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13 de diciembre de 2013

                            

Yo te hablo con naturalidad,

como se le habla a un árbol o a un arroyo.

 

En este inevitable

declinar de las horas, junto la enredadera

perseverante de los muros que he cuidado,

que me han visto crecer,

me protejo con el mantillo de las palabras.

 

No escribo como el hombre

que lee en las entrañas de los pájaros,

sino como el que a solas reconoce el dolor en el dolor,

la muerte, en la inocente negación de la vida.

 

Digo cielo ceniza,

pero es el cielo rojo de los atardeceres de los puertos

y de los arrabales, el amarillo azul de los establos

en el momento antes de las anunciaciones.

 

Varado como estoy en este viejo

corazón sin medida, conozco los caminos,

los bosques encalados de la noche,

la lámpara de alcohol

en las habitaciones que ha rondado la muerte.

 

No sabes lo que duele una hoguera encendida

en el amanecer de los suburbios,

la nieve apelmazada de los cuartos

en el blanco de la mañana.

 

Vivo en una casa atravesada por los árboles

en el bosquecillo de las ideas,

atravesada por el grito de las mujeres

que cuidan del ganado

en el horizonte de las ciudades,

por la algarabía de los niños

que golpean con sus manos los cartones del cielo.

 

Soy el hombre que usa,

para los pensamientos compartidos,

las palabras de la privacidad;

alguien atemperado por la noche

que ha elegido la sombra de una nube

o la sombra de un árbol para reconciliarse con los suyos.

 

Una palabra es siempre

tributaria de otra y, ambas, hijas

de la necesidad, de la carencia, del anhelo.

 

Hasta que cada uno asuma su relámpago

y se haga visible en una noche

que se ha vuelto infinita, mi lentitud es sólo

una antigua esperanza matizada

por la melancolía de la costumbre.

 

 

 

 

 

 

                                  

Escrito en Lecturas Turia por Basilio Sánchez

13 de diciembre de 2013

 

A Zacarías, in memoriam

 

 

 

 

La escena es conocida:

canta en la rama un pájaro sin nombre,

la garganta susurra su rodar incesante,

los cerezos dan luz a la tarde grisácea

y los niños, al fondo, juegan en el pasado.

Uno se sienta aquí, en el sitio de siempre,

y lee o escribe aún el mismo libro.

Sólo nos faltas tú. Dabas sentido

a lo que, contra el tiempo, levantaste

con clara voluntad de permanencia.

Eso que, estés o no,

será la cifra,

el genio y la razón

de este lugar.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro Valverde

13 de diciembre de 2013

 

El gallardo buque “Tritón”, que más que de un astillero parecía salido de un instituto de belleza, seguía su crucero a los Campeonatos Mundiales de Atletismo, velando, materno, por la salud física y moral de los campeones nacionales.

Unas aguas plácidas y obsequiosas aceptaban la caricia de la quilla, sin vaivenes intempestivos. La luna llena añadía, aquella noche, al decorado de postal su romántica melancolía de Pierrot.

En el interior, el grupo de deportistas, vigilados por sus tutores musculares, se dedicaba a diversiones cándidas y limpias, llenas de risas esforzadamente juveniles y sanas. Era como un seminario de ejercicios corporales.

Ajeno a tanta potencia y tanto masaje, Eugenio Acuña, inspector de segunda, ocupaba un camarote de tercera. Como representante de la Ley, se consideraba que allí no representaba nada. En su austero recinto, se entretenía examinando unos papeles. Era como hojear sucesivos aburrimientos. Impacientes golpes en la puerta le sacaron de su falta de concentración.

-         Adelante.

Y apareció Gloria Argüelles. Era mucha, excesiva aparición. Un traje de noche de satén negro, sujeto a los hombros por inconsutiles tirillas, moldeaba y desmoldeaba con agilidad de caricias urgentes un cuerpo de orografía accesible, acogedora y elástica. De fisonomía atrevida y movimientos oferentes, se manifestaba como una mujer que se sentía cómoda y segura de su cuerpo.

El inspector conocía, gracias a observaciones diarias, casi invisibles, a todos los componentes de aquella agrupación de esculturas vivientes, esculpidas por el sacrificio y la voluntad de vencer. Las gimnastas femeninas mostraban su poderío en cuerpos de muñeca un poco cabezona. Por lo que Argüelles oía, diríase que hasta los cerebros iban llenándose de fibras musculares. En medio de aquella apoteosis de carne vigorosa y acrílicio ceñido, el inspector resultaba un intruso. Un funcionario gris, el cuerpo siempre oculto tras opacidades textiles, hombre sin podio posible en la vida, cuya visión podía resultar nocivamente depresiva. Los delitos eran totalmente ajenos a tanta luz.

Gloria era popular. La estrella refrescante. Una muchacha rica, bulliciosa, de inagotable jovialidad externa e imperceptible fatiga interna. Con su inteligencia piadosamente enmascarada, ejercía de musa, talismán, mascota humana o personificación premonitoria de lauros y medallas. Ella no era gimnasta, sólo hacía el ejercicio justo para ser atractiva. Se trataba de una inquieta viajadora en busca de algo.

- Señor inspector –dijo con severidad-, vengo a presentar una denuncia.

Acuña todavía era capaz de sobresaltarse ante una denuncia y, sobre todo, ante una mujer así.

- ¿De qué se trata?

- Me han robado un beso.

Ante tal despropósito sólo cabía, como contramedida, la gravedad.

- Siéntese, por favor...

Lo hizo con gracia. Cesaron las ondulaciones satinadas, pero el resultado fue peor. Al cruzar las piernas, y por la falda hendida, irrumpió en la estancia una pierna arrolladora. No necesitaba medias. Su luciente y bronceado epitelio de seda las suplía con ventaja. La rodilla redonda y brillante destellaba como un punto de luz que podía resultar hipnótico.

Argüelles puso sobre la mesa un bloc de notas, pulsó el bolígrafo. Y después de recuperar el aplomo:

- ¿Conoce al autor del delito?

Gloria quedó pensativa, algo enfurruñada. Proyectó el labio inferior con efectos obnubilantes...

- No, no lo conozco.

- Pero, ¿podrá reconocerlo, si lo ve?

Se enfurruñó más.

- Mire, inspector... Creo que le he molestado inútilmente. Me he precipitado. El mal humor... No creo que usted pueda prestarme ninguna ayuda.

- Pruebe...

- ¿Recuerda que al principiar el baile se ha producido un apagón?

- Sí. Exactamente de tres minutos y seis segundos.

- Ha sido entonces. Comprendo que sin ningún dato que aportar, mi reclamación es inútil. Será mejor que me vaya.

Un turbador perfume mezclado con alguna feromona llegó a la pituitaria de Acuña.

- ¡Espere!. No se vaya. El caso es perfectamente investigable.

- Me sorprende.

- Créame si le digo que soy brillantemente rutinario. Usted no gozaba de la vista pero, caramba, quedan aún cuatro sentidos más. Puede examinarlos.

Gloria parecía escéptica. Deslizó sus manos sobre los muslos como dispuesta a levantarse. El inspector profundizó. Su pensamiento fue más allá. Se dijo: “A tenor de la ropa exterior... ¡cómo será la ropa interior!

- ¿Quiere o no quiere descubrir al ladrón?

- Claro que quiero, pero...

- Entonces no tenga prisa. Conteste con calma a mi interrogatorio, y medite mis preguntas.

Gloria le asestó una sorprendida mirada verde, y se acomodó de nuevo en el silloncito. Argüelles no discernía si el barco se movía más que antes o era su cabeza.

- Veamos el oído. ¿Le dirigió alguna palabra? ¿Susurró algún... piropo?

- No. No dijo nada. Me besó, suspiró y basta. Ya puede ver que...

- ¡Calma! Nada de prisas. Sigamos con el tacto. ¿Hubo contacto físico?

Gloria miró al techo y meditó.

- ¡Sí! Hubo contacto. Contacto de pectorales.

- ¿Blando o duro?

- ¿Blando...?

- Tenemos que examinar todas las posibilidades. Podría tratarse de una mujer.

- ¡Oh! –exclamó Gloria, casi más halagada que sorprendida- No, no. Era un contacto plano y duro, pero no muscular.

- Entonces no era un pecho, era una pechera. Un esmoquin. Un esmoquin de persona demodé.

- ¡Admirable!. Creo que tiene razón. Sí, era una pechera.

- Sigamos. ¿Nada más sobre el tacto? ¿No la tomó por los hombros? ¿No la asió por la cintura?

- No me tocó.

Argüelles esbozó un gesto de asombro. Movió la cabeza.

- Qué tipos –susurró, apenado.

- Tiene razón. Abusar de la oscuridad es una puerilidad ridícula.

- Ya llegaremos a este punto, ya. Pero hemos de ceñirnos al método. Adelante. Gusto. ¿Percibió algún sabor peculiar?.

- Fue un beso breve, superficial, pero... –volvió a mirar el techo de donde parecían provenir sus recuerdos. El rayo verde alcanzó de nuevo gozosamente al inspector.

- Tabaco. Capté olor o sabor a tabaco... Tabaco, indudable.

- Bien, vamos muy bien. Me ha dado un detalle importante de sabor y olor. Detengámonos ahora en el olfato. Aparte del tabaco, ¿algo más que afectara sólo, digo sólo, al olfato?

Esta vez no fue necesario consultar el plafón. La lucidez llegó sola. Tras nueva descarga de sus mitológicos iris:

- ¡After shave!. Seguro. Olía a loción facial.

- ¿Marca reconocible?

- Por favor, señor Argüelles, no soy una catadora olfativa de lociones.

- Claro, claro –reconoció el inspector, indulgente-. Pero, ¿la reconocería si volviera a olerla?

- Sí, estoy segura.

- Excelente. Creo que tenemos una estupenda cosecha. Sigamos con la rutina.

Gloria cambió de posición, con nuevas e inquietantes ondas vestimentarias rompiendo sobre sus dulces promontorios corporales. Movió la pierna. El zapato, de atrevida inconsistencia dorada, ceñía pie y tobillo con astutas tirillas destellantes. Los tacones de aguja arqueaban el sabroso empeine. Aquel conjunto pédico suponía un despliegue de mórbida sensualidad que inducía al fetichismo.

Al llegar a este punto, Argüelles tocaba fondo. Se sentía cada vez más bajo, más calvo, más feo y más impresentable. Autocompasivo, movió la cabeza. Y se refugió en la profesionalidad.

- Veamos lo que tenemos hasta ahora. Primero: se trata de un sujeto masculino. Segundo: es fumador. Esto sólo ya restringe el círculo. Aquí los deportistas no fuman, para estar sanos, y los viejos no fuman porque ya están enfermos. Hemos de pensar, pues, en un hombre de mediana edad, ni deportista ni víctima aún de prescripciones médicas.

Gloria, admirada, asentía con la cabeza. A cada vaivén, la melenita morena y sedosa acariciaba de una manera perversa sus mejillas libres de maquillaje.

Después de tragar saliva y aclarar la voz, Argüelles prosiguió, doctoral:

- Tercero: tenemos una loción cuyo olor puede reconocerse.

- Sí, pero no pretenderá que vaya por los salones oliendo las mejillas de los hombres de mediana edad.

- No hay muchos, la verdad. Pero no pretendo tal cosa. Restrinjamos más aún.

Cuarto: lleva un esmoquin con pechera. ¿Cuántos tripulantes ha visto usted con pechera almidonada?

- Nueva visita al plafón.

- Ninguno

- ¡Vaya! –exclamó Argüelles, contrariado- No importa, tendremos que vigilar los esmóquines. De todos modos, este cuarto punto es decisivo. Nos habla de un hombre de mediana edad, conservador, anticuado o no demasiado rico.

- Puesto que lleva un esmoquin demodé, probablemente prestado.

- ¡Muy bien, Gloria! ¿Puedo llamarla así?

- Lo estaba esperando.

- Gracias. Sólo habrá uno así en todo el buque. Casi lo tenemos.

- No lo crea. Siento desanimarlo, pero ya no hay prevista fiesta de gala alguna de aquí al fin del viaje. De modo que adiós pechera.

Fue un golpe muy duro, pero Argüelles no se desmoronó.

- ¡Quinto! –exclamó algo irritado- El viajero tímido. Usted es observadora. ¿Se ha fijado en algún pasajero que la mire a hurtadillas, finja no verla y la adore en silencio?

- No siga, inspector...

- Eugenio, si no le importa. Lo primero que detecta una mujer es la presencia del admirador tímido. Es el personaje más apasionante. Suele ser el más inteligente y el más digno de ser atendido con afecto.

- ¿Lo ha detectado usted?

Gloria vaciló un momento.

- No estoy segura... No, no lo estoy. Ha conseguido usted un milagro deductivo, pero no hemos llegado a una conclusión.

Argüelles reflexionó. El caso se le escapaba de las manos. Gloria iba a escaparse de su vista. Las palmas de ella recorrían de nuevo los muslos. Mala señal. Desesperado, miró al plafón milagroso. Un corto silencio.

- ¡Espere!. No hemos terminado todavía. ¿Usted qué clase de satisfacción pretende?.

- Hombre, recuperar lo robado. Y que me den excusas.

- De acuerdo. Pero si usted no puede recuperar lo perdido de boca del ladrón, puede, al menos, obtener algo equivalente. Robe un beso a cualquiera que le parezca bien, y compense lo perdido. Vamos, digo yo.

- Me sorprende su consejo, la verdad. Esto sería un delito por mi parte.

- Sólo momentáneo. Si usted roba un beso sin valerse de apagones, ya verá como se lo devuelven de inmediato. Es más, eso puede iniciar un juego de robos y devoluciones mutuas sin duda apasionante.

- No me convence. Apropiación deshonesta. Lo que propone para contentarme sólo sería un pretexto para iniciar una aventura que no me apetece. No he visto en todo el pasaje a nadie que merezca esa distinción.

- ¿Entre tantos apolos?

- Precisamente. Los apolos no miran ni aman a una mujer, se miran y se aman a sí mismos. Las mujeres sólo son un espejo. Lo único que interesa es tener al ladrón ante mí y cambiar unas palabras.

Argüelles estaba derrotado. Su ingenio había naufragado. Las manos de ella recorrieron de nuevo los muslos. Se levantó. La escultura undívaga se mostró de nuevo en todo su esplendor.

El inspector se levantó también.

- Siento no poderla ayudar más. Hemos llegado muy lejos, pero...

- Vamos, vamos... Yo creo que no debe desanimarse. En realidad ha conducido muy bien la investigación hasta su desenlace definitivo.                               

- No me diga.

- Deje que resuma yo. Hombre de mediana edad, fumador, de recursos moderados, chapado a la antigua, con loción fácilmente reconocible y, sobre todo, tímido. Injustificadamente tímido.

- Bien resumido, pero...

- No me interrumpa. Tan tímido que ha tenido que servirse de una inteligente investigación para al fin delatarse a sí mismo sin, no obstante, declararse abiertamente. Qué delicioso medio parabólico. Usted es un hombre casi de mediana edad. Fumador. Aquí veo colillas en el cenicero. Que usa determinada loción, que aquí se huele como si hubiese fumigado la estancia.

- Pero, Gloria...

- Prosigo. Con esmoquin prestado, por alguien mayor, para este viaje que debe de ser el primero. Y tímido enamorado. ¡Y tan tímido!. Conste que es gracias a usted que ahora recuerdo haberlo entrevisto entre cortinas, no tanto vigilando al pasaje como espiándome a mí. Le diré, como remate, que no he contemplado en mi vida una impasibilidad más expresiva.

Después de esta tirada, ambos miraron al plafón.

- ¿Y puedo saber qué la ha traído aquí?

-  Una corazonada. Una vaga curiosidad. Conocer al pasajero enigmático... Ha sido usted el que gracias a sus sutiles conjeturas me ha conducido a usted. Me ha hecho evocar olores, sabores, durezas de almidón y timideces de escolar. Usted hablaba de sí mismo, la que deducía era yo.

- Así las cosas, creo que se impone el tú.

- No tan deprisa, la investigación no ha terminado. El tú vendrá después. Ahora pregunto yo. ¿Cómo es posible que no haya visto su formidable pechera?

- Pertenece a mi tío paterno –Gloria, satisfecha en su acierto, desnudó una sonrisa radiante como un beso-. No la vio porque no podía verla. Me indicaron que acudiera al baile vestido de etiqueta. Avergonzado, cumplí la orden. Avergonzado, claro, porque estaba usted. Mientras dudaba en mostrarme, ocurrieron dos cosas: usted pasaba cerca de la cortina que ocultaba mi vacilación, y al propio tiempo se apagó la luz. Fue un impulso irreprimible, del cual le diré que tengo tanta culpa yo por ser como soy como usted por ser como es. Fue un acto compulsivo. La besé. Luego, como un niño asustado, corrí a mi camarote, me cambié de ropa y mandé le baile al diablo. Nunca pensé que se le ocurriera venir con su insólita denuncia.

- Creo que ahora se impone el tú. Vine sólo por curiosidad. Intentaba provocarte con una denuncia desconcertante. Casi enseguida he adivinado la verdad, pero resultaba tan fascinante oírte razonar, y tan conmovedor contemplar cómo implorabas que no me fuera...

- ¿Y que hacemos ahora?

- No sé. Hace poco, me ofrecías una solución. Ahora que conozco al verdadero ladrón, puedo aceptarla. Me parece justo que pidas excusas y repongas lo  robado. Incluso podemos ensayar, sin deshonestas sustituciones, este juego que has mencionado de policías y ladrones.

Argüelles se levantó. Se sentía joven, alto, ondulado y seductor. Navegó, en pleno ilapso, hacia la isla del tesoro flotando sobre la ola del erotismo que nos está invadiendo.

- Este buque se mueve cada vez más –logró articular..

- El pobre sólo intenta colaborar.

Meses más tarde, decía Argüelles al comisario Sánchez Tello:

- La vida es, a veces, como un cuento. Imagine, si no, lo que puede ocurrirle a un inspector de segunda en un camarote de tercera, con una mujer de primra. ¿Cómo llamaría a eso?

-         La cuarta dimensión –sentenció el comisario.

 

UN GRAN ARTISTA DE LA PALABRA.- En diciembre del pasado año, nos dejó el gran narrador que se llamaba Esteban Padrós de Palacios. Turia había acogido en más de una ocasión textos padrosianos, y ahora ofrece el último que compuso quien quedará como uno de los más originales autores de cuentos en lengua castellana. Nacido en 1925, Barcelona, Esteban Padrós de Palacios desde su primer libro –Aljaba, 1958- se distinguió como escritor tan original como originales eran sus cuentos. Prosa espléndida en brillantez creativa que plasmaba una gran capacidad de imaginación creadora en relatos tan atractivos como de congruente final siempre sorpresivo. Estas cualidades se fueron manteniendo y magnificando en otros libros del autor: La lumbre y las tinieblas, 1966; Velatorio para vivos, 1977; Los que regresan, 1991; El gran usurpador, 1998; El pozo de los deseos, 1999; y Las extrañas veladas, 2002.

Siete títulos que comprenden una obra llevada a cabo con extrema exigencia literaria en la qu el ingenio se pone al servicio de los diversos aspectos de la humana condición, y cuyo lema general podría ser el “tanto en lo trágico como en lo cómico” de Shakespeare, así como aquello de Chesterton, según el cual “lo divertido no es lo contrario de lo serio, sino de lo aburrido y nada más”. En el más chesteroniano sentido pues, la obra de Esteban Padrós de Palacios se manifiesta en lo muy ameno de lo serio, y también en páginas –como las de “La cuarta dimensión”- en las que se complace y complace al lector con un “divertimento” más que avalado por el ingenio complaciente.

“La cuarta dimensión” es relato inédito, póstumo, que Esteban Padrós de Palacios se proponía ofrecer a Ana María Navales, que siempre acogió tan bien el quehacer padrosiano. Así lo acaba de demostrar, una vez más, la codirectora de Turia. Con este cuento se diría que Esteban Padrós de Palacios quiso como quien dice despedirse literariamente con una sonria en modo alguno incompatible con esa meditación acerca de la condición humana que es el conjunto del extraordinario trabajo de artista de la palabra que llevó a cabo.- ENRIQUE BADOSA

Escrito en Lecturas Turia por Esteban Padrós de Palacios

10 de diciembre de 2013

            De todo lo que perdí, lo peor son los prospectos. Los prospectos de cine. De películas. Y las figuritas de barro del belén. Los tebeos del Cosaco Verde. El corcho de mi habitación, con las postales de actores y de actrices. Hace poco aparecieron, en el fondo de una vieja caja de zapatos, en la casa vacía de mis padres. Un sobre, y en el sobre, un montón de postales de actores y de actrices que creía perdidas. La de Marilyn. La dedicada de Marisol. Tantas otras. Pero ni rastro de los prospectos.

            Lo peor, la pérdida de los prospectos. Y la del sexo de Marita, húmedo de acequia, fangoso y fresco como una babosa de cañaveral. Un recuerdo difuso, un rastro tenue de niebla en la memoria.

            Era una chiquilla silvestre, de pelo enmarañado, moreno, negro como sus rodillas al final de la tarde de ribazo, arrancando regaliz de palo con la azadilla que le quitaba a su padre, Marita, delgada como cualquiera de las cañas que nos ocultaban de las miradas, en la acequia donde nos bañábamos revolviendo el agua, embarrándola, buscando, ella, las babosas que tanto me repugnaban –toma, Paulino, coge ésa, me decía, y me la tiraba a la espalda, Marita-, el dulce vello de sus pantorrillas envolviendo las mías en nuestras peleas por el suelo pedregoso, siempre me podía, Marita, y rozaba con sus labios los míos para traerme de nuevo a la vida, ella era el príncipe y yo la princesa dormida, aniquilada por sus brazos nerviosos, tersos, de chico, Marita, virgen de las acequias, sexo húmedo, de tierra, de fino lodo, pegajoso y fresco como una babosa de cañaveral.

            Mi padre conduce despacio, sin prisa. Yo respiro la grisura de Elata y atisbo la puerta de los cines.

El invierno nos atería. Mi madre ya había encendido la estufa de carbón y, por las mañanas, en la cocina económica, calentaba piedras lisas que me hundía en los bolsillos antes de emprender el camino de la escuela.

            -Métete las manos en los bolsillos, aprieta las piedras calientes, no las sueltes. Si no, se te van a congelar los dedos –me decía.

            Marita me esperaba en la puerta de La Torre. Sus padres eran los medieros. Él, calvo prematuro, iba todos los días en bicicleta a Elata, donde hacía recados para la ferretería de los propietarios de La Torre. Por las tardes, trabajaba los campos. Si se hacía necesario, no iba a la ciudad. Si había mucho trabajo en las fincas, no subía a Elata, no remontaba la carretera, hasta la terminal de la línea de tranvía, frente a Veterinaria, no pedaleaba esquivando el revoltijo de vías que entraban y salían de las cocheras, siempre en ligera cuesta arriba, con la boina bien calada, sin mover un músculo de la cara, los ojos claros, inmensos. La madre de Marita prodigaba en derredor una simpleza sorprendente, absoluta. Si un helicóptero de los americanos bordeaba los campos con el portón abierto, un soldado rubio asomado a la luz como un muñeco de hierro, las piernas en jarras, saludándonos con una sonrisa con forma de dibujo mal trazado debajo de la nariz pequeña y pecosa, un poco respingona, la madre de Marita corría hacia el maizal y no salía hasta que los últimos ronquidos del aparato eran ya un eco borroso en nuestros oídos. Nos reíamos de ella. Marita, la que más. Mi madre es tonta hasta para tener miedo, decía.

            Marita, cada mañana, me esperaba en la puerta de La Torre y, si yo me retrasaba un poco, se acercaba al inicio del ribazo que bordeábamos un buen rato hasta alcanzar el Camino de En Medio. Ella era mi guía. El ribazo, en invierno, despertaba cubierto de rosada, a veces de rosada helada, y nos mojábamos los zapatos. Llegábamos a la escuela con los zapatos empapados. Ella se iba a la clase de las chicas y yo, a la de los chicos. Una pared de madera, con una gran puerta que casi nunca se abría, separaba las aulas. Al fondo de la clase de las chicas había un enorme armario, también de madera, que sólo se abría los domingos. En su interior, un altar. En él se ofrecía la misa semanal a aquel barrio de las afueras de Elata.

Don Anselmo, a los que veníamos por la senda del ribazo, nos dejaba un rato pegados a la estufa, hasta que se nos empezaban a secar los zapatos.

            -Que los pies os entren en calor –decía.

            -Y la picha –añadía Mallén, mi compañero de pupitre, como silbando entre dientes, para que don Anselmo no le oyera.

            Mi padre conduce despacio. La camioneta bufa, jadea cuando reduce la marcha, y cuando arranca otra vez, en los cruces, frente a los primeros semáforos de Elata.

            Qué ciudad más triste y más gris, Elata. Salen romanos en las procesiones de Semana Santa, y tocan unas trompetas metálicas, agudas y lúgubres a un tiempo, serias y enfermas de esa impostación que caracteriza a las ciudades provincianas. Calles estrechas con viejos balcones, jaulas de pájaros, ropa interior y calcetines secándose al sol, mujeres gordas, vestidas en blanco y negro, sin matices, el cabello espeso, los moños clavados encima de la nuca como una flor reseca y mustia. Se oyen sus voces desde la calle, los balcones abiertos o cerrados, cruzando sus gritos desde el otro lado de las casas, de las ventanas que dan a los patios de luces por los que hablan con las vecinas, graznando, o cantando las canciones de la radio, siempre las mismas, repetidas monsergas en voces de tonadilleras gangosas, el aire de Elata, el alma de España, la hez de una larga victoria sobre la sangre de miles y miles de muertos planeando en medio del silencio de los vivos y de los muertos, la copla como un insulto a su memoria. Los patios de las casas huelen a ajo, a sardina rancia, a vinagre, a mujeres mal lavadas, a mugre de viejos desdentados fumando picadillo, a carbonera.

            -Ya sólo huelen bien las putas –dice mi padre-. Las únicas que catan el agua.

            Yo atisbo los cines cuando, por las tardes, recorremos las carnicerías cargando sacos de huesos para la fábrica. Mi padre deja la camioneta en punto muerto delante de alguna sala y yo pido prospectos en las taquillas, o a los porteros. No veo las películas, pero me sé los títulos, las actrices y actores principales, el nombre americano del director. Conozco la cara y el cuerpo de las actrices, bien dibujados con colores que no son los de Elata, unos colores lejanos, emanaciones de cierta lámpara maravillosa, volutas de tabaco rubio americano que algunos privilegiados de Elata, vecinos de yankees de la base militar, fuman con ostentación en los cafés del Paseo de Independencia, o en una cafetería moderna de General Mola. O en el Savoy, donde también lucen su plumaje los cadetes de la Academia.

            Pido los prospectos, tartamudeando.

            -Venga, Paulino, no te esfuerces, ya sé lo que quieres –me dice el portero del cine Coso-. Y a ver si aprendes a hablar, que se te descojonarán las chicas.

            Yo cojo los prospectos, le doy las gracias, y, en pensamiento, me cago en su puta madre, como me ha enseñado a hacer Mallén. Me niego a darle la razón en lo de la tartamudez. Mallén también me lo suelta a menudo:

            -Mira, Paulino, cuando te tengas que declarar a una chavala, habrás de ir directo y al grano. Tú, con eso de que eres tartaja, las aburrirás antes de que termines. Es lo que tienen las gachises, no les gustan los rodeos cuando se han puesto calientes. Las habrás encendido tú, y se irán a apagar la lumbre con otro que tenga mejor labia.

            Es hijo de pastores, Mallén, y su madre cocina en fuego de chimenea.

            Acabado el consejo, suelta una de sus risotadas.

            ¡Cuántas cosas me enseña Mallén en aquella mohosa Elata! Elata de infanticos, de romanos con monturas de gafas de concha, de chillona y solemne trompetería, de cadetes emplumados, de sotanas remangadas saltando charcos sobre el pavimento desigual de las calles agónicas, de paseantes endomingados, sin expresión, a la salida de misa, con el lacito alicaído en el dedo corazón, a cuyo extremo se balancea el envoltorio de los pasteles de nata y mantequilla, las tardes inabarcables de los porches del Paseo, la primera escalera mecánica del Sepu, los pepinillos gordos que mi madre me compra en el Mercado de San Vicente de Paúl, las meriendas en La Nicanora con las lánguidas y mal entonadas canciones de mi abuelo Colás, el porrón de vino con gaseosa, ensaladas de lechuga, tomate, cebolla y huevo duro, atún algunas veces –lo llamamos siempre escabeche-, las sardinas rancias que mi padre envuelve en papel de periódico y destripa en el quicio de la puerta, cerrándola de golpe, la aburrida ofrenda de flores, la demolición progresiva, imparable, de las ruinas de Elata.

            Con Marita no tartamudeaba. Jugábamos a médicos. Alternábamos los papeles. Nos acariciábamos los muslos, para tonificarlos, nos poníamos inyecciones, escarbábamos.

            Yo sacaba mis postales de actores y de actrices, las que recibía cada año por mi santo y por mi cumpleaños: Marisol, infinitas postales de Marisol a todo color: rubia, el pelo con un ligero cardado, blusa salmón y una rosa roja en la mano izquierda, labios muy encarnados, ojos azules; Marisol vestida de sevillana, otra enorme rosa roja en el pelo aún más cardado, su sombra proyectándose junto a un cartel de toros que anuncia al Viti en la Plaza de Toros de Madrid. Marisol, un lazo amarillo en el cardado: aquí los ojos parecen de un azul verdoso de pantano; Marisol con el pelo más cardado que nunca, los ojos de nuevo muy azules, jersey rojo de cuello alto. Me volvían loco sus palas, su labio inferior, qué no habría dado por besar ese labio, rozar sus palas con la puntita de mi lengua. O aquellas otras más viejas, Marisol en blanco y negro, aún niña, con un gorrito de lana, la hermanita que me habría gustado tener: “Intérprete del Film en Eastmancolor HA LLEGADO UN ÁNGEL de Suevia Films. Temporada 1961”. Recibí la postal dos años después, por mi santo. O Marisol sonriente, mirando a la cámara, sus finos cabellos largos, rubios, chaquetita de cremallera abierta, camisa a cuadros escoceses, sonriendo con sus palas blanquísimas, sus pestañas de limpio dibujo: “MARISOL estrella de UN RAYO DE LUZ, producción Benito Perojo – J. M. Goyanes que presenta Suevia Films”. Me la dieron en el cine Goya de Elata, y me la dedicó la propia Marisol, con bolígrafo rojo. La dedicatoria, hoy, se ha desvanecido, ya  no puede leerse. Pero también me gustaban las postales de actrices que recibía mi padre: Claudia Cardinale en bañador rojo, con un espantoso gorro blanco, tumbada en el césped. Raquel Welch acodada en la barra de un bar, junto a un taburete de esquai azul, una copa de champán en la mano derecha, un vestido verde, estampado, de amplio escote, que se abre mostrando el muslo izquierdo, la rodilla, todo muy carnoso, muy rosado. La misma Raquel con jersey a rayas moradas y beiges, pantalón corto blanco, apoyando su mano en una silla de terraza, teñida de rubio pajizo. O, la mejor de todas, en blanco y negro, mi actriz favorita: “MARILYN MONROE (Norma Jean Daugherty). N. en Los Ángeles el 1928. Intérprete del Film en Color MARIDOS EN LA CIUDAD (no estrenada), de 20Th Century Fox”. De perfil, al pie de una escalera de madera, los brazos extendidos, pantalón corto blanco, cinturón de tela a lunares, top también blanco que se detiene debajo de los pechos, dejando ver el vientre... Marita cogía las de actores. Yo, las de actrices. Elegíamos cada uno, una, al azar, y el otro debía adoptar la  pose de la postal. Raquel Welch sobre el césped: Marita corría a su cuarto, regresaba enseguida al granero de La Torre, donde nos habíamos refugiado, se ponía su bañador azul desvaído, con faldita, y se tumbaba como Raquel, aunque sobre un lecho de paja. Elegía ella, también al azar: “RIKY NELSON. (N. en Nueva Jersey). Intérprete del Film en Technicolor RIO BRAVO de Warner Bros”. Me la había enviado mi tía Charo, que era ciega, y alguien había escrito a su dictado: “Yo te deseo, Paulino, / un cumpleaños feliz  / soplando un poco las uñas –cumplía los años en diciembre- / y moquita en la nariz. / Pero no te preocupes / que esto pronto pasará, / con chocolate caliente / y una copa de coñac / que espero que en este día / te obsequiarán tus papás. / Y si quieres ir al cine / no lo hagas repetir: / te lo pagará tu tía, / y si no quieres sufrir / te calentaré las uñas / y te secaré la nariz”. Riky llevaba pantalones grises, ceñidos. Camisa a cuadros rosados. Chaleco marrón claro, a juego con el color de las cartucheras. Pañuelo verde al cuello. Sombrero de vaquero. Ojos azules (los míos eran ya de un vulgar y anodino marrón, más oscuro que el del chaleco de Riky). El pistolero había desenfundado y sostenía sendos revólveres en las manos, de frente a la cámara. Corrí a la fábrica, a buscar mis cartucheras y mis pistolas de juguete. Marita, a la suya, en el mismo edificio del granero; volvió con un viejo chaleco de su abuelo. Posé como Riky. Mi turno: Raquel acodada en el bar, la copa de champán en la mano. Marita se sube la falda hasta mostrar una de sus piernas, flaca, blanca como la leche. Brinda con un vaso de gaseosa. Hace un mohín con los labios. Su turno: Kirk Douglas en ESPARTACO. Me quito los pantalones, la camiseta, me quedo en calzoncillos y trato de lanzar una mirada furiosa, la espada de madera que yo mismo he fabricado en la mano derecha. Me tenso como un tigre dispuesto a saltar sobre mi presa, otro gladiador esclavo, tan sediento de sangre como yo, adiestrado para luchar o morir obedeciendo las órdenes del césar. Marita, al lado del emperador romano invisible, se levanta de pronto, detiene el gesto del amo supremo, y se ofrece como premio al ganador. De rodillas, suplica. El césar concede. Juntos, tumbados en la paja, nos abrazamos con suavidad, imitamos gestos y débiles caricias que hemos adivinado en el cine, en los prospectos, en las postales. Tengo su cara junto a la mía, noto su aliento en mi mejilla. Acaricio la pelusa de sus muslos, rozan sus labios mi cuello, mi pecho, y dejamos que pase el tiempo. Nos llena un calor ignoto, nuevo. Fuera, cae la tarde, que rompe sólo la voz chillona, estúpida, de su madre.

            ¡Cuántas cosas me enseña Mallén en aquella mohosa Elata! Nos gusta encargarnos de los recados. El piso donde vive don Anselmo, con su mujer, está encima de la escuela. Allí ejerce, en los ratos libres que le dejan las clases, de practicante, de callista, y perfora orejas de recién nacidas. Alguna vez nos ocupamos de ir, por el Camino de En Medio, más allá de la línea del ferrocarril, a esperar a su mujer y ayudarle a traer los bolsos de la compra.

            De todo lo que perdí, lo peor son los prospectos. Cuando nos fuimos de la fábrica, mi madre hizo una enorme hoguera. Ardieron con ellos los relatos de mil películas nunca vistas. Se habían ido del barrio, unos años antes, Marita, Mallén, mis amigos del alba de los sueños. Ya no me importó que aquellos relatos se transformaran en humo. Marita hacía tiempo que no estaba allí para escucharlos. No sé cómo se salvaron las postales de cumpleaños y de santos, los actores y las actrices de tan inciertos despertares, en esta vieja caja de zapatos que ha dormido hasta ahora en la casa vacía de mis padres.

            Con Marita no tartamudeaba. Le contaba películas imaginarias, relatos inventados a partir de la imagen fija de los prospectos. Ella me oía sin interrumpirme, insuflándome su aliento caliente de muchacha sin pechos, trémula en la paja, solícita como la buena maestra que sabe escuchar. Fue ella quien me dijo:

            -Haz recados, muchos recados. Tienes que aprender a hacerlos sin tartamudear. Has de atreverte a pedir cualquier cosa, a explicar.

            Y así me transformo, siempre que puedo, en la sombra de mi padre. Entro el primero en las carnicerías, doy las buenas tardes, recojo los vales de entrega, anoto el peso, los precios. Retengo los secretos de cada una. En cada sitio tengo algo por lo que preguntar. Soy la voz de mi padre. Cuento cosas de la escuela, de don Anselmo, de Mallén. Nunca de Marita. Preparo las frases en el silencio de la camioneta, mientras mi padre conduce o se detiene en los semáforos recién estrenados de la sucia Elata. Luego, tomo aliento, respiro hondo, y lo voy descargando todo poco a poco, muy despacio, sin olvidar ni una sílaba, colocando una palabra tras otra siguiendo un orden que a mí me parece perfecto. Me invento cualquier cosa. Me convierto en un charlatán, en un farsante. Puedo vender cualquier cosa. Convencer a cualquiera del mayor disparate. Me hago narrador.

            El portero del cine Coso me dice un día, sorprendido por mi elocuencia:

            -Chaval, que te apunta la sombra del bigote. Se te van a rifar las chavalas. Ya me contarás, pillín.

            Una tarde, en la acequia, bañándonos, chapoteando en el agua embarrada, Marita y yo nos dimos un cabezazo y nuestros labios se rozaron sin querer. Nos dio tanta risa que ella se desnudó y vi su sexo húmedo, fangoso y fresco como babosa de cañaveral. Hoy es un recuerdo vago, un rastro tenue de niebla en la memoria. Se rió con la misma alegría que yo conocía de Mallén, un placer asilvestrado. El pelo revuelto y mojado se le pegaba a los ojos, oscuros de agua como la sombra que brillaba entre sus muslos. Le dije que, después del baño, podíamos ir a buscar regaliz al ribazo que llevaba al Camino de En Medio.

            -Que bien hablas ya, Paulino.

            ¡Cuántas cosas me enseña Mallén en aquel bendito barrio de la mohosa Elata! Por aquellos días, durante uno de los recados de don Anselmo, me empuja hasta los baños de la escuela. Aprendo a mover mis manos como él quiere, despacio. Noto crecer, poco a poco, mi propio calor junto al suyo. El relámpago es tónico, alegre, limpio. Mallén suelta una de sus risotadas.

            Aquella noche, después de estar en la acequia con Marita, después de ir a buscar regaliz en el ribazo, tardé en dormirme más que de costumbre. Era verano y se oía al autillo. Soñaba despierto, viajando hacia el futuro: aliento de mujeres en el pecho, el tiempo detenido. O, mejor, sin tiempo. Y un calor ignoto, siempre, cada vez renovado.

Escrito en Lecturas Turia por José Giménez Corbatón

4 de diciembre de 2013

 

En mi collage, hay una luna asombradísima

de mi presencia en la tierra todavía,

y un cascote rojo pegado a la palabra puente,

escrita con pincel sobre algo parecido a un muro.

 

¿Huelen el encierro?

 

Siempre se hace tarde en ese lugar

y nadie responde el para qué.

La oscuridad es una razón, una lógica inmutable:

está hecha de los corazones de las barajas

que usaba en mis castillos.

Bajo el negro de humo está el lobo a mi puerta

(esa puerta recortada de una foto).

Lo acariciaré en el umbral, lo miraré hasta el fondo

de sus ojos de oro inconquistable.

El miedo y la muerte no tienen su figura,

están pintados de blanconada en el rincón derecho

como símbolo de una boda en la nieve,

de la música que no se oye salvo en la inexistencia

de todos los reflejos.

 

¿Pueden tocar el dolor?

 

Es una noche sin palabras,

es tu amor distraído detrás del alambrado visible

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Paulina Vinderman

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