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EL RETROVISOR

A pesar de su tamaño, es el más cruel de los espejos. O el más sincero, según se mire. Su principal utilidad no es reflejar el rostro de quien lo contempla, sino mostrarle insistentemente, al tiempo que cree que avanza, lo que ha dejado atrás.

 

EL COLADOR

La mujer del pescador cuela el agua antes de beberla para no soñar por la noche con tempestades y naufragios.

 

LLAVE

Instrumento que abre o cierra una puerta.

En plural (las llaves) hace referencia a las de casa.

Dos juegos.

Quedamos en que te pasarías a recoger tus cosas cuando yo no estuviese.

Avísame antes.

Y que luego me las dejarías encima de la mesa.

 

LA COMETA

Un antiguo emblema oriental sentencia que quien consigue hacerla volar se conoce mejor a sí mismo, pues la cometa ni se entrega por completo al viento ni abandona del todo el suelo.

 

MENSAJES EN EL CONTESTADOR

Vivo solo.

Aunque a veces, en el trabajo, marco el número de teléfono de mi casa.

Y pregunto por mí.

 

EL HILO DE ARIADNA

Una vez que dio muerte a la bestia, Teseo decidió cortar aquel hilo.

Y no regresar.

 

LO QUE TÚ MIRAS

Me gusta mirarte cuando no sabes que te estoy mirando.

Entonces, para verte, miro lo que tú miras.

 

COMPRENDER

Para comprender a alguien es preciso cultivar con detenimiento todos sus defectos.

 

INERCIA

En el río, el agua es agua en movimiento.

La sed es una excusa.

Se bebe para ver el mar.

 

ILESO

Aunque acordarse de algo ya no duela, del pasado nadie regresa ileso.

 

PIZARRA

Ninguna palabra o fórmula que se copia en ella sobrevive a la clase siguiente.

Se borran por igual el problema y la solución del problema.

Escribir todos los días en una pizarra es el mejor antídoto contra la vanidad.

 

AFILAR

Conseguir que una palabra haga sangrar los ojos de quien la lea.

 

MAESTRO

El maestro debe tener menos certezas que sus alumnos.

 

FÓRMULAS

El espacio que una persona deja al irse es igual a la velocidad con la que se marcha multiplicado por el tiempo que estuvo a nuestro lado.

 

ESCALERAS

Subía los peldaños de dos en dos. Es decir, llegaría arriba habiendo conocido sólo la mitad de la escalera.

 

ESCRIBIR

Enhebrar una aguja con los ojos cerrados.

 

LAS SÁBANAS Y LOS SUEÑOS

Planchaba las sábanas porque quería quemar los sueños que habían quedado enredados en ellas.

 

LA PARTE POR EL TODO

Todas las casas se construyen con presencias y ausencias.

El ladrillo que se pone será un muro.

El ladrillo que no se pone será una puerta.

Escrito en Lecturas Turia por José María Cumbreño

5 de abril de 2024

Queridos niños, de David Trueba, podría leerse como la exégesis de lo que nunca debiera ser la política. Podría ser perfectamente una comedia amarga de las de Billy Wilder, tan querido por su autor, (estoy pensando, por ejemplo, en El apartamento), en la que bajo un tono amable, incluso decididamente humorístico en ocasiones, se esconde el desconsuelo o la pesadumbre por una vida triste y fracasada. En la novela de Trueba, ocultas tras un manto de aparente ligereza o frivolidad, las vidas de todos los protagonistas son profundamente grises y desgraciadas, aunque parezca que el mundo de los poderosos en el que se mueven pudiera un día hacer el milagro de redimirlas y convertirlas en algo mejor, en algo que tal vez las alejara de la villanía y miseria moral en que están instaladas y las acercara a posturas nobles o, al menos, simplemente decorosas.

Queridos niños (que es como el protagonista llama a los electores) trata sobre la campaña electoral en la que participa Amelia, una catedrática de universidad candidata a la presidencia del gobierno por un partido conservador (al que el narrador llama Los Cuervos y al que no es difícil imaginar como el Partido Popular), en la que recorre toda España pidiendo el voto junto con un pequeño equipo de personas que trabaja para ella: su mano derecha, Carlota, una antigua alumna suya muy ambiciosa; la venezolana Tania, que bajo una apariencia de mujer dulce encubre una personalidad falaz;  Albert,  conocido como “Arroba”, que se encarga de las redes sociales; y, sobre todo, Basilio, el gran personaje de la novela junto con Amelia, a quien el partido ha contratado para que le escriba los discursos y que hace en el libro las veces de narrador. Basilio es un cínico y un amoral, al que sólo al final de la novela podremos tratar (sin demasiado éxito) de comprender y perdonar. Basilio representa lo peor de la política y sus frases son, una página sí y otra también, abyectas y demoledoras: “ese empeño de construir las campañas con gente de fuera de la casa se debe a que no se fían ni ellos de su cuadrilla propia, porque sólo saben relacionarse a cuchilladas”; y añade, para que no haya dudas: “Todos dentro de los partidos quieren escalar, es un microclima criminal”. Conoce muy bien la política: “en política quien te protege te domina”; “te nombran, lo aceptas y cuando llegas a saber lo que necesitas saber, ya no estás en el cargo”; o “sin poder un partido se vacía de fondos y por tanto de motivo”, ya que “esa máquina de crear empleos para los cercanos si no funciona a pleno gas machaca al líder, por culpable y responsable máximo del lucro cesante”. Basilio no cree que la política corrompa a la gente, sino que sucede al revés: “es la gente corrupta la que encuentra en la política un campo por explotar y les atrae ese sector para progresar en su maldad”. Su cinismo sobrecoge y encoleriza: “Los fieles a las esencias de los partidos son sus votantes, no sus integrantes”, pues una cosa es “pedir el voto por unos motivos y otra muy distinta convertir esos motivos en tu pensamiento íntimo”; y cuando van a visitar en Alicante unas casas afectadas por aluminosis, tras decir Amelia unas “frases hechas y topicazos sobre la solidaridad”, afirma que “nuestro plan de gobierno más bien consistía en dejar tirada a esa gente, en apostar por algo más fotogénico”. Es un cínico de manual cuando ironiza sobre los discursos que le escribe a la candidata (“mierdas que enlacé con anécdotas inventadas y fraseología de graderío”), cuando finge preocupación por el futuro de su hijo, cuando escribe en el colmo de la deslealtad una reseña, que firma otro en su lugar, contra la autobiografía que acaba de publicar la propia Amelia, o cuando pone en labios de uno de los líderes de Los Cuervos estas tristísimas palabras: “la izquierda es necesaria en el poder en momentos puntuales. La reconversión, la crisis, la protesta necesitan de su gobierno para ser aplacadas. El resto del tiempo, España es un país conservador y de orden, orgulloso de su hogareña paz callada. Si perdemos las elecciones es por culpa nuestra o porque alguien en la izquierda es tan inteligente que se convierte en una derecha más pragmática. Hay que ser burros para no aprovechar la ventaja que nos concede este país”. Y es desolador cuando afirma que “todas las personas que se dedican a la política lo hacen porque hay un vacío en su vida”; que no se elige a los inteligentes, sino que “para ganar las elecciones tienes que parecer un poco tonto”; o que los mayores de su partido habían robado tanto que “no les dejaban un frente por corromper a las juventudes que llegaban sedientas de su propia oportunidad”. Todo muy triste.

Tan triste como las opiniones de Basilio sobre la vida: “considero la bondad un signo de cobardía, como la buena educación, la gente es así para que no le partan la cara”; “los buenos sentimientos son una impostura”; o cuando, al recordar a sus padres, dice que aprendió de ellos que “para ser una buena pareja es necesario ser algo necio y primario”. La norma de su vida es ésta: “Nada es sagrado, tienes que amenazar para que no te amedrenten y hay que humillar para que te dejen avanzar”. Pero el personaje de Basilio está tan extraordinariamente bien construido que consigue que el lector se sienta atraído por él, por canalla y amoral, y que a la vez le odie por las mismas razones.

Amelia, la candidata (turolense por más señas, de un pueblo entre Lechago y Navarrete del Río), tiene un corazón más limpio, pero sabe muy bien en qué lodazal se mete y qué barrizales pisa. Tampoco es inocente, y acepta muchas de las marrullerías que le proponen para tratar de desacreditar o apartar del camino a sus rivales. Como dice Basilio, la campaña consiste en hacerse malos: “entra una doncella y sale una bruja”. Y es que, en realidad, en la novela no hay ningún sentimiento noble ni un solo personaje que pudiéramos salvar de la quema: policías que redactan informes falsos, políticos que inventan historias sólo para conmover al electorado, asesores que crean cuentas falsas en las redes para lanzar encuestas manipuladas, especialistas en desactivar escándalos a través de negocios de “defensa reputacional y lavado de imagen”… Lo que ocurre es que la trama está tan bien urdida, los personajes son tan fieramente humanos, que al final, como se dice en el libro, todos los políticos acaban siendo como un edificio feo al que cuando pasan los años le tomas cariño. Uno sólo desea que la política de verdad no llegue a ser nunca como la que refleja esta gran novela de David Trueba, que te atrapa y te engulle desde la primera página, esa en que la precampaña arranca en el Gran Hotel de Zaragoza.

 

David Trueba, Queridos niños, Barcelona, Anagrama, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Luis Melero

Prohibido aprender es un libro tan real que parece de ficción. Traza un recorrido desolador por las ocho leyes generales de Educación que ha sufrido (sí, este es el verbo adecuado) este país, pero no se trata de un ensayo aburrido ni de una enumeración de despropósitos, sino de la narración irónica y muy bien documentada del desmantelamiento del sistema educativo en aras de una modernidad que ya era antigua mucho antes de convertirse en ley.

Desde la LOGSE, nos explica Andreu Navarra se han ido sucediendo leyes educativas cada vez más alejadas de las aulas, y además dictadas desde despachos en los que ha primado, frente a la pedagogía, un utilitarismo mercantil que ha tergiversado el verdadero significado de la palabra competencia (pericia, nos recuerda el autor) hasta convertirla en la palabra clave de una jerga religiosa que pertenece al campo semántico de los buhoneros neoeducativos y sus moralinas sensoafectivas.

Prohibido aprender es también la crónica del escepticismo de los profesores y de los alumnos,  y una novela del desencanto,  y la descripción de una distopía tan tangible y tan cercana que asusta. Podría leerse como la precuela, esa palabra tan de moda, de un mundo similar al descrito en Farenheit 451, 1984,  o en El cuento de la criada, un mundo sin pensamiento crítico, sin capacidad de análisis, sin posibilidad de salvación ante el tsunami de datos con que el Gran Hermano nos bombardea a diario.

Pensar se convertirá en un acto revolucionario, el único posible. Como nos explica el autor, hemos dejado que la cultura se asocie al elitismo, que se nos convenza de que escribir bien no es democrático, pero al mismo tiempo,  quien quiera formarse deberá pagarse su formación al margen de la escuela pública, cerrando así un círculo vicioso: nos han convencido de que el conocimiento es solo un adorno de las clases altas para llegar a la realidad de que así lo sea. Solo quien pueda pagar el conocimiento podrá acceder a él. 

Se llega a la paradoja de que en un mundo sobrecargado de información hasta convertirse en un vertedero digital, no dotaremos a nuestros alumnos de la herramienta indispensable para abrirse paso entre la inmundicia: el pensamiento crítico. A cambio, podrán jugar con la basura, controlar sus emociones ante su aparición, pero no discernirán qué pueden aprovechar de todo lo que les llega a través de mil canales distintos. Tendrán barcos, pero no sabrán navegar. Ante la ola de la desinformación, boquearán ahogados por material que ni saben comprender ni podrán asimilar.

Sin saber comprender un texto, es imposible que luego puedan aprender a esquivar los anzuelos que se les tienden no solo en las redes sociales (el mundo es más que esto), sino también en la publicidad, en los contratos de trabajo, en la retórica que ya no sabrán qué es, en la propaganda pura y dura.  Y no sabrán qué son los daños colaterales de una guerra o una crisis, los reajustes de personal, el oxímoron de las guerras humanitarias… los eufemismos que nos rodean como una red de la que no sabremos salir. Por seguir con las metáforas marítimas, nuestros alumnos no sabrán dudar, creerán que la vida es un mar de certezas.

El problema es que habrá otros que no solo sabrán tender trampas sino que se han adueñado de un saber que era común y además, gratuito. Hemos dejado que otros nos digan que aprender menos es saber más. Y les hemos dado el poder de hablar bien, de escribir bien, de convencer, o sea, de manipular.

Como nos dice el autor, el verdadero problema es que no se está dando clase. Mientras la burocracia no deja de crecer y en las aulas prima la gamificación como si fuera la única opción posible, los profesores han dejado de creer en que las leyes traerán una solución, más bien al contrario. Con su retórica hueca y su léxico entusiasta, cada ley que abogaba por la inclusión y la atención a la diversidad ha ocultado que sin financiación, sin bajar el número de alumnos por profesor y sin formación, nada es posible. Sin fondos y sin interés por crear material pedagógico que se ajuste a la realidad, las leyes fracasan.

Apunta también el autor a los posibles intereses privados que acechan a la escuela pública, y a la falta de confianza en el profesorado como si ya solo fuera necesaria una pantalla para conseguir lo que un docente apenas puede conseguir. La desprofesorización a cambio de las supuestas ventajas de lo digital. Ya en el año 2000 Álvaro Marchesi alertaba contra la introducción de juegos de marcianos en el sistema educativo. De un modo parecido escribía que la inmersión digital no podía consistir en el mismo libro de texto pero en CD-ROM. Esto es exactamente lo que está pasando pero con herramientas mucho más sofisticadas.

No hay que discutir si se pone en el centro al alumno o al profesor, sino a la educación, que debería estar por encima de cualquier disensión política. Pero no es así, como nos recuerda a lo largo de todo el ensayo Andreu Navarra: la cultura se asocia al elitismo, la ignorancia se fabrica, y la oposición o el sentido común se consideran propios de reaccionarios.  Así, todo el que se oponía a Marchesi era tachado de conservador.

Adónde vamos, se pregunta el autor al final, al mismo tiempo que se espanta de que las familias no reaccionen ante la falta de pensamiento crítico de los alumnos.

El aprendizaje será algo clandestino. Volveremos a aprendernos los libros de memoria para que no se pierdan, crearemos sociedades secretas, trataremos de luchar contra un sistema que fomenta centros de día para los jóvenes, con tal de que no estén sin trabajo y en la calle…o quizá dejaremos de hablar de distopías y utopías, y trabajaremos para revertir la frase final del ensayo: “hemos prohibido enseñar y aprender para poner en venta el futuro de nuestra juventud”.

Hasta ese momento, conviene leer este libro que muestra una realidad que parece ficción, esta crónica del desencanto escrita por un profesor que sabe de lo que habla, una cualidad cada vez menos común en estos tiempos extraños.-

 

Andreu Navarra, Prohibido aprender. Un recorrido por las leyes de educación de la democracia, Barcelona, Anagrama, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pilar Galán

21 de marzo de 2024

Francisco José Martínez Morán (1981) pertenece a esa serie de poetas discretos que van generando un curriculum lírico lleno de calidad e interés fuera del aparato mediático. Conocí pronto su poesía gracias al permio Félix Grande por “Variadas posiciones del amante” (2006) y por otro libro apetecible, “Tras la puerta tapiada” (2009), premio Hiperión. Le siguieron una serie de entregas de entre las que destacaría “No” (2021) premio igualmente Francisco Brines y reseñé, como “Obligación” (2011). Lo cierto es que lleva una trayectoria ya de casi veinte años y buen hacer, ya digo, discreto. Las virtudes de su poesía clara, aunque yo sea acérrimo de Wallace Stevens, me hicieron seguir una obra que ahora parece girar hacia otros territorios pensativos o de la llamada “poesía de la edad”, incluso desde el significativo título y la ruptura del mundo unánime, la certeza. También desde la fórmula con que nos entrega el libro, el fragmento que se hila con similar sentido a otro en su ansia de recomponer lo perdido. Alguna vez he comentado que nada es tan inocente tras esa marca del título en su relevancia fundamental cuando abraza el asunto y no lo enmascara, como estudió, entre tantos, Gerard Genette en “Umbrales”. El título como concentración semásica e indicación de cuanto se formó en libertad y luego se reconoce y se le adjudica al libro, escribió Joan Maragall en el Diario de Barcelona por el allá de 1905, y por eso, con esa honradez, adquiere ese título ajustado esta “Fábula del fragmento”. En efecto, es cuanto ocurre ahora con esta mirada con poco que ver con las poéticas del fragmento que estudié en el prólogo de una antología, “Poéticas del malestar: antología de poetas contemporáneos” (2017) y en un artículo «Las poéticas del fragmento y el malestar» en el número 469 de la Revista de Occidente del 2020. Allí estaban poetas nacidos por el 80 y que Juan Carlos Abril había reunido en una operación de lanzamiento bajo el marbete de Deshabitados. Una promoción colindante, con la que poco tiene que ver, pues aquella se parecía en la común ruptura del realismo. Ha pasado el tiempo y esta trayectoria de Martínez Morán, en medio del camino de la vida, va por otros derroteros, fuera de cualquier ruptura desde la ansiedad de las influencias con la citada poesía realista de los 90, o con cierta manera de entender el versículo, de cuantos allí se reunían.

“Fábula del fragmento” es un poema lo suficientemente largo como para participar de lo fragmentario y, sin paradoja, de una intencionalidad explícita como tal poema extenso, aunque lo es. El libro está cohesionado, fragmento a fragmento hasta constituir una fábula decantada del yo en el desfiladero de las emociones y la vida, pues asistimos a un proceso de decantación reflexiva. La fábula espiritual es la de un protagonista que encarna esta dramatización en forma de “proema” o poema en prosa, tal y como es habitual hoy, donde el poeta genera un espacio teatral, un pasillo con puertas que se van superando (atención a la mística y a Santa Teresa en lo fundamental), en búsqueda de una luz pura, sin mácula. El protagonista en esa indagación «tiene sed, pero es la sed, precisamente lo que le mantiene vivo» (2024: 45), en un camino penoso de pasillos o desiertos. Y mientras lo escribo y percibo esa desnudez esencial de Martínez Morán tan atractiva, tan diferenciada, nada agria, pero con un punto amargo como la misma vida, y en cómo esa desnudez le hermana en una espiritualidad similar a la de Edmond Jabès. Y es que el tráfago del siglo produce poetas como el madrileño, donde la poesía excede al verso, según mantuvo uno de los primeros modernos teóricos literarios, Philip Sídney o los románticos, y donde una espiritualidad subyacente pugna por decirse para reencontrar al yo. En ese camino doloroso y también de autognosis, donde la insatisfacción y el pasillo conllevan la espera, la paciencia infinita en esa búsqueda de la luz, entendemos esta centralidad de la madurez y comprender a José Francisco Martínez Morán en este libro; o si prefieren entender su análisis con un bisturí simbólico, un estado suyo y de tantos, cuando la memoria se va borrando lo pasado y el autorreconocimiento, casi fantasmal, incluso los del oikos. Y es que en cierta manera se encuentra nuevamente solo y en la incertidumbre en búsqueda de esa luz final.

La soledad reflexiva, nunca paralizante, a la que dedicó Karl Vossler un estudio de referencia, se le impone, junto a la desconfianza de cuanto de cuanto creyó ser, y donde cabe «quizás una oración, una plegaria» (2024: 71), pero solo “quizás”. Ese alegórico itinerario del “pasillo”, lleno de puertas que el paseante no se atreve a abrir o duda sobre la elección, mientras avanza por un espacio un tanto claustrofóbico, provoca la doble sensación de “hogar” y “extrañeza”, mientras abandona lecturas y los razonamientos de un oculto interlocutor, un tal “P”, que propone una “felicidad impostada” [2024: 33].  Prefiere el personaje el dolor de la realidad, la sangre del espino con que se hiere en este corredor (no es un laberinto borgiano), ya sin ensoñaciones de “caballos blancos”, léase magias, sino una triste caída hacia lo pragmático en el camino, si no de perfección, sí de renovación o restructuración. Una desnudez lo plasma, una desnudez que elimina lo superfluo, aunque duela el desencanto de fondo, tan axial como la búsqueda y la metamorfosis del personaje, hacia esa citada luz. Un peregrinaje ávido, en efecto, donde todo lo pasado se ha incendiado mientras el futuro se muestra tan cerrado como los ojos de una niña muerta en la cuneta, que toma como ejemplo. En el fondo, pese a esos estados de estar en el “alambre” late una pulsión catabática, serena y dolida, en pugna con un horizonte que no alumbra, salvo al final, en esa pugna por entenderse y avanzar, desembarazarse de lastres, renovarse o recuperarse.

La extrañeza del personaje con que se ha querido distanciar el yo, muestra un de esta manera un estado en tránsito, palabra que define este libro tan diferente, tan para leer sin prisas. O, si prefieren, para reconocerse en él quienes están atravesando cambios, y reflexionan sobre lo fugaz, los espejismos, y la incertidumbre. La irrealidad ante lo nuevo pugna con la tentación abisal, sin asideros ni pasados míticos, y que Francisco José Martínez Morán ha sabido contar, quiero decir, poetizar con pulcritud y talento. Y sin atenerse a modas o momentos, pues ya decía al comienzo algo sobre su naturaleza de poeta discreto, un buen poeta discreto, que sabe contar con distancia, talento y limpieza un momento cualquiera de la vida de un hombre.

           

Francisco José Martínez Morán, “Fábula del fragmento”, Murcia, Editorial Balduque, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Julio Llamazares: “Vivimos en un mundo que trivializa la pasión creadora”

Desde que en 1985 publicara su primera novela, Luna de lobos, y más a partir del éxito de la segunda, La lluvia amarilla, Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) no ha dejado de escribir ni de publicar periódicamente novelas, libros de viajes, guiones cinematográficos... Fue la buena recepción de esas dos novelas primerizas lo que le permitió dedicarse a tiempo completo a la escritura.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Angélica Tanarro

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