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Configurar sentido descendente

2 de mayo de 2023

Elenco es lo más sorprendente que he leído en mucho tiempo. Un aparentemente anodino narrador, que me ha podido resultar tan antipático como a veces yo a mí misma, me ha enseñado que nuestro tiempo y nuestro espacio no son los que nos cuentan.

En el acuerdo de inventar días perfectos hay una esperanza, aunque la biología trame lo suyo. El entusiasmo está en quien lo ha perdido todo y le queda hacer su propia coreografía con el elenco de sus seres queridos en el espacio que anula el tiempo. Todo, escondido bajo una fina ironía utilizada como trampantojo. A veces me he topado con frases imposibles, pero supongo que serán parte de la novedosa técnica narrativa. Me ha gustado mucho.

Pese a su brevedad, su trama aparentemente anodina y sus frases a veces imposibles, en una novela donde en un principio parece que no se cuenta nada, al final he terminado pensando que se cuenta todo. El narrador acaba siendo un alter ego del lector. Para las expectativas del mundo puede estar acabado, pero está extraordinariamente vivo.

Elenco nos lleva por ciudades míticas que son como una contraseña para acabar llevándonos a ciudades sin nombre, escenario de una vida inventada. Pero antes nos pasea por todos los temas "existenciales" desde otro sitio: la paternidad será tener dos madres y no ser padre, el amor será los amores, el sexo no será el procreativo ni el pornográfico, sino algo muy distinto. La muerte es otra muerte. La escritura será el medio por el que no se cuenta la historia oficial y registrará el acuerdo de inventar un verano, escritura delegada si hace falta. Un animal será el depositario de la memoria.

En esta novela, la filosofía deja de ser ideas prestadas para convertirse en la sabiduría. La amistad será otra, otros el arte, el vecindario, el mar. Todos los temas y ninguno, narrados en primera persona, dan una narración amable de la que surgen los diálogos, van y vienen los personajes, las situaciones y la atención del lector cautivado por una prosa artesana donde cada frase y cada palabra están engastadas en un trabajo fino de connotaciones y resonancias cercanas al poema. Elenco no es poesía novelada; es novela a la que puedes volver. No se acaba en una sola lectura.

Un placer y un privilegio la lectura de esta novela que no puedo dejar de recomendar. No hay otro espacio ni otro tiempo que el del "baile". No hay más verdad que la coreografía con el elenco de los seres queridos. No hay nada más esperanzador y optimista que "el entusiasmo fruto de haber naufragado ya del todo". Sólo desde ahí se accede a una vida total.

 

Álvaro García, Elenco, Lleida, Milenio, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Jana Calvo

Una figura fundamental de la lírica española en los últimos años es, sin duda, Francisco Ferrer Lerín. Su extrañeza radica en la utilización de material exolírico y su inclusión, sin complejos, en sus libros considerados líricos, de elementos y géneros no poéticos, y tratarlos además con una naturalidad agenérica heredada de la vanguardia, en donde se trataba al género como un marco conceptual difuso. He ahí la diferencia primordial de este autor.

Actitud antirromántica, vanguardista prenovísimo, oniromancia textual, ciencia aplicada a la poesía, poema narrativo, poesía despojada de toda la carga simbólica que se le supone desde el punto de vista de la Poética tradicional. Condición epatante. Sus matrices teóricas no rastrean las de la poesía española. Influencia francesa y anglosajona, así como la del maestro Borges, que inicia, para toda la literatura moderna, un nuevo método de escribir.

En La condición radical se explican todos los procesos líricos, así como la temática recogida en sus ocho libros de poesía. Se deja aparte en este volumen la escurridiza narrativa leriniana, merecedora por sí misma de otro volumen. Es este además el primer trabajo íntegro sobre su obra, a pesar de la enorme cantidad de literatura crítica a que han dado lugar su vida y sus libros. (Esta fortuna crítica también se recoge aquí).

Se divide este estudio en dos partes bien diferenciadas, la primera, explica cada uno de los libros de poesía publicados, con un análisis pormenorizado, y una amplia ejemplificación de los versos que los componen, para dar paso, en la segunda parte, a los Mecanismos internos del poeta. También se ofrecen dos entrevistas con el autor, una breve antología, o su azarosa biografía. Se recogen también dos poemas inéditos de su primera etapa, cuando contaba apenas con diecisiete años, escritos a vuelapluma en hojas de publicidad arrancadas en un momento de inspiración.

La condición radical trata de extirpar ciertos conceptos muy asentados en la crítica nacional, conceptos que no se corresponden con la realidad, o que fueron ciertos durante un breve espacio de tiempo y que, ahora, precisan una revisión total para entender un trabajo cuya extrañeza ha servido para explicar toda su obra. Sin embargo, la capacidad compositiva de los textos lerinianos es amplia y variada.

También se habla de su agrafía o de su silencio durante más de tres décadas, tratando de explicar esta actitud en la obra. Un aspecto que separa en dos su obra total, la de juventud, fruto de una inusitada inspiración creativa, recogida en una serie de cuadernos y carpetas numerados y de donde se fueron nutriendo sus tres primeros libros. La segunda etapa fue fruto de una mayor reflexión compositiva y de una acertada madurez personal de artista.

Aunque ambas partes en su obra comparten rasgos estilísticos: el apoyo en una sintaxis única, la poesía sintagmática, la semántica, el idiolecto leriniano; también se da paso, en la segunda etapa, a una serie de rasgos y de temas asociados a la senectud y a la preocupación por la muerte o el acabamiento, para seguir nutriéndose de material muy ajeno a la poesía, como es la teoría matemática de grafos, que da nombre a su trabajo más reciente, Grafo pez.

La importancia de su obra se demuestra en la reciente aparición de Poesía Reunida en Tusquets.

Obra rebelde, atemporal, su obra es una muestra continua de originalidad que hace cuestionarnos a los lectores por la raíz misma de la poesía actual, que se debate entre la permanencia en las listas de ventas, o por la calidad estética que busca, como diría Hölderlin, esa eternidad permanente fundada por los poetas, que hace de Ferrer Lerín un clásico.

Joaquín Fabrellas, La condición radical, Zaragoza, Libros del Innombrable, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Redacción Turia

17 de abril de 2023

Escribía Carlos Castán (La Expedición, 9, dossier sobre El autor y su primera obra) que el primer libro suele ser el de más larga gestación, está todo ahí, los fantasmas de la niñez y los tragos últimos de la noche pasada: "a medida que va transcurriendo algo de tiempo comprendemos que en ese libro no había apenas nada, y en la mente se nos empiezan a organizar de nuevo los mismos fantasmas con distintas cadenas, amarguras y sueños”.

Días sin día (Xordica, 2004), el primer libro de Ordovás, era un galimatías que radiografiaba crudamente el volcán que llevaba en su cabeza. En el magma de aquella erupción se mezclaban enojos de adolescente, pesadillas, modestias, soberbias y una larga ristra de frases que lo ennoblecían: "Si no dejas parte de ti en la página esa página es papel mojado. Lo malo es que llegará un día en que no tendrás fuerzas ni valor para seguir escribiendo".

Por entonces Ordovás ya publicaba en la revista Clarín, bajo la cirugía de José Luis García Martín, reseñas de los muchos libros que leía y cosas sueltas suyas. Un escritor no se cultiva en la estrecha imaginación que le conduce a novelas negras o rosas o legendarias, salpimentadas de estúpidas dosis de besos y otros argumentos de cartón piedra. Un escritor se hace en la crónica, en la crítica, en las lecturas y en la observación. Lo hará luego en El País, en La Vanguardia, en ABC, en la misma Turia. Contará viajes a mansiones y museos de Europa, sobre pueblos aragoneses que quieren ser ciudades, sobre pintores que además del color y la forma pretenden dilucidar la ironía de la vida. Ordovás deja sobre el papel el rastro de un caracol que persigue ser una liebre. Trabaja con denuedo en dos novelas que verán la luz en Anagrama.

El Anticuerpo (2014) y Paraíso Alto (2017) son las dos novelas con las que Ordovás se presentó a la sociedad literaria, en la editorial que le apetecía: donde había leído a Carver, a Bernhard, a Modiano o a Martínez de Pisón. El Anticuerpo, que recibió una buena crítica tanto en España como en Francia, formaba ya parte del universo que vamos a ver en su última obra, Castigado sin dibujos. Algo menos, pero también, la segunda. No obstante, Ordovás se encontró con dos cordilleras que le cerraron el paso. Una, fabricada por él mismo al hacer demasiado caso al polaco Gombrowicz, o quizá no lo entendió bien: "el arte consiste en escribir algo totalmente imprevisto". Y escribió en Anticuerpo sobre un yonqui que acampaba en los tejados de su pueblo y en Paraíso Alto sobre un ángel que recogía suicidas en un pueblo abandonado, que podía ser Almonacid de la Cuba, con alguna pincelada del Amanece que no es poco, de José Luis Cuerda . Estas cosas espantan a muchos que no supieron ver lo que había debajo de lo anecdótico. Porque debajo estaba el escritor hablando con madurez literaria de sí mismo y del mundo que nos rodeaba. De la otra cordillera tuvo menos culpa Ordovás. Anagrama, que ya estaba con Herralde de retirada y en manos de la italiana Feltrinelli, se había convertido en una fábrica que soltaba muchos productos sin demasiado cariño, por ver cómo funcionaban. Y sin amor, el futuro no prospera.

Ha habido que esperar unos años hasta que Chusé Raúl Usón ha prestado el calor imprescindible que da la editorial Xordica. El editor acompaña al escritor, lo defiende, busca portadas atractivas, las pesa, las sugiere. El peatón sentimental (2022) se desprendía de decorados extraños y se sumergía en lo imprevisto: alguien que camina en lo que otros llamamos madrugada y nos descubría la belleza, la soledad y la locura de Zaragoza. Ordovás no cae en la trampa, como caen muchos escritores actuales, de describir la vida corriente en un plano corriente e insípido, sino la vida profunda. La del que camina y la del recorrido caminado: "Plazas que se abren en todas las direcciones. Plazas cerradas sobre sí mismas. Plazas en que los muertos se mezclan con los vivos. Plazas que te trasladan a otras plazas de otras ciudades. Las plazas son también espejos en los que la ciudad se mira y en los que nos miramos nosotros al pasar por ellas". Enumeraciones y repeticiones que pueden venir de Perec, de Vila-Matas, de Bernhard, pero que ya son de Ordovás.

El escritor no debe desnudarse, debe enriquecer su paleta de palabras, de sentimientos, de pausas y, en el caso de Ordovás, de saber situar los fragmentos del espejo roto, de tal forma que aún fragmentado en el suelo te devuelva una imagen. Eso es lo imprevisto.

En Castigado sin dibujos, vuelve a su pueblo, a su ansia de investigar con la lupa de la emoción los secretos que guardan en las casas sus habitantes. Las zonas oscuras que guarda su familia y que él ni siquiera sospecha. Se pregunta por qué las corridas de toros duraban en la televisión tanto tiempo y los dibujos animados tan poco. Pero no solo habitan los recuerdos, los recuerdos son traicioneros, los compara con el presente y muestra el precipicio por el que no debe caer: "Convertida en un bien de consumo, la basura nostálgica se vende cada día mejor. También en el mercado literario".

Un escritor es un perro que olfatea, un detective que mira y ve. Sin ambas premisas se podrá publicar un libro que sea un magnetofón abierto pero no una caja de pinturas donde resaltan los azules del cielo, los amarillos del secano, la estela blanca de un F-16, el sudor frío de su piloto. Julio José Ordovás despega con estos dos últimos libros hacia Dios sabe dónde o hacia la literatura más imprevisible y más deseada, porque "los padres, los niños, los televisores, los sofás y los dibujos animados han cambiado".

 

Julio José Ordovás, Castigado sin dibujos, Zaragoza, Xordica, 2023.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Adolfo Ayuso

17 de abril de 2023

Olifante Ediciones de Poesía, en su colección ‘Papeles de Trasmoz’, presenta este mes dos novedades que comparten carta de navegación pues, desde el golfo de Bizkaia, ambas orientan su astrolabio hacia el alto brillo de la poesía tradicional nipona. Para quien pueda no estar familiarizado con ella, las modalidades más extendidas a occidente desde aquel lejano archipiélago son tres: el haiku, el senryu y la tanka. El haiku y el senryu son tercetos de arte menor en los que se muestra una emoción o se demuestra asombro utilizando un patrón silábico que, en su ortodoxia, queda fijado por un ritmo 5-7-5. Pese a su sencillez engañosa, atienden a una complejidad que reside en las constricciones articuladas por los temas canónicos que les son definitorios y por ciertos hitos por los que transitar, como el cuidado y sostenimiento de los ritmos y acentos internos de sus moras o la consignación del kigo, entre otras cosas. La diferencia básica entre ambos reside en que si el primero tiene a la naturaleza como inspiración o referente, el segundo es más libre en cuanto a tema y restricciones, eliminándose el kigo, referencia temporal o estacionaria que marca el momento en el que el deslumbramiento evocado por la naturaleza provoca la escritura del haiku y en el que se enmarca. Por su parte, la tanka la conforman cinco versos, por lo general, siguiendo el patrón 5-7-5-7-7 que se dividen en dos unidades rítmicas, asimilables a un senryu al que completaran dos versos como colofón. El tema más habitual de la tanka tradicional es el amor carnal y se cree que, en su origen, constituía un mensaje que cifraba la pasión de los amantes entre las metáforas de sus versos.

En estos dos últimos volúmenes de la serie ‘Papeles de Trasmoz’ lo que vamos a hallar únicamente son poemas encuadrables dentro de las dos primeras categorías: haikus y senryus, composiciones que, por su brevedad, retan las capacidades de expresión del poeta, al constreñirse su creatividad dentro de una extensión de tan solo 17 sílabas. El volumen 110 de la colección lleva por título Migas de Sombra y lo firma Aitor Francos (Bilbao, 1986), autor que en los últimos 12 años ha publicado 10 poemarios y 5 libros de aforismos, entre otras cosas. El estilo de los haikus de Francos es limpio y correcto —sin mutilaciones ni estrangulamiento de la palabra— y en ellos se despliega una voz atenta a los aromas y sucesos del mundo circundante. En el se aprecia un posicionamiento del yo que tiene presente al niño que fuera y donde ya enraizara la soledad primera, esa desde la que se abrieron por primera vez sus ojos, de par en par, a la contemplación: “Ante la luna/cómo no ser un niño/ abandonado”. También destaca el animismo con el que tiñe la intención de la naturaleza o de cualquier objeto, mientras que la sensibilidad del poeta esboza el instante unas veces describiendo los visible “El girasol, / en posición de rezo. / Anochecer” y en otras a lo invisible “Prendas de jóvenes. / La dueña del vestido / es la cascada”.

Por su parte Carlos D’Ors (San Sebastián, 1951) —con una dilatada carrera como poeta, narrador, ensayista pintor, crítico de poesía y de arte—, firma el volumen 111, Querida Naturaleza, en el que despliega su hilo de voz a lo largo de cuarenta y siete cadenas de diecisiete sílabas, todas nombrando elementos de esa Naturaleza a la que se dirige, y en los que se evidencia su contemplación del mundo animal y vegetal, de los astros que pautan sus ciclos y de los instantes irrepetibles que la vida nos depara: “Una mariposa:/ brisa de primavera/ su parpadear”. Para el poeta la Naturaleza es un ente independiente, sin necesidad de la presencia humana, humanidad que se beneficia de los dones de aquella, de su belleza, y del éxtasis naciente de su admiración: “Cada pájaro/ en sus ojos refleja/ todo el cielo”, observación que —con la erupción reciente en el Parque Natural de Cumbre Vieja— permite asistir a acontecimientos asombros, como el nacimiento de la nueva geografía: “Vomitas, volcán, / asistimos al parto / de la montaña”.

Sorprendidos doblemente por la irrupción del haiku vasco en el catálogo de Olifante, tras estas lecturas, podemos entender y vislumbrar el engarce de estas pequeñas cuentas sobre el blanco horizonte del papel impreso, pues se tratan de perlas mínimas crecidas a partir de la recepción una mota de polvo del hoy sobre la que el tiempo y la reescritura construye tres capas nacaradas (5-7-5), redondeando ese momento y presentando al lector el brillo esférico de sus poemas.

 

Aitor Francos, Migas de sombra, Zaragoza, Olifante, 2023.

Carlos D’Ors, Querida Naturaleza, Carlos D’Ors, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Manca terra es un libro original y necesario: critica la poesía muerta y propone otra que nazca del contacto con la tierra, con la vida. Tiene carácter político porque ansía cambiar la realidad.

Consta de cuatro partes perfectamente vertebradas. La primera es una invocación y una poética, en cuanto que reclama “lo intacto, / el barro primero / habla de un lenguaje que no sea adquisición” (p. 26). La segunda es un retablo de desposesión y de muerte: campos de concentración, vidas truncadas. La tercera, que da nombre al libro, trata de la naturaleza y de los seres humanos en extinción. La cuarta y última parte aporta una posible solución, que pasa por la rebeldía y por aproximarnos, aprojimarnos, a todos los seres humanos, a la tierra, al árbol. Vuelve a la poesía para afirmar que ha de ser un canto de derrumbe, puesto que “La demolición requiere su música y sus poetas” (p. 50).

Manca terra es un libro incómodo, políticamente incorrecto, que reniega del lenguaje “poético” para hallar otro nuevo que sea “una súbita floración en la rama calcinada” (p. 18). Para ello hay que “fracturar la senda de las palabras, extremar sus límites y resistencias”. También han de nacer las palabras como frutos, como cantos: “una columna vencida / retornando a su patria” (p. 18). En Manca terra respira el exilio, se construyen casas de la infancia, “camino hasta la puerta de la casa: sus cimientos en el aire (…) Giro la llave: todas las pérdidas se agolpan en el costado izquierdo como refugiados en una única frontera” (22).

Al final del libro reivindica el poema-canto. Es importante hablar desde un no-lugar, de exilio, desde el que poder conectar con todos los seres humanos y con la tierra: “La tierra que no está en ninguna parte / esa es la verdadera patria” (87). Porque la salvación viene de la desposesión, de volver a lo esencial. El canto que nos salve ha de ser “canto del derrumbe, la exaltación de lo roto, pura ley del caos. Que hablen los elementos, madre saqueada, expoliada, un canto salvífico, un himno, canto de lo que cae, de lo que espera no caer del todo” (101). Hasta que volvamos a la infancia, “hasta que vuelva a latir el árbol de la infancia” (105). Porque la infancia “es el árbol salvado de la quema / por su savia transparente / no maderable / todavía” (42). Ese canto ha de ser testimonio y rebeldía. Ha de ser para la vida, no para la Literatura. Ha de contar el ecocidio en que nos ha tocado vivir, la agonía de aquella vida que conocimos en la infancia. Para ello “Lo poético (debe estar) a salvo de los poetas”. Porque lo poético respira en otro lugar “tan frágil / como un parpadeo entre dos mundos o las lilas de Celan. A veces, por un instante, nos toca con su gracia” (91). Canto del derrumbe, rebelión y vuelta al latido del árbol de la infancia, no para refugiarnos en él, sino para empezar de nuevo. “Escribir es una forma de viajar a aquella niña / de ocho años y decirle: no me acostumbré. / Su ortopedia para sobrellevar el horror no funcionó” (p. 27). De ahí, de esa constatación y de la rebeldía, de nombrar las cosas y la vida con una lengua verdadera, hecha de semillas y de tierra, vendrá la esperanza.

Manca terra muestra un mundo apocalíptico, sin vida, hecho de i-phones fabricados por manos esclavas “navegando lustrales aguas de banda ancha” (p. 54) y en soledad total, porque se ha abandonado “la matriz telúrica del árbol” (p. 54).

Frente al desastre, está la resistencia, “el amor que no sabe que sabe”; “amor en el pino negro / que dobla su espalda / bajo el peso de la piedra / que arrastró el último alud” (p. 78).

Ha llegado el tiempo de la lucha, de encielarse, de hundirse en la tierra o en el cielo. Hay que devolver el latido a las palabras. La poesía no puede ser un “parque protegido /, un gesto exquisito y vacuo en medio de la matanza” (p. 84).

La compasión, que etimológicamente procede de πάθος, nos puede salvar porque “nos hace ingresar en la trama de lo vivo, en el dolor de los otros” (p. 89).

El mundo es uno. El poema debe nacer como la flor, las palabras nacen como frutos, como cantos. Todo debe regresar: “el polvo al polvo” (p. 20). Porque existe “una sustancia que no se pierde (…) / una especie de amor que nos enhebra” (p. 52). Todo es “comunidad, tejido viviente” (p. 92) Porque nunca escribimos solos: nos acompañan “nuestros desaparecidos, esos árboles que siguen creciendo dentro” (p. 100).

Un enorme esfuerzo el de Laura Giordani para reparar el mundo, la tierra de la infancia; para buscar “el barro primero”, para inclinarse hacia la infancia (p. 26).

El dolor y la tortura conducen al ser humano hasta el límite. Pero puede sustraerse a él. La escritura “como último gesto humano” (p. 39). Porque hay que “tender andamios transparentes en el aire”” (p. 33).

Con mirada lúcida expone los errores pasados y presentes. Terrible ha sido el dolor y el mundo apocalíptico y alienado en el que vivimos “en el que la luz del móvil eclipsa el presente, colapsa el tiempo” (p. 46).

Manca terra en los árboles de “raíces peligrosamente expuestas” (p. 52). Como el árbol de Yggdrasil, el fresno sagrado, que une el cielo con la tierra, así debemos volver al círculo, a la matriz telúrica del árbol” (p. 55). El poema, “región intermedia entre el cielo nocturno y el suelo (p. 99), al igual que los seres humanos crecen como un árbol que une, ya lo hemos dicho, cielo y tierra.

Falta el sustrato, la vida natural y Laura Giordani denuncia esa carencia biológica. Asimismo, denuncia la explotación de los seres humanos y de la tierra. Apodícticos son los siguientes versos: “Mírate bien en los escaparates / hasta no tener ninguna duda: / tu vestido sangra” (p. 58). “Tan seco tu pan / tan seca tu simiente / están creando una patente / para el árbol de tu infancia” (p. 67).

Ante esta destrucción de la vida en el sentido más amplio, no podemos permanecer impasibles: “Haber visto / y seguir como si no pasara nada” (p. 71). La escritura abre un camino “al que le creció la hierba” (76); facilita el regreso al monte para trazar “conexiones / entre las luminarias heladas y las vísceras” (p. 77).

Juan Gil-Albert dijo en su Breviarium vitae: “La verdad no convence a nadie. La verdad existe”. Manca terra sigue esa línea: denuncia la poesía-reserva, al igual que los bosques-reserva. Las flores, “un balbuceo del oscuro alfabeto de la tierra” (p. 93), saben lo que es la vida, quizá también sin saber.

La vida se mantiene gracias a los ancestros, a su simiente que aún nos sostiene (p. 60). En “Hijo de la luz y de la sombra”, dice Miguel Hernández  que nuestros muertos se besan en nosotros.

Manca terra es implacable porque nuestra vida es implacable: lo abandonamos todo: nuestro pasado; hipotecamos la naturaleza, convertida en estos momentos en suelo industrial, sin valor su vida, sus nutrientes muertos. Hechizados por la tecnología y el dinero vamos hacia la sexta extinción: “Harán las guerras suficientemente lejos / lejos las manos que cosen tu vestido /, segarán la espiga por ti / cerrarán los ojos a tus muertos” (p. 92).

Un mundo aséptico que envuelve su podredumbre en inmortalidad. De esa sociedad aséptica nace una poesía que es “un trozo de muerte / sobre una salsa de palabras que apenas llega a camuflar la podredumbre del lenguaje” (…) “Si con tus pensamientos creas el mundo / párate a contemplar / -si puedes-/ lo que has creado” (p. 73). Una acusación que no deja lugar a componendas. Una acusación urgente como algunos poemas de Miguel Labordeta: “Severa conminación de un ciudadano del mundo” o “Un hombre de treinta años pide la palabra”. Poemas que muerden como los de Otero o Celaya, que sentencian a su tiempo. Pero no se trata de rebelarse ante un momento histórico, cercado por la guerra. Se trata de mostrar algo peor: la extinción.

A pesar de todo L. Giordani aún cree en la utopía: con el canto que nace del derrumbe hay esperanza. Hay que “encontrar las hebras de resistencia en el lenguaje / los últimos árboles de pie”, “en algún lugar donde las flores no perezcan / tan rápido” (p. 74). Por eso ofrece un plan para salir adelante: hay que nombrar las plantas, olvidando los herbarios, hay que escribir pisando la tierra o hundiéndose en el cielo.

Se trata de lograr una poesía viva, que deje atrás el antiguo debate entre poesía minoritaria o mayoritaria, de esencia o de existencia. La poesía que reclama Laura Giordani ahonda en la tierra para que podamos hablar con palabras que sean árboles, piedras, personas. Lo poético “cerca de lo que nos deslumbra y luego se desvanece sin reclamar posteridad alguna” (p. 91). Ese mundo de reparación tiene su anclaje en otras poetas como Alejandra Pizarnik, a quien dedica el último poema; Emily Dickinson, que tanto amó la tierra; Blanca Varela. Todas ellas barro que repara las heridas desde el derrumbe. No olvidaremos esta Manca terra constelada de futuro.

 

Laura Giordani, Manca terra, La Garúa, 2020

Escrito en Sólo Digital Turia por Teresa Garbí

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