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Configurar sentido descendente

Cándido Pérez Gállego ve la escritura de Virginia Woolf como stream of consciousness como la explosión de la conciencia, fruto de la desmedida angustia existencial de la autora (2006). Releo a Malcolm Bradbury y su visión del Modernismo con un compendio de obras que tienen como denominador común transcend, la transcendencia, la excelencia, la búsqueda de la perfección mediante el conocimiento, la búsqueda de verdad de la que habla Henry James en The Art of Fiction. Pienso en Harold Bloom y lo que él le pide a la escritura, que le ayude a paliar la soledad, a combatir los embates de la vida cotidiana_e intuyo que la rutina_con el placer de la obra bien hecha, el libro como objeto estético y de belleza. Recuerdo los comentarios de Max Weber cuando habla del poder inusitado que tiene el capitalismo y la necesidad del hombre de expresar su singularidad, su sentir en el mundo y hacer de ello una obra de creación. Thoreau construye su casa Walden, junto al lago del mismo nombre, próximo a Concorde (Massachusetts) y es una obra de creación, en palabras del crítico norteamericano Stanley Cavell, la construcción como el acto mismo de la escritura, y creo que el Romanticismo americano de Emerson renace a principios del siglo XX ahogado en el ambiente burgués_y bastante desorientado_de la ciudad.

Virginia Woolf era una niña bien, hija de un padre de fuerte temperamento, que se justificaba a sí mismo los arranques de ira porque pensaba que, en un genio, todo es disculpable. La idea la recoge María Lozano en su edición de Mrs. Dalloway en Cátedra. Angustiada o no, pienso sinceramente que a Virginia Woolf le preocupaba el conocimiento y hacia él se encaminó con una educación esmerada. Vive en el mundo en una época paralela a T. S. Eliot, se mueve en ambientes intelectuales y elitistas, y quiero pensar que se impregna del espíritu de la Crítica de Cambridge, porque uno se contagia del momento (también del momento literario) que le toca vivir.

T. S. Eliot busca y define el correlato objetivo, la idea de conseguir con relaciones de palabras la imagen o el sentir que más se ajuste a la visión del mundo que el escritor intenta transmitir. Ezra Pound lo buscó hasta la saciedad escribiendo palabras en todas las lenguas posibles_hasta en sánscrito_con el único fin de lograr la pureza del texto, la adecuación inmediata y esencial de pensamiento y texto. En su versión menos grata esto desembocó en Norteamérica en los New Critics, el Nuevo Criticismo, donde lo único que importaba era el texto; en su manifestación más apasionante y precisa, la poesía modernista de T. S. Eliot. A partir de ahí veamos dónde colocamos a Virginia Woolf.

Ralph Freedman la define dentro de novela lírica, un género a caballo entre la poesía y la novela argumental propiamente dicha. Recuerdo la preocupación de Raymond Williams en un interesante artículo sobre novela realista y sus consecuencias, que intuye la dirección atmosférica a la que se dirige la novela, al proyectar en exceso la obsesión subjetiva del personaje en la escenografía, en el mundo de ficción. Freedman alude a la forma de hacer de la escritora y la define como un modelo dinámico que intenta mantener el equilibrio entre el mundo de ficción y sus pernonajes, las distintas personae en que se desdobla la voz de la autora.

Según Freedman, Virginia Woolf es muy consciente de la relación mente y mundo como espacio físico; de hecho, dice que a ella le repele la forma de hacer de Joyce, demasiado enclaustrada en su pensamiento vital y sin tener en cuenta el mundo que le rodea.

Virginia Woolf se plantea la singularidad de sus personajes y cómo compaginar esa singularidad con la realidad del entorno, los puentes que establece y las actitudes al respecto; sensaciones, asociaciones, memorias, “El acto mental estalla en relaciones” (1972: 256). En Mrs. Dalloway y To the Lighthouse (El Faro) el mundo de ficción es más evidente y hasta retoma la tradición costumbrista de Jane Austen, aunque de un modo extremadamente personal. En Las Olas (The Waves, en el original inglés), en opinión de muchos su mejor obra, utiliza una voz cada vez más distanciada de la realidad física y encuentra en ella su expresión más excelsa y más pura.

Decía Thomas Mann que uno debe ser consciente del ambiente al que pertenece[1] y qué duda cabe de que a la escritora le preocupaba su adecuación al mundo y propone personajes que participan de él, que buscan en los otros paliar su propio desconcierto existencial y que se agarran a la imagen para buscar su base de sustentación y también por amor a esa existencia que, confusa o no, celebran y recrean. La voz de Virginia Woolf explota a cada instante en forma de estallido arrebatado que intenta entusiasmarse con la sucesión de imágenes que la rodean, su visión exquisita del mundo. El sentir de los personajes se proyecta en la elección de los objetos que se convierten en símbolos unidos unos a otros formando una relación intensa y entusiasta, un componer el mundo de acuerdo con su estar en él, un mundo de imágenes que ratifican el sentir interior y también, en último término, subraya los grandes símbolos que configuran la expresión del pensamiento de la autora, su dinámina interior.

En Mrs. Dalloway y To the Lighthouse su preocupación es compatibilizar el escenario costumbrista con la mente, en The Waves la voz se torna etérea, y también más pura. Me viene a la memoria la conocida reflexión de Ortega, “Yo soy yo y mi circumstancia” y la continuación de la frase, menos extendida popularmente “...y si no la salvo a ella no me salvo yo.” Me parece que a Virginia Woolf le preocupa salvar su circunstancia, delimitar el elemento de ficción con lexemas que a fuerza de relacionarse_incluso anárquicamente_unos con otros, den lugar a una forma estética, a un significado elevado y admirable. En palabras de Freedman en cuanto a novela lírica se refiere: “ Su objetividad radica  en una forma que fusiona el yo y el otro, un cuadro que separa al escritor de su persona en un mundo aparte y formal (1972: 15)”. En su definición se encuentra la clave y la voz de la escritura.

Virginia Woolf selecciona objetos exquisitos y los relaciones de la forma más sencilla posible, mediante and…and…and (y…y…y…) y compone con ellos un cuadro que ratifica la expresión mental y de sentimiento de las distintas personae que forman su narrativa. Esta configuración plástica de la realidad, en la intentión recuerda el correlato objetivo de T. S. Eliot y hasta la idea de Gertrude Stein de construir una prosa sencilla y natural. De fondo, se adivina la personalísima actitud de la escritora que busca entusiasmarse con las gentes y con las cosas con dos propósitos, uno, paliar su angustia existencial, su manifiesto vacío y otro, componer de forma muy visual mediante grandes símbolos y pequeñas imágenes su pensamiento y su sentir, de ella y con el mundo. El resultado es una expresión plástica de exquisita belleza, muy visual, un verdadero cuadro repleto de color, su concepción de la vida. Hablamos de literatura y pienso a la vez en música, por los tiempos, por la cadencia, y en pintura, por el color, por los objetos recreados en los que se advierte el tono nacarado a través de su voz. Veamos algunos ejemplos de todo ello.

En Mrs. Dalloway, correlatos objetivos estáticos y dinámicos surgen de su voz casi a borbotones concatenados por ese y (and): “Devonshire House, Bath House…y recordaba a Silvia, Fred Sally Seton_tal cantidad de gente; y bailando toda la noche; y los vagones traqueteando de camino al mercado; y volver en coche a casa por el parque (Woolf, 2003:155)”.[2]

Vuelvo al correlato objetivo, a T.S. Eliot, a Gertrude Stein, a Hemingway_salvando las distancias_en “Soldier´s Home”. En la emoción, en la contemplación del cuadro, en los y que se suceden para concatenar unas imágenes con otras y contagiar entusiasmo o nostalgia, una recuerda el cierre de “Goodbye, My Brother” (“Adiós, Hermano Mío”) de John Cheever).[3]

El color, el mundo de los objetos de que Virginia Woolf se rodea y que constituyen su ligazón al mundo, su expresión artística, su recreo y también su apreciación de la realidad, se ve precisado en múltiples ejemplos. La naturaleza adquiere aquí su expresión más doméstica, se convierte en una naturaleza de ciudad, más exquisita, más suave_también más atmosférica_, tonalidades irisadas, múltiple colorido: 

...y era el momento, entre las seis y las siete, cuando todas las flores_rosas, claveles, lirios, lilas_brillan; cada una de las flores parecen una llama que arde por su cuenta, suave y pura, en los arriates brumosos; y ¡cómo le gustaban las polillas blancogrís que en remolinos rondaban los heliótropos, las prímulas de la noche! (Woolf, 2003: 160)[4]

Con una imagen la escritura plasma una idea o un sentimiento, el matrimonio, los celos; y es de nuevo una imagen pictórica, de una determinada cadencia, una imagen animada, percibida casi para el cine. En Mrs. Dalloway, Clarissa Dalloway ve escrito en el bloc de notas junto al teléfono que Lady Bruton, invita a su marido a que la acompañe para comer, a su marido, no a ella; y los celos aparecen de inmediato: “…como la planta en el lecho del río se estremece al sentir la onda de un remo: tal fue su temblor, tal fue su estremecimiento (Woolf: 2003: 177).”[5]

Los personajes que elige, las distintas personas que animan en última instancia las ideas y sentimientos de la autora, no siempre evolucionan, algunas, como en el caso de Septimus, ejemplifican tendencias y constituyen en sí mismos verdaderos símbolos de la idea apuntada. Septimus es más una actitud ante el mundo que una persona compleja y paradójica, real. Con su descripción, configura de un solo trazo una actitud mental, un posicionamiento frente a la realidad en estado puro, casi un objeto estético en sí mismo, digno de admiración, de belleza, incluso digno de ser salvajemente amado: “Septimus Warren Smith…con sus zapatos marrones, y su abrigo raído y sus ojos castaños temerosos que provocaban temor a su vez en los ojos de los desconocidos. El mundo ha levantado su látigo; ¿dónde restallará? (Woolf, 2003: 162)”[6]. Septimus con sus dos apellidos, porque la autora subraya su personalidad defendida a ultranza, incluso en su poco adecuada vestimenta, pero sobre todo subrayando la idea de la marginalidad, la inadecuación al mundo, la vulnerabilidad; otras tantas facetas desdobladas de la personalidad de la escritora.

Creo ver en la voz narrativa de Virginia Woolf un cierto halo, la luz del faro y a la vez el faro como objeto amado, la imagen que da nombre a su obra To The Lighthouse, la casa de la luz, otra gran metáfora de su búsqueda de conocimiento, de claridad, de saber científico. Y con todo, la máxima expresión simbólica de su actitud ante el mundo, la imagen que mejor define, en mi opinión, la actitud de la escritora y su posición en la realidad, es la que cierra su novela Las Olas, The Waves  y que no me resisto a citar en estas páginas porque corresponden al más puro estilo Woolf, las olas, el renacer a cada rato y el morir como la máxima expresión artística del ser humano y su difícil andadura:

 “Y también en mí se alza la ola. Se incha, arquea el lomo. Una vez más tengo conciencia de un nuevo deseo, de algo que surge en el fondo de mí, como el altivo caballo cuando el jinete pica espuelas y después lo refrena con la brida. ¿Qué enemigo percibimos ahora avanzando hacia nosotros, tú, sobre quien ahora cabalgo, mientras piafamos en este pavimento? Es la muerte. La muerte es el enemigo. Es la muerte contra la que cabalgo, lanza en ristre y melena al viento, como un hombre joven, como Percival cuando galopaba en la India. Pico espuelas. ¡Contra tí me lanzaré, entero e invicto, oh Muerte!” 

Las olas rompían en la playa.[7]      (Woolf, 1983: 266)  

La imagen con la que la escritora termina Las Olas, constituye una visión estética de la vida llena de precisión y belleza, también la objetivación artística de la realidad, que refleja como en un espejo, su paso por el mundo. En palabras de Ana María Navales en su introducción a los Cuentos de Bloomsbury, “un momento de plenitud creadora” (1991: 6).

Me viene a la memoria Marina Tsvietaieva, ese terrible existir entre el sometimiento como garantía de supervivencia y la necesidad de arriesgarse, aunque el peligro nos conduzca a la muerte. En la introducción a su obra: “No la persona sino la necesidad de estar enamorada es lo fundamental. No la esencia… sino el ritmo, el ritmo intenso…” (21) y también: “el deseo…y la promesa…de…vivir para siempre en una eterna infancia, han de considerarse no como una prueba de inmadurez…sino de la lucidez con que desde sus primeros versos había visto la oposición entre su mundo de intimidad radical y armonía liberadora y la inaceptable ceguera de la exteriorización, limitación y monotonía del de los adultos.” “El deseo…de impedir la entrada en su vida del mundo prosaico de los adultos.” (12) [8]

Recuerdo a David Riesman en La Muchedumbre Silenciosa (The Lonely Crowd), los tres tipos posibles de personas, las tres tendencias ante el mundo, la persona tradicional, la introspectiva (tipo Hemingway) y la que busca en lo otro y en los otros, en el mundo, el sentido de uno mismo como conocimiento más sublime y supremo. Virginia Woolf pertenece en mi opinión a éste último y su búsqueda, por encima de su atormentada personalidad, es siempre científica, la expresión plástica del conocimiento, la voz transformada en imagen y la imagen amada, buscada, a la que recurre una y otra vez porque necesita estabilidad y también orden. John Irving dice en Las Normas de la Casa de la Sidra (Cider House Rules) que el huérfano necesita un sentido del orden y hasta de la rutina. Clarissa Dalloway, en su casa y en su matrimonio y a la vez, la imperiosa necesidad de escapar de todo ello.

 

OBRAS CONSULTADAS

 

Bradbury, Malcolm and McFarlane, James (ed.) (1991) (1976) Modernism. A Guide to European Literature 1890-1930. London: Penguin.

Elliot, Emory (ed) (1991) Historia de la Literatura Norteamericana. Madrid: Cátedra. 

Freedman, Ralph (1963) The Lyrical Novel _Studies in Hermann Hesse, André Gide and Virginia Woolf. Princeton: Princeton University Press. Trad.: Jose Manuel Llora (1972) Ralph Freedman. La Novela Lírica... Barcelona: Barral Editores. 

Navales, Ana María (1991). Cuentos de Bloomsbury. Barcelona: Edhasa.

Pérez Gállego, Cándido (2006) “Conversaciones con el profesor Dr. Pérez Gállego”, (25 octubre, 2006). 

Riesman, David (1961) The Lonely Crowd:A Study of the Changing American Character. New Haven. 

Tsvietaieva, Marina (1997) Antología Cien Poemas. Trad.: José Luis Reina Palazón. Madrid: Visor. 

Williams, Raymond (1992) (1985) “The Metropolis and The Emergence of Modernism” en Modernism/ Postmodernism. Peter Brooker (ed.). Singapore: Longman (1998) (1992 1ª ed.). 

Woolf, Virginia (1992) (1ª ed.: 1925) Mrs. Dalloway. Londres: Penguin Books. 

Woolf, Virginia (2003) La Señora Dalloway. Edición de María Lozano. Madrid: Cátedra. 

Woolf, Virginia (1963) (1ª ed.: 1931) The Waves. London: The Hogarth Press. 

Woolf, Virginia (1983)  (1ª ed.: The Waves, 1931) Las Olas. Traducción de Andrés Bosch. Lumen.



[1] Thomas Mann reproduce la idea en una travesía por el Atlántico donde escribe entre otros ensayos “Viaje por Mar con Don Quijote,” para las páginas literarias del  periódico de Zurich. 

[2] “Devonshire House, Bath House… and remembered Sylvia, Fred, Sally Seton_such hosts of people; and dancing all night; and the waggons plodding past to market; and driving home across the Park.” (Woolf, 1992: 9). 

[3] “El mar aquella mañana estaba iridiscente y oscuro. Mi mujer y mi hermana nadaban_Diana y Helen_y veía sus melenas al viento, negro y oro en el agua oscura. Las veía salir y veía que estaban desnudas, desinhibidas, hermosas, y llenas de gracia, y observé a las mujeres desnudas salir del mar.”  “The sea that morning was iridescent and dark. My wife  and my sister were swimming_Diana and Helen_and I saw their uncovered heads, black and gold in the dark water. I saw them come out and I saw that they were naked, unshy, beautiful, and full of grace, and I watched the naked women walk out of the sea. (23) En Stories de John Cheever, de 1978, New York: Ballantine Books, 1995.

[4] …and it was the moment between six and seven when every flower_roses, carnations, irises, lilac_glows; white, violet, red, deep orange; every flower seems to burn by itself, softly; purely in the misty beds; and how she loved the grey white moths spinning in and out, over the cherry pie, over the evening primroses! (Woolf, 1992: 14). 

[5]  “…as a plant on the river-bed feels the shock of a passing oar and shivers: so she rocked: so she shivered. (Woolf, 1992: 32)”.

[6] “Septimus Warren Smith…brown shoes and a shabby overcoat, with hazel eyes which had that look of apprehension in them which makes complete strangers apprehensive too. The world has raised its whip; where will it descend?” (1992: 15)

[7] “And in me too the wave rises. It swells; it arches its back. I am aware once more of a new desire, something rising  beneath me like the proud horse whose rider first spur and then pulls him back. What enemy do we know perceive advancing against us, you whom I ride now, as we stand pawing this stretch of pavement? It is death. Death is the enemy. It is death against whom I ride with my spear couched and my hair flying back like a young´s man, like Percival´s, when he galloped in India. I strike spurs into my horse. Against you I will fling myself, unvanquished and unyielding, O Death!” /The Waves broke on the shore. (Woolf, 1963: 211)

[8] El final de Las Olas recuerda los versos de Marina Tsvietaieva: “yo soy de la perecedera espuma del mar/Uno creado de carne, otra del barro del suelo_/a ellos tumba y lápida memorial…/en la pila del mar bautizada_y en el vuelo/soy_oleaje que estalla perennal.” Y también: “Desmembrada en rodillas de granito volvería,/ en cada ola voy_a resucitar./ Alabada sea la espuma,_la espuma de alegría_/ la elevada espuma del mar.” Corresponden al poema “Una Creada de Piedra y otra de Arcilla Fina” fechado el 23 de mayo de 1920. Su propia vida, su actitud ante el mundo recuerda la de Virginia Woolf. Marina Tsvietaieva nace en Moscú en 1892 y pone fin a su vida en 1941.

Escrito en Lecturas Turia por M.ª Rosa Burillo

Se trata de explicar aquí los procedimientos que Ferrer Lerín utiliza para construir ciertos textos, que es, a la postre, una de las características diferenciadoras con respecto a otro tipo de poesía que predominaba en el panorama lírico castellano en los sesenta, hasta la actualidad.

No se trata de señalar sus temas, que son variados y que, a veces, pueden coincidir con los procedimientos líricos que utiliza, pero me refiero a un lenguaje procedente de esos lugares, vetados para la poesía ortodoxa tradicional. Lerín no enmascara esos otros lenguajes ni procedimientos, ajenos, en un principio, a la labor de la lírica tradicional, cuyo paisaje humano y sentimental, corresponde con el objeto y con el sujeto del propio poema, Lerín, en este caso, utiliza esos materiales ajenos y los incorpora sin prejuicios formales o técnicos y los transforma en poema.


Paleografías

Este proceso puede advertirse claramente en Fámulo. Es un proceso consciente mediante el cual, el autor, utiliza un material externo, en un principio, a la propia práctica poética, pero relacionado con el lenguaje. En este caso, el libro Fámulo, y su texto homónimo, que está basado en el libro: Calzada de Valdunciel. Palabras, cosas y memorias de un pueblo de Salamanca, de Pascual Riesco Chueca, donde utiliza palabras y expresiones de aquel lugar:

«Bollo maimón / pan de farinato / cazador de tendencias /(no se empleaba entonces la palabra viento) / garbanzos torrados / piedra de manteca / lanzaban su relincho / mujeres relinchando /ese jirijeo grito de la fiesta[…]»

Palabras que mezcla también con el recuerdo de sus años de estudiante. Le ha servido esta modalidad dialectal del habla castellano-leonesa para construir un poema sobre el pasado.

Este proceso de recuperación de material escrito puede verse en toda la sección de Paleografías de Fámulo, porque no solo le sirve este material édito, como en el caso anterior, sino que también le sirve algún texto encontrado (similar al trabajo de recogida de muestras, A.C.) olvidado por alguien en una nota aparentemente sin importancia, como puede ser la que escribió su hijo, Miguel Ferrer Jiménez, en una hoja. En el texto “Cotas de excelencia”, donde el autor juega a escondernos lo que ha escrito él y lo que dejó escrito su hijo, dice:

«No había nacido. / Época nefasta pues por no conocer la vitalidad de las creaciones artísticas / época de “Prolongación de Claudia” / o “Eres un único”. / Se agrupan los cautivos. / Una de las ciudades de Calvino.//


Libros antiguos

Es otro procedimiento habitual en Ferrer Lerín, (y una variante de las paleografías), con la diferencia de que, en este caso, solo se basa en libros antiguos: Diccionarios, Libro de la caça de Alfonso X, Libro de la Cadena, Libro de cetrería del rey Dancos entre otros y cumple, fundamentalmente, una labor de interés semántico, el rastreo metódico en busca de palabras no halladas previamente, los hápax, donde puede verse la pasión filológica de Ferrer Lerín, véase Bestiario de Ferrer Lerín, donde se vierte parte de su inconclusa tesis doctoral.

La belleza expresiva del lenguaje antiguo, con un alto valor sincrónico, mediante la transcripción del poeta, lo convierte en un discurso desactualizado por su componente diacrónico, pero, cuyo resultado es de una fuerza inigualable que transforma en poema un texto desvinculado de la intención poética, forzando el autor, la pertenencia de un texto extraño a un género para el que no había sido diseñado en ningún momento, de ahí, que se produzca esa extrañeza recurrente en ciertas piezas de Ferrer Lerín, al tratar de trasladar, (esa es la labor del poeta, el trasvase de contenidos), materia ajena a lo lírico y lo convierte en un texto mejorado, desubicado, al extirparlo de su matriz original donde cobraba sentido pleno. En Fámulo hay dos textos que reflejan lo que se ha dicho antes: “Inscripta” y “Segmenta” que utilizan como fuente el Libro de los sellos redondos de hierro o Libro de la cadena, que recoge los fueros de la ciudad de Jaca.

En “Inscripta” dice: «Illo anno quando rex Garsias venit super Iaca et cremavit illo burgo novo /[…]las tierras a comprar qui es Iacca en lo barri de Burnau fueron tasadas/ […]

El poeta vierte en el texto moderno las oraciones en latín medieval y los mezcla con otras frases en castellano de su propia producción poética, procedimiento de palimpsestación lírica que utiliza material desechado y lo usa en su nuevo texto, mientras va descubriendo capas léxicas de la superficie, explicación de que nuestra forma de escribir no es más que una constante actualización idiomática de nuestro primer lenguaje, el barro léxico que Lerín somete a una hidratación textual y convierte en  moderno tras un proceso de catalogación arqueológica urgente.

Como producto de ese estudio y lectura en libros anteriores al S. XX, que puede verse en diferentes lugares de su obra, surge el hallazgo, donde Lerín procede como el científico atento, en busca de nuevas étimos para catalogar su desaparición. Ironía textual ya que al escribirse el hápax desaparece y se actualiza. Rizo idiomático al que acostumbra Lerín.


Hápax (legómena)

Literalmente, hápax legómena significa: “lo que se dijo una vez”, procede de manera parecida a aquello que en el arte sacro se ha denominado Acheropita, lo que no se ha hecho a mano, sino de forma involuntaria, lo digo, porque los hápax estuvieron también muy relacionados con la traducción de los textos sagrados hebreos y griegos paleocristianos que tuvieron una traducción problemática o incorrecta, y que se vertieron al idioma incipiente y se fosilizaron allí. En este caso que mostramos a continuación, Lerín nos devuelve un hápax relacionado con los animales donde nos ofrece una erudita lección de geo-etimológica que cristaliza en el texto “Lorra”, en Hiela sangre. [pp. 95-96]:

«Una lorra / no evita siempre al humano / se sabe/ autora de burlas provocantes a risa /porque / no hablamos de la zorra  de carne[…]No identifico el poema, ¿a qué libro pertenece? / Ferrer Lerín: No tiene llibro aún; es un homenaje a lorra, un hápax. […] En el famoso opúsculo Sobre el animal cebra que se criabaen España (1752) del Padre Sarmiento se dice que «los Golpejares son sitios en que abundan de Lorras».

Y nos ofrece a continuación una explicación filológico-toponímica sobre el posible origen del étimo errante.


Traducción errónea

Muy relacionado con esta técnica textual del hallazgo, algo que siempre llamó poderosamente la atención de Lerín son las traducciones erróneas, el mismo Lerín, como hemos dicho, traduce una obra tan difícil como la de Tzara, así como Tres cuentos de Flaubert u Ossi di sepia de Montale. La traducción como esa parte en el reverso de la creación literaria, por ello llama tanto la atención al autor, porque hace derivar al idioma y sus recursos sintagmáticos que construyen la comunicación directa. En este caso que ofrecemos de Hiela sangre, se trata de una traducción sobre un pueblo indígena, los botocudos, palabra con la que los portugueses se referían a los habitantes de Brasil  por llevar botoques, es decir, aros de metal o madera en los labios y en los lóbulos de las orejas.

«Eran amplios y planos / los cheekbones altos / la nariz bridgeless pequeña / las ventanas de la nariz anchas / y la proyección de las quijadas leve.[…] Era nómada cazador-gatherers / el vagar desnudo en las maderas y vida del bosque […]su solamente armas eran caña[…] bambú nariz flauta[…] (p. 87-88)


Enumeraciones y censos

Aquí reúne dos modalidades, la pasión por los libros antiguos y la confección de censos y enumeraciones que actúan como enumeraciones caóticas. Las enumeraciones se pueden comprobar sobre todo en su vertiente más relacionada con la actividad ornítica, pero también se extrae de la lectura de libros de caza que Lerín rastrea con lente filológica. En el caso que mostraremos a continuación se pueden ver tanto el material lingüístico antiguo, como la enumeración y el orden alfabético con que opera en algunos textos, influencia quizá de aquel azar objetivo que rige otra gran parte de su lírica y que es capaz de estructurar en ocasiones su lírica.

En “Solemnísimo vocabulista”, p. 89-90: «Animale / Agua& humidad. / Bestes. / Bosq[es] y la[s] otras cosas saluaticas», donde sigue una copiosa lista de objetos al azar.

En “Libro de cetrería del rey Dancos” nos ofrece otra lista pero, esta vez, repite en aliteración el comienzo y recoge el índice de contenidos de dicho libro según la edición de José Manuel Fradejas Rueda.

«El XIII capítulo es quando á fundaçion et non quieren comer / el XIIII capítulo es de fazer los ffalcones osados.» p. 91.

El Libro de la confusión se abre con un texto que opera de manera similar, en “Culminación del patronazgo de San Benito de Nursia, donde dice: «De los caminantes de llanura / De los mercaderes de comestibles, especialmente de carne / De los archiveros / De os agricultores / De los ingenieros / De los curtidores[…] p. 15.

Uno de los más característicos de la producción leriniana es el soberbio texto a continuación donde se dan una serie de lugares propicios, que en un principio, pueden entenderse como ideales para la contemplación de aves, pero que tienen un fin más nihilista, ya que se trata de lugares para practicar el suicidio:

“Ababuj (Teruel). Partida de Ablaque. Viga en la Caseta del Sordo. (Practicable).

Abertura (Cáceres). Campo de Custodio. Olivos centenarios. (Prcticable).[…]

Caborriu (Gerona). Masía Pons. Viga madrina en iglesia. (Riesgo de rotura)(Practicable).[…]


Árboles genealógicos

También emparentado con la confección de censos, el estudio de su propia familia, le lleva a proceder de igual manera con otras, en este caso que ofrecemos, es un relato de invención propia, pero que mistifica la veracidad de un expurgo en un libro genealógico, en Libro de la confusión, “Descendencia”, p 49: «Descendencia de Josefa Engracia Pérez Oliveta (1884-1921), casada con José Juan Abilio Castaña Serafín (1881-1934)[…]»

Otro ejemplo de esta manera de proceder leriniana puede verse en el texto “F.F.”,  (p. 103), de Fámulo, donde afirma, en este caso, el texto es autobiográfico: «Francsico Ferrer Mascaró, notario, natural de Balaguer, Lérida, viaja destinado a Puigcerdá, Gerona, a mediados del XIX[…]María de las Mercedes Auger Massanet, natural de Barcelona contrae matrimonio con Abilio Ferrer Morer, la recuerda sentada, ella siempre de negro, la abuelita Mercedes[…] María Luisa Lerín Falcó, natural de Barcelona contrae matrimonio con Francisco Ferrer Auger en la ciudad de ambos, a su único hijo se le bautiza Francisco gracias a quien no lo sabemos.[…]

Aquí trata de explicar su pasado mediante la presentación de su árbol genealógico, determinando todas las variantes que existieron hasta llegar a él y a su descendencia.


Ornitología

Estos textos aparecen por doquier en sus libros, es en Cónsul cuando empieza a reflejarse este interés por las aves, donde ya nos ofrece el texto “Corvus corax”, relato en donde aparecen diferentes aves que alimentan su particular cosmogonía natural: «Las lomas desde el viñedo hasta el cantil y el mismo cantil en toda su extensión. Luego las eventuales zonas de aventura trófica. Las playas y los vertederos de la ciudad donde compiten con otras aves. […] Llegan a la cresta y  el macho azuzado por el falso celo de otoño gira ciento ochenta grados[…]» Aquí se puede ver una descripción de un científico de campo, la intención no es conmovedora, sino descriptiva. Esa va ser una de sus principales características como escritor, la utilización de una forma de escribir que no se corresponde con lo esperado en un poeta. No hay emoción alguna que pueda despertar este texto, su intención no es esa, sino la de ser preciso.

La emoción de este texto consiste tal vez en darnos cuenta de que el protagonista de este relato no es el autor, sino un cuervo que contempla desde lo alto la decadencia de la ciudad, la rapiña a la que se ve sometido, la capacidad de sobrevivir del animal frente a la fragilidad del hombre: «El suelo aparece sembrado de cadáveres. Cadáveres humanos que las ratas cubren mientras los perros trajinan pedazos y el mundo alado se mantiene sobre mi cabeza. La muerte.»

Un lenguaje que nada tiene que ver con lo lírico ni con sus tropos. De hecho es narración, algo que ya introduce en el segundo libro y que en este tercer volumen se asienta sin complejos de transgredir entre un lugar y otro, como lo va  a hacer en el resto de sus libros.

En Fámulo, hay una sección, “Ornithologiae”, dedicada a tal disciplina, con tres piezas, las especies más importantes para Lerín: “Aguilucho cenizo”, “Quebrantahuesos” y “Cuervo”,pp. 93-97. En Hiela sangre hay diferentes piezas que se refieren al mundo de la naturaleza y también a la ornitología: “Talpa”, p. 23; “Buitre leonado”, p. 59.

Dice en “Quebrantahuesos”: «Contemplad el vuelo, flecha / de dimensión desconocida, garras / sobre hueso frío, la médula mordida […] planea lejos, se aleja / entre el chasquido de plumas secas que cortan / el aire.» p. 95

En “Buitre leonado” en Hiela sangre: «[…] traer a colación / al sin par necrófago. / Se recuerda el verso / “la espalda comida por el Gyps” / en un poema áspero[…]» Donde coinciden el rescate de unos versos de cónsul y su pasión ornítica.


Monstruos

La descripción de la naturaleza lo ha llevado a desarrollar también un gusto estético por la morfología de lo horrendo, por el monstruo, por las bestias que describe también en su novela Familias como la mía, donde hay una detallada descripción de la Bête de Guevaudan, descripción que hace con todo lujo de detalles.

 En La hora oval contamos con la descripción de “El monstruo”: «También las orejas y la longitud del pelo impresionaban. Además surgía de un modo constante una llama verdosas de las fauces semicerradas que pude vislumbrar como huidizas»[…]

O “Viejo circus” donde se describe el aspecto de una bestia decadente (un viejo oso) en un circo antiguo. «Cogí un extraño animal y lo levanté por encima de nuestras cabezas. El acto me permitió clavar las uñas en la blanca piel del payaso. No brotó sangre y el no notó la maniobra.»


El juego

Otro de los lugares poco propicios para la lírica es el que pertenece al tema del juego de azar, algo que fue muy importante en su  juventud, pero que fue abandonado al llegar a Jaca como ha contado en más de una ocasión al dejar sin dinero al padre de un compañero de clase de su hijo, y del que da cuenta en “Casino en provincias” en Cónsul, quizá unos de los poemas más reconocidos de Ferrer Lerín, donde explica su relación con el juego: «Hay una mesa hexagonal, / verde como la risa, que nos reúne. / La   madera del borde, donde los cigarros / queman, soporta, horas / más horas, nuestros codos. / Así, bajo la escayola / y sobre el crujiente suelo / paso las tardes[…]»


El sueño

 Como heredero del surrealismo francés, Ferrer Lerín se ha dedicado en muchas de  sus composiciones a trasladar, utilizando el proceso de la narración del sueño, toda su carga onírica desde sus primeros libros; este interés por el sueño y su proceso semiautomático es patente, ya que hay mucho de trabajo detrás de la aparentemente sencilla redacción de los sueños, de todo aquello que es prosaico, pulir y dejar solo lo que es verdaderamente onírico, no los espacios intermedios, por lo tanto, se puede decir que es un proceso de montaje y expurgo para crear un texto único. Este sistema de producción es tan patente que se publicó Mansa chatarra reuniendo toda su producción onírica. Las muestras son numerosas: “Mansa chatarra”, “El monstruo”, “La historia preferida”, “Se describe una vida extraña”, “La dama que vive” de La hora oval; “Madre estaba allí, o “La casa”, “Pesadilla”, “Otra vez ella” de Hiela sangre, donde se combinan también esa experiencia del sueño con la libido sexual.

Dice en “Mansa chatarra”: «[…] Estaba lejos de la meta con un paraguas absurdamente inútil con una fuerte alteración nerviosa secuela de tanto mal y las calles parecían hoscas parodiando mi entrega[…] Tuve fuerzas para agacharme y dar migas de queso al muchacho fornido que me acuciaba restregarle la chepa a mi madre e intentar una vez más abrir el aparato»[…]

Donde la utilización de un léxico deslavazado predomina sobre una sintaxis pulcra, pero cuya situación carece de un significado realista. Influencia de los surrealistas franceses, toda vez que en España apenas se hizo esto. En Ferrer Lerín la influencia directa del surrealismo es fundamental y puede verse en el uso del versículo extenso sin ajustarse a la rima o la temática simbólico-sentimental tan arraigada en Europa y en España, como veremos también más adelante en las técnicas de automatización empleadas en el texto por Ferrer Lerín.

O en este texto de Hiela sangre donde el lenguaje descriptivo es de nuevo el vehículo usado por Ferrer Lerín para comunicar un estado onírico, sin por ello pensar que esto es una técnica usada sin consecuencias, recordar un sueño es siempre cercenarlo, recrearlo, y de eso hay mucho en esta técnica onírica: «Regresé a los treinta años de mi muerte. La casa, vieja, sin aquella mano de pintura que nunca pudimos dar; los libros, sepultados por el polvo; los muebles, devorados por la carcoma. Ni rastro de los míos. Mi mujer enterrada lejos, en el sur seco y amarillo. Mis dos hijos, a los que tanto quise, irremisiblemente borrados[…] no queda nadie de aquel tiempo. Y no puedo preguntar a esta gente extraña, porque no me oyen, y quizá, ni me ven. No debí volver.» p. 79

O en Edad del insecto, donde se da este texto “HUNFJKOERDBMBHGjhfutir” donde afirma: «[…] las fábricas principales están en madrid barcelona y valencia y los trapecistas sobre ella que caen estos días a menudo y siempre desde entonces cada vez prefiero no ver ni oír ni gustar solo en paladeando la palabra que es gesto ya tiemblo como los primeros apareamientos alumínicos mas lunáticos de los escuerzos.»


Sexualidad

La libido se traduce mediante la descripción del deseo en los textos de Ferrer Lerín.

Puede verse  en la serie de textos sobre Rinola Cornejo en Cónsul: «Rinola aparece echada. El lecho resulta confuso, camino de humedad, vaso profano o simplemente una depresión en el firme[…]El amor como una escenografía teatral.

Edad del insecto “A mi Charlota Ramplin”, donde dice: «te vi bailar sobre las llamas con tus bragas blancas / virgen desnuda / cristo / escupiendo sangre ante el atleta.//


El proceso automatizador

En el texto Port Royal de La hora oval este texto está hecho sobre una base automática donde mezcla, en la primera parte del verso, un sintagma creado por el propio autor, y la segunda, que corresponde a fragmentos escogidos al azar de un libro de piratas. Muestra de ese azar objetivo que defendían los surrealistas y del que Ferrer Lerín nos da aquí una muetsra:

«Nostalgia inusitada. Cosario moteado. / Divino caminar. Doblón áureo./ Húmeda grandilocuencia. Abordar. / Yo. Pedazo de historia. Philip. / Arrancado al trasunto. Gosse./ […]

En Edad del insecto aparece también hay un buen número de piezas que siguen este proceso automatizador, y componen este libro, precisamente aquellos textos que resultaron excluidos de sus tres primeros libros, precisamente, los que eran algo más complicados a la hora de articular su articular modo de trabajar, como en “Troquel embudo de buril” : «67  alopécicas doncellas presentaron as ofrendas rituales al supremo canciller / 84 black bass relampaguean dulce y atávicamente / 16 amigos aman / 98 son los años que / 36 es un número / […]»

“Och, he revives. See how he raises”, donde aparece una comprometida composición que rinde tributo a los poemas creacionistas, que siguen su proceso, pero aún rizando más el experimento en cuanto que dispone el texto en diferentes campos tipográficos, lecciones aprendidas en la vanguardia europea y que él traslada a estos pagos.

 »O ahsíya-resucitavedcómoselevanta / O estuve ensangrentándome durante 9 horas / O / O / O al fin devolví el cordero […] y tener que aguardar la regurgitación de tardes lúbricas / soy como pájaro en llama […] su nr ty mo / ft nm mn lo / ».

Donde asistimos a un proceso de automatización hasta casi llegar al impulso mecánico de la mano en la máquina de escribir recorriendo inconsciente las teclas. Un proceso en el cual el poeta transcribe su pensamiento objetivo directo que asalta desde la creación hasta que se convierte solo en movimiento, en mecanografía inconsciente de los dedos golpeando al azar.

 

Escritores. Cine

Tiene también la obra de Ferrer Lerín un componente culturalista, entendido como la explicación de aquellas obras artísticas que han supuesto un hito en su educación intelectual, por ello, aparecen distintos textos a lo largo de toda su obra que tiene que ver con el visionado de películas clásicas, de escritores que han supuesto un referente en su trayectoria o de las piezas musicales que han influido en su gustos o que le han obsesionado 

Uno de los primeros textos que explica esta relación directa con la literatura o con el arte, en particular, aparece en La hora oval, se trata de la composición “Tzara”, que sirve a modo de declaración de intenciones líricas: «Luchar contra el anquilosamiento de las palabras / moverlas disponiendo muevas mallas sacudir la estructura del poema / despertarlo / se trata de agarrar un objeto ver su nombre pesarlo, medirlo / olerlo observarlo / darle libertad para que se manifieste / para que se realice totalmente[…]»

Pero las referencias a otros autores son constantes en su obra, en Fámulo, hay un poema dedicado a un perro que toma el nombre del actor norteamericano Glu Gulaguer del Hollywood dorado; en Libro de la confusión, hay una sección, Agradecimientos, donde dedica tres poemas a Moravia, a Frank Sherwood Taylor, y a Henry Miller:

«Yo era, por esencia, una contradicción, / fanático del sexo / y con vocación de enamorado / buscaba en los muslos heridas de sagapeno, esa gomorresina leonada[…]carestía, / Judío Errante, también los Trópicos, / […] Lascivo inválido, colocaba la lengua seborreica / en el jardín sombrío, por ignorancia […]».

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín Fabrellas

  “20 siglos en vigilia no volverán a dormirme/ Porque cada sueño es una espuma debajo de la lengua”. Así leemos en un fragmento de “La gran hablada (MM) La loca del paisaje”, dentro del libro A media asta, que, junto a Bobby Sands desfallece en el muro y Huellas de siglo conforman el volumen. En estos versos llama la atención cómo sobre la palabra “lengua” gravita toda la polisemia del vocablo: lengua como parte del cuerpo, pero asimismo lengua como idioma, como habla. Ese ir y venir entre lenguaje y corporalidad constituye uno de los motivos más poderosos de la escritura de Berenguer. No en balde esta edición se abre con un homenaje a un preso en huelga de hambre, donde igualmente la palabra “hambre” alude a múltiples sentidos, no solo al acto de protesta, sino también a la miseria material y política, a todo lo incumplido, sobre lo que el cuerpo tiene mucho que decir. En boca de Bobby Sands escribe la poeta chilena: “Alguien podría escribir un poema/ de las tribulaciones del hambre./ Yo podría, pero ¿Cómo terminarlo?”.

  Quizá la poesía que todavía nos concierne es aquella que nace de esa sensación de impotencia, de no poder decir. Todo poema es, por definición, inacabado. Todo poema linda así, por un extremo, con el silencio y, por otro, con una corriente verbal que no quiere callarse: la poesía es, así, la gran hablada. Y, a la vez, la gran silenciosa. El enigmático título que nos propone la autora se presta así también a diversas lecturas. En países como México, “hablada” es sinónimo de lo que en español peninsular llamaríamos “habladuría” (pero también “fanfarronada”). No así en Chile, y, sin embargo, en el habla coloquial chilena, no son raras las sustantivaciones como la que se nos presenta aquí a través del verbo “hablar”. En esa y otras marcas de oralidad, me parece percibir una cierta desacralización del lenguaje poético. O más bien, habría que hablar una dialéctica constante de desacralización y resacralización, puesto que, a la vez que se percibe la condición mestiza del lenguaje, su radical impureza, la lengua asume la función de marcar un territorio sagrado, el de una dignidad humana pisoteada una y otra vez por la lógica de un poder (económico, político,…), que tiene como referente principal (pero no único) el régimen de Pinochet, bajo el cual se escriben y publican todos los libros recogidos en este volumen. Bajo la capa de modernidad que convirtió el régimen pinochetista en uno de los alumnos más aventajados del neoliberalismo, se adivina la violencia ancestral, las figuras arcaicas que convoca el fascismo. Así, en poemas como “Santiago Punk”, no se esconde la fascinación por la sociedad de consumo, pero tampoco sus espejismos y trampas: “Punk, Punk/ War, war. Der Krieg, Der Krieg/ Bailecito color obispo/ La libertad pechitos al aire […] FMI, la horca chilito en prietas/ Tanguito revolucionario/ Punk, Punk, paz Der Krieg/ Whiskicito arrabalero/ Un autito por cabeza/ y una cabeza por un autito”. La escritura asume el difícil reto de no caer en la banalización de todos los discursos, pero tampoco en una retórica de lo sublime, tan fácil de asimilar por los regímenes autoritarios. Hay que insistir en esas huellas de oralidad, que asoma aquí y allá, no solo por la presencia de coloquialismos, sino también por esa impresión de una suerte de incontinencia verbal, que es a la vez celebración y denuncia. Frente a la violencia ejercida sobre los cuerpos y sobre el lenguaje, frente a la imposición de callar y de no decir, la poesía quiere ser, de nuevo, la gran hablada, la charlatana que desoye la orden de guardar silencio (“Esto que te escribo  chiiit  no se lo digas a nadie   calladita porque si me escuchan me cuelgan: chiiit son las ventajas de la escritura”).

  Hablar por hablar tiene mala prensa. Parece pertenecer a la Geschwätz (“cháchara”, “parloteo”) que Heidegger denunciara como un hablar inauténtico (el mismo Heidegger, por cierto, que creyó encontrar la autenticidad en la retórica del nacionalsocialismo). Quizá no es casual que dicha charlatanería tradicionalmente se haya atribuido a las mujeres. Resulta llamativo el hecho que el mismo orden patriarcal (uno de los pilares de toda ideología fascista) que durante siglos impuso una desigualdad social, política, lingüística (hay también un reparto del discurso, de lo que pueden decir y no decir las mujeres), al mismo tiempo ha resaltado con fuerza el estereotipo de la mujer charlatana, que no deja hablar a los hombres. Hay algo de provocador en el gesto de Berenguer de convocar esas voces femeninas que caen como un torrente, como si acabaran de romper un dique. No hay que olvidar que la violencia que deja su huella en tantas páginas se ejerce sobre cuerpos (golpeados, violados, heridos…) que obviamente no son asexuados, y, con harta frecuencia, son cuerpos de mujer: “Desnuda la maldecida/ nosotros sangrante vulva: Mueca/ Mimética la rojita/ se acerca/ Sangrantecercadalasangran/ Eran hartos/ me lo hicieron/ me amarraron/ me hicieron cruces/ y bramaban/ como la mar”. Así, en los poemas de “Lamentación” de A media asta (como el que acabamos de citar), la vulva tiene un especial protagonismo, en una dinámica que convoca los fantasmas del deseo, de la agresión y el miedo, en una inquietante mezcolanza. No es casual que lo corporal cierre esa serie poética, con la polisemia de la lengua que mencionábamos al principio, lengua-lenguaje, lengua-músculo que lame las heridas, en un gesto piadoso y, con todo, potencialmente amenazante: “Es lengua que desea herirte y limpiarte/ aunque la maldición recaiga sobre ella la dueña de la lamentación”.

  Como explica Soledad Bianchi en el lúcido prólogo que cierra el libro, el trabajo sobre el lenguaje de Berenguer busca explorar los márgenes, aquello que ha sido arrojado a la periferia de lo sin voz y lo inexistente: “En A media asta, esa marginalidad se expande y aparece también, nuestro pasado, cuando habla de la mujer indígena, la despojada, adolorida, históricamente violada”. Bianchi no deja de resaltar que no nos encontramos ante una poesía política al uso, y así es. Puesto que la lengua no renuncia a dar testimonio, pero tampoco a su riqueza, a una desmesura que pone en entredicho los discursos autoritarios, como una fiesta en medio de las balas, vida contra la muerte. La poesía: la gran hablante-hablada.

 

 

Carmen Berenguer, La gran hablada, Madrid, Libros de la resistencia, 2019

 

Escrito en Sólo Digital Turia por José Luis Gómez Toré

29 de mayo de 2020

 El año 2010 empezó en París, con un vaso de plástico en la mano, bajo una torre Eiffel iluminada en un cegador azul eléctrico. Miles de personas fotografiaban el frío metálico y el efecto de los rayos láser sobre el hierro y el cielo, al tiempo que contra cada pared se alineaban decenas de jóvenes con buzos y pasamontañas para ser cacheados por la policía. En las calles aledañas ardían los coches entre sonidos de sirenas y charcos de champán. Al día siguiente hacía un frío inhumano. Bajo los copos de nieve que caían lentamente, estuve recorriendo una vez más el cementerio de Montparnase, deteniéndome en las mismas tumbas de siempre: Duras, Cortázar, Vallejo, Baudelaire, y también Serge Gainsbourg y Jeanne Seberg, la cazadora solitaria. Ponerme en cuclillas frente a cada una de ellas, rozar con los dedos las losas mojadas, indagar vagamente sobre el sentido y volverme a preguntar por qué mis deseos más hondos se formulan siempre entre signos de interrogación. Sentir el perfume de las rosas negras. Que París no era más que un bulevar de sombras, eso musitaba Moustaki al adolescente que fui desde un radiocassette de plástico rojo, y eso exactamente fueron para mí las calles hasta llegar al puente de Mirabeau. No sabía por cuál de los dos lados se había arrojado Paul Celan la noche del 19 al 20 de abril de 1970, de manera que decidí uno y estuve un buen rato allí mirando el agua. Mentiría si dijera que mis pasos me habían conducido hasta aquel lugar azarosamente. Asomarme por esa barandilla había sido el motivo principal de mi viaje a París. Es extraño cómo escogemos a veces los sitios donde obtener respuestas o bálsamo, a qué vencidos dioses les rogamos luz, de qué modo incomprensible vamos buscando en el mundo de reclinatorios e instantes sagrados, miradas que nos fotografíen desde un cielo roto. El caso es que, contemplando la corriente desde ese punto, imaginando el estruendo de un cuerpo que a peso desde la balaustrada a la hora en que todos duermen, pretendía yo averiguar si quería o no seguir viviendo, si iba o no a seguir viviendo. Para eso estaba allí aunque no sepa decir por qué, ni ahora ni entonces.

 

Hacía poco tiempo que me había separado. Mi estado afectivo era atroz, mi economía hacía aguas por todas partes y el cuerpo empezaba a pasarme factura, propenso a morir como siempre he sido, de los excesos de antaño y las noches de angustia de entonces. Hay sueños que te destrozan vivo, mil veces peores que cualquier insomnio, por sudoroso y taquicárdico que sea. Siempre, como lector o como observador de la vida, había sentido fascinación por las situaciones en que alguien tiene que volver a empezar de cero: presidiarios que salen con lo puesto, desterrados que regresan al viejo barrio, viudos extranjeros, gente que de la noche a la mañana cambia de costumbres y de pasaporte. En cambio, ahora que era yo quien me encontraba en un trance parecido, no podía quitarme de la cabeza la sensación de haber quedado varado en la cuneta, enfermo y sin fuerzas para nuevos capítulos. Se disparó, eso sí, mi vieja pulsión de huida, la misma que cada verano me había llevado a conducir horas y horas por las carreteras de España, sin rumbo ni destino fijo, escuchando country, parando en las gasolineras, anotando vaguedades en un pequeño cuaderno. Sólo que esta vez se disparó de una forma mucho más descontrolada y dolorosa porque el asunto ya no tenía que ver con emborronar mapas o buscar moteles desolados y cinematográficos donde pasar la noche. Todo lo que antes era mansa melancolía se había convertido ahoraen telaraña y temblor. Entre aquellas escapadas de miles de kilómetros y esta especie de fuga había más o menos la misma diferencia que entre un niño que juega a que le matan de un disparo y otro que se muere de verdad.

 

Pero hay algo de oscuramente placentero en quemar las naves y ver cómo arde sobre las aguas la posibilidad del regreso. Una vez que se ha pensado es difícil decir que no a la tentación de romper con todo, a la querencia de ceder ante el vórtice que tira de nosotros, y cortar los hilos y apagar las luces últimas, lanzar al mar retratos y ramos. Es como pegar a un hermano. Imposible detener esa vieja atracción por lo irreversible que viene acompañada de la autocompasión más dulce y de un vértigo como el que está detrás, por ejemplo, de los suicidios infantiles, o, sin necesidad de ir tan lejos, del impulso que nos lleva a pronunciar palabras del tipo “púdrete” o “no vuelvas a pensar mi nombre” o “para mí estás muerto”. Y hablando de estar muerto, qué sensación de ultratumba la que tuve al ver en el suelo mis zapatos cuando subí a mi antigua casa a recoger unas cosas. Había visto esa escena antes, de niño, en casas de familiares lejanos a los que íbamos a dar el pésame, y me había hecho pensar en todos los pasos que se quedaron sin dar y que el final verdadero de todo camino es siempre un par de zapatos abandonados.. De repente mi punto de vista se trocó y por un instante mis ojos fueron los de un familiar del finado que rebusca disimuladamente entre sus enseres ropas de parecida talla u objetos que puedan serle de alguna utilidad. Esos zapatos negros en el suelo, con una finísima capa de polvo, asomando por debajo de la mesilla de noche, constataban que alguien había muerto en esa habitación, hacía nada, y tuve el impulso de abrir las ventanas de par en par. Para irme, para poder terminar de irme. Contemplé, por así decirlo, mi ausencia desde fuera, cosa que me produjo un extraño mareo. Esa misma sensación de muerte propia he tenido al regresar a ciudades o barrios del pasado, lugares de donde me borré de golpe, y que han seguido su vida como si nada, el ajetreo de cada día, locales que cambian de dueño, tiendas que se cierran, calles que se ensanchan. No es difícil verse como un fantasma entre los vecinos que ya no nos reconocen, los escasos tenderos que siguen en su puesto, entrañables y envejecidos, los grupos de niños surgidos de la nada que regresan del colegio respirando la algarabía de coles hirviendo en cada ventana, corros de señoras hablando en la acera y el grito lastimero de iguales para hoy. Aquellos zapatos en el suelo de lo que había sido mi cuarto me hicieron comprender que, a todos los efectos, acababa de morir para mucha gente. Sin dolor, sin rito alguno, pero con exactamente el mismo resultado. Me venían a la mente los nombres de personas a las que ya no volvería a ver, salvo casualidad extrema, todas esos individuos que sin haber llegado nunca a ser verdaderos amigos constituían el paisaje humano en el que se desarrollaban mis días. Sin el foco de su mirada sobre mí, todo cobraba una tonalidad de pesadilla. ¿Qué es de la vida de uno cuando ya nadie la mira? Toda vida es un relato y todo relato necesita un lector. De lo contrario, la realidad circundante se diluye, no hay más que percepciones fragmentarias, instantes como islas, momentos inconexos. La verdadera orfandad se produce cuando se cierran o se evaporan los ojos que miraban tu vida.

 

Estuve viviendo en un noveno piso desde el que se veían varias cúpulas de la ciudad. Un lugar acogedor, con mucha madera y adornos japoneses. La calle estaba en cuata y los autobuses urbanos pasaban por abajo a toda velocidad. A veces, por la noche, su ruido se confundía con el de un barranco que se desboca. Algunos viernes vienen los niños. Llegan aquí con un montón de bultos a pasar el fin de semana. La nevera vacía, yo sin poder apenas pronunciar palabra. Lo miran todo a su alrededor, luego se miran entre ellos y por último a mí. Creo que la pregunta que flota en el aire es algo así como qué hacemos ahora, pero no referida a este preciso instante, sino más bien de ahora en adelante, qué vamos a hacer, cómo vamos a apañárnoslas si cuanto éramos se ha roto. Con todas esas maletas por ahí en medio, bolsas de viaje, mochilas con los deberes del colegio, abrigos amontonados, parecemos una familia de refugiados. Es como si su madre hubiera muerto en un bombardeo y los tres, antes de huir, hubiéramos visto su cuerpo asomar entre las ruinas, los labios blancos pegados a la tierra, la nube confusa de moscas y polvo. Me pregunto si tengo derecho a que respiren el aire de este mundo mío atormentado, si puedo darles algo que no sea dolor. Salimos a dar una vuelta. Camino con mi bufanda sin saber bien hacia dónde. Ellos vienen detrás, siguen a mamá pata. Al pequeño a veces le doy la mano y aprieto fuerte. Todo amor es llanto.

 

 

¿Cuánto tarda en morir un hombre que se tiende en la cama con esa idea, mirando al techo, decidido a no moverse ya del sitio, a no comer, a no contestar a timbres ni teléfonos?, ¿cuánto tardan en secársele las lágrimas del rostro?, ¿en qué momento justo dejan de brotar? La locura es una náusea negra que tiende a subir hacia el cerebro. A veces se produce a tal velocidad que adquiere la forma del arrebato. Eso es lo que les ocurre a los suicidas y también a algún que otro asesino de esos que se arrepienten en seguida y se preguntan qué han hecho y se comen a besos al cadáver tendido en el suelo y lo llenan de mocos y palabras. En mi caso es algo bastante más sereno, si puede utilizarse esta palabra. Nace en las tripas y avanza en oleadas lentas que so como de sobra, y luego se queda a anidar entre las grietas viscosas de los sesos, las convierte en verdaderos pozos de calaveras y recuerdos y mete en cada pensamiento la palabra muerte con todo su temblor. Y así no hay quien pueda levantar cabeza. A algunas mujeres, por ejemplo, no puedo dejar de verlas no como son el momento, sino como creo que serán cuando lleguen a ancianas. Por debajo de la piel actual, veo asomarse ya a una vieja que suspira agotada en la cola del supermercado y a la que alguien, quizá yo mismo, le deja preparadas las medicinas sobre la mesilla de noche. Algunas arrugas incipientes anticipan un rostro que aún no es pero que a mí se me impone de manera irremediable, y afecta también a su aliento, a su modo de moverse y de estar callada. En el caso de Alba, la cosa iba todavía un poco más allá: me era imposible estar a su lado sin pensar en su calavera y en la tumba a la que irían a parar todos esos huesos, la pelvis que a veces luchaba contra la mía, los fémures que me rodeaban la cintura, la quijada que en la noche atacaba mi boca.

 

El cuerpo sin vida de Paul Celan fue recogido once kilómetros Sena abajo, en un remanso del río. Yo me sentía ya a mitad de camino de un recorrido semejante. Sólo me faltaba esperar a ver en qué rama cercana a la orilla se enredaban mis piernas. Seguramente se desprendería un zapato que continuaría su rumbo, como un pequeña embarcación fúnebre, hasta el Atlántico. Pensaba en alguien recogiendo el cadáver y en la posibilidad de una bocanada de aliento que me resucitase. Esa noche me acosté temprano en el Hotel du Nord, mientras seguía cayendo aguanieve en el patio interior al que daba mi habitación y los informativos de la televisión ponían todo el tiempo las mismas imágenes de coches incendiados la noche anterior. Recuerdo que tras cerrar los ojos me acariciaba el pelo imaginando que mi mano de era de otra persona, de cualquiera. De alguien que sabe que mi corazón está lleno de pozos amargos a los que no quiere asomarse, y me dice mientras llega el sueño que hay ciudades en el mundo en las que ya es de día y que poco a poco iré reuniendo los pedazos para componer, con lo poco que quede, algo parecido a un ser humano. Y me voy quedando dormido a pocas manzanas de un río, bajo un cielo roto, en un cuarto donde nadie sabe que estoy, en un bulevar de sombras y coches calcinados. Descansar significa que nadie me vea.

 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Castán

29 de mayo de 2020

Fue en mitad de uno de los fireworks de Haendel que tenían que interpretar tres veces por semana durante todo el verano. Se equivocó de nota, en mitad de una fanfarria, menos mal, porque si hubiese sido un solo de oboe se habría notado como se nota un gallo en un tenor. Tan solo, si acaso, podría haberlo notado el fagot, siempre detrás de ella, respirándole en la nuca. Pero el fagot era un caballero inglés incapaz de decirle a una dama que se había equivocado. 

Daba igual. Aunque solo lo supiese ella, aunque al astuto Breshkovski, el director, se le hubiera pasado por alto en mitad de los petardos. Pero a Violeta no le preocupaba haberse equivocado, esas cosas pasan. Era posible incluso que, como Violeta era más alta que la media, los músicos la hubieran visto incluso sonrojarse. Lo que le preocupaba era el modo. Estaba muy pendiente de la partitura, era un Mi mayor nada forzado, veía complacida cómo sus dedos seguían la fuga con suavidad, pero con la misma delicadeza, como si formase parte de una conexión exclusiva entre las notas negras y las yemas de los dedos, había dado un Sol menor. El error no era desliz. Había que cambiar de posición todos los dedos de ambas manos para cometerlo. Era una falsa orden, un despiste de los dedos, del cerebro, de lo que fuera, pero no suyo.

El error no volvió a aparecer en toda la gira de verano. A Violeta le seguía costando pensar que lo hubiera cometido ella. El error se cometió a sí mismo y, por absurda que resultase, esa era la única explicación convincente que se le ocurría. No hubo sobresaltos, pero le costaba mucho más esfuerzo. Ya no se atrevía a tocar sin partitura por más que se la supiese de memoria. Desconfiaba de la relación que se había establecido entre sus ojos y sus dedos, de manera que rehabilitó al cerebro en sus funciones de vigilancia, y aún tuvo que hacer un esfuerzo suplementario para que tanta concentración no afectase al fluir de la música, no la empastase ni la sincopase sino que siguiera siendo la que era cuando no necesitaba tanta atención.

Habían empezado los ensayos de la temporada de otoño, los programas triples con los que exprimían a los miembros de la Windsor Baroque, las giras por barcazas inestables, las piezas de cámara y la ópera Dido y Eneas como broche final a mediados de octubre, en Londres, en la Royal Opera House. La ópera no estaba prevista, porque las partituras originales de Purcell no incluyen oboes, pero Breshkovski había decidido incorporarlos en detrimento del protagonismo del violín, y Violeta terminaba los ensayos tan exhausta como un corredor de fondo que se hubiera visto obligado a ser consciente de los movimientos de sus piernas. De hecho había retrocedido hasta el terreno vulgar en el que no cabe hablar de una interpretación sino de una reproducción. Atrás quedaron esos trinos casi involuntarios que sus compañeros de la sección de viento aplaudían por su frescura. Todo era según decía la partitura reescrita por Breshkovski, según el cerebro administraba las tareas, según los dedos obedecían sin rechistar.

Quizá por culpa del cansancio los efectos volvieron a reproducirse a finales de septiembre, a tres semanas escasas del estreno de la ópera. En mitad de una sonata de Zelenka que estaban interpretando en un college de Oxford, volvió a confundirse aparatosamente, y esta vez el público quizá no se dio cuenta (el resultado no había sonado mal y Zelenka es un músico desconocido), pero sus cuatro compañeros elevaron las cejas o abrieron los ojos, casi por instinto, como si el error hubiese sido un codazo, o un mal recuerdo.

Después, en el pub, tuvo que sincerarse. “No sé por qué he dado ese Sol menor, será que estoy cansada”. Pero luego, en la soledad de su apartamento de Londres, se arrojó en brazos de la obsesión. Leyó todo lo que fue capaz sobre enfermedades asociadas a la distonía, la bestia negra de los músicos de viento, capaz de arruinarles la carrera e incluso de condenarlos a una silla de ruedas para el resto de sus días, si no a efectos devastadores en su equilibrio mental y emocional. Si la distonía era el problema, podía empezar a despedirse de la música. 

Se fijó un plazo, hasta el estreno del Dido y Eneas. Según como fueran las cosas para entonces, tomaría algunas decisiones: acudir a un neurólogo, someterse a una terapia o, si fuera necesario, abandonar la profesión. Siempre podría tocar en orquestas que no abusasen de ese modo de sus músicos, en Alemania, en Italia o en España, en alguna banda municipal, en alguna charanga de pueblo, en algún tanatorio. La música seguía estando por encima de todo.

Durante los ensayos no se volvieron a cometer los errores pero era imposible librarse del miedo a cometerlos. Los compañeros empezaron a darse cuenta, no tanto por el resultado de sus interpretaciones sino por su actitud personal. Ya no tomaba la pinta de después de los ensayos en el Steel’s con el fagot inglés, prefería pasear con la flautista japonesa en los descansos entre los árboles de Regent’s Park, o sola, sin nadie que le hiciese pensar. En su casa comía cualquier cosa y se pasaba el tiempo ejercitando con mancuernas los músculos del labio y practicando yoga. De vez en cuando, un par de veces por semana —tampoco podía permitirse más—, contrataba a un fisioterapeuta que le relajase los músculos del cuello.

Si al tiempo de recuperarse le sumaba el tiempo de ensayar por su cuenta y el de dormir lo necesario, no le quedaba un minuto para dejar el cuidado de su cuerpo y dedicarse un poco a sí misma. Pero había notado que solo en un punto concreto de la tranquilidad, poco antes de entrar en la despreocupación pero todavía consciente de todo, era donde menos esfuerzo le costaba mantener los dedos a raya, ordenarles sus movimientos e incluso, en ocasiones de especial seguridad, dejarse llevar como antes.

El precio era bastante alto, pero ya llegarían las vacaciones. Los fines de semana permanecía en casa, estudiando, y cuando el fagot inglés o la flautista japonesa o el clarinetista búlgaro la llamaban para salir, para cenar, ir al cine o pasear por la campiña inglesa, ella estaba siempre ocupadísima, había venido de Madrid su madre a verla y tenía que enseñarle Londres. En parte, solo en parte, era verdad, porque su madre iba una vez al mes —tampoco podía permitirse más— y le fregaba la casa. Rara vez salían. La madre ya sabía dónde estaba el supermercado y le hacía la compra del mes, de modo que ella podía reproducir un sábado el horario de un martes sin la más mínima perturbación. Cualquier perturbación empeoraría las cosas.

Para cuando Breshkovski, el director, le pidió que fuese a su despacho, Violeta sintió un cierto alivio. Era el final. El meticuloso Breshkovski estaba a punto de poner fin a esa consciencia tormentosa. Cuando el director, un tipo calvo, muy moreno, georgiano del mar Negro, ancho y chaparrudo, con bigotazo, llamaba a alguien con esa mueca de servilismo, era para decirle que no lo estaba haciendo bien. Nada más terminar el Dido y Eneasmedia orquesta tenía que renovar contrato, incluido el propio Breshkovski, que había sido contratado para un año con opción a otro. Su perfeccionismo metálico, soviético, y su oído de gato montés captaban los más mínimos deslices del último violín, y solía corregirlos en privado. Cada día, al terminar la última sesión, había media docena de agraciados que debían esperar turno para ir a su despacho. Si lo hubiera hecho en medio del ensayo, como todo el mundo, no habría sido tan humillante. Los que repetían dos días seguidos, algunos de sesenta años, músicos magníficos la mayoría, jugaban a burlarse de la situación haciendo como que eran niños pequeños a los que el maestro había castigado, pero otros lo pasaban mal. 

Violeta era del grupo —bastante amplio, por otra parte— de músicos a los que Breshkovski no había llamado nunca la atención. Cuando escuchó su nombre, sintió en el hombro la mano de Adam, el fagot inglés, no estaba claro si de ánimo, de solidaridad o de condolencia; seguramente con la mejor intención. Era un hombre más o menos de su edad, cerca ya de los cuarenta, exageradamente inglés, con el pelo rubio ondulado, color rosa pálido, gafas muy gruesas y piernas muy largas, que más de una vez la había invitado a fotografiar los amaneceres de Morgate sin que Violeta mostrase demasiado interés.

El suplicio duró casi cuarenta y cinco minutos, los que tardaron en entrar y salir del despacho de Breshkovski el chelo italiano, la trompa checa, el clave portugués y la flauta argentina, que fueron pasando delante de ella, la oboísta española. Los ingleses nunca eran llamados a capítulo. Eran los tiempos del Brexit, un largo sábado de incertidumbre.

Cuando entró al despacho, Breshkovski se deshizo en agasajos y la invitó a que se sentase con una sonrisa de dientes enormes que Violeta no había visto nunca. Para su sorpresa, no la había llamado para recriminarle nada sino para felicitarla por su trabajo. Violeta no daba crédito. ¿De veras no había notado nada? ¿Tan metalúrgico era su sentido de la perfección que no había notado siquiera una leve merma en la fluidez interpretativa? Con su inglés estropajoso, Breshkovski dijo que, si decidiera quedarse al frente de la orquesta el año siguiente, cosa que ya le había propuesto el consejo de administración de la Windsor Baroque, y que él aún tenía que estudiar porque había sobre su mesa ofertas muy interesantes de las orquestas de Delaware, Mónaco y Qatar, no dudaría en ascenderla al puesto de primer oboe, porque el repertorio en el que estaba pensando se ajustaba más a la sobriedad precisa de Violeta que a la inclinación a la filigrana del oboísta primero, de origen vietnamita. ¿Y no me podía haber dicho eso sin ponerme en la cola de los tontos?, pensó Violeta, pero ni se le ocurrió decirlo. 

Al final de tanto piropo sospechoso salió el peine. Breshkovski le dijo que su hija había venido a pasar unos días a Londres, que él estaba muy ocupado con los preparativos de la ópera (el contratenor irlandés le llevaba por la calle de la amargura, la mezzosoprano rumana era un desastre) y que le haría un gran favor, ya que eran más o menos de la misma edad, y ella, Violeta, era una mujer simpática y muy responsable, “como todas las españolas”, si sacaba un poco a su hija del hotel, a que le diera el aire.

En un mundo de relaciones laborales justas Violeta le habría dicho que no, le habría recriminado la vejación pública y le habría amenazado con demandarlo por chantaje. Pero los músicos de la Windsor Baroque, al menos los extranjeros, dependen de los informes de los directores. Violeta salió de allí más indignada que otra cosa. Se tenía que arrastrar, perder horas de estudio, de ejercicio y de relajación, perturbar su sistema nervioso para mantener un puesto de trabajo que la estaba volviendo loca y que amenazaba con dejarla paralítica.

Natalia no resultó ser tan antipática como su padre. Todo lo contrario. Era una muchacha tímida y generosa, menuda en comparación con la envergadura de Violeta, una de esas chicas altas y cabizbajas que si va deprisa tiene andares caballunos.  Cada vez que veía que estaba en su mano hacer algo por Violeta, no lo dudaba un momento. Violeta se preguntaba si es que en el mar Negro se confunde buena educación con servilismo, como en España, porque a todas horas Natalia estaba dándole las gracias por haberla llevado a un sitio tan bonito, o a un teatro, casi como si Violeta fuera la actriz principal de la comedia, o a una exposición de arte, como cuando fueron a la Tate Modern y Natalia empezó a reírse de puro entusiasmo al ver la instalación de Ai Wei-Wei en la Sala de Turbinas, el suelo cubierto por millones de pipas de girasol hechas de cerámica y pintadas a mano, una por una, por otro millón de artesanos chinos, o como cuando la llevó a pasear por Candem y cada vez que entraban en una tienda Natalia iba cambiando de aspecto, ahora con unas botas Doctor Maertens, luego con un piercing en la nariz, más tarde con una camiseta negra de Sex Pistols, por no hablar de cuando preguntó a Violeta de qué color debería teñirse el pelo, aquel castaño suyo del mar Negro, y no dudó un momento, cuando encontró el frasco adecuado, en comprar un tinte del color de la madera del oboe, que también era violeta.

Le hizo perder bastantes horas de ensayo, y cuando acabó el primer fin de semana de turismo londinense Violeta no había dedicado ni un minuto a la partitura del Dido y Eneas. Llegaba tan cansada de las inacabables excursiones con Natalia que caía redonda en la cama. El ensayo del lunes fue un desastre, no estaba concentrada y en un par de ocasiones los dedos interpretaron lo que les dio la gana, no lo que su cerebro les había ordenado. Breshkovski no la llamó a capítulo, pero sus compañeros de la sección de viento, sobre todo los que formaban con ella el cuarteto, se alarmaron considerablemente. El único que trató de quitar hierro al asunto, cómo no, fue el fagot, que se ofreció a acompañar a Violeta hasta su casa y en el camino le propuso un fin de semana en Morgate.

Violeta no sabía si estaría disponible, tenía que recuperar el tiempo despilfarrado el fin de semana anterior, volver a sus asanas, sus mancuernas, su cúpula de nieve artificial. Pero fue imposible. Nada más llegar a casa, sonó el timbre y era otra vez Natalia, dulce y sonriente, lista para visitar un par de galerías del Bricklane que no cerraban hasta tarde. Violeta no pudo hacer nada para impedirlo: Natalia era joven, fresca, entusiasta, era muy agradable charlar con ella en esa lengua franca que es el inglés básico. A pesar de su peinado punki, Violeta se la imaginaba con un pañuelo a la cabeza, trabajando en el sovjoz. Era delgada y fibrosa, de ojos muy claros y piel muy blanca. Ni siquiera los labios eran oscuros, como si toda ella estuviera cubierta por una veladura de bondad. Era la primera persona en Londres con la que pasaba tanto tiempo seguido sin tocar un instrumento, divirtiéndose a pesar de la responsabilidad que la atenazaba, pero eso no lo hacía porque se hubiesen conocido en una exposición o montando en bicicleta, sino porque, por encima de todo, Natalia era la hija del director. No atenderla significaba caer en desgracia, pero atenderla también porque su capacidad de concentración estaba hecha jirones. 

De modo que Violeta se lió la manta a la cabeza y ni esa semana ni la siguiente dedicó apenas tiempo al estudio. No hubo ensayo en el que no se equivocase un par de veces, siempre fallos absurdos, notas ni remotamente parecidas a las que debía interpretar. Lo único que conseguía era no terminar de darlas, anticiparse a las consecuencias del error, y eso después de que, tras una sesión de Zelenka con el cuarteto en la que estuvo particularmente desafortunada, Violeta llegase a casa y, nada más abrirle la puerta a Natalia, cuando esta la abrazó y le preguntó qué le había pasado, por qué había estado llorando, liberó una cascada de lamentaciones que no cesó hasta bien entrada la noche. 

Esa noche Natalia se quedó a dormir en la casa, en el sofá cama que usaba su madre cuando venía a verla. Por la mañana, nada más despertarse, Violeta tenía un espléndido desayuno macrobiótico encima de la mesa. Natalia también le había preparado una fiambrera de plástico con un par de sándwiches para el almuerzo y un botellín de zumo de papaya, y mientras Violeta miraba, con más miedo que otra cosa, la partitura que había de ensayar esa mañana, Natalia se dedicó a darle masajes en las manos, a separarle los metacarpianos y relajar las articulaciones de las falanges, y aun antes de permitir que se fuese a duchar y arreglarse para el ensayo la hizo tumbarse encima de la cama y le dio un masaje en la columna y en el cuello. 

Ese día no hubo fallos, ni en la sesión de Zelenka con el cuarteto, en la que fue felicitada por Konstantin, el clarinete búlgaro, que aprovechó para besuquearla, y por Shizu, la flautista japonesa, con su sonrisa de cuento infantil, y no digamos por Adam, el fagot inglés, que se deshizo en halagos y en sonrisas; ni tampoco en el ensayo de Dido y Eneas, donde por fin pudo soltarse y no mirar como una gallina hipnotizada la evolución de sus dedos, sino concentrarse, si acaso, en la pasión de Dido, dibujarla, llevar el sentimiento al mismo grado de pasión desatada (era el primer acto), en intervenciones casi siempre secundarias, pero llenas de energía. Por primera vez en mucho tiempo tocaba sin miedo. 

Nada más salir del ensayo y conectar el teléfono llamó a Natalia. En su inglés sin opciones se felicitaron mutuamente y se dieron las gracias y cambiaron de planes y al final fue Violeta la que se acercó hasta el hotel donde Natalia vivía con su padre y le ayudó a hacer las maletas y a venirse a vivir con ella. Aquello lo propuso Natalia, y para Violeta fue otro gran alivio porque habría sonado un poco egoísta proponerlo ella, era como traerse al fisio a casa para no tener que caminar hasta la clínica. Pero Natalia estaba cansada de la vida de hotel y del sieso de su padre, que se pasaba el día encerrado en su cuarto, aporreando el piano y estudiando partituras. Con un solo día no tendrás bastante, Violeta, mejor me voy a tu casa. Esas fueron sus palabras, y Violeta lo aceptó encantada. 

Violeta lo recordaría después como la época más feliz de su vida. Natalia era un ángel venido del mar Negro que la había sacado del pozo, del trabajar por nada, de luchar sin más ambición que la de seguir luchando y contemplar el futuro como un territorio calcinado que ya se puede abarcar con la mirada. Sus habilidades fisioterapéuticas eran lo de menos. Lo importante era la voz común de sus conversaciones, como un único monólogo a dos voces, la confianza sin límites que se desarrolló entre ellas, el afecto sin reservas. Hablaba con Natalia más de lo que había hablado nunca con nadie, y siempre, al escoger las formulaciones más simples, el territorio compartido, daba con una idea mucho más clara de la que se podía extraer de las largas, poéticas y alambicadas páginas de su diario. Natalia le obligaba a reducirlo todo a términos reales, con tan exiguo vocabulario no había sitio para la mentira.

Con sus altibajos, porque una afección neuronal, por pequeña que sea, no desaparece de la noche a la mañana, Violeta llegó al estreno de Dido y Eneas en perfectas condiciones. Los conciertos de Zelenka fueron un éxito y también la ópera, y Violeta se había instalado en su nuevo régimen de vida como en el modelo de existencia que estaba dispuesta a seguir para siempre. Entre ellas todo fue tan natural que resulta imposible decir en qué momento la expresión del afecto ya podía considerarse relación íntima. El sexo llegó como la consecuencia natural de vivir en pareja, pocos días antes del estreno, después de un día agotador en el que los nervios habían vuelto a aparecer, nervios de alegría que sin embargo afectaban al dominio de sus dedos, cuando, después de cenar, Natalia dio a Violeta un último masaje antes de dormir y en otro movimiento impensado, cuando iba a decirle a Natalia que por favor le masajeara suavemente la zona del bulbo raquídeo, sus labios pronunciaron por su cuenta otras palabras, eres lo mejor que me ha pasado, que Natalia selló con un beso.

El día del concierto era divertido verlas salir de casa, Violeta de tiros largos, alta, grande, poderosa, con un vestido negro que habían elegido entre las dos, y Natalia con sus botas de militar, sus vaqueros rotos, su camiseta negra, su chupa de cuero y el pelo teñido de malva. Eran la princesa de la noche y la guerrera de Femén. No se separaron en los días que siguieron, durante las siete actuaciones que había previstas en la Royal Opera House hasta el fin de temporada. Violeta iba a las exposiciones remotas que Natalia visitaba como si estuviera buscando un tesoro escondido, y Natalia redoblaba sus artes terapéuticas, su afecto y su hablar apasionado, de ojos muy abiertos, como si le fuera la vida en todo pero nada fuera para tanto. La madre de Violeta vino a verla varias veces e hizo también muy buenas migas con Natalia, capaz de caer bien a cualquiera en cualquier circunstancia, por más que la madre de Violeta solo quisiera la felicidad de su hija, cuya sonrisa no había sido tan sincera desde que era niña.

Y era verdad. Si en ese tiempo sus dedos la habían desobedecido alguna vez, había aprendido a quitarle importancia. Si sus labios habían dicho lo que no querían, el error solo había sido motivo para la risa. Vivía en un mundo ingrávido, con frecuencia perdía el sentido del tiempo y se sorprendió en actitudes propias de mujer enamorada, en no avergonzarse de sus instintos protectores, en sentir admiración por las virtudes de Natalia y un inmenso cariño hacia sus defectos.

Cuando terminó la última representación en el Royal Opera House, Breshkovski reunió a los músicos para darles las gracias y pedirles perdón por su carácter exigente, y para anunciarles (si es que esto podía considerarse una buena noticia, dijo entre sonrisas) que la London Baroque había renovado su contrato para las próximas dos temporadas. Aparte de eso, les deseaba unas felices vacaciones. 

Hubo aplausos y hurras y protocolos falsos, y los cuatro compañeros de la sección de viento brindaron por el fin de temporada con unas pintas en Steel’s, y se alegraron de que Violeta volviese por fin a beber cerveza, aunque fuera poca. Pero cuando Violeta volvió a casa Natalia ya no estaba, ni ella ni sus pertenencias. No contestó a los mensajes ni mucho menos cogió el teléfono. Breshkovski ya no estaba alojado en el hotel, y por más que intentó localizarlo fue completamente inútil. Esa noche la pasó en vela, mirando al techo. No tenía fuerzas ni para ordenar la casa. El primer mensaje que llegó a su teléfono fue a las ocho de la mañana del día siguiente. Era un breve correo de la London Baroque en el que se le informaba de que había sido despedida.

En medio de un dolor que la desgarraba intentó pedir explicaciones a la junta directiva del London Baroque, aunque solo fuese para que le dieran un motivo. Después de algunas vacilaciones y secretismos de salón, lo único que consiguió fue que un directivo le confirmara en persona que los informes sobre ella eran desfavorables, el mismo que, antes de dar por zanjada la cuestión, le recomendó visitar a un buen neurólogo.

Violeta pasó algunos días más en Londres, deshecha, sin fuerzas para salir a la calle o hacerse la comida, desastrada, indiferente. Dio por hecho que todo había terminado, no solo su relación con Natalia sino su vida en Londres, porque no estaba dispuesta a presentarse a ninguna otra audición de ninguna otra orquesta. Con las pocas fuerzas que le quedaban decidió volver a Madrid y agarrarse a lo primero que saliese, aunque tuviera que guardar para siempre el oboe. Ad gloriam per insaniam, decía, en latín, un tatuaje que un oboísta italiano llevaba en el antebrazo. Violeta ya había pasado por la gloria. Ahora solo le quedaba la locura.

Una tarde, cuando estaba, a fuerza de sacrificio, resolviendo todas las cuestiones legales que la unían a Londres, los suministros de la casa, las direcciones postales, cualquier huella que quedase de su presencia, Violeta entró en la boca de metro de Belsize Park y después de bajar por largas escaleras mecánicas en una fila de gente silenciosa vio que por la escalera de subida iba ascendiendo lentamente la figura de Natalia. 

La vio sin verla. Natalia gritaba y gesticulaba desde el otro lado. ¿Dónde vas? Espérame abajo, le decía. Y Violeta quizá quiso entonces decir algo, acercase a ella, desandar la escalera para reunirse con Natalia. Sin embargo, lo único que salió de su cuerpo fue la orden de mirar al suelo. Las escaleras siguieron su curso y la voz de Natalia desapareció como un sonido incomprensible y lejano. Cuando llegó al andén incluso dudó de que la hubiera visto, pero no de que su cuerpo no le dejara emitir ningún sonido porque aún ahora era incapaz de pronunciar palabra o de gritar siquiera o de echarse a correr. Se sentó en uno de los bancos del andén y se recostó en la pared tubular. ¿Era ella? ¿Seguro que era ella? Y, si así era, ¿por qué no había vuelto a bajar por las escaleras? No, su cuerpo había hecho lo correcto. Poco a poco empezó a sentirse más tranquila, incluso pronunció en voz alta algunas frases que tampoco extrañaron a los vecinos de andén. Si por ella hubiese sido, habría bajado de dos en dos los pedaños y vuelto a subir los otros hasta encontrar a Natalia y gritarle o besarla o ambas cosas, llorar seguramente, pero en el momento de la humillación de la amante abandonada su cuerpo había dicho que no. Empezó a pensar entonces en todos los errores involuntarios que había cometido, y que el nivel que había alcanzado con Zelenka o con Purcell no lo había conseguido nunca antes, era como una esfera superior para la que no basta con ser un buen instrumentista, un lugar tan etéreo como los días que pasó con Natalia. De no haberse producido alguno de aquellos errores gruesos, lo más seguro es que no hubiese visitado el paraíso. Los mismos errores, su terrible amenaza, eran los que, si ella se dejaba llevar, la librarían del infierno. 

Tan solo aguantó dos paradas, entre Belsize Park y Hamstead Heath. Necesitaba respirar. Empezaba a sentirse muy débil y tenía que recordar dónde estaba igual que cuando los síntomas empezaron debía recordar a cada momento qué nota era la siguiente. Las palabras no se fijaban en sus circunstancias, y eran esas mismas circunstancias las que quedaban reducidas a una imagen sin significado. Si algo sirvió para despabilarla fue la conciencia de que iba a perder el sentido de un momento a otro, podía caer de bruces a un andén vacío, quedarse tirada en un banco hasta que un empleado la despertase a empujones, o un policía la detuviese.

Al salir al parque y ver el cielo gris y sentir la lluvia fina respiró hondo y trató de volver a la vida. El teléfono volvía a tener cobertura y en él solo había un mensaje del fagot inglés: “I’ve been fired”, me han despedido. Esas cuatro palabras, y el intercambio de mensajes que siguió a ellas, sirvieron al menos para recomponer las ruinas de su equilibrio. No solo Adam, el fagot inglés, sino también Konstantin, el clarinetista búlgaro, y a Shizu, la flautista japonesa. Después de amargarles la existencia metiendo vientos donde no los había, en la ópera de Purcell, ahora prescindía de un plumazo de toda la sección, casi seguro que para incorporar nuevos músicos traídos del mar Negro, o, más bien, que solo fuesen británicos, o que cobrasen menos. Adam, en este caso, había sido, según Konstantin, la coartada para que no pareciera un acto de xenofobia.

El final de la conversación fue, como casi siempre, una invitación a Morgate, “para lamernos las heridas”. Los dedos de Violeta teclearon la respuesta más precisa: “Ok”. Siempre había rechazado las invitaciones del fagot porque sabía que tarde o temprano aprovecharía para ir un paso más allá, pero esa vez Adam dijo que allí se reunirían con Shizu y Konstantin. A fin de cuentas se habían quedado todos sin trabajo, y Konstantin sabía de un bar donde solían contratar orquestas de cámara para amenizar los cielos de Turner. 

Una fila de trípodes aguardaba como una línea de ametralladoras la salida del sol. Sus dueños tomaban café en vasos de plástico y se frotaban las manos. Los cuatro músicos desayunaron, aún de noche, en la terraza del restaurante, y cuando el negro empezó a teñirse de azul apartaron un poco las sillas e interpretaron el adagio de la sonata 6 de Zelenka. Violeta sintió el calor de la madera cuando cogió la campana con la mano derecha, y el frío de las llaves cuando sostuvo  con la izquierda el cuerpo inferior. Su cuerpo giró para que encajasen las llaves y las espigas. Hacía frío, el cielo iba tomándose de rosa, en otros tiempos había sido un acto de lujuria sujetar con los dedos el tudel, cuando sentía en los labios el tacto de la caña, esa que, cínicamente, se llama estrangul. Sonaba Zelenka sin partitura, y fue como si no hubiera tenido más que acercar su cuerpo a un instrumento que necesitaba aire, como si hubiese abierto un grifo de agua tibia que a medida que soplaba iba derramándose por su interior. Tocaba sin miedo, le parecía imposible que alguna vez le hubiesen podido desobedecer los dedos. Esta vez era ella quien llevaba el primer oboe, y Konstantin el segundo, era ella la que ahora revoloteaba por las notas con delicadeza. El aire hacía vibrar las llaves, como una corriente diminuta que le acariciaba las yemas de los dedos. El cielo se tiñó de violentos amarillos y ella sentía firmes los labios, libres las vías. Era la rana feliz que hincha su cuello y ve los sonidos volar. Era la reina con su carroza, e iba levantando mariposas cansadas como un soplo de viento levanta los papeles, lentas alas desvaídas que al principio aleteaban apesadumbradas, hasta que una corriente de sonidos favorables les permitía un tupido aleteo de tonos alegres, brillantes, los profundos azules que escapaban a la luz del sol. Necesitaba el cuerpo entero para mover los dedos, otra vez, con unas torsiones que harían equivocarse a Adam, pero lo necesitaba para que fueran ellos, los dedos, los que se expresasen sin las dudas de su voluntad, y lo hiciesen con el tempo que necesitaba. Alargaba unas notas, acortaba otras, como si unas fueran rectas y otras girasen en pleno vuelo, y era veloz en los escaques y lenta cuando planeaba, y al final del movimiento replegó las alas y su mente se volvió a posar encima de aquel cielo manchado. Desde allí Violeta se vio respirar desmadejada, con el oboe derecho sobre el muslo, los labios entreabiertos y el cansancio satisfecho de los que han vuelto a vivir. 

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Castellote

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