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Sorprende siempre, desconcierta, atropella, como en ocasiones irrumpe violenta esa dicha sosegada que no despierta el recelo de los dioses.  Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942). Su último poemario, «Grafo pez» (Libros de la Resistencia) es un prontuario de obsesiones: el cine, lo onírico, los elementos (en principio) ajenos al poema y una innovación matemática que provoca una (desasosegante quiebra lírica). Rien ne va plus.

 

- La poesía ¿tiene más de matemática (grafo) o de sagrado (pez)?

- La colección de Tusquets en la que he publicado tres libros de poemas se llama «Nuevos Textos Sagrados». Parece que lo sagrado, lo oculto, lo magnífico, forman parte indisoluble del concepto «poesía». Sin embargo, «Grafo Pez» no solo es el título del poema que da título al volumen, es un importante grafo de la teoría de grafos, parte capital de la ciencia matemática, cuyos enunciados suponen, a menudo, indiscutibles versos si no poemas.  

 

- La palabra «escrita con tinta de nuez moscada» que busca el poeta ¿cuánto tiene de fracaso?

- La palabra escrita siempre constituye un fracaso, al no alcanzar nunca la plenitud de su significado. El sintagma citado pertenece al poema «La palabra» redactado para el catálogo-libro de la exposición «Ferrer Lerín. Un experimento», evento en el que se delimitaba el contorno de mi actividad artística, quizá regulada por la oralidad e incluso por la escritura.   

 

- ¿Existe la palabra, al estilo Dreyer, dadora de vida?

- Dreyer, como buen demiurgo, tuvo capacidad creadora y en «Ordet» otorgó al verbo toda posible carga transformadora. Mi palabra es mucho más modesta, carece, por definición, de recursos religiosos. 

 

- Pienso en «Hermana menor», y en la importancia que a lo largo de su obra tiene el sueño (físico y simbólico). ¿Pesa más lo onírico en el poema que en la vida?

En mi caso, y ya sé que es de gente maleducada hablar de uno mismo, los sueños han constituido parte fundamental en la gestación y parto de muchos textos, poéticos y narrativos; características como la realidad, variedad y gratuidad, los convierten en material codiciado. En cuanto a la vida, he de decir que a estas alturas ya no recuerdo, cuando soy preguntado acerca de la procedencia de determinadas historias, si pertenecen al espacio onírico, a mi biografía oficial o a la sarta de mentiras que he ido propagando.   

 

- «Glotón de mí». ¿De quién gustosamente tendría una Gran comilona poética sin importarle empacho alguno?

- Ahora que, con motivo de su muerte se reproduce la famosa declaración de Jean-Claude Carrière: «con Buñuel comí más de 2000 veces», yo podría ensayar un tímido «vi comer, de lejos, en Hyères, en una ocasión, a Saint-John Perse». 

 

- Las analogías que se establecen en la poesía tienen más de voluntad, de alquimia, de azar, de arbitrariedad..?

- En mi poesía (y en menor grado también en mi narrativa) el azar es el conductor favorito, establece sabios compromisos y abre vías insospechadas. Claro, en alguna ocasión, para acallar la mala conciencia que señala como poco serio el discurso, acudo a la voluntad, pomposo término, que fulmina el desvarío y rebusca en el cajón de sastre de la memoria y la cordura.   

 

- «(…) aún resistas/ con esas lesiones/ incompatibles con la vida». ¿De qué cura la poesía? ¿Cuándo la escritura comienza a convertirse en un inmenso sarcófago de repeticiones y palabras muertas?

- Cuando la escritura comienza a convertirse en un inmenso sarcófago de repeticiones y palabras muertas hay que apagar el ordenador, levantarse de la silla, salir del despacho, bajar a la calle y echarse bajo las ruedas de un tranvía o de un deportivo de lujo dependiendo de cuál sea tu orientación política. Ah, y la poesía no cura nada, simplemente a veces, si uno queda satisfecho de lo que ha escrito durante el día, la gélida ceremonia nocturna de introducirse en el lecho resulta menos penosa.  

 

- ¿Cuál es «la distorsión más peligrosa» a la que nos exponemos al leer poesía?

- No he logrado aún enloquecer (pero espero lograrlo) buscando la palabra justa, ese elemento único que consigue cerrar un verso, un párrafo, de modo triunfal. Hablo de escribir, no de leer, pero reconozco que llevo tan lejos mi espíritu perfeccionista que ante un sintagma defectuoso (en un marco de excelencia, se entiende) desespero, me distorsiono, si no logro corregirlo.

 

- ¿Qué tiene Max Reinhartd que nunca tendrá Almodóvar?

- ¡Qué difícil me lo pone, resultan tan parecidos! Ambos de la farándula, ambos nacidos en similares enclaves, Baden bei Wien el primero, Calzada de Calatrava el segundo, ambos de señorial porte. Puede que, y esto lo digo forzando un tanto las cosas, Pedro nunca consiga que corra sangre judía por su sistema circulatorio.   

 

- A usted que usa las redes, ¿le resulta interesante la subjetividad líquida, postmoderna?

- Es un capítulo que muchos quisieran final pero que, matizado, ha venido para quedarse. Pero no es nada nuevo; recuerdo mis comienzos en el mundo literario, en aquellos consejos editoriales, por ejemplo en los de Barral Editores, donde lo que se estilaba era decir la más espectacular boutade, como proponer estrafalarios títulos y autores, a ser posible lituanos, cuando, en una sesión, en la que ya no aguantaba más, solté, «yo fui mujer» Tuve bastante éxito. 

 

- ¿Qué decir «ante el rostro de quien se sienta en el trono»?

- Siempre me han subyugado los héroes grandiosos, los popes lustrosamente uniformados. Y no es que desee usurpar sus tronos, prefiero permanecer en un escalón inferior (obedecer es mucho más fácil que mandar) y de refilón contemplar su rostro, nunca de frente que no vaya a cegarme el brillo de sus pupilas. Estimo que sin épica, sin excesos, no existiría la poesía, ni la novela, ni el cine, ni, desde luego la vida, la vida que valga la pena vivir.

 

- Pienso en la recreación de «Hippogypoi». ¿Qué nos enseñan los bestiarios antiguos?

- En principio los bestiarios medievales tenían intencionalidad moralizadora, extraían ejemplos de conducta a partir de las bestias que cabalgaban en el improbable campo de la realidad fantástica, eran manuales que almacenaban enseñanzas convenientes, encaminadas a desarrollar conductas dignas, correctas. Luego, su estructura moderna, de inventario, fue utilizada por autores proclives a la más desaforada digresión, sustituyendo la certeza que la ciencia aportaba sobre la imposibilidad de unicornios y sirenas, por el uso de arcaicas maneras de redactar e ilustrar las páginas.

 

- ¿Cuál es el último libro que le ha emocionado?

- Sin duda Los muertos y los vivos / The Dead an the Living, de la extraordinaria poetisa (sí, «poetisa») estadounidense Sharon Olds, en la versión bilingüe (muy buena traducción al español de J.J. Almagro Iglesias y Carlos Jiménez Arribas) publicada en 2006 por Bartleby Editores. Libro que ya he destacado en otras ocasiones pero del que ahora he logrado coronar su lectura en inglés, de lo cual me siento sumamente orgulloso y gratificado. 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

5 de febrero de 2021

Antonov, el último poemario de Antonio Luis Ginés (Iznájar, Córdoba, 1967) nos habla de un balance vital, de quien se detiene y mira tanto al pasado como al futuro, sabiendo ya que muchos sueños se quedarán en nada (“Todos los deseos no van a cumplirse/ Con uno satisfecho bastaría”). Quizás por eso mismo, el sujeto lírico constata que es el presente el lugar al que pertenece, su precario pero irrenunciable hogar. La experiencia no ha traído demasiadas certezas, pero sí la suficiente sabiduría como para comprender (como se sugiere en el poema “Hipótesis del eje”) en qué precarios equilibrios se sustenta nuestro vivir. Estamos ante una poesía llena de referencias biográficas, incluso de anécdotas, y, sin embargo, no se trata exactamente de una poesía confesional: lo importante no son tanto los hechos concretos, como el rumor de fondo de lo que apenas aflora a la superficie y que convierte toda realidad en misterio. Como el sonido en plena noche de ese Antonov, que da título al libro (y que se refiere a un hecho auténtico, un avión de carga ruso que atraviesa diariamente el cielo de la ciudad). Ese visitante nocturno se nos presenta como una presencia que está ahí, pero que no se puede ver y que, de pronto, recoge el saldo invisible de una vida: “Todas las noches a las doce/ el viejo Antonov cruza el cielo hacia la costa./ Es el primer día de frío./ Casi todo lo que me pasó hoy/ pareció intrascendente […]/ Pienso entonces en todos los años/ que puedo salvar de la quema./ Y este frío, por fin, pegado a la piel, evaporando todo el calor/ que aún nos queda dentro”.

 

 La importancia del yo en este libro es evidente, como sugiere también el propio título, que puede leerse asimismo como una referencia en clave al propio nombre del poeta, Antonio, cuyo rostro tal vez es (o no, qué importa) ese que se nos muestra borroso en la portada del libro (¿qué rostro no es borroso al mirarse en el pasado?). Pero conviene no engañarse: estamos ante un yo que no se considera el centro de realidad alguna, sino acaso de su propia existencia (como cualquiera de nosotros). El yo señala así solo un punto de coordenadas, al que no es posible renunciar si no queremos equivocar la ruta. Así, en “Seré”, el poeta evoca nombres prestigiosos (Whitman, Cernuda, Vallejo, Sexton, Machado…) para acabar constatando “Sére mucho menos que todos ellos./ Pero seré yo,/ y a eso me aferro”. Se trata, con todo, de un sujeto que no se concibe a sí mismo sino en relación a las frágiles redes que teje hacia los otros, o que los otros tejen hacia él. La paternidad, la vida en pareja…afloran así, como puntos de apoyo en medio de la diaria desorientación que supone vivir. Una presencia constante es también la de la naturaleza, no desde una concepción romántica de un Edén perdido, sino como pura alteridad frente a la mirada del ser humano, que constata a través de esos seres (animales, plantas…) la realidad irrenunciable de un mundo que está más allá del yo. Árboles, pájaros sitúan al sujeto lírico ante un mundo mudo, sin lenguaje, al que se intenta responder, no siempre con éxito, desde la palabra humana. De ahí el acertado despojamiento de un poema como “Sobre la piedra”, que tiene algo de haiku, no desde luego en su forma métrica, sino en ese deseo, en unos pocos versos, de apresar el instante, en este caso de la perplejidad que le causa al poeta un estornino muerto. “El pájaro, su cadáver ante mí:/ una señal sin respuesta/. He hecho una foto”,  escribe, como si solo la fotografía pudiera dar fe de la mudez no solo del mundo animal, sino de la muerte, otro enigma cotidiano, otro rumor de fondo que nos acompaña, como acompañan los muertos familiares en “Reunión”. El lenguaje no basta, y, sin embargo, son las palabras las que van tejiendo un diálogo del yo con los otros, con el mundo, consigo mismo. El cubano Eliseo Diego decía que la poesía debía ser como una conversación en la penumbra, y eso es Antonov, una conversación en voz baja, de alguien ante el espejo, pero un espejo en que se nos invita a reflejarnos.

 

 

Antonio Luis Ginés, Antonov, Madrid, Bartleby, 2020

Escrito en Sólo Digital Turia por José Luis Gómez Toré

2 de febrero de 2021

Así escuchas las cosas de tu vida como el maullido de un gato al fondo del jardín

Te despiertas de madrugada y oyes al fondo muy al fondo ese remoto maullido de gato recién nacido

Y un verano y otro y luego otro más hasta llegar a esta noche

Al fondo jardín al fondo

Así escuchas las cosas de tu vida así escuchas las cosas del mundo

a oscuras de noche palpando el susto de no entender o el de no querer hacerlo

y ese gato que no para de maullar y es una pequeña herida no sabes de qué no sabes de quién pero ahí está insistiendo clamando de hambre y noche al borde del peligro al borde del abismo al borde del jardín un coche un faro luego nada

y continuarán los maullidos más obcecados que tú y si no al tiempo al próximo verano hasta la próxima canícula sonido desvalido como una onomatopeya tan poco lírica que no la puedes escribir te dices

qué pensaría nadie y quien es nadie al leer esa onomatopeya tan líricamente escrita tan ridículamente sonora tan de viñeta de posguerra

pero suena suena cada noche

y tú para bordear la herida te dices que así empezó todo con una onomatopeya con un sonido tan innombrable como ahora el insistente maullido del gato recién nacido convocándote a dónde pidiéndote qué

O quizá algo peor tal vez nada te convoque y tan solo te despiertas en medio de la noche para ser el precario testigo que no puede traducir una onomatopeya 

Eso te dices para bordear la herida

Escuchas al gato Después has visto un hombre con el torso descubierto y sin brazos al borde de la calle has rozado la pierna perdida en el pantalón doblado sobre el muslo y has visto que la muerte es un ramo de rosas de plástico atado a un farol

y te has preguntado qué palabra no es una onomatopeya indescifrable para seguir la sombra 

Un verano y otro al fondo de la vida al fondo del jardín al fondo del sonido

Y las gatas siguen pariendo sin parar y paren onomatopeyas que al fondo del jardín resuenan como las tablas de la ley

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Guadalupe Grande

20 de enero de 2021

Desde que en 2008 Jon Bilbao publicase sus primeros libros (el volumen de relatos Como una historia de terror y la novela El hermano de las moscas, ambos en Salto de Página), se ha abierto a pico y pala un hueco dentro de la narrativa española. Es la suya una obra cohesionada y perfectamente reconocible, tanto por sus temas como por su estilo. Fue un descubrimiento de un editor excelente, Pablo Mazo, quien le editó también Bajo el influjo del cometa (2010, cuento), Padres, hijos y primates (2011, novela) y Física familar (2014, relato). Tras un brevísimo paso por Tusquets (Shakespeare y la ballena blanca, 2013), Bilbao encontró acomodo en otro hogar de lujo, Impedimenta, donde goza de la hospitalidad de dos exquisitos anfitriones Enrique Redel y Pilar Adón. Con ellos ha sacado Estrómboli (2016, cuento), El silencio y los crujidos (2018, volumen que recoge tres nouvelles) y Basilisco (2020, novela). Se trata, como ven, de un narrador constante y versátil, dueño de un mundo propio.

Basilisco es un libro de frontera. Y no lo digo solo porque buena parte de la obra se localice en el lejano Oeste, sino porque disuelve los límites entre dos subgéneros consolidados (la novela y el cuento) y entre planos distintos (realidad y fantasía). El libro está compuesto por ocho historias, que podemos dividir en dos bloques. Jon Bilbao juega con la técnica del relato enmarcado. Tenemos una narración principal escrita en primera persona y que transcurre en la actualidad. La protagoniza un escritor de 40 años (ingeniero de profesión) y su familia. Bilbao no pierde la ocasión de tratar asuntos espinosos, ya sean conyugales o filiales; algo a lo que nos tiene acostumbrados. En esta sección encontramos personajes de libros anteriores, que como en las novelas de Miguel de Unamuno, saltan de un texto a otro (me refiero a Manuel y Diana, sacados de la “Crónica distanciada de mi último verano”, insertada en Estrómboli). Bilbao, además, vuelve a localizar el lugar de trabajo de su héroe en una refinería, al igual que hiciera en El hermano de las moscas. Estos amarres nos ayudan a transitar las resbaladizas páginas del libro. Dentro de este bloque, decía, tenemos varias narraciones enmarcadas. Un amigo del matrimonio, James, relatará al novelista en Reno (estado de Nevada) las historias relacionadas con John Dunbar, un legendario pistolero del Oeste americano antepasado de su mujer (y a menudo, aquel cederá la palabra a otros paranarradores, como Clement –un agudo y crítico dibujante documentalista del siglo XIX que deja por escrito en un diario sus impresiones– y su adinerado padre). Este segundo cuerpo de la narración admite una triple lectura. Por un lado, la del mero entretenimiento. No en vano, se habla de expediciones científicas en busca de fósiles marinos que demuestren la existencia del Diluvio Universal, de la profanación de tumbas en pos de una sortija de diamantes… La segunda, y no menos interesante interpretación, descansa en la parodia. Bilbao conoce los roles de los personajes del western, los elementos míticos que el cine de Hollywood ha grabado a fuego en nuestro imaginario, los rasgos indispensables que han esterotipado las novelas que abordan el Far West… y no duda en aludir a ellos para granjearse nuestra complicidad. Como el Kazuo Isihuro de El gigante enterrado (obra que revitaliza la novela de caballerías con el empleo de tópicos de la materia de Bretaña), Bilbao realiza una versión moderna de un género popular, mostrando sus costuras sin tapujos, pero ofreciendo a los lectores un crisol de novedades: la reflexión metaliteraria, la ironía, la estructura experimental (un puzzle incompleto de piezas desorganizadas) y las varias vueltas de tuerca que admite el contenido de la obra. La tercera, y última, de hecho, es para mí la más relevante: la simbólica. La yuxtaposición temporal de los dos cuerpos de relatos (el presente-el pasado) nos invita a establecer una conexión entre los mismos. ¿No será el Oeste, la vida de frontera, el espejo donde se mira nuestra civilización contemporánea? ¿No será su metáfora? ¿Qué supone un desafío mayor: atravesar la tierra de los indios o las aguas revueltas de un matrimonio desilusionado? ¿Qué produce mayor soledad: los cañones de roca del desierto o la falta de comunicación con los padres? ¿Qué espeluzna más: el enfrentamiento con una desalmada banda de criminales o con un grupo de góticos delante de tu niño? ¿Qué produce un cansancio, una fatiga o un odio mayor: hacerte cargo de la vida de otro en medio de una guerra o la crianza de tus hijos con el subsiguiente aplazamiento de metas y proyectos (o incluso su abandono)? Parece que Jon Bilbao nos diga, en el fondo, que la gesta de las mujeres y hombres de hoy en día sea equivalente a la de los colonos y pistoleros que avanzaron hacia el Oeste un siglo y medio antes.

Sostenía José Ángel Valente que el desierto supone una experiencia extrema de interiorización, un espacio de lucha contra los demonios personales. No sé si será el célebre poeta místico (aunque laico) quien resuena detrás de Basilisco –puede que lo haga Mircea Cartarescu, con sus pesadillas alucinadas–, pero lo cierto es que el ingeniero-cowboy de la obra se asoma a sus abismos, a la profundidad de su caverna, a su monstruo interior y cruza la frontera de sí mismo para salir más fuerte. Quizás para cambiarse.

Muy buena novela, Basilisco. Inquietante, punzante, y a ratos, estremecedora.


Basilisco, Jon Bilbao. Madrid, Impedimenta, 2020.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ariadna García

11 de enero de 2021

Des en canto, cuarto título poético, con marchamo de autenticación, del poeta y crítico Mario Martín Gijón (Villanueva de la Serena, 1979), llegó hasta nosotros el pasado año editado por otro extremeño, Francisco Najarro, que lo acogió en una hermosa colección del sello chileno-español RIL. Mario Martín Gijón es un escritor de singular trayectoria y uno de los intelectuales con más vocación y con más camino por recorrer en el panorama literario español e internacional. Baste recordar que como poeta ha publicado Latidos y desplantes (2011), Rendicción (2013 —acaba de aparecer su traducción inglesa en Shearsman Books—) y Tratado de entrañeza (2014). Pero la lírica no es el único campo en el que trasiega con pericia Martín Gijón. Con los años, ha desarrollado una vasta obra ensayística con títulos como Una poesía de la presencia. José Herrera Petere en el surrealismo, la guerra y el exilio (2009), la edición, junto al profesor Joseba Buj, de la novela de Carlos Blanco Aguinaga Viajes de ida (Novela histórica) (2018), o el ensayo Voces de Extremadura. El camino de Paul Celan hacia su Shibboleth español (2020). También ha escrito narrativa, destacando Un otoño extremeño (ERE, 2017) o Ut pictura poesis y otros tres relatos (Pre-Textos, 2018).

 

 Pero lo que nos ocupa en estas líneas, permítaseme el oxímoron, es un fascinante Des en canto. Me explico, lo que en los primeros libros de Mario Martín pudiera entenderse como una mera indagación en el lenguaje basado en la ruptura de la morfología del signo, en este poemario es ya un claro afianzamiento de un estilo depurado, de/cantado para remover, como sucede con los mejores caldos, los acallados sedimentos, aromas y texturas del lenguaje. No es habitual toparse en la poesía española actual con ejemplos que caminen por la senda de la extrañeza y este libro es una clara excepción a esa regla. Antonio Méndez Rubio, en la contracubierta, resume: “Mario Martín Gijón vuelca así (en) el poema (hacia) el cielo abierto de los significantes inseguros, del sentido como hemorragia de un lenguaje herido por la crisis común, epocal, ambiental.”. Tanto es así, que el poeta profundiza en la forma escapando de la palabra como límite, como camisa de fuerza y focaliza su mirada, su canto en la idea de ser ritmo si dualidad amorosa. Ya desde el título, Mario Martín Gijón, propone una decantación del sentido de las palabras, multiplicando la pluralidad de sus posibles significaciones por medio de un casi silabeo ingenuo, de un casi balbuceo lírico —que des en canto / de lo perdido—, pleno de un casi desprendimiento y entrega polisémica: la vida, como la poesía, es ofrecerse, entregarse y qué mejor cauce de esa entrega des/interesada que el propio canto, que la propia musicalidad entre/cortada del poema para ensalzar el (en)canto de la persona amada. Pero a la vez, nuestra existencia, la del poeta, se nos re(b)vela en ocasiones con dureza, con la dureza de las aristas de la piedra, con la dureza de la ausencia y el dolor causado por la distancia. Con una estructura circular —pues los poemas parónimos de inicio y cierre: “dedicálogo” y “decá[e]logo” abrazan a las restantes sesenta y dos composiciones—, con juegos anafóricos, con pasajes cotidianos y abundantes detalles de magnífico escritor, el libro nos hace entender la poesía como oficio y como deseo, como juego de contrarios, como acto de generoso desprendimiento de uno mismo. Este eje amoroso, igual que el tronco de un árbol bien trabajado desde la raíz por la naturaleza, se ramifica en otros tantos temas: la crítica literaria en piezas que son verdaderas poéticas y antipoéticas; la crítica a una sociedad en decadencia; sentidos homenajes a poetas, amigos y familiares, destacando la figura de la compañera, del padre o del hijo. Y siempre, desde la reivindicación de una comunicación universal que nos sitúa ante las “marcas” del lenguaje, de lo semiótico y lo afectivo, lindando con la tradición más genuina de nuestra poesía culta y utilizando un abanico de recursos que revitalizan y refrescan el carácter dúctil de nuestra lengua. Si algo determina el lenguaje de este Des en canto de Mario Martín, es su afán por superar la idea —casi momificada— de fondo y forma. El poeta, sin menoscabar las leyes de la comunicación, libera el significante de su atadura denotativa (de corto recorrido) y lo lleva por el camino matricial de cierta asfixia, al tiempo que dota a las palabras de un nuevo na(s/c)imiento. Las palabras, como por mitosis, se dividen, cristalizan en multitud de prismas y los símbolos resultantes —en muchos casos antónimos— se atraen, se repelen, se aprietan, se abren y también sus significados, originándose una cromática armonía de campos asociativos. En el poema “petición”, con el pronombre de 2ª persona en cursiva, incrustado como punta de flecha en el título, leemos: mayor vida / bre / ve[o] / más c[l]ara y sin cera. La dislocación de palabras; la adición de fonemas (letras) y otros signos; el uso de una letra o de una sílaba a modo de bisagra para engendrar un neologismo uniendo términos distantes; la utilización de la cursiva junto a la redonda; la fragmentación de vocablos a lo cubista, a lo caligramático en un mismo plano de la página o en cascada y la utilización de extranjerismos desencadenan la resemantización de las palabras. Estos recursos son la espina dorsal de la poesía de Mario Martín Gijón, son la seña de identidad de un estilo arbóreo que crece natural —a lo Huidobro— y se ramifica desde la firme voluntad de una expresión total, en la que trama y urdimbre hilan lo invisible con lo visible como hila el lenguaje de la vida lo decible con lo indecible. Es verdad que la poesía díscola de Mario Martín no se explica sin la distorsión de lo fonético-fonológico. Pero, en absoluto, se explica solo desde esta agitación convulsa del lenguaje. El resultado de este Des en canto es suma/mente interesante, no porque llame de forma poderosa la atención del lector, sino porque potencia y/o traspasa de forma exponencial el sentido de un discurso poético (actual) que se sabe trillado y banalizado en sus temas. En la poesía de Mario Martín Gijón, como ya escribí en otro momento refiriéndome a sus tres libros anteriores, la huella de lo suced(ido) es devuelta a la vida por medio de la palabra poética en el instante de una extraña entrañeza. Por ello, cualquier lector ante este des en canto / [de] lo que no fue / dich(o/a) no debe erigirse en dueño y señor del texto, más —a su pesar— debe batirse (lenta/mente) en retirada para que sea el propio dis/curso poético el que se abra camino desde su aparente enmaraña/miento hacia el abrazo lector de nuestros ojos.–Javier Pérez Walias.

 

 


  Mario Martín Gijón,  Des en canto
 
España, RIL Editores, 2019.

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Pérez Walias

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