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Configurar sentido descendente

27 de octubre de 2023

Tomarse el trabajo de responder una pregunta es más significativo que el de la formulación de la propia pregunta. Ciertamente, la pregunta manifiesta por sí misma una solicitud. Solicita un esfuerzo por ser respondida. Una pregunta no consiste en preguntar y quedarse simplemente sin respuesta o dejar la pregunta abierta. Es mucho más absorbente responder una pregunta que estar siendo preguntado continuadamente de un modo reiterativo, sin ningún respiro, para una posible y remota respuesta a alguna o ninguna de ellas. Ser preguntón tampoco es una actitud acertada. El diálogo o comercio entre pregunta y respuesta se ha de dar en el caso de la una para la otra— secuencialmente— hasta invertir los polos de ambas. De manera que la importancia de la pregunta y la respuesta vaya alternando en uno y otro polo a modo de comercio entre las partes interesadas en una transacción, desnudándose la una para la otra, cual juego entre amantes, en el que todo acaba por responderse por sí mismo, ajustado todo ello por el resultado al que, en primera y última instancia, toda la pregunta en su totalidad remitiría (y presumiblemente no se dará el diálogo entre pregunta y respuesta cuando dejemos de preguntar. Sin embargo, las preguntas también pueden ser infinitas o ser sucedidas una tras otra de un modo indefinido).

Por lo tanto, el acto de responder una pregunta es más significativo que el de la mera interrogación.

En primer lugar, uno no pregunta y ya, y se queda como estaba. En toda pregunta hay una respuesta implícita que requiere ser manifestada, y puede incluso que el que la formula no sepa que hay un indicio de por dónde comenzar a elaborar la respuesta desde su preguntar.

Preguntar supone ante todo el final de un recorrido, un alto en el camino, desde el que se vislumbra una posible continuación del mismo pero que no puede continuarse a menos que respondamos a la pregunta traída a colación y continuemos así con la natural marcha del discurso.

La inversión entre pregunta y respuesta es la siguiente: la pregunta atrae a cualquier posible respuesta y que trate de compensarla, y da una muestra parcial de su pasado discursivo hasta ese preciso instante interrogativo. La respuesta, por su parte (en caso de darse), promete un futuro y natural desenvolvimiento de la pregunta ávida de respuesta y que, por consiguiente, desencadena más discurso. Sin esa respuesta válida a ese discurso que continúa –y que por el momento no ha encontrado otro modo de discurrir que no sea a través de la neutralización sistemática de la pregunta formulada— no habrá más juego discursivo con el que tratar de responder la impertérrita y petrificada pregunta. Todo ello ocasionado por no encontrarse con los precisos y apropiados recursos lingüísticos con los que auspiciar, acoger y, sobre todo, articular con justicia por qué incurrir en ese preguntar y por qué hacer esa pregunta en concreto y no otra cualquiera que bien podría no haber anulado, hasta ahora, todo lo discurrido hasta ese preciso momento interrogativo. 

Ahora bien, a la hora de formular una pregunta, ha de desarrollarse una posible respuesta que venga de la propia pregunta dada. Toda pregunta contiene o implica una respuesta aún por formular; aún por darse desde su preguntar. Conscientes de tal posibilidad, una pregunta ya hecha y pertinentemente elaborada manifiesta de un modo tácito una respuesta. Toda respuesta arrastra consigo misma, por consiguiente, una pregunta que está siendo respondida. Si la pregunta se puede hacer, entonces la respuesta es también posible de ofrecer. Toda pregunta bien hecha y coherente con el sentido proposicional del discurso que la engendra —el cual es acorde con el sentido congruente e histórico de la realidad— puede ser respondida en un ulterior discurso, con las palabras precisas para la pregunta en cuestión.

Toda pregunta incuba, por lo pronto, su propia respuesta. Y toda respuesta proyecta en el futuro discursivo del hablante más preguntas que, poco a poco, habrán de ir siendo respondidas o, por el contrario, ser rotuladas como indecidibles, y sortearlas mediante un rodeo que las evite, y mostrar otras vías discursivas para continuar con la exposición del restante discurso aún por acontecer. Esas vías (tanto para responder a la pregunta como para sortearla) suelen ser la respuesta fáctica de la historia acontecida y epistémica de lo Real.

Querer mostrar un discurso es propio de los que necesitan medios específicos de expresión de sus ideas. Estas expresiones encuentran habitualmente una canalización a través de la problematización de lo Real por medio de preguntas, y un modo de expresar una interioridad individual hacia un común conjunto de cosas que se manifiestan a modo de preguntas todavía sin respuesta.

Sin embargo, no es necesario hacer una pregunta tras otra con tal de desentrañar lo Real en un sondeo historiográfico hasta el origen de la causa que suscita ése preguntar. Es preciso, por el contrario, preguntar por lo fundamental, lo cual se convierte en la pregunta definitiva. La pregunta digna de hacerse. La primera y última labor por la que vale la pena preguntar.

La pregunta que importa y que eventualmente es pensada y meditada por algunos es la pregunta digna. La pregunta verdadera, y cuya respuesta desvelaría el carácter verdadero del asunto abordado, sondeando hasta su origen no únicamente el motivo de por qué la hacemos, sino por qué preguntamos con la naturalidad que caracteriza al ser humano (y también por qué proyectamos preguntas entre nosotros mismos).

Ciertamente, el ser humano es el único lugar histórico del acontecer del Ser que puede albergar preguntas. Aquellas preguntas que se hace son categóricamente para él y no de dominio de ninguna otra especie. La especie que pregunta y que responde es la del ser humano. El ser humano, por lo tanto, es el único que puede formular y responder sus propias preguntas. Las preguntas son exclusivamente de dominio humano y de nada más. No hay un quién fuera de la especie humana que pueda responder sus interrogantes.

Luego, lo interrogativo es el común elemento del ser humano. Un lugar donde proyectarse a sí mismo dentro de una esfera de habitabilidad. Una habitabilidad sustentada por preguntas e interrogantes que someten su raciocinio al dominio del ser humano sobre sí mismo. Posteriormente puede ocurrir que las preguntas le lleven de un lugar a otro, pero en primer lugar son para dominarse psicofísicamente dentro de las esferas de supervivencia y de habitabilidad. O de dominar a especies que ladran, relinchan, balan, maúllan, mugen, barritan, trinan, ululan, croan, rebuznan o cacarean… pero que no preguntan. Tan incapacitante es el silencio de tales especies que no les queda otra que sustituir su mutismo inquiridor por otros sonidos que poco les valen ante el apabullante arrumbamiento de sí mismas por parte de la excepción humana sin que ningún Dios lo impida. Únicamente lo político puede hacer virar las direcciones e intentonas humanas (por parte de lo humano y su mundo administrado) y retroceder mínimamente hacia un origen que, de hecho, no ha hecho más que comenzar a modo de pregunta aún por ser respondida.

Si una pregunta es imposible de alcanzar no es porque no se haya dado como incontestable por el asunto abordado, sino porque no se ha dado con la formulación inquiridora apropiada como para desnudar y articular el lenguaje con la pertinente pregunta. El desnudo diálogo entre pregunta y respuesta solamente puede darse como forma ulterior de entendimiento, pero lo importante y lo que permanecerá lo fundan las preguntas que se desnudan ante una posible respuesta.

Cierto es que hay una gran variedad de preguntas aún por responder. Sin embargo, todas quedan incardinadas por un mismo sentido anímico que, confesadamente, habla del motivo de nuestra existencia. Esa pregunta es la explícita interrogación en torno al sentido del Ser. Su primacía destaca por encima del resto de preguntas. Una primacía que desbanca y desbarata cualquier otra pregunta que no sea esa o que remita a ella. Bien puede ser formulada de otro modo a cómo se ha estado haciendo hasta ahora, pero siempre tendrá como horizonte ontológico el desvelamiento del sentido del Ser y esa es la urgentísima labor que se propone la actitud inquiridora en estos momentos. Los múltiples modos de ser la pregunta por el sentido del Ser siempre tienen como lugar común un horizonte ontológico. Un común modo de ser más allá de la mera interrogación. Un común modo que una y otra vez remite a la dignidad filosófica y su modo de ser inquiridor.

Escrito en Sólo Digital Turia por Lucas Benet

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La madre toca a su hijo como si fuese un instrumento.

La culpa se ha vuelto una monedita pintada.

Algo en ella:

clausurado. 

Si tuviera ocho patas

ofrecería a las crías también yo

de mi carne. 

Fíjate en la de las criaturas, que está toda hecha de espejo.

Un brazo vicario y menudo en un

pulso contigo misma.

La ciega, la animal, la jíbara. 

La madre y el hijo negocian su poder con moneditas de plástico.

Comen y defecan ese mismo lenguaje.

Miedo, berrinche, elogio, confianza. 

Por el envés del día va gruñendo la madre su ternura.

Lleva como conchitas colgadas de un collar.

Culpa deber atención pertenencia. 

Se abrazan fuerte para que la dicha no llegue a derramarse.

Frotan de los paños lo que no desearon nunca.

Atándose al mástil de un amor tan fiero

algo en la araña quedó clausurado. 

El hijo y la madre comercian con su placer y su castigo.

Algunas manchas no salen jamás.

Escrito en Lecturas Turia por Yolanda Castaño

SE EDITA UN NÚMERO ESPECIAL CON TEXTOS INÉDITOS DE GRANDES AUTORES 

TURIA SE DARÁ A CONOCER LOS DÍAS 23 Y 27 DE NOVIEMBRE EN TERUEL Y EN LA SEDE DEL INSTITUTO CERVANTES EN MADRID 

PHILIPPE LANÇON ESCRIBE SOBRE LA OBRA POÉTICA DE LUIS BUÑUEL EN TURIA Y ÁNGEL GUINDA PROTAGONIZA UN ESPECTACULAR MONOGRÁFICO QUE REIVINDICA SU TRABAJO CREATIVO

Los escritores Luis Landero y Soledad Puértolas serán los encargados de presentar el número conmemorativo del 40 aniversario de la revista cultural TURIA. Será un sumario especial, con textos inéditos de algunos de los grandes autores que han colaborado con esta publicación, tanto en su edición en papel como en su versión digital. No en vano, la revista siempre se ha caracterizado por su capacidad integradora de la rica y diversa creatividad literaria contemporánea.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

20 de octubre de 2023

No son pocos los escritores que además de poesía escriben prosa, pero quizá sí son menos los que en la prosa no se dejan llevar por sus efluvios poéticos y renuncian a alambicar sus frases con retorcidas metáforas. Por todo lo que he leído de la obra de Javier Salvago, tanto en verso como en prosa, me atrevería a decir que ninguno de sus textos llevan la mácula del esteticismo vacuo ni están  imbuidos de profusas ornamentaciones verbales cercanas al barroquismo o a expresiones abigarradas. Se diría, más bien, que en uno y otro caso, en verso y prosa, Salvago no ha abandonado nunca las dos principales señas de identidad que han caracterizado desde su primer libro toda su restante escritura, y que no son otras que la sobriedad discursiva y la sencillez en el decir. Él mismo ha escrito alguna vez, de manera lacónica y contundente, que a la hora de darle forma a las ideas de lo que se trata es de "hacer sencillo y fácil lo complejo, claro lo oscuro", cosa, todo hay que decirlo, que ya en su día Juan Ramón Jiménez juzgó como lo más conveniente para cualquier escritor que quisiera ser comprendido, pues "No se trata de decir cosas chocantes, sino de decir la verdad sencillamente, la mayor verdad y del modo más claro posible y más duradero", algo no tan difícil de ejecutar si uno no quiere caer en lo conceptuoso o en la oscura palabrería.

Nada como la nada es un libro de aforismos —el segundo en la producción textual del escritor sevillano, después de que en 2016 publicara Hablando solo por la calle— en el que sus máximas, mínimas, fragmentos y frases sueltas no pretenden complacer al lector ni tampoco darle una visión amable de la compleja realidad en la que estamos inmersos. Su título, además, remite claramente al poemario Nada importa nada (2011), donde, en uno de sus poemas, ya avisaba de la poca importancia que tiene todo. De ahí que Salvago tampoco en este libro condescienda con el buenismo o con los postulados falsamente esperanzadores que le hagan creer al lector que el mundo lo tiene todo para ser un paraíso. Lo sería, tal vez, si sobráramos nosotros, los seres humanos, que, según él, somos quienes hemos convertido un paraíso a nuestra medida en un infierno a la medida de todos. Traspasados de desilusión, pesimismo y decepción, los aforismos reunidos en este libro muestran un perfil del autor y su mundo que dejan poco lugar a las dudas o a la confusión, pues una y otra vez, página tras página, expresan una visión descarnada de la existencia, a la que prácticamente no se le concede casi ningún resquicio de exultación y de la que pareciera que no hay mejor salida para escapar de su sinsentido que desaparecer, ya que "El mundo es una manzana podrida y los gusanos somos nosotros". Resulta cuando menos curioso que este descarnamiento con que Salvago contempla actualmente la vida ya lo mostraba en su primer libro de poemas, La destrucción o el humor (1980), donde en una de sus Soledades advertía que "por esta senda, / que llaman vida, todos / vamos a tientas, / igual que un ciego. / En ceniza terminan / todos los fuegos". Pero esos fuegos en los que termina cualquier vida no son únicamente aquellos a los que nos veremos abocados todos al final de nuestra existencia, sino también esos otros (más indignos o más ruines) producidos por quienes, en lugar de hacernos la vida más placentera, menos problemática y sobre todo más verdadera, se dedican a enturbiárnosla y a falsearla con vanas promesas de felicidad: "Miente, político, los tuyos y los bobos te creerán". Lo que Salvago nos reclama es que no creamos a ningún embaucador o farsante disfrazado de bienhechor. De ahí que su mayor crítica vaya dirigida a los políticos y a quienes detentan el poder, sea este económico, religioso o incluso cultural, pues "con tanto político cínico, vamos a tener que exigir que se introduzca en el código penal el delito de insulto a la inteligencia y a la sensibilidad".

Las redes sociales, Dios, el dinero, la historia de la humanidad, también buena parte de la poesía y la cantidad de crímenes que se han cometido en el mundo en nombre de la verdad, la moral y el saber de cada época, son algunos de los temas sobre los que reiteradamente se ceba el autor de Nada como la nada, título con que ha bautizado su libro no por afán de producir una bonita eufonía, sino porque, fiel a su desencantamiento de la existencia, cree que es el locus amoenus donde mejor se puede estar: "La muerte es lo mejor que nos puede pasar. Pero eso solo lo descubrimos cuando nos morimos y ya no podemos contarlo". No sé si Salvago habrá leído a Schopenhauer, pero a tenor de su aquiescencia por el desengaño y su concepción de la vida como fuente de dolor, parece que no anda muy lejos de las tesis filosóficas del pensador alemán, quien en algún lugar de su obra manifestó que si bien en un principio todo es un frenesí de deseos y un éxtasis de placer sensual, poco después, sin embargo, llega el turno de la frustración y de la paulatina destrucción y el marchitamiento de las ilusiones. Schopenhauriano o no, el caso es que también los aforismos de Javier Salvago se prestan a una lectura anatematizadora de la vida, sin concesiones a ninguna promesa de felicidad duradera, esa "pelotita de los trileros" o esa "zanahoria con que nos engatusa la vida cuando se cansa de darnos palos". A las toneladas de ilusos o ingenuos que salen cada mañana a comerse el mundo, Salvago los manda directamente a comerse una mierda, esos "tipos con trajes caros que se levantan cada mañana muy temprano con el único afán de ganar dinero, caiga quien caiga, muera quien muera". La vida debería de ser otro afán, otra cosa. Pero ¿qué cosa, qué afán? Pudieran ser el amor o el humor o el talento o la inteligencia, pero no. Porque nada puede ya contra su desencanto. Nada, excepto la nada, que todo lo borrará como si nunca hubiera sucedido.

 

Javier Salvago, Nada como la nada, Apeadero de Aforistas, 2023.        

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

20 de octubre de 2023

Isaac Bashevis Singer solía decir que el novelista sólo necesitaba tres cosas para escribir un libro. Un buen tema o asunto real, el deseo irrefrenable de querer escribirlo y la convicción de que sólo él podía hacerlo con todas sus consecuencias. Al novelista no le bastaba con encontrar una buena historia, sino que debía ser “su historia”, y expresar su individualidad, su carácter, su manera de ver el mundo.

No creo que el lector de Estuario, la última novela de Lidia Jorge pueda albergar alguna duda acerca de que se cumplen en ella las tres condiciones. Posee un argumento misterioso y conmovedor, está escrita con dolorosa pasión, y su autora es, más que nunca, fiel a su propia manera de escribir y contar. No es extraño que sea así, pues Lidia Jorge, desde su primera novela, no ha hecho otra cosa que ser fiel a esa manera y concentrarse, como pedía W. Faulkner, en la verdad y en el corazón humano. Ella siempre ha buscado un lector cómplice, capaz no tanto de leer sus libros como de vivirlos él también. Un lector que se entregue al libro hasta el punto de llegar a pensar que le pertenece, que sólo ha sido escrito para que él lo pueda leer. Que llegue incluso a sentir celos de que otros puedan tenerlo entre sus manos.

"Todo libro debe estar escrito con urgencia, como si uno no pudiera vivir sin  él, porque aquellas historias que no se pueden dejar de lado son las únicas  que un escritor debe perseguir y ofrecer a sus lectores", dice la autora en una entrevista reciente. El tipo de compromiso que Lidia Jorge le pide a su lector es semejante al que el poeta pide a los suyos. Y Estuario no es sino un largo poema escrito contra la muerte. Un libro que habla de la escritura como visión, como la voz de lo que está en otro lugar. Todos los grandes libros, guardan la memoria de esa voz, la voz que no ha dejado de hablarse nunca, ni puede dejar de hacerse, pues su persistencia constituye nuestra humanidad. Se escucha en los momentos más inesperados, y entonces el mundo se transforma en una biblioteca y los hombres son libros vivientes. Y eso será Edmundo Galeano desde el comienzo de Estuario, un libro viviente. El libro como símbolo del corazón humano.

Una de las constantes de la obra de Lidia Jorge es África, y más en concreto el África colonial portuguesa. La autora pasó buena parte de su juventud en Angola y Mozambique, donde trabajó como profesora y fue testigo de las guerras por la independencia de esos países. Allí se enfrentó por primera vez al horror de la guerra y a los abusos del colonialismo. Esa experiencia ha nutrido una parte de su obra, en la que ha vuelto una y otra vez a ese mundo y a esos horrores, tratando de iluminarlos con el poder de la ficción. Pues como ella misma ha dicho es la ficción la que completa el relato de la historia, ya que aporta el mundo interior, el corazón profundo de los hombres. "La literatura lava con lágrimas ardientes los fríos ojos de la historia". Estuario es una novela que partiendo de episodios históricos mezcla lo real con lo mítico, dando lugar  a una suerte de realismo mágico a la portuguesa.

Su protagonista es un hombre joven, Edmundo Galeano, que regresa a Lisboa tras una experiencia traumática vivida en los campos de refugiados de Dadab, surgidos para dar una cobertura humanitaria a los refugiados somalíes huidos de la guerra civil. Edmundo es un cooperante que sufrirá un accidente que prácticamente inutilizará su mano derecha. Edmundo había estado en África, la terrible África de las grandes polvaredas, de las grandes batallas sin imagen ni noticia, de las terribles religiones primitivas, sanguinarias, con dioses hechos del cruce del caimán y del buitre, y había sido una víctima, había regresado de una misión de paz con una mano mutilada como si hubiese participado en una guerra.

Regresa a Portugal pero el horror de lo vivido, su  misma mano muerta, le hace preguntarse por el sentido de su aventura humana y de ese regreso a la casa familiar. Y decide escribir un libro donde deben estar las catástrofes y los horrores, pero también la belleza  de la vida y del mundo. Sin embargo, al mal no se le oponía el bien, sino la belleza y era esa porción de sí mismo la que debería dar al mundo, después de la vida en Dadaab. Las belleza. Sabía que tendría que conquistar la belleza para que su libro funciona como lección. 

Un libro destinado a evitar el fin del mundo, un libro que tuviera el poder de salvar a quien lo leyera. Obsesionado con este proyecto Edmundo Galeano debe enfrentarse al primero de sus problemas: aprender a  escribir con su mano enferma. Decide copiar otros libros para recuperar esa función de su mano, y elige para sus ejercicios dos libros: Oda marítima de Pessoa y La IIíadaOda marítima de Álvaro de Campos, heterónimo de Pessoa, es un canto entusiasta y radiante al ingenio humano, que a través de la ciencia y la técnica ha permitido al llamado mundo civilizado enriquecerse y dominar el mundo natural. Un canto que reivindica con entusiasmo la fuerza y la energía, por encima de la belleza. Mas ese ímpetu que ha permitido al ser humano alcanzar grados de desarrollo inimaginables ha sido también la causa de la destrucción de una parte del mundo y del dominio que los pueblos desarrollados han ejercido sobre los pueblos del llamado Tercer Mundo. El canto a la energía y al ingenio humano se transforma en un canto de destrucción y pillaje como tal vez nunca ha tenido lugar en la historia de la humanidad. El segundo de los libros, La Ilíada, apenas se aparta de este guión idea, pues es el canto de cómo un pueblo lleva a otro la destrucción y la muerte a través de su búsqueda de un ideal heroico. La elección de estos libros para sus ejercicios de escritura, lejos de ser arbitraria, forma parte del corazón mismo de su proyecto.

La mano herida de Edmundo es la mano del escritor. Para eso escribe para poder completarse. Adorno dijo que la verdadera pregunta, la que funda la filosofía, no es la pregunta por lo que tenemos sino por lo que nos falta. Y el lugar de la falta es donde se plantea la pregunta sobre si podríamos ser de otra manera. Perder algo, puede leerse en el libro de Lidia Jorge, es estar preparado para perder más si fuera necesario. La mano muerta de Edmundo Galeano es su vínculo con todos los humillados de la tierra. Un vínculo con su verdad. La escritura como una forma de recuperar la decencia y el honor. Rafael Sánchez Ferlosio al explicar el conflicto de Lord Jim dice esto del honor. “El sentimiento de honor perdido no es un conflicto psicológico. El honor es una relación de lealtad con los demás”. De forma que el deshonor no es tanto “haberse fallado a uno mismo” sino “haberles fallado a los otros”.

Para que esto no suceda hay otra pregunta que el escritor no puede dejar de hacerse: ¿qué debe aparecer en ese libro? ¿Si ninguna de esas personas ha visto matar ni ha visto morir de privación, solo de enfermedad natural, como fue el caso de nuestra madre, Maria Balbina, que falleció de neumonía? ¿Si ninguna de esas personas ha pasado hambre o sed? ¿Si ninguna de esas personas ha pasado una noche al relente, jamás una noche sin luz, nunca un día sin cuarto de baño, nunca un día sin ropa, sin comida, sin medicamentos como les ocurre diariamente a aquellos que yo vi en los campos donde permanecí a lo largo de tres años, sobre todo los dos en Dadaab? ¿Cómo pueden estas personas entrar en el libro 2030?

Aún más, si todo ya está escrito ¿por qué le parece que hace falta un libro más y que debe escribirlo él? Y ¿cómo lo hará?, ¿con qué palabras? Hay un momento en que Charlote, uno de los personajes clave del libro, reflexiona sobre el amor. Lo define como un relámpago que une a dos personas, pero siente a la vez que no hay palabras suficientes para expresar las realidades humanas, y las que tantas veces se utilizan están desgastadas y no serven de nada. El amor de Tristán e Isolda ya no existía más en la faz de la tierra, o mejor, se sabía ahora que, al final, siempre había sido aquello que era, un mito construido con imaginación y palabras. Lo que había quedado, eso sí, era un relámpago que unía a dos personas. Entre ellos tenía lugar ese relámpago. Sin embargo, ambos buscaban en el amplio aparato verbal de su lengua la palabra que correspondía a ese sentimiento y no la encontraban. Como no la encontraban, usaban la palabra desgastada, la única que conocían que se le pareciese, y era de nuevo la palabra amor.

Tal es el descubrimiento doloroso que hace Edmundo a través de las dificultades que encuentra para llevar adelante su proyecto: que las palabras de su lenguaje no coinciden con los límites del mundo que tiene ante él. Había que buscar esas palabras que no existen en los diccionarios comunes y que solo se encuentran en los limites del lenguaje. No hablar con palabras prestadas sino con otras que persigan no tanto desvelar el misterio como protegerlo. Estamos hecho para alimentarnos de lo inexpresable, pensó Charlote, por eso nos encanta el misterio. Esa es la dificultad a la que se deberá enfrentar Edmundo en la escritura de su libro: Encontrar las palabras que necesita para dar cuenta de eso inexpresable que eran. Dijo que Edmundo hacía bien en escribir lo que deseaba escribir- Un libro para salvar a los hombres de la Tierra. Acabará siendo un libro en alabanza de todo lo que nace, independientemente de la muerte que vaya a tener, dijo ella y de todo lo que muere algo nace. De tu mano muerta nacerá un libro.

La novela de Lidia Jorge es un desafío permanente para sus lectores, pues nada en ella es lo que parece. Se trata de un libro sobre la escritura de un libro, donde sus personajes, se van construyendo y deconstruyendo ante nuestros ojos como pasa con los personajes que pueblan los sueños. Un libro sobre una de esas casas llenas de secretos que aparecen en tantas novelas. Vemos empañarse los espejos, hablan los retratos, los pasillos se llenan de ruidos, hasta que nos damos cuenta de que toda esa actividad no encubre sino el esfuerzo de la autora por dar cuenta de la vida con todas sus contradicciones. No solo de la vida de nuestra razón, sino también de la que tiene que ver con nuestros deseos. Es de esa vida de la que, en un intenso y doloroso párrafo, habla Amadeu lima, el amante de Charlote: Y de repente sentí que la perfección que yo vivía al lado de una mujer bella y completa, que la vida me había puesto a ala orilla de las olas un mes de septiembre, llenaba mi vida domesticada, civilizada, pero no mi vida salvaje. Imposible explicarlo con palabras. Para que lo comprendas, mi vida necesitaba fidelidad e infidelidad, La fidelidad era vivida con ella, tu hermana Charlote, la infidelidad, que yo también necesitaba, no tenía cara, era vivida con varias caras superpuestas, y yo quería las dos, la fidelidad y la infidelidad. Sentía placer en ese riesgo, en vivir una asimetría incómoda, entre la vida fiel a Charlote y la vida disoluta con cualquiera. Sentía placer en intentar equilibrar con dificultad la vida salvaje y la vida pura, sabiendo peligrosamente que las dos residían en el mismo pecho.

Puede que Charlote sea el personaje más cautivador, delicado y profundo, de todos cuantos ha concebido Lidia Jorge a lo largo de su ya larga obra. Es como un esponja que va absorbiendo todo cuanto sucede a su alrededor, pero que no puede protagonizar su propia vida. Alguien dueño de esa rara aptitud para vincular “lo que cura con lo que hiere”, que para Henry James era la razón última de la verdadera literatura. El libro trata, en suma, de cómo poner en el mundo un poco de cordura y amor. Ella creía que el hombre y la mujer eran seres luminosos con puntos de oscuridad y no al contrario, se lee en una de las páginas de Estuario. Sus personajes padecen lo que Chesterton llamó bellamente “las agonías del anhelo".

La obra de Lidia Jorge nos habla de las fuerzas terribles o benéficas de la naturaleza, del placer y de la muerte, de las servidumbres del amor y del sufrimiento debido a la pérdida. Mas ella sabe que el verdadero narrador nunca cuenta una historia, por muy terrible que sea, para sumir en la desolación a los que le escuchan. Es un mediador. Se ofrece a su comunidad no para aumentar su inquietud, sino para ayudarla a sobreponerse a las amenazas que la apremian o inquietan. Sus relatos son fórmulas de cohesión que le permiten conjurar el efecto desintegrador de esas amenazas, y nos permiten entrar en regiones de la realidad que de otra forma nos resultarían inaccesibles. Esta novela, toda la obra de Lidia Jorge, nos enseña a aprehender el mundo como pregunta, por lo que supone un alegato contra el totalitarismo en todas sus formas. Todos los totalitarismos  son mundos de respuestas, no de preguntas. Frente a los que prefieren juzgar a comprender, contestar a preguntar, Lidia Jorge defiende el poder sanador de la novela como pregunta, que su voz se oiga en el estrépito necio de las certezas humanas.

La obra de Lidia Jorge es comparable a la de todos los grandes moralistas, en el sentido que Camus da a esta palabra: los que tienen la pasión del corazón humano. La autora portuguesa forma parte de esa larga tradición de grandes moralistas, que desde Cervantes o Stendhal, se dan en el mundo de la novela. Se confunde con ellos porque busca al hombre en el entorno y la comunidad en que vive; y la verdad en donde se oculta, en sus rasgos particulares. Lidia Jorge suscribiría sin dudarlo las palabras de Camus acerca de que el desprecio por los hombres constituye con frecuencia el estigma de un corazón vulgar.

 

Escrito en Lecturas Turia por Gustavo Martín Garzo

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