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Víctor Fuentes: “Las tinieblas de la guerra nos han acompañado toda la vida”

Miembro numerario de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, y correspondiente de la Real Academia Española, autor de unos 3000 artículos y 28 libros, incluyendo ediciones críticas y antologías. Víctor Fuentes (Madrid, 1933), Catedrático Emérito de la University of California (Santa Barbara) es, actualmente, historia viva de más de medio siglo de intelectualidad española en el exilio.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Iván Moure Pazos

EL ACTO SE CELEBRARÁ EN PRÓXIMO 1 DE DICIEMBRE EN EL MUSEO DE TERUEL

LA REVISTA DEDICA UN ESPECTACULAR MONOGRÁFICO A SEGUNDO DE CHOMÓN, QUE VINCULA CINE Y LITERATURA

El nuevo número de la revista cultural TURIA tiene como principal objetivo rendir un merecido homenaje a Segundo de Chomón, con motivo de cumplirse este año el 150 aniversario de su nacimiento. Este turolense pionero del cine universal es el protagonista de un espectacular, atractivo, novedoso y completo monográfico que pone en valor su obra y lo describe como uno de los grandes creadores de los orígenes del cine. Y es que Chomón no sólo contribuyó, a comienzos del siglo XX, a la construcción de un oficio hasta entonces inexistente como el cinematográfico, su papel también fue fundamental en la creación de un nuevo arte: el cine.  

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

TAMBIÉN ANALIZA LA NARRATIVA DE CARLOS CASTÁN

44 AUTORES ARAGONESES PARTICIPAN EN EL NUEVO NÚMERO DE TURIA

El nuevo número de la revista TURIA tiene, entre sus principales contenidos, un oportuno y amplio artículo de Juan Villalba Sebastián en el que se rinde homenaje y se hace balance de la rica e intensa trayectoria de Joaquín Carbonell. No en vano, este otoño de 2021, se ha cumplido el primer aniversario de su muerte. Bajo el título de “Joaquín Carbonell: alma de niño inquieto” se ofrece al lector un pormenorizado recorrido por la biografía de un creador polifacético nacido en la localidad turolense de Alloza en 1947.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

El 8 de octubre de 1917, mientras Europa contenía el aliento ante el avance de las tropas británicas hacia la línea Hindenburg, que atravesaron en Cambrai, cerca de la frontera con Bélgica…, en la neutral España, un grupo de artistas, capitaneado por el pintor Ignacio Zuloaga, llegaba, con dificultad, entre las montañas, a la localidad de Fuendetodos, cuna de Francisco de Goya, en las profundidades del interior peninsular, con una caravana inédita para las gentes del pueblo de varias decenas de automóviles. La iniciativa del pintor, que había comprado la casa natal de Goya y sufragado las escuelas por suscripción –con una exposición pictórica habida en el Museo de Zaragoza entre el 13 de mayo y el 18 de junio de 1916–, pretendía revitalizar este recóndito enclave geográfico como punto de encuentro entre artistas. Junto a las autoridades y el cicerone Zuloaga, viajaron desde Zaragoza otros dos músicos de excepción, el compositor Manuel de Falla y la cantante polaca Aga Lahowska, que venía de triunfar con Carmen en Madrid. Antes de los discursos y las medallas, se dijo misa en la modesta iglesia del pueblo con música de Fauré, interpretada por los artistas forasteros y, más tarde, tras la colocación de la primera piedra del monumento a Goya de Julio Antonio, la hermosa soprano eslava cantó una jota desde el balcón del ayuntamiento que, pese a la ovación recibida, el pueblo acogió con indiferencia, tal vez, a causa del registro culto de la obra.

 

El propio Falla quedó desconcertado: el público no había reconocido la raíz popular de su Jota, procedente de la colección Siete canciones populares españolas:

 

Dicen que no nos queremos,

Porque no nos ven hablar;

A ti corazón y al mío,

Se lo pueden preguntar.

 

Ya me despido de ti,

De tu casa y tu ventana,

Y aunque no quiera tú madre,

Adiós, niña, hasta mañana.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Falla, Siete canciones populares españolas, Jota

 

A su regreso, Falla escribió a Zuloaga el 17 de octubre de 1917: “no olvidaré nunca los días de Fuendetodos y Zaragoza, los proyectos formados en medio de tantos recuerdos y de tanta emoción de arte y verdad...”, pensando en la influencia que el influjo de Goya, el artista español por excelencia, podría tener en la próxima obra que había prometido escribir para los ballets rusos del empresario Diaghilev, tras una visita a Granada en el verano de 1916. En agosto de 1918, ante el hundimiento definitivo en el frente occidental, la compañía rusa viajó a Londres para iniciar una pequeña gira de regreso, de momento, imposible en París, arrasada por la miseria y los esfuerzos bélicos.

El 21 de octubre de 1918, sobre una postal de El pelele de Goya, encabezada por una melodía de El sombrero de tres picos anotada a mano, Falla escribió a Diaghilev con un hondo entusiasmo: “muchas felicidades por el gran éxito de los ballets en Londres… y por el triunfo soberbio de los aliados, ¡reboso de alegría!”. Tal vez, el compositor ya sabía de la trascendencia de Fuendetodos en la que sería su obra más aclamada, el Sombrero de tres picos o Le tricorne, sobre el texto de Pedro Antonio de Alarcón transformado en libreto por Gregorio Sierra y María Lejárraga, estrenada en Inglaterra en 1919:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Recreación de la postal de Falla a Diaghilev

 

 

Falla utilizaría la melodía de la postal para ilustrar la amenaza del corregidor burlado –“¡me las pagaréis![1]”–, en la voz chillona de la trompeta –nótese la sustitución del compás de 6/8 de la tarjeta por el definitivo de 3/8–:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Falla, El sombrero de tres picos, Con el capotín-tin-tin

 

Para el apoteósico final de la obra, una vez aclarado el enredo de la trama, Falla dispuso una imponente jota como colofón, en que concurre la compañía entera sobre el escenario, sellando la cosmovisión popular de la obra, con la danza más grandiosa, para lucimiento de músicos y bailarines, donde convergen los temas de los tres protagonistas:

 

Por eso la habanera, con sorpresa para todo español, ha seguido viviendo en la música francesa como propia expresión de la nuestra y a pesar de que España la tiene ya olvidada desde hace medio siglo. No ha sido así la suerte de la Jota, utilizada en Francia con intención idéntica y que aún goza en España de la fuerza vital que tuvo en tiempos pretéritos (Manuel de Falla, Notas sobre Ravel, septiembre de 1939)[2].

 

De este modo, la jota final rinde homenaje a la molinera, la verdadera protagonista de la historia, que ha sabido salvaguardar su honra de los requiebros del poderoso corregidor, manteniéndose fiel a su marido. Su característico leitmotiv gobierna de principio a fin la danza final, en especial, el estribillo, de enorme fuerza melódica, mientras que las coplas atesoran giros moriscos, propiciados por el modo frigio y otros artificios propios de la música folclórica andaluza. A pesar de sus múltiples pasajes cromáticos, la jota se mantiene en Do mayor, la tonalidad blanca, sin alteraciones ni teclas negras, símbolo de la reconciliación final, con lejanos ecos de Fuendetodos y diversas reminiscencias de la Feria de Ravel.

 

El fin de esta frenética vorágine sonora llega con una estampa familiar, la recreación musical del manteo del corregidor en escena por parte de la gente del pueblo –le bercement du corrégidor– entre enormes descensos melódicos, compensados por glissandi en movimiento contrario, que evocan los pliegues del manto y las sucesivas caídas del peso muerto sobre la tela, un detalle ajeno al texto de Alarcón:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Falla, El sombrero de tres picos, Jota

 

El corregidor aparece como lo que es, un pelele manteado por las mujeres, en alusión directa a Goya, predecesor de Zuloaga y Picasso, pero también de Falla, en su evocación musical de imágenes populares. Entre tanto, las ráfagas descendentes engrosan un torbellino cromático cuya huida vertiginosa sentencia el cercano final, anticipando el de La valse, el ballet de Ravel rechazado por Diaghilev en 1920, a causa de su oscuro mensaje, esto es, el peligro de la destrucción total que se cierne sobre la humanidad, tal cual la guerra había demostrado.

 

El Sombrero de tres picos triunfó en Londres y se erigió para siempre en quintaesencia del ballet de corte cosmopolita. La obra se materializó en un escenario británico (Alhambra Theater, en el Soho) a partir de una compañía de ballet rusa (les saisons de Diaghilev), un compositor español (Falla), un director musical suizo (Ernst Ansermet) y un decorador español (Pablo Picasso), todos ellos afincados en Francia antes de la guerra, en una obra estrenada en Londres, compuesta de variopintas influencias procedentes del folclore español y de la ópera wagneriana.

 

De este modo, casi cien años después de su muerte, la influencia de Goya fue capital en el Sombrero de tres picos de Falla, como una sombra alargada sobre el arte español de la época, junto a la jota como forma popular virtuosa, tan arraigada en la música europea durante todo el siglo XIX.

 

 

 

 

 



[1]
                [1] El sombrero de tres picos, Madrid, 1882, edición digital Centro Virtual Cervantes, XI.

[2]
                        [2] Escritos sobre música y músicos, Buenos Aires, 1950, pp. 116-117.

Escrito en Sólo Digital Turia por Marta Vela

Cada libro cuenta su propia historia y un momento de la historia vital y literaria de su autor. Pero hay autores y autoras en los que se hace más evidente la voluntad –y la necesidad– de trenzar por debajo de los libros de su producción una historia paralela, un hilo invisible común que los une y los dota de un sentido global al que cada título aporta su matiz propio, o el recorrido del que cada libro es una estación –desde luego, nunca de paso– hacia un destino que completará la escritura y la vida. Siendo este el caso de Verónica Aranda, algo se perderá el lector de este Humo de té (Premio «Leonor», 2020 de la Excma. Diputación de Soria) que no se haya detenido en las estaciones anteriores –desde el ya lejano Poeta en India (2005) hasta el más reciente Cobalto oscuro, también de 2020 pero inmediatamente anterior al libro que nos ocupa.

Poeta que ha hecho de la «forma de estar en la ciudades» una poética, una forma de ser del lugar y una forma de ser en sí y de comprenderse, Verónica Aranda aborda Humo de té como un punto de llegada desde el que echar la vista sobre lo vivido, lo viajado, lo visto, lo gustado o lo asombrado. No puedo dejar de recordar en este punto lo que una vez escuché sobre Marilyn Monroe –con las trampas que hayan podido distorsionar la verdad de esta anécdota–, que, habiendo adquirido su última casa, la actriz mandó grabar a la entrada de la misma la inscripción latina «Cursum perficio», «aquí acaba el viaje» o también «he llegado a mi destino». Desde luego, el viaje de Verónica Aranda no ha acabado, pero en Humo de té la vida y la mirada se introyectan y las imágenes del viaje parecen evocarse desde una morada amable y amena, con velos que amortiguan la intensa luz del mundo de afuera, que hasta Humo de té había colmado –y deslumbrado– los ojos de la autora en buena parte de su poesía anterior.

En esa morada amable y amena, la escritura cede el paso a «instantes ágrafos», quizá consecuencia gozosa de las «interferencias de la carne al verbo» que brinda esa morada nueva. Pero «la distancia también es reescritura» –nos recuerda Verónica–, y no se acaba –aunque sea desde la evocación– la necesidad de re-aprehender la vida «antes de ser poema» y, a pesar del «miedo irracional a escoger un vocablo», la necesidad de nombrarla, nombrar y decir, como parte ineludible del oficio de poeta («Cuando deseo nombrar: / poema, / barca, / pez pequeño, / semillas, / colmenas en islotes diminutos, / me pliego en el concepto, / rozo aldabas, / antes de completar / un inventario fértil.» O: «Regresan: estación, / los números impares, / té negro sin azúcar / con dulce de gacela. / Recupero: cometa, duna, gato, / la noche es infinita.»). La poeta nombra las cosas, nombra el mundo, pero el mundo, las cosas, también escinden su nombre y, acaso, su identidad. Oficio de poeta de doble dirección. En otro lugar hemos reflexionado sobre que viajamos para desaparecer y en esa desaparición, renombramos el mundo y con él nosotros adquirimos al mismo tiempo un nombre nuevo.

En esa morada amable y amena, el recuerdo deviene en degustación del rito. En refinamiento del ademán. En la afirmación agridulce de las dimensiones de [nuestro] teatro, como lo expresaba Gil de Biedma. Un teatro tanto más barroco y alambicado como lo sea el «abismo imaginado», con que concluye magistralmente el libro. En ese contexto Verónica Aranda ofrece una de las mejores definiciones que conocemos de la creación poética, cuando «[a]ntes de sumergir / la vasija en el blanco, el alfarero / busca la trascendencia». La expresión inefable de un don.

El poema se llena, entonces, de ceremonias de té cuyo humo es el signo y el alfabeto de una renacida escritura y a lomos de sus virutas y arabescos surge la imagen del recuerdo y un sentido; nos devuelve a las plegarias de los orantes y las plañideras; a cantantes, pescadores, hilanderas, vendedores de caracoles y pájaros, y mendigos y su gramática cifrada y ritual –parafraseando al maestro Azorín– «fugitiva estela de gestos, gritos, indignaciones, paradojas…». A todos ellos (los orantes, las plañideras, los pescadores, etc.) ya los conocimos más vívidos en Poeta en India (2005), en Alfama (2009), Postal de olvido (2010), Cortes de luz (2010), Café Hafa (2015) o en Río Mekong (2018), pero en Humo de té son convocados, en la evocación, a la danza de la filigrana vaporosa –y muy modernista– de la infusión y su aroma narcótico impregnando el aire y las paredes; son convocados al elegante –y estudiado– gesto con que se sirve el té y se agasaja al invitado; o al no menos teatralmente primoroso de «ir a buscar una hoja satinada / y declinar una invitación». Pues, más modernista –y más manierista– que nunca Verónica Aranda, la poesía de este Humo de té se recrea y se esencia en el atrezzo. En modos delicados («Un lánguido placer / atravesó el enebro» o «y en la tristeza del payaso / que se anuda despacio el corbatín»); en la presencia de elementos culturalistas de la literatura, la pintura o la ópera (Duras, Rothko, Turandot, Celan, El Bosco…); en los dragones de jade, los tatuajes, las copas luminosas, una mañana de 1900, un samovar… «las fiebres de otro siglo», que no sólo son un decorado, con ser suficiente. Es una forma de ser del lugar y en el lugar. La conciencia de que, en realidad, estamos hechos de «retazos de relatos que nos narren / el tiempo que habitamos bodegones». Esos bodegones que, en su aparente estatismo, reflejan en la textura de alimentos y vajilla los ojos de quien los mira, para decirle quién fue... como Humo de té nos devuelve los ojos de Verónica Aranda –los verdaderos sujetos literarios de este poemario– (y su conciencia de sí).

Cursum perficio, Verónica Aranda disfruta de su morada amable y amena, tiene su habitación propia desde la que contarse y contarnos. Afortunadamente, el viaje no ha terminado.

 

 

Verónica Aranda, Humo de té, Diputación de Soria, Soria, 2021.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan José Martín Ramos

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