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Configurar sentido descendente

29 de noviembre de 2024

 

Esta pieza singular, Un tigre sin selva, de José Iniesta, me recuerda a las tragedias griegas y a Shakespeare, a Valle-Inclán y me parece un gran acierto porque funde poesía y teatro. Volvemos al origen, porque el teatro, la música que componen los actos, las escenas, los personajes, son poesía. Y asimismo los poemas que ponemos frente al mundo ¿qué son sino voces en el gran teatro del mundo? 

Es este tigre sin selva un homenaje a dos obras: Pato salvaje, de Ibsen y Máquina Hamlet, de Müller, en las que, dice el poeta, encontró clasicismo y vanguardia. Aprendió esta lección en estas obras y en las enseñanzas de Paco Zarzoso. 

La escritura ha de ser “destino y moral”, desde la gratitud. “Vuelo rasante sobre la fea realidad, entre el cielo y la tierra, rozando los espinos (…) piedra en el aire, lo que somos, cayendo al abismo” (p. 11). Así lo dice José Iniesta en un prólogo bellísimo en el que transmite su sentir sobre la vida y el arte y nos introduce al poema-tragedia que sigue. 

El teatro ha de ser moral, en el sentido más elevado del término. Ha de provocar catarsis, ha de ser ejemplar, como la Numancia de Cervantes, o San Juan, de Max Aub, o las tragedias griegas o de Shakespeare. El teatro la palabra, la poesía, “palabra esencial en el tiempo”, como decía Antonio Machado, no se deben malgastar porque son tiempo: nuestra vida. 

Un tigre sin selva es un canto a la vida. Este canto incluye la dicha, el dolor, “memoria de ciudades ardiendo junto al mar, la ceguera de Dios” (p. 12). Incluye un mundo en destrucción, un mar de plástico, glaciares que desaparecen, escenas como la de Gaza, al final del libro. Pero también somos “del sol en la montaña mágica y del aire encendido del otoño”. “Cómo amamos vivir -dice- no moriremos” (p. 12). 

En uno de los poemas de Arder en el cántico (2008), leemos: “atrévete a entonar el canto que celebra / el tránsito en el mundo. Y regala a esa nada excelsa del existir (…) las voces que nombraron (…) el prístino misterio de la felicidad”. 

Es Un tigre sin selva: teatro y poesía, poesía y teatro, sin credos ni fronteras, para que hable el silencio. Porque todo fue lo mismo: la representación, el cántico, el poema, para enaltecer el ánimo y poder adentrarse en lo secreto, en los misterios, “para nombrar lo imposible, lo sagrado” (p. 13): para abrir la puerta. Así fue todo hasta que lo desmembramos. 

El aliento trágico de este poema-teatro vibra desde el prólogo. El cuerpo del poema, dividido en dos partes, a los que se añade un epílogo, con un mismo temblor. José Iniesta ha creado una obra original, ha ido a las fuentes más remotas, al origen, a desenterrar la vida para iluminarla. 

Todos los personajes son uno solo, no existen. Y su aventura es un viaje al corazón de las tinieblas. No es un canto de esperanza: son hambre y palabras juntando los pedazos del cántaro roto de la vida. Conrad, y el cántaro roto. Todo cabe en este gran libro, tan original. 

Este poema-tragedia se ciñe a las tres partes que posee la tragedia griega: prólogo, episodios y éxodo. Está muy próximo a la tragedia clásica, a su tono elevado, a su sufrimiento, a la anagnórisis. Incluso el coro tiene su presencia en el estásimo que lleva por título “La pregunta del átomo” (p. 43), aunque el coro se siente en toda la obra al ser todos los personajes uno, al estar todas las voces en él.

La complejidad y calidad de un texto viene de su capacidad de generar sinapsis, de su riqueza connotativa. De su capacidad, también, de interpretar el dolor y la belleza de la vida, de ser para todos y de toda la humanidad.

El hombre que clama es el ser universal, como en el teatro griego o Shakesperiano; su grandeza lo convierte en arquetipo, en el que se pueden fundir todos los seres humanos. 

Llama la atención que todas las acotaciones formen parte del poema-teatro, algo que hacía Valle-Inclán, por estética, y porque las acotaciones tienen una función poética que no puede quedarse fuera del texto. Los actores y actrices han de interpretarlas. Si no es posible, una voz en off debería recitarlas. 

El metro es clásico: endecasílabos, heptasílabos, pentasílabos, alejandrinos, dotando a las dos partes del texto de ritmo musical. 

La grandeza de la aparición del viejo loco (todos los seres humanos y entre ellos, el padre muerto) (p. 20), tiene la fuerza de una tormenta en el páramo de Macbeth. 

En muchas ocasiones sentimos en diferentes obras de arte el aire rasgado por el rayo, el trueno y la lluvia impetuosa. Aquí está el tigre, en ese ambiente explosivo; lo está en la Pastoral de Beethoven; por él se ordenan los personajes de la Cena de Leonardo da Vinci. Es el principio que rige una obra de arte, la ordena, aunque esté formada por lo más dispar. 

El poeta ha incorporado a su obra el ritmo de la naturaleza, es bosque y canto de los pájaros, lluvia que salva. Y su no-personaje, todos los personajes, este ser frente al mundo, reivindica la belleza de los astros, se sabe “zozobra y tempestad”. La belleza venciendo en la batalla. Sabe que ha existido desde siempre y “entona el cántico salvaje/ de ser en la floresta / el ciervo vulnerado” (p.19). 

El ser primigenio en la cueva profunda, con su fragilidad, presto a morir, sin haber entendido nada, o sea, como nosotros. Todos los tiempos a la vez pivotan sobre este anciano de los tiempos.  Suena su voz entre la vida y la muerte. Puede cruzar los límites entre ambas. El tiempo es estático y fluido a la vez. Todas las escenas son posibles: la niña muerta, que a la vez nos increpa: el bosque que se venga. Por todo esto, por la capacidad del texto para asumir cien vidas y cien muertes, cada poema parece estar esculpido en la roca. Es piedra. Es un tigre sin selva, un fuego a quien derrota el arquero de la noche. 

Este tigre desea “la belleza del mundo al reflejarse / en el diamante vivo de otros ojos / el sol emocionado al proyectar / mi sombra / en el silencio / contra el muro” (26). 

Todos los tiempos y los seres se unen en uno. Se cumple el aserto machadiano de que hay que cantar siempre en coro, con toda la humanidad. En este poema, en el que una voz constata el horror de su pérdida, todos los seres humanos pueden alcanzar la catarsis, la purificación: “Tan solo es posesión cantar la vida” (p. 42). 

Este libro está arraigado en nuestra vida actual y en la de todos los tiempos. Las guerras y desastres son el escenario en donde nos sitúan las acotaciones. Una vez es un árbol quemado; otras, un páramo; otras, es, directamente, Gaza. El texto está anclado en todos los tiempos, porque la guerra es, por desgracia, de todos los tiempos. Los escenarios son mínimos, rotundos, y en ellos habla el universo, porque están vivos, son carga dramática, intensidad: hablan. 

La hija y el pato salvaje son los únicos inocentes, libres, en medio del horror. No existe la muerte: “fuiste (…) y lo serás, /la semilla en la tierra que florece / tras las lluvias de mayo, / la promesa del vuelo / hacia el sentido”. La hija viva: “la niña vulnerada / del amor en la luz” (p. 39). 

El poeta se sitúa en una atalaya desde la que contempla el paisaje de guerra y destrucción, la ausencia. Constata también la belleza. Es la historia del ser humano: sobrevivimos porque somos capaces de ver, de construir belleza. 

Para ser todos los seres humanos hay que transformarse, perder identidad, vivir fuera del tiempo, ser todos los tiempos. Por eso, el anciano es el padre muerto, el padre y la madre, que componen con la hija una Pietà impresionante, con la hija que ha muerto y vive al mismo tiempo. El desastre de la vida es implacable, pero la voluntad del ser humano le hace decir: “continuaré”, vivo, aunque la muerte invada todos los resquicios.   

La niña y el pato son tiempo y alma, nada tienen que ver con la barca de Caronte, ni con el Can Cerbero. La Pietà del padre la madre de piedra, con la niña en brazos, es un lamento y es también la resurrección del amor y de la libertad: “Mi sacrificio os salva, desprecia el oro sucio y las creencias” (p. 62).

El personaje, la voz que habla, vive en la incertidumbre: no sabe si es real, como tampoco puede saberlo el público. Todo es un inmenso teatro desolado. La gran metáfora del sueño y del teatro del mundo. 

Es la voz de la niña, que aparece sin el disparo en el pecho, la que suena al final. Es el bosque, es la auténtica vida, tiempo y alma.


José Iniesta, Un tigre sin selva, Sevilla, Renacimiento, 2024

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Teresa Garbí

29 de noviembre de 2024

Joan Montañés (Castellón, 1965), conocido artísticamente como Xipell, es humorista gráfico e ilustrador. Desde finales de los años ochenta se dedica profesionalmente a satirizar la vida política y social en la prensa diaria: fue redactor gráfico en el periódico Levante-El Mercantil Valenciano hasta su cierre en 2019 (recopilatorios de sus colaboraciones son las publicaciones Draps de Clau, Costa de Aznar y Gaudeamus Ujitur), para pasar después a ejercer como viñetista en el Mundo-Castellón. Además de su labor periodística, ha publicado el libro de crónicas escritas Los días del trencadís, el anecdotario de memorias Examen oral d´historias, la novela La peste del azahar, la obra de teatro El concilio del arroz y los volúmenes de ilustraciones El último monoLa Panderola, el tren que volóLengua Mágica, un día al parque de las NormasViaje al país de Tombatossals y Norma al ataque. También ha sido cofundador de la revista satírica Gurb.

Su segunda incursión en el género narrativo, publicada recientemente por AdN Editorial, El viaje circular, es un juego entre realidad y ficción como proceso de creación. Xipell, como buen humorista gráfico, salta desde la observación a la imaginación, para realizar un proceso de subversión que supone un continuo trasvase de la mímesis a la diégesis.

El geógrafo francés Jean-Claude Chigot, doctor de la Sorbonne, racionalista cartesiano, inicia en 1989 un viaje-exploración por encargo del mismísimo François Mitterrand, a través del Bureau des Grands Travaux, en busca del centro del mundo, con motivo de la celebración del Bicentenario de la Revolución y con la finalidad de “certificar si nuestra civilisation continuaba siendo el faro de la humanidad”. No busca quimeras ni entelequias, nada de piedras filosofales, arcas perdidas, griales, fuentes de la eterna juventud o dorados —la crítica a las novelas enigma es evidente—, si bien casi todas acaban apareciendo en sus páginas.

Tampoco su particular aventura tiene nada de fantástico al modo de El viaje al centro de la Tierra, simple y llanamente trata de encontrar las enseñanzas del “hombre céntrico” para, con absoluto rigor científico, estudiarlas y aplicarlas con la finalidad de situar a la República en un lugar puntero —¿en el centro?— de las naciones.

Tras tres años dando la vuelta al mundo como un nuevo Phileas Fogg, se dispone a regresar a París sin haber alcanzado su objetivo, cuando la diosa Fortuna lo lleva a un almacén de cítricos en la localidad de Almenara (Castellón) y a entablar conversación con el octogenario tabernero, Virginio Bonet, experto en “mundología”, con el que se dispone a iniciar un periplo por la comarca de los petits châteaux en el viejo Citröen DS, el mítico Tiburón.

Tras ingerir como bálsamo de Fierabrás una infusión de hierbas locales, unas copas de Anís del Mono y varios españolísimos “Sol y sombra”, con un calendario ilustrado utilizado como mapa del tesoro, nuestros ebrios amigos comienzan su alucinada aventura en busca del “punto exacto con el mayor grado de armonía universal jamás conocido”. Durante el trayecto, se intercalan las visitas reales a los pueblos (Cabanes, Torreblanca, Morella, etc.) y parajes (barranco del Valltorta, Puig de la Nau, fortín de Onda, castillo de Peñíscola, etc.), plasmados por el hiperrealista y egocéntrico pintor castellonense Vidal en las doce láminas que les sirven de guía, con los recuerdos de las realizadas anteriormente por el ilustrado viajero a lo largo y ancho de este mundo examinando de manera infructuosa dictaduras, teocracias, satrapías y democracias, incluyendo a los Estados Unidos y el mismísimo Vaticano.

Mediante el cervantino recurso del manuscrito, en este caso no encontrado, sino enviado en forma de trigésimo cuarto cuaderno de bitácora al propio François Mitterrand, acompañamos a este Ignatius Reilly viajero siguiendo su retórica prosa volteriana salpimentada con grandes dosis de ironía, en la que constantemente se confunden el mito y la realidad. Si el alucinado caballero andante confundía una bacía de barbero con el Yelmo de Mambrino, nuestro personaje transmuta una gigantesca caracola fosilizada acompañada de una naranjas nável un tanto pasadas en el mítico cuerno de la abundancia y le llevan a pensar en la traducción al español del término inglés, navel, ombligo, como indicio de hallarse cerca del epicentro terrícola. De igual forma, su calenturienta imaginación racionalista interpreta literalmente la frase La millor terreta del món como una nueva señal lingüística de encontrarse en su anhelado pays axial, si bien su sanchopancista compañero le explicará que se trata de una expresión local utilizada como eslogan publicitario por unos comerciantes para vender un estupendo detergente para fregar sartenes.

Desde las primeras páginas, Xipell experimenta con el humor —sin duda el verdadero protagonista de la novela— y nos atrapa en su juego literario, con una sonrisa perenne en los labios, que en ocasiones deviene en risa, cuando no en estruendosa carcajada, participamos con sus personajes en sus delirantes andanzas. Con un estilo chestertoniano, tan paradójico como simbólico e irónico —en ocasiones corrosivo sarcasmo que se decanta del sainete al esperpento—, un tanto barroco e hiperbólico, pero fluido y directo, no exento de hilarantes cultismos y abundantes referencias mitológicas (Arcadia, Fuente de Castalia, Jardín de las Hespérides, etc.), históricas (desde los homínidos y cavernícolas, pasando por los príncipes de la iglesia, santos, templarios, cátaros, hasta militares, maquis e industriales, que ejemplifica con el esbozo de las biografías de los personajes de la zona más destacados: Benedicto XIII, Vicente Ferrer, Cabrera, Teresona, Segarra, etc.) filosóficas, cinematográficas y artísticas —no en vano el autor es licenciado en Historia del Arte—, busca siempre la complicidad del lector.

Lo más llamativo de esta novela consiste en que la transposición onírica de la realidad subvierte lo concreto para trascenderlo por medio del lenguaje y elevarlo a la categoría de símbolo cósmico —entendido como deseo y sueño— para, al final, demostrar una verdad universal, presente ya en la no menos universal obra cervantina: “En todas casas cuecen habas y, en la mía, a calderadas”. La autoironía es también otra constante y el mismo protagonista participa de las pequeñas corrupciones que observa a su alrededor sin ningún pudor. En cierto modo, la novela es una parodia amable de la propia ilustración que él representa.

¿Es El viaje circular, valga la redundancia, un libro de viajes? Desde luego, siempre entendido en el sentido decimonónico, mezcla de aventura y abundantes disertaciones de todo tipo. ¿Es una obra alegórica? Sin duda. ¿Es una novela histórica? No, pero tiene mucha historia. ¿Es literatura fantástica? Tampoco, pero es fantástica. ¿Se podría categorizar como posmoderna? Podría ser, pero qué más da, sea lo que sea el artefacto, fruto del mordaz ingenio de un afilado viñetista, funciona, esta odisea es disparatada, divertida, acida e inteligente, contiene sátira política y crítica social, local y universal (los temas son numerosos: guerras de religión, nacionalismos, megalomanías, discriminación de la mujer, especulación urbanística, ecología, etc.), humor a paladas, identidad regional y personal… hasta el punto de que yo he descubierto que mi padre nació en el país donde no funciona la brújula y que yo pasé los primeros seis meses de mi vida en el mismísimo centro de la yema del huevo sin saberlo, pero eso ya es otra historia, la de mi propio ombligo.

 

Joan Montañés Xipell, El viaje circular, Madrid, AdN, 2024

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Villalba

Siempre hay que felicitarse por la aparición de nuevas editoriales, caso de Sloper en 2008, y ya con una trayectoria reconocida, a la que se suma la colección de poesía Isla Elefante bajo la dirección de un poeta laureado con alguno de los premios importantes de nuestros pagos, me refiero a Ben Clark. Siempre es una garantía ese filtro de una dirección entendida, atenta a cuanto pasa en la poesía que actual y que su director contempla desde el privilegio de la Fundación  Antonio Gala. Isla Elefante es una colección pensada, al menos en principio, para autores menores de cuarenta años, que se nos hacen muy flexibles, según demuestra Jorge Barco Ingelmo (1977), autor de este Jailhouse Rock. Libro al que pocas objeciones se le pueden poner, salvo el título en inglés, un error, creo (salvo por extrañas cuestiones comerciales), cuando los poemas están escritos en el buen castellano de Salamanca, donde nació este filólogo que ejerce de funcionario de prisiones y cuya experiencia le ha valido para un libro distinto, humano, mucho, con humor y tragedia, pensativo en numerosas ocasiones.  Se me ocurren algunos títulos igual de eficaces en nuestra lengua, a la que salvamos de paso de la colonización lingüística por parte del inglés.

Jailhouse Rock, dividido en cinco partes, pero con tres fundamentales en función de la situación del preso y peligrosidad, primer, segundo y tercer grado, va reflexionando desde distintas perspectivas sobre su situación, incluida la del confinamiento en los tiempos de pandemia, “Tú que no has ido nunca a comprar el pan / ni has montado en bicicleta / ahora te vale lo que sea / con tal de pasar el menor tiempo posible / entre tus tres o cuatro o quince paredes”. Y desde ahí, desde esa puesta en el lugar del otro, del preso, va ofreciendo en el escaparate un puñado de situaciones que se producen detrás de las paredes de una cárcel. Jorge Barco las plantea desde una sensibilidad pensativa, hermosa, con un sentido del ritmo lírico, del decir y la pausa; o si prefieren, desde el buen hacer de sus mejores versos y que, acorde a los tiempos, son libres. Numerosos asuntos van filtrándose así, caso del poeta encarcelado Marcos Ana, al que una mano anónima “justo hoy que te has muerto / (…) sin que presos y funcionarios sepan por qué / han colocado una rosa”. La locura, la ausencia de cosas tan habituales como una mera bolsa de plástico que le falta a un preso italiano, pero imposible de conseguir en el economato de la prisión, el miedo a presos potencialmente peligrosos, pero llenos de preocupaciones, por la ausencia de llamadas familiares o un error en el menú, la denuncia del maltrato, van surgiendo entre otros asuntos en sus versos.

Me ha gustado especialmente la aventura de escribir un poema a base de textos de otros, ya sea de prensa El País o Europa Press, sobre situaciones de paquetes bomba que se envían a funcionarios a sus casas. Me ha recordado un tanto con lo que jugueteó la poeta María Ángeles Pérez López, salmantina de adopción, en Interferencias, a partir de versos que admira. Aquí sin embargo se construye un poema desde textos y situaciones que dialogan entre sí, en época además que el experimentalismo está de capa caída, salvo por el buen hacer María Salgado o de Lola Nieto, como punta de lanza. Dentro de ese amplio espectro de miradas, donde cabe la ternura, la solidaridad, la circunstancia de cada uno, el miedo, tiene cabida el humor, caso de unos presos expertos en robos que no saben abrir una puerta hasta que uno de ellos, al fin, abre el candado…o el horror, como el caso de “un preso que el otro día / se había rajado la barriga y se chupaba / delante de nosotros una mano / ensangrentada mientras decía / lo mucho que le gusta la sangre”. No decepcionará este Jailhouse Rock desde esta perspectiva peculiar, la de la vida en la cárcel, que a veces se hace en un curioso poema Cárcel de amor, aunque lejos del libro de Diego de San Pedro, como comprobará el lector que se aventure en una mirada diferente y en una colección que promete, por lo visto hasta ahora, dar mucho de sí.

 

Jorge Barco Ingelmo, Jailhouse Rock,  Badajoz, Isla Elefante, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

LA ESCRITORA URUGUAYA Y PREMIO CERVANTES, ASEGURA, A SUS 101 AÑOS: “LO MEJOR QUE PODEMOS HACER ES NO SER COMEDIDOS NI PREVISIBLES” 

UNO DE NUESTROS MEJORES FILÓSOFOS CONTEMPORÁNEOS LO TIENE CLARO: “NO SOY NI QUIERO SER NACIONALISTA, NI DE IZQUIERDAS NI DE DERECHAS” 

TURIA TAMBIÉN PUBLICA UN OPORTUNO ENSAYO SOBRE EL NEERLANDÉS ROB RIEMEN Y SU DEFENSA DEL HUMANISMO 

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de noviembre, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo y en exclusiva con dos protagonistas de evidente atractivo, por lo que dicen y por cómo lo dicen: Ida Vitale y Fernando Savater. Sin duda, y si tenemos en cuenta la proyección y el reconocimiento que sus respectivas obras y trayectorias han obtenido a nivel internacional, resulta acertado afirmar que son dos nombres propios de indiscutible relevancia dentro del mundo cultural de habla hispana.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

12 de noviembre de 2024

Maestro, amigo, oráculo zaragozano, viajero, Fernando Sanmartín se ha convertido en uno de los escritores fundamentales de Aragón. La variedad de su obra literaria, que abarca el dietario, la novela, el cuento corto o la poesía y su presencia en los catálogos de distintas editoriales nacionales lo convierten en un referente ineludible de las letras aragonesas. En esta nueva entrega poética, una elegante separata publicada con mimo amanuense por los Cuadernos del Mirador, con la magnífica ilustración naval de Pepe Cerdá en portada, encontramos a un Sanmartín contemplativo y errante, levemente terminal, atrapado en recuerdos de parada última, recorriendo espacios interiores e hitos paisajísticos. Me atrevo a utilizar el paralelismo con los antiguos sencillos, los singles del pop. Como adelanto. Como golosina. Quizá, más bien, sería un Extended Play, un EP de final de década: conceptuales, inmediatos, con una cohesión larval que pide ser compartida. Ya el barco inaugural, el vapor que ha escapado de del refugio transparente del vidrio, exhibe, en contra de sus hermanos mayores, de sus primos lejanos de velas bellas y trasnochadas, una picaresca lírica que deslumbra. 

Exige una mirada reparadora. Yo, que escribo mis notas sobre los libros en cuadernos sobrantes de cursos pasados, cuadros en blanco de temas y lecciones inacabadas, con una birome atemporal, de diseño industrial perfecto, una empatía hacia el poema de Sanmartín, hacia sus formas clásicas y pausadas. Como el texto que abre el libro: ¿Quién puede permitirse el lujo de perderse en Manhattan? Federico García Lorca, Enrique Morente y Leonard Cohen. Así escribe Fernando Sanmartín: “Perderse, a veces / puede ser como lavar una herida”, ¿qué había en aquella isla? ¿Piratas o náufragos? ¿Judíos ortodoxos o borrachos nigerianos? Quizá solo las huellas de los cocodrilos sobre el alquitrán de la aurora. Poeta que, al final, escribe: “Y caminé tanto / que perdí / el asombro de los túneles”. 

De Estambul al Pireo, vergonzoso lector aficionado al baloncesto europeo celebramos la ruta. Ya me disculpará el poeta Sanmartín. Los alimentos habían perdido el miedo porque los turistas llegaban con apetito, algunos, incluso, con hambre atrasada: “Cuando los cangrejos/se movían/como carruajes/encima de las rocas”. El soporífero sur de Europa, el norte de África, el Mediterráneo inexacto que anima al sueño y al olvido. Utilizo la tecnología para calcular la distancia entre Tánger y Estambul, porque no puede evitar recordar a Paul Bowles y William Burroughs − sobre todo tras el sintagma ‘Príncipe vicioso’. Son, exactamente cuatro mil ochenta y cuatro kilómetros. Casi dos días en coche. Podría haber sido otra parte, podría pensar en Mick Jagger en 1975, tiempos de Black and blue, y puede que el Estambul de Sanmartín tenga algo de azul. Y de negro, claro. 

Nos preguntamos qué himno se canta en cada una de las dos orillas, en la de Estambul o en la de Budapest. Las palabras escritas en la mano son aventureras, les gusta jugar. Parece que siempre tienen un lugar mejor donde estar, se arrastran, se olvidan, son manchas de tinta en la piel del libro. Por eso su forma de final (negro) o de frío (azul). Y pienso, claro, en la última vez que vi a Luis Eduardo Aute. Fue en la misma sala en la que estaba el poeta Fernando Sanmartín, aunque quizá él solo tenga el recuerdo de la distancia amable que mantiene con el mundo. En aquel lugar, con el poeta Gabriel Sopeña, Luis Eduardo Aute me firmó unos discos, un ejemplar de Fuga, un ejemplar de Rito: “O iniciando, quizá / sin saberlo, / inconsciente / los ritos de la fuga”. Cierra el poema, cierra la vida, el cielo protector, la compañía de José Manuel Caballero Bonald, la canción Hafa café del disco Slowly de Luis Eduardo Aute. 

Estoy sentado en una guardia de aula. Es viernes, última hora. Mis alumnos, en realidad, los alumnos de otro, se afanan con sus tareas de inglés. Yo leo y escribo esta reseña. El aula minúscula ha hecho un hueco al silencio y el silencio es un elemento fundamental en las canciones de Kiev cuando nieva, en la pintura de Pepe Cerdá, en los poemas de Fernando Sanmartín. Y así: “El silencio / es un suburbio / en el que muchachos terribles / tiran piedras / a un oso ciego”. Y suspiro, atrapado en la evocación y el mutismo reinante. Y sigo leyendo y escribiendo, en un quiero y no puedo, en un cuaderno que, más que dejarnos ir, nos devora: “Quiero ser linterna en la noche/para meter dos cicatrices en una bolsa de basura”. 

Turín, como antes Estambul, como siempre París. París, se diga a o no, París es un poema que no necesita ser nombrado, al menos en uno libro de Fernando Sanmartín. En Turín hay una bestia señorial y ancianos que nos regalan consejos como solo pueden hacer las personas mayores. Si tanto llovía las huellas de Ernest Hemingway debieron haberse borrado del poema. En Turín, donde solo pueden ganar Francesco y Giuseppe, Gino y Fausto o Claudio y Gianni, en Turín es por eso que son dos ancianos los que querían indicar algo al poeta Sanmartín. Los ancianos que van, bajo la lluvia, en parejas. Solo de lo perdido Marco, quizá Vincenzo. El elegante Felice. Pero ellos, ellos son nombres que debemos olvida: “Obedecía a los laberintos / aparté mi confusión de perseguido / y memoricé tu nombre / antes de borrarlo / como esa indicación que reciben los espías de quemar una evidencia”. 

Poeta de aplicación general, como esos antibióticos de amplio espectro que se le administran a los enfermos de males ciegos, en tiempos de muerte del padre, de terribles ausencias de amigos, en sus llamadas de primera hora, Fernando Sanmartín (padre biológico y padre no venal), confiesa que, como todos, acumulamos el alcohol, las pinturas y la ropa de nuestros padres como marte de una captura en ámbar, de una eternidad en forma de memoria. Escribe: “En este poema no hay ruido/ y sí mucha intemperie/porque la memoria es un idioma/que me produce insomnio”. Orfidal de todos los santos, hijos de Lee Marvin o de militares lectores del ABC. En este Mediterráneo de amistad y plenilunio, Fernando Sanmartín monta en la misma embarcación que nos salvará, más allá de Sirualas o la playa de los Capellanes. Ya no hay señal: “Es la hora/de borrar los errores”.

 

 

Fernando Sanmartín, Archivo fotográfico, Úbeda, Cuadernos El Mirador, 2024)

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

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