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28 de mayo de 2021

       En 1949 Josep Pla publicaba Viaje a pie, un conjunto de crónicas con las que testimoniaba su proximidad al mundo rural del Ampurdán, recreando parajes de elegíaca configuración y contemplativa mirada. Algunas décadas antes había visto la luz el único libro en prosa de Federico García Lorca, Impresiones y paisajes (1918), donde relataba, con un ya inconfundible estilo poético, su viaje como estudiante universitario por diversas regiones peninsulares. Y Miguel de Unamuno captaría el paisaje característicamente noventayochista en Andanzas y visiones españolas (1922); sin olvidar la huella literaria de aquellos decimonónicos viajeros románticos. Toda una tradición narrativa, en suma, que ha nutrido la obsesiva "filosofía de andar y ver", donde el viaje no supone el mero desplazamiento de un lugar a otro, sino que implica un recorrido íntimo, un introspectivo peregrinaje que tiene mucho de catártica experiencia personal. El viajero que observa, describe y medita se erige así en un pensador de la existencia, inmerso en un periplo iniciático, donde el entorno visitado cobra vida propia y sugestivo protagonismo literario. Con esta decantación narrativa Camilo José Cela publicaba Viaje a la Alcarria (1948), que él mismo consideraba como "mi libro más sencillo, más inmediato y directo." Se recogen aquí sus andariegas vivencias que, dos años antes, le habían llevado a conocer in situ  buena parte de la provincia de Guadalajara.

 

      El narrador y periodista cultural, formado como historiador, Javier Ors, autor de los libros de relatos Un tiburón en la piscina y Cuarteto de cuerdas y la novela Los años asesinos, ha recorrido también sobre el terreno el mismo trayecto que en su día realizara el creador de La colmena, dando como resultado el volumen Una aventura periodística. Nuevo paseo por la Alcarria de Cela. Este texto tiene la forma de un conjunto de reportajes, que pautan una ruta de mirada comparativa con su ya clásico antecedente viajero. El redactor, trasunto autorial, acompañado de un fotógrafo (Alejandro Olea), se echa a andar siguiendo un referente literario, reseñando la pervivencia del mismo en un paisaje cada vez más urbano, industrial y tecnificado. Se rescata aquí la figura del apenas conocido retratista del viaje celiano, Karl Wlasak, que aportó las imágenes de la primera edición del libro. Taciturno y distante, fugitivo acaso de la deprimida postguerra europea, retraída figura que contrastaría con la exultante presencia del escritor, su perfil y su trabajo aportarían la impactante visualidad de una deprimida belleza. En Una aventura periodística, el redactor y su acompañante encaran su divergente y complementario carácter: escéptico y desencantado el primero, grave y de lacónica expresión el segundo. Encontrándose   ambos con una variada tipología humana, se radiografía aquí certeramente el carácter popular que oscila entre la abierta franqueza de trato y el consabido recelo ante el errabundo forastero. Se frecuenta al sentencioso lugareño, que ostenta sin saberlo una antigua filosofía del coloquial sentido común; preguntado uno de ellos si queda muy lejos una determinada población, precisa: "Lejos, no; solo es tiempo". Y es que en este recorrido viajero impera la impresión de un tiempo detenido, que gravita entre el de aquella novela de los años cuarenta y un presente de constancia residual, con inevitables pérdidas y puntuales recordatorios. Plazas de pueblo, recoletos rincones o empinadas callejuelas compiten ahora con rotondas o vías rápidas, que han desbancado a caminos vecinales o parsimoniosas majadas. Nuestros viajeros son continuamente confundidos con integrantes de una excursión de universitarios de varios países; la novelesca andadura convertida así en ruta vagamente turística y pintoresca. Los sonoros topónimos de la región van jalonando el camino: Taracena, Valdenoches, Torija, Cifuentes, Brihuega, Morandel, Trillo..., al tiempo que placas conmemorativas en algunos de estos lugares recuerdan el paso de aquel cachazudo y aplomado novelista. La memoria que del mismo pervive es aquí desigual; campechano y dicharachero para unos, "un borde y un maleducado" para otros. Y muchos recuerdan, sobre todo, el regreso del escritor a esos parajes, que motivaría el Nuevo viaje a la Alcarria, en Rolls Royce y  con choferesa de color.

 

         Este libro no es tan solo la crónica de unas vivencias viajeras, porque plantea también  interesantes cuestiones de teoría narrativa: el juego ficcional con la realidad, la distancia expresiva  entre el redactor que leyó en su día el libro de Cela y el que ahora testimonia su viaje a la Alcarria, el modo en que leemos actualmente a los clásicos literarios, o la decisiva importancia del lenguaje descriptivo y adjetival. De la mano de esta bien templada prosa recorremos ventas, posadas, figones y paradores, en una geografía humana donde aún perviven las huellas del escritor que aquí es también justamente reivindicado: "Él, que más tarde acarrearía con el peso de hombre grosero, destemplado y tosco, una imagen que aún ensombrece su nombre y perjudica su obra, tomó la insólita decisión de abandonar el confort de las bibliotecas para perseguir el idioma donde se habla, que es en la calle y en el campo, y no ceñirse únicamente al  que consignan los libros." Por otro lado, y en claro ejercicio metaficcional, el autor entrega estas páginas, que figuradamente le ha pasado un amigo suyo -el redactor-, a un conocido de su confianza, cuyo nombre coincide con el de quien escribe esta reseña.

 

           Sabemos ya sobradamente que buena parte de la mejor literatura -de Chaves Nogales a García Márquez- anida en la crónica periodística, como un género narrativo perfectamente consolidado y autónomo. Javier Ors se viene a sumar con este libro a la rica tradición del relato  viajero de honda proyección humana. Ha contado con una selecta documentación bibliográfica sobre el libro de Cela, ha reconstruido aquella caminante experiencia, ha reflexionado sobre la verosímil impostura de la libre fabulación, consiguiendo con todo ello un libro de inteligente amenidad y comprometida excelencia literaria.

 

 

Javier Ors, Una aventura periodística. Nuevo paseo por la Alcarria de Cela, Valencia, Calambur, 2020.       

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Ferrer Solá

LA REVISTA AVANZA, EN PRIMICIA EN ESPAÑOL, EL NUEVO LIBRO DEL MEJOR ESCRITOR ITALIANO ACTUAL

TAMBIÉN INVITA A REDESCUBRIR LA OBRA DE CARMEN LAFORET, CUANDO SE CUMPLE EL PRIMER CENTENARIO DE SU NACIMIENTO

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de junio  en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores. Así, TURIA avanza, en primicia en español, el nuevo libro de relatos del escritor italiano Claudio Magris, premio Príncipe de Asturias y uno de los grandes intelectuales europeos actuales. Bajo el título de “Tiempo curvo en Krems”, este volumen reúne cinco relatos conectados sutilmente por algunos temas compartidos: la vejez, la evocación del pasado, el tiempo que adquiere una dimensión no lineal y una sensación de desplazamiento, de extrañamiento que de un modo u otro acompaña a los personajes.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

28 de mayo de 2021

            En un tiempo a menudo vertebrado por la inmediatez y la creciente velocidad de la rutina, no es de extrañar el interés que en las últimas décadas ha venido suscitando la tendencia hacia la brevedad, la concisión y la economía lingüística, que tradicionalmente ha encontrado su espacio en el microrrelato, pero que recientemente se ha manifestado a través de géneros tan novedosos como es el caso de la instaliteratura, que traslada la creación a ese ámbito hipertextual que ya forma parte activa de la vida.

            En su libro Perchas, Mario Hinojosa (Teruel, 1978), poeta, cronista y guía, hace una recopilación de algunas de las publicaciones de su muro de Facebook o su feed de Instagram, y eso explica el título unitario que da a estas instantáneas colgadas en las redes. Es de este modo como de la Nube pasamos al objeto físico del libro, y nuestro poeta, que ha acostumbrado desde el año 2009 a conducirnos con su voz por diferentes lugares en el programa de radio «A vivir Aragón», deja aquí el micrófono en favor de la palabra escrita y la imagen capturada, y de esta manera es como nos lleva a través de su lenguaje y su fotografía por las instantáneas de enclaves, momentos y recuerdos en los que somos partícipes de cómo se va abriendo ante nuestra mirada perpleja la posibilidad de contemplación de nuevos espacios líricos.

            Ya desde la cubierta apreciamos la imagen de un homo viator en blanco y negro, una silueta detenida que se mimetiza con el entorno, una memoria andante con los recuerdos permanentemente cargados a la espalda, buscando renombrar la incertidumbre al otear el horizonte mientras se pregunta cuál será el nuevo sendero de su vida. Y lo que sucede es que Mario Hinojosa en este libro opta por la errancia, por el nomadismo poético, por el apartamiento, por la evasión, por cierto beatus ille, así como por el extrañamiento que practica quien ha decidido disolverse con el entorno y hacer alpinismo en el Pico de Palomera, ascendiendo al otro lado de las cosas y trascendiendo más allá de lo meramente superficial, conociéndose con ello a sí mismo. De ahí que en este trayecto que recorre su imaginación creadora reconozca precisamente «la búsqueda incansable de la belleza en lo más sencillo de la vida» (Hinojosa, 2021: 23).

            Y es que realmente es ahí donde se encuentra el origen de esta obra, de estas imágenes y textos decantados del repositorio global de quien ha sabido encontrar su poesía en la emoción de lo esencial que sucede cada día. De esta manera, con una estructura ternaria constituida por las partes tituladas «Urdimbre», «Sin red» e «Hilos de memoria», en este libro advertimos un diálogo permanente entre imagen y texto que nos lleva desde lugares inexplorados y sobrecogedores hacia recuerdos de carne y hueso en la segunda parte y hasta una última sección de homenajes a modo de despedida.

            Así, en la primera sección, por medio de este hilo narrativo, Hinojosa, con Stairway to heaven como música de ambientación, recorre lugares despoblados del realismo mágico que es la vida, enclaves que recuerdan tanto a Comala como a Macondo, y eleva así paisajes en su mayoría turolenses a su proyección mítica e incluso a una categoría literaria, al diseminar por sus textos analogías con fragmentos de obras de Cervantes, García Márquez o Juan Rulfo.  Las imágenes presentan en esta primera parte cierto menosprecio de la urbe y alabanza del ambiente rural, con rebaños de ovejas, pueblos perdidos, naturaleza, plantas, descensos al centro de la Tierra y con ello al abismo, salvamentos y sepulturas, lugares sobre los que se cierne inevitablemente «el golpe de la despoblación» (Hinojosa, 2021: 12), imágenes líquidas en las que el tiempo fluye manso en el cauce de los ríos, y hasta señales que pretenden organizar de alguna manera el tráfico de una sociedad desordenada que a veces parece salirse de sí misma.

            En la segunda parte, el camino es ya de carne y hueso, de siluetas humanas que dan forma física a la compañía, al viaje de la infancia y la inocencia, y que construyen con su respiración apacible y retirada los «castillos en el aire» (Hinojosa, 2021: 31) de la vida. Aquí el ser humano se aparta de las aglomeraciones del mundanal ruido y se funde con el paisaje, abrazándose con la mirada al horizonte. La figura de espaldas es recurrente en estas instantáneas, y esto permite la universalización de la experiencia personal, la proyección global de la anécdota, y a su vez está íntimamente relacionado con lo que Mario Hinojosa ve de médula espinal en la naturaleza, como continuación nerviosa de la propia vida. Así, buscando lugares apartados en los que encontrar la emoción sin redes, la esencia verdadera del momento, la espalda nos permite intuir al otro lado la visión sin interferencias entre la mirada y el entorno, la experiencia de la unión más íntima. De ahí que el autor escriba «En vuestros ojos la belleza del paisaje de Teruel vuelve a levantarse del olvido» (Hinojosa, 2021: 34). Porque además el recuerdo se fundamenta como textualidad en el soporte de memoria que constituye el libro.

            Y por último, enlazando con una imagen de la segunda parte en la que lo que se hace presente es una palpable ausencia, Mario Hinojosa, consciente de que «a veces los astros iluminan la Tierra con una intensidad que duele» (Hinojosa, 2021: 45), dedica el final de su libro a las despedidas, a los homenajes a personas que, de un modo u otro, han ido dejando huella en su camino. En estas páginas hace perdurar el recuerdo tanto de Parra como de Gimondi, Albert Uderzo, Ingmar Bergman, Maradona o John Berguer. De esta forma, pasa a convertir la evocación de su muerte no en un estancamiento sino en «una sombra que volará para siempre por las tortuosas carreteras de la memoria» (Hinojosa, 2021: 42), allí donde la palabra dialoga con imágenes de geografías áridas pero de tonos radiantes, y de brumas umbrías pero de atardeceres sosegados, a modo de réquiem por el camino de encuentros y despedidas que nuestro homo viator sabe que es la vida.

 

 

Mario Hinojosa, Perchas, Zaragoza, Olifante, 2021.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Celia Carrasco Gil

Está rompiéndose el lenguaje en cada verso escrito por Antonio Méndez Rubio (Fuente del Arco, Badajoz, 1967). Sucede siempre. Una renovada rudeza que al tiempo es terneza y zarpazo. Luz. Enjambre. Nos interpela, sin dejarnos habitar el siguiente verso pidiendo tregua. La poesía de Méndez Rubio crece por entre los adoquines que la raíz va levantando al crecer. Es lumbre, fragilidad. Belleza, compromiso. Voz de otros, de muchos, la misma, lo común de la voz humana. Y escribe como anuncia el título de su antología en Huerga y Fierro: Hacia lo violento.

 

«El mundo, o como mínimo un mundo, desaparece cada vez que el poema se traiciona a sí mismo»

- ¿Qué sucede si un poema no brota de la violencia que se ejerce sobre el lenguaje?

- Que no hay poema. Que sería mejor no decir ni escribir nada antes que alimentar la cháchara expresiva que estimula la mentira de que el mundo sigue ahí, como si nada, a nuestro alcance. El mundo, o como mínimo un mundo… o más en concreto, otro mundo, desaparece cada vez que el poema se traiciona a sí mismo.

 

- ¿No es asombroso que de esa violencia el resultado sea la belleza?

- Es inevitable. No hay remedio. En psicología social, el concepto de violencia termina resumiéndose en producción de angustia. Entiendo por belleza la violencia necesaria de lo que no se entiende cómo nos puede encadenar así, una atracción que deja sin aire el aire y nos atraviesa la garganta con un imán ciego. Es el asombro que llega de lo que nos arranca de nuestra mismidad, nos embelesa y no nos deja ya volver a ningún punto de partida imaginable. La conjunción de belleza y violencia convierte nuestro pulso en la alegría de un sinvivir.

 

“El sistema nos ha envilecido más que nunca”

- «En el fondo de esa agua no hay monedas». ¿De qué modo –si es que ha conseguido hacerlo- ha envilecido el sistema la poesía? Parecía que, al ser un territorio no rentable, permanecía alejado de su voracidad, pero si se echa un vistazo a las listas de poemarios más vendidos, uno encuentra nombres ajenos por completo a la poesía.

- El sistema nos ha envilecido más que nunca, nos ha colonizado el corazón sustituyéndolo por una coraza defensivo-agresiva (lo que W. Reich llamaría una “coraza caracteriológica”). Ha sido subjetivado, interiorizado hasta el punto de volverse invisible de tan inmediato. Ya M. Foucault, en sus ensayos sobre el origen de la biopolítica, detecta en el nacimiento del liberalismo moderno, hacia finales del siglo XVIII y sobre todo en el XIX, lo que se podría considerar un ideal del sujeto que es empresario de sí mismo. La poesía, entendida como expresión lírica de una subjetividad individual, o sea, como la entiende la sociedad moderna más oficial, se ve atraída con fuerza por esa pulsión del sujeto orientado a convertirse en su propia empresa, a promocionarse como marca publicitaria… es como si la lógica neoliberal y el lugar moderno de la poesía estuvieran condenados a entenderse. Por lo demás, la poesía entendida como salto al vacío, punto de alto riesgo, práctica de lenguaje al límite, no ha podido no verse condicionada por la oleada de conformismo que se ha apoderado del ambiente social y cultural desde hace al menos unos diez o doce años, aunque ya A. Gramsci (hacia 1920) señalaba el conformismo como el mayor mal de su tiempo. Da la impresión de que se está cerrando un bucle funcional entre los intereses inmediatamente comerciales de la industria editorial y los miedos inconscientes de cada vez más gente que se resiste a la sensación de transgresión, de desconcierto. Así parece razonable pensar que se debilita la necesidad de atravesar lo desconocido, de impulsar la creatividad y la (auto)crítica sin la cual no puede haber un cambio de mundo. Cuando R. Vaneigem distinguía entre sobrevivir y vivir apuntaba a reivindicar la relación íntima, irrenunciable, entre poesía y querer vivir. Pero hoy día, tal como se presenta cotidianamente la realidad del estado de las cosas, la poesía aparece en el espacio público sobre todo como un elemento autoafirmativo, inercial, cuando no meramente decorativo. Es cosa de cada cual ponernos en medio de este circuito paralizante, exponernos a la intemperie de alguna manera decisiva, de infinitas maneras, de modo que produzcamos interferencias, ruido, temblor… que agujereemos este tejido de cobardía en expansión y lo resituemos a nuestra escala microscópica, cuántica, pero también por esto mismo quizá inapresable para los sistemas macro de monitorización que activa el orden cultural, comercial y tecnológico actual.

 

“La escritura va por necesidad hacia la violencia ilusa, sin fondo, del querer vivir”

- ¿Hasta qué punto vivir y escribir son una misma cosa?

- La clave es Kafka: no hay vida sin escritura. Se dice una y otra vez que lo malo de la poesía es que no se entiende, que no sigue ninguna lógica. Vale. En el penúltimo párrafo de El proceso escribe Kafka: “Sin duda, la lógica es inconmovible, pero no se resiste a una persona que quiere vivir”. La escritura va por necesidad hacia la violencia ilusa, sin fondo, del querer vivir. Esta condición es decisiva en la escritura y la lectura, en el lenguaje y la escucha, y lo es tanto más cuanto más cerca está la raíz de cada decisión de la de cada paso o acto que se cruza cuando llegamos a decir algo. Es como si el momento arbóreo de deci(di)r arraigara en una tierra imprevisible. 

 

- ¿Qué se pierde si nos falta la atención?

- El mundo. Cualquier mundo. Todo.

 

- ¿Qué se requiere para «arder con la fuerza del hambre»?

- Sentirnos como madera creciendo por debajo de una tierra oscura, sin agua, sin alimento, que es como de hecho nos sentimos cuando estamos sin quien amamos. Cuando alguien se siente sin nadie, sin tú, sin ti, sabe responder a esta pregunta, aunque no sepa hacerlo con palabras, sabe lo que implica de pasión y dolor, de pérdida que arde, como diría Gamoneda. Sé que hay un hambre que no es mía, sé que hay “colas del hambre”… sé que gracias al poema ofrezco para compartirla el hambre que sí tengo.

 

“Lo poético se nutre del encuentro con lo(s) otro(s)”

- ¿Qué porción de voluntad, de azar, de amor, de violencia hace falta para «hacer que el mundo no sea otra vez el mundo»?

- Lo único que tengo claro es que, sea la porción que sea, sea una porción compartida, puesta en común. Que nos une justamente por no ser de nadie. Lo poético, en su sentido más abierto de creatividad común, anónima, inscrita secretamente en nuestros cuerpos, se nutre del encuentro con lo(s) otro(s). Me acuerdo de un capítulo del libro La vida secreta de los árboles que se titula «Juntos funciona mejor», y donde se explica despacio cómo los árboles, desde la punta de cada rama hasta el principio de cada raíz, se buscan, se cuidan recíprocamente y comparten “la lucha por la luz”. Es algo así, con la poesía sucede algo probablemente muy similar.

 

- «“Eres verdad” –y es no un poder». ¿Cómo se reconoce lo auténtico en un momento en el que la verdad se ha devaluado, importa menos? En otras palabras, ¿cuánto ilumina el azar en el poema?

- Practico y estudio el I Ching casi a diario. Desde la perspectiva china antigua, tal como se sintetiza en el Libro de las Mutaciones, la verdad se equipara al vacío interior, en el sentido de un estado de máxima receptividad y disponibilidad. Es ahí donde el azar actúa como una semilla de verdad: el Sujeto, el Yo no puede manejar ni controlar eso, no se empodera ni se enseñorea de las situaciones y los cambios que atraviesan su vida íntima y común. No es una renuncia, es un anti-poder que deja huellas en un anti-discurso que se abre a vivir el mundo como un cruce eléctrico de signos. El pensamiento moderno occidental exige la institución de un Yo directivo, supuestamente autónomo y robinsoniano. Para combatir esto probablemente haya que entrar en una lucha personal y colectiva, poética y política (“lo personal es político”, como decía el grito de guerra feminista). Pero esa lucha parte del principio de que verdad y poder no se corresponden sino que, al contrario, todo aquello que bloquea la circulación libre de energía, de deseo, se vuelve una forma de reproducir «la cuestión del mal». Esta es la forma en que la cultura china de hace más de tres mil años nos ayudaría hoy a no seguir construyéndonos corazas, ni en el poema ni en el día a día. Es deci(di)r: a dar el primer paso para emprender la ruta extraviada que nos ayude a ser de verdad antifascistas.

 

“Rezo por salir del miedo”

- ¿A qué teme y a qué le reza el poeta?

- En mi caso, y sin ningún ánimo de generalizar, rezo por salir del miedo, por reconstruir mi vida sobre el apoyo incierto de aquello que me ponga ahí, que me exponga, que no sea miedo sino lo otro del miedo. Sin la poesía no podría ni intentarlo. Así que eso ruego a los dioses existentes y también a los inexistentes, por si acaso…

 

- Un «cuerpo que no piensa solo en sí», ¿es un cuerpo más vivo?

- Sí o sí, ¿no?...

 

- «Te puedo dar mi palabra». ¿De qué salva la poesía?

- De estar a salvo. «Todos estamos en peligro», como avisó Pasolini poco antes de morir salvajemente asesinado.

 

“El poema es un lugar para aprender a escuchar”

- El poema, ¿nos escucha o nos habla? Si «cualquier fuga puede hablar», ¿hay algo que tenga que callar en el poema, algo que deba hacerlo?

- Me parece que el poema no es un lugar para hablar sino para aprender a escuchar. Para hacer sitio donde se oiga(n) lo(s) otro(s). Por eso mismo lo poético requiere un lenguaje otro, una comunicación otra, a la que se tiene miedo, o que directamente se desprecia como «oscuridad», cuando eso es solamente un síntoma de las zonas de sombra que nos constituyen. Sin oscuridad no hay deseo, no hay seducción, no hay encuentro, creo… Esa especie de extranjería o exilio (im)propio de la práctica poética es como una señal que nos marca el rumbo en medio de la tormenta de lo real. Hay un poema sin título de Hannah Arendt que apunta hacia esta apertura de/a la alteridad, y que dice así: «Habiéndome confiado por entero a lo que no me resulta familiar, / mostrándome cercana a lo foráneo / y próxima a lo remoto, / pongo mis manos en las tuyas».

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

30 de abril de 2021

 

Hablaba Szymborska, en su discurso después de la concesión del premio Nobel, de la duda, de la necesidad de dudar para poder entender. Hablaba del no sé como respuesta inherente a la perpetua pregunta del poeta, en este caso. ¿Cómo resolver que no hay base firme, que el tal vez es más cierto que la certeza, que el vuelo se aproxima más a nuestra respiración que el paso?, ¿cuál es la reacción ante la perplejidad o la herida? Voy a responder sin demasiada rotundidad: el silencio. Hablar y callar acaso sean dos marabuntas igualmente violentas. Y esto, este impulso preparatorio para decir o no decir, genera lo extraño. Intuyo que la escritura de Arturo Borra es una escritura perpleja, esto es, hay extrañeza en el afuera y en el adentro, por tanto, la palabra se comporta como esa extraña que intenta ser vestigio y memoria.

 

     Desde lejos (Eolas ediciones, 2020), este inquietante y portentoso libro, nos embadurna de tiempo y de fisuras: el ser que se aleja —de sí y de sus lugares— y la acechanza de un desconcertante vacío: «late en mí / el desfiladero».

     El libro se inicia con dos acertadísimas citas de Simone Weil y René Char, que abren el orificio de dos irrevocables agujas que el poeta henderá en los versos: extranjería e incertidumbre. Estos topos son la lanzadera de las lesiones que se van apelmazando en los versos: la inconsistencia, el miedo, la distante cordura, la suciedad política y social, etc.; y también, cómo no nombrarlo, ese reducto que es el amor desde donde poder visitarse a uno mismo y mantener la dignidad —y la esperanza.

     No hay secciones; la lectura se ofrece en su desbordamiento como una fronda repleta de alegorías o de refuerzos sintácticos desmembrados por la barra interna de muchos de los versos. Así mismo, los poemas encierran en corchetes sus títulos —concisos, esenciales, en su gran mayoría una sola palabra—; visualmente actúan con tal rotundidad que la lectura que a continuación se inicia ya proviene de un cierre, de una extenuación. Cabría insinuar que los signos ortotipográficos son actantes, no solo especifican sino que explican y se comportan como verdaderos nutrientes del contenido.

     Intuyo, nuevamente, que de entre los bellos y perturbables hallazgos que podemos encontrar en la escritura de Arturo Borra está esa atmósfera reconocible e íntima que se ancla al grumo desnudo de la inocencia. ¿Cómo, si no, las incesantes preguntas, la infancia en carne viva —y su expulsión—, el no retorno a nada, la extranjería ubicua o el dolor por aquellos que pierden la vida durante las extenuantes travesías para, paradójicamente, poderla mantener?

     En el magnífico texto introductorio de Alfredo Saldaña se trazan sabiamente las constantes que permanecen en la poesía de Arturo Borra. Repasando alguno de los libros anteriores del poeta, leemos en Para trazar lo imposible: «[...]Hacer del tránsito / una patria oscura» o «Si no nos expusiéramos al viento, ¿cómo podríamos sentirnos acariciados por lo lejano?». El viento, efectivamente —y como también apunta Saldaña—, actuaba como un desfibrilador reactivando la andadura, aun a pesar de la liviandad del paso. En Desde lejos también cruza —el viento— los versos como habitante interno, pero es el vacío o el hueco la gran fosa que detona la palabra. «[...]Para no callar/, escribir la hendidura», nos encontramos en Todo tanto; «Que el vacío se convierta en lugar de lo naciente.», oímos en el primer poema de Desde lejos.

     La palabra, que nombra y vacía, su no lugar y sus ocultos desdoblamientos, ¿acaso puede deambular como un eco sorprendido en donde la sustancia —el es— pueda significarse?; ¿puede retener en su vastedad el preciso hematoma que produce lo extraño? La razón poética (María Zambrano), tal vez condensada en el intento, abre pozos en el pozo, hay en ella un «irse vaciando en el vacío» (Clara Janés).

    No es en balde que Arturo Borra incluya cuatro Poéticas en Desde lejos —hay que tener en cuenta sus ensayos publicados sobre el lenguaje poético y el exilio— y dos Sabidurías. Las primeras articulan, curiosamente, un posicionamiento vital que deja —¿al margen?— la reflexión sobre el lenguaje, de manera que el poeta, sabedor de su impostura pero también de la necesidad de este, la disemina, como si se tratase de perdigones, por todo el libro —así el título de muchos de los poemas: [Idioma], [Lengua muerta], [Palabra desamarrada], etc—. En las Sabidurías, volvemos a lo inicialmente apuntado, la duda: «yo no sé quién sabe qué / qué yo/ quién / decime vos que vas preguntando / sin voz», en la primera; «¿Y quién sabe morir?», en la segunda. Es inevitable entrar en los Libros Sapienciales y leer lo siguiente: «De improviso hemos sido engendrados, | y después de esto seremos como si no hubiéramos sido [...]» (Sabiduría 2,2). La muerte es ese paseante mudo que alumbra nuestro eco y del que no sabemos nada salvo su existencia cierta; así, la desaparición sucede como un desalojo callado. También la oscuridad —esa materia que se revela en el morir— es aliento en los versos de Arturo Borra: «No importa que la penumbra sea: / así se confunden los pasos / que llegan desde lejos / como un ritual de despedida». El poeta bordea el filo de la oquedad en la lengua e incesantemente pregunta, y se pregunta, cómo se regresa, y quién lo hace.

     Pongamos que vuela, la palabra, como el jazmín en noches lentas. Pongamos que, como apuntó Rilke, desemboca en silencio. Arturo Borra, extraño de sí mismo y de su voz, ausculta la naturaleza del ser, disecciona hábilmente las incisiones dolorosas que nos perforan, deambula lejos para comprender que el afuera también convierte la palabra en hueco —«[...]todo barranco es más real / que la cercanía.»—; de lejos delimita magistralmente los cercos de la memoria —lo expulsado que permanece— y, de lejos, da cuenta de los registros perdidos que le instan a reconocerse.

     También desde fuera urde el recuerdo de la infancia —modismos y giros de su tierra natal e imágenes devueltas al ahora—. Con el lenguaje busca la casa en silencio: «un solcito/ un árbol/ otra palabra / que abrazar/ manto verde / para cubrirse del desierto» y en esa distancia reconstruye la mirada: «aprendiendo a mirar / desde lejos». Extrañar lo vivido acaso retumbe como una onda en el agua que agranda su movimiento, pues allá están los sonidos irrompibles que siguen acuciando al rumor del presente (es inevitable recordar aquí aquellos matices consternados del Libro del desasosiego, de Pessoa).

     Esta escritura limada en el vínculo sobrecogedor de la propia imagen, que expone, apabullante y precisa, la carencia de abrigo, se refleja en el lector como si se tratara de un espejo. Solo cabe circunvalar los intensos poemas que nos brinda su autor y, acto seguido, estremecerse y asistir a un ritmo despiadado de lucidez, de belleza y, si acaso, de desazón.

     «¿Y quién no arrastra sus lechos secos, zonas baldías donde depositamos las pérdidas?», nos dice Arturo Borra.

     ¿Quién no lo hace?

 

 

 

                                                    

Arturo Borra, Desde lejos, León, Eolas Ediciones, 2020.

    

     

Escrito en La Torre de Babel Turia por Lola Andrés

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