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6 de marzo de 2014

 

I

 

Aquí comienzan los días nuevos,

tienen uñas blancas y son impacientes;

puedes nombrarlos despacio

y reconocer en ellos su locura.

 

Comienzan cuando decides ahogarte en una mesa de cristal

llenando tu garganta de amapolas;

y a nadie le sorprende el temblor de tus labios

en la lenta hermosura de cada suicidio.

 

 

II

 

 

Han sido tantas

las horas que pasé sin detenerme

apretando el paso,

firme en mi decisión de no sentirte,

 

que ahora

no conozco el camino de regreso

a mi pequeña casa,

 

a la sombra azulada de todos los momentos

que guardé entre los dientes de la risa

cuando no eras la voz de este silencio

 

 

III

 

 

Siempre aparecen rincones imposibles

para que nunca me quede allí

y tenga que marcharme con congoja,

sin apenas haberme despedido.

 

Tu casa era infinita por los huecos

que llenamos de desorden y de risas;

pero estabas atado a tiempos inciertos

y me tuve que ir.

 

Ahora cuando recorro tu calle,

y Madrid se vuelve lluvioso,

me paro en el portal y pienso

que tu casa es demasiado pequeña

para los grandes viajes.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Merino

6 de marzo de 2014

                                                                   

 Sant Quirze del Vallès, San Juan, 2006

 

La luna yace en el horizonte, como un absceso de luz. Ha engordado: es un agujero de oropimente en el cráter sin bordes de la noche [los meteorólogos dicen que se trata de un efecto óptico, pero no saben explicarlo: la ciencia es un vademécum de metáforas. Hacía dieciocho años que no coincidían la luna llena y el solsticio de verano, puntualizan, como si eso aclarara algo]. Las calles no existen; nosotros las creamos: se dilatan a nuestro paso, goteantes de negrura, y luego se extinguen, engullidas de nuevo por la inconcreción. Luces estridentes abren, en un laberinto de nadas, simas instantáneas, que boquean con avidez y se suman a la nada.

 

Suenan estallidos acolchados en los jardines y los vertederos. Una bolsa de plástico, laxa como una medusa, emborrona el aire [como en American Beauty, cuando el protagonista, Wes Bentley, le enseña a la chica su filmación de una bolsa revoloteando en una calle desierta, y le pregunta: «¿Has visto jamás algo más hermoso?». Y tiene razón: sus imágenes son de una belleza inexplicable]. Una lata ya eventrada vuelve a pulverizarse, bajo los efectos de más pólvora [una pólvora domesticada, por más que mañana los periódicos se llenen de noticias sobre quemaduras de niños y amputación de dedos (y así ha sido: siete heridos graves, señala la prensa del veinticinco)]. Hay desperdicios chinos en los suelos manchados, y cielos doblemente ennegrecidos: las lentejuelas de la pirotecnia oscurecen lo oscuro.

 

Deflagra un manojo de luces. Se dispersan los esputos ardientes en la gruta del cielo. El estruendo se deshilacha en ruidos oleosos. Se oyen ráfagas hambrientas.

 

Bebo. Hablo. Río. Comparte la cena una pareja de amigos de nuestros anfitriones, con sus dos hijos. Su simplicidad me fascina y, a la vez, me repele; lo elemental me resulta asfixiante. Al marido, cuando nos quedamos solos en el jardín, mientras los demás se afanan en traer bandejas, le digo que uno se aleja sin remedio de sus aficiones juveniles, y que así me ha sucedido con la verbena y los petardos, y con el fútbol, cuyo atractivo ha palidecido, hasta casi desaparecer, con los años. [Lo mismo me ha pasado con la poesía, añado ahora: cada vez se me hace más difícil encontrar una lectura placentera o escribir un poema satisfactorio; quizá por eso recurro a la prosa, aunque sea en verso]. Me responde que, en su caso, no ha sido así: todavía le gusta lo mismo que le gustaba de niño. ¿Ah, sí?, pregunto yo. ¿El qué? Las motos, responde. Y añade: «Llegué a tener cinco a la vez, aunque luego las fui vendiendo. Ahora me vuelve a apetecer tener una». Qué espanto, pienso, pero a él le brillan los ojos de entusiasmo [parecen dos hongos luminosos en un cráneo despoblado]. Al despedirnos, pondera con legítimo orgullo las virtudes de su flamante Scénic. Sí, es un coche magnífico, convengo yo, sin saber nada del Scénic ni de coches.

 

Pretendemos ver luego una de las hogueras del pueblo, delante de la biblioteca municipal. Por suerte no la harán en la biblioteca, bromeo. Ardería de perlas, responde mi anfitrión: sospecho que su chascarrillo no es una broma. Recorremos las calles iguales de la urbanización, un laberinto de cónyuges y gotelé. [La homogeneidad de las formas ha de conducir necesariamente a la del pensamiento]. Pero la hoguera no está: en el descampado sólo hay un avispero de niños y un tableteo rubio. [Recuerdo las hogueras de mi infancia: montañas de madera y escay, sobre el asfalto torturado, del que emergía una lengua indócil, que repartía lametazos anaranjados. En el calor sobrenadaban pájaros turbulentos. Había olores a gato y a moho, lentitudes de níspero y de metacrilato, transparencias. El salitre se pegaba a los minutos].

 

Los niños se duermen. S., la hija de los anfitriones, descansa en un sofá con la despreocupación de la niñez y la plenitud auroral de la adolescencia. El pecho ya convexo empuja un corpiño insuficiente. Tiene los labios entreabiertos y los pómulos de cera.

 

Penetramos en la noche. Una gasolinera chorrea resplandores fucsias. Aún hay algún estallido, asordinado por la distancia. Creo que un Scénic está repostando.

 

Me tomo el somnífero.

 

 

 

[Poema VI de Bajo la piel, los días, inédito]

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Moga

5 de marzo de 2014

A Joaquín Juan Penalva

A Sandro Maciá

 

Poco antes de morir mi padre me agarró de la pechera y me dijo enfadado:

-A ti no te gustó nunca el fútbol.

Tal vez tenía razón. Es más, tenía toda la razón, nunca me gustó el futbol, ni para verlo ni para practicarlo. Me parecía una pérdida de tiempo pasar noventa minutos viendo a veintidós tíos detrás de un balón. Había cosas más importantes que hacer o a mí me lo parecían: escuchar el viento, ver llover tras las ventanas de casa, escribir nombres de mujer en el vaho que se forma en los cristales... Estaba claro que nos gustaban cosas diferentes, que habíamos venido a este mundo con conceptos distintos de lo que es la diversión.

            Mi padre intentó por activa y por pasiva que me gustase el fútbol. Uno de los primeros recuerdos que me viene de la infancia es mi padre gritando un gol en el estadio Martínez Valero, mientras el Real Madrid goleaba al Elche. No heredé esa pasión por el deporte del balón, lo que sí me quedó fue el gusto por el cine de Fellini. Como todo hombre, amé aquellos pechos enormes de la estanquera de Amarcord, amé a las mujeres que rodeaban a los protagonistas de 8 y medio y siempre quise ser parte de ese imaginario del neorrealismo italiano.

            Realmente el fútbol me dio más de un disgusto. Como no existía otro juego más en el colegio, cuando se hacía el reparto de los jugadores siempre acababa siendo el último, aunque era lo mejor que te podía pasar, porque, si te tocaba ser el portero, todo acababa en desastre. Yo, al ver venir el balón, acaba cubriéndome como un bichobola, con armazón incluido, con lo que siempre era el hazmerreír. Pero me tragaba todos los programas deportivos, Estudio estadio, El día después, para tener al menos un tema con el que hablar a la salida del colegio de regreso a casa.

            Solo por intentar complacerle, cansado de ser el torpe del colegio, le pedí que me llevara a probar en algún equipo. Los dos equipos juveniles rivales de la época eran el Intango y el Kelme; todo chaval al que le gustase el fútbol soñaba con jugar en alguno de ellos. No recuerdo muy bien en cuál de ellos probé, lo que sí sé es que se constató lo malo que era. Aquel hombre bajito y con bigote, que supuestamente hacía las veces de entrenador, me gritaba:

            -¡Mete cuerpo! ¡Mete más cuerpo!

Nunca llegué a comprender si lo hacía para meterse con mi voluminosa figura o aquella expresión la había escuchado en algún partido, ya que no tenía mucha pinta de leer manuales sobre el deporte rey. Acabé reventado de mi primer y único acercamiento al balompié. Era gordito y me gustaba la literatura, estaba sentenciado.

            Mi padre, lejos de desilusionarse, me dejó hacer. A mí lo que realmente me gustaba era leer e inventar historias. No todos podíamos ser Gary Lineker, Maradona o Pardeza. Se resignó el hombre a tener un hijo que quería ser periodista, escritor o ambas cosas. Lo bueno que tenía es que me encantaba fabular y el fútbol daba todo lo necesario para crear grandes historias. Se podría definir a este deporte como los circos de la Roma clásica de la época contemporánea. De niño disfrutábamos con los cromos, las alineaciones de los equipos. La quinta del buitre, El Dream Team de Cruyff o la naranja mecánica de Van Basten fueron hitos difíciles de superar. En el campo, con mis primos, todos queríamos ser Arconada o Santillana. Extrañamente me aburría y aburre el deporte en sí, pero me fascinaba y me fascina todo lo que mueve a su alrededor. Tal vez exista una poética en ese juego, movimientos coordinados y medidos, la búsqueda del triunfo, la glorificación de unos hombres que acaban siendo leyendas o mitos, los nuevos dioses.

            Los domingos por la tarde, mientras yo intentaba memorizar las tablas de multiplicar, a lo lejos, un viejo transistor torpedeaba mi concentración con el Carrusel deportivo. Aquellas voces con un ritmo trepidante relataban las jugabas como si les fuera la vida en ello. A veces, cuando el maestro de matemáticas nos preguntaba la lección, yo seguía escuchando a aquellos comentaristas relatar el falso fuera de juego que le habían pitado a Butragueño.

            Durante un tiempo pensé que era una rara avis, un tío extraño al que no le gustaba el fútbol. No era de este planeta, ni de este mundo, y acabaría confinado en un lugar solo, sin más compañía que mis libros. Con el paso de los años, descubrí que no, que había más gente como yo, e incluso peores, que eran capaces de rechazar todo lo que estuviera relacionado con el mencionado deporte. Pero, a veces, hasta lo que menos te gusta te acaba explotando en la cara. Mi amigo Joaquín Juan Penalva es uno de estos casos. Su poca pasión por el fútbol le ha hecho un gran amante de los libros; con esto no quiero decir que fútbol y literatura sean incompatibles, son numerosos los casos de poetas-futboleros, pero su vida siempre fue por otros derroteros. Quiso la providencia darle un hijo futbolero, más que futbolero forofo, así que el pobre de Joaquín, haga frío, viento, sol o truene, cada dos domingos acerca a Joaquín Jr. a ver al Novelda. Muchas jornadas fantasea con llevarse un libro de Keats y, en plena jugada al borde del área, cuando la emoción se puede cortar con cuchillo, en el nombre de Keats, comenzar a recitar La caída de Hiperión (Sueño):

Tienen los locos sueños donde traman

elíseos de una secta. Y el salvaje

vislumbra desde el sueño más profundo

lo celestial. Es lástima que no hayan

transcrito en una hoja o en vitela

las sombras de esa lengua melodiosa

y sin laurel transcurran, sueñen, mueran.

Pues sólo la Poesía dice el sueño,

con hermosas palabras salvar puede

a la Imaginación del negro encanto

y el mudo sortilegio. ¿Quién que vive

dirá: "no eres poeta si no escribes/tus sueños"?

Pues todo aquel que tenga alma

tendrá también visiones y hablará

de ellas si en su lengua es bien criado.

Entonces imaginará la cara de su hijo horrorizado, intentando esconderse de aquel hombre que es su padre, que a voz en grito continúa dando cuenta de aquel poema de Keats. A la vuelta, camino a casa, no mediará palabra alguna entre ellos, y su relación no volverá a ser la misma. Joaquín volverá al campo cuando su hijo le haya abrazado, tras el gol que in extremis habrá metido el Novelda. A la vuelta a casa su hijo le hablará de jugadas, se quejará de fueras de juego, le hablará de acciones que realmente ni le podrán importar demasiado, ya que no habrá estado atento en ningún caso. El niño, que soñará con que algún día él pueda jugar en un equipo importante, gracias a la inocencia, no se percatará de lo poco o nada que le importa a su padre el fútbol, que tan solo intenta conseguir minutos que estar con él.

            Mi padre intentó lo contrario, convertirme en forofo de algo que nunca pude sentir. Tan solo me gustaba el fútbol en los videojuegos, en los que también era malo, al igual que en el futbolín, ya que mis manos de poeta pusilánime nunca tuvieron demasiada fuerza en las muñecas. Pero me sabía las alineaciones, me encantaban las estadísticas y seguía a los jugadores por su trayectoria. Me parecía increíble lo que debía sentir un deportista de élite y soñaba con estar en la élite de los escritores. Tiempo después comprendí que aquel pensamiento era excesivamente naif y el golpe de realidad fue tremendo. Élite y literatura nunca podrían ser palabras sinónimas; es más, decirle a tu familia que querías ser poeta en vez de futbolista convertía el hecho en tragedia familiar asegurada.

            Uno de mis juegos favoritos era crear alineaciones de la selección nacional con nombres de poetas. Gil de Biedma a la portería, en la defensa: Lorca, Salinas, Alberti y Miguel Hernández. En el centro del campo, repartiendo el juego, Machado, Goytisolo, Panero (hijo) y Espronceda. En la delantera, Bécquer y Garcilaso. Me los imaginaba en pantalón corto, corriendo por la banda como si les fuera la vida en ello, recitando poemas cada vez que marcaban gol o se revolcaban por el suelo a causa de una falta malintencionada. E incluso los comentaristas serían críticos literarios que elogiarían los sonetos, las rimas, las cuartetas o los versos libres que tan magistralmente habrán realizado los once del campo.

            Mi padre a veces me sentaba a su lado. Me explicaba qué era un fuera de juego, un saque de esquina, por qué se colocaba la barrera en algunas faltas y en otras no. Mi mente estaba en otra parte, poco caso le hacía a sus explicaciones. Yo construía en mi mente las vidas de mis admirados poetas, de mis queridos literatos y pensaba si a ellos les podría aburrir tanto el fútbol como a mí. Recuerdo aquel día en que mi padre, entusiasmado, me trajo las insignias conmemorativas de la victoria del FC Barcelona en aquella Copa de Europa de Wembley, y de cómo todos los chavales de mi generación se pasaron horas y horas ensayando aquella forma de chutar de Ronald Koeman. Todavía siguen esas insignias en un cajón, como tantas otras cosas olvidadas. Aquel regalo me hizo menos ilusión que aquel día en que mis padres me llevaron a ver una exposición de Miguel Hernández. Al ver aquella vieja máquina de escribir y aquellos manuscritos, supe perfectamente cuál era mi vocación y cómo quería alcanzarla. Con el tiempo, mi padre acabó claudicando y dándose cuenta de que aquel deporte aburrido no era lo mío, que me podrían interesar otras cosas y que, en el fondo, era mejor, cada uno su espacio.

            Al menos nos quedó la satisfacción a los dos de que pudiéramos ver juntos ganar a España un Mundial. De niño, cuando la selección nunca pasaba de cuartos, aquello era algo imposible, un sueño digno del mayor de los poetas. Hasta yo, hastiado de aquel deporte, grité el gol que dio la victoria, e incluso acabé siendo el más patriota de entre los patriotas.

Escrito en Sólo Digital Turia por Eduardo Boix

4 de marzo de 2014








Tabaco y alcohol

 

Me dicen que ahora debo quitarme del tabaco.

A mi edad es absurdo pero insisten: más fácil

que dejar la bebida como hiciste hace años.

No dejé la bebida; ella me dejó a mí.


No lo repetirás

 

Volvería otra vez a romperte los labios

si estando yo delante bromeas o escarneces

a Juan: porque no sólo por hermano le apoyo

sino por escritor; por su pluma insumisa.


El diablo blanco

 

Asomado a la Plaza bendiciendo a sus fieles

semeja hacer vudú en ceremonia haitiana

pero es mucho peor: en países de hambre

besa los aeropuertos y cena con los déspotas.


Resaca inolvidable

 

Nunca vista a esa chica ni conoces su nombre

pero está aquí desnuda durmiendo en una cama

de hotel. ¿Pero en qué hotel y en qué ciudad te encuentras?

Te vistes y escapabas maldiciendo el alcohol.


Democracia infectada

 

Ya muerto el dictador hubo elecciones libres

y el General dejó tras de sí corrupción

cohecho y ambiciones. La Democracia trajo

más libertas: es cierto. Pero llegó infectada.


No pierdas tal prestigio

 

No has escrito en tu vida ni has leído siquiera

ni narración ni poema ni Historia ni teatro.

Dicen que ahora practicas Crítica Literaria

en tertulias: te aceptan. ¡Pero no escribas nada!

 

(Del libro en preparación Cuadernos de El Escorial)

Escrito en Lecturas Turia por José Agustín Goytisolo

3 de marzo de 2014

            Miguel Ángel Curiel ha sido siempre un poeta de lo elemental, en el sentido de que lo es de los elementos: de lo telúrico con Piedras, de la luz con Luminarias y Diario de la luz, del aire con Mal de altura y Hálito. El libro que nos ocupa ahora forma parte del ciclo del agua junto con Por efecto de las aguas y Los sumergidos. Tampoco está ausente de su obra el fuego, que asoma por las páginas encendidas de El verano. Nos hallamos, pues, en esta ya extendida y deslumbrante trayectoria poética, en medio de un mundo incluso anterior al mito, de fascinación ante los distintos aspectos bajo los que se nos presenta la naturaleza; y así también la palabra de Miguel Ángel Curiel es prerracional y, por supuesto, premítica: no trata de explicar qué nos ocurre en esta existencia sorprendente o por qué sino solo de constatar qué sentido se desarrolla aquí en toda su pureza.

            El proceso es complejo, no obstante la asombrosa sencillez de medios que siempre ha usado el poeta. Todo empieza con esa actitud de apertura total que nos dispone a “ver el mundo” por primera vez y que podemos llamar, para entendernos, inspiración: “Me alimento de visiones breves” (p. 33), a la que acuden las palabras todavía no hechas por los humanos sino por una naturaleza directamente encarnada en verbo: “¿Quién pone esos nombres al agua sino el aire?” (p. 27).

            De esta manera, la realidad y las palabra son permeables una a otra, están todavía adheridas, confundibles, en la forma bruta de la visión, como muestra el poema en prosa “En una ciudad perdida” (pp. 17-20), donde leemos expresiones como “Necesitábamos traducir toda la luz posible”, con un “nosotros” con el que el poeta se funde con el personaje de su texto, rompiendo así también las barreras entre el espacio literario y el espacio de la realidad. Y esto nos recuerda que con la escritura de Miguel Ángel Curiel, como con todo poeta definitivo, hay que replantearse las cuestiones de adscripción genérica, o simplemente olvidarlas. Su lírica coincide con lo narrativo en algunos puntos, como en el poema que acabo de citar, también con la escritura autobiográfica casi canónica, como en “Historias del agua” (pp. 27-29), pero por todas partes podemos encontrar la presencia de la larga tradición de la literatura sapiencial o gnóstica: el aforismo, la reflexión, el enigma incluso. Luminarias ha llevado a su extremo esta desestabilización de los géneros literarios.

            La débil frontera entre la palabra y lo expresado tiene el efecto, no de crear alegorías, simbolismos o correspondencias como en la práctica de la modernidad a partir de Baudelaire, sino de poner ante los ojos del lector lo que de sentido en sí mismo tiene el mundo, antes de que lo digamos, extraerle todo su ser. Por ejemplo, cuando en “Lance” se nos describe la tensión del sedal por el peso del pez atrapado y leemos “La muerte / tira así de nosotros. / No quiere que se rompa / el sedal de la vida” (p. 13) erraríamos si lo interpretáramos como una sencilla alegoría sobre la muerte a la manera medieval o de la predicación sagrada. El instante mismo contiene en sí el exacto sentido de tensión extrema de que nos hace partícipe el poeta, plenitud significativa que no depende de las palabras con que lo trasmite. Aparte de que se rompe aquí (y “romper” es la palabra que aparece en el poema) toda la lógica de la tradición interpretativa, que nos haría esperar que lo que quiere la muerte es precisamente quebrar el hilo de la vida, como en el viejo motivo de las Parcas.

            En un sentido heideggeriano, pues, el poeta no nombra el mundo sino que hace aflorar su sentido, abre ahí el ser de las cosas en su plenitud. La célebre afirmación del filósofo de Friburgo de que el poeta es “el pastor del ser” se convierte, no obstante, en Curiel, en duda: “¿Era yo el más indicado para ser allí arriba el campanero, el pastor o el zahorí? ¿Era yo el dueño del eco?” (p. 41). Y el poeta duda porque no se fía del lenguaje tanto como lo hacía el filósofo alemán, siempre le queda la sospecha de que el lenguaje, igual que puede dar a la luz la plenitud oculta de la experiencia, también puede nombrar el vacío y destapar nuestra vivencia como la insistencia de la nada (y aquí aparece en escena Mallarmé): “El nombre de las playas siempre es un nombre para llenar el vacío del lugar. El mar no necesita de nombres” (p. 55, cursiva del autor).

            Otra de las “esencialidades” con que nos encontramos en el libro es la del tiempo. El tiempo como enigma o, mejor, como adivinanza: “¿Qué es que no es?”, con el impactante acierto de vincular la ambigüedad de su paso (¿destructor o regenerador?) con la vuelta a un recuerdo infantil y su persistencia en la forma material de la tierra: “De niño subía arena a casa. / Esa arena, esa niñez / son ya lo mismo” (p. 21). Precisamente el poema de donde tomo estos versos, “Lumbre en la arena”, es el que a mi parecer se relaciona más con el título del libro que el que le da nombre (p. 35): “En verano bajaban de las montañas / hombres cargados de nieve / y la vendían”. Un poema profundamente temporal que contrasta con la intemporalidad que nos quiere transmitir el título con ese infinitivo colgado de la permanencia: Hacer hielo. Así completamos el ciclo del sentido que no puede existir más que en preguntas: lo elemental, el hielo, ¿hay que fabricarlo, como el poema fabrica el mundo con sus palabras?, ¿o simplemente hay que transportarlo desde la montaña para ofrecerlo al resto de los hombres? Si el poema “hace hielo”, esto es fija, en la forma sólida de letras sobre un papel, la naturaleza fluida y errabunda del agua, que no se deja atrapar, ¿está traicionando al agua y el resultado es un trozo muerto y frío de materia, aunque puro en su apariencia?

            Las respuestas, si las hay, están incardinadas en la lectura del poemario, que devuelve al agua su fluidez después de haber quedado por un momento suspendida en el hielo de la página, un agua que nos sacude, como en esta imagen provocadora en la mejor tradición surrealista: “Hay un hilo de gusano. Un infinito hilo que sale de la boca del gobernador civil. Tiran de él hasta destejer al hombre” (p. 23); o que nos arrastra en su intensidad como el poema “Poder”: “El que huye tras las huellas en la nieve / lleva el sol en sus ojos / como un depósito de ceniza” (p. 32).

            Con este logrado libro, digno merecedor del Premio Nacional de Poesía “José Hierro”, Miguel Ángel Curiel demuestra una vez más que es el poeta esencial de nuestro tiempo que está todavía por descubrir del todo. Nadie como él se ha sumergido en aguas tan profundas y nos ha traído un poco de luz en forma de hielo, el futuro (¿o el pasado?) del agua, para regar-alumbrar estos pasos inciertos en la tierra, y nadie se ha acercado tanto a la pureza del decir, esquivando el expediente fácil del silencio o sus sucedáneos, porque sabe que “Todo lo que se le dice / a los muertos / siempre es poesía” (p. 61)

 

Miguel Ángel Curiel, Hacer hielo, San Sebastián de los Reyes, Universidad popular 2012. 68 pp. XXIII Premio Nacional de Poesía “José Hierro”.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Ángel Luis Luján

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