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Configurar sentido descendente

Lo dijo Juan Ramón Jiménez y a mí me gusta repetirlo: a la hora de elaborar una antología las razones por las cuales se incluye a unos escritores y se excluye a otros depende en gran medida del grado de amistad, de enemistad o de indiferencia existente entre quien elige a los antologados y estos. Así que una antología, por lo general y según el poeta moguereño, no suele ser sino una criba hecha por afinidades electivas en la que obviamente y como no podía ser menos son todos los que están pero no están todos los que son. O dicho de otra manera: no hay antología en la que la subjetividad no sea el criterio de selección. En el caso que nos ocupa, el propio José Luis Morante, autor de esta antología de aforistas españoles comprendidos entre los siglos XX y XXI, nos recuerda ya al final de su prolijo y detallado prólogo algo que afirmó el también antólogo de aforistas José Ramón González a propósito del carácter personal y subjetivo de toda antología, en cuanto que «una antología es, por necesidad, una propuesta siempre incompleta y cuestionable, y es imposible sustraerse al juicio severo e inapelable del lector, que suele moverse entre el “falta este autor” y el “sobra este otro”». Ni que decir tiene que esta apelación al juicio severo e inapelable del lector parte de la suposición o de la hipótesis de que todo lector de una antología conoce al dedillo el universo literario en el que pulula una porrada de escritores dedicados a un mismo género, y que por esa misma razón estaría justificado entonces que se mostrara crítico con la selección llevada a cabo por el antólogo siempre y cuando echara en falta a tal autor o le sobrara tal otro. Pero, ¿realmente las antologías se elaboran pensando especialmente en ese tipo de lectores tan enterados y puntillosos? ¿O, más bien, se hacen para dar a conocer a los más representativos escritores de un género, sin más pretensión que esa?

En el caso de Paso ligero José Luis Morante ha seleccionado, según su criterio, «las aportaciones coetáneas más exigentes de la producción aforística en castellano desde el despertar del siglo XX hasta el ahora», que incluye a autores de la llamada Edad de Plata, como Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o José Bergamín, a autores de la Posguerra y la Dictadura, como Ramón J. Sender, Max Aub o Rafael Sánchez Ferlosio, y por último a autores vivos enclavados dentro del período de la Transición y la democracia, como Manuel Neila, Ramón Eder, Benjamín Prado o Erika Martínez. En total son veintisiete aforistas los que Morante ha seleccionado. Evidentemente podrían (o deberían) ser más, si nos atenemos a su criterio de máxima exigencia respecto a las aportaciones aforísticas producidas en castellano durante los aproximadamente últimos cien años, excluyendo las llevadas a cabo por autores hispanoamericanos (que, por cierto, aunque no son españoles, también escriben en castellano, lo cual no casa bien con lo que se apunta en el subtítulo del libro, dado que la tradición de la brevedad en castellano debería incluirlos).

En su largo prólogo (casi doscientas páginas), Morante se remonta a los orígenes de la escritura breve, situándolos en los «espacios colonizados por las civilizaciones fluviales: Egipto, Mesopotamia, Babilonia, China, India, Persia y Judea», donde fundamentalmente tuvieron un carácter práctico, moralizante y aleccionador, en forma de preceptos, normas, refranes o dichos, que más tarde llegarían a los territorios de las antiguas Grecia y Roma para incorporarse al pensamiento lapidario de la filosofía en autores como Diógenes Laercio, Protágoras, Parménides, Cicerón o Marco Aurelio. La Edad Media, el Renacimiento y el Barroco son otras estaciones de paso en las que se analiza el devenir de la escritura breve, estaciones en las que despuntaron Sem Tob, Juan Rufo o Baltasar Gracián, entre otros. Pero donde Morante se detiene con más ahínco es en el transcurso que va desde la Generación del 98 hasta nuestros días, pues es ahí donde percibe un cambio de rumbo en el género aforístico, que abandona su carácter moralizante y aleccionador para abrirse a nuevas expresiones que abarcan desde las reflexiones filosóficas hasta los divertimentos verbales, sin que las ocurrencias, las greguerías o las ideas líricas queden ni mucho menos postergadas, dado que «el aforismo ya no es solo “una sentencia breve y doctrinal que se propone como máxima”, según argumentaba el diccionario de la Real Academia, sino un material expresivo contradictorio, un género maleable que admite disquisiciones y da pie a una etimología donde conviven intenciones hondas y juegos verbales». Y es precisamente ese carácter contradictorio el que ha permitido que el género aforístico se haya convertido a lo largo de esta última centuria en un verdadero cajón de sastre, que incluso afecta al propio nombre del género, pues no han sido pocos los autores que lo han bautizado a su peculiar modo como cofrecillos de sorpresas (Benajmín Jarnés), aerolitos (Carlos Edmundo de Ory), sofismas (Vicente Núñez), greguerías (Gómez de la Serna), consejos, sentencias y donaires (Antonio Machado), máximas mínimas (Jardiel Poncela) o nótulas (Cristóbal Serra). 

Afirma José Luis Morante que «más allá de contingencias y gustos circunstanciales, el aforismo ha encontrado por fin, en su despliegue, reconocimiento mayoritario y activa presencia intelectual». Sin duda, tal aserto es manifiestamente optimista, quizá algo exagerado, porque que haya unas pocas pequeñas editoriales y algunos concursos dedicados al fomento y la publicación de libros de aforismos no supone, creo yo, un reconocimiento mayoritario entre los lectores, que probablemente no pasarán de los doscientos o trescientos en nuestro país, cosa que no es suficientemente notable como para tirar cohetes, lo cual no quita que Paso ligero sea una obra importante que ayudará a entender el devenir histórico del género aforístico en España y a conocer a algunos de sus principales representantes. Bien es cierto que estos representantes incluidos en este libro podrían haber sido otros, sobre todo los que pertenecen al último período, Transición y democracia, pues nombres como los de José Mateos, José Manuel Benítez Ariza, José Luis García Martín, José Luis Trullo, Javier Salvago o Antonio Rivero Taravillo hubieran merecido igualmente formar parte de la selección, tanto por su valor literario como por su notable producción aforística, cosa esta última que en tales autores está muy por encima de la de por ejemplo Juan Manuel Uría o Erika Martínez, pero ya recordé al principio lo que decían JRJ o José Ramón González y no vale la pena insistir más en ello. No obstante esta salvedad, unida a algún pequeño equívoco, como confundir la Alianza de Intelectuales Antifascistas con una inexistente Alianza de Intelectuales Antifranquistas (pág., 74) o referir que Max Aub ingresó en el PSOE en 1927 cuando en realidad lo hizo en 1929 (pág., 90), lo cierto es que la labor llevada a cabo por José Luis Morante en esta antología es irreprochable, no solo por su amplio y minucioso conocimiento de todo lo relativo al género aforístico de habla hispana sino también por su ejemplar difusión de la importancia que esta breve forma expresiva ha tenido en la obra de algunos de nuestros más insignes literatos. Razón suficiente como para que cualquier lector interesado en este género literario no deje pasar la ocasión de adentrarse felizmente en sus páginas.


Paso ligero. La tradición de la brevedad en castellano (siglos XX y XXI). Edición, selección y prólogo de José Luis Morante. La isla de Siltolá, 2024

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

El nuevo libro de Cristina Grande es uno de los mejores de su carrera. Cristina, costumbrista acelerada por la vida, escribe en Diario del asombro, un compendio de celebraciones, casualidades y situaciones que recorren los años anteriores y posteriores a la pandemia en forma de diario lírico y, sorprendentemente, atemporal. Digo que sorprendente por la misma naturaleza de la narración: parecería que las vivencias personales tendrían una fecha de caducidad para el lector, pero no es así en absoluto. Cristina Grande elabora una especie de bestiario de jornadas, donde tienen cabida desde su afición por el ciclismo, su ecléctica selección de pasiones literarias y cinéfilas o sus distintos viajes. Cristina Grande exhala el pulso de Natalia Ginzburg y la cotidianidad de Annie Ernaux, pero, por no circunscribirnos a literatura femenina, los ecos de Georges Perec y la pasión por la mutación del presente de Julio José Ordovás se recogen en las páginas de Diario del asombro. Leer el recorrido de una vida, aunque sea en un periodo de unos pocos meses, tiene una parte de voyeur y otra de cazador de disonancias. La plaza de Chodes, un té de Calmarza, una parada en Roda de Isábena, la belleza fronteriza de Valderrobres o un vino en Bodega Almau. Ferias del libro que marcan las estaciones, presentaciones que acaban siendo encuentros con amigos, un café en las Cinco Villas, compartir el Año Nuevo Chino con Ismael Grasa y, después, recordar el disco mágico de Lole y Manuel, de aquel año 1975 en el que todo parecía comenzar. 

Construir los años a partir de fragmentos enlazados por el anecdotario básico de la vida. Lo que lleva siendo, desde siempre, el cemento fundamental de la literatura. Canciones en El Frasno, cerezas de autovía, el apeadero de Sabiñán, la llegada del encierro, esa muerte vírica con apellido de número primo, encontrar frases como: Leer estos días a Rodrigo Fresán y Cristina Grande te hace coincidir en una cierta obsesión por La invasión de los ladrones de cuerpos. Y sus distintos remakes, claro. Cristina Grande, desbordante cuentista, vaporosa columnista, ha cultivado la cotidianidad de un paseo con su madre observando la marabunta de zaragozanos recuperando su libertad tras el encierro o la lectura de Miguel Mena, Fernando Sanmartín o Eva Puyó, con recuerdos de momentos claves en la historia reciente de la modernidad en Aragón (desde la fallida presentación de Vida ávida de Ángel Guinda en la sala Oasis el día del golpe de Estado de 1981 hasta la 'amputación' de las salas de cine en la ciudad de Zaragoza). Cristina Grande hace del alimento y la cocina nutritivos temas literarios, de los encuentros casuales un ejercicio de recuerdo, una especie de concatenación que parece encerrarnos en un mullido laberinto, una relación fraternal entre la autora y su lector, que se encuentra cómodo sumergiéndose en unas páginas familiares. El aliento de Francisco de Goya, la lectura de Mortal y rosa de Francisco Umbral, el SEPU que salta de las líneas escritas por Ana Alcolea a las de Cristina Grande. Toda una maraña de referencias y vivencias, un corazón que escupe cenizas después de haber ardido con fuerza durante décadas, un momento mágico, volcán en tierra plana. 

En Diario del asombro hay espacio para María Moliner y Vicky Calavia, para Eurovisión y Franco Battiato, el fallido concierto de Leonard Cohen en Binéfar en el año 1998, la cultura más pop con Sigourney Weaver en Alien 3, para Álvaro Cunqueiro e Ignacio Martínez de Pisón, para la Quitería Martín y el número Áureo y, también, el amor platónico de Sean Connery y su madre. Con una estructura construida a base de años, inequívoca sucesión de sensaciones, desde la monotonía previa a la distopía mundial, la asonancia social de los meses de encierro y la voracidad por la vida que trastorna el mundo en los meses de mascarillas, distancia social y hambre atrasada. Hambre por ejecutar los verbos copulativos como se hacía en los tiempos de las canciones pop. Ese mismo contraste nos acuna hacia la sensación dubitativa que emerge entre las páginas: Cristina fuma y deja de fumar, recuerda que es una urbanita implantada, habla de sus amigos, su familia, su pareja para, unas páginas más tarde, construir una bitácora de encastillamiento, de soledad elegida. La reina de África, una especie de presencia constante en la novela, provoca un estado de empatía hacia la autora, sedienta de grandes aventuras mientras habita la comodidad de los días sin demasiados tumbos. Quizá ese sea uno de los paralelismos más potentes de la narrativa de Cristina Grande, al menos en este libro, donde, por supuesto, se reflexiona sobre el acto de escribir. Sin pedantería ni saberes absolutos, deja al lector algunas pistas (me niego a usar la palabra 'instrucciones'): “Escribimos para no olvidar, ya que es muy frágil la memoria humana”. 

Este libro de Cristina Grande supone un momento magnífico en su trayectoria como autora. El lector termina seducido por las posibilidades que se abren, tanto durante su lectura como en una reflexión posterior. ¿Qué regusto deja Diario del asombro? ¿Somos capaces de discernir la naturaleza de lo leído? Un dietario, un diario, una novela autobiográfica... quizá eso sea algo demasiado evidente. Hay mucho más, tanto que uno siente necesaria una revisión puntillosa y visceral, porque la pasión que transmite la calma narrativa de Cristina Grande convierte Diario del asombro en la obra de un heterónimo, de un ausente, de una autora distinta, que escribe sobre Cristina Grande. Con o sin su permiso. 

 

Cristina Grande,  Diario del asombro, Libros del Gato Negro, Zaragoza, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

18 de julio de 2024

Mariano Gistaín es uno de los escritores más avanzados y originales de las letras aragonesas. Un referente en el manejo de las distopías cotidianas, la influencia del avance tecnológico en la sociedad y, también, un autor capaz de insertar la cultura pop en la literatura, haciendo del asombro su sello único y del costumbrismo aragonés una nueva forma de ciencia-ficción anticipatoria. En este Nadie y nada, la narrativa se construye en forma de diálogo interior, esquemático y abstracto, con claros efluvios al Samuel Beckett de Final de partida y, por ende, los abandonados protagonistas de las obras de teatro de Fernando Arrabal. El diálogo interior, sintagma arriesgado, entre A y B, como personajes atrapados en un remedo de “diálogo de besugos”, como se estilaba en los tebeos de los setenta y ochenta, busca el contraste entre un desierto apocalíptico de arena cristalizada y los restos de las páginas webs abandonadas tras el colapso digital. Son veinticinco años después de una bomba nuclear o un servidor caído, son A y B, el 1 y el 0, que no pueden sumarse ni multiplicarse porque el resultado deja de ser dúo y se convierte en único. Mariano Gistaín acelera y desacelera el diálogo, como instantes de arco voltaico, como el sobrecalentamiento de una resistencia que detiene el procesador de la vida: “No puedo ver más allá de mis pensamientos /¿Y cuáles son? Prácticamente ninguno / Entonces verás muy lejos. Hasta el infinito / ¿Y qué hay? Nada”. 

¿Se puede dormir dentro de la muerte? Inmateriales, pero conscientes, intercambiables, pero únicos, los dos personajes son conscientes de la historia de la Humanidad, sus elucubraciones recorren libros, películas o series de televisión. Incluso dramas y viñetas: astronautas hibernando, videojuegos inacabados, sueños de los vivos, limbo de los muertos. Escapan al Test de Turing asegurando que no son máquinas porque no tienen miedo, intentan recoger el eco de una vida buscando el registro de sus almas al rebotar en las paredes invisibles que los rodean. Mutuamente traspasables, no responden a ninguna ley en concreto, así que exigen la única responsabilidad posible: el entrelazamiento cuántico. No es el dónde están, es la mayor probabilidad de encontrarlos. La maestría de Gistaín es manejar los instrumentos literarios para desarrollar un texto ágil, trufado de referencias científicas, pero que, por otro lado, funcionan para el lector humanista, a pesar de la exigencia teórica de las mismas. Es por eso que cualquiera puede sentirse identificado ante semejante despliegue de azar e identidades reseteadas, de duelos a garrotazos o perros hundidos en el alquitrán transparente. Es amor y es guerra, es beso y pelea. Uno duda y Gistaín parece responderte: es el azar, la estadística, el número, son monos en cantidad suficiente, durante infinito tiempo, tecleando máquinas de escribir -quizá mejor computadoras., las que en ausencia de límites, acabas delineando la existencia de A y B. 

“Y si fuéramos los últimos, y si fuéramos los primeros” Se preguntan. Si hay ventana hay público que contempla, manifestación última de la cultura digital que nos rodea. Es una subasta, un canal de cable, un “pagar por ver”, donde se confunden los recuerdos implantados con los reales -y aparece un guiño al clásico “Blade Runner”, no por manido menos oportuno-, como si los protagonistas fueran una especie de mezcla entre “bots” de páginas de atención al cliente y “replicantes” de Philip K. Dick programados para “Gran Hermano”. Woody Allen y la muerte “No tengo miedo a la muerte, solo espero no estar ahí cuando llegue”, una emanación, romper la cuarta pared con una tercera letra, impar, que resuelve el empate. 

Mariano Gistaín busca sorprender, busca mantener atento al lector, compartir con él el escapismo, la monotonía, la situación excepcional, lo cotidiano. Es una lista que crece conforme avanzan las hojas, acumulando tras de sí todo lo propuesto previamente, como en una intrincada narrativa de raíces y grafos, bosques de valor intrínseco que nos llevan a algunos estadios de Javier Tomeo. Encontramos la dicotomía entre Inteligencia Artificial y Dios Creador, encontramos, por otro lado, la necesidad de ambos entes/conceptos de sus creaciones para existir. Así que sin fuera no puede haber un dentro, sin voces no puede tener sentido el trueno. Si antes hablábamos de cultura pop, Gistaín trae los ectoplasmas de los Cazafantasmas, los muertos vivientes de George A. Romero y, por supuesto, Hal 9000, icónica y fundacional máquina de pensamiento autónomo, aparecida por primera vez en Odisea del espacio, el largometraje de Stanley Kubrick basado en la obra de Arthur C. Clarke. Incluso nos deja, como miguitas de pan o guiños al lector avezado, la idea de una canción, quizá Daisy Bell. “Te puedo dar todo menos el amor, baby”, resuena a nuestro alrededor. Es un final como otro cualquier, probable, pero no seguro: “si no hay público no existimos, si el público existe, nosotros también”. Una exigencia neuronal, la culpabilidad del lector, su responsabilidad más bien. Si no lee Nadie y Nada es probable que no existan A. y B. o, incluso, que nadie recuerde a un escritor llamado Mariano Gistaín. 

 

Mariano Gistaín, Nadie y Nada, Zaragoza, Prames, 2024.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

La realidad, en ocasiones, parece surgida de la ficción. Hace algunas semanas, la idea de construir (en Barcelona) un aeropuerto en el mar, aparecía en todos los periódicos de tirada nacional. Mucho más bella la propuesta de Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971), El mar hospital es el mar aeropuerto (Espasa), un poemario que transita por la experiencia del exilio y trata de trazar su lábil hechura. Se cierra con unas notas a propósito del maridaje entre esta experiencia y la escritura.

 

- ¿Cuándo conviene quedar del lado de lo imaginario en vez de lo real, «sentir más interés por lo que podría haber que por lo que hay»?

- No sé si “conviene” eso, así, en general. Creo que el interés por lo imaginario es algo que todos tenemos en alguna medida y que en algunas personas está más desarrollado que en otras, hasta convertirse en una especie de rasgo de personalidad. Cuando se da en exceso, tiene efectos deplorables: la desconexión con la realidad. Pero también es deplorable una excesiva conexión con la realidad, por decirlo así.

Lo que sí sé es que, igual que conviene no desconectarse demasiado de lo que hay —de la gente que nos rodea o de los semáforos, por ejemplo—, igual que hace falta desarrollar una serie de habilidades para insertarse en el mundo, también conviene y hace falta estudiar en serio esa dimensión imaginaria, estudiarse en ella. Me parece que esa es una pequeña revolución que forma parte del conjunto de revoluciones que tenemos pendientes.

 

- ¿Hay voz capaz “de competir con mil graznidos”? ¿Cómo saber que lo que uno ve es “es digno de contarse”?

- Esas dos citas son del primer poema de mi primer libro. No recuerdo bien en qué pensaba cuando escribí eso, pero ahora me hace gracia que en ese primer momento esté el deseo de decidir de qué se va a hablar, qué entra en el poema y qué no, cómo se articula la voz.

Supongo que lo de los mil graznidos tiene que ver con eso real que nos deja callados, o con la necesidad de escuchar antes de hablar. Ahora lo que más me interesa de ese verso es la palabra «mil».

 

- ¿Qué discurre entre «el corazón y el pie»?

- Lo imprevisible.

 

- ¿Cuál es el riesgo de “entretenerse jugando a la indiferencia”?

- Evidentemente, distanciarse de uno mismo y meramente existir en vez de vivir. Por supuesto, esto no significa que me parezca mal la indiferencia en todos los casos.

 

“Me gustaba sospechar de los lugares comunes”

 

- ¿Qué podría tener de mentira el día?

- A veces el lugar común —lo estático— oculta una verdad. O la luz oculta las verdades de la sombra. Me gustaba sospechar de los lugares comunes y tratar de deshabitarlos.

 

- Con independencia de quien mande más (la aguja grande o la pequeña), ¿Qué es lo que marca el tiempo del poema?

- Las sílabas, las palabras, los espacios, los versos, las frases, el poema que fue antes y el que irá después, todos los demás poemas, la persona que lee, todas las demás personas, la luna y el sol y las demás estrellas.

 

- Pienso en el poema ‘En esa época’. ¿Qué distingue mirar por la ventana de mirar una pantalla?

- Depende de la ventana y depende de la pantalla.

 

- ¿El poema es también eso, «una verdad en fuga»?

- Sí, para mí es bastante eso. No el poema, en realidad, sino la experiencia de lectura. Un contacto con algo que se vive como verdadero, una especie de epifanía, algo que desaparece rápido y no deja un recuerdo claro, sino una sensación. Esto sucede poco, desde luego; no con cualquier poema.

 

- Si “el problema de hablar del deseo es darlo / por único”, ¿pueden convivir distintas presencias deseantes en el poema?

- Sí, diría que no pueden no convivir. Creo que en cualquier deseo hay más deseos: otros deseos y deseos de otros.

 

-¿Cómo se conjugan esas dos vidas que se afirman en el poema?

- ¡Malamente! Y también maravillosamente. En esto también hay tremendo vaivén. Y donde dice “dos” habría que leer “mil”.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

14 de junio de 2024


Y por un denso cúmulo rojo,

golpes se avecinan

 

al ocaso nocturno,

pasos,

o el eco de los vivos.

 

Rafael Morales Barba, “Pasos”.

 

 

Recientemente, a comienzos de 2024, Bartleby editores ha publicado la poesía reunida del profesor y poeta Rafael Morales Barba (Madrid, 1958), bajo el sugerente título de Guardia nocturna. Este libro, integrante de la colección dirigida por Manuel Rico, se compone de los tres poemarios que forman hasta el momento la obra del madrileño: Canciones de deriva (2007), Climas (2014) y Aquitania (2020). A estos, se añade un texto inicial denominado “A manera de prólogo”, en el que el poeta establece algunas claves de lectura, rutas sugeridas y paradas posibles. Bitácora de un viaje que es más interior que exterior, aunque su poesía, de modo persistente, se cimienta en la contemplación de la naturaleza -en especial en sus paisajes marinos- tanto como trasunto, en espejos poliédricos del yo como, en ocasiones, como escenario y marco de las cavilaciones existenciales y subjetivas. Un devenir reflexivo, poblado de recuerdos, de “anhelos sin alivio”, de soledades y pulsiones tan meditativas como sensoriales; búsquedas y afanes de quien es consciente de un tiempo implacable que se conjura en imágenes recurrentes; proyecciones a trasluz de fragmentos de remembranzas y emociones: “Como se pronuncia el viento / sin sosiego en el desvelo de las páginas, / se agita, y como en palimpsestos / maceran sin fulgor las contiendas, / las justas, el orgullo / de los pensamientos…”.

Siguiendo los consejos de T.S. Eliot, los poemas transitan la ausencia, los desvelos y la evocación tenaz de “recuerdos /cada vez más ocultos /y emborronados / vínculos”, objetivados bajo correlatos que “circundan y asedian” los diversos poemarios. Los temas y escenarios marítimos y náuticos, en primer lugar, permiten con sus Canciones de deriva, del 2007, representar el fluir incesante y el movimiento de la naturaleza en sus derivas constantes. Así, el viento, el agua y las olas, las medusas, los estambres, los peces, los pájaros, junto con las soledades, los nocturnos pensamientos y “un nombre que está yéndose / deriva con el presentimiento de los / besos lentos murmurados”, encuentran breves asideros en rocas, o en “libros en viejas estanterías”, como vértebras que guían y señalizan las páginas. Versos que acuden a la memoria para franquear una “nada sin huella”, para llenarla de símbolos y palabras.

Las páginas construyen postales, imágenes que se condensan como calas sucintas en un tiempo cosmológico que atraviesa los días infinitos y monótonos de la ausencia. A lo largo del volumen, y en especial en el libro segundo, Climas, del 2014, predomina en las estampas que delinean los versos un cromatismo apagado, con la paleta ocre de la arena, el verde musgo y, a veces, también, el óxido rojizo de la enfermedad –coágulos, gasas, piel rota, cuerpo seco-, salpicado en ocasiones, como brillos recurrentes, por el plateado de las olas y los reflejos del sol en el mar; luces que se espejan en los poemas, en sus corrientes y vaivenes. Estos climas que componen el segundo libro acuden no solo a la naturaleza en sus matices insondables, sino también al arte, por ejemplo, a través de la música, en el breve “Vals triste” que abre las páginas, y también la pintura, en la visión ecfrástica de un cuadro de Rembrandt –“en el cuadro, el paisaje es un lienzo, un horizonte / o un nombre reticente”- o en la referencia a la roca Tarpeya, en el cruce fecundo y alegórico de poesía, mito y pintura. El tiempo, esta vez, acompaña los climas que bosquejan los textos con las vagas remisiones poéticas a septiembre y octubre –“Aceres en septiembre”, “Octubre en Plencia”-: el tiempo equinoccial y crepuscular del acabamiento y la visión incierta de “sombras / que se asoman / o transitan breves”.

En Aquitania, finalmente, tras décadas de escritura, persiste el sujeto en su quietud estática, “esperando mareas”. La “noche sin aire”, “el ajado fuelle sin vientos”, “los bronquios sin aire” marcan los pasos detenidos y la espera expectante en “horas /como remos varados”. El antiguo territorio que nomina el volumen, una región con una historia extensa y fecunda, recientemente desaparecida en 2014, congrega en sus horizontes múltiples los símbolos que atraviesan los poemarios y desembocan en este libro último. La ausencia, la navegación, el dolor, el vacío, las horas expuestas ante “centinelas dormidos” se condensan en esta imagen y en este nombre, cuya etimología nos remite, de modo circular, hacia el primer poemario y sus tintes marinos, para quienes encuentran en los orígenes de este topónimo lleno de historia y lenguas diversas los sones del aqua.

En su texto inicial alude Rafael Morales Barba a su decir lacónico, cuyas palabras se tornan “espejo de una historia obsesiva”. En ella, en busca de la verdad propia, con “desnudez y metonimia”, los poemas reunidos bajo el rótulo de Guardia nocturna entraman una voz en la que resuena el “eco de los vivos”. Como dice el poema que cierra Climas, un sujeto que se emplaza “a este lado del tiempo”, con sus metáforas, obsesiones y abismos que, sin embargo, se observan desde la superficie, como “trapecistas / en la punta del filo / sin valor de saltar”. Los versos conjuran las soledades, las pérdidas y el vacío; “marcas de agua”, “letra menuda”, como dice uno de sus breves y luminosos poemas de Aquitania, con el irrenunciable anhelo de habitar el refugio de unas páginas poéticas en las que sea posible “otra soledad / más tibia”.

 

Rafael Morales Barba,  Guardia nocturna, Bartleby editores, Madrid, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Verónica Leuci

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