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Configurar sentido descendente

Aquella primera mañana, la primera de tantas, un centenar de cigüeñas invadió el patio de recreo, compartiendo su latido, tan misterioso y nuevo, con nadie más que con la niebla. No somos predadores directos, había explicado a mis alumnos, apenas tres o cuatro días antes, en un mundo que nunca más sería, ni siquiera, un poco nuestro. Esa es la única razón por la que la Ciconia ciconia convive con el ser humano.

Pero aquella primera mañana, la primera de tantas, el espacio y el tiempo arrinconaron, hasta lo más hondo de su esencia, a todos los hombres y a todas las mujeres convivientes.

Yo me había conectado a mi primera clase online. Me había puesto una camiseta de colores vistosos y unos vaqueros, y había colocado el teléfono móvil frente al punto más luminoso del salón. Estábamos comentando unos versos de La tierra baldía, de T.S. Eliot, cuando un millar de crotoreos se coló por el micro, inundando el espacio físico y virtual.

¿Habéis visto lo mismo que yo?

Las cigüeñas aterrizaron en la pista gris y, desde allí, se dispersaron hacia la pista roja. Igual que habíamos estado haciendo a diario otros, recorrieron la distancia del Ram al Loscos, del Loscos al Ram. Buscaban, como buscamos nosotros, algo con lo que reforzar sus nidos. La idea de familia. De nudo. De hogar. Era 16 de marzo y ellas parecían tenerlo algo más claro.

Los seres humanos hemos dispuesto de la moral y de la carne para contar (para contarnos) un relato (el nuestro) en su versión más amable, dije a mis alumnos mientras una cigüeña alzaba el vuelo, llevándose con ella las últimas huellas del patio. Pero hay otras historias que no podemos contar. Miradnos ahora, tan fuera de la vida y de la Historia.

Poco a poco, la primavera fue revelándose desde dentro de la tierra. Y en los troncos de los árboles. Y en las yemas. Llegamos a ver en flor las almendreras, pero nos perdimos el estallido del cerezo, del melocotonero y del ciruelo, que siguieron su ciclo tan propios y tan ajenos. La espera nos salvará, pensé entonces.

En aquel tiempo, sin tiempo ni espacio, el silencio atrajo más silencio y eso permitió que abandonasen sus escondrijos los animales que sí suelen temernos. Yo confié en ellos, lo hice más que en cualquier promesa de cambio, de la inmensidad que salió de todos aquellos balcones humanos. Por una vez, dejamos, nosotros, de sentirnos tan a salvo. Y por una vez, deseamos que aquellas aves anidasen en nuestros tejados.

Escrito en Lecturas Turia por Ana Muñoz

20 de junio de 2022

La editorial independiente madrileña Piezas Azules nos presenta el décimo trabajo del aragonés Ramiro Gairín Muñoz, Tiempo de frutos, siendo éste un objeto cuidado, muy hermoso, al que da cuerpo el diseño y las sugerentes ilustraciones del zaragozano Lalo Cruces, y cuyos ejemplares han sido numerados, dándole a cada uno ese detalle de singularidad. El poemario nos recibe con unos versos de evocación a la mítica herencia poética de Antonio Machado y se cierra con una cita juanramoniana, poeta al que también apuntan los títulos de dos de sus capítulos: «Espacio» y «Tiempo».

Por lo demás, el diálogo con otros autores termina ahí, no habiendo en estos poemas una clara intención metaliteraria o de diálogo con otras voces poéticas. La tesis del poemario —que puede verse como diario vivencial, como anotaciones poéticas, como cartas para un diálogo amoroso o como postales del instante en ese viaje compartido— sostendría una concepción de la existencia como experiencia de amor. Así ese tiempo y esos frutos parecen aludir al generoso alimento que ofrece el árbol que nace de la simbiosis de los amantes. El libro constituye un ejemplo de ese movimiento actual y que formalmente no está declarado, pero que viene a designarse como Vivencialismo o Neocostumbrismo y que hace de la cotidianeidad y de la vivencia de nuestro tiempo (y en primera persona) la base narrativa sobre la que se traduce poéticamente la percepción del poeta, esfuerzo en el que se trata de dejar resonante —dentro de la espontaneidad del episodio que se destaca— el eco de lo que percute en la sensibilidad del autor y, por tanto, se presenta como transcendente.

El Vivencialismo es la más anchurosa de las corrientes actuales, movimiento sin manifiesto ni proclamación que quedaría caracterizado por la escritura en una o dos capas, por la sencillez prosaica de la voz que, sin apenas epítetos y desde una primera persona, transmuta el poema en diario poético, en nota marginal de la vida, en una grieta emocional en el cemento del día a día donde florece una semilla resistente: “algo le ha pisado la cola al viento/ se revuelve furioso/ embiste los cristales”. En este estilo directo y narrativo, el uso de recursos clásicos suele quedar reducido a un estrecho abanico formado por aquellos que otorgan capacidad de codificación y de impacto en la imagen poética, como puedan ser la sinestesia, la prosopopeya o la asíndeton y en la introducción de enumeraciones; recurso con el que suele componerse una suerte de collage, una yuxtaposición de elementos de distintos colores, patrones y texturas, que —en esa disposición combinada— genera un nuevo todo poético. El poema vivencialista oscila entre la confesión íntima, la explicitación de la anécdota personal que –aislada por la lente del microscopio poético— aparece sublimada o el diálogo con un amigo o un amor idealizado (en el sentido estricto) y que habita más allá de las tapas del libro, todo ello contribuyendo a convertir el poemario en un vehículo de unión, una máquina para viajar al encuentro de su interlocutor.

El poemario arranca mirando a las nubes y expresando su deseo de crear “sustancias” —derivado del latín substare ‘estar debajo’— y de descubrir “materiales con palabras” de una forma aséptica, sin volcar la tragedia personal en el observador, es decir, en el lector —y, tal vez, sin buscar la sombra del mar, levantando la espuma con las yemas de los dedos—. Gairín nos propone —y lo compartimos— que la poseía puede ser “la mirada de un gato/ la promesa de un cuerpo/ la posibilidad de un zarpazo”. Mas, si este gato fuera el gato de Cheshire podríamos no toparnos con él, pues el poeta parece no invitar a su Alicia a cruzar el espejo de la escritura: “necesito que aceptes esta vida […] y que si nos cambiamos/ por una que yo escriba/ desapareceremos”. Qué cabría esperar de ese mundo especular y fantástico es una cuestión que despierta interés y nos deja a las puertas de un camino más ambicioso y arriesgado, una propuesta de ruptura con lo convencional y, por tanto, con lo menos sorprendente.

No hay mácula en la escritura y en la propuesta que, como propongo en mi lectura, se enclava en una corriente de estilo popular, actual y accesible a lectores habituados a otros géneros a través del uso de la prosa poética —en algunos momentos, prosa versificada— que me ha hecho recordar algunas de las enseñanzas que, en su día, me transmitiera Félix Romeo Pescador, en lo que (con todos los respetos y con su permiso y si la memoria no me traiciona modificando los preceptos según mi conveniencia o mi experiencia posterior) podría resumir como sus “Principios fundamentales del verso”, de entre los que rescato estos, a saber: El verso ha de contener una unidad de sentido mínima y esta unidad ha de ser independiente y susceptible de observarse aisladamente, de que “viva” por sí misma si la extraemos definitivamente del poema. El otro sería que la versificación ha de atender a favorecer el axioma anterior y a fijar el necesario ritmo al que el poema no debe renunciar, a proponer una musicalidad que no pase inadvertida al lector. Así la versificación conduce la lectura por el camino deseado por el poeta y la pausa que añade ésta, así como la estructuración en estrofas, han de cumplir con esta tarea, aunque hoy en día parece que, tanto el verso como la estrofa, más parecen buscar el extrañamiento divergente que la complicidad coral con el lector.

Señalo estos aspectos al tratarse del décimo título del autor quien, por tanto, ostenta un bagaje amplio y cuya propuesta pide ser analizada con más detenimiento. No obstante, Tiempo de frutos no es una obra cismática sino continuista dentro las publicaciones de Gairín, quien nos propone su poesía como escritura epicúrea, como nota de amor junto a un café, como dietario escrito en esa cuarta dimensión del tiempo en que vivimos, del tiempo tintado por el yo y, por tanto, más personal. El poemario, de esta manera, como último capítulo de este diario vivencial, resulta una lectura cercana, agradable y que se puede disfrutar/compartir —análogamente al diálogo con el ser amado— en íntima compañía.

Ramiro Gairín Muñoz, Tiempo de frutos, Madrid, Piezas Azules, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Hay variados motivos de peso para celebrar la trayectoria poética de Francisco Gálvez, sobre todo desde que al poeta le fue concedido el prestigioso Premio Anthropos de Poesía en 1993 con  su  obra Tránsito, (publicado en 1994 por Ánthropos Editorial, y que, según la crítica, supuso un punto de inflexión. Después llegarían: El hilo roto, (Pre-Textos, 2001), El Paseante (Hiperión, 2005) que obtuvo el premio Ciudad de Córdoba Ricardo Molina en 2004; Asuntos internos (El Brocense, 2006); El oro fundido (Pre-Textos, 2015), Los rostros del personaje. Antología (Pre-textos, 2018), y La vida a ratos (La Isla de Siltolá, 2019). De su etapa de juventud destacan: Los soldados, (1973). Un hermoso invierno, (1981). Iluminación de las sombras, (1984) y Santuario, (1986). Todos estos títulos se reunieron en una antología titulada Una visión de lo transitorio. (Huerga & Fierro,1998).

Y es que la obra de Gálvez siempre ha basculado, como dice Mª Ángeles Hermosilla en su reseña a la antología Los rostros del personaje entre: «una rebeldía formal y estética y basándose su poesía más actual en la mirada y la contemplación del entorno.

Tránsito es «una culminación de los poemarios anteriores», según afirma el crítico Molina Damiani en el prólogo de Una visión de lo transitorio. La contemplación de lo transitorio, de lo que nunca para de moverse, de lo que nos rodea y circunda, la vida alrededor, el tiempo circular, otros cuerpos que nos sustituirán mirándonos en las aguas, en el oscuro reflejo de la especie, cuestionándose continuamente por los entresijos de su existencia pasajera.

El siguiente libro recogido es el título El hilo roto (Poemas del contestador automático). Aparecido en Pre-Textos 2001.  Vuelve Gálvez a usar un plano realista que nos muestra en este libro donde se erige el teléfono como símbolo de la incomunicación humana.

Se construye en torno a la incomunicación y la preocupación sobre el ser humano, además de la soledad. “El lugar desafecto” del que hablara Eliot en Los cuatro cuartetos. El teléfono, un elemento de comunicación que en este caso no une, sino que  separa, y el contestador automático donde quedan grabados todos los mensajes de separación con nuestro prójimo en la sociedad. Población presa, cada vez más de nuestro tiempo y de sus consecuencias, la sentencia que rauda nos une a nuestro propio final nos coloca en la soledad, desajustados, instalados en el brillo con que venden la falacia de ser los dueños de nuestra fortuna temporal.

Si ya en su primera etapa, la obra de Gálvez, nos recordaba la preocupación social, otro de sus temas ahora, será el hallazgo de la incomunicación en la sociedad moderna. Libro que constata la separación con todos aquellos que están ante nosotros y están solos, con los desposeídos que no encuentran un lugar en la tierra. «Solo estoy para solitarios, / exiliados, inmigrantes, tercera edad / gente desposeída, errantes, y enfermos de soledad incurables […]», porque «no estoy para lo temporal», nada le interesa si no es definitivo, como ese tiempo sin fin del que proceden los desclasados a los que se refiere en estos versos, un tiempo que sí es infinito y no tiene medida en la soledad.

Por otra parte, en El paseante, Gálvez nos propone un viaje, un itinerario que conecta con la tradición del homo viator medieval y el flanêur baudelaireano. Alguien que no deja de moverse de un lugar a otro, el desterrado, el apartado de la sociedad. Salvando las distancias, en este poemario el vagar es producto de la incomodidad, que desgaja a su vez un comportamiento de denuncia, de incomprensión ante lo que ve. Inadaptación que se traduce en un monólogo sentimental desde la ética. La voz poética, la persona lírica que lleva la palabra, nos hace deambular con él por unos lugares que vamos desvelando, en un juego sutil de adivinanza culta por casas y lugares visitados física o mentalmente, así, el pórtico del libro lo componen cuatro piezas que tienen que ver con el paso de las cuatro estaciones.

Somos las casas que habitamos, el hogar que fabricamos a lo largo del tiempo, sirve esta casa como metáfora, la casa es la vida donde vamos haciendo un hueco, un hogar. La trayectoria vital cuyo recorrido se refleja en su interior, cada victoria y cada fracaso, así nos lo recordaba Gaston Bachelard, ese espacio se ha convertido en el realismo posindustrial del que Gálvez nos habla.

«Pero solo te pertenecen sus paredes y muros, / huecos de luz y sombra, / y ese tiempo fugaz de habitarla».

Se enraízan en la poética de Gálvez entonces la memoria, la crítica, el recuerdo como recuperador operativo de la vivencia del pasado, que no ha perdido su esencia porque la lírica rescata y ancla el olvido, mientras falsificamos el  recuerdo y mitificamos la memoria a lo largo de la vida mediante la palabra.

En tercer lugar, Asuntos internos, en donde se modula su compromiso civil, y vemos cómo Francisco Gálvez construye su particular Weltanschauung, la epistemología vitalista y expresiva de sus versos recorren un panorama sentenciado a desaparecer: la soledad, la comprobación de que el tiempo es una experiencia decadente que consiste en una pequeña vibración, un movimiento imperceptible, mientras el ciudadano queda desactivado en un sistema perverso de pensamiento hegemónico, cuya única verdad es el consumo que crea inercias violentas en nuestras sociedades, sucursales productivas de consumo.

 Bien, Gálvez, nos ofrece en Asuntos internos una visión sobre la infancia, aquella infancia que nos recordaba Rilke y Antonio Machado, momento que es aprovechado para verter todo el caudal lírico y convertirlo en reflexión, un momento que el poeta busca porque le sirve para marcar las diferencias con la actualidad, esta actualidad que tanto ha cambiado en un movimiento centrífugo que elimina al diferente, o al que no está insertado en un discurso mayoritario, pero no democrático.

Lo que nos propone Gálvez en El oro fundido, (su libro más importante, comparable a Tránsito), es un juego de estilo, un tour de force en donde mezcla el verso y el poema en prosa en un nuevo intento de crear un camino original, alejado de las modas que actualmente asolan el mercantilizado negocio editorial, un nuevo camino que emprende con valentía la mezcla de versos, los diferentes metros que Gálvez trabaja con soltura desde sus comienzos, así como la utilización de poemas en prosa que albergan una musicalidad de esencia más narrativa que pocos poetas cumplen, sin perder ese rasgo tan característico de su poesía, el tono oral, la pasmosa naturalidad de su obra que parece hablarte doblegando el lenguaje que no acusa el sometimiento lingüístico para expresar un pensamiento basado en la meditación y en la experiencia vital y poética.

Destacaría de este volumen: “Tomando el sol después de comer”. Donde se recoge el recuerdo de la infancia y la incursión en la poesía. Soberbio poema en prosa.

En La vida a ratos, la reflexión a vuelapluma que recorre el pensamiento poético de Gálvez maduro y contemplativo, transita por diferentes espacios: por un cuadro, por un paseo, como un astrónomo que contempla las estrellas, el observador de cuadros o el orfebre, para decirnos que todo ello puede formar parte de su mundo enjaulado de la página, un marco que limita y expande su poder más allá de los límites de la lírica, porque este ejercicio literario requiere la meditación medida del que descansa y observa, a lo Juan de Mairena, con un Machado más sabio y maduro que necesitaba esa otra forma de decir porque había explorado todos los caminos del verso y de su musicalidad.

«Un paseante por el jardín botánico que señala la diversidad que no encuentra en otros lugares[…].»

Toda esta obra es más que suficiente  de un poeta que sigue ofreciendo una estética, cuyo resultado, el tiempo no ha impugnado, gracias a la valentía de lo sencillo y a la bondad de la palabra en que se construye todo su discurso lírico. Una lírica del instante para sujetar lo inaprensible. Entre la mirada y lo contemplado.

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín Fabrellas

Ana Luísa Amaral: “Somos hoy el futuro de mañana, y sin memoria y sin pasado no podemos construirlo”

En la tabla de equivalencias poéticas, una hora de conversación con Ana Luísa Amaral tiene el mismo valor que cinco o seis horas con otros autores: su capacidad de comunicación, la espontaneidad con que puede recordar unos versos de Emily Dickinson al tiempo que baja una persiana, porque el sol de Leça de Palmeira la deslumbra; la facilidad para encontrar el sentido profundo de las cosas cercanas o la ligereza con que cita en inglés, español,  italiano o portugués, su lengua, dibujan a una poeta tan en las cosas de la calle

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Luis Sáez Delgado

La primera vez que leí el Ulises fue exactamente hace medio siglo, cuando tenía 17 años. No recuerdo bien las circunstancias, solo la huella que dejó en mí la lectura. La traducción, la primera y entonces única que había en español, era de José Salas Subirat y la había publicado la editorial Rueda en Buenos Aires en 1945. La segunda traducción, a cargo de José María Valverde, la editó Lumen en 1976 y fue un acontecimiento en nuestro entorno cultural.  Habían transcurrido 54 años desde que vio la luz la edición de Rueda cuando apareció la tercera traducción, realizada por María Luisa Venegas y Francisco García Tortosa.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Eduardo Lago

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