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Configurar sentido descendente

Entre 1945 y 1946 tuvo lugar en Núremberg el largo proceso que sentó en el banquillo a una veintena de nazis implicados, en diferentes grados, en las matanzas y todo género de delitos de los que fue autor consciente un amplio elenco de alemanes encabezado, entre otros, por Adolf Hitler. En el banquillo se sentaba Hans Frank, abogado, ex ministro del recién derrocado régimen, y responsable, entre otras muchas acciones criminales, del asesinato de tres mil quinientos judíos, ejecutados al borde de una fosa donde se enterraron, amontonados, los cadáveres, en las cercanías de la ciudad entonces polaca conocida como Lwow, Lvov, Lviv o Lemberg. Así como de la deportación de muchos más a los campos de exterminio.

De Lemberg, y de sus proximidades, donde ejerció su letal dominio Frank como gobernador, provenían, y allí habían residido y llevado a cabo parte de sus estudios, Hersch Lauterpacht, catedrático de derecho internacional afincado en Inglaterra; Rafael Lemkin, fiscal y abogado, que ejerció la casi totalidad de su carrera profesional en Estados Unidos; y Leon Buchholz, abuelo por línea materna de Philippe Sands, autor de Calle Este-Oeste, un extraordinario trabajo que destaca por su cuidada y exhaustiva documentación, y por su habilidad narrativa.

Sands (Londres, 1960) es profesor de derecho internacional en el University College de su ciudad natal; y ha jugado un importante papel en los juicios llevados a cabo en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y en la Corte Penal Internacional de La Haya, referidos al más reciente conflicto yugoslavo, al genocidio ruandés, a la invasión de Irak, a Guantánamo, o al dictador chileno Pinochet. Ha escrito ensayos sobre la ilegalidad de la guerra de Irak o el uso de la tortura por parte del gobierno de Bush. Seis años de arduo trabajo, según explica al final de Calle Este-Oeste, le han llevado a elaborar una suerte de quest o de ensayo narrativo que tiene mucho de detectivesco, de thriller, de indagación sobre el horror del siglo XX, lo que facilita su lectura pese al acopio de datos –el listado de las fuentes utilizadas, las notas, los créditos de las más de setenta ilustraciones y mapas, y el índice analítico que acompañan la edición, ocupan casi un centenar de páginas.

Además de reproducir una buena parte de los debates internos del juicio de Núremberg –haciendo hincapié en las intervenciones de jueces, fiscales, abogados y de algunos de los acusados (Göring, Ribbentrop, Rosenberg, Speer o el propio Frank, entre otros)-, Sands recoge opiniones y testimonios de descendientes directos de algunos de aquellos personajes. Uno de los más interesantes es el de Niklas Frank, que no sólo abomina de su padre, sino que todavía hoy mira cada día la foto de su cadáver, efectuada instantes después de ser ahorcado en Núremberg: “Para acordarme, para asegurarme de que está muerto” (p. 493).

Pero sin duda hay tres componentes que colman el interés de este trabajo: la biografía y la descripción del quehacer intelectual y político de Lauterpacht y de Lemkin, y la indagación en el pasado familiar del autor, a medida que, tardíamente, lo va descubriendo. Todo ello relacionado con la raíz común en la región de la Galitzia polaca –hoy ucraniana- donde Frank –del que también se nos dan muchos detalles de su vida personal, militar y política- ejerció un poder destructivo. Lauterpacht y Lemkin, con sus seguidores en el campo de las ideas referentes a la aplicación de la justicia universal, fueron los “creadores”, respectivamente, del concepto de crímenes contra la humanidad y del de genocidio. Sands no elude cualquier aportación que explique el auge merecido de ambos términos y la importancia de su relevante aplicación en muchas de las acciones y de los análisis ejercidos con posterioridad a la fecha de Núremberg. Un solo ejemplo: la noción de genocidio tiene sus antecedentes en la de “Völkermord” (asesinato de pueblos), que ya formuló el poeta August Graf von Platen en 1831, y Friedrich Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, cuatro décadas más tarde (p. 253). Lauterpacht y Lemkin enfrentaron ambos conceptos, intentando imponer cada uno la supremacía del suyo, lo que hace que Sands concluya que en buena medida se complementan y revisten la misma vital importancia en la consecución de un mundo más justo.

A esas indagaciones sobre personajes fundamentales en la construcción de nuestro universo judicial contemporáneo, se une, como ya he dicho, el descubrimiento progresivo de unos antecedentes familiares semitas, del que los ascendientes han preferido ocultar los detalles en un intento por superar la marca indeleble grabada en sus vidas. Sands averigua que una buena parte de sus predecesores perecieron víctimas de la Shoah. En cuanto a los que escaparon de ella, han preferido, como su abuelo Leon, adoptar el silencio, en un singular rescate de sí mismos que resulta imposible: “Es solo que hace muchísimo tiempo decidí que esa era una época que no deseaba recordar. No he olvidado. He decidido no recordar” (p. 427), manifiesta el anciano, con delicada sutileza.

Sands ha viajado también a los lugares donde los hechos evocados tuvieron su desarrollo para constatar que, en muchos casos, se ha intentado cubrirlos de un velo que esconde la vergüenza o la ausencia de crítica, si no una ridícula parodia. Así, cuando, de visita en la actual Lviv ucraniana, el autor descubre, cercano a las ruinas de la sinagoga construida a finales del siglo XVI y destruida por los nazis en 1941, un restaurante judío llamado Golden Rose en una ciudad donde no sobrevivió ningún representante de esta nación. Los comensales, a los que observa, cenan ataviados como judíos de la década de los veinte: sombreros negros y toda “la parafernalia asociada a la comunidad judía ortodoxa. Nos quedamos horrorizados [le acompaña su hijo]; era un lugar para que se disfrazaran los turistas, que al entrar cogían las características prendas y sombreros negros de unos colgadores situados justo dentro de la entrada principal. El restaurante ofrecía comida judía tradicional –junto con salchichas de cerdo- en un menú en el que no figuraban los precios. Al final de la comida, el camarero invitaba a los comensales a regatear el precio” (p. 505).

La supuesta comicidad de la interesada parodia no puede ser más ofensiva ni infame.

 

Philippe Sands, Calle Este-Oeste. Sobre los orígenes de “genocidio” y “crímenes contra la humanidad”, traducción de Francisco J. Ramos Mena, Barcelona, Anagrama, 2017.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Giménez Corbatón

28 de mayo de 2021

       En 1949 Josep Pla publicaba Viaje a pie, un conjunto de crónicas con las que testimoniaba su proximidad al mundo rural del Ampurdán, recreando parajes de elegíaca configuración y contemplativa mirada. Algunas décadas antes había visto la luz el único libro en prosa de Federico García Lorca, Impresiones y paisajes (1918), donde relataba, con un ya inconfundible estilo poético, su viaje como estudiante universitario por diversas regiones peninsulares. Y Miguel de Unamuno captaría el paisaje característicamente noventayochista en Andanzas y visiones españolas (1922); sin olvidar la huella literaria de aquellos decimonónicos viajeros románticos. Toda una tradición narrativa, en suma, que ha nutrido la obsesiva "filosofía de andar y ver", donde el viaje no supone el mero desplazamiento de un lugar a otro, sino que implica un recorrido íntimo, un introspectivo peregrinaje que tiene mucho de catártica experiencia personal. El viajero que observa, describe y medita se erige así en un pensador de la existencia, inmerso en un periplo iniciático, donde el entorno visitado cobra vida propia y sugestivo protagonismo literario. Con esta decantación narrativa Camilo José Cela publicaba Viaje a la Alcarria (1948), que él mismo consideraba como "mi libro más sencillo, más inmediato y directo." Se recogen aquí sus andariegas vivencias que, dos años antes, le habían llevado a conocer in situ  buena parte de la provincia de Guadalajara.

 

      El narrador y periodista cultural, formado como historiador, Javier Ors, autor de los libros de relatos Un tiburón en la piscina y Cuarteto de cuerdas y la novela Los años asesinos, ha recorrido también sobre el terreno el mismo trayecto que en su día realizara el creador de La colmena, dando como resultado el volumen Una aventura periodística. Nuevo paseo por la Alcarria de Cela. Este texto tiene la forma de un conjunto de reportajes, que pautan una ruta de mirada comparativa con su ya clásico antecedente viajero. El redactor, trasunto autorial, acompañado de un fotógrafo (Alejandro Olea), se echa a andar siguiendo un referente literario, reseñando la pervivencia del mismo en un paisaje cada vez más urbano, industrial y tecnificado. Se rescata aquí la figura del apenas conocido retratista del viaje celiano, Karl Wlasak, que aportó las imágenes de la primera edición del libro. Taciturno y distante, fugitivo acaso de la deprimida postguerra europea, retraída figura que contrastaría con la exultante presencia del escritor, su perfil y su trabajo aportarían la impactante visualidad de una deprimida belleza. En Una aventura periodística, el redactor y su acompañante encaran su divergente y complementario carácter: escéptico y desencantado el primero, grave y de lacónica expresión el segundo. Encontrándose   ambos con una variada tipología humana, se radiografía aquí certeramente el carácter popular que oscila entre la abierta franqueza de trato y el consabido recelo ante el errabundo forastero. Se frecuenta al sentencioso lugareño, que ostenta sin saberlo una antigua filosofía del coloquial sentido común; preguntado uno de ellos si queda muy lejos una determinada población, precisa: "Lejos, no; solo es tiempo". Y es que en este recorrido viajero impera la impresión de un tiempo detenido, que gravita entre el de aquella novela de los años cuarenta y un presente de constancia residual, con inevitables pérdidas y puntuales recordatorios. Plazas de pueblo, recoletos rincones o empinadas callejuelas compiten ahora con rotondas o vías rápidas, que han desbancado a caminos vecinales o parsimoniosas majadas. Nuestros viajeros son continuamente confundidos con integrantes de una excursión de universitarios de varios países; la novelesca andadura convertida así en ruta vagamente turística y pintoresca. Los sonoros topónimos de la región van jalonando el camino: Taracena, Valdenoches, Torija, Cifuentes, Brihuega, Morandel, Trillo..., al tiempo que placas conmemorativas en algunos de estos lugares recuerdan el paso de aquel cachazudo y aplomado novelista. La memoria que del mismo pervive es aquí desigual; campechano y dicharachero para unos, "un borde y un maleducado" para otros. Y muchos recuerdan, sobre todo, el regreso del escritor a esos parajes, que motivaría el Nuevo viaje a la Alcarria, en Rolls Royce y  con choferesa de color.

 

         Este libro no es tan solo la crónica de unas vivencias viajeras, porque plantea también  interesantes cuestiones de teoría narrativa: el juego ficcional con la realidad, la distancia expresiva  entre el redactor que leyó en su día el libro de Cela y el que ahora testimonia su viaje a la Alcarria, el modo en que leemos actualmente a los clásicos literarios, o la decisiva importancia del lenguaje descriptivo y adjetival. De la mano de esta bien templada prosa recorremos ventas, posadas, figones y paradores, en una geografía humana donde aún perviven las huellas del escritor que aquí es también justamente reivindicado: "Él, que más tarde acarrearía con el peso de hombre grosero, destemplado y tosco, una imagen que aún ensombrece su nombre y perjudica su obra, tomó la insólita decisión de abandonar el confort de las bibliotecas para perseguir el idioma donde se habla, que es en la calle y en el campo, y no ceñirse únicamente al  que consignan los libros." Por otro lado, y en claro ejercicio metaficcional, el autor entrega estas páginas, que figuradamente le ha pasado un amigo suyo -el redactor-, a un conocido de su confianza, cuyo nombre coincide con el de quien escribe esta reseña.

 

           Sabemos ya sobradamente que buena parte de la mejor literatura -de Chaves Nogales a García Márquez- anida en la crónica periodística, como un género narrativo perfectamente consolidado y autónomo. Javier Ors se viene a sumar con este libro a la rica tradición del relato  viajero de honda proyección humana. Ha contado con una selecta documentación bibliográfica sobre el libro de Cela, ha reconstruido aquella caminante experiencia, ha reflexionado sobre la verosímil impostura de la libre fabulación, consiguiendo con todo ello un libro de inteligente amenidad y comprometida excelencia literaria.

 

 

Javier Ors, Una aventura periodística. Nuevo paseo por la Alcarria de Cela, Valencia, Calambur, 2020.       

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Ferrer Solá

LA REVISTA AVANZA, EN PRIMICIA EN ESPAÑOL, EL NUEVO LIBRO DEL MEJOR ESCRITOR ITALIANO ACTUAL

TAMBIÉN INVITA A REDESCUBRIR LA OBRA DE CARMEN LAFORET, CUANDO SE CUMPLE EL PRIMER CENTENARIO DE SU NACIMIENTO

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de junio  en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores. Así, TURIA avanza, en primicia en español, el nuevo libro de relatos del escritor italiano Claudio Magris, premio Príncipe de Asturias y uno de los grandes intelectuales europeos actuales. Bajo el título de “Tiempo curvo en Krems”, este volumen reúne cinco relatos conectados sutilmente por algunos temas compartidos: la vejez, la evocación del pasado, el tiempo que adquiere una dimensión no lineal y una sensación de desplazamiento, de extrañamiento que de un modo u otro acompaña a los personajes.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

28 de mayo de 2021

            En un tiempo a menudo vertebrado por la inmediatez y la creciente velocidad de la rutina, no es de extrañar el interés que en las últimas décadas ha venido suscitando la tendencia hacia la brevedad, la concisión y la economía lingüística, que tradicionalmente ha encontrado su espacio en el microrrelato, pero que recientemente se ha manifestado a través de géneros tan novedosos como es el caso de la instaliteratura, que traslada la creación a ese ámbito hipertextual que ya forma parte activa de la vida.

            En su libro Perchas, Mario Hinojosa (Teruel, 1978), poeta, cronista y guía, hace una recopilación de algunas de las publicaciones de su muro de Facebook o su feed de Instagram, y eso explica el título unitario que da a estas instantáneas colgadas en las redes. Es de este modo como de la Nube pasamos al objeto físico del libro, y nuestro poeta, que ha acostumbrado desde el año 2009 a conducirnos con su voz por diferentes lugares en el programa de radio «A vivir Aragón», deja aquí el micrófono en favor de la palabra escrita y la imagen capturada, y de esta manera es como nos lleva a través de su lenguaje y su fotografía por las instantáneas de enclaves, momentos y recuerdos en los que somos partícipes de cómo se va abriendo ante nuestra mirada perpleja la posibilidad de contemplación de nuevos espacios líricos.

            Ya desde la cubierta apreciamos la imagen de un homo viator en blanco y negro, una silueta detenida que se mimetiza con el entorno, una memoria andante con los recuerdos permanentemente cargados a la espalda, buscando renombrar la incertidumbre al otear el horizonte mientras se pregunta cuál será el nuevo sendero de su vida. Y lo que sucede es que Mario Hinojosa en este libro opta por la errancia, por el nomadismo poético, por el apartamiento, por la evasión, por cierto beatus ille, así como por el extrañamiento que practica quien ha decidido disolverse con el entorno y hacer alpinismo en el Pico de Palomera, ascendiendo al otro lado de las cosas y trascendiendo más allá de lo meramente superficial, conociéndose con ello a sí mismo. De ahí que en este trayecto que recorre su imaginación creadora reconozca precisamente «la búsqueda incansable de la belleza en lo más sencillo de la vida» (Hinojosa, 2021: 23).

            Y es que realmente es ahí donde se encuentra el origen de esta obra, de estas imágenes y textos decantados del repositorio global de quien ha sabido encontrar su poesía en la emoción de lo esencial que sucede cada día. De esta manera, con una estructura ternaria constituida por las partes tituladas «Urdimbre», «Sin red» e «Hilos de memoria», en este libro advertimos un diálogo permanente entre imagen y texto que nos lleva desde lugares inexplorados y sobrecogedores hacia recuerdos de carne y hueso en la segunda parte y hasta una última sección de homenajes a modo de despedida.

            Así, en la primera sección, por medio de este hilo narrativo, Hinojosa, con Stairway to heaven como música de ambientación, recorre lugares despoblados del realismo mágico que es la vida, enclaves que recuerdan tanto a Comala como a Macondo, y eleva así paisajes en su mayoría turolenses a su proyección mítica e incluso a una categoría literaria, al diseminar por sus textos analogías con fragmentos de obras de Cervantes, García Márquez o Juan Rulfo.  Las imágenes presentan en esta primera parte cierto menosprecio de la urbe y alabanza del ambiente rural, con rebaños de ovejas, pueblos perdidos, naturaleza, plantas, descensos al centro de la Tierra y con ello al abismo, salvamentos y sepulturas, lugares sobre los que se cierne inevitablemente «el golpe de la despoblación» (Hinojosa, 2021: 12), imágenes líquidas en las que el tiempo fluye manso en el cauce de los ríos, y hasta señales que pretenden organizar de alguna manera el tráfico de una sociedad desordenada que a veces parece salirse de sí misma.

            En la segunda parte, el camino es ya de carne y hueso, de siluetas humanas que dan forma física a la compañía, al viaje de la infancia y la inocencia, y que construyen con su respiración apacible y retirada los «castillos en el aire» (Hinojosa, 2021: 31) de la vida. Aquí el ser humano se aparta de las aglomeraciones del mundanal ruido y se funde con el paisaje, abrazándose con la mirada al horizonte. La figura de espaldas es recurrente en estas instantáneas, y esto permite la universalización de la experiencia personal, la proyección global de la anécdota, y a su vez está íntimamente relacionado con lo que Mario Hinojosa ve de médula espinal en la naturaleza, como continuación nerviosa de la propia vida. Así, buscando lugares apartados en los que encontrar la emoción sin redes, la esencia verdadera del momento, la espalda nos permite intuir al otro lado la visión sin interferencias entre la mirada y el entorno, la experiencia de la unión más íntima. De ahí que el autor escriba «En vuestros ojos la belleza del paisaje de Teruel vuelve a levantarse del olvido» (Hinojosa, 2021: 34). Porque además el recuerdo se fundamenta como textualidad en el soporte de memoria que constituye el libro.

            Y por último, enlazando con una imagen de la segunda parte en la que lo que se hace presente es una palpable ausencia, Mario Hinojosa, consciente de que «a veces los astros iluminan la Tierra con una intensidad que duele» (Hinojosa, 2021: 45), dedica el final de su libro a las despedidas, a los homenajes a personas que, de un modo u otro, han ido dejando huella en su camino. En estas páginas hace perdurar el recuerdo tanto de Parra como de Gimondi, Albert Uderzo, Ingmar Bergman, Maradona o John Berguer. De esta forma, pasa a convertir la evocación de su muerte no en un estancamiento sino en «una sombra que volará para siempre por las tortuosas carreteras de la memoria» (Hinojosa, 2021: 42), allí donde la palabra dialoga con imágenes de geografías áridas pero de tonos radiantes, y de brumas umbrías pero de atardeceres sosegados, a modo de réquiem por el camino de encuentros y despedidas que nuestro homo viator sabe que es la vida.

 

 

Mario Hinojosa, Perchas, Zaragoza, Olifante, 2021.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Celia Carrasco Gil

Está rompiéndose el lenguaje en cada verso escrito por Antonio Méndez Rubio (Fuente del Arco, Badajoz, 1967). Sucede siempre. Una renovada rudeza que al tiempo es terneza y zarpazo. Luz. Enjambre. Nos interpela, sin dejarnos habitar el siguiente verso pidiendo tregua. La poesía de Méndez Rubio crece por entre los adoquines que la raíz va levantando al crecer. Es lumbre, fragilidad. Belleza, compromiso. Voz de otros, de muchos, la misma, lo común de la voz humana. Y escribe como anuncia el título de su antología en Huerga y Fierro: Hacia lo violento.

 

«El mundo, o como mínimo un mundo, desaparece cada vez que el poema se traiciona a sí mismo»

- ¿Qué sucede si un poema no brota de la violencia que se ejerce sobre el lenguaje?

- Que no hay poema. Que sería mejor no decir ni escribir nada antes que alimentar la cháchara expresiva que estimula la mentira de que el mundo sigue ahí, como si nada, a nuestro alcance. El mundo, o como mínimo un mundo… o más en concreto, otro mundo, desaparece cada vez que el poema se traiciona a sí mismo.

 

- ¿No es asombroso que de esa violencia el resultado sea la belleza?

- Es inevitable. No hay remedio. En psicología social, el concepto de violencia termina resumiéndose en producción de angustia. Entiendo por belleza la violencia necesaria de lo que no se entiende cómo nos puede encadenar así, una atracción que deja sin aire el aire y nos atraviesa la garganta con un imán ciego. Es el asombro que llega de lo que nos arranca de nuestra mismidad, nos embelesa y no nos deja ya volver a ningún punto de partida imaginable. La conjunción de belleza y violencia convierte nuestro pulso en la alegría de un sinvivir.

 

“El sistema nos ha envilecido más que nunca”

- «En el fondo de esa agua no hay monedas». ¿De qué modo –si es que ha conseguido hacerlo- ha envilecido el sistema la poesía? Parecía que, al ser un territorio no rentable, permanecía alejado de su voracidad, pero si se echa un vistazo a las listas de poemarios más vendidos, uno encuentra nombres ajenos por completo a la poesía.

- El sistema nos ha envilecido más que nunca, nos ha colonizado el corazón sustituyéndolo por una coraza defensivo-agresiva (lo que W. Reich llamaría una “coraza caracteriológica”). Ha sido subjetivado, interiorizado hasta el punto de volverse invisible de tan inmediato. Ya M. Foucault, en sus ensayos sobre el origen de la biopolítica, detecta en el nacimiento del liberalismo moderno, hacia finales del siglo XVIII y sobre todo en el XIX, lo que se podría considerar un ideal del sujeto que es empresario de sí mismo. La poesía, entendida como expresión lírica de una subjetividad individual, o sea, como la entiende la sociedad moderna más oficial, se ve atraída con fuerza por esa pulsión del sujeto orientado a convertirse en su propia empresa, a promocionarse como marca publicitaria… es como si la lógica neoliberal y el lugar moderno de la poesía estuvieran condenados a entenderse. Por lo demás, la poesía entendida como salto al vacío, punto de alto riesgo, práctica de lenguaje al límite, no ha podido no verse condicionada por la oleada de conformismo que se ha apoderado del ambiente social y cultural desde hace al menos unos diez o doce años, aunque ya A. Gramsci (hacia 1920) señalaba el conformismo como el mayor mal de su tiempo. Da la impresión de que se está cerrando un bucle funcional entre los intereses inmediatamente comerciales de la industria editorial y los miedos inconscientes de cada vez más gente que se resiste a la sensación de transgresión, de desconcierto. Así parece razonable pensar que se debilita la necesidad de atravesar lo desconocido, de impulsar la creatividad y la (auto)crítica sin la cual no puede haber un cambio de mundo. Cuando R. Vaneigem distinguía entre sobrevivir y vivir apuntaba a reivindicar la relación íntima, irrenunciable, entre poesía y querer vivir. Pero hoy día, tal como se presenta cotidianamente la realidad del estado de las cosas, la poesía aparece en el espacio público sobre todo como un elemento autoafirmativo, inercial, cuando no meramente decorativo. Es cosa de cada cual ponernos en medio de este circuito paralizante, exponernos a la intemperie de alguna manera decisiva, de infinitas maneras, de modo que produzcamos interferencias, ruido, temblor… que agujereemos este tejido de cobardía en expansión y lo resituemos a nuestra escala microscópica, cuántica, pero también por esto mismo quizá inapresable para los sistemas macro de monitorización que activa el orden cultural, comercial y tecnológico actual.

 

“La escritura va por necesidad hacia la violencia ilusa, sin fondo, del querer vivir”

- ¿Hasta qué punto vivir y escribir son una misma cosa?

- La clave es Kafka: no hay vida sin escritura. Se dice una y otra vez que lo malo de la poesía es que no se entiende, que no sigue ninguna lógica. Vale. En el penúltimo párrafo de El proceso escribe Kafka: “Sin duda, la lógica es inconmovible, pero no se resiste a una persona que quiere vivir”. La escritura va por necesidad hacia la violencia ilusa, sin fondo, del querer vivir. Esta condición es decisiva en la escritura y la lectura, en el lenguaje y la escucha, y lo es tanto más cuanto más cerca está la raíz de cada decisión de la de cada paso o acto que se cruza cuando llegamos a decir algo. Es como si el momento arbóreo de deci(di)r arraigara en una tierra imprevisible. 

 

- ¿Qué se pierde si nos falta la atención?

- El mundo. Cualquier mundo. Todo.

 

- ¿Qué se requiere para «arder con la fuerza del hambre»?

- Sentirnos como madera creciendo por debajo de una tierra oscura, sin agua, sin alimento, que es como de hecho nos sentimos cuando estamos sin quien amamos. Cuando alguien se siente sin nadie, sin tú, sin ti, sabe responder a esta pregunta, aunque no sepa hacerlo con palabras, sabe lo que implica de pasión y dolor, de pérdida que arde, como diría Gamoneda. Sé que hay un hambre que no es mía, sé que hay “colas del hambre”… sé que gracias al poema ofrezco para compartirla el hambre que sí tengo.

 

“Lo poético se nutre del encuentro con lo(s) otro(s)”

- ¿Qué porción de voluntad, de azar, de amor, de violencia hace falta para «hacer que el mundo no sea otra vez el mundo»?

- Lo único que tengo claro es que, sea la porción que sea, sea una porción compartida, puesta en común. Que nos une justamente por no ser de nadie. Lo poético, en su sentido más abierto de creatividad común, anónima, inscrita secretamente en nuestros cuerpos, se nutre del encuentro con lo(s) otro(s). Me acuerdo de un capítulo del libro La vida secreta de los árboles que se titula «Juntos funciona mejor», y donde se explica despacio cómo los árboles, desde la punta de cada rama hasta el principio de cada raíz, se buscan, se cuidan recíprocamente y comparten “la lucha por la luz”. Es algo así, con la poesía sucede algo probablemente muy similar.

 

- «“Eres verdad” –y es no un poder». ¿Cómo se reconoce lo auténtico en un momento en el que la verdad se ha devaluado, importa menos? En otras palabras, ¿cuánto ilumina el azar en el poema?

- Practico y estudio el I Ching casi a diario. Desde la perspectiva china antigua, tal como se sintetiza en el Libro de las Mutaciones, la verdad se equipara al vacío interior, en el sentido de un estado de máxima receptividad y disponibilidad. Es ahí donde el azar actúa como una semilla de verdad: el Sujeto, el Yo no puede manejar ni controlar eso, no se empodera ni se enseñorea de las situaciones y los cambios que atraviesan su vida íntima y común. No es una renuncia, es un anti-poder que deja huellas en un anti-discurso que se abre a vivir el mundo como un cruce eléctrico de signos. El pensamiento moderno occidental exige la institución de un Yo directivo, supuestamente autónomo y robinsoniano. Para combatir esto probablemente haya que entrar en una lucha personal y colectiva, poética y política (“lo personal es político”, como decía el grito de guerra feminista). Pero esa lucha parte del principio de que verdad y poder no se corresponden sino que, al contrario, todo aquello que bloquea la circulación libre de energía, de deseo, se vuelve una forma de reproducir «la cuestión del mal». Esta es la forma en que la cultura china de hace más de tres mil años nos ayudaría hoy a no seguir construyéndonos corazas, ni en el poema ni en el día a día. Es deci(di)r: a dar el primer paso para emprender la ruta extraviada que nos ayude a ser de verdad antifascistas.

 

“Rezo por salir del miedo”

- ¿A qué teme y a qué le reza el poeta?

- En mi caso, y sin ningún ánimo de generalizar, rezo por salir del miedo, por reconstruir mi vida sobre el apoyo incierto de aquello que me ponga ahí, que me exponga, que no sea miedo sino lo otro del miedo. Sin la poesía no podría ni intentarlo. Así que eso ruego a los dioses existentes y también a los inexistentes, por si acaso…

 

- Un «cuerpo que no piensa solo en sí», ¿es un cuerpo más vivo?

- Sí o sí, ¿no?...

 

- «Te puedo dar mi palabra». ¿De qué salva la poesía?

- De estar a salvo. «Todos estamos en peligro», como avisó Pasolini poco antes de morir salvajemente asesinado.

 

“El poema es un lugar para aprender a escuchar”

- El poema, ¿nos escucha o nos habla? Si «cualquier fuga puede hablar», ¿hay algo que tenga que callar en el poema, algo que deba hacerlo?

- Me parece que el poema no es un lugar para hablar sino para aprender a escuchar. Para hacer sitio donde se oiga(n) lo(s) otro(s). Por eso mismo lo poético requiere un lenguaje otro, una comunicación otra, a la que se tiene miedo, o que directamente se desprecia como «oscuridad», cuando eso es solamente un síntoma de las zonas de sombra que nos constituyen. Sin oscuridad no hay deseo, no hay seducción, no hay encuentro, creo… Esa especie de extranjería o exilio (im)propio de la práctica poética es como una señal que nos marca el rumbo en medio de la tormenta de lo real. Hay un poema sin título de Hannah Arendt que apunta hacia esta apertura de/a la alteridad, y que dice así: «Habiéndome confiado por entero a lo que no me resulta familiar, / mostrándome cercana a lo foráneo / y próxima a lo remoto, / pongo mis manos en las tuyas».

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

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