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Configurar sentido descendente

Extrañamente, Borges estaba convencido de que había dos categorías de escritores: los que procedían de la vida y los que procedían de la propia literatura. El capitán del primer equipo era Whitman. El del segundo Emerson. El, por supuesto, militaba en el segundo equipo. Si es evidente que no todo lo vivido es literatura lo es también que todo lo leído es vida, y sin embargo, como si la literatura fuese un país que se ha independizado, que pudiera independizarse, Borges mantenía esa distinción que, falazmente, igualaba a los dos elementos. Esa afirmación sirvió apenas para que sus enemigos más acérrimos constataran que en la literatura de Borges, tan brillante, faltaba vida, como si de verdad fuera posible que la literatura  anduviera por su cuenta fuera de la vida, como si pasar las noches de farra, por alguna razón inexplicable, tuviera que ver con vivir más que pasar la noche leyendo a Dante. Para leer, lamento la obviedad, hace falta estar vivo: no hace falta estar vivo para ser leído, pero sí para leer y la literatura tiene más que ver con la lectura que con la escritura, lo que es fácil de probar: mañana mismo el gobierno podría prohibir la escritura de libros y ese decreto no acabaría con la literatura, pero si prohibiese la lectura de libros, la literatura estaría muerta, de donde es fácil deducir que no puede haber literatura separada de la vida, ni siquiera aquella que nace de la propia literatura: la división es un tópico barato para que Bukowski -vida- y Azorín -literatura- no jueguen en el mismo equipo. El tópico hizo fama, y todavía hay quien reprocha a los textos de Borges la desventaja de ser demasiado literarios y poco vividos: se ve que en alguna parte hay un termómetro que decide qué es  vida, y decide también que la literatura, por sí sola, no lo es.

En cualquier caso, por seguir jugando a la entomología, hay quienes en esa artificial y triunfante división entre escritores de la vida y escritores de la literatura andan a medio camino, en una síntesis en la que la una y la otra son perfectas colaboradoras para producir los efectos que pretendan hacer circular quienes los ponen en danza. Creo que Conget es uno de los mejores ejemplos a nuestro alcance de escritor que sabe combinar ambas esencias para producir una fragancia particular, una voz reconocible en la que lo vivido y lo leido (habiendo sido por fuerza lo leído parte inesquivable de lo vivido, una región grande de ese país inmenso, grande y potente sí, pero de independencia imposible) se enlazan como instrumentos sustanciales en una sinfonía. El modo en que, en su obra, funciona la idea de ciudad es evidencia de cómo se conjugan vida y literatura si aceptamos hacer esa distinción que, extrañamente, hacía Borges. Pero resulta en cierta medida hasta artificial estudiar -o hacer el intento de estudiar- el modo en cómo funciona esa idea en los textos de Conget porque eso daría por hecho que, de partida, hay una idea, una intención, y no creo que ni siquiera en los libros en los que parece evidente que esa idea está implícita -pues son libros dedicados a homenajear ciudades amadas: Cincuenta y Tres y Octava, su libro sobre Manhattan,  o Pont de L'Alma, su libro sobre París-, sea la que sustente los textos. Si se compara el tono y los logros, el modo de narrar y la meta, de esos libros con los de otros -el que recoge sus escritos sobre comics, Espectros, parpadeos y Shazam!, o el que dedica a unas canciones, Vamos a contar canciones-, será fácil comprobar que no varían: las ciudades, como las canciones, o los tebeos, son para Conget cosas que le han pasado, trampolines donde la experiencia ha pisado lo suficientemente fuerte como para dar el salto a la literatura -a veces de ficción y a veces de no ficción, sin que importe mucho por fortuna dónde se puede encasillar un texto. Conget sabe que la vida es más grande que la literatura y que ésta no puede, ni en el mejor de sus sueños, igualarse a aquella: lo que sí puede hacer es retener su compás, homenajearla, alimentarse de ella y de todo lo que ella ofrece, y entre las cosas que ofrece está la literatura, la de los otros, claro, de donde, sin asomo de pedantería -pues puede que Conget sea el tipo menos pedate que yo haya conocido, y a la vez, el azote más incansable de la pedantería al que me haya sido dado escuchar-, sus textos contengan múltiples homenajes literarios. En la división entre autores procedentes de la literatura y autores procedentes de la vida, Conget estaría fuera de sitio, porque, sabiamente, el niño que leía a Salgari -y todo lo que cayera en sus manos- y el lector incansable que es han alimentado al escritor tanto como sus muy "congetianas" experiencias por las ciudades en las que ha ido trazando su biografía: Lima, Londres, Nueva York, París...En un precioso artículo sobre Raymond Carver escribe Conget: "Y sobrevino esa felicidad que regala la literatura. Es el gusto por el lenguaje y la obra bien hecha, pero también, y más que nada, una intensificación del deseo de vivir, como si se descubriera que las puertas que nos encerraban en un sótano estaban en realidad abiertas desde siempre y afuera nos aguardaba por fin la aventura del mundo. Algo muy juvenil, lo reconozco sin sonrojo, pero ese es el estímulo que yo había encontrado antes en los libros y que me había abandonado." Los libros como estímulo para zambullirse en la aventura del mundo, la literatura como camino a la vida, no como su enemiga : es, precisamente, una de las lecciones del Quijote, que sale a los caminos de la vida impulsado por la magia de la lectura, una magia que para hacerse real tiene que demostrarse como insuficiente, necesitada de completarse con lo que haya más allá de los propios libros.

Es fácil pues advertir cuán llenos de vida están los libros de Conget y por lo tanto, tanto si estos unifican sus textos para hablar de canciones o de cómics o de ciudades, cuán llenos de vida, de experiencia íntima e identificativa, están los objetos que se utilizan de trampolín. Conget es un erudito del tebeo pero puede uno asomarse a cualquiera de sus textos sobre esa materia para no sentirse expulsado por su erudición: es un alquimista que convierte cualquiera de sus experiencias en literatura. A mí, que sé de tebeos lo mismo que de halterofilia, o sea, muy poco, sus textos sobre el asunto me llegan porque los protagoniza -hasta el más erudito de ellos- un niño asombrado que descubre el mundo y descubre que el mundo es un cachorro ansioso que está deseando que salgamos a jugar por él. Este amor constante a lo vivo, a la vida, es lo que hace impagables tantas páginas de Conget, más allá de cuál sea el pretexto utilizado para elaborarlas. También, claro, las páginas escritas sobre las ciudades que tan bien conoce. No diría que Conget es un escritor viajero: no es alguien que va a los sitios a contar lo que hay en los sitios para satisfacer una demanda de quienes pueden decidir, a través de esos textos, si les apetece ir a esos sitios. Es alguien que vive allí, son textos, no de un extranjero que utiliza su mirada foránea, sino de un vecino que a veces lo es de París y otras de Londres y otras de Nueva York. El ejemplo más idóneo para demostrarlo es el espléndido Pont de L'alma donde París no es esa colección de cromos más o menos pomposos y recurrentes que suele ser en tantas obras que la tienen por musa, sino algo medio fantasmal que está al otro lado de las vidrieras, una especie de promesa a la que el protagonista de las páginas del libro no consigue entregarse nunca, atareado como está con una vida que no le permite dejarse fascinar por la ciudad fascinante. Lo que me lleva a pensar que el azar ha podido elegir los destinos a los que Conget ha tenido que ir desplazándose por razones profesionales, pero sólo le ha prestado al escritor escenario más o menos prestigiados por la tradición sin imponerle ningún otro requisito ni variarle el tono: me parece que si el azar lo hubiera mandado a El Cairo o a Berlín o a Moscú, el tono de sus libros hubiera sido el que es, el de alguien al que le pasan cosas y decide contarlas y a la par que las cuenta va recordando de dónde viene creando una poética sustancia hecha de memoria y encanto.

En el texto que le dedica a Londres, 10 Rillington Place, dirección en la que entre 1943 y 1953 al menos diez mujeres fueron asesinadas y en la que años después le tocó vivir a nuestro autor, se ve bien  algo de lo que estoy tratando de decir: comienza el narrador por desmentir a quienes aseguran que la niebla de Londres es un invento de Hollywood, le encuentra antecedentes que alcanzan a Whistler y Dickens, pero enseguida nos lleva a su infancia, en la que se recuerda niño difuminando las esquinas del Soho en las historietas del Inspector Dan, y a los ocho o nueve años confirma, con la película A 23 pasos de Baker Street, que el principal atractivo de Londres residía en su fecunda producción de maldad. Conget llega a los sitios en los que va a vivir bien armado de amigos y referencias que le acompañan desde una infancia llena de tebeos, películas y libros. Y no hay el menor obstáculo para que esa cabalgata de compañeros de ficción le entorpezcan las ganas de echarse a la vida (hasta el punto de que, en el magnífico final de su texto parisino, comentando un poema de Guillermo Carnero en el que el poeta dice, emocionado ante la música de un órgano que suena en una hermosa iglesia, "Nunca hizo tanto por mí ningún ser vivo", Conget riñe: "Qué falacia, pensé. La más leve caricia del más humilde ser vivo me engancha a la existencia con mayor vigor que la más espléndidas de las catedrales construida para durar"), porque, precisamente, no hay mejorr lugar para dejarse empapar por la literatura (la leída y la que está por escribir, o escrivivir, como decía en uno de sus mejores neologismos Julián Ríos).

En un espléndido artículo sobre las ciudades de Conget, Ignacio Martínez de Pisón escribía sobre las tres grandes capitales sobre las que ha escrito o en las que ha escrito Conget:  "Esas tres ciudades son también tres momentos en la vida de un hombre. Londres es todavía la ciudad en la que el futuro está por escribirse y parece que todo será siempre posible. Nueva York tiene todos los rasgos de la plenitud, pero una plenitud no exenta de melancolía: de ahí la necesidad de retener sensaciones, de ahí esa nostalgia anticipada de quien sabe que no podrá vivir eternamente en esa ciudad. Y cerrando el ciclo está París, una ciudad que, narrada a lo largo de tres cojeras sucesivas, se nos presenta finalmente como el lugar en el que el autor cobra conciencia del paso del tiempo y del irrevocable acceso a la edad madura." Pero si las echamos a pelear, haciendo que la obra de Conget sea un ring de catch, donde los golpes entre los contendientes no pueden sino ser simulados, quizá la vencedora de entre las tres ciudades sea Nueva York: cuando se decidió a dedicarle un libro, muy en su línea de autobiografiarse a través de los otros -sean estos tebeos, películas, libros o ciudades-, decidió con muy buen tino retratar su calle. Pero también resulta indispensable Nueva York en su última y a mi parecer más potente novela, La Bella Cubana: una Nueva York que no presta sus prestigiosos escenarios por casualidad y que deja ver, en su efecto en los jóvenes protagonistas que forman la pareja principal de la novela, tanto su capacidad para deslumbrar con sus bellezas y luces como la dureza extraordinaria de su rutina, de manera que sea a la vez -y siempre a través de sus efectos en una vida- sueño y pesadilla, ilusión y realidad. Es en esa excepcional novela donde con más emoción y agilidad -sin descartas uno de los ingredientes que consigue que se mantengan tan frescos los textos de Conget: el humor- se relata el proceso de putrefacción que llamamos madurez, cómo el cinismo y la amargura de las miradas maduras acaban corrompiendo la insólita alegría de una inmadurez que tiene los días contados y las noches incontables. Uno, leída la novela, no puede imaginarla en otra ciudad que no sea Nueva York, pero eso no quiere decir que la novela sostenga en modo alguno la novela y sabe bien que sucede al contrario: son las andanzas de los personajes las que vuelven tan verdadera la ciudad por la que esas andanzas se desarrollan. La prueba de que la novela no necesita a la ciudad para golpearnos es que, comenzando como comienza en las pestilencias del Hotel Evans, culmina muy lejos de Nueva York, mucho antes de Nueva York, en uno de los finales más emocionantes que recordemos.

Conget ha ido completando el círculo mágico. Ha hecho gran literatura de su vida -¿con su vida? ¿por su vida? ¿en su vida? ¿contra su vida?: no sé qué preposición poner, creo que habría que ponerlas casi todas: una vida que llenó primero de literatura para devolverle a ésta lo que ésta le dio: asombro, emoción, humor, la sensación, la certeza, de que el mundo es más hondo que extenso. Sin que eso le hiciera sentir que estaba encerrado en ninguna torre de marfil. Porque si hay dos categorías de escritores -los procedentes de la literatura y los procedentes de la vida- Conget es de los que no podrían, de ninguna de las maneras, quedar encerrado en ninguno de los dos sin perder parte esencial de lo que es, de lo que nos ha dado.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Bonilla

TAMBIÉN PUBLICA UN INÉDITO DE LUIS LANDERO

LA PRESTIGIOSA ESCRITORA RUMANA ASEGURA: “HAY QUE LUCHAR CONTRA LA CENSURA INTERIOR”

SERGIO DEL MOLINO LO TIENE CLARO: “LA  LITERATURA AUTOBIOGRÁFICA AYUDA A EXPIAR CULPAS” 

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este próximo mes de julio, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con los escritores Ana Blandiana y Sergio del Molino. Se trata de dos conversaciones exclusivas, que permiten no sólo conocerlos mejor, sino también descubrir sus opiniones sobre un amplio repertorio de temas de interés. Ambos son dos de los más valiosos protagonistas de nuestra actualidad cultural: la escritora rumana Ana Blandiana, es toda una referencia de la mejor literatura europea y siempre concibió su vocación creativa como una forma de resistencia moral. Por su parte, Sergio del Molino es uno de los escritores y periodistas del momento,  posee una personalidad cercana y vivaz, un sentido crítico muy acusado y una imperiosa necesidad de atrapar en sus libros y colaboraciones en prensa y radio cuanto nos ocurre y reflexionar sobre ello.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

19 de junio de 2020

Imaginar la cadena del sueñoes para Anne Carson (Canadá, 1950) crearla de nuevo a partir de la primera vez, cuando los eslabones todos rechinaron a un mismo tiempo, como si cada uno de los engranajes fuera un sueño soñado por alguien más, un alguien a quien conocemos por, y a través de, la literatura.

            Supongamos Homero, el ciego, de quien poco sabemos pero creemos conocer tan bien como la palma de nuestra mano con tan solo leer a Carson. Ella nos lo presenta tan real como nuestro propio pasado, con todo y sus fantasmas. Los de Ulises, los de Carson, los nuestros. Ella misma personifica a Ulises, el viaje, el sueño: ironía pura, brillo de alba.

            Decreación es de-crear para recuperar el ser. Ella lo hace a partir de la batalla con la desmemoria: Circe, el canto de las sirenas, los sueños, y lo que cada noche el sueño calla. Y en ese silencio surgen las contradicciones que en Anne Carson se inclinan hacia la misma noche del alma. Clasicista como se ha pronunciado desde sus primeros libros, Anne Carson prescinde de lo que no es esencial. Desnuda la palabra como el viento desnuda la fría roca ante la cual todos debemos orar, suplicar, rogar. Una súplica por el retorno a la primera voz, a la primera vez en donde el recuerdo se instaura en la mente.

            En estos poemas, parte de «Cadena de los sueños» (que a su vez es la sección inicial de Decreación, publicado en 2005 y que Vaso Roto Ediciones editará próximamente en español), ella toma a la madre como la lengua, como la fuerza, como el inicio del mar en el que hay que zambullirnos para hallar (inventar) el recuerdo que inunda de agua la casa, esa en la que no podemos estar aún, la que estamos por habitar, la creada y descreada, en un intento de Ser.

 

*

 

Anne Carson nació en Toronto (Canadá) en 1950 y durante su infancia residió en distintos pueblos y ciudades de la región de Ontario. Después de estudiar clásicas en las Universidades de Toronto y St. Andrews (Escocia), regresó a Toronto en 1981 para escribir su tesis doctoral sobre Safo, publicada en 1986 con el título de Eros the Bittersweet. En la actualidad enseña clásicas en la Universidad de Michigan, en Ann Arbor.

Ha publicado varios volúmenes misceláneos de poemas y ensayos, entre ellos Plainwater: Essays and Poetry (1995), Glass, Irony and God (1995), Men in the Off Hours (2000), The Beauty of the Husband (2000, Premio T. S. Eliot de poesía) y Decreation (2005), así como una novela en verso, Autobiography of Red (1998), el ensayo Economy of the Unlost (2002) y un volumen con sus versiones de la poesía de Safo, If Not, Winter (2002). Además, ha sido dos veces finalista del National Book Critics Circle Award. En español se han publicado dos libros suyos: La belleza del marido (un ensayo narrativo en 29 tangos) (Lumen, 2003, trad. Ana Becciu) y Hombres en sus horas libres (Pre-Textos, 2007, trad. Jordi Doce).- JEANNETTE L. CLARIOND.

 

 

 

Paradas

 

 

Cadena de sueños

 

Quién puede dormir cuando ella...

a cientos de millas oigo ese vasto aliento

avivar sus cubiertas agitadas.

Cicatriz tras cicatriz

los eslabones

rechinan una vez.

Navegamos madre en un océano sin barcos.

Piedad por nosotros, piedad por el océano, navegamos.

 

 


Líneas

 

 

Mientras hablo con mamá ordeno cosas. Lomos de libros junto al teléfono.

Clips

en un cuenco de porcelana. Residuos de goma manchan la mesa. Ella habla

con nostalgia

de la muerte. Empiezo a girar los clips en la dirección contraria.

Fuera

de la ventana la nieve cae en líneas rectas. A mi madre,

amor

de mi vida, le cuento lo que almorcé. Las líneas caen ahora

más

de prisa. El destino añade peso en los extremos (para apresurarnos)

quisiera

decirle: es señal de la misericordia de Dios. Ella no me retendrá

dice, ella

no me pasará factura. Los milagros se escurren sin darnos cuenta. Los

clips

están eternamente alineados. ¡La misericordia de Dios! Cuánto tiempo

la sentiré

arder, dijo la niña intentando ser

amable.

 

 

 

Nuestra fortuna

 

En una casa al atardecer la lección final de una madre

devasta el poniente y sella el pacto.

Mira por las ventanas al anochecer y verás gente de pie.

Somos así, teníamos un pretexto para estar dentro.

Llegó el día, cortamos el fruto (cortamos

el árbol). Ahora estamos fuera.

Aquí hay una deuda

saldada.

 

 

 

Sin puerto alguno

 

En la antigua lucha entre hálito y muerte, se concede un último sueño.

Aceptamos una oferta por la casa.

En la suma de las partes,

¿dónde están las partes?

En silencio (allí) aguardan hojas y ventanas.

Nuestro tendedero desnudo corta la inclinación de la noche.

Y en su grito por el perdido atuendo de la luz celestial

ángeles y detritus nos reclaman al flotar por nuestra cancela aún cerrada.

 

 

 

Ella celebraría hoy el 50º aniversario de su boda

 

El frío implora ante un muro romano.

La luz es intensa (atrapada)

y las sombras esperan como

capuchas a punto de caer.

El cerebro llama

dos veces

por sal.

 

Acaso fue Ovidio quien dijo, Tanto viento enmudece las piedras.

 

 

 

Ciertas tardes ella no atiende el teléfono

 

Febrero. Hielo por todas partes. Pueden sentirse distintas densidades del hielo.

Sus tonos –azul blanco marrón a gris-pardo plateado– varían.

Parte del hielo tiene grava en el centro o sombras en su interior.

Otra parte es lisa como una ladera, no podría sostenerte.

De pie sentirías que el viento se atenúa, se deshila.

Todo cuanto hemos deseado, se deshila.

Los pequeños no pueden sostenerse sobre el hielo.

Ni una carta, ni un esbozo de letra, puede sostenerse.

Cegadoramente, lo que allí hay de mundo, quema.

Febrero. Hielo por todas partes. Pueden sentirse distintas densidades del hielo.

 

 

 

Esa fuerza

 

 

Esa fuerza, madre: desenterrada. Martillada, encadenada,

sombría, agrietada, sollozante, arrolladora, encerrada

en sus lamentos, martillada, martillando residuos

de muerte. Aferrada y contenida,

informe y voraz. Cuchillo.

Sin desangrar la médula

esa fuerza, madre,

se detuvo.

 

 

 

Pienso que el pobre pueblo ha sido muy maltratado

 

Luz contra los muros de ladrillo y un viento boreal ennegrece las ramas.

La sombra extrae las entrañas de la luz ya secas en su palma.

Come tu sopa, madre, dondequiera que esté tu mente.

Despunta el mediodía invernal. Frágiles soles

aún vivos alivian los soles de aquel día.

Pues el pobre pueblo sueña

con rendirse, madre

nunca insensible,

madre valiente

y feliz.

 

 

 

A pesar de su dolor, otro día

 

 

La niebla del río (7 AM) se dispersa y comienza, se estremece y comienza

en las rocas otoñales del molino.

Restos de hojas resplandecen. He hallado mi cordura.

La evidencia (7 PM): ella toma sus medicamentos, yo doy un paseo por el río.

La rueda de molino huele a húmeda hoja de maíz.

Detrás de mí (2:38 AM) en la oscuridad del Motel Dorset oigo el clic del calentador

y a ella, que se despierta en el otro extremo de la ciudad

en un cuarto pequeño y cálido

aferrándose a un rosario que brilla en lo oscuro.

No importa qué se diga del tiempo, la vida va en una sola dirección,

es una verdad que resplandece.

La niebla del río (7 AM) es plata desollada

cuando el alba oscurece

el día de mi partida.

PELIGRO NO LEVAR NI ECHAR ANCLAS

dice el letrero justo en la orilla.

La no conciencia nos engulle.

Ella en la cama como ramita doblada.

Yo, como siempre, ida.

 

 

 

Nada que hacer

 

Tu viento vidrioso rompe contra la muda orilla y agita la rosa.

Mirad como

antes de una gran nevada,

antes de que el vacío deslizante de la noche caiga sobre nosotros,

nuestras linternas proyectan

formas de antiguas compañías

y

luego una fría pausa.

Qué cuchillo desolló

esa hora.

Hundió las boyas.

Sopla sobre lo que fue nuestra casa.

Nada que hacer solo rema.

 

 

(Traducción de Jeannette L. Clariond)

Escrito en Lecturas Turia por Anne Carson

18 de junio de 2020

Hay que saludar con gratitud la publicación de Historias de la pequeña ciudad: obra audaz, valiente e inesperada, alejada de las modas dominantes, escrita con el esmerado rigor que sabe imprimir a su quehacer el orfebre escrupuloso, y cuyo mayor y más genuino mérito reside probablemente en el insobornable afán de autenticidad que desprenden sus páginas más inspiradas y luminosas. Quien conozca algo de su itinerario literario sabrá que el abulense Antonio Pascual Pareja no es ave del «nuevo gay-trinar». Es el suyo un universo creativo regido por criterios estéticos que no pocos se aprestarán a tildar de anticuados, cuando no plenamente superados; sin embargo, el escritor, enteramente consciente de que su labor no pasa por someterse con docilidad a los dictados de las tendencias en boga, prosigue su propia búsqueda, perseverante, tenaz, apasionada de la belleza, siempre atento a su vertiente más cercana —y acaso por ello, más secreta—; avanzando con paso decidido en la tarea de dar encarnadura literaria a todas aquellas impresiones que han ido forjando su peculiar forma de sentir la inmediata realidad que lo circunda.

En la estela de su muy estimable Invisible Pablo, esta última obra se inscribe también en un ámbito un tanto ambiguo, de incierta adscripción genérica. Bien parece acomodarse Antonio Pascual al principio de que el género literario ha de ponerse siempre al servicio de las necesidades creativas de cada escritor. Por de pronto, en una primera aproximación —a todas luces insuficiente— basta decir que Historias de la pequeña ciudad se integra en su mayor parte por una colección de piezas narrativas breves, que tienen como denominador común la presencia de un mismo marco provinciano, en el que —solo en apariencia— predominan la monotonía y el tedio. Con todo, ante las sombras de algunos posibles prejuicios, el propio creador decide anticiparse y, con precisas palabras, aclara la sustancia inspiradora de la obra:

“¿Qué pasa en la pequeña ciudad? Nada. Nada pasa en ella. Todo lo que es digno de contar, lo decisivo, ocurre en las grandes ciudades. En los lugares pequeños, el rostro de la vida es anodino y gris. […] Y, sin embargo, todo lo realmente valioso es parvo. [...] Todo lo importante es pequeño y, por ello, fácil de perder.”

El poeta abulense se erige, pues, en cantor de ciertas realidades humildes, anónimas, modestas, injustamente ignoradas; se afana en hacer visible lo invisible, en recuperar la sustancia estética que se halla oculta en nuestras peripecias más mundanas. Desde un lugar vital y espiritual propio, desde su locus standi —según la célebre expresión del filósofo George Santayana— nos va desvelando la trascendencia que palpita en los hechos más prosaicos, y a los que rara vez otorgamos la atención requerida: «Pero, como nada ocurre en la pequeña ciudad, las cosas nimias acaban teniendo aquí su importancia».

Su escritura participa de ese mismo ideal: se elude la afectación expresiva, se desdeñan los artificios narrativos sofisticados y complejos. Hay que elogiar su prosa: austera, exacta, contenida; probablemente madurada en fecundos ratos de soledad y silencio. En conjunto, sobresale de nuevo el inextinguible magisterio de Azorín, tan vivo y pujante, como cualquiera de nuestros clásicos, ya omnipresente en Invisible Pablo, y que reaparece confirmándose como deidad tutelar de Antonio Pascual Pareja, al que incluso dedica un personal homenaje en «El hombre que lee».

Esta filiación noventayochista, muy acusada, por ejemplo, en lo tocante a la evocación del paisaje o a la intensa conciencia de la temporalidad, puede llegar a opacar la presencia de otros relevantes veneros. Claro está que la localización provinciana de la obra no es óbice para que el autor demuestre, sin énfasis innecesarios ni infatuado exhibicionismo, poseer un vasto bagaje cultural, en el que tienen cabida escritores del fuste de Tolstói, Shakespeare, Emily Dickinson, John Keats o Rilke; e incluso otros raramente frecuentados, como la malograda Maria Messina. Personajes y motivos literarios, cumple subrayarlo, que se integran a veces con total naturalidad en el microuniverso contemporáneo de su ciudad. De esta manera, Jacinto, por más señas el poeta Jacinto Herrero Esteban (1931-2011), añora a su amigo, el también poeta Antonio Muñoz Rojas (1909-2009), en «El reguerillo». Natalia Goncharova y Alexandr Pushkin aparecen transmutados en los Alejandro y Natalia de la pequeña ciudad en la breve historia titulada «La florecilla». La solitaria y abatida Elena, evoca, sin duda, a la bien conocida Hélène, destinataria de los sonetos que concedieron la inmortalidad literaria a Pierre de Ronsard. Sabemos, además, que el bohemio del cuento homónimo se llama Alejandro, y su mujer Juana, en clara alusión a Alejandro Sawa y a su mujer Jeanne Poirier; este recita versos de Rubén Darío y emplea su inconfundible y delatora muletilla: ¡admirable!

 Especial atención reclama, asimismo, la notable influencia que ejerce sobre nuestro autor el mundo cinematográfico. Dejando a un lado alusiones a ciertas películas fetiche (Once upon a time in America o ¡Qué bello es vivir!) y a consagrados directores como Raoul Walsh o Nicholas Ray, contenidas en el cuento «Alicia», importa destacar curiosos paralelismos más recónditos. Sobresalen, de forma llamativa, ciertas concomitancias de Historias la pequeña ciudad con Más allá de las nubes, película un tanto infravalorada, que un veterano Michelangelo Antonioni dirigió con Wim Wenders a mediados de los años noventa del cada vez más lejano siglo XX. Similitudes observables tanto en el sosegado tempo narrativo, como en algunas historias —recuérdese la protagonizada por Irène Jacob—. Pero, como es natural, la pasión cinéfila no se agota en un puñado de referencias. Se observan, por otra parte, ecos del cuidado intimismo de realizadores como Y. Ozu, Ingmar Bergman o Víctor Erice, por ceñirnos solamente a las referencias más ilustres. Otro nombre ineludible es el de Charles Chaplin, con el que comparte nuestro escritor una singular predilección por «los universales del sentimiento».

Pero Historias de la pequeña ciudad es un título engañoso: ciertos capítulos son eminentemente descriptivos. He aquí la pervivencia natural de su veta poética —recuérdese que Pascual Pareja es autor del poemario El viento y la casa (2007)—. En general, son brevísimos intermezzos en los que el autor alcanza su más elevado vuelo lírico. Logra una estremecedora limpidez en algunos pasajes preñados de una fuerza poética incontestable, en los que, junto al antes mencionado Azorín, se percibe la influencia de Juan Ramón Jiménez o un no muy lejano parentesco con ese tono evocador y nostálgico del Ocnos de Luis Cernuda. Instantes de trance poético, auténticas hierofanías, momentos en los que eclosiona una fina sensibilidad: el amanecer, la puesta de sol, el paisaje otoñal, el estío, los primeros signos que anuncian el cambio de estación, cuando la ciudad vuelve a cobrar todo su protagonismo: «Cae la noche de verano sobre la pequeña ciudad. Se derrama sobre ella como tibio rocío. Empapa primero lo alto y desciende enseguida, con lenta prisa, sobre las cosas de los hombres».

A pesar de su estructura libre, dos personajes perduran y confieren cierta cohesión al conjunto: el primero —y el más relevante—  es la inmutable ciudad, en la que no es difícil entrever los inconfundibles trazos de su amada Ávila natal; en segundo lugar, acaso menos evidente, la del poeta, que aparece y reaparece fugazmente; ya como personaje protagonista de algunas historias, como «El poeta y la rosa», «El muro de cristal» o «El camino del poeta»; ya como discretísimo observador de esas peripecias cotidianas, que inspiran buena parte de las historias.

 En Historias de la pequeña ciudad se describe cabalmente un apasionante itinerario de formación espiritual y vital, que tiene como nervio central el mundo de las emociones y las cuestiones de alcance universal: el amor, la familia, la fugacidad temporal, la frustración, la vejez o la vocación literaria. Temas que son tratados desde la intimidad, desde el secreto mundo interior de unos personajes vistos siempre con comprensión y ternura. Como abulense de pura cepa, sabedor de que la mirada debe proyectarse siempre hacia ese místico «hondón interior», Pascual Pareja ha tratado de elaborar una auténtica historia de almas humanas y, al mismo tiempo, ha querido salvar e iluminar la memoria de todos esos seres desconocidos para la mayoría, pero decisivos en su proceso de maduración, pertenecientes a su propia «intrahistoria» personal. El escritor logra su ambicioso empeño apoyándose en una suerte de sabiduría contemplativa, en un modo concreto de situarse ante la realidad. Es la suya una auténtica pedagogía de la mirada. Se trata de una forma de sentir y de observar indisociable de una concepción antropológica y aun existencial genuinamente cristiana. Porque, llegados a este punto, habrá que manifestarlo sin ambages: Historias de la pequeña ciudad se presenta como una obra hondamente religiosa. Sirva de ejemplo ilustrativo el tono elegíaco que preside la emocionante semblanza a José Antonio, protagonista de «Un hombre bueno», perfecto ejemplo de un ars moriendi cristiano, que se opone a la gélida mentalidad clínica que domina en la secularizada sociedad de nuestros días.

Terminada la lectura, un imperativo estético y vital se impone: el necesario regreso a la autenticidad, la restauración urgente de sacralidad de lo cotidiano.  Antonio Pascual nos enseña que el milagro es vivir, y que este acontece aquí y ahora, ante nuestra superficial indiferencia. Reivindica el autor el sentido de todos los pequeños gestos, mínimos y mundanos; de una preciada liturgia de la parvedad, desde una óptica personalista. Y, por añadidura, el amor a sus seres más queridos, a los habitantes desconocidos de la pequeña ciudad.

En realidad, Historias de la pequeña ciudad, bajo su engañosa apariencia de obra conformista y modesta, ha sido concebida como una auténtica reprobatio contra cierta literatura, obstinada en la exaltación de lo sórdido, plácidamente entregada a una vacua y nihilista celebración de las miserias humanas en sus aspectos más degradantes; como balsámico antídoto contra el solipsismo deshumanizador que invade la sociedad de nuestros días y que ha ido permeando de forma paulatina en la creación literaria. Antonio Pascual Pareja se sabe peregrino de su tiempo, rara avis en el parnaso contemporáneo; mas, a pesar de esta condición de escritor confinado a la incomprensión, se afana en mostrarnos la posibilidad de otros cauces literarios igualmente legítimos.

En efecto, cabría colegir, asumiendo todo lo que se ha comentado hasta aquí, que Historias de la pequeña ciudad brilla como creación singular, casi inaudita en el actual panorama literario, extemporánea tanto en lo que atañe a sus fuentes literarias como a sus firmes convicciones estéticas. Aboga Pascual Pareja por una literatura de la gratitud y del bien, enraizada en una concepción cristiana de la persona. En suma, una certeza ilumina las páginas más sublimes de Historias de la pequeña ciudad: el retorno a la patria de lo invisible, a la auténtica morada de los poetas verdaderos. Así se dice a las claras por boca de Francisco: «La vida nunca cesa. Siempre ocurren cosas. En cada lugar lo hacen de una forma distinta, única. Aquí la luz es otra. La ceguera es cosa de los hombres».

 Parece casi una paráfrasis del conocidísimo capítulo XXI de Le Petit Prince: «L’essentiel est invisible pour les yeux». Escuchemos nosotros, ingenuos pero apasionados lectores, sus sabias exhortaciones; salgamos, pues, de nuestra ceguera y vayamos al encuentro de lo invisible, celebremos el don siempre subyugante de la existencia; el auténtico milagro, el más luminoso y el más recóndito, la dicha de vivir y de sentirnos vivos, ante la realidad, misterio incesante, inabarcable.

 

 

Antonio Pascual Pareja. Historias de la pequeña ciudad. Valencia, Pre-Textos, 2019.

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Rodríguez González

LA REVISTA RINDE HOMENAJE A MARIO BENEDETTI, MIGUEL DELIBES Y EMIL CIORAN

TAMBIÉN PUBLICA LA CORRESPONDENCIA INÉDITA DE PHILIP LARKIN Y UN AVANCE DE LA NOVELA “EL PARISINO”, DE ISABELLA HAMMAD, QUE TRIUNFA EN REINO UNIDO Y USA

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este próximo mes de julio en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores de la literatura contemporánea. En primer lugar, TURIA rinde homenaje a Mario Benedetti y Miguel Delibes, de quienes este año se celebra el centenario de su nacimiento, y lo hace a través de sendos artículos originales que permiten constatar la vigencia y el interés de su obra, así como la ejemplaridad cívica que mostraron a través de sus respectivas trayectorias personales.


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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

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