mano a la marmita y deja caer el puñado de sal en la sopa. Son las cinco de la tarde. Aún habrá que esperar diecisiete horas antes de que resurja el grisáceo amanecer. Fuera, un gesto sutil... Normalmente se sabe que son las largas ramas del sauce que se liberan de su peso de nieve. ¿Será...? ¿Acaso es...? ¿Sí? ¿No? No.  Leve revoloteo de la nieve que vuelve a caer, temblores en el heno, crujidos como de pasos ahogados en la paja...

*

Durante el verano, hubo múltiples tormentas, y en concreto una tan brusca y violenta que un flujo extraordinario de agua, al invadir el canal tan limpio, estuvo a punto de llevarse la rueda de álabes de la serrería. Y un día que había empezado a tronar en seco, en cuanto las gotas empezaron a claquetear aquí y allá como moneditas, Frédéric II corrió río arriba hacia la compuerta de rosca para desviar el agua al canal de derivación. El tiempo de hacer lo que debía y ya volvía corriendo bajo rachas ya muy densas, con claros de relámpagos y sombras que podían cortarse con cuchillo, cuando vio un hombre que se refugiaba bajo el haya. Le gritó que se viniera, pero el hombre no pareció entenderlo. Es infantil, nadie se refugia bajo un árbol en las tormentas, y aún menos bajo un árbol de la envergadura y la grandeza de aquella haya divina, y menos aún en las tempestades de estos parajes, que son de una violencia aterradora. Pero desde debajo de su cobertizo, Frédéric II veía a aquel hombre desnaturalizado adosado contra el tronco del haya en una actitud bastante apacible, incluso de abandono; en una especie de contento manifiesto: como si estuviera calentando sus polainas en la chimenea de una cocina. Se dijo: “Es un pobre capullo de quién sabe dónde”. Pensaba en esos viajantes que vienen en verano para reponer a la gente sus herramientas agrarias y hacer propaganda de las máquinas. Al final, como la tormenta no cesaba de empeorar e intensificarse, y el agua se desplomaba en densas cortinas y habían estallado unos cuantos truenos no muy lejos, se dijo: “Es una tontería dejar a ese tipo allí abajo, ¿es que no ve que aquí puede refugiarse?” Se metió un saco en la cabeza como un capuchón, corrió al árbol, cogió al hombre del brazo y le dijo: “Venga, hombre, vaya cenutrio está usted hecho”. Lo sacó de allí justo a tiempo. Las orejas les tronaron. Tanto que no se quedaron bajo el cobertizo, sino que entraron en la cabaña de los engranajes...

-¿De dónde es usted? –preguntó Frédéric II.

- De Chichiliane –contestó el hombre.

En un momento así, como comprenderán, Chichiliane, Marsella o el Papa daban lo mismo. Y al fin y al cabo, ¡Chichiliane no era nada del otro jueves! Quizás en Chichiliane la gente sea más estúpida que aquí, como suele ocurrir. Frédéric II se contentó con esto para explicarse por qué aquel hombre se quedaba bajo el haya voluntariamente. Porque el hombre había oído bien la primera llamada; lo dijo con toda franqueza. Además, había visto que el cobertizo de la serrería a diez metros tras él: no estaba ciego. Pero ya se sabe, hay gente tímida, o mejor, gente estúpida. Frédéric II pensaba que aquel hombre era estúpido...

No interrogó al hombre de Chichiliane; se preguntaba si su compuerta aguantaría el embate. Ni siquiera lo miró. Se quedaron más de una hora en cuclillas uno junto al otro en la cabaña de los engranajes, tan cerca que se rozaban con el hombro y el brazo...

*

Supongo que saben dónde empieza el otoño. Exactamente a 235 pasos contados del árbol marcado M 312.

¿Han ido alguna vez al puerto de La Croix? ¿Ven el sendero que va al lago de Lauzon? En el lugar donde atraviesa los prados color gamuza en pendiente muy pronunciada; hay que pasar dos grietas de desprendimientos bastante feas, se llega justo bajo el acantilado de la cara oeste del Ferrand. Paisaje mineral, perfectamente telúrico: gneis, pórfido, gres, serpentina, esquistos pútridos. Horizontes enteramente cerrados de rocas aceradas, las cimas de Lus, caninos, molares, incisivos, dientes de perro, de león, de tigre y de peces carnívoros. De allí, a vuestra izquierda, sendero por los pasos estrechos entre peñascos que acceden al Ferrand: alpinismo, panorama. A la derecha, trazos imperceptibles de las pulverizaciones rocosas cubiertas de diatomeas. Hay que seguir esos trazos que rodean un rellano y, en una hondonada como un cuenco de cerámica, hallar la más alta cuadrícula boscosa; tal vez doscientos árboles, y en la linde norte, un fresno marcado con minio: M 312. Allí delante, y a doscientos treinta y cinco pasos, plantado directamente en la pendiente de cerámica, otro fresno. Allí es donde empieza el otoño.

Es instantáneo. ¿Acaso hay una especie de contraseña dada ayer por la noche, mientras ustedes daban la espalda al cielo para hacerse la sopa? Esta mañana, en cuanto abran los ojos verán que mi fresno se ha plantado en el cráneo un penacho de plumas de loro amarillo oro. El tiempo de poner el café, de recoger todo lo que queda por el suelo cuando se duerme fuera y ya no es un penacho, sino todo un casco confeccionado con las plumas más raras: rosas, grises, óxido. Luego son marroquinerías, forraje, charreteras, delantales, corazas que se cuelga y se aplica por todas partes, y todo hecho con la materia más rutilante y más bermeja. En fin, helo ahí en sus armaduras y perifollos de sacerdote-guerrero que entrechoca pequeñas matracas de madera seca.

M 312 no se queda atrás. Se pone almuzas, sotanas de miel, faldones de obispo, estolas cubiertas de blasones y de reyes de cartas de juego. Los alerces se cubren de caperuzas y togas de piel de marmota, los arces se calzan polainas de espinilleras rojas, enfilan pantalones de zuavos, se envuelven en capotes de verdugos, se coronan con el birrete de los Borgia. Mientras ellos trajinan, los prados ocres azulean de azafrán silvestre. Al volver, cuando uno llega al pie del puerto de La Croix, se encuentra frente al primer ocaso de la temporada: el abigarramiento bárbaro de las murallas... Más abajo se ve esa cuenca de hierba que sólo era heno cuando pasó hace sólo dos o tres días, ahora convertida en cráter de bronce alrededor del cual montan guardia... los caballeros del bosque; y se entremezclan las tiaras, los bonetes, los cascos, las faldas, la carne pintada, las enaguas bordadas, el follaje de otoño, los fresnos, las hayas, los alerces, los zurillos, los olmos, robles albares, abedules, álamos temblones y sicomoros, arces y pinos con un verde negruzco que exalta todos los demás colores.

A partir de ese momento, cada atardecer, las murallas del cielo se pintarán con aquellos esmaltes que facilitan la aceptación de la crueldad y liberan a los sacrificadores de todo remordimiento. El occidente, revestido de púrpura, sangra por las rocas, que son indiscutiblemente más hermosas así ensangrentadas que con el rosa satinado de siempre, o el bello azur común de las noches de verano, en la hora en que Venus era dulce como un grano de cebada. Un verde pálido, un violeta, manchas de azufre y a veces un puñado de escayola allí donde la luz es más intensa, mientras que sobre las otras tres murallas se apiñan los bloques compactos de una noche, no más lisa y reluciente, sino turbia y aglomerada de inquietantes construcciones: tales son los temas de meditación propuestos por los frescos del monasterio de las montañas. Los árboles hacen crujir incansablemente en la sombra pequeñas matracas de madera seca...

*

El haya de la serrería no tenía aún, ciertamente, la amplitud que ahora contemplamos. Pero su juventud (en relación con la edad de ahora) o más exactamente su adolescencia era de una envergadura y un tejido que la situaban cien codos por encima de todos los árboles unidos. Su follaje era de una abundancia y espesura, de una densidad pétrea, y su osamenta... debía de poseer una fuerza y una belleza muy raras para llevar con tanta elegancia tamaño peso acumulado. En esa época estaba sobre todo plagado de pájaros y de moscas; contenía tantos pájaros y moscas como hojas. Se veía constantemente arado y estremecido por cornejas, cuervos y enjambres. Salpicaba a cada instante vuelos de ruiseñores y alionines; humeaba aguzanieves y abejas; soplaba falcones y tábanos; hacía malabarismos con bolas multicolores de pinzones, reyezuelos y petirrojos, de chorlitos reales y avispas. A su alrededor había una ronda sin fin de pájaros, mariposas y moscas en las que el sol parecía descomponerse en arco iris como si atravesara un manantial de salpicaduras. Y en otoño, con su larga cabellera carmesí, sus mil brazos entrelazados de serpientes verdes, sus cien mil manos de follajes de oro jugando con pompones de plumas, correajes de pájaros, polvo de cristal, no parecía realmente un árbol. Los bosques, sentados sobre las gradas de las montañas, lo contemplaban en silencio. El haya crepitaba como un brasero; danzaba como sólo saben danzar los seres sobrenaturales, multiplicando su cuerpo alrededor de su inmovilidad; ondulaba en torno a sí en un enredo de echarpes, tan estremecido, tan dorado, tan incansablemente lleno de la embriaguez de su cuerpo que ya no se sabía si estaba arraigado por la presa de prodigiosas raíces o por la velocidad milagrosa de la punta de la peonza sobre la que reposan los dioses. Los bosques, sentados sobre las gradas del anfiteatro de las montañas, en su gran ablución sacerdotal, no osaban moverse. Ese virtuosismo de belleza hipnotizaba como el ojo de las serpientes o la sangre de las ocas salvajes en la nieve. Y a lo largo de los caminos que ascendían o descendían hacia el haya, se alineaba la procesión de los arces ensangrentados como carniceros.

Pero todo eso no impidió que llegara el invierno de 1844; al contrario. Y Bergues desapareció. Nadie se dio cuenta enseguida. Era soltero y nadie pudo precisar en qué momento exacto había faltado del mundo. Era un furtivo, cazaba las criaturas más inverosímiles. Amaba la naturaleza y a veces se ausentaba toda una semana. Pero en el invierno del 44, se inquietaron al cabo de cuatro o cinco días.

En su casa, todo estaba dispuesto de forma que podía temerse lo peor. Para empezar, la puerta no estaba cerrada; sus raquetas y el fusil estaban allí; su chaqueta, forrada de piel de cordero, colgaba de su clavo. Más triste aún: su plato, con los restos disecados de un conejo encebollado (con las huellas de un pedazo de pan bañado en la salsa), yacía en la mesa. Debía de haberle pescado comiendo; algo o alguien debía de haberlo llamado fuera; había salido enseguida, tal vez sin poderse tragar el bocado. Su sombrero estaba sobre la cama.

Esta vez fue un terror de rebaño de ovejas. En pleno día (bajo, sombrío, azul, con nieve y una nube cotando la flecha del campanario) se oyó llorar a las mujeres, gritar a los niños, batir las puertas, y fueron menester la cruz y los ciriales para tomar una decisión... Todo el mundo hablaba de la policía pero nadie quería ir a buscarla. Había que recorrer tres leguas en soledad, bajo el cielo negro, y al ser Bergues un hombre hecho y derecho, forzudo, valiente, más listo que el hambre, ya nadie se sentía lo bastante forzudo, valiente ni listo. Al fin decidieron ir cuatro, todos juntos.

Se alejaban de la casa de Bergues como si hubiera albergado a un apestado. La casa bostezaba directamente a la nieve de la calle, con su portón abierto que nadie tuvo el valor de ir a cerrar, y el cielo, por encima de todas las cabezas, parecía más negro que en el interior de la casa.

En el momento de la marcha de los cuatro emisarios hacia la comisaría real de Clelles, todo el pueblo se concentró silenciosamente en torno a ellos, que, graves y pálidos bajo las barbas, se colgaban el arma del tirante y cerraban sus chaquetas forradas con cinturones de cartuchos para jabalíes, un arsenal de cuchillos afilados, de lamas desnudas, e incluso un hacha pequeña. Por fin se calzaron las raquetas; se les vio ascender despacio el cerro tras el cual pasa la gran carretera y luego desaparecieron. Sólo quedaba atrincherarse.

Es fácil imaginar los relatos que aquellos cuatro hombres hicieron en la comisaría de Clelles tras varias leguas de marcha solitaria, al caer el día. A pesar del tiempo encapotado y del estado de las carreteras..., a las once de la noche llegó al pueblo una pequeña compañía de seis guardias a caballo, con armas y equipaje y un capitán llamado Langlois.

 

 

(Fragmento del libro Un rey sin diversión, de Jean Giono, que será próximamente publicado por la editorial Impedimenta con traducción de Isabel Núñez)

 

Jean Giono, humor, poesía y nieve

 

La descripción que Jean Giono (Manosque, Francia, 1895-1970) hace de un árbol, el haya, en la primera página de Un rey sin diversión me maravilló; traduje el fragmento en mi blog y contagié a la editorial Impedimenta. Entonces no sabía dónde me estaba metiendo. Había leído, como todo el mundo, El hombre que plantaba árboles y ese librito magnífico titulado J’ai ce que j’ai donné, entre otras de sus joyas provenzales.

Un rey sin diversión es una novela asombrosa, especie de thriller que parodia el género (la intriga se resuelve a mitad del libro, se transforma en otra), un thriller poético donde la naturaleza provenzal late como siempre en la escritura de Giono, en ese pueblo que desaparece en invierno, enterrado en un manto de nieve, con los asesinatos que el narrador examina un siglo después. El capitán Langlois, con su pipa y sus pantuflas, vigilante, con la coscolina de Grenoble apodada la Salchicha, que regenta el Café de la Travesía, el soltero y salvaje Bergues, el guapo cura de espalda ancha como el portón de la iglesia, todos esos excéntricos habitantes del pueblo son personajes que se quedan con nosotros para siempre.

 Es un libro maravilloso, pero ¡ay!, un desafío para el traductor, lleno de modismos provenzales, de palabras inventadas o forzadas para decir lo que Giono necesite decir, en su hábil mezcla de exigente lenguaje poético y lengua popular y agreste. A veces, una página exige más de un día de búsqueda, pues los jeroglíficos se acumulan y su ingenio requiere soluciones a la altura en castellano.

            La I Guerra Mundial sacudió con fuerza a Jean Giono, le hizo pacifista y causó su encierro en prisión. Por ese pacifismo durante la II Guerra, cambió su forma de ver el mundo. Él lo explica así:

“Nadie podrá consolarnos de esta guerra. Por eso yo me tiré salvajemente del lado del árbol, de la nieve y de la bestia”.

Esa búsqueda suya de la belleza y su apego a la vida transforman la naturaleza y el paisaje en intensos personajes literarios y proyecta en sus habitantes su humor y su irónica poesía, su filosofía, su mirada humanista y vitalista. “Soy un pesimista feliz”, dijo, y su escritura está llena de esa felicidad burlona, malgré tout.

            Un rey sin diversión fue llevada al cine, como otras obras de Jean Giono (él mismo dirigió películas con personajes que recuerdan al Buñuel de Viridiana).

He recogido aquí algunos fragmentos de la primera parte. Espero contagiar con ellos mi pasión por Giono a los lectores de este país.- ISABEL NÚÑEZ

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jean Giono

Cristian Crusat (Marbella, 1983) debutó con el libro Estatuas (Pre-Textos, 2006), al que seguirían los relatos de Tranquilos en tiempo de guerra (Pre-Textos, 2010) y, un año más tarde, de Breve teoría del viaje y el desierto (Pre-Textos, «Premio Internacional de Cuentos Manuel Llano»), a partir de cuya publicación en 2011 recibió la atención y el aplauso de la crítica y los lectores más atentos, lo que le ha supuesto en los últimos tiempos, entre otras cosas, distinciones como el «European Union Prize for Literature 2013», la inclusión en antologías tan prestigiosas como Cuento español actual. 1992-2012, de Ángeles Encinar (Cátedra, 2014), o la traducción de su trabajo al inglés, francés, italiano, neerlandés, búlgaro y croata. Paralelamente a su obra de ficción, Crusat ha publicado también el ensayo Vidas de vidas. Una historia no académica de la biografía (Páginas de Espuma, 2015), por el que recibió el «VI Premio Málaga de Ensayo», y se ha encargado de editar, prologar y traducir los artículos y ensayos críticos de Marcel Schwob en el volumen El deseo de lo único (Páginas de Espuma, 2012).

«Cuando llegué a Bruselas empezaba a escucharse en algunos medios de comunicación aquella idea del fin del sueño europeo». Los protagonistas de estos relatos se mueven en un escenario que nos resulta turbadoramente conocido: la Europa del siglo XXI, entre las urbanizaciones turísticas que devoran las costas del Mediterráneo, la soledad insidiosa de las habitaciones de hotel y la rutina de los suburbios. Un mundo, que es el nuestro, en el que los viejos signos de identidad basados en la nacionalidad y en las tradiciones familiares o religiosas tienden a borrarse.

Sin embargo, la soledad, las dudas, los impulsos que embargan a los personajes de Solitario empeño son tan universales como un mito griego, una leyenda esquimal o una remota maldición yugoslava. Buscadores de su propia identidad, los protagonistas de estos relatos experimentan el gran misterio, la colosal perplejidad que desde el inicio de los tiempos gobierna las relaciones de padres e hijos, de amantes, de extraños que se cruzan llevados por un azar inexplicable. Cada uno de ellos aspira a hacer de su desarraigo un espacio íntimo, habitable, tal vez comprensible. Sin tragedias ni sentimentalismos. Página a página, relato tras relato, todos se entregan a la titánica y cotidiana labor de conferir sentido a una realidad que –implacable, múltiple y escurridiza– les cautiva y desconcierta.

 

Cristian Crusat. Solitario empeño. Pre-Textos, 2015.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

     La obra de Francisco Brines (Oliva, 1932) es una de las más importantes del panorama poético actual, hombre arraigado a la poesía desde muy joven, gran amigo de Vicente Aleixandre, poeta perteneciente a la Generación de los cincuenta, junto a figuras tan importantes como Caballero Bonald o Ángel González, entre otros, comenzó su obra con Las brasas (1960), el cual ganó el Premio Adonais, posteriormente fue valedor del Premio de la Crítica por Palabras a la oscuridad.

En 1986 escribe, tras otros libros tan deslumbradores como Aún no (1971) o Insistencias en Lúzbel (1977), una de sus obras más importantes, El otoño de las rosas, que ganará el Premio Nacional de Poesía en 1986.

    Recientemente ha ganado el Premio Reina Sofía y sigue siendo uno de los poetas más prestigiosos de la poesía española contemporánea, uno de los referentes fundamentales de una lírica elegíaca, donde la emoción y la importancia del paso del tiempo cobran especial relevancia.

     Siempre se ha considerado deudor de poetas de la talla de Luis Cernuda, Vicente Aleixandre o Juan Gil-Albert, donde la palabra poética se ha convertido en todo un ejemplo ético y estético, donde el poema cobra especial relevancia como forma de reflexión vital, donde el hombre se encuentra con sus certidumbres y sus emociones esenciales.

     Su importancia y trascendencia para la literatura española contemporánea está fuera de toda duda, siendo uno de los poetas más estudiados por investigadores extranjeros en la actualidad, además de uno de los más valorados por nuestros críticos y escritores, ya que refleja una obra madura y hermosa sobre la importancia de la infancia como etapa feliz de la vida y la relevancia del paso del tiempo en ese proceso de vivir que tanto ha preocupado al poeta valenciano.

 

 LA POESÍA DE FRANCISCO BRINES

 

    En sus poemas, y a lo largo de toda su vida, existe un paraíso llamado Elca, donde Brines ha soñado las cosas, ha transitado por las emociones y ha dejado afectos inolvidables.

   Si para Cernuda España era, en su poesía, Sansueña, para Brines, Elca es la tierra valenciana, su Oliva natal, donde crecen los naranjos, la luz del mediodía, el esplendor entero de la huerta.

    Para José Olivio Jiménez el tiempo es clave en la poesía de Brines y la belleza de las cosas que pasan, siempre tamizadas por el paisaje levantino: “Y como marco, la belleza y fragancia de la pródiga naturaleza levantina, en compañía –y fortalecimiento- de la humana fragilidad” (José Olivio Jiménez, La poesía de Francisco Brines, Renacimiento, Sevilla, 2001, p. 23).

     Es cierto que Brines inunda al poema de meditación desde Las brasas hasta su último libro hasta la fecha La última costa, si en el primero aparece el anciano que contempla al niño que fue, en el último, la constatación de la vejez es plena, el tiempo ha pasado irremisiblemente.

     Su poesía es también una continua reflexión sobre el absurdo de la vida, sobre su fantasmagórica realidad. Dice muy bien Francisco José Martín en su estudio El sueño roto de la vida lo siguiente: “La vida es un destino ciego, un fracaso. La vida es un don gratuito al que accedemos sin merecimiento alguno” (Francisco José Martín, El sueño roto de la vida , Aitana Editorial, 1977, p.82).

    En otra página de este libro dice algo muy revelador sobre la obra de Brines:

“Lo que nos entrega Brines es la doble faz irreductible del mundo, su hermosura y su miseria. Situada en la antesala de la muerte, a la luz del crepúsculo, el poeta efectúa su Homenaje y reproche a la vida” (p.87).

      Todo ello, me lleva a interesarme por dos momentos claves en la poesía del valenciano, su primer libro: Las brasas (1960) y el último, La última costa (1995). En los treinta y cinco años que distancian a ambos, el poeta ha escrito sobre el tiempo, sobre la infancia perdida, sobre el amor que se escapa furtivamente de madrugada, sobre la luz del Mediterráneo, etc.

    En Las brasas aparece el hombre viejo que le visita (recordemos que Brines era un joven poeta en ese momento). Ya aparece en el libro el tiempo, su hondura sobre las cosas, la certeza de la fugacidad de la vida, el efímero transcurrir de nuestros sueños. El poema que comento pertenece a “Poemas de la vida vieja” y dice: “El visitante me abrazó, de nuevo / era la juventud que regresaba / y se sentó conmigo” (vv.1-3).

     Si en ese momento hay lozanía (juventud), en los versos que siguen, como si el tiempo del día hubiese transcurrido dando lugar a la noche, el joven ya es viejo: “Vela el sillón la luna, y en la sala / se ven brillar los astros. Es un hombre/ cansado de esperar, que tiene viejo / su torpe corazón, y que a los ojos / no le suben las lágrimas que siente” (vv. 15-19).

      Desde el comienzo al final hay todo un proceso existencial, sin olvidar que ese  hombre  que  visita  al  poeta llevaba tristeza, la misma que anidaba en él:

 “Se contaba a sí mismo / las tristes cosas de su vida, casi / se repetía en él la triste vida” (vv. 6-8).

        Lo que nos dice el poeta valenciano que ese visitante es él mismo, el cual se contempla desde el espejo del tiempo, tornando la vejez en juventud y viceversa. El poeta y, por ende, el ser humano, no puede cambiar el destino que la vida, en su fluir, nos va dejando.

         Siempre aparece en este libro las sombras, no es arbitrario el primer verso del poema II:   “La sombra de la tierra va creciendo”, la noche: “sube los aires, y la noche queda / sobre el alto tejado de la casa” (vv. 2-3).

        También la sombra que interviene en la naturaleza afecta por igual al hombre y a su universo, para dejarnos un ámbito de tristeza: “Se ensombrece el naranjo, y azahares / huelen por el desván, pesan los muros / y el hombre que la habita se detiene / para pensar vanos recuerdos” (vv. 4-7).

        Si nos fijamos en el último libro de Brines, La última costa (1995), el mundo del poeta no ha cambiado, es el mismo universo teñido de sombra donde el tiempo ha horadado toda su esencia. Lo expresa muy bien en el poema “Pérdida del Dios que fui”: “Fue aquella tarde un tizón, / y después fue violeta / todo el aire. Blancas luces / en el cielo destellaron. / Y ya oscuro / Larga noche. / Y al llegar la madrugada / del cuerpo nació la sombra”. (vv. 1-8).

      Como podemos ver, para Brines es importante la luz, siguiendo la senda de los pintores valencianos, ya que, en muchos de sus poemas, hay referencias al color (aquí violeta), pero predomina en el poema el destino adverso, a través de la larga noche, en ese itinerario que nos recuerda al mundo de San Juan de la Cruz en busca de la unión del alma con Dios. Pero aquí no hay fusión, sino renunciamiento, espejo del fracaso de la vida.

      Y refleja todo ese mundo de esplendor que se convierte en nada en un bello poema titulado “El azul” (otra referencia al color), cuando dice: “Busqué el azul, perdí mi juventud. / Los cuerpos, como olas, se rompían / en arenas desiertas”. (vv. 1-3). La comparación de los cuerpos como olas nos empuja a la sensualidad mediterránea, a la belleza de un espacio único, donde no hay nadie que rompa la belleza del momento: “arenas desiertas”.

        También el jardín, símbolo clave en su poesía (como lo fue también para César Simón, como comentaré en el estudio que le dedico), donde nacen las rosas, pero también la tentación carnal: “Hubo amor / en el rincón florido de mi jardín / clausurado” (vv. 3-5). ¿Por qué clausurado? Sin duda, es espejo del paso del tiempo que nos niega el amor.

        Pero el final nos estremece: “Voy llegando al final. Ciega mis ojos / un desnudo azul iluminado” (vv. 7-8). Como vemos, ese azul no es otro que el universo que ya no se rinde a sus pies, sino que se muestra, triunfante, sobre nuestra pobre caducidad humana.

        Siempre hay, como dije antes, en Brines luz y fulgor, desde Las brasas y en otros libros tan representativos de su obra como Aún no o Insistencias en Luzbel, sin olvidar el maravilloso El otoño de las rosas, pero también hay sombra, clara antítesis de las oposiciones claves en el ser humano: vida-muerte, dicha-dolor. Si es un “desolado azul iluminado” es que el destello pervive, continúa el fulgor de la Naturaleza, pero  no el del hombre, condenado a no vivir eternamente.

      Cito las palabras de David Pujante en su libro Belleza mojada, cuando dice acerca del poema “Pérdida del dios que fui”, perteneciente a La última costa algo que sirve para entender este cierre que supone el libro y que nos hace reconocer al mismo poeta que escribió Las brasas: “Sintetiza uno de los mitos básicos de la escritura de Brines, el del desengaño, el de la pérdida de la inocencia” y, a la vez, sintetiza, en expresión manifiesta, por primera vez, lo que hay tras su mitología escritural, la originaria lucha entre el yo oscuro y el yo social” (David Pujante, Belleza mojada, Renacimiento,2004, p. 283).

        Y esa lucha que señala Pujante es la que mantenía el poeta en Las brasas entre el viajero y el vate, (el hombre social que conoce gente y el que permanece en la oscuridad de su casa, pero ambos tocados por el sino de la soledad, ya que no hay mayor soledad que la de aquel que viaja siempre, ni mayor desolación que la que siente el que contempla la vida de los demás a través de balcones (símbolo clave en la poesía de Brines), ya que refleja el espacio imposible de traspasar del interior al exterior).

      Ese antagonismo, aparente, sólo conduce a un solo hombre, desdoblado entre el interior (el poeta que medita la vida) y el exterior (el viajero, ser social, que la vive sin vivirla en realidad). Son espejos que están marcados por el sino del destino trágico de la vida.

         La relación entre los dos libros es muy clara (como si representasen las dos caras de una misma moneda). Pujante la vuelve a señalar, cuando dice: “El anciano habitante de aquella solitaria casa rural, aquel yo poético, que no podía ser el joven Brines que con veintitantos años construyó Las brasas, en realidad era una radical intuición que ahora se materializa” (p. 287).

         Se refiere al hombre contemplativo que mira su vida en el poema “Espejo en Elca”. Y es cierto, ya que Brines anticipa en el joven el sino de la vida, su certeza que le llevará a contemplarse anciano, como si llevase ungido en su interior el estigma de la condición humana.

        En definitiva, Brines ha condensado su pensamiento y en la simplicidad de un lenguaje exento de retoricismo, pero no por ello ausente de buena literatura, encuentra la mejor forma para expresar lo que representa su hondo sentir poético: la elegía al tiempo que se nos va, la búsqueda del paraíso de la infancia, terreno que le marcó siempre.

      Me refiero a esa Elca donde anida el Mediterráneo y su luz especial que destella en sus poemas, con la luminosidad de la buena pintura levantina, lo que nos obliga a leer de nuevo, para encontrar nuevos sentidos a tanta hondura existencial.

       Refleja la obra de Francisco Brines un legado que ha de perdurar y cuya influencia es manifiesta en otros poetas de la tierra (Marzal, Gallego), porque no es una voz impostada, sino verdadera, cuyas certidumbres sobre la vida están muy cerca de las nuestras.

       A continuación, le dedico un apartado al que considero uno de los mejores libros de Francisco Brines, donde consigue aunar todos los temas que han hecho posible una de las mejores obras de la literatura valenciana en castellano,

 

 

EL OTOÑO DE LAS ROSAS: EL GRAN LIBRO DE FRANCISCO BRINES

 

  Llegó El otoño de las rosas publicado por la Editorial Renacimiento en Sevilla, en 1986. Y llega este libro en un momento culminante de su poesía, el poeta expresa su amor por la vida (tema ya aparecido, pero ahora con diferente tono).

    Dionisio Cañas lo dijo muy bien en un estudio sobre Brines: “Esta obra es el ejercicio de una mirada retrospectiva llena de amor y fervor por haber tenido el privilegio de la vida” (“Francisco Brines, plenitud y entusiasmo de un canto otoñal”, Ínsula, núm. 485-486, 1987). Es cierto, el poeta se siente afortunado, privilegiado, frente a otros que no han pensado la vida, él conoce el placer de verse viviendo, entregado al instante, tan lleno de emociones.

   Son más de setenta poemas, sin separación interna (como era habitual en otros libros del poeta) en secciones o apartados.

  José Olivio Jiménez considera en su estudio La poesía de Franciso Brines a este libro como “el más alto sitio de la obra total de Brines: su libro más pleno y sugerente”. Llama a este lugar pleno de creación al que llega Brines como una “conjunción de nihilismo y vitalismo”, es decir, una tensión entre dos fines: la Nada (nihilismo) y la vida (vitalismo).

   Olivio nos advierte en el estudio citado lo siguiente: “El camino hacia la constatación afirmativa de la vida, que se ensancha abiertamente es este libro, venía preparándose desde muy atrás en la obra de Brines”, y, puntualiza “Uno de ellos ocurre, nada menos, que en la sección inicial de Insistencias en Luzbel, la más “conceptual” de aquel libro y de toda la poesía del autor”.

   Se  refiere  a  “Respiración hacia la noche”  cuando dice lo siguiente: “Alegría es la luz, el aire, / la carne es alegría, / y cuando se fatigan y se apagan / entonces son visibles. / La luz, la carne, el aire, el daño”. Como vemos, hay júbilo, pero al final aparece la palabra “daño” como si esa plenitud no fuese completa, pues el dolor es telón de fondo de la vida.

   Dicho esto, veamos esa vivencia de plenitud que se ensancha en el poema “El otoño de las rosas”, dice así: “Vives ya en la estación del tiempo rezagado: / lo has llamado el otoño de las rosas. / Aspíralas y enciéndete. Y escucha, / cuando el cielo se apague, el silencio mundo” (vv.1-4). Vemos el deseo de vivir: “aspíralas y enciéndete” porque ha llegado a la madurez de la vida “el otoño”, el símbolo del instante, lo efímero y lo bello es evidente: la rosa. Se equipara a la vida por su hermosura y brevedad.

   No importa que haya llegado ese momento, el poeta quiere vivir, pero sabe la gran verdad del acabamiento de lo humano. “Y escucha, / cuando el cielo se apague, el silencio del mundo”.

  Ha de llegar ese momento donde no haya mirada y todo sea Nada. Bello y breve poema que abre una ventana al hermoso mundo que desvela este libro.

  Vuelve en el libro al lugar de la infancia: Elca, soñada por el poeta, desde su cima de la vida. Consigue que sintamos los olores, naveguemos por aquellos mares, caminemos extasiados por aquellos huertos levantinos. Tan sutilmente (y con tanta armonía) describe el poeta que nos impregna de vida en cada página, nos hace paladear cada instante como si fuese único.

    Comento “Días de invierno en la casa de verano”, poema dedicado a Vicente Gallego, joven poeta que conoció a Brines y que se sintió (como otros muchos) seducido por su poesía.

  El poema dice así: “Vivo en la intimidad de la casa vacía, / y en las habitaciones despobladas / puedo escuchar el sonido apagado de la vida” (vv. 10-13). Sorprende esa vuelta a la casa vacía (recordemos Las brasas), pero aquí esplende la vida, pese a ese “sonido apagado” que es el tiempo, dice así: “Y hay, con todo, un calor de vida ya gastada / un secreto entusiasmo de haber sido” (vv. 17-18). El secreto tiene que ver con la complicidad de lo vivido, tesoro tan solo para él, en esencia solitario.

   Vuelve de nuevo al cuerpo, tan presente en el libro anterior, afirmación del goce y el placer: “Era el ritmo muy lento, y muy secreto / con el vigor del agua, y la presencia joven / de la carne desnuda” (vv. 26-28). Cuenta como se desvestía, y se bañaba, nos recuerda esa efusión de los cuerpos compartiendo el baño infantil en “El barranco de los pájaros”, pero no olvidemos que Brines escribe ahora desde la soledad, el muchacho en sus actos, en su intimidad (de ahí el adjetivo secreto).

 Con una sutileza magnífica, Brines describe esos momentos placer sexual individual que el muchacho tiene que “gozar solo” porque nadie comparte entonces su cuerpo: “La intimidad del mundo, y el placer / que aprendía, me hacía como un dios” (vv. 37-38). Poder gozar de uno mismo y comprender así la vida es ser un dios para Brines (como vemos, el paganismo de Brines queda manifestado, no quiere ser Dios sino un dios, como en la antigüedad grecolatina).

  Y después del sexo llega esa calma, ese reposo, como un hermoso caballero griego o romano: “Con el balcón abierto a los jazmines, / y el cuerpo descansando, fresca el alma, / la luz daba en el libro, diligente, / y un doliente poeta me decía / mágicos versos” (vv. 43-47). Vemos el goce de los sentidos: la mirada-el balcón, el olor- los jazmines; también el crecimiento del joven hacia la poesía: el libro del doliente poeta es un tributo a Juan Ramón Jiménez y su famoso libro: Poemas mágicos y dolientes (1909). Es indudable el influjo de Juan Ramón en Brines, como ya señalaré después.

    El muchacho está enamorado de la poesía, descubriendo  el secreto de los versos, guía ya del resto de su vida. No hay turbación ni pecado por el acto sexual solitario, sino complacencia ante el placer de “sentir el cuerpo y el alma fresca”. Vemos de nuevo la luz y el cuerpo del poeta descansando con un libro, lo que nos recuerda al caballero que piensa en la vida y la muerte mientras lee.

   La luz y la naturaleza en su esplendor: “los jazmines” (blancos como la pureza), todo está poblado de dos mundos que no se contraponen como sí ocurrió en Las brasas. El mundo interior: la casa vacía, el joven, el libro; el mundo exterior: los jazmines, el balcón (puente comunicante de dos mundos).

 Vuelve la noche: “Olorosa la noche, / llena de estrellas bajas y de fuego, / era el espejo ardiente de mis ojos” (vv. 38-40). La noche de la creación, no es la noche enemiga, sino la que hace crecer y soñar, porque es “espejo ardiente de mis ojos” (el joven se mira en ella).

  Lo dice todavía más claro: “En el tiempo feliz no había muerte, / y juntos la pureza y el pecado / descubrieron el mundo más dichoso” (vv. 41-43). Esa certeza de la vida plena y gozosa contrasta con la palabra “muerte”, aun desconocida, pero ya mencionada, como presagio del futuro de la vida.

  Lo expresa al final del poema: “No había aún vergüenza de los años, / ahora que ya conozco que la muerte / existe, y nada sabe” (vv. 44-46). Magnífica manera de decirnos que la muerte no es trascendencia, no nos encamina a otra vida, todo acaba en la Nada.

   Y el final es muy hermoso, incidiendo el poeta en su evocación de lo vivido: “Con todo, en este invierno tan lejano, / hay un calor de vida ya gastada, / la seca aceptación del mal o la alegría, / un secreto entusiasmo de haber sido” (vv.47-50). Incide en el secreto de haber vivido. Si los años traen “vergüenza” y la vida está “gastada”, el poeta afirma que hay aun “calor”, hay efusión, deseo de proseguir, pese al conocimiento: “la seca aceptación del mal o la alegría”.

   Merece la pena comentar la visión de Elca, ese paraíso de la infancia que nos regala José Luis Gómez Toré en La mirada elegíaca, dice así: “Víctor García de la Concha ha relacionado la visión de la infancia de la poesía briniana con la lírica de Juan Ramón Jiménez”.

   Y, tras ello, Gómez Toré desvela ese mundo en el poeta moguereño y alude también a Luis Cernuda: “En efecto, el poeta de Moguer había hablado ya de esa divinidad de la infancia, figura sagrada que se identifica con el yo perdido y con el lugar paradisíaco”.

  Se refiere el crítico a los Poemas  revividos del tiempo de Moguer (J.Ramón Jiménez, Cuando yo era un niñodios”, Poemas revividos del tiempo de Moguer (1895-1954), Madrid, Artes Gráficas, Luis Pérez, 1970) y, es cierto, que en esos poemas Juan Ramón siente que la infancia es divinidad, lugar y momento que no ha de volver jamás.

   Luis Cernuda, por otra parte, recuerda en Ocnos la eternidad de la infancia, como nos señala Gómez Toré en el libro.

   Brines, en El otoño de las rosas, busca al niño perdido, ese niño feliz, ajeno al pasado (pues aún no lo tiene) y exento de pecado. No excluye el poeta la inteligencia como cualidad de lo humano (ya lo vimos en el poema: el joven leyendo). El hombre perdió el paraíso de la infancia, pero no ha perdido el milagro del saber, el conocimiento, único eslabón de felicidad que le une a ese paraíso (pese a que el saber también entrega dolor).

  Vayamos a Elca, Gómez Toré desvela qué hay detrás de ese nombre: “Elca, ese término del campo de Oliva donde reside secreto el Edén”. Y además nos dice “Pero Elca no es sólo  un  lugar concreto”, para el crítico “ese lugar se convierte para el poeta en el mundo entero”. Si quedaba alguna duda de ello, el propio Brines lo confiesa en una entrevista a Luis Antonio de Villena (amigo de Brines y poeta de los “novísimos”) cuando dice: “Para mí ha llegado a simbolizar el espacio del mundo. Allí lo descubrí deslumbrante y eterno, y cuando la vida  me  dio   una  visión  nueva,  inesperada,  de  mortalidad,  seguí amándolo desde su pérdida, y añorando en él su antiguo e imposible engaño divino” (Luis Antonio de Villena: “Una charla con Francisco Brines”, Olvidos de Granada, 13, 1984, pp. 35-36). Todo ello se refleja muy bien en el poema donde el poeta miraba, desde la soledad de su cuerpo, al mundo entero (en la casa de Elca, donde Brines descansaba en verano de un año escolar en un internado) (Rafael Alfaro, “Experiencia de una despedida”, Cuadernos de Cultura, 1980, pp. 25-41)

  Comentamos seguidamente “Collige, virgo, rosas” donde hará mención de nuevo de la noche, creadora de magia en ese instante de la vida.

  Vemos al poeta decir a alguien (recurso ya muy utilizado por Brines, en ese diálogo consigo mismo) que ría y goce, también que ame. Es muy bello cuando dice en el segundo verso: “Y enciéndete en la noche que ahora empieza”, es una verdadera invocación a la vida. Si el hombre es “luz” en la noche, brilla como un “astro” (hace referencia a esa luz alta que miraba el niño-Brines). Continúa diciendo: “y entre tantos amigos (y conmigo) / abre los grandes ojos a la vida / con la avidez preciosa de tus años” (vv. 3-5). Parece que el poeta se refiere a otro cuando apela a ese tú, pero sabemos que es él, desdoblado, viéndose vivir en la noche con un grupo de amigos (también existe en el poema el joven, quizás algún amigo de Brines, futuro espejo del poeta).

  Dice el poema “abre los grandes ojos a la vida / con la avidez preciosa de tus años”. Los grandes ojos son como “astros” que iluminan al poeta. Resucita así el niño- creador, el niño-Dios (en palabras de Gómez Toré).

  Dice después: “La noche larga, ha de acabar al alba, / y vendrán escuadrones de espías con la luz, / se borrarán los astros, y también el recuerdo, / y la alegría acabará en su nada” (vv. 6-9). En este poema la “luz” es negativa, trae la infelicidad, oponiéndose a la “luz” de la infancia, generadora de vida.

  Brines utiliza aquí los símbolos de sus primeros poemas: la noche, la luz, los astros; pero han cambiado de significado, la noche es alegría y magia, junto con los astros y la luz, sin embargo, trae el infortunio a la vida.

   Pese a todo, Brines no desiste  cuando dice: “Mas aunque aquí suceda, / enciéndete en la noche” (vv. 10-11), la repetición del verso muestra la importancia del acto, el deseo pleno de vivir esos instantes irrepetibles.

   La noche, con todo su sentido, es protagonista del poema. Dice el poeta: “pues detrás del olvido puede que ella renazca”, no está seguro, pero piensa que la vida vuelve en cada noche de goce, además, lo expresa con la hermosura serena que le caracteriza: “y la recobres pura, y aumentada en belleza” (v. 12), este verso requiere una interpretación que llena el poema de mayor simbolismo. Es, desde luego, el joven o el niño que vuelve en esa noche “recobrada”, lo sabemos por los adjetivos “puro y aumentada belleza”. El hombre-Brines vuelve a la niñez en la noche evocada que se repite en el pensamiento.

   El final del poema nos muestra hasta qué punto Brines es consciente del dolor, de la pérdida, pero no por ello desiste de entregarse a esa noche inolvidable. Dice así en esta noche que es la de la muerte, noche antitética de la noche creadora: “cuando la noche humana se acabe ya del todo / y venga esa otra luz, rencorosa y extraña, / que antes que tú conozcas, yo ya habré conocido” (vv. 15-17). Nos queda claro que será la última luz, trae la muerte y la Nada, está desvestida de trascendencia, será “rencorosa y extraña” como un enemigo para el hombre.

   Da la sensación que habla a alguien, quedó claro cuando dijo: “la avidez preciosa de los años”. Es ese amigo o ese niño que vive ahora la vida y que no conoce el dolor. Nos desvela entonces que sí existió un diálogo hacia alguien que participa en la charla con los amigos. La modestia del poeta se hace evidente, ya que aparece entre paréntesis: “y entre tantos amigos (y conmigo)”. El poeta es uno y es otro, el contemplado por en el paso del tiempo. Magnífico poema donde Brines insiste en la alegría del instante y en la meditación que prosigue a la dicha.

    Afirma, con gran sentido común, José Olivio lo siguiente  (en el estudio que se llama La poesía de Francisco Brines): “Apurando  el  seno  acogedor  de  la  noche, y  conjurando  el olvido, será posible que la alegría quede vivificada por la voluntad del espíritu”.

   Si leemos ahora el poema de Luis Cernuda “Viendo volver” (28) perteneciente a “Vivir sin estar viviendo” (1944-1949) podemos observar ese diálogo de Cernuda consigo mismo: “Irías y venías / Todo igual, cambiado todo / Así como tú eres / El mismo y otro. ¿Un río? / A cada instante / No es él y diferente?”. Hermosos versos que se cargan de simbolismo: el río es la vida cuyo cauce da al mar “que es el morir” como dijo Jorge Manrique, Cernuda se acerca a la tradición y Brines, en su diálogo con el amigo joven y consigo mismo bebe del poeta sevillano en su técnica de los espejos.

   La única diferencia entre ambos poetas (aparte del estilo y del mundo de la noche que no aparece en el poema de Cernuda) es que el poeta sevillano no tiene ese amigo (el que dialoga con é, su espejo) que sí posee Brines. Cernuda se halla solo y así lo dice: “Impotente, extasiado / Y solo, como un árbol, / Le verías, el futuro / Soñando, sin presente, / A espera del amigo, / Cuando el amigo es él y en él espera”.

 Y además Cernuda es consciente que la vida es “una burla delicada / Y que debe ignorarlo el mozo hoy”. Para el poeta, como para Brines, esa sensación de dolor no ha de pertenecer al niño o al joven, porque sólo es castigo del adulto.

  En “Huerto en Marrakech”, Brines no solo nos indica el lugar de la dicha, el mundo árabe, sino también un juego de símbolos que hace enormemente ingenioso el poema: “Entré en la breve noche para gozar tu huerto: / rincón de madreselva, dos pequeños naranjos, / y aquel jazmín tan negro, de tanto olor, rodando / la falda del ciprés que sabe al cielo” (vv. 2-5).

   Como vemos, el “huerto” es símbolo del “cuerpo” y todo lo que sigue son extensiones del mismo: la madreselva es el vello, los pequeños naranjos son los ojos y el jazmín es el sexo en toda su plenitud, hasta tal punto es así que cita el “ciprés que sube al cielo”, es decir, el éxtasis amoroso. Como vemos, la naturaleza sirve a Brines para crear un poema íntimo, erótico y sensual. Pero con ese tacto y esa sutileza que le caracteriza el poema nunca es procaz, sino hermoso y delicado (su sutileza se pone de nuevo de manifiesto, inunda, mejor dicho, todo el libro).

  Continúa diciendo: “Bañó el árbol la luna, y se mojó mi boca” (v.6), de nuevo, el placer, la corriente exultante le arrasa.

   Después llega la fatiga: “Y qué cansados luego las aguas y las rosas, / el ciprés, los naranjos, el ladrón de aquel huerto. / Y todo fue furtivo: el alba, luego el sueño” (vv.7-9). Recoge en este final a los amantes: el cuerpo del amado y el ladrón del cuerpo: el amante. Y no hay que olvidar el tiempo: “Y todo fue futuro: el alba, luego el sueño”.

   Vuelve el alba a ser el punto final de lo mágico, de la dicha sexual, como en el poema anterior (en aquel el alba trajo la separación de los amigos y el fin de la fiesta).

   Como hemos podido ver el poema es muy hábil para enlazar símbolos que emparentan con la tradición simbólica de los místicos españoles, no olvidemos la poesía mística (con su traducción erótica) de San Juan de la Cruz en la ya famosa interpretación de la amada como el alma y el amado como Dios. Para Brines, desposeído de cualquier sentimiento religioso, el simbolismo alcanza altura de hedonismo y paganismo.

   Hay otros poemas de gran calidad sobre el erotismo, el sexo y la noche (“Envío del recién llegado”, “Historias de una sola noche”, “El triunfo de la carne”), pero voy a comentar un poema muy bello que se llama “Los veranos”, en él la evocación (que está en todo el libro) parece paladearse con mayor insistencia y podemos oler ese tiempo de verano que el paso de la vida no devuelve. De nuevo, Brines habla del desnudo, en esa estación pura de la vida: “Estábamos desnudos junto al mar,/ y el mar aún más desnudo” (vv. 2-3). Vemos como Brines  enlaza  el  cuerpo  desposeído de ropajes junto al mar entregado, lugar que nos evoca a ese baño con los amigos en la niñez.

   Además, vuelve la mirada: “Con los ojos, / y en sus cuerpos ágiles, hacíamos / la más dicha posesión del mundo” (vv. 3-5).

   El mundo les poseía y ellos poseían al mundo, entrega al unísono del mar y el cuerpo, el cuerpo y el mar.

  Aparece también el adjetivo “encendido” para referirse a la luna, astro clave en la noche (lugar ideal para gozar): “Nos sonaban las voces encendidas de la luna / y era la vida cálida y violenta, / ingratos con el sueño transcurríamos” (vv. 7-8).

  Para el poeta, la vigilia es importante, solo así puede darse el placer, pues la noche, el mar, los cuerpos desnudos son todos lo mismo: la felicidad. De nuevo el mar: “El ritmo tan oscuro de las olas / nos abrazaba eternos, y éramos sólo tiempo” (vv.9-10). Hay que fijarse en estos versos y en la relación olas-agua  y el verbo “abrasar” como si el agua fuese llama y, además, eterna.

  Los jóvenes al quererse en el agua la hacen arder (porque ella participa de la unión amorosa), el “ser sólo tiempo” nos señala que eran instante, goce pleno (fuera del concepto de la vida que transcurre). De nuevo los astros: “Se borraban los astros en el amanecer/ y, con la luz que fría regresaba/ furioso y delicado se iniciaba el amor” (vv. 11-13) Es curioso que Brines aquí no rompa el amor con la llegada del alba (como vimos en poemas anteriores) sino que es la rampa de salida, tras el juego de los cuerpos, llega el amor verdadero.

  Al final, el poeta valenciano acaba el poema con la sensación de pérdida: “Hoy parece un engaño que fuésemos felices / al modo inmerecido de los dioses / ¡Qué extraña y breve fue la juventud!” (vv.14-16). Queda un vacío, pero también la dicha de haber asistido a un momento hermoso de la vida, la tristeza es el resultado siempre de la efímera felicidad. Brines, que no suele usar exclamaciones, las emplea para enfatizar lo perdido, lo irrecuperable.

 Su comparación con los dioses nos llama la atención (como ya vimos  en  aquel  poema  donde  el  niño era un dios y no Dios) porque hace referencia al mundo de los griegos, a la mitología (no olvidemos que ese mundo mítico fue invento de los hombres, tras el engaño que supuso su fascinación vino la infelicidad de descubrir la mentira que había en ello).

  Gómez Toré lo dice claramente: “Así, un poema como “Los veranos” atribuye a los jóvenes la cualidad de anular el tiempo, cualidad propia tan sólo de los dioses”. Vemos que el crítico insiste en la felicidad de esa estación dichosa de la vida, no sólo por la carencia del tiempo, sino también por la ausencia de culpa o pecado en los momentos de placer.

   Considera Toré al joven y al niño uno solo como dice a continuación (en La mirada elegíaca): “El niño y el joven no son sino uno solo. Así cuando Narciso envejecido mire a aquel primer Narciso contemplará a un ser inmortal, niño o joven, mirándose no en el río de Heráclito, sino en un mar eternamente renovado”.

   Ese Narciso es, no cabe duda, el poeta, ensimismado por el tiempo y su imagen que decae y envejece. Pero también el demiurgo que posibilita el regreso del niño y el joven.

    José Olivio en La poesía de Francisco Brines se fija también en este hermoso poema y en el instante en que describe el amor diciendo: “hacíamos/ la más dichosa posesión del mundo”. Para Olivio este verso “quedará como la siempre vibrante definición de la experiencia amorosa”.

   Brines evoca el amor puro y además sitúa al alba ese “furioso y delicado amor que se iniciaba”, queda claro que, oponiendo esos dos adjetivos, el poeta da una descripción completa del juego amoroso y nos conduce a Lope de Vega en un famoso soneto, concretamente el núm. 126 cuando dice el poeta: “Desmayarse, atreverse, estar furioso/ áspero, tierno, liberal, esquivo/ alentado, mortal, difunto, vivo/ leal, traidor, cobarde y animoso” (Lope de Vega, Lírica, ed. De José Manuel Blecua, Castalia, 1987). Como vemos, el poeta en el primer cuarteto expresa las condiciones contrarias del amor en un juego de oposiciones.

    Terminará  (para no explayarme en todo el poema, pese a su gran calidad) con estos versos: “creer que un cielo en un infierno cabe / dar la vida y el alma a un desengaño / esto es amor. Quien lo probó lo sabe”. Afirmo que Brines insiste en esta tradición para señalar esas características opuestas del amor y, desde luego, acierta plenamente.

  Finalizo este recorrido por el libro con un poema muy breve, pero destacable por dos aspectos: la aparición de la muerte y la referencia a Dios.

   El poeta dice en “Física de la muerte”, lo siguiente: “Prietas y extensas sombras nos acogen / allí en las Humedades, fría Nada, / después que nos fulmina el rayo blanco / del Dios que no sabemos” (vv.1-4).

   Brines pone en mayúsculas la Nada como el fin de todo, límite de nuestra vida, futuro irremediable. Y además hace referencia a Dios, pero no en su aspecto apaciguador sino que “nos fulmina el rayo blanco”. Este verso nos explica parte de su obra, esa insistencia en el engaño, con la vida que fue “realmente vivida”. El título del poema

“Física de la muerte” rompe cualquier atisbo de trascendencia, el poeta anula así al   mundo religioso con su afirmación de un Dios que no conocemos ni podemos ver, sino es a través de la fe.

   Merece la pena terminar los comentarios a este libro, pensando en Juan Ramón Jiménez, porque Brines ha leído atentamente al poeta moguereño y sabe muy bien que Juan Ramón, descreído de Dios, buscó en la conciencia ese lugar para vivir su eternidad.

   He seleccionado un poema perteneciente a La estación total, cuando el poeta dice (el poema se llama “El creador sin escape” perteneciente a “Canciones de una nueva luz”): “Enseña a dios a ser tú / Sé solo siempre con todos, / con todo, que puedes serlo. / (Si sigues tu voluntad / un día podrás reinarte / solo en medio de tu mundo.) / Solo y contigo, más grande, / más solo que el dios que un día / creíste dios cuando niño”.

  Juan Ramón expresa su Dios de la conciencia frente al dios (en minúscula) que ha inventado el mundo. Ese deseo de eternidad quiere vivir en Brines en los instantes evocados en El otoño de las rosas, donde el goce de vivir se manifiesta en toda su extensión, dicha que dará lugar, tras su breve paso, a la tristeza del poeta.

    El poeta valenciano se perfecciona con esta obra, nos muestra las aristas de la vida y, consciente de todo lo que se pierde (se canta lo que se pierde, dijo el gran poeta andaluz Antonio Machado) revive el tiempo de la felicidad, haciendo de su canto una elegía magistral.

   Su obra no ha de morir, por la alta calidad de sus versos y por la entrega absoluta al mundo con todo el dolor y la alegría que hay en él.

 

BRINES: LA RELEVANCIA DE UN POETA CONTEMPORÁNEO EN NUESTRA POESÍA ACTUAL

  

    Hombre de verso profundo, pensador de una palabra que ha ido creciendo, donde lo elegíaco, el recuerdo de la infancia cobra especial resonancia, la etapa de la felicidad perdida, su obra queda como un gran ejemplo de la relevancia de la lengua española, ya que su obra ha sido traducida a múltiples lenguas y ha interesado a muchos estudiosos extranjeros de la literatura española.

 

    Se ha convertido en un referente fundamental para muchos poetas, como Jaime Siles, Vicente Gallego, Carlos Marzal y otros que han destacado su legado y la ineludible necesidad de conocer su obra a todos los amantes de la poesía y a todos aquellos que se acerquen a la lengua española, ya  que su léxico es enriquecedor y supone un interesante acercamiento a todos aquellos que, fascinados por la poesía, quieren conocer el español, desde el mundo de la palabra poética.

   Brines sigue presente, mientras otros poetas de su Generación han culminado ya su obra o han muerto, dejando una obra de gran calado existencial y de necesario estudio para todo investigador de la poesía de posguerra (Valente, Gil de Biedma, Ángel González). El poeta valenciano sigue siendo reconocido, premiado  y, sin duda alguna, queda todavía, pese a que él ha confesado en algunas ocasiones que ha puesto fin a su obra, el último libro, donde resuma todo lo que ya nos ha legado en libros anteriores, donde la poesía, su latido, nos llegue de forma definitiva, siendo ya un referente para futuros poetas y críticos de poesía.

    Sin duda alguna, Francisco Brines nos llega al corazón, penetra con su reflexión vital en nuestras emociones, convirtiendo su obra en un lugar de encuentro con la palabra verdadera, desde el niño que fue al hombre que lamenta su pérdida, la de la inocencia, en una clara armonía con el mundo, cuya hermosura es cantada con alegría y tristeza al mismo tiempo, todo un maestro de la poesía contemporánea.

 

 

BIBLIOGRAFÍA:

 

Brines, Francisco: Poesía Completa (1960-1997). Tusquets, Barcelona, 1997.

 

Cañas, Dionisio: “Francisco Brines, plenitud y entusiasmo de un canto otoñal”, Ínsula, núm. 485-486, 1987.

 

Cernuda, Luis: Antología poética, edic, de José María Capote, Cátedra, Madrid, 1987.

 

Gómez Toré, José Luis: La mirada elegíaca, El espacio y la memoria en la poesía de Francisco Brines,  Pre-Textos, Valencia, 2002

 

Martín, Francisco José: El sueño roto de la vida. Aitana editorial, Altea, 1977.

 

Pujante, David: Belleza mojada (La escritura poética de Francisco Brines), Renacimiento, Sevilla, 2004.

 

Olivio Jiménez, José: La poesía de Francisco Brines, Renacimiento, Sevilla, 2001.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Martin Amis (Swansea, Reino Unido, 1949) está considerado como uno de los escritores británicos más relevantes y polémicos de nuestros días. Debutó brillantemente como novelista con El libro de Rachel, galardonada en 1973 con el Premio Somerset Maugham, publicada en España por Anagrama, al igual que Dinero, Campos de Londres, La flecha del tiempo, La información, Tren nocturno, Niños muertos, Perro callejero, La Casa de los Encuentros, La viuda embarazada y Lionel Asbo. El estado de Inglaterra, los relatos de Mar gruesa, los ensayos de Visitando a Mrs. Nabokov, La guerra contra el cliché y El segundo avión y los libros de carácter autobiográfico Experiencia y Koba el Temible.

Esta novela demuestra una vez más que a Martin Amis no le tiembla el pulso a la hora de abordar temas controvertidos. Después de la demoledora Lionel Asbo. El estado de Inglaterra, que levantó ampollas por su crudo retrato de lo peor de la sociedad británica, el autor regresa al nazismo y al Holocausto, que ya había tratado en La flecha del tiempo. Y lo hace desde un ángulo cuando menos sorprendente, cediendo la palabra a los verdugos, y sin renunciar a incomodar al lector con ciertos toques de comedia negra.

Golo, un joven oficial sobrino del jerarca nazi Martin Bormann, llega a un campo de exterminio para trabajar en la puesta en marcha de una fábrica con mano de obra esclava. Seductor nato, no tarda en quedar prendado de Hannah, la esposa del comandante del campo, el grotesco Paul Doll. Y a este triángulo se une una cuarta pieza, el Sonderkommando Szmul, es decir, uno de esos judíos que colaboraban con los verdugos.

Con la maquinaria de la crueldad como telón de fondo, la novela desarrolla una historia de amor y celos entre funcionarios de la barbarie. Es el marco para indagar en el horror y preguntarse: ¿qué sucede cuando descubrimos quiénes somos en realidad? ¿Cómo podemos llegar a aceptar las consecuencias de nuestros actos?

Envuelta en la polémica y rechazada por algunos de los editores habituales de Martin Amis, incómodos con sus planteamientos, La Zona de Interés ha recibido sin embargo una extraordinaria acogida crítica en Estados unidos y Gran Bretaña, donde ha sido saludada como una de sus obras mayores.

Martin Amis. La Zona de Interés. Anagrama, 2015

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

2 de octubre de 2015

            El reino dividido (1940) constituye la tercera y última entrega de la Trilogía transilvana del escritor húngaro Miklós Bánffy (1873-1950), siendo las dos primeras novelas que la compusieron Los días contados (1934) y Las almas juzgadas (1937), ambas también editadas por la editorial barcelonesa Libros del Asteroide (2009 y 2010, respectivamente). El conjunto es una monumental y prodigiosa novela de mil seiscientas páginas que arrastra al lector desde el principio hasta el final tanto por su sólida factura narrativa como por el atractivo de sus protagonistas, y por reproducir un período de la historia europea complejo y apasionante que desembocó en la primera gran catástrofe del siglo XX (la guerra del 14-18, que tuvo sus inicios en los Balcanes).

            Miklós Bánffy, aristócrata transilvano entregado a las artes –músico, pintor, dramaturgo, escenógrafo, memorialista y novelista-, ocupó cargos diplomáticos y políticos –tuvo la cartera de ministro de Asuntos Exteriores de Hungría en el periodo de entreguerras. Fracasó en el empeño de renegociar los Tratados de Trianon, por los que Hungría hubo de ceder una buena parte de sus territorios –la tierra natal de Bánffy, entre otros, a Rumania-, y defendió a lo largo de su vida la lengua y la cultura húngaras en esta región centroeuropea. Su obra fue silenciada por los regímenes comunistas rumano y húngaro. En fechas recientes, su hija, Katalin Bánffy-Jelen, tradujo, en colaboración con Patrick Thursfield, esta Trilogía transilvana, iniciando así una feliz y necesaria recuperación de un clásico de los años 30 del pasado siglo. La versión que ahora han realizado para Libros del Asteroide Éva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Gaviño, ejecutada en un perfecto castellano, resuelve con soltura pasajes sin duda escritos en densa prosa en el original y no pierde fuelle en ningún momento.

            En el excelente y bien documentado prólogo que Mercedes Monmany escribió para la edición de Los días contados, recordaba a los lectores españoles la riqueza cosmopolita y renovadora que Hungría ofreció al mundo en los años en los que escribe Bánffy, y rememoraba a cineastas emigrados a Estados Unidos como Cukor o Curtiz, o posteriores como Jancsó o Szabó; a fotógrafos como Capa, Kertész o Brassaï; a músicos como Bártok; a historiadores como Hauser; a sociólogos, filósofos, psicoanalistas... Sin olvidar a Sándor Márai, importante narrador que estos últimos años hemos empezado a poder leer en español... Con Bánffy tenía pues una deuda pendiente la edición de nuestro país. Esta trilogía es un buen comienzo, y no puedo evitar aconsejar que se lea en su integridad, y en orden. No digo que no se pueda leer suelto cualquiera de los tres volúmenes, pero el lector sufrirá de una doble carencia: no asistirá al complejo desarrollo psicológico, social y político de sus personajes, prescindirá de muchos matices, y, sobre todo, carecerá de los datos fundamentales que llenan la historia de Hungría, de Transilvania, de los Balcanes, en el marco del decadente Imperio Austrohúngaro entre 1904 y 1914: tensiones entre nacionalidades, etnias, culturas y lenguas, luchas electorales, juegos de pactos y de traiciones, renuncias, componendas de partidos que, por cierto, y no creo empeñarme en hilar demasiado fino, tienen bastante actualidad pues asistimos al nacimiento o consolidación de una partitocracia y de unos cambalaches parlamentarios que al lector de hoy le resultan familiares.

            Algún reseñista ha escrito, a propósito de estas novelas, con evidente ligereza, que esos pasajes resultan poco menos que ilegibles, y que puede obviarse su lectura. Nada más lejos de la verdad. En primer lugar, son necesarios para entender la evolución de los personajes, en particular la del protagonista principal, el conde transilvano, de ideología liberal, Bálint Abády, a través del cual Bánffy vierte sin ninguna duda su propia visión del mundo. Por otro lado, gran parte de los nombres y de los personajes que pueblan esas páginas son reales, y nos ayudan a conocer los puntos de vista sociales y políticos del autor. Un solo ejemplo: basta comparar el análisis que Bánffy lleva a cabo del político húngaro István Tisza en esta tercera entrega de la trilogía, de elocuente título, El reino dividido. El autor despide en la novela a quien detentó el máximo poder húngaro en los meses previos al estallido de la guerra como un hombre “con la mirada perdida en la lejanía como si viese el fatal destino del país. Todo él inmóvil, callado, mordisqueando el cigarro”. El lector también se queda con esa imagen cargada de duda, de dolor, de dignidad. La novela se detiene ahí. Nada en el personaje descrito apunta a que Tisza no apoyó a las minorías de su país y acabó siendo asesinado en 1918 por un grupo de soldados que lo consideraba un dictador responsable de la hecatombe. Un detalle así nos permite conocer con precisión la ideología liberal de Bánffy, que se hace patente, como ya he dicho, a través de su protagonista Abády, un noble partidario del cooperativismo agrario, de las ayudas al campo, artífice de una relación paternalista, no exenta de sincera generosidad, con sus siervos.

            El reino dividido concluye, con la misma brillantez y densidad que había desarrollado en las entregas anteriores, el devenir personal de Bálint Abády, y el de su primo, el también noble László Gyeróffy, al que casi dábamos por muerto al concluir Las almas juzgadas. La historia de este último contiene poderosos trazos de desesperación, de autodestrucción, unos tintes fatales que encuentran, al final, el delicado contrapunto del amor generoso, lírico y sin correspondencia de una dulce adolescente que nos emociona como raras veces lo consigue una narración novelesca. Pero el armazón fundamental, la peripecia que sostiene el complejo edificio de la trilogía entera es la relación entre Abády y Adrienne Milóth, una de esas historias de pasión y de lucha que hacen que de inmediato la obra de Bánffy se transforme en un clásico indiscutible. El novelista mantiene al lector en vilo hasta las últimas líneas.

            Y a una novela de tan alto vuelo no podía faltarle un tipo como Pál Uzdy, villano, sádico, loco, terrorífico, que atraviesa y destruye una y otra vez las ansias de felicidad de la pareja principal tanto desde dentro como desde fuera de la escena, a veces no sabemos si sólo por maligna voluntad o impelido por fuerzas desconocidas de las que él mismo acaba siendo la principal víctima. Ni podían faltarle tampoco secundarios de una pieza, como las poderosas y rígidas representantes de la vieja nobleza condenada a desaparecer, temibles viudas, las madres de Abády y de Uzdy, esculpidas en granito, tan fieras en sus discursos como en sus silencios.

            Esta Trilogía transilvana a la que da cierre El reino dividido posee, como recordaba Mercedes Monmany, la importancia de El Gatopardo de Lampedusa, de la magna obra de Proust, o de La marcha Radetzky de Joseph Roth. Es, además, un canto a la dignidad humana y al honor entendidos en su más amplio alcance.

 

El reino dividido. Escrito en la pared. Trilogía transilvana III, traducción del húngaro de Éva Cserhati y Antonio Manuel Fuentes Gaviño, Barcelona, Libros del Asteroide, 2010.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Giménez Corbatón

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