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4 de junio de 2021

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No quiero ver un mundo sin nosotros
aunque eso nos condene a vivir para siempre. 
De todo lo que hablamos no quedaría nada.
Apenas hay testigos.
Inútil fue la calle iluminada por un sol de verano
y el ruido de otra gente,
y también los tacones castigando la acera solitaria
cuando corría a verte en medio del invierno.
Mi corazón ardiendo y aquel niño 
que comprendió que yo me iba muy lejos
y estaba desarmada
y vino con su paso de pequeño borracho
a darme su pistola de juguete. 
(Debí matarme entonces, mientras pude;
debí matarte entonces, mas qué importa,
si tampoco del arrepentimiento
quedará ni sospecha ni recuerdo).
Faltará mi dramática tristeza 
cuando no puedo verte.
Y faltará la noche,
la noche acumulada,
la noche entre tus ojos, la que tú no veías,
la que tú no querías,
la que yo no podía expulsar de mi cabeza. 
Y faltará tu luz. 
La suave luz que meces mientras andas.
Faltará mi alegría de campana,
de perro rastreando, de hambre, de codicia
de ti, faltará todo.
No quiero ver un mundo sin nosotros.

 

Escrito en Lecturas Turia por Olga Bernad

           Con una marcada tendencia hacia el verso de arte menor, cada palabra de Antonio Méndez Rubio en Hacia lo violento es un soplo de luz, un pálpito de imagen breve pero de inhalación sumamente profunda que, una vez leída, ya nunca más vuelve a desvanecerse, sino que desde el latido accede a lo patente y no solo permanece sino que también se amplifica a través de la caja de resonancia del silencio. A medio camino entre la sombra y el albor, leemos versos como «la luz que ahora titila / a punto de apagarse, / traspasada, no ajena, / nos resume mejor / que cualquier claridad más verdadera» (Méndez Rubio, 2021: 47), y en esta imagen que parece evocarnos el sueño de la vela bachelardiana, el autor insiste en esa «pregunta por la claridad» (Méndez Rubio, 2021: 42) con la que a menudo renombra su incertidumbre. Es así como el poeta deja abierto un interrogante que no parece pretender encontrar respuesta concreta y que sin embargo sí que la halla de algún modo en la forma en la que Méndez Rubio concibe sus versos, permitiendo que la «nieve para la noche» (Méndez Rubio, 2021: 67) del «hilo blanco» (Méndez Rubio, 2021: 109) que vertebra el lenguaje ilumine en cada página la contención de lo accesorio y ascienda al otro lado de las cosas, a su verdad, consiguiendo así ahondar más allá de lo que la vida a simple vista nos presenta.

            El autor, consciente de las continuas hostilidades del mundo en el que vivimos, toma la palabra y, con ella, su propio partido contra el silencio, y muestra en varias ocasiones un paraje desolador en el que «todo bajo las nubes / de después de la destrucción / es de por sí un peligro» (Méndez Rubio, 2021: 57). En este ambiente no resuena sino el eco de la amenaza que, a menudo, por miedo, puede conducirnos a reprimirnos y contener ciertas ideas, clausurando a nuestras propias palabras dentro, y por eso leemos unos versos en los que el poeta nos advierte «Coge aire: te va a hacer falta / para llegar a callar eso» (Méndez Rubio, 2021: 153). El mutismo ocupa entonces ese paisaje hostil en el que se intuye la tragedia y donde «Quienes se quedan no saben hablar. / Se inclinan solamente / como callándose en resto / de vida». Este resto vinculado al silencio, que encontramos también en la inquietante señal de alarma de «Resto sin voz, ¿se oye?» (Méndez Rubio, 2021: 61), es un término que nos conduce a la que en ocasiones da la impresión de ser la única certeza en estos poemas, que no es sino la de que «nada cierra / una mano vacía» (Méndez Rubio, 2021: 106), la de la carencia, la privación, la pérdida, la ausencia, la falta como «lugar / para aprender a perder» (Méndez Rubio, 2021: 98), o lo que sería lo mismo: una experiencia del vacío en la que cualquier indicio de posesión e identidad se ha disuelto y la búsqueda de algo a lo que aferrarse es lo que señaliza el camino.

            De esta forma, Méndez Rubio se resiste a la colonización de un discurso vacío que emane de la palabra fundada por la creencia en la fabulación del relato impuesto verticalmente desde arriba, y al mismo tiempo rechaza firmemente el mutismo absoluto de un mundo oprimido, el agujero dejado por «el hueco de las palabras / que no se dijeron / ni se dirán» (Méndez Rubio, 2021: 133). Así, en las diez partes que conforman Hacia lo violento que recogen textos de nueve libros publicados entre 2007 y 2017 y también una sección final de poemas inéditos el autor logra llegar a establecerse precisamente en el justo punto medio entre estos dos extremos y busca la verdad, avanza hacia lo violento por medio de una creación libre y subversiva que abre con la palabra una grieta en el mutismo dominante, comprometiéndose con la entrega de su lenguaje como cuando reconoce «te puedo dar mi palabra» (Méndez Rubio, 2021: 116) y permitiendo a su vez que la voz sea amparada en otras ocasiones en el silencio de la respiración requerida por determinados poemas como cuando leemos «te hago justicia: / guardo silencio» (Méndez Rubio, 2021: 98) .

            De ahí que, retomando la carencia y el aprendizaje de la pérdida, leamos «para saber faltar: así también el árbol blanco: respira de verdad en la memoria» (Méndez Rubio, 2021: 51), donde vemos cómo se vincula la experiencia del vacío con la apertura del espacio inmaculado a la profundidad del hálito, a esa inhalación del mundo que después exhala la sinceridad en forma de donación de aliento, de palabra e imagen de verdadera trascendencia. El autor entonces permite a sus poemas «ser / del abrir» (Méndez Rubio, 2021: 62), y de esta forma cada verso se convierte en entrega, se vuelve donación de libertad en el lugar abierto que ha traspasado quien ha decidido batallar entre la palabra y el silencio, y en este ámbito leemos «Palabra a palabra. / Manos abiertas: signo eterno / sin más seguridad / que la historia del aire / interrumpida solo por su propia inconstancia […] Dan». Méndez Rubio nos ofrece sus versos y nos entrega su escritura con el riesgo y la naturalidad que acompañan a la profundidad de quien respira, y así inspira la ausencia y la carencia de «la mano que  no / llega hasta la mano que más / quiere alcanzar» (Méndez Rubio, 2021: 147) y desde allí espira la presencia y la entrega de un gesto que «se abre contra el aire / en ofrenda» (Méndez Rubio, 2021: 147).

            Llegamos en este momento al afuera como exhalación, a las «palabras fuera / de las palabras» (Méndez Rubio, 2021: 123) que emanan muchas veces de la necesidad de huida, de la voluntad de extrañarse y salirse de uno mismo, con la convicción de que «adentro de esa voz / todo está fuera / de sitio, de plazo» (Méndez Rubio, 2021: 121) y de que «cualquier fuga puede hablar» (Méndez Rubio, 2021: 126) porque la ruptura de los límites es siempre el inicio del camino hacia el otro lado, hacia la realidad que se encuentra más allá de la apariencia de las ficciones disfrazadas de verdades y de todos aquellos datos subrepticiamente superficiales que podrían conducirnos a «confundir / el mundo con la ilusión de un mundo» (Méndez Rubio, 2021: 144). Se abre así el espacio a la profundidad de la trascendencia, a esa voluntad de aprender a «faltar: hundirse como raíz / del árbol más visible y más seguro» (Méndez Rubio, 2021: 63), y vemos de qué forma el descenso del dinamismo vertical conduce al posterior ascenso de la palabra transmutada en imagen, como advertimos por ejemplo en el poema titulado «A todas las preguntas», que se erige como respuesta que renombra la incertidumbre de un primer interrogante pero sin renunciar a ella, sin resistirse con ello a fundar otra nueva duda. Así, leemos «Hundiéndose esa voz. / Haciendo un agujero / en la tierra inocente, entre la hierba fresca / con la mano que existe. Presintiendo / neblina que, mientras desciende, fulge […] Aquí sigue la mano, / la insegura. / Haciendo un agujero en la tierra con silencio» (Méndez Rubio, 2021: 73). Es así como esta «raíz, la de mover los labios, la de los ojos demasiado abiertos» (Méndez Rubio, 2021: 53) ahonda en la verdad, la excava, horada la tierra y deposita allí la voz a modo de simiente de los labios, del «cielo de la boca» (Méndez Rubio, 2021: 133), y la imagen como semilla de mirada, descendiendo así a la raíz del germinar, al rayo del poema plantado, al filón de verdad de un tallo que crece desde las tinieblas del más silencioso ahondamiento, para acto seguido pasar a elevarse en el vuelo de la imagen como una presencia distinta, como una «raíz del alzar, que a otro intento obedece» (Méndez Rubio, 2021: 53). La palabra de albor de Méndez Rubio procede entonces del abismo, de la oscuridad, no es esa «luz que se olvidó del fondo / para poder vivir» (Méndez Rubio, 2021: 48) sino que permanentemente nos está recordando que se ha originado en las profundidades del silencio y en los dinamismos de las semillas de la vida, como vemos también en «sube la hiedra negra, pero sube / hacia el único cielo / que, hecho de azar, nos / asiste» (Méndez Rubio, 2021: 74). 

            Son las de Antonio Méndez Rubio en Hacia lo violento, por tanto, palabras que, tras haber ahondado en las tinieblas de un mundo hostil, reconocen que «la única sombra / que no es necesario olvidar / es la que nos acompaña» (Méndez Rubio, 2021: 113) y nos hacen entrega de la luz de su ascenso poético, del vuelo libre de la imagen transmutada en exhalación, en hálito que logra elevarse hacia su verdadera y más lírica trascendencia.

 

 

Antonio Méndez Rubio, Hacia lo violento, Madrid, Huerga y Fierro Editores, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Celia Carrasco Gil

EL PRESTIGIOSO POETA ESPAÑOL ASEGURA: "TODOS LLEVAMOS UN DEPÓSITO DE ABISMO Y DE SOMBRA DENTRO”

LA AUTORA DE "EL INFINITO EN UN JUNCO" LO TIENE CLARO: "PARA TRANSFORMAR EL MUNDO, HAY QUE REFORMULAR LOS MITS ANTIGUOS"

LA REVISTA TAMBIÉN RESCATA ARTÍCULOS OLVIDADOS DE FRANCISCO UMBRAL

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de junio, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas inolvidables: Antonio Colinas, uno de los poetas mas carismáticos y de más sólida trayectoria de la literatura española contemporánea y con la filóloga y escritora Irene Vallejo, una de las autoras del momento debido al arrollador éxito de su libro sobre libros “El infinito en un junco”.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

28 de mayo de 2021

Durante mucho tiempo. Había trabajado en el hospital por veinte años. Ya no. Ahora tenía su propia clínica. Ganaba dinero. No vivían mal. De vez en cuando apostaba. Un poco en el casino. Un poco a los galgos. También hacía favores. Y por qué no. El suyo era un trabajo humanitario, altruista. Algunos pacientes no podían pagar. Pobres diablos. Y qué. ¿No se decía eso de los médicos? Altruistas. Más que humanos. Dioses. Pues de vez en cuando, hacía favores. Y qué. No le costaba. En realidad le daba igual. La gente lo llamaba generosidad. Pero. Su madre hablaba de otra forma. Con las vecinas, temerosa. Siempre. Es un chico impulsivo, decía cuando él era un chaval. No tiene mala intención. Redistribuía los juguetes que encontraba. A veces se guardaba algunos antes de ponerlos de nuevo en circulación. Y qué. Nunca consiguió que alguno lo tentara lo suficiente como para quedárselo. Su madre no tenía dinero. Una viuda. Mala salud. Joven, pero. Envejecida por el sufrimiento prematuro de la pérdida de un marido. Y un hijo. Mamá no puede comprar juguetes. Haz los deberes. Juega con lo que encuentres por ahí. Pobre mamá. Cada vez que le daba la espalda al hijo, él batía el récord de encontrar juguetes. O descubría un agujero. Su hermano imaginario y él. Ambos. Dentro.

 

Su mujer opinaba que estaba loco. Y eso en un médico no está bien. No cobrar a sus enfermos. Animarles a operarse. Comprar regalos. Cosas inservibles. Para ella. Para el hijo. Para él. Apostar. Exceso de imaginación, decía. Su mujer. Que lo había hecho todo por los dos en el pasado. Exceso de irresponsabilidad. Excesos que les estaban arruinando. En el presente. Había estado enamorada de él. Lo había amado. Lo había visto desnudo. Nadar en el mar en invierno, fuerte, poderoso, sin miedo. En verano había cerrado puertas y ventanas para que nadie los oyese follar. Era ella. Entonces.

 

Pero.

 

Ahora lo despreciaba. Se había vuelto pequeño. Se despertaba por las noches y la veía mirándolo. Sin comprender. Espantada de su pequeñez. Quién es este hombre, parecía insinuar. Suplicar. Los últimos años no había dejado de suplicar. Con la mirada. Con el cuerpo. Con las manos. Que vuelva el poderoso nadador. Que vuelva. Su silencio le reprochaba que la hubiera abandonado. Que practicase la medicina como si fuera una actividad vil. Como si ganar dinero fuese despreciable, parecía decir. Lo avergonzaba. Su mujer lo avergonzaba. Adoraba sus miembros. Sus hombros. Su vientre. Sus pies. Pero por separado. A veces, se la imaginaba inerte. Descuartizada. Víctima de un accidente. Con el cuerpo lleno de llagas. Entonces recurría a él. Había intentado explicárselo. ¿Qué sucedería entonces si no tuvieses dinero con que pagarme? ¿Cómo puedes ser tan morboso?

 

Pero.

 

No entendía su falta de interés por el dinero. Y quería dejarle. Aunque. Eso lo estimulaba. También sus pacientes tenían miedo. De sus diagnósticos. De los medicamentos. De las facturas. De una operación. A veces parecían odiarle. Sentía piedad. Compasión. Por ellos. Por su mujer. Por todas las criaturas que se arrastraban en este mundo en busca de protección y no la hallaban.

 

Él estaba tranquilo.

 

Fue poco antes del decimocuarto cumpleaños del hijo. Su abogado llamó. Tenían un problema, dijo. Siempre. Es urgente que hablemos, esta vez es algo serio. De verdad. Siempre era urgente. Y serio. De verdad. ¿Y qué? No le dio importancia. Tantas veces había estado con el agua al cuello. Se reía del agua, él, el nadador. Y del cuello. Su  madre le había enseñado que el dinero era despreciable y que no había que hablar de él. Reunió los objetos íntimos de su hijo cuando murió. Y los vendió. A él le habría gustado conservarlos. Las medallas de judo del hermano. Los libros de inglés. Los cromos. Los zapatos. Muchas cosas. Por las noches había dormido en la cama del hermano, cuando murió. Imaginado que era él. Se arañaba el pecho con una cuchilla de su padre. Sangraba. La madre lloraba y clamaba al cielo en silencio. Se preguntaba por qué. Por qué. Primero un marido. Luego un hijo. Y ahora, él.

 

Algunos pacientes no podían pagar. Otros tardaban en hacerlo. Y la gente no enfermaba como antes, le dijo a su abogado. No lo hacían. Eran prudentes. Y listos. Enfermaban sólo cuando se lo podían permitir. Asombroso, dijo el abogado. Pero y qué. ¿Y qué? Cuando se lo explicaba a su mujer, ella tampoco entendía. Soriasis que curaban solas al segundo mes de tratamiento. Cataratas que dejaban de progresar. Leucopenias que remitían tras meses de estacionamiento. No entendían. El paciente que tenía enfrente lo miró. Estaba recién intervenido de urgencias. Un agujero en su cuello de lo más desagradable. Hará falta un milagro, dijo el abogado. No pagas al fisco. Apuestas. Vas a perder. Perder, se rió él. El paciente se revolvió en el asiento. Ven a verme, dijo. Y colgó el teléfono. Discúlpeme. No se preocupe por nada. Verá como todo se arregla. ¿Es necesario, doctor? ¿Si es necesario? ¿Operarse? Sí. Lo es. El aire salió de sus pulmones y se escapó por el agujero de su cuello. No era un hombre joven. Ni atractivo. Era un paciente normal. Como todos. Sin embargo. Si jugaba bien sus cartas. Si podía disponer de otra oportunidad. Ninguna mujer le susurraría al oído con un agujero así en su garganta. Eso no.

 

Antes de marcharse, la recepcionista lo interceptó. Habían llamado del concesionario. La moto. El cumpleaños. El regalo del hijo. Han dicho que puede ir a verla cuando quiera. La recepcionista era una chica joven. Lo miró con extrañeza. Sorprendida. Con una imperceptible mueca de ironía en su expresión. Una moto no era para un hombre como él. ¿Una moto no era para un hombre como él? Es para mi hijo, le explicó. Ella se encogió de hombros. Masticó su chicle. Sonrió. Con la boca en forma de corazón. Le habría gustado desnudarse. Mostrarle su pecho de nadador. Arrancarle la ropa a ella y lamer su boca en forma de corazón. Entonces, cuando gimiese de placer, reírse de su juventud. Qué suerte, dijo ella alegremente. Será mejor que me marche a comer, Esther. Se llamaba Esther. Llevaba poco más de un mes trabajando allí. No sabía hacer nada. No sabía manejar el ordenador. Iba al instituto. Se pintaba corazones blancos en los extremos puntiagudos de las uñas. Hablaba inglés. A mí nunca me han hecho un regalo así, dijo. Elevó los ojos al techo. Una moto. Una moto, sí, dijo él. Pero pequeña. Para que se pasease por los alrededores. Cerca de la madre. Eso le había hecho prometer su mujer. Si la ley lo permitía, por qué no ella. También ella había sido joven una vez. También había ido en moto. Utilizado la moto para experimentar. Para apretar los muslos e imaginar. Para aferrarse a la cintura del placer y morderse los labios en forma de corazón. ¿O acaso ya lo había olvidado? Ella. Ella lo había olvidado. La puta que se abría de piernas en la trasera de su coche después del cine. Ella había olvidado cómo se deseaba. Cómo era nadar contra las olas. Lo había olvidado a él nadando contra corriente. En invierno. Había rebatido casi todos sus argumentos. Había hablado contra el dinero. Contra la madre. Contra su pequeñez. Pero. ¿Cuándo empezaría a pagarlo? Entre un perro y una moto siempre me quedaré con una moto, dijo Esther.

 

Tomó el camino que llevaba al despacho del abogado. La calle gris. Brumosa. La lluvia fina. El tráfico. Todo tan lento. Tan angustioso y tan lento. Frenó bruscamente ante una señal de stop. El coche de atrás lo embistió suavemente. Un muchacho asomó la cabeza por la ventanilla y se puso a gritar. Como su hermano. Podía verlo nítido como ayer. Como el mismo día que sucedió. La lluvia acolchaba los gritos. En la pensión. En el colegio. En la calle. En el cementerio, donde esperó que su madre gritase. Pero. La madre no gritó. No lloró. Y el hermano se fue. Un muchacho fuerte, escapándose por entre las gruesas losas de muerte. Elevando hacia los asistentes su dedo corazón. Jajaja. Quince años.

 

El chico del coche de atrás arrancó. Pasó de largo. Su dedo levantado. Pensó en el hijo. Repetía curso. No hacía deporte. No le daba el sol. Pasaba las tardes en su cuarto. Con la Nintendo. Chateando. Con el móvil. Con nadie de carne y hueso. Su mujer se preocupaba. Lo regañaba. Lo quería grande. No pequeño. No un muñeco como él. No quería que desperdiciara el tiempo. El tiempo. Pero. El hijo era manso. Sonreía. Dejaba caer su cuerpo inmenso de hombre aún pequeño, prometedor, sobre el somier. Él no quería estar presente. Iba. Venía. Cuando pasaba la tormenta, entraba en la habitación. El hijo estaba enfrascado en el ordenador. Qué haces. Ya ves. Pero. No veía, no. A veces probaba a hablarle del hermano. ¿El muerto? Sí. Consiguió una moto. La arregló. ¿Dónde? En un desguace. ¿En un desguace? Sí. La arregló. Él solo. La desmontó. La limpió. Volvió a montarla de nuevo. El hijo se fue apartando del ordenador. Luego, su hermano se la regaló a él. ¿Y dónde está ahora? No lo sé. ¿No lo sabes? Es mentira. No había tratado de inculcar en el hijo su pasión por la medicina. Y el hijo… ¿quién iba a ser? ¿Quién era ahora? Volvió la cara hacia el ordenador. Los tendones de su cuello tensos. Como los tallos de una planta. Es mentira. No es mentira, dijo él. Debe de estar donde la abuela, dijo. La encontraré.

 

No la encontró.

 

Por encima de los edificios, hacia el oeste, una gruesa línea de nubes se iba ensanchando. Aparcó en zona prohibida. Cuando empujó la puerta del despacho, oyó la tormenta tras de sí.

 

Lo encontró trabajando. Llevaba su traje azul y su corbata. Y su camisa de abogado. Se tomaba la vida muy en serio. El abogado. Como si la vida fuese algo cuyo rendimiento hubiese que demostrar. La vida no es un juego, decía. No se podía vivir despreocupadamente. Como si todo fuse un juego de bloques que hubiera que encajar. No se podía vivir como él. Sin tratar de demostrar nada. ¿Qué tengo que demostrar?, preguntaba él. Que eres lo que dices ser. Solvente. Buen médico. Lo soy. Nadie lo diría en cuanto a la solvencia. En cuanto a lo de ser buen médico… En este juego se pierde con facilidad. Has dicho antes que la vida no es un juego. Pero. Lo era. Un juego de bloques que había que encajar. Quito este bloque de aquí y lo encajo allá. Un abogado encaja cosas dentro de otras cosas, se dijo. Si lo consigue, es feliz. Le gustaba sentarse en el despacho de su abogado. Y escucharlo. Sus esfuerzos por encajar los bloques. Sus razones. Sus esfuerzos por hacerlo encajar a él. Mientras él asentía. Mientras él fingía que entendía.

 

Le ofreció café. ¿Algo un poco más fuerte? No tengo nada más fuerte. Cogió la fotografía que había sobre el escritorio y la observó. El abogado y su mujer. Y un bebé. El abogado sacudió la cabeza. Se acabaron las apuestas, dijo. Le habló de la auditoría. De las irregularidades en las declaraciones de la renta. Vas a perder tu negocio. ¿La clínica? La clínica. La clínica es mía. Es del banco. Una incómoda verdad. Se levantó y caminó por la habitación. No puede ser tan grave. Observó de nuevo la foto. Estás exagerando. El abogado y su mujer. Y el bebé. Hipotecaré la casa, dijo. Siempre estás jugando a perder, dijo el abogado.

 

Ella lo llamó por teléfono y lo anunció. No fue una advertencia. No fue una celebración. Simplemente lo anunció. Y el hijo nació nueve meses después. Él volvía de su trabajo en el hospital y miraba la cuna donde dormía el hijo. A veces, lloraba. A veces, lo miraba llorar. Y otras, no podía mirar más. Pensaba en el hermano muerto. Pensaba en lo que le había robado a su hermano. El hijo. La mujer. El trabajo en la clínica. La casa. Luego ella venía y lo rodeaba con sus brazos y él olvidaba que era un mezquino y un bastardo. El que sobrevivió. Desabrochaba su camisa con sus dedos como lazos. Los derramaba sobre su pecho. Y sus pezones se erizaban. Y su miembro se levantaba. Y ella gemía y suspiraba y sus ojos se volvían vidriosos cuando entraba dentro de ella y no podía dejar de pensar en la hinchazón de sus ojos anegados de deseo y de compasión y de amor. Y entonces, la madre enfermó. El cáncer tomó posesión de la escena familiar. Manteniéndolo todo a raya. Y quedó atado a una vida pequeña de nadador cobarde. Cerca de la orilla. La madre era menos importante que la mujer. Pero. Moriría también.

 

Condujo distraído hasta el concesionario. La lluvia le hacía sentir ingrávido. Lento. No podía pensar. No quería perder la clínica. Pero. ¿Qué podía hacer? ¿Hipotecar la casa? La casa era de ella. Su herencia. Todo ese maldito dinero que se fue. En la clínica. En las operaciones de la madre. En las apuestas. Maldito dinero de ella. Te juro que lo quemaría. La casa, el dinero, todo. Y lo habría hecho de no ser por la última apuesta. Aquella racha de buena suerte. El último y desesperado esfuerzo del nadador. Pero. La racha se había terminado, al parecer. En el casino lo toleraban. Le dejaban jugar. Perder, más bien. Excepto alguna pequeña ganancia, todo para ellos. Estúpido. Torpe. Ella ya sólo veía en él la mitad de un hombre. Y cómo impedirlo.

 

El vendedor lo esperaba en la puerta. Era un hombre con un solo brazo. Tardó unos segundos en reaccionar. La última vez también le sorprendió. Volvió a presentarse como entonces, extendiendo el brazo izquierdo. Él dudó. Se miró las dos manos. ¿Qué mano debía ofrecer? El otro volvió a decirle su nombre, que ya no recordaba. Silas. Silas vestía un buen traje. Sintió admiración por él. Llevaba el pelo peinado hacia delante, con clase. Como un emperador. Me alegra volverlo a ver. A mí también. Silas metió su única mano en el bolsillo. Vayamos a ver la moto. Tenía una hilera de dientes perfectos. Dos arrugas en el entrecejo. Introdujo en la puerta una llave que entresacó de un manojo. Pero. No era esa. Lo siento, dijo. Nunca sé cuál es. Del llavero sobresalía una cosa con pelo. Una pata de conejo. La miró un momento con asco. Silas lo advirtió. Dejó de moverla. Nunca me separo de ella, dijo. Le explicó que era su talismán de la suerte. Él no tenía un talismán, pensó. Hace años tuve un accidente. Nadie daba un duro por mí. Se miró la manga hueca de su americana y guardó silencio.

 

Entraron en el hangar. Aquí está, dijo. Había unas cincuenta motocicletas aparcadas allí. Alineadas, limpias. Parecían nuevas. Silas se detuvo ante una de color azul. Grande. En la foto no le había parecido tan grande. El sillín ancho. Las ruedas tan gruesas como las de un coche. Qué le parece, preguntó Silas. Demasiado grande para un chico. Cómo dice. A qué chico se refiere. Al mío. ¿Esta moto no es para usted? Es para mi hijo. Cumple catorce años el domingo. Silas pestañeó. Extendió la mano izquierda y la llevó hasta el lado derecho de su cráneo, por encima de la cabeza. Se rascó. La maniobra no resultó natural. Eso cambia un poco las cosas, dijo. Aunque es una moto inofensiva para un adulto, a un chico podría impresionarlo. Será difícil de maniobrar. Es demasiado grande, sí. Demasiado grande para un chico. Y demasiado cara, le dijo al vendedor. Podría rebajarla un poco, eso no sería problema. Pero. No se trata de eso. Era demasiada moto para un chaval. Él rodeó la moto. Pasó la mano por el sillín, mientras Silas guardaba silencio. Sólo cumplirá catorce años una vez.

 

Soñó con el día en que la madre los llevó al balneario. Un gran hotel anticuado, al lado del mar. Con la lámpara del gran salón encendida. A su madre la había invitado un señor que venía a casa algunas veces. También venían otros. Traían regalos. Y chuletas. Cuando vivía el hermano, se reían de ellos a escondidas. Ahogando las risas con un almohadón. Cuando murió, él dejó de reírse. Intentaba hablar con ellos. Agradarlos. En el sueño, la madre le pedía que fuera amable con el hombre que los había invitado. Él sonreía y su cara, al mirarse en un espejo, era diferente. Vieja. Se contraía en torno a un gran agujero en el centro del gaznate. Pero. Aún seguía habiendo en ella algo familiar.

 

 El domingo se levantó temprano. El día del cumpleaños del hijo. Mientras ellos aún dormían se duchó. Se abrigó. Fue al garaje en busca de la moto.

 

Condujo deprisa. Sin casco. El aire le presionaba en la cara como si fuese algo sólido. Le cerraba los ojos. Todo él, gravedad. Carne blanda y mortal. ¿Y si moría? No hacía falta rodear todo el pueblo para ir a la panadería. Pero. Aceleró. Podía morir. Solo con apartar un poco la mano del manillar. Sintió su peso contra el suelo. Contempló la imagen. La posibilidad. Pero. Nada parecía presagiarlo. La muerte súbita, sin presagio, no tenía emoción. Ni siquiera parecía real. Qué emoción tenía estar vivo un instante y al instante siguiente no. La emoción estaba en el camino. En la transición. La música, el crescendo, la conciencia, el redoble del tambor. Frenó con elegancia frente a la panadería. Luego condujo despacio hacia casa.

 

Ella llevaba puesto el camisón. Lebón ha llamado, dijo. Lo miró. ¿Vas a venir a recoger a mi madre?, dijo él. Se había puesto una sudadera encima del camisón. Una imagen procaz. Evitó mirarla. Pero. La miró. Ella apartó los ojos y bebió de su taza de café. ¿Por qué llama en domingo tu abogado?, quiso saber. No lo sé. Se acercó y puso una mano en la cintura de su mujer. Ella se apartó. Qué ha pasado esta vez. Nada, dijo él sin mucho acaloramiento. No ha pasado nada. Es domingo. Es el cumpleaños del niño. Tengamos la fiesta en paz. Ella dejó su taza. Se abrazó la sudadera y salió al jardín.

 

Volvió al dormitorio. Se lavó las manos en el lavabo y se masturbó. Se contempló en el espejo mientras lo hacía. Su rostro contraído. Sus músculos en tensión. Ella solía decirle que la excitaba verlo así. Sintió los lametazos del placer en la base de la espalda. Pasando de largo. La rabia. Él había crecido hasta hacerse mayor. El hermano no. Pensó en ello y se puso a llorar. Pensó en ello y en que era imposible correrse y llorar a la vez.

 

El hijo lo acompañó a la estación. Aún seguía lloviendo. Las luces de las farolas dibujaban conos amarillos sobre el pavimento mojado. Temía el encuentro con la madre. La madre sería la misma de siempre, más vieja. Más frágil. Más pequeña. Pero. El hijo conectó la radio. Hubiera querido apagarla. No estaba de humor. Le pidió que no mencionase la moto delante de la abuela. Por qué no, dijo el hijo. Mientras tecleaba en su aparato celular. Sin apartar la vista de él. No lo hagas, dijo él. Pero la verá. No lo hagas. Su madre lo miraría con severidad. Sin sitio donde esconderse. No sé por qué le tienes miedo a la abuela. No le tengo miedo a la abuela. Pero. Cuando vio sentada a su madre en uno de los bancos de la estación, sola, junto a sus dos maletas viejas, sujetando un paraguas negro, supo que sí. De sus silencios. De su distancia. Del sonido de su voz. El hijo no se apresuró. Tiró de él. La abuela los observó acercarse. Hola mamá, dijo él. Hola, contestó la madre poniéndose en pie. Él recogió las maletas del suelo, mientras el hijo le hablaba a la abuela de la moto. Sintió subirle el rencor a la garganta. A la cabeza. Hubiera querido golpearle. Al hijo. Pero. Se quedó callado. Paralizado. No pudo hablar. La madre no dijo nada. Tosió y se encorvó sobre su bolso. No se parecía a la mujer del balneario ni a la que vendió las cosas del hermano. Apenas se parecía a sí misma.

 

La mujer los esperaba con la comida preparada. Comieron en silencio. De vez en cuando, el hijo dejaba escapar una risa mientras miraba la televisión. Llovía. Su mujer le preguntó a la madre por algunos detalles del viaje en tren. La madre contestaba sin mirarla. Mientras empujaba la carne en el plato con el tenedor. Tomaron la tarta en el salón. El hijo preguntó por la moto. No podían salir con ella y tuvieron que conformarse con conducirla por el jardín. Su mujer y su madre bebían café en la cocina o salían al porche. No hablaban. Las observó desde lejos. Como si fueran algo amenazador. La madre, sentada en la tumbona sacudiéndose un hilo de la falda. Su mujer, de pie. Inmensa. Poderosa. Si él hubiera tenido de niño una amiga como ella, así de fuerte. Así de fría. Así de poderosa. Si hubiera podido disfrutar de su favor.

 

 La madre se fue a dormir temprano. Empezó a beber cuando el hijo y la mujer subieron a su habitación. Ella miró con asco la botella de Smirnov. Y a él.

 

Le dolía la cabeza. Tenía la boca pastosa. Rigidez en la parte de atrás del cuello. Llamó a la clínica. Le dijo a Esther que no iría hoy. ¿Puedo irme a casa?, preguntó ella. No, contestó él.

 

Delante del desayuno tuvo ganas de vomitar. Donde está mamá, preguntó a su mujer. Su mujer no contestó. Abrió una ventana. El olor de fuera penetró en la cocina. El humo. El hedor de las hojas podridas. De la turba. De los cuervos y las tumbas. Se levantó. Llevó la taza al fregadero y dijo que se iba a dormir. Tu madre está fuera, dijo ella, en el jardín. Hace frío, dijo él. Hay quince grados, dijo ella. Lo miró un instante. Luego se dio media vuelta y se puso a fregar los platos. Él la contempló. Su silueta compacta. De una pieza. Sin fisuras o articulaciones. Sin huecos. Sintió en la entrepierna el inicio de una erección. Se acercó a ella por detrás. No tuvo tiempo de volverse. La empujó contra el fregadero y la inmovilizó. Tiró del pantalón del pijama. De la goma de las bragas. Metió la mano entre los muslos y los separó. Ella se resistió. Oía su respiración jadeante, llena de rabia, cerca de su cara. Pero. No se detuvo. Abrió los labios del coño y la penetró con el dedo. Estaba húmedo. Luego se bajó los pantalones y se masturbó, antes de metérsela por detrás. Mientras le aplastaba las tetas con las manos. Mientras la aplastaba contra su pecho de nadador. Mientras ella forcejeaba para zafarse de él. El camión de la basura se detuvo al otro lado de la verja del jardín y se marchó. Ninguno de los dos dijo una palabra. Ella estaba llorando cuando la apartó de sí. 

 

Una escena navideña. Él y su hermano sacando las bicicletas del garaje para ir a jugar. La calle llena de nieve. Y un perro. Y montones de personas alrededor del pobre animal.

 

En un banco, cambió el cheque. Tomó la dirección del casino. No era la hora de mayor afluencia. Pero. Se sentó un rato en el bar, para abarcar todas las mesas de un vistazo. La gente que estaba reunida allí no parecía temerle a la adversidad. Parecían muertos. Muñecos. Nadie permanecía mucho rato en el mismo lugar. Todos querían lo mismo.

 

Perder.

 

Abandonó la barra y dejó atrás el bar. Salió a la terraza. El mar no se veía. Se oía. Tras las dunas de arena. Se sentó en la barandilla y observó a su espalda el interior tras el cristal. Como en una película muda. La mesa del black Jack. La ruleta. Todos iban solos al casino. Como él. Hombres y mujeres solos, pequeños, moviéndose nerviosamente de un lugar a otro. Cuestión de tiempo.

 

Dio la espalda a la escena y contempló el horizonte. Ancho. Oscurecido. Ante él. Saltó la barandilla. Se descolgó por la pared rocosa, resbalando por ella, y llegó al suelo. Comenzó a caminar por la arena. Primero se quitó los zapatos. Luego se quitó el abrigo y lo abandonó sobre unas rocas. Después el resto de la ropa. No dejó de caminar. El mar seguía sin verse. Pero. Se oía. Allá. Solo. Un poco más allá.

 

Escrito en Lecturas Turia por Cristina Cerrada

Entre 1945 y 1946 tuvo lugar en Núremberg el largo proceso que sentó en el banquillo a una veintena de nazis implicados, en diferentes grados, en las matanzas y todo género de delitos de los que fue autor consciente un amplio elenco de alemanes encabezado, entre otros, por Adolf Hitler. En el banquillo se sentaba Hans Frank, abogado, ex ministro del recién derrocado régimen, y responsable, entre otras muchas acciones criminales, del asesinato de tres mil quinientos judíos, ejecutados al borde de una fosa donde se enterraron, amontonados, los cadáveres, en las cercanías de la ciudad entonces polaca conocida como Lwow, Lvov, Lviv o Lemberg. Así como de la deportación de muchos más a los campos de exterminio.

De Lemberg, y de sus proximidades, donde ejerció su letal dominio Frank como gobernador, provenían, y allí habían residido y llevado a cabo parte de sus estudios, Hersch Lauterpacht, catedrático de derecho internacional afincado en Inglaterra; Rafael Lemkin, fiscal y abogado, que ejerció la casi totalidad de su carrera profesional en Estados Unidos; y Leon Buchholz, abuelo por línea materna de Philippe Sands, autor de Calle Este-Oeste, un extraordinario trabajo que destaca por su cuidada y exhaustiva documentación, y por su habilidad narrativa.

Sands (Londres, 1960) es profesor de derecho internacional en el University College de su ciudad natal; y ha jugado un importante papel en los juicios llevados a cabo en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y en la Corte Penal Internacional de La Haya, referidos al más reciente conflicto yugoslavo, al genocidio ruandés, a la invasión de Irak, a Guantánamo, o al dictador chileno Pinochet. Ha escrito ensayos sobre la ilegalidad de la guerra de Irak o el uso de la tortura por parte del gobierno de Bush. Seis años de arduo trabajo, según explica al final de Calle Este-Oeste, le han llevado a elaborar una suerte de quest o de ensayo narrativo que tiene mucho de detectivesco, de thriller, de indagación sobre el horror del siglo XX, lo que facilita su lectura pese al acopio de datos –el listado de las fuentes utilizadas, las notas, los créditos de las más de setenta ilustraciones y mapas, y el índice analítico que acompañan la edición, ocupan casi un centenar de páginas.

Además de reproducir una buena parte de los debates internos del juicio de Núremberg –haciendo hincapié en las intervenciones de jueces, fiscales, abogados y de algunos de los acusados (Göring, Ribbentrop, Rosenberg, Speer o el propio Frank, entre otros)-, Sands recoge opiniones y testimonios de descendientes directos de algunos de aquellos personajes. Uno de los más interesantes es el de Niklas Frank, que no sólo abomina de su padre, sino que todavía hoy mira cada día la foto de su cadáver, efectuada instantes después de ser ahorcado en Núremberg: “Para acordarme, para asegurarme de que está muerto” (p. 493).

Pero sin duda hay tres componentes que colman el interés de este trabajo: la biografía y la descripción del quehacer intelectual y político de Lauterpacht y de Lemkin, y la indagación en el pasado familiar del autor, a medida que, tardíamente, lo va descubriendo. Todo ello relacionado con la raíz común en la región de la Galitzia polaca –hoy ucraniana- donde Frank –del que también se nos dan muchos detalles de su vida personal, militar y política- ejerció un poder destructivo. Lauterpacht y Lemkin, con sus seguidores en el campo de las ideas referentes a la aplicación de la justicia universal, fueron los “creadores”, respectivamente, del concepto de crímenes contra la humanidad y del de genocidio. Sands no elude cualquier aportación que explique el auge merecido de ambos términos y la importancia de su relevante aplicación en muchas de las acciones y de los análisis ejercidos con posterioridad a la fecha de Núremberg. Un solo ejemplo: la noción de genocidio tiene sus antecedentes en la de “Völkermord” (asesinato de pueblos), que ya formuló el poeta August Graf von Platen en 1831, y Friedrich Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, cuatro décadas más tarde (p. 253). Lauterpacht y Lemkin enfrentaron ambos conceptos, intentando imponer cada uno la supremacía del suyo, lo que hace que Sands concluya que en buena medida se complementan y revisten la misma vital importancia en la consecución de un mundo más justo.

A esas indagaciones sobre personajes fundamentales en la construcción de nuestro universo judicial contemporáneo, se une, como ya he dicho, el descubrimiento progresivo de unos antecedentes familiares semitas, del que los ascendientes han preferido ocultar los detalles en un intento por superar la marca indeleble grabada en sus vidas. Sands averigua que una buena parte de sus predecesores perecieron víctimas de la Shoah. En cuanto a los que escaparon de ella, han preferido, como su abuelo Leon, adoptar el silencio, en un singular rescate de sí mismos que resulta imposible: “Es solo que hace muchísimo tiempo decidí que esa era una época que no deseaba recordar. No he olvidado. He decidido no recordar” (p. 427), manifiesta el anciano, con delicada sutileza.

Sands ha viajado también a los lugares donde los hechos evocados tuvieron su desarrollo para constatar que, en muchos casos, se ha intentado cubrirlos de un velo que esconde la vergüenza o la ausencia de crítica, si no una ridícula parodia. Así, cuando, de visita en la actual Lviv ucraniana, el autor descubre, cercano a las ruinas de la sinagoga construida a finales del siglo XVI y destruida por los nazis en 1941, un restaurante judío llamado Golden Rose en una ciudad donde no sobrevivió ningún representante de esta nación. Los comensales, a los que observa, cenan ataviados como judíos de la década de los veinte: sombreros negros y toda “la parafernalia asociada a la comunidad judía ortodoxa. Nos quedamos horrorizados [le acompaña su hijo]; era un lugar para que se disfrazaran los turistas, que al entrar cogían las características prendas y sombreros negros de unos colgadores situados justo dentro de la entrada principal. El restaurante ofrecía comida judía tradicional –junto con salchichas de cerdo- en un menú en el que no figuraban los precios. Al final de la comida, el camarero invitaba a los comensales a regatear el precio” (p. 505).

La supuesta comicidad de la interesada parodia no puede ser más ofensiva ni infame.

 

Philippe Sands, Calle Este-Oeste. Sobre los orígenes de “genocidio” y “crímenes contra la humanidad”, traducción de Francisco J. Ramos Mena, Barcelona, Anagrama, 2017.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Giménez Corbatón

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