Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 446 a 450 de 1334 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

FUE REPRESALIADA CON DIEZ AÑOS DE CÁRCEL POR PRACTICAR LA FE BAHÁ’I

SUS POEMAS ESCRITOS EN PRISIÓN OBTUVIERON EL PREMIO PEN INTERNACIONAL EN 2017

 La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de marzo en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores internacionales. Así, TURIA da a conocer por primera vez en español la poesía de la escritora iraní Mahvash Sabet, que obtuvo en 2017 el premio Pen Internacional y que fue injustamente represaliada en su país con casi diez años de cárcel por profesar el bahaismo o fe bahá’i, una religión perseguida en Irán y que cuenta con unos siete millones de practicantes en todo el mundo. Durante esa etapa de estancia en prisión, Sabet escribió sus “Poemas enjaulados” como un testimonio de sus convicciones y reflexiones acerca de la condición humana.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

18 de febrero de 2020

           

Las oleadas migratorias han impactado el devenir histórico en el curso de los siglos, con carácter transcontinental o por movimientos de población en cada continente, como el efecto innovador que representó la penetración cultural germánica en la Europa oriental. En el curso del siglo XIX, la Irlanda de más de ocho millones de habitantes acabó –según el censo de 1961- con una población de tres millones. Este precedente no es excepcional sino un caso manifiesto de una inmigración de más del setenta por ciento en medio siglo. En este siglo XXI inicial, por el momento la inmigración ya ha alterado el mapa político de la Unión Europea y algo tiene que ver con la elección de Donald Trump. En Historia portátil del mundo (2016), Alexander Von Schönburg recuerda hasta qué punto las olas migratorias del primer milenio producen en Europa un notable mestizaje étnico en el que las cartas se barajan de nuevo: los bárbaros germanos se ponen toca y se adjudican títulos nobiliarios del antiguo Imperio Romano. Es así como surge la Europa moderna, consecuencia de la llegada de advenedizos y con el retroceso del Imperio Romano a favor de nuevos reinos y Estados, jóvenes y potentes. Actualmente, en la Europa comunitaria la obstinación en infravalorar los riesgos de una inmigración tan dilatada y creciente provino del buenismo de la socialdemocracia que, en sus zonas tangenciales con el progresismo irrealista,  tuvo acomplejado al centro derecha que a lo largo y ancho de Europea no quería ser acusado de xenofobia y racismo. La política de Estado cedió ante la política de las emociones en una Europa que envejece y desciende en natalidad. Tanto la elisión como la nostalgia de las lealtades nacionales, ¿habría avanzado al mismo ritmo sin el efecto migratorio de las últimas décadas? La relativización de las nociones de comunidad y arraigo proviene en parte de la cultura post-moderna, visiblemente hostil con la tan baqueteada identidad de las patrias y matrias, porque para el relativismo post-moderno toda identidad es sospechosa. Las élites desarraigadas y cosmopolitas han desestimado el valor de las lealtades a un paisaje, a los antepasados, a las costumbres o a vínculos que no se fundamentasen en la racionalidad ubicua, lo que deteriora -según las zonas de mayor intensidad inmigratoria- unos sistemas cohesivos ya de por si decrecientes. Es una constante histórica la necesidad periódica de un “juste milieu” en todas las expansiones o retracciones de la acción humana. En ese límite está Occidente, de una parte abierto al potencial que representa la inmigración y, por otras, desconcertado ante las consecuencias de una inmigración desordenada que genera zonas de saturación que fácilmente se configuran como guettos y provocan conflictos.


Del “gap” al pánico

Una pluralidad de pertenencias o identidades que no alcanzan a ser no ya compartidas sino complementarias distorsiona el sentido clásico de comunidad social y política. En realidad, según la demografía, el potencial cuantitativo de los impulsos migratorios aún tiene mucho trecho por delante. Difícilmente concebimos la dimensión que pueden llegar a tener las masas de inmigrantes que se agolpan en las lindes de Europa. Nuestra percepción puede ser tanto sobredimensionada como infravalorada y de ahí lo que algunos analistas consideran el “gap”  creciente entre las élites europeas y las clases con menor poder adquisitivo y menor movilidad social. Impactado en su línea de flotación, el orden post-guerra fría ensombreció con la amenaza del radicalismo islamista y, de modo si se quiere indirecto, por la gradual confusión de identidades en aquellas zonas en las que la saturación migratoria superaba el umbral de absorción. De ahí las tensiones actuales en Europa. Conviene precaverse de los dictámenes apocalípticos que facilitan nuevos despliegues de una demagogia que no aporta soluciones e incentivan los bajos instintos de las sociedades y provocan una polarización que a menudo no corresponde a la realidad sino a la una virtualidad amañada por el populismo. Eso es un riesgo para la democracia y para las libertades. La polarización tiene un “tempo” fulminante y en estos momentos su turborreactor es  la migración. Como dice Yuval Levin, estamos viviendo en una época de pánico político. Es deducible que Donald Trump tuvo muchos votos por su promesa de construir un muro para atajar la inmigración ilegal mejicana. Pero ahora, ya en la Casa Blanca sabe, si es que no  lo sabía, que esa era una promesa impracticable, aunque la verdad es que los Estados Unidos siguen afectados por el problema de cientos de miles de sin papeles.

 A principios de 2005, la crisis de los refugiados –también crisis de migración- sumaba factores complementarios: la guerra de Siria incrementó las peticiones de asilo; la mayoría de llegados eran musulmanes; los sistemas fronterizos de la Unión Europea se vieron desbordados a pesar de las previsiones. Como puerta de entrada, Italia y luego Grecia. Algunos países suspendieron temporalmente las normas fronterizas de Schengen. Las peticiones de asilo se multiplicaron por dos. Los inmigrantes querían llegar hasta Alemania o Suecia, preferentemente. Desde entonces, las estrategias de control fronterizo en el Mediterráneo tanto como la persecución de los traficantes –una industria altamente rentable- o la redistribución por cuotas, han paliado los efectos de 2005 pero con lentitud y sin suavizar el primer impacto que tuvo en Alemania. No siempre interactúan con fluidez las normas de Schengen, la Convención de 9151 y la muy posterior Convención de Dublin –de 1990 y de trazo exclusivamente europeo- como método para examen de las solicitudes de asilo. Esta Convención de Dublin ha sido criticada tanto por quienes la consideran insuficientemente protectora de los refugiados y lenta en su tramitación como por quienes –especialmente los países fronterizos, desbordados por las oleadas migratorias- la ven como excesivamente imprecisa e inoperante en su aplicación. De hecho, durante la crisis de 2015 con los refugiados sirios, países como Hungría o la República Checa decidieron su suspensión parcial. Luego vino el problema de las cuotas, todavía sin resolver.


Asilo y efecto llamada

Dada la carga emocional de las pateras a punto de fundirse, las escenas de Calais o de las ruinas bélicas de Siria,  la distinción entre inmigrante económico y solicitante de refugio ha pasado muy a segundo término, con una aceleración mediática que transcurre ajena a los esfuerzos de los países miembros de la Unión Europea en busca del “juste milieu”: es decir, inmigración sí, pero por vías legales y legítimo control de fronteras. Un rasgo definitorio de la crisis migratoria ha sido y es negarse a formular y asumir que el inmigrante económico y el extranjero con petición de asilo político no son la misma cosa. Es más: incluso a la hora de definir los parámetros de una política “ad hoc” para los refugiados los instrumentos no son los más adecuados, como se constata cada día al aplicar las normas de la Convención para los Refugiados aprobada por las Naciones Unidas en 1951. En aquel momento, se trataba de solventar en la medida de lo posible la situación europea de postguerra, con grandes masas desplazadas y sin identificación. La Convención, al definir la figura del refugiado no contempló, por supuesto, unas futuras migraciones del continente africano a Europa del sur, por ejemplo, ni la llegada de la emigración turca a Alemania, ni la saturación holandesa, el multiculturalismo británico o el debilitamiento de la identidad republicana en Francia. Si en las circunstancias de 1951 ya era difícil gestionar la Convención ¿cómo no iba a ser lo aún más cuando en los límites de la Unión Europea se hacinasen gentes en solicitud de un status de refugiado que era prácticamente imposible de certificar?  ¿Se puede hablar de la crisis de asilados como una disfunción elaborada? Lo más evidente es que no ha habido una revisión semántica del concepto de asilo, lo cual se sumaba a la incertidumbre ocasionada por la previa confusión entre inmigrantes económicos y refugiados políticos. En cualquier punto de llegada de inmigrantes en las fronteras europeas, dilucidar al recién llegado con derecho a asilo es una tarea de mucha complicación. La mayoría llegan sin documentación, -en algunos casos, con  documentación falsa- lo que se añade a la falta de intérpretes dada la dimensión del flujo súbito.

Tanto la posibilidad de acceder a los niveles de vida que la televisión da a conocer en todo el mundo como la necesidad de huir de Estados fallidos fue inicialmente acogida por políticas asistenciales humanitarias que luego, en la vida concreta, provocaron que amplios sectores de la población europea se sintieran amenazados en sus estilos de vida, en su seguridad, cohesión, oportunidades de trabajo y la incertidumbre de identidades nacionales que no han sido suplidas por sistemas de pertenencia que garanticen formas de vida en común. Aparece entonces el efecto de los vasos comunicantes, por el que el voto de la extrema izquierda acaba pasándose a la extrema derecha trucando la oportunidad de rigurosos debates sobre la inmigración y sus crisis.  Al margen del “dictum” de las élites tecnocráticas, franjas populosas de la sociedad europea comenzaron a tener miedo con la saturación migratoria y en países como Francia o Alemania está en curso un debate intelectual de altura sobre identidades y fronteras, mientras que en Estados-miembro como Hungría la reacción ha sido drástica. Es un debate intelectual cuyos manifiestos –sean razonados o panfletarios- han sido y sus “bestsellers” de larga duración especialmente dada la secuencia de atentados de Londres a Bruselas pasando por Barcelona o París. Algunas de las previsiones más sombrías parecen confirmarse. Sin el reconocimiento explícito de las consecuencias de la crisis de los refugiados y de las políticas migratorias laxas de cada vez se hará más difícil entender lo que pasa y eludir la ruptura entre las élites tecnocráticas y la gente de la calle. Es más, la puesta en cuestión de los procesos democráticos puede ser de cada vez más honda, algo más flagrante que la crisis de la política: el debilitamiento del sistema representativo.

Con lucidez periférica, Ivan Krastev, presidente del Centro para Estrategias Liberales de Sofía, en Después de Europa (2017) ha trazado una panorámica poco convencional de la Unión Europa actual. Es improbable que la inmigración –dice- provea a Europa con una solución para su debilidad demográfica porque para el inmigrante se trata de cambiar de país para tener un trabajo y prosperar, hasta el punto de que la democracia, en un sombrío cambio cualitativo, dejaría de ser un sistema inclusivo. Krastev supone que, desde el primer impacto de la recesión global de 2008, ni la crisis de la eurozona, el Brexit o Ucrania han sido tan determinantes como la inmigración, hasta el punto de convertirse intrínsecamente en la crisis paneuropea, por excelencia, en el corazón de la indeterminación existencial de Occidente. Otros intelectuales europeos rechazan la corrección política y advierten que el inmigracionismo –la ideología “sin papeles”, Europa como culpable de todos los males ajenos- está convirtiéndose en la última utopía buenista.

La reflexión occidental ha sido intelectualmente profunda pero los políticos o bien temer a verse acusados de xenofobia o se dedican a proponerla como solución. ¿Quiénes somos? ( 2004) del historiador Samuel Huntington habló abiertamente de desafíos a la identidad nacional estadounidense, a partir de la tesis de que, desde finales del siglo XX, el credo americano hasta entonces compartido se enfrentó al desafío de una nueva oleada de inmigrantes llegado desde Asia e Iberoamérica. En 2010, Thilo Sarrazin, miembro del Partido Social Demócrata alemán, publicó Alemania desaparece, afrontando polémicamente el espejismo de una inmigración integrada multiculturalmente.  El consenso buenista apartó a Sarrazin de los debates centrales pero, desafortunadamente, no pocas de sus advertencias han ido siendo corroboradas por la realidad, como puede comprobarse con la aparición del partido “Alternativa por Alemania”. En 2016, cuando Angela Merkel toma la arriesgada decisión de dar paso a los inmigrantes sirios que se habían ido aglomerando en la frontera húngara, Sarrazin advirtió que se daría una situación incontrolable y que la canciller -aunque alabada por el humanitarismo oficial- actuaba a contracorriente de todos los sondeos de la opinión alemana. Ilustraba el temor a la pérdida de identidad cultural al hecho de que –por ejemplo- un 25 por ciento de los bebés que nacen en Berlín son musulmanes.

La sangrienta barbarie de los atentados del Daesh y los jihadistas en Europa ha sido un nuevo elemento para que las poblaciones europeas sientan miedo y lo identifiquen específicamente con el Islam. A inicios de 2018, theglobalist.com presentaba un informe sobre el estado de la inmigración en los países de la Unión Europea. Según proyecciones demográficas, incluso con una disminución en el número de inmigrantes, el total de musulmanes irá en aumento en los próximos años. De modo complementario, el Pew Research Center daba tres escenarios posibles: si el influjo de los inmigrantes musulmanes persiste según el alto nivel que se dio entre los años 2010 y 2016, su presencia demográfica en 2050 irá del 4.9 al 14 por ciento en la conjunto de Europa –y en Alemania, del 6.1 al 20 por ciento. Incluso en caso de bajar el influjo, para  2050 la población musulmana alcanzará el 11.2 en la zona europea. Ese incremento aún en caso de mejor influyo va a ser consecuencia de la alta tasa del fertilidad de la mujer musulmana, en una Europa con tan bajas tasas de natalidad y un progresivo envejecimiento dadas las mayores expectativas de vida. Eso significaría un total de 36 millones de musulmanes en Europa. En otro escenario, de mantener el actual nivel de influjo, en Gran Bretaña, Alemania o Francia es previsible un promedio del 2O por ciento mientras que en Suecia pudiera ser de un tercio. Los efectos de tales influjos y permanencias en el Estado de bienestar, tanto como en la percepción de inseguridad y temor serían notables.

Tras los atentados del Daesh en Paris -2015- y Bruselas -2916- volvimos a hablar de Europa, año cero. Un año después, ocurrió el atentado en las Ramblas de Barcelona –insólitamente olvidado a causa la vorágine independentista-. El jihadismo, habiendo declarado una guerra global contra Occidente, no tendría un vínculo directo con los núcleos de inmigración musulmana en Occidente si no hubiese enrolado a inmigrantes de tercera generación, tanto para luchar en Siria, como para ejecutar masacres en grandes ciudades de Europa. La cuestión, simple, es que las sociedades abiertas no pueden defenderse como lo hicieron los sistemas totalitarios: en ese dilema moral, Occidente busca a tientas y a ciegas un “juste milieu” que algunos expertos dan por imposible. Los captados por las redes jihadistas en Europa en más de un 70 por ciento provienen de la clase media. A la espera de un Islam tolerante que no existe o teme expresarse, ¿qué otra actitud cabe que no tolerar la intolerancia?


La “Douce France” de Trenet

En 1992, Hans Magnus Enzensberger había publicado un breve ensayo, La gran migración, con argumentos premonitorios sobre los conflictos que desencadena cualquier migración: “Tanto el egoísmo de grupo como la xenofobia son constantes antropológicas previas a cualquier justificación, cuya difusión universal permite pensar que fueron anteriores a cualquier otra forma social conocida”. La consecuencia era que, a pesar de todo, los tabúes y los ritos de hospitalidad ideados para aligerar esos conflictos eran mecanismos que no suprimen el estatus de forastero sino que, al contrario, lo consolidan. En Francia, el debate intelectual sobre los efectos de la inmigración ha abierto en canal presunciones ideológicas que en el pasado se habían ido convirtiendo en el consenso políticamente correcto. Con los datos de una encuesta del Instituto Montaigne en 2016, un 20 por ciento de los musulmanes en Francia, con casi un 50 por ciento entre 15 y 25 años, han adoptado “un sistema de valores claramente opuesto al de la República”. Puede hablarse, salvo excepciones, de un Islam rupturista. En aquellos ayuntamientos en los que la presencia musulmana es más densa, los alcaldes –como Xavier Lemoine, alcalde de Montferneil- hablan de una tendencia a la organización de comunidades autárquicas y contrapuestas lo que daña significativamente –por ejemplo- el aprendizaje de la lengua francesa. Esa constatación parece contribuir a las tesis del riesgo multiculturalista del que ya habló Giovanni Sartori en La sociedad multiétnica (2001) al contraponerle los valores pluralistas de una sociedad abierta. Es un grave desafío para la tolerancia porque –decía Sartori- el pluralismo está obligado a respetar la multiplicidad cultural con la que se encuentra, pero no está obligado a fabricarla porque lo contrario entramos en procesos de desintegración y de guettos. En Francia los intelectuales más opuestos a la inmigración sostienen que la vida en los barrios periféricos y en zonas rurales transcurre empapada de un gran miedo: sentirse extranjero en su propio país. En Francia los innegables efectos de una inmigración ya concretó un efecto sociológico que ha traspasado los votos del partido comunistas al Frente Nacional. Eric Zemmour tuvo una gran éxito de ventas con El suicidio francés (2014) y una observadora de la integración, Malika Sorel-Sotter, de origen magrebí, habla de “descomposición francesa”. El dilema identitario es profundo y más aún después de los ataques jihadistas de los últimos tiempos.  ¿Qué ha pasado con la “douce France” que cantaba Jacques Trenet? Es como si de repente, buena parte de los intelectuales franceses hubiesen decidido que el añejo consenso buenista –por el que la izquierda podía acusar de racismo a un centro-derecha acomplejado- derivaba de falacias voluntaristas del todo alejadas del sentir de la “banlieu” cuya capacidad de absorción de inmigrantes había sido desbordada hacia tiempo, como ocurre en otros tantos países de Occidente. La  Francia republicana que consolidaba un zócalo de laicidad y cristiandad estaba siendo prejuzgada como xenófoba y excluyente.

Thilo Sarrazin detalla los tres criterios necesarios para actuar razonablemente cuando los inmigrantes piden entrada en un país de la Unión Europea. En primer lugar, sopesar las posibilidades del sistema de protección social. En segundo lugar, calcular que probabilidades tienen de encontrar un trabajo y desde este punto de vista las tasas de paro son muy determinantes. Y citaba el caso de Francia, con cerca de un 80 por ciento de parados de minoría étnica. Y luego, en tercer lugar, los inmigrantes se dirigen al país a donde previamente se han instalado sus familiares o conocidos. Es por tal razón que la ponderación eficaz –por ejemplo- de políticas de vivienda protegida o los ritmos del reagrupamiento familiar es fundamental para mantener los niveles de cohesión y de identidad. En el peor de los casos, una nueva crisis económica agravaría el recelo anti-inmigratorio de las clases medias bajas, con translación política súbita y de signo más que previsible según los últimos precedentes. Dada su falta de preparación profesional y en un contexto de paro o trabajo temporal, ¿cuántos inmigrantes tendrán la oportunidad de un trabajo? Esa es una gran incertidumbre que eleva el coste de las prestaciones del Estado de bienestar. Cada inmigrante incrementa ese coste, indefectiblemente, y mucho más si consideramos los índices de reagrupamiento familiar. Como todas las políticas que requiere de una concertación a la europea, tarda notablemente el proceso de diseñar para toda la Unión Europea una política común de asilo e inmigración. Avanza a un ritmo pausado  la organización de una policía europea fronteriza que complemente los esfuerzos de los países que lindan con zonas de entrada –sean terrestres o marítimas-.

La Unión Europea, con sus letargos y sus ventajas es la heredera de una Europa refundada después de la Segunda Guerra Mundial desde principios comunes como la paz entre naciones –modulación cualitativa de la paz de Westfalia de 1648 fundamentada en los soberanías nacionales-, la libre circulación del personas y bienes, el consenso del Estado de bienestar y el crecimiento económico, entre otros. Esos son los arquitrabes de la Unión Europea que la laxitud y descoordinación de las políticas migratorias están afectando, del mismo modo que ha trastocado los sistemas políticos nacionales. Para atajar los nuevos guettos, frente a la opción equilibrada, la ideología multiculturalista puede acabar siendo una nueva religión política que contribuiría –tan negativamente- a la versión culpabilizadora de Occidente, ya más allá de la relativización de sus valores. Es la paradoja de un Occidente próspero a pesar de la crisis, en paz a pesar de los conflictos regionales y libre en su estabilidad institucional pero al que el cuarteamiento multiculturalista convierte en elemento antagónico, al que hay que hostigar, con la desafección hermética o, en sus caso extremo, con el terror. Incluso las sociedades de mayor acogida pueden ser interpretadas como obstáculo para la multiculturalidad prospere, ajena a las normas y valores que son la energía y el legado de las sociedades abiertas. En Occidente, este factor está generando un exceso de autoflagelación.

Escrito en Lecturas Turia por Valentí Puig

18 de febrero de 2020

La ocasión que me brinda la revista Turia de escribir sobre César Vallejo, con el requerimiento de abordar la lectura que desde la actualidad podemos hacer de su obra, exige un esfuerzo de reflexión que permita plantear lo que en la actualidad Vallejo sigue transmitiendo a sus lectores. En este sentido, resulta fundamental recordar que ese mismo esfuerzo de actualización fue realizado por diversos poetas a lo largo del siglo XX, en textos a los que es interesante acudir para bosquejar una breve y selectiva historia ilustrativa de la significación de Vallejo en la posteridad. Me referiré a Mario Benedetti, que en 1967 escribió un artículo revelador sobre los dos grandes paradigmas poéticos de la literatura hispanoamericana del siglo XX, bajo el título “Vallejo y Neruda, dos modos de influir”; al poeta peruano Jorge Eduardo Eielson, autor del artículo “Actualidad de César Vallejo”, publicado en revista Debate, nº 69, en 1992; y, por último, a algunos fragmentos del poeta chileno Raúl Zurita, de su ensayo “Poesía y Nuevo Mundo”, compilado en el libro Sobre el amor, el sufrimiento y el nuevo milenio, del año 2000. Recoger algunas de las ideas principales vertidas en estos textos, así como realizar algunas calas en la obra de nuestro autor, me permitirá sugerir, desde la humildad de quien apostilla a estos grandes escritores en 2018, lo que significa “leer a César Vallejo, hoy”.

Comencemos por el texto de Benedetti. La segunda parte de su título, “dos modos de influir”, no debe interpretarse –como el texto revela después– únicamente en el sentido de influencia sobre los escritores posteriores, sino también sobre los lectores, entendiendo la influencia en este caso como la marca profunda que Vallejo introduce en su forma de leer, en su pensamiento y, finalmente, en su visión del mundo. Con la marca en la forma de leer me refiero a que Vallejo obliga a acostumbrarse a su “lenguaje seco a veces, irregular, entrañable y estallante, vital hasta el sufrimiento”, como acierta a definir Benedetti con palabras exactas. Precisamente una de las palabras de esta enumeración la escuché pronunciar a Raúl Zurita en conferencia sobre “poesía y holocausto” para referirse a nuestro poeta: “Vallejo hace estallar el lenguaje”, dijo al hablar del sufrimiento humano en la poesía universal y colocar a Vallejo en la cumbre de la poetización del dolor.

Esa cumbre tiene multitud de ejemplos en poemas paradigmáticos, como “España aparta de mí este cáliz”, que da título al poemario último de Vallejo, y que forma parte de sus poemas póstumos publicados en 1939 (Poemas humanos, 95 composicione, a las que se añaden las quince de España aparta de mí este cáliz). En este poema Vallejo exclamó, desde el dolor sentido ante la Guerra Civil española, el memorable verso: “¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto / hasta la letra en que nació la pena!”. En este sentido, repetiré con el gran poeta peruano Eduardo Chirinos, que “Vallejo expresó mejor que nadie lo que significa proponerse hacer hablar al dolor en vez de hablar del dolor”[1]. Vida y dolor se alían en Vallejo a partir del yo personal, pero desde ese yo virará en dirección hacia el dolor universal, tal y como sucede en el poema “Los nueve monstruos”, en el que la imposible inversión del cómputo del tiempo intensifica la celeridad del dolor que asola al mundo y que es obsesión de Vallejo a partir del primer viaje a la Unión Soviética en 1928:

 

Y, desgraciadamente,

el dolor crece en el mundo a cada rato,

crece a treinta minutos por segundo, paso a paso.

 

Regresando al estallido señalado por Benedetti y por Zurita, que Vallejo produce en el lenguaje al doblegarlo y violentarlo, el poeta “se ha constituido –escribe Benedetti– en motor y estímulo de los nombres más auténticamente creadores de la actual poesía hispanoamericana”. Es en esa autenticidad en la que Benedetti cifra la diferencia con Neruda en cuanto al modo de “influir”: si el chileno produce imitadores, el peruano crea poetas auténticos, en el sentido de poetas que encuentran su propia voz, “una voz propia, inconfundible”, que para el uruguayo “revela la marca vallejiana”.

Más adelante, habla Benedetti de las vías por las que llega “el legado vallejiano” a sus destinatarios, una de las principales la que atañe al uso el lenguaje: el poeta –escribe– “lucha denodadamente con el lenguaje, y muchas veces, cuando consigue al fin someter la indómita palabra, no puede evitar que aparezcan en esta las cicatrices del combate”. Vallejo “obliga a la palabra a ser”, precisamente a través del sentido más medular del acto creador que implica el hecho poético, la poiesis (la creación). La palabra “es” en el poema en tanto que se nos presenta no como “lujo” sino como “disputada necesidad” –añade Benedetti–, y porque el artista la crea como algo nuevo, capaz de contradecir el diccionario para transmitir los sentidos más personales de un yo desde el que horadar en lo humano universal. Son esas cicatrices del combate con la palabra que se producen en el lector las que al tiempo originan su fascinación, pues desde ellas surge el “espectáculo humano (y no solo como ejercicio puramente artístico)” creado por quien es el máximo exponente de la poesía peruana y una de las más altas cumbres de la poesía en español del siglo XX.

La palabra fascinación, que Benedetti utiliza para referirse al lector de Vallejo en 1967, se refuerza en su texto con el contrapunto de otra palabra que aparece negada: no le “encandila”, porque “cada poema es un campo de batalla, es preciso ir más allá, buscar el fondo humano, encontrar al hombre, y entonces sí, apoyar su actitud, participar en su emoción, asistirlo en su compromiso, sufrir con su sufrimiento”. Es por ello que el amor al ser humano, a sus “hermanos hombres”, se expresa en su obra en la poetización del vivir como un sobrevivir desesperanzado, vía que Vallejo utiliza en muchos de sus poemas para transmitir su amor definitivo hacia el ser humano. El tan conocido poema “Considerando en frío, imparcialmente…” resulta paradigmático. En él, el tono frío e impersonal del lenguaje judicial que recorre parte del poema en sus gerundios repetidos (considerando, explicando, comprendiendo) es estrategia textual que va a dar finalmente en una exposición de “considerandos” con la que, por contraste, Vallejo logra la comunicación más radical sobre su sentido de lo humano: “Considerando en frío, imparcialmente,/ que el hombre es triste, tose y, sin embargo,/ se complace en su pecho colorado;/ que lo único que hace es componerse/de días;/que es lóbrego mamífero y se peina…”. El estilo enumerativo llega a la estrofa en la que el gerundio “considerando” es sustituido por un “examinando” que deviene en la aniquilación del hombre: “Examinando, en fin, /sus encontradas piezas, su retrete,/su desesperación, al terminar su día atroz, /borrándolo…”. Finalmente, el último gerundio, el “comprendiendo”, dará voz rotunda y definitiva a la expresión del amor al prójimo, hasta la emoción más intensa: “Comprendiendo /que él sabe que le quiero, /que le odio con afecto y me es, en suma, / indiferente…/ Considerando sus documentos generales /y mirando con lentes aquel certificado /que prueba que nació muy pequeñito…/le hago una seña,/ viene, /y le doy un abrazo, emocionado. / ¡Qué más da! Emocionado… Emocionado…”.

Como vemos, efectivamente Vallejo fascina y penetra, pero no encandila, por los motivos expuestos por Benedetti y por el tratamiento de temas que son universales y que son atemporales. De modo que leer a Vallejo, hoy, implica asistir a la emoción más desgarrada por el sufrimiento del hombre, de la que emana el radical amor a la humanidad que el vate nos sigue transmitiendo. Concluyamos con Benedetti afirmando que Vallejo “luchó a brazo partido con la palabra pero extrajo de sí mismo una actitud de incanjeable calidad humana, está milagrosamente afirmado en nuestro presente, y no creo que haya crítica, o esnobismo, o mala conciencia, que sean capaces de desalojarlo”.

Quince años después, en 1992, cuando se cumplía el centenario del nacimiento de Vallejo, Eielson publicaba el citado artículo “Actualidad de César Vallejo”. Resulta revelador traer a colación algunas de sus ideas, en tanto que nos permiten avanzar sentidos de esa afirmación de presente realizada por Benedetti que nos va a conducir hasta 2018. Eielson incide en la idea cardinal de la poesía de Vallejo: “Hay en Vallejo, más que un padecimiento físico, personal, individual, un padecimiento anímico, universal. El poeta siente al hombre —a la especie humana— a través de su propio pueblo, a través de la desventura peruana, que hoy es también la desventura latinoamericana y, por extensión, el drama del sur del mundo”. La expresión de ese drama tendrá su expresión más álgida en los poemas póstumos (escritos en su madurez parisina, después de tantos años de lucha política y poetización existencial), en los que dicho sentimiento, como señala Eielson, iría “compensado por un pensamiento utópico, fraternal, comunitario, gracias al cual la humanidad entera alcanzaría su salvación. Un primer paso debería ser, en este sentido, la redención del pobre sobre la tierra”.

El poema “Telúrica y magnética” es sin duda un texto cardinal para la construcción de este canto que nutre la idea de Vallejo según la cual la poesía es en esencia una expresión de humanidad (“¡Oh campos humanos!”, comienza la tercera estrofa). Es decir, una naturaleza que también aparece humanizada, descrita desde un punto de vista geográfico, que nos lleva por cerros, surcos, papales, cebadales y otros campos de cultivo, climas, etc. Por ellos llegamos en este poema hasta un “campo intelectual de cordillera”, que abunda en el sentido de los citados “campos humanos”: “¡Mecánica sincera y peruanísima/ la del cerro colorado!/ ¡Suelo teórico y práctico!/[…]  ¡Cuaternarios maíces, de opuestos natalicios, / los oigo por los pies cómo se alejan, / los huelo retomar cuando la tierra/ tropieza con la técnica del cielo! /¡Molécula exabrupto! ¡Átomo terso!/ ¡Oh campos humanos!/ ¡Solar y nutricia ausencia de la mar,/ y sentimiento oceánico de todo!/ ¡Oh climas encontrados dentro del oro, listos!”. Partiendo de esta humanización, nos encontramos ante la idea del canto a la humanidad, y al prójimo, que preside los Poemas humanos, pues no se trata solo de la “sierra de mi Perú”, sino del “Perú del mundo” y “Perú al pie del orbe” al que declara: “Yo me adhiero”. Es decir, un Perú universalizado con el que se identifica.

Regresando al planteamiento de Eielson, su argumentación deriva hacia esa “actualidad” propuesta en el propio título de su artículo: “Vallejo no ha podido ver con sus propios ojos el fin de la utopía comunista, pero ha sabido diagnosticar la dramática deshumanización de la sociedad actual, que amenaza hasta su propia integridad física”. Sin embargo, “es pues con el fin de la utopía que su voz se dilata más allá de todo límite social, político, temporal, histórico. Y esto porque su poesía no fue nunca deliberadamente política, en la medida en que no son políticos el padecimiento ni la felicidad humanas”. Eielson cifra esa dilatación de la voz vallejiana por encima de los acontecimientos históricos en su potencial para interpretar el mundo actual, sus perpetuas injusticias y desigualdades, reforzadas por las nuevas formas de opulencia y exhibición de la misma, en suma, por el afianzamiento del materialismo más radical sobre la miseria y el dolor humano: “¿Qué escribiría Vallejo, por ejemplo, de la abyecta, sórdida, violenta realidad de las grandes metrópolis contemporáneas? ¿Qué diría de tanta opulencia material exhibida por una parte, cuando las otras dos terceras partes de nuestro mundo se debaten en la miseria? ¿En dónde encontraría al «hombre nuevo» por él anunciado, sino entre los pobres del llamado Tercer Mundo?”.

Por último, quiero también rescatar del artículo de Eielson lo que denomina el “pathos vallejiano”, que pone en relación con los estoicos y los místicos castellanos (“Quevedo y Unamuno, hasta los grandes rusos de fin de siglo”), y también con ese uso del lenguaje que, una vez traspasada la etapa modernista de Los Heraldos Negros (1918), se construye sobre la invención “para mejor expresar tan dolorosa sustancia poética” en el periodo en que se interna en los caminos inaugurales de la vanguardia de Trilce (1922). Es allí donde la renovación del lenguaje comienza el derrotero apuntado, desde el hermetismo hasta el despojamiento de la palabra que será en Poemas humanos tan seca como intensa, tan nueva como clarividente: “Un lenguaje visual desnudo, escueto, corrosivo, sin ninguna concesión a las dulzuras terrenales, pero con una capacidad de síntesis que no excluye el más crudo realismo ni la más honda ternura”. Por fin, como lo hiciera Benedetti, concluye Eielson sobre la actualidad de Vallejo:

Una palabra, la suya, que nos llega desde su milenario pasado, atraviesa la lengua española, la desbarata y la renueva, y continúa dilatándose hasta ocupar el espacio planetario de nuestra época, unidos como estamos hoy —no por la solidaridad cantada en sus poemas— sino, más prosaicamente, por los mass-media imperantes. Justo a cien años de su venida al mundo, en esta fecha que coincide con el descubrimiento, la invasión, el encuentro, o como se quiera llamar a la llegada de Colón a tierras americanas, ojalá que su voz resuene más fuerte y sea de auspicio para una mayor generosidad y una vida más digna para todos.

De 1992 pasamos a las puertas del siglo XXI, para recoger lo escrito por Raúl Zurita sobre Vallejo en su ensayo “Poesía y Nuevo Mundo” (2000), en el que realiza un recorrido por los grandes nombres de la historia de la literatura hispanoamericana desde 1492. Vallejo tendrá un protagonismo indiscutible en esa historia, precisamente desde una perspectiva que afianza su actualidad:

La Historia general –se refiere a la del Inca Garcilaso de la Vega– termina con el relato de la ejecución del último descendiente del trono Inca en la ciudad del Cuzco. Esa muerte reúne en sí todas las muertes […]. Pero esas exequias serán sobre todo una condición futura y la ejecución relatada por Garcilaso significará también, trescientos años más tarde, el sacrificio de los poemas de César Vallejo.

Como vemos, Zurita lanza un vínculo iluminador desde el relato realizado por el Inca sobre el ajusticiamiento de Túpac Amaru I en 1572, hasta los poemas de Vallejo, en los que el dolor del Perú que se encuentra en la historia del Inca se actualiza y, finalmente, se universaliza.

Como hemos podido advertir en los poemas mencionados, si de actualidad de Vallejo hablamos, los Poemas humanos permiten la reafirmación de su anclaje en el presente en tanto que muestran lo que bien podemos denominar una amplia geografía del amor, como sentimiento cósmico que, en sus diferentes manifestaciones, puebla, vivifica, desgarra, entrelaza, compacta sus versos: desde el amor carnal y espiritual, al amor a la naturaleza; desde el amor al ser humano en general, a la expresión máxima y global del amor a la vida. Pero el sentimiento del amor siempre estuvo vinculado con el dolor, no solo como tema sino como raíz más profunda de toda su obra. Los sentidos que se derivaron de ello, y los modos en que se transmiten, poseen la dimensión de lo sempiterno que se cifra, asimismo, en la modernidad de un decir poético único.

 Y si hablamos de lo sempiterno, resulta fundamental comentar en este punto el tratamiento del amor a la mujer y el erotismo, por ejemplo en el poema “Dulzura por dulzura corazona”, en el que el erotismo más carnal de Los heraldos negros y de Trilce se transforma en el sentimiento del amor que apunta al sentido cósmico: “¡Dulzura por dulzura corazona!/ ¡Dulzura a gajos, eras de vista,/ esos abiertos días, cuando monté por árboles caídos!/ Así por tu paloma palomita,/por tu oración pasiva,/ andando entre tu sombra y el gran tezón corpóreo de tu sombra./ Debajo de ti y yo,/ tú y yo, sinceramente,/ tu candado ahogándose de llaves”. Versos con los que el poeta expresa la doble dimensión del ser, material y espiritual, esta última invisible y escondida “debajo” de la primera, acompañada de ese adverbio, “sinceramente”, que le aporta toda la carga semántica de la autenticidad, y cuyo sentido se remacha en el verso “tu candado ahogándose de llaves”, con el que expresa la carga erótica nunca eludida. De este pensamiento surge la imagen que sitúa, en un mismo nivel, lo material y lo espiritual –sexo y amor– identificados metafóricamente en la paloma y su vuelo: “Mucho pienso en todo esto conmovido, perduroso/ y pongo tu paloma a la altura de tu vuelo/ y, cojeando de dicha, a veces,/ repósome a la sombra de ese árbol arrastrado”. La fusión en el espacio poético de ambos extremos genera la exultación máxima, expresada en esa imagen superlativa, “cojeando de dicha”, con la que Vallejo materializa el peso de la felicidad hasta la cojera metafórica.

Por supuesto, en esta geografía del amor, el prodigado a la vida tendrá un protagonismo esencial. Unos versos del poema titulado “Los anillos fatigados”, perteneciente al primer poemario, Los Heraldos negros, nos dan la entrada perfecta: “Hay ganas de volver, de amar, de no ausentarse,/ y hay ganas de morir, combatido por dos/ aguas encontradas que jamás han de istmarse”. La imposibilidad de conciliar el deseo de vivir (a través del amor) y el de morir, se expresan en la imagen de “las aguas que jamás han de istmarse”, que concentra la imposibilidad más absoluta en tanto que esta es doble, pues la imposible fusión de las aguas se potencia con la utilización del motivo geográfico del istmo cuya esencia es terrestre.

Un poema en prosa titulado “Hallazgo de la vida” es también muy significativo para adentrarnos en esta idea, pues se trata de un canto a la vida que se presenta como un hallazgo absoluto e inédito: “¡Señores! Hoy es la primera vez que me doy cuenta de la presencia de la vida. ¡Señores! Ruego a ustedes dejarme libre un momento, para saborear esta emoción formidable, espontánea y reciente de la vida, que hoy, por la primera vez, me extasía y me hace dichoso hasta las lágrimas. Mi gozo viene de lo inédito de mi emoción. Mi exultación viene de que antes no sentí la presencia de la vida”. Y concluye categórico con la reaparición de la muerte que vivifica la vida: “Nunca, sino ahora, supe que existía una puerta, otra puerta y el canto cordial de las distancias. ¡Dejadme! La vida me ha dado ahora en toda mi muerte”.

Por este camino poético de vida, amor, muerte y dolor, como temas universales del poeta, llegamos hasta este 2018 en el que bien podemos reafirmar, con Benedetti, que Vallejo sigue “afirmado en nuestro presente”. A lo que cabe agregar el requerimiento de Eielson para que “su voz resuene más fuerte”, en aras de una mayor generosidad entre los pueblos y de la necesidad reivindicativa de la dignidad humana, presente asimismo en la reflexión de Zurita. Concluyamos, con todo, que Vallejo sintetizó su conmovido amor a la vida y a la humanidad con una llamada a la solidaridad y al diálogo entre los hombres, desde una poesía esperanzada ante el ser humano al que dedicó todo su esfuerzo de poeta comprometido en el sentido más profundo del término. Este le llevaría a convertirse en una de las voces más intensas, originales y definitivas de la poesía escrita en español en el siglo XX. Por ello, leer a Vallejo, hoy, sigue significando una puerta de acceso irrepetible al “sentimiento oceánico de todo”, a veces “cojeando de dicha”, las más, sintiendo en sus versos el dolor que sigue creciendo “en el mundo a cada rato”, que “crece a treinta minutos por segundo, paso a paso”, humanamente eterno.



[1]
                        [1] Entrevista a Eduardo Chirinos, por Jorge Eslava, “Vallejo, el poeta que nos eriza”. En file:///C:/Users/USUARIO/Downloads/1381-4896-1-PB%20(1).pdf.


 

Escrito en Lecturas Turia por Eva Valero

 

 Llega el tercer libro de memorias de Luis Antonio de Villena (editado de forma magistral por Pre-Textos), donde Luis Antonio va trenzando recuerdos, personajes que han pasado por su vida, en ese afán del amanuense que va escribiendo con letra esmerada ese renglón de su vida, por si acaso puede alcanzar notoriedad. Aunque todo acabe en el polvo y en nada, en el afán del escritor madrileño no hay ajuste de cuentas sino el deseo de revivir, rememorar, echar un vistazo al antiguo paisaje del pasado, con sus  personajes olvidados e inolvidables.

    En el capítulo “Trazos sobre el fin de la Edad Feliz”, Luis Antonio nos habla de una etapa de dicha donde escribía en El Mundo, colaboraba en la Ser, publicaba en Visor, con el estimado Chus, que tantos hemos conocido. Tenía entonces incluso a esa madre que le cuidaba y le protegía, en los desmanes del chico irresponsable que siempre fue Luis Antonio su madre siempre fue la cordura y la razón. Hay un anhelo de ese tiempo en el libro, ya que todo ha ido degradándose definitivamente, tanto culturalmente como socialmente. El melancólico que ha sido el escritor madrileño recuerda su pasado, sus momentos de gloria, sus citas con chicos en bares, sus encuentros con grandes escritores.

   Todo un mundo cabe en esta obra. Como dice Luis Antonio, son los tiempos actuales: “Tiempo de bárbaros, tiempo de terrible miseria, sin estudios nobles, sin humanidades, sin educación” (p. 57). La idea que prevalece es que la generación de Luis Antonio fue el último bastión de humanismo, antes de la barbarie actual.

  El libro habla de grandes amigos como Paco Brines, siempre tan querido, Pepe Hierro y tantos otros, en el camino nos habla de Gala, de esa relación que nunca llegó a la intimidad, de esa lengua viperina del escritor cordobés. Pero también de Ricardo Defarges, de Guillermo Carnero, en esa relación de encuentros y desencuentros con él. También respiran en las páginas escritores más jóvenes como Luis Muñoz, José Luis Rey y tantos otros.

   Hay un deseo de rememorar, de recordar aquello que nos hizo felices, aquellos momentos eróticos con jóvenes que ya han pasado por su vida, algunos amantes de la literatura, otros efebos conocidos en los bares, como si fuera Cavafis entregado al roce de los cuerpos, el libro emana esa sensación de fugacidad, todo ha ocurrido y ahora ya no queda nada. En ese afán de convertir la vida en un efímero pasar, Luis Antonio novela su pasado, cuenta anécdotas, habla de amigos y de enemigos, pero al final, queda solo el resplandor ido, la sombra de una luz antigua que ya se extinguió.

    Hay un capítulo “Mis libros” dedicado a su obra, porque al salir sus segundas memorias le reprocharon que solo hablaba de amigos y de momentos amorosos, ¿es acaso la obra otro momento de amor? Quizá si, en este apartado Luis Antonio habla de la poesía y de la prosa, que siempre le han perseguido en la vida. Se detiene al final en Mamá, porque en este libro exorciza ese dolor materno-filial que le ha ido llevando por muchos derroteros, como una señal imperecedera que permanece en él para siempre.

  Cuando leemos este tercer tomo, nos preguntamos, ¿Ha sido feliz el poeta? La pregunta vuela en las páginas, los momentos de dicha, donde el sexo cobra altura, se combinan  con la melancolía del tiempo ido. Creo que con este libro, Luis Antonio cierra una etapa y en sus textos nos vemos a nosotros mismos viviendo, entre luces y sombras de la vida.

   

Luis Antonio de Villena, Las caídas de Alejandría, Valencia, Pre-Textos, 2019.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro G. Cueto

 

            En un brillante ejercicio de estilo, algo grandilocuente en ocasiones, Manuel Ruiz Zamora aborda, en su colección de fragmentos filosóficos titulada Notas a pie de página, un objetivo imposible de lograr: argumentar en el resbaladizo terreno de la posmodernidad. De ahí que su intento recurra a una estrategia, no especialmente novedosa, pero que él ejecuta con gran maestría: intentar que, como en el sofisticado arte marcial japonés moderno Aikido, la, en este caso, escasa fuerza del atacante sea utilizada por el defensor para neutralizarlo, sin renunciar a la posibilidad de que los papeles se intercambien; aunque, dada la debilidad del monto total de energía en cuestión, el golpe argumentativo está muy lejos de ser definitivo; más bien, se tiene la paz como horizonte. De ahí que la fortaleza de Ruiz Zamora sea más bien la belleza del estilo con que intenta revolverse contra la posmodernidad desde el interior de ella misma.

            El lector aprovechará la iluminación que encierra cada fragmento, más efectiva si comparte la fuente aludida en cada uno, menos efectiva en caso de que la alusión le quede algo más lejana; pero notará siempre que lo que el autor le ofrece es un delicado destilado de sus omnívoras lecturas; nada de regurgitaciones de casi citas sin comillas, que suele ser recurso común, sino auténtica quintaesencia de la fuente leída o de la problemática abordada. Y como la impresión que da el libro es efectivamente la de una colección de las habituales notas que van surgiendo en la mente de todo lector en su brega diaria con los textos, queden estas escritas o meramente apuntadas, es acertada su inclusión en la colección Levante, que la editorial reserva, oportunamente, a Diarios.

            Los fragmentos —no exactamente aforismos, como se aclara en el Prólogo— carecen de orden aparente, por lo que pueden ser leídos en cualquier sentido, aunque, como la poesía, es recomendable que se lean durante cortos periodos de tiempo. Salvo algunos fragmentos que forman una corta serie con un hilo determinado, cada uno aborda un punto esencial transportable a otro punto esencial de cualquier otra página. Ni hay guía, ni se echa en falta. La guía es el lector, y los ecos que en él produzcan estas condensadas reflexiones filosóficas, situadas voluntariamente al margen, pero porque el centro de la vida filosófica se ha alejado de su centro, valga decir.

            De modo que se adivina fácilmente que el texto al que corresponden estas Notas a pie de página es el de la posmodernidad. En concreto, son dos las grandes cuestiones que dominan: el arte y la política. De su íntima relación, algo diluida en el romanticismo, ya sabemos desde la República platónica, pero aquí aparecen en toda la riqueza de sus distintos, e interrelacionados, aspectos. No en vano Ruiz Zamora ha dedicado ya un libro al Post-arte, Escritos sobre post-arte, y muestra que las cuestiones políticas le han debido de ser consustanciales desde siempre. Cabe imaginar que su formación ha sido a base de clásicos, digamos pensamiento fuerte, —los griegos por puesto, junto a Hegel, Marx, Nietzsche, Ortega—, y que, enfrentado a los libros de moda que encontraba en las librerías, su lectura se le ha ido diluyendo en la boca como si fueran gusanitos, sin dejar tras de sí más que un leve aroma a no se sabe exactamente qué.

            Lo que cabría señalar es la inoportunidad, que llega al hartazgo, del afijo antepuesto pos o post. Porque, en realidad, supone una línea temporal única en los movimientos culturales que es inexistente, por más que sea muy cómoda para ser dibujada en una pizarra metafórico-pedagógica. La realidad se parece más bien a la de un pentagrama, donde distintos movimientos culturales van en paralelo disputándose el primer lugar en la atención de la mayoría; pero, cuando alguna línea domina, no anula las demás; estas quedan a la espera de que llegue su hora. En particular, respecto a la posmodernidad, sus argumentos pueden fácilmente retrotraerse al origen mismo de la modernidad; de modo que a lo que se asistió en las décadas finales del siglo pasado no fue a la superación de la modernidad, en el contexto de la expansión del llamado Estado del Bienestar, sino a la hegemonía de ciertas ideas que fueron gestadas varias décadas atrás. Del mismo modo, lo posmoderno está ya mostrando claros síntomas de que pasa a tercer plano y que otras ideas, más adecuadas seguramente a los fuertes retos actuales, recuperan el primer plano.

            Porque, en cultura, nada se supera, nada caduca. ¿Qué era el dadaísmo, arte o posarte? Josep Maria Pou encarnando a Ahab en Moby Dick es arte, pace animalismo. ¿Qué eran las distintas tesis esgrimidas por las naciones potentes en torno a la Gran Guerra, verdad o posverdad? Recuérdese la sorpresa con que Ortega y Gasset leyó el libro de su admirado Max Scheler Der Genius des Kriegs und der Deutsche Krieg (1915) —admirado por ser Scheler y por ser alemán—, pero que provocó su enojo al ver cómo su formalismo de los valores se rellenaba de un material nacionalista bastante burdo, e impropio de un filósofo serio. Un gobierno de ciudadanos iguales y libres es política, pace populismos.

            Para volver a nuestro autor, conviene recoger algunos de sus dichos. Por ejemplo: «al renunciar a la metafísica, el arte renuncia, sin saberlo, igualmente a sí mismo, o dicho de otra forma: se suicida por amor a la realidad. ¿Para qué queremos ver una olla en un museo, si, con un sencillo proceso de reeducación de nuestras disponibilidades estéticas, podemos verla cada día en nuestra cocina» (p. 59). O, en otra de sus perlas: «la instrumentalización interesada e inteligente de la idea de Bien engendra a menudo más monstruos que el sueño de la razón, porque aquellos que son capaces de patrimonializarla, es decir, de arrogarse la representatividad de la misma, habrán logrado una cuota de poder que tan solo se sustenta en el propio principio que pide ese anhelo y que es, por tanto, independiente de cualquier necesidad específica de verdad» (p. 274). Aunque no siempre son tiradas largas sus frases: «Hemos dejado de creer en Dios, pero creemos en Steve Jobs» (p. 279). Ni todo son aparentes certezas: «¿cómo rebelarse contra aquello que nos enseñó alguien a quien amábamos y admirábamos sin medida? ¿Cómo admitir, sin un sentimiento de traición, que aquello que ese alguien nos enseñó no era, finalmente, sino una patraña sin más fundamento que la fe que nos despertaba alguien que nos parecía admirable? ¿Cómo aceptar, por el contrario, el sentido común de aquello que nos fue transmitido a través de la crueldad o la sordidez? ¿Cómo lograr, si no una reconciliación intelectual, sí al menos una cierta comprensión de aquello otro que nos fue transmitido a través de esa crueldad y sordidez?» (p. 148)

            Quizá los otros dos libros ya publicados por Ruiz Zamora den la pista del autor que le sirve actualmente de apoyo, tras tanto resbalar. Me refiero a su edición de textos del pensador hispano-norteamericano Jorge/George Santayana George Santayana. Ejercicios de autobiografía intelectual y a la colecciones de ensayos propios titulada El poeta filósofo y otros ensayos sobre George Santayana. Porque, efectivamente, se percibe un aroma santayaniano en gran parte del argumentario que Ruiz Zamora opone sutilmente a las modas filosóficas. Dado que estas hunden sus raíces en el idealismo y en Heidegger, nuestro autor le opone un materialismo razonable à la Santayana, con visos de sistema que, sin incoherencias, ancle las grandes cuestiones filosóficas sobre el ser, la razón, la verdad, lo espiritual, la vida, la belleza. Y no está solo en el empeño de recuperar, ya como clásico, el pensamiento de Santayana. Otro libro reciente, Democracia, Islam, Nacionalismo, del prolífico Ignacio Gómez de Liaño, incluye dos capítulos sobre Santayana como ayuda para entender las religiones políticas que azotaron, y azotan, los derechos democráticos de los individuos: uno dedicado a la novela El último puritano —novela que, dicho sea de paso, está pidiendo a gritos desde hace años una reedición—, donde Santayana reconstruye las debilidades del puritanismo, y otro dedicado a su concepción estética del catolicismo.

            Como colofón, citaré una de las cuarenta y tres notas al pie que incluyen estas doscientas diez Notas —sí, no hay error: la notas llevan sus propias notas—: «Existe una insistente apología del libro como fuente de tolerancia, pero se elude identificar su frecuente presencia en la fenomenología del fanatismo» (p. 78). ¿Qué lector resiste la tentación de añadir una nota a esta nota sobre su nota?

 

 

 

 

Manuel Ruiz Zamora, Notas a pie de página [Fragmentos filosóficos], La Isla de Siltolá, Colección Levante, Sevilla, 2018.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Daniel Moreno Moreno

Artículos 446 a 450 de 1334 en total

|

por página
Configurar sentido descendente