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El escritor y catedrático emérito de la Universidad de Zaragoza, Agustín Sánchez Vidal, y el escritor y estudioso de la cultura aragonesa José Luis Melero, serán los encargados de dar a conocer en Zaragoza el nuevo libro de Raúl Carlos Maícas. Editado por Fórcola bajo el título “La nieve sobre el agua”, se trata de un volumen de diarios que el escritor y periodista turolense fue elaborando durante los años 2002 a 2005, aunque por su contenido los textos podrían ser de ayer mismo. 

 

La presentación en Zaragoza tendrá lugar mañana día 16 de abril, a las 19,30 horas y en el IAACC Pablo Serrano. Está previsto que también participen el autor y el director de Fórcola Ediciones, Javier Jiménez.

 

“La nieve sobre el agua” es la tercera entrega de una serie de diarios que comenzaron a editarse en 1998 y que, fragmentariamente, han venido publicándose en las páginas de la revista cultural TURIA, que el autor fundó y continúa dirigiendo. Para Raúl Carlos Maícas, ambas tareas conforman un proyecto de vida y testimonian “ese compromiso con la creatividad y con la acción cultural que vengo practicando desde hace décadas”.

 

El título del libro rinde homenaje al escritor francés Jules Renard, uno de los más célebres diaristas de todos los tiempos. No por casualidad, en la cita de Renard que abre el volumen se nos dirá: “La nieve sobre el agua, el silencio sobre el silencio”.

 

UNA MIRADA CRÍTICA SOBRE LA REALIDAD

Estos diarios de “La nieve sobre el agua” aportan una mirada crítica sobre la realidad. No en vano, su autor se muestra totalmente de acuerdo con las tesis de Octavio Paz, uno de los protagonistas del libro, que aseguraba: “la salud moral y política de una sociedad se mide, en primer término, por la capacidad crítica de sus escritores y por la posibilidad de hacerla pública”.

 

Por eso, en estas páginas Raúl Carlos Maícas se permite la aventura permanente de la provocación. Y es que escribir un diario, se nos dirá, “es ir contando, negro sobre blanco, las peripecias y los desafíos que nos producen nuestras pesquisas interiores, nuestro inventario de sentimientos, sueños, certezas y desvaríos”.

 

Los  temas  tratados  en  “La  nieve  sobre  el  agua”  son muy diversos, tan eternos como actuales,  aunque  siempre tamizados por el ejercicio de la literatura. Así, por ejemplo, se nos narra algún episodio surrealista como el que cuenta una conversación turolense sobre Borges bajo la nieve.

 

En estos diarios se escribe también sobre “Teruel existe” o sobre el fingimiento. Sobre la melancolía y los eslóganes. Sobre la arquitectura epidérmica y las tertulias radiofónicas. Sobre España y los solitarios. O sobre la pintura de André Derain y Carlos Pazos. El abanico  temático resulta, por tanto, amplísimo y permite acceder al libro por cualquiera de sus páginas y dejarse seducir o contrariar por sus propuestas y análisis, por sus historias y divagaciones. Sin duda, el propósito de estos diarios es no dejar a ningún lector indiferente.

 

Por otra parte, y más allá de unos pocos personajes que aparecen con iniciales o bajo una enigmática X., la lista de nombres propios es muy amplia: desde Roy Lichtenstein a Manuel Pertegaz, de Salvador de Madariaga a Juan Manuel Bonet, de Fernando Savater a Federico Jiménez Losantos, de Audrey Hepburn a José Antonio Labordeta, de Octavio Paz a Salvador Victoria.

 

Aunque todavía minoritarios en el panorama editorial español, los diarios atraen cada vez a más lectores, que encuentran en ellos la experiencia de sus semejantes, es decir un reflejo de la suya propia. En opinión de Raúl Carlos Maícas, “llevar un diario es ideal para esta época de vértigo vital que padecemos a todos los niveles”.

 

Además, para algunos de sus cultivadores constituyen una innovadora y magnífica fórmula narrativa, una suerte de periodismo cultural sin ataduras, una bocanada de aire fresco frente a los síntomas de agotamiento y la reiteración que brindan otros géneros, como la novela.

 

La portada de “La nieve sobre el agua” reproduce una obra del pintor Damián Flores, fechada en 2015 y titulada “El rompeolas”.

 

Raúl Carlos Maícas (Teruel, 1962), es escritor y periodista. Fundó y dirige, desde hace más de tres décadas, la revista cultural Turia, denominada por la crítica como la Revista de Occidente aragonesa. En 2002 fue galardonada con el Premio Nacional al Fomento de la Lectura, otorgado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España. Cursó estudios de Filología y hasta fechas recientes se ha dedicado a la comunicación institucional. También ha colaborado en la revista Letras Libres o en publicaciones aragonesas como Heraldo de AragónDiario de Teruel, Andalán y El Día. Lleva escritos varios volúmenes de diarios, de los que hasta ahora ha publicado Días sin huella (1998) y La marea del tiempo (2007)

 

Fragmento de La nieve sobre el agua

HORAS FELICES EN ALBARRACÍN. [...].Quizá lo que más continúa hechizándome de Albarracín es cómo ha sabido preservar su autenticidad, su condición de ínsula extraña, atemporal. Cómo ha salvado su rico patrimonio urbano, fiel testigo de su condición medieval y musulmana, de esa tan voraz como brutal rapiña especulativa que ha dinamitado tantos lugares hermosos, amurallados o no, de España. Este victorioso desenlace, que tiene mucho de batalla perpetua contra la intolerancia de lo privado frente a lo público, nos confirma cómo puede aunarse de forma satisfactoria la existencia cotidiana del interés individual con la fuerza carismática de la defensa del bien común.

 

Quizá, como nos recordara ese diplomático maduro de culturas que siempre fue José María de Areilza, toda ciudad amurallada que sobrevive practicando la concordia entre los de dentro y los de fuera bien merece una glosa conmemorativa, un apólogo actualizado que nos hable con admiración de su irrevocable demostración de civismo.

 

Albarracín es una silueta siempre descoyuntada, que participa de la tradición y de la vanguardia. Una abigarrada amalgama de antiguas construcciones populares que, como la célebre casa de la Julianeta, desafían las leyes de la gravedad y parecen querer ser descritas como modernos edificios expresionistas. Malabarismo imposible de volúmenes prodigiosos que, ya en 1933, llevó a aquel raro, ingenioso y estimable escritor que fue nuestro Antonio Cano a proclamar con aliento y tal vez un poco de humor su inequívoca imagen como urbe paradigma de la modernidad: «Albarracín —anotaba en un folleto de la época— valdría para competir con las vertiginosas alturas neoyorkinas, con el mérito de ser mucho más audaces por lo viejas y torpes». Otros viajeros más líricos y contemporáneos, como el conocido andarín televisivo y veterano cantautor José Antonio Labordeta, elogian la infinita capacidad de sorpresa que brinda este peñascal urbanizado como obra de arte: «Cada vez que he ido a visitar esta maravilla, me ha dejado sorprendido. Un cambio de luz, unas nubes blancas o negras, un aire helador de la sierra, o el calor crucificante de los mediodías, me han hecho ver una realidad distinta, sabiendo, de antemano, que esta villa está como está».

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Redacción

15 de abril de 2019

¿Qué sería del tiempo sin nosotros?

¿Para qué serviría esa impostura?

 

Pero el tiempo es un tren rápido y lento,

un tren que necesita nuestra sangre

para arrancar hacia quién sabe dónde.

Sin nosotros la máquina no anda,

sin nuestra sangre el monstruo no se mueve.

 

Hay días, sin embargo, en que la sangre

se espesa demasiado o se calienta

y resulta inservible, no funciona,

atora el mecanismo de las horas

y se escucha el chirrido de los frenos.

 

Dura apenas un mísero segundo,

lo que se tarda en respirar profundamente,

lo que dura un ligero parpadeo,

lo que abarca el espacio de un latido:

de pronto, hacia el abismo, el tren arranca.

 

Y vamos, como en la vieja cinta de los Marx,

echándole más sangre a la caldera,

echándole y echándole la sangre,

la pobrecita sangre que se queja:

el tiempo quema mucho, el tiempo abrasa:

que llueva, por favor, que llueva.

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisca Aguirre

8 de abril de 2019

Leí por primera vez Largo noviembre de Madrid a comienzos de los años ochenta, pocos meses después de que se editase. Yo era un aspirante a escritor, había pergeñado tres o cuatro relatos, había publicado un par de ellos. Y me encontré con aquel libro de Juan Eduardo Zúñiga. Recuerdo la turbación primera con la que leí las primeras líneas, el primer relato, y cómo me rehice para volver a él y adentrarme definitivamente en el libro. La sensación perturbadora no me abandonó hasta que concluí Las lealtades, el último cuento, y la última frase “el dedo índice apretó a fondo el minúsculo gatillo del arma”. Alguien había disparado también sobre mí. No fue una lectura cómoda. Como cuando uno o dos años antes había leído a Juan Carlos Onetti por primera vez y poco antes, o poco después, El llano en llamas. Algo inquietante ocurría en aquellas páginas que me hacía avanzar por ellas con una gran concentración y un estado de vigilia exacerbado. Me recuerdo leyendo aquellas frases interminables, subordinada tras subordinada arrastrándome como una ola en un remolino envolvente, casi asfixiándome pero deseando que llegara un nuevo golpe, un nuevo impulso de lenguaje que me llevase a un nuevo recodo de ese territorio desconocido.

Había comprado el libro después de hojearlo someramente, esperando tal vez encontrar un complemento a otros trabajos literarios o históricos sobre la Guerra Civil a los que en aquella época me había aficionado. También, el Madrid y el noviembre del título me llevaban a un terreno personal, a la memoria interpuesta de mi padre, que en noviembre del 36 había llegado a Madrid enrolado voluntariamente como carabinero de la República y no abandonaría la capital de la gloria hasta treinta meses después. De lo leído previamente a Hugh Thomas, a Manuel Azaña o a Tuñón de Lara apenas encontré rastro en el libro de Juan Eduardo Zúñiga. De lo presentido, de lo intuido en la vida de mi padre durante la guerra, lo encontré todo.

Largo noviembre de Madrid  encarnaba la trastienda de la guerra, es decir, la verdadera guerra. Lo indescifrable, el caos que se apodera del espíritu de los hombres ante la irrupción del caos externo. La guerra como una devastación interior, como la subversión de lo establecido para adentrarse no en la muerte, sino en una nueva forma de vida. A veces más laberíntica y a veces mucho más simple, despojada de la hipocresía y los falsos rituales de la vida convencional. La muerte no es más que una cortina que se estremece y que impulsada por el aire de la guerra a veces envuelve de modo trágico pero natural a no importa quién, a cualquiera. La vida es un capricho y, lógicamente, la muerte también. Los que deambulaban por el Madrid sitiado eran plenamente conscientes de ello. No se habían habituado a lo extraordinario sino que habían comprendido que lo artificial es la paz. El hombre, nos decía Zúñiga a cada línea, es un ser mutante y dispuesto a adaptarse con prontitud a cualquier situación.

Muchas veces a lo largo de la lectura de ese libro añoré la voz de mi padre. La visión que él podría haber tenido de esos relatos, el contraste que podría haberme ofrecido entre lo que se cuenta en el libro y su vida en Madrid a lo largo de aquel tiempo. Largo noviembre de Madrid iba más allá de la literatura. Se adentraba en el misterio. En ese terreno en el que las obras importantes conquistan el vacío. La conquista era indudable no solo para un lector biográficamente implicado como era mi caso –no importa que fuera de modo indirecto-. Cualquiera que leyese esos relatos con un mínimo de atención sería consciente de estar pisando un suelo virgen y recóndito. Zúñiga cumplía el anhelo de cualquier escritor. Su arma expresiva, sus recursos narrativos, sus vicios, su uso del idioma, eran nuevos. No estaban codificados ni se parecían a los de ningún otro escritor.

“Todo pervivirá: sólo la muerte borrará la persistencia de aquella cabalgata ennegrecida que fueron los años que duró la contienda”. Con esa frase acaba el primer relato, Noviembre, la madre, 1936, y queda establecida la pauta del libro, la evocación y la descomposición lenta de los hechos a través de la memoria y de lo vislumbrado, lo imaginado, lo intuido: la verdad. La verdad hecha a base de retazos poliédricos, de perspectivas distorsionadas, de miradas esquinadas, estrábicas y completamente subjetivas. La verdad última de la guerra no estaba en los libros de Historia que había leído hasta entonces sino esos personajes que deambulaban por el libro de Zúñiga y que parecían los espectros de una realidad sepultada hasta entonces. Como esa joven del relato Nubes de polvo y humo que va de un lado a otro con una dentadura postiza en la mano buscando no al propietario de los dientes, sino buscándonos a nosotros. A unos lectores sobrecogidos.

No, aquel libro que yo había cogido casi al azar, no era un libro que ahondase en los datos que yo había ido recabando sobre la Guerra Civil. Largo noviembre de Madrid hablaba de otras guerras, de todas las guerras. También, naturalmente, de la del 36. Allí estaban calles reconocibles, fechas, huellas digitales que identificaban esa guerra, pero el libro era mucho más ambicioso. Instauraba un territorio de fantasmagorías que servían para cualquier tragedia. Creaba unos personajes que se quedaban paseando por nuestro interior como sombras dudosas pero imborrables y que en cierto modo desmentían aquella frase con la que acababa el primer cuento. Ni siquiera la muerte podría borrar ya esa cabalgata ennegrecida que Zúñiga había labrado en plomo. Ni esa sensualidad que va arrasando por encima y por debajo de la miseria, de los dramas.

La sensualidad, la tensión erótica es una de las constantes del libro. Uno no sabe si es el resultado mismo de la cercanía de la muerte o si se trata de una pulsión que ni siquiera el desastre y la muerte pueden achicar. Pero el resultado es arrollador, un gas que va recorriendo las estancias, las páginas, el lenguaje, una alteración que no deja de bombear y que espesa la sangre. El lector es un voyeur impregnado de voluptuosidad que a la luz anaranjada de un horno de pan ve maniobrar unos cuerpos desnudos arrastrándose uno sobre otro,  o que observa el cuerpo de una mujer, “desde los hombros a las piernas, piernas largas, bien modeladas en medias de seda tan tersa como si fuera la misma carne, tirante desde la parte alta, donde aparecían dos broches de liguero, hasta el tobillo que se estrechaba para entrar en el zapato negro con gran tacón y una hebilla dorada”.

La maquinaria poderosa del lenguaje. Un latido largo, una voz que iba susurrando una historia tras otra, envolviendo al lector, llevándolo de la destrucción al éxtasis sin solución de continuidad. Dieciséis relatos que daban la medida de un escritor extraordinario y que hoy, como hace treinta años cuando los leí por primera vez, me siguen perturbando, llenándome de felicidad literaria.

 

                                                                                                         

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Soler

8 de abril de 2019

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cómo desatar este nudo, me digo,

y en él concentro la mirada como para que arda.

Lo que en mis ojos late no es fuego, sin embargo, 

sino impotencia: 

esa parálisis

que nace del temor a la derrota.

Un nudo pareciera provenir del azar, ser inocente

de la tensión que encierra. Pero engaña.

(No hay nudo sin proceso,

sin movimiento previo, sin lazadas)

Podría deshacerlo

si supiera por donde comenzar o hubiera un método

para desenredar esta maraña.

Pero dentro del nudo hay un silencio,

un ensimismamiento, 

la trabazón perversa que nos mueve

de querer desistir

a la esperanza. 

Escrito en Lecturas Turia por Piedad Bonnett

8 de abril de 2019

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Una tarde de sol, dentro de varios siglos,

una mujer morena como yo

se tumbará tal vez a descansar

sobre esta misma tierra

donde una vez estuvo la casa de mis padres.

 

La mujer del futuro extenderá los muslos

mientras observa en calma el viaje de las nubes.

Será feliz, casi seguramente

el mundo en torno le parecerá

subordinado,

a salvo.

Tan suyo, sobre todo.

Sí, sólo suyo, y considerará

que el verano y el sol le pertenecen.

 

Entonces ya hará años que no está

la casa de mis padres,

ni tampoco la huella

de haber estado nunca.

 

La tarde avanzará, apacible y serena.

La mujer jugará a arrancar hierbecillas

del mismo suelo donde pasé mi infancia.

Cantará, compondrá una guirnalda,

mirará al cielo, se quedará pensando…

 

La contemplo quién sabe desde dónde.

Y no sabría decir

si soy yo quien la mira

o bien otra mujer desde el pasado

es quien de pronto me está mirando a mí.

 

Escrito en Lecturas Turia por Raquel Lanseros

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