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Un escritor no deja de ser un artesano que moldea palabras para crear una obra. El hecho de que su materia prima no sea un objeto tangible no quiere decir que sus creaciones no puedan emocionar a un lector, a una persona que penetra en las entrañas del lenguaje -en este caso- y halla un placer estético semejante al del espectador que contempla la obra de un trabajador manual. Esto es lo que uno hace, con mayor o menor habilidad y desigual fortuna, cuando escribe, por ejemplo, una columna de prensa para un periódico.

Igual que hay buenos artesanos, hay buenos escritores y mejores y sobresalientes. El periodista Ander Izagirre (San Sebastián, 1976), que lleva muchos años publicando crónicas y reportajes, pertenece a esta última categoría. Para comprobarlo, solo hay que acercarse a un libro que publicó hace quince años y que la editorial Libros del K.O. acaba de rescatar ahora: Los sótanos del mundo.

El origen de esta obra está en el viaje que el autor realizó, junto a un grupo de expedicionarios en 2001 que, lejos de ascender las cumbres más altas del planeta, se propuso bucear en las depresiones geográficas de los cinco continentes. Comandados por Josu Iztueta, los viajeros se internan en terrenos sometidos a condiciones climatológicas extremas y, a lo largo de nueve meses, se topan con un sinfín de personajes de lo más variopinto: mineros, militares, maestras, expatriados. Vidas, en general, poco comunes como la del misionero que deja su existencia confortable y se establece en un poblado inhóspito de África.

Los sótanos del mundo es un libro que mezcla la aventura de viajar con la tradición de las regiones exploradas y las vidas -a veces, al límite- de personas anónimas. Hay en estas páginas una rigurosidad escrupulosa al abordar la intrahistoria de cada territorio, gran delicadeza a la hora de entrevistar a sus habitantes y precisión total en el aporte de datos. Estas crónicas trepidantes, perfectamente documentadas y escritas con una maestría compositiva sobresaliente, demuestran que el periodismo bien hecho es una forma excelsa de literatura.

Ander Izagirre ha declarado en más de una ocasión que sus trabajos nacen de manera azarosa: lo mismo de un conflicto civil que de hechos denunciables como la explotación infantil, un tema que estudió en Potosí, su otro gran libro. Pero absolutamente todos tienen un común denominador: la curiosidad. Ella es la que le lleva de un continente a otro a conocer la existencia de diferentes culturas y, lo más importante, a ponerse por un momento en el lugar de los otros. De ahí nace el periodismo más genuino. Y tantas otras pasiones. Porque, ¿qué le queda a una persona que carece de curiosidad?

 

Ander Izagirre, Los sótanos del mundo, Libros del K.O., 2020,

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Íñigo Linage

Hay maneras de escribir que saben a pan con membrillo, modos de pespuntar frases que resultan combas con las que saltar en ellas, formas de articular las historias que prenden una sonrisa que nos acompaña aún de noche. Todo esto (tono, oficio, belleza, humor) tiene Lo malo de una isla desierta (Pre-Textos), el primer libro de relatos de Javier Echalecu (Madrid, 1981), un territorio en el que sin duda aventurarse dichoso. Atentos a esa portada de la poeta y collagista Tere Susmozas.

 

- ¿Compensa perder una sala de estar (extrañísimo nombre, por más cotidiano que sea su uso) y encontrar una litografía de Kandinsky?

- Sí, efectivamente, tiene algo extraño el nombre de «sala de estar», aunque se trata de uno de esos sintagmas usados con tanta frecuencia que, al final, no somos capaces de percibirlo (de percibir su extrañeza, digo). De hecho, ahora que lo dices, me pregunto cómo se habrá traducido a otros idiomas en los que no existe la distinción entre ser y estar. Seguramente tenga un nombre mucho menos sugerente. Hay que ver, con lo fabuloso que sería hablar de una «sala de ser»…

Perder una sala de estar es lo que le ocurre al matrimonio que protagoniza el relato. El día de su aniversario, al llegar a casa, se encuentran con que ha desaparecido esa habitación y que, en su lugar, aparece una pared de la que cuelga la litografía de Kandinsky que mencionas. Puede parecer absurdo -y lo es, claro-, aunque menos de lo que parece si tenemos en cuenta que esa sala de estar ha ido, efectivamente, desapareciendo de la mayoría de nuestras casas a causa de la presión inmobiliaria.

Y no compensa, desde luego, no compensa. El matrimonio lo tiene claro: por mucho que los demás (policía, bomberos, ayuntamiento, empresas de mudanzas o sus propios amigos) les aseguren que toda pérdida tiene sus ventajas, y les recuerden que podrían haber perdido algo peor (ponte que hubieran perdido el cuarto de baño), ellos insisten en recordar la pérdida de esa sala de estar en la que un día hicieron vida. Y de esto último trata en realidad el cuento. Vale que vivir sea perder cosas (la frase es de Ana María Matute). Hasta ahí, estamos de acuerdo. Pero, en fin, una cosa es que aceptes que a veces toca perder, y otra distinta es que te quiten también el derecho a ser escuchado. Esto es lo que verdaderamente le ha sido arrebatado al matrimonio. No tanto una sala de estar, como el derecho a la palabra.

 

“La extrañeza no es sino nuestra condición natural”

- «Hoy nadie se acuerda de Leónidas Gagarin». Pensé al leer este arranque que tampoco nadie se acuerda de Leónidas Lamborghini. ¿De qué depende que uno se convierta en un extraño? ¿No siempre la justicia poética ejerce su cometido?

- Me atrevería a plantearlo al contrario. La extrañeza no es tanto un estado al que nos pueda conducir el azar o ciertas decisiones, sino nuestra condición natural; es decir, que no se trata de evitar el riesgo de convertirse en un extraño, sino de tomar conciencia de que, en el fondo, somos eso: unos extraños, y extraños tanto para los demás como para nosotros mismos. Los malentendidos, a mi juicio, se generan al creer lo contrario.

Y por lo que se refiere a la fama, bueno, el otro día leí en internet una frase de Umbral que me viene como anillo al dedo. Decía que la gloria se acaba a la vuelta de la esquina, y que no soporta un trayecto de autobús en extrarradio. Pues bien, ese trayecto es el que experimenta el pobre Leónidas Gagarin, aunque en vez de en autobús el trayecto lo hace en una nave espacial que llega al lado oscuro de la luna.

Por un tiempo, Leónidas vive en la espuma de la fama. Te lo puedes imaginar: desfiles, genuflexiones, ríos de vodka. Y luego, pasado unos años, cuando deja de ser una novedad, o sea, cuando la sed del espectáculo pone sus ojos en otros héroes, acaba defenestrado, anunciando calzado barato, integrando la masa de los olvidados. El espectáculo debe continuar. El mismo espectáculo que glorifica a Leónidas lo devora, lo digiere y lo evacúa. Como dice la canción: The show must go on.

En resumen, en su caso no hay justicia poética. No niego que esta exista en algunas ocasiones. Pero si la justicia civil es ciega, quizá la poética sea tuerta. Además, ya sabemos que en la construcción del canon literario intervienen muchísimos factores extraliterarios que nada tienen que ver con la justicia.

 

- ¿Qué deberíamos de aprender, en el caso de que hubiera que aprender de ellos algo, de quien «se esconde de su propia grandeza»?

- Tal vez su sentido de la protección. La vanidad es, además de ridícula, peligrosa. Conviene esconderse lo mejor posible de ella y, si te encuentra –porque seamos sinceros: cada cierto tiempo nos encuentra– lo mejor es entregarle algo en prenda y aprovechar su distracción para volver a huir. La vanidad nos deforma. La vanidad, como en el cuento del emperador, nos hace pensar que llevamos un vestido precioso cuando en realidad vamos desnudos.

 

“No somos algo hecho de una vez por todas sino algo abierto: algo siempre pendiente de hacerse”

- Para que uno, cualquiera, se parezca a su propia vida, ¿qué conviene hacer?

- Una persona a la que tengo mucho aprecio me dijo una vez: ¿y a qué podemos aspirar si no a convertirnos en una metáfora de nosotros mismos? Es una frase que se me quedó grabada, que me vuelve cada cierto tiempo, y creo que porque se opone radicalmente al mantra que tanto se escucha de «ser uno mismo».

Cuando pronunciamos esta última frase, sugerimos que existe un «uno mismo». O sea, que si conseguimos apartar las ramas del bosque, encontramos nuestra esencia. Y así, todo el secreto de la felicidad consiste en localizar ese yo verdadero que estaría esperándonos, como si se tratara de una flor con los pétalos desplegados que está ahí esperándonos, oculta entre arbustos y matorrales.

Bueno, no voy a negar lo importante que es saber lo que queremos y lo que nos hace sentir incómodos, pero lo cierto es que, si profundizamos un poco, nos daremos cuenta de que no somos una cosa que se pueda conocer. Y no lo es porque no somos algo «dado». No somos algo hecho de una vez por todas sino algo abierto: algo siempre pendiente de hacerse. Lo que somos es aspiración y posibilidad. Y quizá esto entra, más que en el ámbito del conocimiento, en el de la revelación.

Por eso creo que siempre hay como un desajuste entre nuestra vida y nuestro ser. Es contradictorio, lo sé, porque ¿qué somos sino nuestra vida? Y, sin embargo, a veces parece que vida y ser no terminan de acoplarse. Como si al mismo tiempo fuéramos y no fuéramos nuestra vida. Supongo que a esto se refería Machado cuando hablaba de la «esencial heterogeneidad del ser», o así lo interpreto yo, al menos.

 

- Si uno, durante los momentos previos de una cita, guarda la certeza de que el mundo estallará en mil pedazos, ¿conviene acudir a ella, llegar tarde o mantener el tipo y ser puntual? 

- Lo curioso es que uno puede imaginar el fin del mundo, pero no el final de uno mismo, a pesar de que la experiencia demuestra que suele ocurrir lo contrario: que es uno el que termina, y el mundo sigue adelante tan pancho. A veces, sí, imaginamos nuestra propia muerte, pero en realidad lo que hacemos es fantasear gozosamente con el dolor que nuestra ausencia provocará en los demás. Por cierto, es irónico que, para poder imaginar el acto más personal de todos, el de nuestro propio final, necesitemos llenar nuestra fantasía de los demás. Solo podemos ver nuestro final a través de los ojos de otros.

Dicho lo cual, respondiendo a tu pregunta, yo actuaría como el protagonista del cuento: aun sabiendo que va a llegar el fin del mundo, mantendría el tipo y trataría de robar un último beso. No se me ocurre mejor manera de despedirme del mundo.

 

“Sigo sintiéndome un imitador de voces y me temo que siempre será así”

- Pensando en el relato ‘Adverbios en mente’, ¿cuánto de genuino tiene Javier Echalecu como escritor y cuánto de heredado?

- Marco Aurelio comienza sus meditaciones indicando qué ha aprendido de cada ser querido, qué rasgos personales debe a cada cual. Es una muestra de agradecimiento a todos ellos con la que viene a decir: yo soy lo que soy gracias a vosotros. La protagonista de Adverbios en mente, sin embargo, hace lo contrario. Se pone a diseccionar obsesivamente su personalidad e identifica qué rasgo de su personalidad es original suyo y cuál viene de una influencia de los demás. Al final, claro, se da cuenta de que, si arranca de sí misma cada uno de esos rasgos que vienen de fuera, se queda sin nada, pues no somos sino una suma de los demás, o sea, que estamos hechos de influencias.

Pues bien, este deseo absurdo de originalidad de la protagonista me ha perseguido durante mucho tiempo como escritor. Siempre me ha obsesionado no tener una voz propia. Siempre he tenido la impresión de que mis relatos imitan la voz de otro autor. Que soy un «vampiro» de los estilos, como el personaje protagonista de El congreso de literatura de Aira. De hecho, cuando escribo, siempre tengo en la mesa los libros de los autores en los cuales me encaja ese tipo de cuento.

Esta venenosa obsesión la he tratado de exorcizar con la escritura de este relato, riéndome un poco de mí mismo, pero creo que solo lo he conseguido en parte. Sigo sintiéndome un imitador de voces, y me temo que siempre será así: hay autores que tienen una voz reconocible libro tras libro; en mi caso, tengo la impresión de que la voz cambia de relato en relato, y solo pasado un tiempo, cuando he tomado distancia, he podido descubrir ciertos temas que unen los relatos de este libro. Hasta hace poco el libro me parecía algo descoyuntado. Ahora no, ahora empiezo a ver un ser vivo.

 

- V3* tiene cierta incapacidad para entender las señales del otro. ¿Cómo se sabe cuándo una idea merece amasarla hasta convertirla en cuento? ¿Cómo se sabe que un cuento no funciona, que hay que dejarlo en el cajón?

- Me hace gracia que me plantees esto con un cuento que, de hecho, estuvo mucho tiempo en el cajón y que al final resucité por sugerencia de un par de amigos. Luego me he encontrado (lo que son las cosas), con que hay quien lo tiene por uno de los mejores del libro. Y algo parecido me ha pasado con el último cuento: Imagen del futuro. Lo encontré de casualidad, mientras buscaba otro archivo, en la papelera de reciclaje del ordenador. Lo había desechado porque no me gustaba. Y cuando lo encontré, me dije que era un cierre estupendo del libro, y ahora es uno de los textos que más me gustan.

Te diría que uno puede estar seguro de que una idea merece ser amasada cuando, en contra de nuestra voluntad, a pesar de haberla rechazado, vuelve una y otra vez, como esos comerciales de las compañías telefónicas que insisten en llamar a casa. Cuando esto ocurre, lo que en realidad está pidiendo la idea es que la enfoques de otra manera, que le des otra forma, que escribas el relato desde otra perspectiva y estilo. En todo caso, te confesaré que yo no suelo escribir tanto a partir de ideas como de una frase que me asalta. Y esto me lleva a tu segunda pregunta: el cuento acaba en el cajón cuando tu intuición te dice que ahí debe acabar. Lo cual no obsta para que, por si acaso, preguntes a algún amigo. Mi intuición es un poco despiadada, y he de cuidar que no me juegue alguna mala pasada.

 

- ¿Cuánto de Sísifo tiene el escritor? ¿Y el hombre?

- Escribir un libro no se diferencia mucho de cargar con una roca hasta la cumbre. Luchas como un loco, con un empeño que roza lo absurdo, por escribir una buena frase, vas superando con dificultad párrafo tras párrafo, estás cada vez más cerca del final de la montaña, y, sin embargo, cuando parece que estás a punto de conseguirlo, llega el momento de la decepción: eso que estabas escribiendo deja de gustarte y la roca cae montaña abajo. Y vuelta a empezar. Y así cada día. Se supone que uno va ganando experiencia cuanto más escribe, pero el otro día leía una entrevista a un escritor famoso que reconocía que para él escribir es siempre empezar de cero.

Además, uno escribe buscando la obra redonda. La Obra con mayúsculas. Una obra que no existe y que, gracias precisamente a esto, nos impulsa a seguir escribiendo pues nunca perdemos la esperanza de escribirla algún día. Ese día, como digo, no llegará nunca. Y mejor que sea así: porque si escribiésemos algo que nos satisficiera plenamente, algo rotundamente perfecto, inmediatamente dejaríamos de escribir. Esto vale no solo para el escritor sino para el hombre en general. Es de lo que habla el cuento de Sísifo desencantado. Es una reflexión sobre el deseo. No es Sísifo quien sostiene la roca: es la roca la que lo sostiene a él.

 

- Sísifo. Si «el verdadero peso de la roca no se halla en la roca», ¿dónde se coloca?

- Hay una novela estupenda sobre la guerra de Vietnam, Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, escrita por Tim O’Brien. He dicho novela, pero en realidad es una suma heterogénea de historias, podríamos decir que un libro de relatos interconectados. En el primero de todos, un soldado describe obsesivamente las cosas que cargaban en los macutos convirtiéndolos en una carga tan pesada: las cacerolas, las cantimploras, las pastillas, las tabletas de sal, los repelentes antimosquitos. Pero luego, hacia el final, nos advierte que no son estas cosas las que volvían pesadas aquellas mochilas. Era el bagaje de emociones que portaban esos hombres que podían morir. «Pena, terror, amor, añoranza». Dice el autor: «Eran cosas intangibles, pero aun siendo intangibles tenían una masa y una gravedad específica propias, tenían un peso intangible». También ahí está el peso de la roca de Sísifo (el peso de las mochilas que llevamos cada uno). En las cosas intangibles.

 

“No me arrepiento de haber esperado porque creo que eso me ha permitido salir con un libro del que me podré sentir orgulloso dentro de unos años”

- Le devuelvo una pregunta: «¿Hay satisfacción comparable a la de un hombre honrado que cumple con su destino cuando ya nadie lo espera?»

- Te diría que me aplico la pregunta porque he publicado este libro, mi primero, a los casi 40 años, y más de uno (yo mismo en los momentos de duda) pensaba que me iba a tirar toda la vida escribiendo y tachando, escribiendo y tachando. Hoy siento una satisfacción muy grande al verlo en las librerías. Al verlo en una editorial como Pre-Textos. Una satisfacción casi tan grande como la que años atrás imaginaba que iba a sentir cuando me ponía a fantasear con este momento (la felicidad que uno dibuja en su cabeza, claro, es inalcanzable en la realidad). Y te soy sincero: no me arrepiento de haber esperado tantos años porque creo que eso me ha permitido salir con un libro del que más o menos, con todas sus virtudes y defectos, me podré sentir orgulloso dentro de unos años cuando eche la mirada atrás.

 

- ¿Conviene reconocer a un ángel?

- Se supone que los ángeles son seres ingrávidos, pero, la verdad, hay algunos bastante pesados. Si el que nos encontramos es como el del relato de Mosaico, es decir, uno que va de salvador y que, sin haber bajado jamás el barro, sin haber puesto jamás un clavo, pretende convencernos de que sabe de la vida más que nosotros mismos, casi mejor pasar de largo y hacer oídos sordos.

 

“Lo que más detesto en la literatura es la ñoñez y la grandilocuencia”

- ¿Cuál es el escritor que más admira y el que más detesta?

- Admiro a escritores y detesto estilos de escritura. Podría decirte que ese escritor más admirado es Marcel Proust y que lo que más detesto en la literatura es la ñoñez y la grandilocuencia. Alguno habrá que diga: pero ¿no representa Proust justamente esto? Para mí, no. Para mí Proust, como dijo Lawrence Durrell, es la anarquía con buenos modales. Con Proust el hombre empieza a fragmentarse, y no por otra razón Beckett lo leyó obsesivamente. Por cierto, tiene un estupendo ensayo sobre él.

 

- Pinchatripas, chupacharcos… ¿cuánto de elegancia tiene el insulto?

- Escuché una vez a Hipólito G. Navarro decir, en broma, que a él lo que le gustaba era escribir títulos, pero que los editores les obligaban a añadir un cuento a continuación. Me sirve la anécdota para decir que el cuento de X por X’ es casi una excusa para poder traer de vuelta algunos de esos insultos tan sonoros que atesora la lengua española. En ello influyó un buen compañero de trabajo, hoy amigo, que tenía un arsenal de artefactos verbales de esta clase (lo recuerdo acusando a uno de ser un pataliebre, a otro mascachapas…) y, por supuesto, el María Moliner. Si buscas la palabra «zascandil», fíjate que cantidad de joyas aparecen: ligero de cascos, chafandín, chiquilicuatre, cirigallo, danzante, danzarín, enredador, saltabancos, saltabardales, saltaparedes, sonlocado, tarambana, tararita, títere, tontiloco, trafalmejas. Creo que usé varios de estos insultos en el cuento. Casi es un honor ser insultado así.

 

“Un niño te quita tiempo, pero a cambio te da vida”

¿Compensa, pues, marcharse a una isla desierta, a pesar de lo malo?

- Yo no me iría, desde luego, pero así dicho parece que hablamos de islas desiertas que se encuentran en recónditas latitudes, fuera de nosotros, y creo que el libro habla en realidad de las que podemos encontrar en nuestro interior. Me dijo un amigo, con buen criterio, que el libro estaba lleno de personajes obsesivos (además de cretinos, lo que me hizo bastante gracia). Y son estos personajes obsesivos los que terminan en una isla desierta. En la isla de sus pensamientos. Nada bueno puede tener estar incomunicados con el exterior, y quizá haya retratado varios de estos personajes, un poco llevados al extremo, precisamente para conjurar ese riesgo en mi vida, porque yo mismo tiendo a veces a practicar el escapismo interior. Dejó una cáscara ahí fuera, en la realidad, y me retiro a pensar mis pensamientos. Por suerte, hay cosas que tiran de ti e impiden que acabes en una isla. Que te devuelvan a la realidad. Una de ellas es un hijo. Un niño, como ha escrito Eloy Sánchez Rosillo en su último libro, es un maestro de la felicidad. Un niño te quita tiempo, pero a cambio te da vida.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

14 de abril de 2021

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nunca me ha gustado la leche:

el tacto del cuajo en el paladar,

su lento y caliente descenso

hacia el interior de la infancia.

 

La fe nutricia de las madres

sostuvo a la mía en la lucha

contra mi terca negativa.

 

Monjas y pediatras se comportaron

como artilleros

en la perdida batalla del gusto.

 

La insistencia del mundo reforzaba

la vehemencia de mi rechazo.

 

Sus tibias órdenes tan solo

lograban adensar el líquido

en mi garganta,

cerrar la esponjosa niñez

de mi barriga,

incapaz de ingerir la láctea

blancura y su promesa.

 

El recuerdo del hambre,

tenazmente agarrado a los huesos,

convertía la mala digestión

en una variable inconcebible.

 

-Quien hubiera tenido leche a mano

en aquella época-

susurra una de mis abuelas,

al fondo.

 

Pese a todo, el tiempo empuja

y mi pequeño cuerpo alambrado

fue adquiriendo, poco a poco,

la fortaleza

                   destartalada

del imparable crecimiento.

 

La juventud me libró del regusto

fermentado de aquella infancia

y me hizo creer

que los blandos guardianes

de la primera edad

ya no eran necesarios.

 

Los huesos, que nada sabían

entonces de falta de calcio

ni de vulnerabilidad

ni de lo que será quebrarse,

mostraban la pujanza de la vida,

el vibrante deseo de ser.

 

Vinieron la sed y los viajes

y los cuerpos y las bifurcaciones.

 

Empecé a tener miedo,

no de los dragones y sus escamas

brillantes, sino de mí misma.

 

Después de deshacer el mundo,

decidí construirlo.

Maduré, quién sabe.

 

Lo único cierto es que

nunca me ha gustado la leche,

tampoco ahora.

 

Y, sin embargo,

si aprieto muy fuerte los ojos,

solo pienso en cuánto me gustaría

escucharle decirme una vez más:

 

“un vasito de leche y a dormir”.

Escrito en Lecturas Turia por Bibiana Collado

El último poemario de María Negroni (Rosario, 1951) condensa una perplejidad ante la ausencia mayúscula, la de Dios, al tiempo que reflexiona –una vez más– sobre la insuficiencia del lenguaje para el decir. Oratorio (Vaso Roto) está pespuntado por un prontuario de preguntas imposibles formuladas desde una primera del plural, un nosotros que insiste en lo que de común tenemos, y que incide, asimismo, en el extrañamiento compartido. «y he aquí que se yergue/ en la canci´n vencida/ y se desvive y clama/ por alcanzar el sentido/ de la voz carnal/ y después cae/ y se levanta/ y vuelve a caer/ radiante en sus harapos / y lo que sigue es una fiesta/de perspectivas más que humanas/ –porque caer es una gracia–».

 

Si la atención es la oración natural del alma, como proclama la cita que antecede al poemario, ¿cuál es la del cuerpo?

No lo sé, habría que preguntarle a Malebranche.

 

Hablando de atención, cuando lo leemos, ¿el poema escucha o nos habla?

Las dos cosas y más. El poema es una caja de resonancias donde conviven la voz de quien escribe, la voz de quien lee y proyecta en su propia caverna de obsesiones lo que cree entender y también la voz muda, es decir el silencio que rodea y sostiene lo dicho y lo no dicho.

 

¿Es, el poema, el oratorio, el lugar más adecuado para orar?

Tomo la idea de «plegaria» de Malebranche en un sentido profano. Quizá convendría recordar que toda palabra nace siempre de un deseo de mutismo y que detesta las normas, y, por eso, escribe frases que son plegarias y también ladridos. La plegaria que me interesa sería una manera de estar profundamente conectada con la vida, con sus regalos y sus pruebas, su demanda absoluta, tanto de obediencia como de insumisión.

 

El oratorio nos remite a un lugar íntimo entre el creyente y dios; al tiempo, algunas preguntas que brotan en el poemario utilizan la primera del plural. ¿Hay una imposibilidad de escucha común?

Ante todo, habría que aclarar que la palabra «oratorio» remite también a un género musical dramático sin puesta en escena, ni vestuario ni decorados cuyo tema puede o no ser religioso. En cuanto a la primera persona del plural, creo que obedece a la conciencia cada vez más aguda de que el sufrimiento y el asombro y el miedo y la maravilla absoluta de la vida constituyen una posesión común.

 

«porque no ver es hermoso», ¿cuál es el nivel de incertidumbre que sostiene el poeta cuando escribe?

Ese nivel de incertidumbre es total. Si uno pudiera «ver», no habría escritura.

 

Además de la poesía y de la fe, ¿hay algún otro camino que nos conduzca «al país que anhelamos/ adentrísimamente»?

Los caminos hacia «ese país que anhelamos/adentrísimamente» son infinitos. Brotan unos de unos otros, se ramifican con cada encuentro y cada discrepancia, cada encrucijada, cada nueva dificultad, cada amor inesperado. ¿Por qué reducirlo solo a la poesía y la fe?

 

En una búsqueda, ¿qué papel cumple la desorientación?

La desorientación es un don. Porque sólo en ese sentirse extraviada aparece la posibilidad de encontrar algo que hasta entonces se desconocía, algo que se escape de lo consabido, del tedio de lo previsible.

 

«se vuelve equilibrista/ la intuición que piensa». ¿Cómo se conjuga digamos el sentido del poema, es decir, el pensamiento del poema con la resistencia de toda poesía a detenerse en el (un) significado?

Creo que el verso lo dice mejor de lo que yo pueda explicar. Hay una especie de combinatoria única en el poema, entre la intuición y el pensamiento racional. Podría haber escrito también la emoción que piensa, solo que habría que aclarar que el pensamiento es él mismo una emoción. ¿No son acaso las ideas emociones del pensamiento?

 

Tus versos «que no importa saber/ ignorar o saber» me llevan a los de Wallace Stevens, «el poema se revela solo al hombre ignorante». ¿Se trata de eso, de desaprender cuando se escribe, cuando se lee?

Claro, alguna vez escribí que la poesía es la epistemología del no saber. También escribí: hay que ir en contra del saber porque cada saber produce su ignorancia propia. Así es: hay un conocimiento rarísimo, inexpresable, en ese tipo de ignorancia. Es como si una luz se encendiera cada vez que aceptamos nuestra precariedad y el carácter perecedero de todo. Los místicos de todas las tradiciones lo han expresado de muchas maneras. En la entrega a esa vulnerabilidad reside una promesa. Fabulosa paradoja que no cesa de asombrar. En Archivo Dickinson escribí un poema brevísimo titulado «Riqueza», que decía: «Poseer es imposible. Ese es el premio». Esto mismo podría aplicarse al verbo «saber».

 

De nuevo el jardín como uno de tus leit motiv poéticos, pero en esta ocasión, además de a la infancia, nos lleva a ese otro jardín, el edénico, que nos recuerda nuestra condición mortal. De alguna manera, ¿el arte en general, la poesía en concreto, no es sino la añoranza de ese lugar otro, del lugar original?

Sí, la añoranza de «ese lugar otro» está en la poesía y también en el arte en general y, en ese sentido, forma parte de nuestra preparación para la muerte. Pero, una vez más, es algo que compartimos todos los seres, ya que la sensación de escisión, de desamparo, de vulnerabilidad y de precariedad, son comunes a la vida misma.

 

«también las cosas/ están en las palabras/ por su ausencia». ¿Qué don concede la ausencia que no se puede recibir sin ella?

En realidad, este verso apunta más a una cierta limitación congénita del lenguaje para dar cuenta del mundo. Las palabras son criaturas tramposas e insuficientes, siempre. Porque lo real siempre se escabulle cuando intentamos nombrarlo o, peor aun, queda congelado en la escritura misma.

 

¿Cuánto de hambre de misterio empuña tu poesía?

Eso tendrían que decirlo los y las lectoras, ¿no?

 

Siguen presentes huellas de algunas poetas muy queridas por ti, Pizarnik, por ejemplo («en la palabra jardín/ crecen manzanas»). A tu prolífica cosecha poética, narrativa, intelectual, se añaden reconocimientos de muchos tipos, tesis doctorales incluidas. ¿Qué pasa por tu cabeza cuando te das cuenta de que para otros tú habitas ese mismo lugar de poeta tutelar, por llamarlo de alguna manera, que ocupó Pizarnik para ti?

No me lo he planteado y ni siquiera sé si me interesaría planteármelo. Pizarnik fue, para mí, un deslumbramiento, claro (como lo fue para todas las poetas de mi generación). Prefiero dejarlo ahí.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

LA REVISTA DEDICA UN ESPECTACULAR MONOGRÁFICO AL MEJOR ESCRITOR SECRETO DE ESPAÑA  

TURIA PUBLICA ADEMÁS TEXTOS INÉDITOS DE CARMEN MARÍA MACHADO, PHILIPP BLOM, RUY BELO Y GABI MARTÍNEZ

SE APLAZA LA PRESENTACIÓN PROGRAMADA EN CÁCERES HASTA QUE LA MEJORA DE LA PANDEMIA LO PERMITA

 Tan original como excelente escritor, tan valorado por la crítica como todavía poco conocido por un público lector más mayoritario, el análisis y la mejor difusión de la figura y la obra de Gonzalo Hidalgo Bayal bien merecían el espectacular monográfico que le dedica la revista cultural TURIA en su nuevo número.

Autor de culto para la crítica y para los buenos lectores, la calidad y singularidad de obra del escritor extremeño Gonzalo Hidalgo Bayal resulta indiscutible. Tanto en el ámbito narrativo, como en el ensayístico y poético, sus libros lo convierten en merecedor del espectacular homenaje colectivo que le rinden en la revista TURIA un total de catorce escritores y especialistas que reivindican el interés de un autor fascinante, que cultiva una literatura nada convencional y que puede interpretarse como un sobresaliente ensayo sobre las grandezas y miserias de la condición humana.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

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