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 Late el pensamiento, vuela alto sobre un espacio que parece no acabar nunca, el de la memoria, donde César Antonio Molina, con su dilatada trayectoria ha ido gestando una obra cuidadosa, esmerada, atenta al mundo de la cultura. Es un hombre que vive ese universo de la palabra bien dicha, donde las piedras de la Antigüedad hablan, nos susurran o musitan su lamento.

   Poeta gallego, nacido en La Coruña, pero también ensayista, articulista, hombre del periodismo, que busca siempre el afán de saber, de contemplar el mundo con los ojos bien abiertos. Cuando habla de Rilke en su libro Lugares donde se calma el dolor nos dice que el poeta hace posible la comprensión del mundo: “Para Rilke, el mismo hecho de la escritura era una pesada obra manual. Los poetas, entonces, hacen posible la comprensión o entendimiento del mundo. Los poetas crean el mundo para el hombre; pues como mundo se entiende para él lo existente, lo que aparece delimitado del fondo caótico e indeterminado, mediante la configuración del lenguaje, y se hace visible como mundo interpretado”.

    En estas palabras del libro ya entendemos que la poesía es una traducción, al fondo de las cosas verdaderas, como el bagaje del escritor gallego que va mirando todo con atención, porque viaja y en cada encuentro con el pasado se hace presente, la casa de Tolstoi, el lugar donde dejó su vida Stefan Zweig, tantas ciudades amadas, tantos laberintos del ser.

   En Lugares donde se calma el dolor asistimos a una continuidad de libros anteriores de ensayo como Donde la eternidad envejece donde nos habla del camino, porque caminar es volver a ver, es encontrarse  de nuevo, mirarse a uno mismo en cada lugar, recrearse para volver a sentir la verdadera vida: “Caminar por un sentido religioso, pero también por el simple hecho de encontrarse consigo mismo en el camino. El hombre contemporáneo necesita salir, irse del ruido, de lo superfluo, recuperar el silencio”.

    Muy cierto, porque hartos de sonidos que rompen la armonía de las cosas, es en el viaje donde el hombre encuentra su verdad, lejos de turistas que lo estropean todo, en ese silencio de la naturaleza, en los espacios cerrados de las casas donde vivieron los escritores admirados, en los lugares que, recordando el libro antes citado, se calma el dolor.

    Dice el escritor en este libro: “Caminar no es buscar el misterio en lo ajeno sino en lo propio”, una gran verdad porque en el camino uno vuelve a ver la vida, contempla el río que nos lleva, recordando el título de la novela de José Luis Sampedro, somos seres errantes, vidas errantes, título de aquella famosa película norteamericana, seres que se encaminan a la muerte, en el espejo manriqueño, porque “nuestras vidas van a dar a la mar que es el morir”.

    Para no morir del todo, permanecemos, viajamos, caminamos, leemos libros, vemos películas, escuchamos música, en el arte y en la vida late ese encuentro maravilloso con nosotros mismos.

     Por ello, es un goce leer los libros de César Antonio Molina, cuando recuerda la Alejandría de Durrel, tan misteriosa, en un tiempo ido, cuando él leyó en los años setenta el maravilloso cuarteto, que también me enamoró a mí hace ya décadas, como nos dice en “Cuando la eternidad envejece”, ya no queda nada de aquello, pero la lectura ha quedado impresa en la memoria y en el corazón, palpita dentro de uno, como los grandes libros que nos han acompañado ante una vida a veces decepcionante y solitaria.

   “Todos, en este sentido, somos Darley. Buscamos el pasado remoto y contemporáneo sin darnos cuenta que nosotros mismos formamos ya parte de él”.

    Somos, como dice el escritor gallego, “fantasmas evadidos del tiempo”, seres evanescentes, que se deshacen en la bruma, como nuestra propia vida que al final, tras la muerte, será un recuerdo para los que nos amaron, pero que nada será ya en realidad, como una antigua lectura, un paisaje amado, nuestra vida quedará enterrada en unos pocos ecos, unas pocas voces, unos leves latidos.

    También el concepto de escritura palpita en el libro, hay una afirmación contundente sobre ese acto de crear, porque el escritor sabe que las palabras también son espejos de nosotros mismos, nos hacen, nos pulen, nos convierten en seres humanos, creando ese otro yo que es el propio escritor cuando se lee, como el lector que escribe, en silencio, una novela interior, suya sola, completando aquella que lee, como nos ha recordado Francisco Brines sobre ese segundo escritor que es el lector en realidad.

    Dice César Antonio Molina: “Escribir no sólo es un servicio público, sino mucho más. Es una creación del ser humano que muestra sus sentimientos y pasiones”.

     Así, con sentimiento y pasión, ha ido César Antonio Molina creando sus ensayos, como los reflejos que aparecen en Vivir sin ser visto, otro de sus libros de memorias, todo está ahí, el tiempo, la cultura, el amor, la nostalgia, todo un homenaje al ser humano que somos, espejos de la nada, diría yo, pero tan vivos en realidad que a veces, cuando sentimos de verdad, parecemos inmortales. Con estos libros, uno se hace eterno, cuesta volver a la realidad mediocre de cada día, después de su gratificante lectura.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

4 de febrero de 2019

Gonzalo tenía treinta y dos años, trabajaba desde hacía tres en una clínica veterinaria y estaba a punto de casarse con una mujer a la que no quería. Había estado diciéndoselo durante los seis meses que llevaban de preparativos y durante las cuatro horas que llevaba bebiendo. Le irritaba la aparente falta de utilidad de haber querido a alguien durante seis años. Mónica nunca había tenido mucho misterio como mujer: siempre había sido franca con él, le había dicho desde el principio que deseaba tener hijos y formar una familia. Si no había sido más animosa o estimulante desde luego no había tratado de engañarle fingiendo que lo era.

Pidió otra copa más y se la bebió lo más deprisa que pudo, como si tratara de hacerse daño. “El que no tenga una casa ahora ya no tendrá ninguna” decía un verso de Rilke que había hojeado en un libro que se estaba leyendo una compañera en la clínica veterinaria. Mientras bebía casi le parecía que lo había escrito dirigiéndose a él. Era un miércoles y apenas había gente en el bar, sólo una pareja que tenía aspecto de haberse conocido hacía poco tiempo y dos mujeres que parecían haber salido del trabajo a las tantas. El bar mismo tenía un aspecto desastrado y provisional.

Cuando salió del bar aún recordaba la frase. Le producía, igual que entonces, un dolor agudo y descubierto que parecía llevar hasta otro dolor, como si se tratara de uno de esos hilos de los cuentos infantiles que siguen los protagonistas en la penumbra. Él seguía ahora el hilo fino y dorado de aquella frase por las calles de Madrid, se detenía, bebía otra copa, dudaba si llamar o no a Mónica, decírselo, acabar con todo de una vez. Lo pensó también cuando entró en aquel Club y cuando esperó durante diez minutos a que salieran las chicas para presentarse.

“Hola, soy Katia”.

“Hola, soy Eva”.

“Hola, soy Dona”.

“Jazmín”.

“Yo soy Mani”.

Trató de retener sus nombres mientras se preguntaba con vaguedad si iba a ser capaz de tener una erección después de lo que había bebido y volvió a pensarlo al elegir instintivamente a la chica menos parecida a Mónica y al sentir la excitación sexual, cauta, destructiva. “Quien no tenga una casa ahora ya no la tendrá nunca” pensó.

Volvió a entrar la mujer madura.

“Qué”.

De pronto había olvidado su nombre. Le pareció de mala educación responder sencillamente: la negra.

“La negrita” contestó.

“Dona”.

“Sí, eso, Dona”.

Luego hubo un salto: el ruido de los pasos al otro lado de la puerta, su vulnerabilidad, los hábitos higiénicos de Dona, la cama decepcionantemente pequeña, la intensidad de su olor, las sábanas de celulosa de un tacto desagradablemente plástico. Nunca había estado con una mujer negra y le pareció que había cierto tipo de belleza con la que una mujer blanca era absolutamente incapaz de competir. Parecía un cuerpo creado sólo para marcar el contraste con el cuerpo de Mónica. La excitación que le producía su acento brasileño, su distinción y su sonrisa, más que distraerle de sus pensamientos conseguía que se pusieran de manifiesto de una forma intensamente dolorosa. La sostenía en sus brazos, era real, lo estaba haciendo. Era misterioso también: no se sentía culpable. Era una experiencia frontal pero sentía que el alcohol le hacía vivirla un poco a hurtadillas, como si la imagen del espejo fuera tan sólo la de dos Bouvier de Flandes a los que hubiesen traído a la clínica para que se aparearan. No sabía por qué tenía la necesidad de ser cariñoso con ella, de evitar la defensa de sus gestos y actitudes más profesionales y llevarla hasta otro terreno, uno tal vez sencillamente amistoso, como si se tratara de una amiga exótica.

“Ah, entonces eres dulce” dijo Dona poniendo unos ojos muy raros.

A él le pareció un poco absurdo contestar que sí, que era dulce, de modo que no contestó nada y se limitó a sonreír por lo que parecía un cumplido, cosa que tampoco terminaba de estar clara.

“Dame tu cuerpo” dijo Dona como si tradujera literalmente de otra lengua una frase procaz sin saber que aquí sonaba casi tierna y apropiada. Y él le dio su cuerpo y se corrió antes de lo previsto apoyando la cara contra su hombro y acariciando con la nariz aquella piel ajena e incomprensible que parecía una chaqueta de cuero.

Luego, al pagar, descubrió que se había dejado en casa su tarjeta de crédito y que sólo llevaba encima la de la cuenta que había abierto en común con Mónica para que los invitados a la boda ingresaran el dinero de sus regalos. Pagó con ella. Al salir respiró aliviado el calor tibio de aquella noche de primavera y como si se deslizara se sentó en un banco y marcó con lentitud el teléfono de Mónica. Contestó una voz soñolienta.

“¿Sí?”

“No me puedo casar contigo” dijo.

“¿Qué?” respondió Mónica.

“No me puedo casar contigo, no te quiero, ¿lo entiendes?”

“Has bebido”.

“Sí, he bebido, no se trata de eso, también acabo de acostarme con una puta y tampoco se trata de eso. Se trata de que no puedo casarme contigo”.

“¿Qué has dicho?”

“He dicho que no puedo casarme contigo”.

Hubo un silencio sepulcral.

“¿Dónde estás?” preguntó Mónica.

 “No creo que sea una buena idea”.

Se la imaginaba en su piso compartido, sentada sobre la cama, mirando tal vez hacia el techo de la habitación: la lámpara blanca y redonda, como un ojo artificial, podía verla desde allí, seguía teniendo su belleza ordinaria y doméstica. Por primera vez se sintió un monstruo. Se manifestaba como un verdadero vértigo, un vértigo incomprensible, una suspensión global de la vida, sólo comparable a la que había sentido a los veintiún años cuando murió su madre.

“Dime donde estás, por favor” repitió Mónica.

“En la calle Atocha, casi a la altura de la estación”.

“Quédate allí. Dime que me vas a esperar, júramelo”.

“Te espero”.

Mónica colgó el teléfono. Cuando llegó le pareció que estaba más guapa que de costumbre. Eran casi las tres de la madrugada. Ella se tendría que levantar a las siete de la mañana, eso si conseguía dormir, lo pensó como si, a pesar de estar a punto de abandonarla, no pudiera evitar seguir teniendo con ella consideraciones cotidianas y pequeñas. La quería con la lealtad con la que se quiere a la casa en la que se ha sido niño y tal vez con el mismo fastidio. Sentía alrededor del cuello una especie de soga trenzada, la que se siente al abandonar esa casa o al verla vacía y sin muebles. Mónica se sentó a su lado.

“Tengo ganas de matarte” dijo pero con una voz tan rara que nadie lo habría creído, sólo él. La veía de perfil, inclinada y mirándose la punta de los zapatos, su rostro tenía la misma redondez de siempre, pero ahora como si algo hubiese vaciado en él la resolución y la lentitud. Era una presencia extraña y familiar con aquellas mejillas carnosas y aquellos ojos afiebrados.

“¿Sabes qué?” dijo al final.

“Qué”.

“Lo veía venir, todo esto, desde hace meses, deberías habérmelo dicho antes”.

“Sí, tal vez”.

Por fin pudo entrever la furia contenida de Mónica.

¿Tal vez?”.

Ella se tapó la cara con las manos apoyando los codos en las rodillas. Sabía que no iba a llorar, Mónica no lloraba así como así, pero mantuvo las manos pegadas al rostro durante varios minutos.

“Qué vergüenza” susurró muy bajo y luego comenzó a repetir como un mantra enloquecido: “qué vergüenza, qué vergüenza, qué vergüenza…”.

Todavía estuvieron unos segundos en silencio. Él tenía ganas de poner la mano sobre la de Mónica, más que como un gesto cariñoso como una manera de romper aquella dialéctica teatral. Actuaban sin querer.

“¿Es una decisión firme?” preguntó Mónica.

“Sí”.

“No habrá vuelta a atrás”.

“No, no la habrá”.

“No sé si podré encargarme yo de deshacer todo lo de la boda, le pediré a alguien que lo haga …Tengo ganas de morirme”.

“¿Quieres que te acompañe?”

“Sí”.

Caminaron en silencio tres manzanas. Parecía sencillamente una noche a la salida de un cine o un teatro, una noche normal. Era una zona de quietud antinatural,  los dos se habían vuelto un poco repugnantes, también la ciudad se había vuelto repugnante.

“¿De verdad te has acostado con una puta?”

“Sí”.

“Vete ya” dijo.

Él trató de besarla pero ella retiró la cara de inmediato. Le dolió que hiciera eso. Parecía increíble: aquello que le había torturado durante un año entero, que le había quitado la alegría, que le había hecho arrastrarse de culpabilidad durante todos aquellos meses, aquella ansiedad había sido resuelta en una conversación de quince minutos. Estaba hecho.

Tu mejor amigo, el perro decía el póster que estaba en su despacho. Y junto a él, otro de una marca de comida para gatos: ¿Es que no vas a darle de comer lo mejor a tu sultán? El primero era el primer plano de un cachorro de Dogo en un escorzo inquietantemente erótico, el segundo un gato de Angora sobre un cojín con borlas. Aquellos pósters estaban allí desde antes de que él llegara y no era improbable que continuaran estándolo el día que se fuera, junto al desplegable de la anatomía interna de un gato y un perro cuya función era la de explicarles a los dueños las dolencias de sus sultanes y de sus mejores amigos. Las consultas duraban de diez a dos y de cuatro a seis. Una noche a la semana tenía guardia. La sala era pequeña y blanca, tenía una mesa y tres sillas, un pequeño armario con vacunas y material clínico, y una mesa de metal para examinar a los animales, olía a una mezcla indefinida entre perro y gato, a sudor animal un poco enrarecido por el ambientador. Siempre se le habían dado bien los perros. Sentía por ellos un reconocimiento que había sido una de las pocas experiencias vivas y constantes de su vida. Le gustaban sus cuerpos robustos o pequeños, las diferencias de su carácter, la superficie mullida de sus patas, sus dientes, sus lenguas estropajosas y jadeantes, los rasgos de sus facciones, sus negros hocicos húmedos como si desde que era consciente de sí mismo hubiese tenido con ellos una especie de coquetería mutua. Le gustaba liberarles de sus enfermedades y llamarles por sus nombres, que casi nunca olvidaba (no así los de sus dueños) y sentir aquel extraño brillo de sus ojos, la supuración inquieta de su miedo cuando entraban en la consulta y él conseguía tranquilizarles. Era extraño, a veces le parecía hasta poder ver con claridad no sólo sus dolencias sino hasta sus frustraciones caninas. Era una capacidad difusa, como la de quien tiene una naturalidad para entender a cierto tipo de personas y no a otras.

Desde hacía dos meses, los que habían transcurrido desde que rompió su compromiso con Mónica, había algo que se había modificado también en aquel espacio. Algo parecido a una inquietud, un miedo. Los perros lo entendían también. Hasta Rambo, un viejo Pastor Alemán artrítico de más de quince años al que pasaba consulta con frecuencia, le llegó a ladrar furiosamente en una de las visitas. El desenlace de su relación con Mónica había sido mucho más penoso de lo que había previsto y no sólo porque hubiesen perdido los anticipos del banquete de bodas y del viaje de novios o porque Mónica hubiese tenido que llamar a la modista para cancelar un vestido que ya estaba prácticamente terminado. Sus amigos, que eran casi todos comunes, habían cerrado filas en torno a Mónica. Se había quedado prácticamente solo. También su dolor se parecía muy poco al que había previsto. Más que una tristeza puntual o una violenta nostalgia de Mónica tras aquellos dos meses la ausencia comenzó a manifestarse como si le hubiesen inoculado un veneno. A veces se veía atrapado en una especie de razonamiento desquiciado, el dolor de no saber cómo se encontraba Mónica, de no poder llamarla y el amor que sentía aún por ella, y la indiferencia, y la pasión que había tras aquella indiferencia, y la quemazón que le producía su soledad y de pronto el vuelco anómalo de sentirse mejor, como en un poema burlesco… ¿cómo soportaba aquello la gente? En cierto modo le parecía haber ingresado por primera vez en un mundo real y desprotegido. Se miraba en el espejo del cuarto de baño de la clínica y había allí un cuerpo real sin demasiada belleza, unas espaldas cargadas, una mirada brillante, común y marrón, un pelo demasiado lacio, una boca ridículamente pequeña. Nunca había sido un hombre guapo pero había gestionado su fealdad ordinaria con una dosis de seguridad que ahora le faltaba por completo. Le dolía haberle contado a Mónica el asunto de la prostituta. Le dolía haber bebido aquella noche. Le torturaba salir de la consulta por la tarde y recorrer aquel camino familiar hasta su casa como si Madrid, aquel Madrid habitual, muelle y alborotado, estuviese ahora constantemente frío, impertinente y rígido, repleto de francotiradores sentimentales.

Decidió cambiar de casa el mismo día que le mordió el Doberman en la consulta. Fue un accidente común, no era la primera vez que le ocurría. Y conocía al perro además, fue excesivamente confiado y excesivamente despistado. Sabía que era un perro nervioso pero insistió en quedarse solo con él para que se tranquilizara, luego, instantáneamente, sintió miedo y el perro lo notó. Se acercó hasta él y antes de que el dueño hubiese cerrado la puerta ya le había mordido en la mano. Tuvo al menos un gesto profesional; le agarró con fuerza los testículos y el perro abrió las mandíbulas de inmediato, dolorido. Fue un instante, apenas un segundo, sintió el anonadamiento de la violencia del animal, su excitación fría y caliente, su miedo, se miró la mano blanquecina por el mordisco y de inmediato la sangre, no podía mover los dedos. La herida resultó ser de menos gravedad de lo que había parecido al principio pero había sido lo bastante escandalosa como para que su propia jefa se asustara. Le resultaba divertido que alguien como aquella mujer, que llevaba trabajando casi veinte años como veterinaria, fuese aún tan sensible a la imagen de una herida abierta. Le pusieron la antitetánica y le dieron cinco puntos. Esa misma tarde el médico le dio una baja laboral de una semana. Al salir de la consulta se vino abajo. El mal humor de la herida mezclado con la necesidad de estar una semana en recuperación se combinaron provocando un desamparo absoluto. Llamó a Mónica y escuchó lentos y difusos, los timbrazos de la llamada. Sabía que a aquella hora ella salía del trabajo. Se la imaginó furiosa, sorprendida. Imaginó su número en la pantalla de su teléfono móvil. Le sorprendió que respondiera.

“No puedes llamarme así” dijo Mónica y tras un silencio “¿No estás en la clínica?”

“No, estoy en casa, me ha mordido un perro esta mañana”.

“¿Estás bien?”

“Sí, sólo unos puntos, estaba distraído”.

Y del modo más imprevisible Mónica contestó:

“Tal vez me pase luego”.

Cuando sonó el timbre y le abrió la puerta le asombró y le llenó de ternura comprobar que Mónica había pasado por su casa para darse una ducha y cambiarse de ropa. Se había maquillado un poco y echado perfume. La coquetería de Mónica siempre le había conmovido, aquella coquetería que se articulaba con frases que ansiaban su negación inmediata, estoy hecha un asco.

“Qué guapa estás” dijo.

Mónica sonrió con tristeza. Se besaron en la mejilla y se sentaron en la cocina. Ella quería té, él se bebió una cerveza. Estaban tristes los dos. Mónica parecía desmejorada, más pálida o más delgada que de costumbre. Llevaban más de dos meses sin verse. Le preguntó qué tal estaba y ella contestó que estaba triste con una sencillez que le desarmó. A ratos le parecía que hubiesen estado separados sin más por un largo viaje pero sin la alegría propia del reencuentro y sin embargo estaban allí, como siempre y a la vez en absoluto como siempre, ella se acercaba un poco hacia él y él sentía su disposición y su tristeza. Desnudarse tuvo la complicación de la venda y el dolor puntual de la mano. No recordaba cómo había comenzado la situación. De pronto estaban desnudándose sin más, sin haberse besado siquiera. El frío de la casa, a pesar de que en el exterior hiciera un buen día, les punteó la piel a los dos. No sabía dónde estaba. No sabía si la quería o no. Sabía que era extraño sentir a Mónica de aquel modo, como si lo que le hubiese llevado a su casa, más que el deseo, fuese una especie de tristeza erotizada de hacer el amor con él de aquella forma. Le pareció que las formas de su cuerpo habían cambiado también, sin dejar de ser las mismas. Algo había lavado aquellos pechos, que ahora le parecían más suaves al tacto, la tersura húmeda de su sexo, la mirada de sus ojos. Le miraba ahora con una ansiedad determinada y frontal, como si quisiera apropiarse de todo, engullirlo y hacerlo suyo para, después, regurgitarlo y comerlo despacio en soledad.

“¿No tienes un condón?”

Sí, lo tenía. Tristeza de usar un condón con Mónica, con quien nunca lo había usado.  Espirales y descensos y luego una calma, la del olor de Mónica retenido, la de la ráfaga impetuosa con la que de pronto se apretó contra él y le susurró en el oído:

“No he dejado de pensar en ti ni un segundo”.

Al terminar se encerró en el baño y estuvo allí durante casi veinte minutos, hasta que él llamó suavemente a la puerta.

“Enseguida salgo” respondió.

Cuando la vio salir se había lavado la cara y arreglado el pelo. Había estado llorando. Se despidieron en la puerta y en aquella ocasión ella le besó en los labios.

“Prométeme que no me llamarás más” dijo.

“Te lo prometo”.

Durante un cuarto de hora estuvo arreglando un poco la casa. Volvió a hacer la cama, recogió la taza de té y el vaso de su cerveza, recogió el condón usado que había en la mesilla de noche y cuando terminó se sentó a fumar un pitillo en el salón sin poder dejar de pensar: tengo que salir de aquí, tengo que marcharme de esta casa.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Barba

4 de febrero de 2019

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Toda la noche se oyeron los furgones. Los faros recorriendo las fachadas, metiendo en los cuartos desvelados  intermitencias de luz, páginas de luz, oleadas de luz sobre el recuadro que proyectan los cristales.

Desordenada constelación, la de los clavos en las paredes vacías. Fuera, el cielo cierne su negrura desolada: noche sin señales  ni respuestas.

Al amanecer, chirridos de las vallas cercando al edificio, uniformes desplegando su impávida cadena, la claridad acumulándose en la calle y el día, entrándose en la casa, revela las habitaciones desmanteladas y frías; el vulnerable hogar de la pobreza en espera de su inminente vulneración.

Y de repente, la hora llega.

Por las escaleras un ejército atronando como una carraca siniestra. Un ejército desacompasado de botas, subiendo. Llega al rellano. Jadea.

Y luego, silencio. El silencio mortal que precede al pánico antes de que la jauría se precipite.

En la puerta retumban los golpes. Una vez y otra y otra y otra.

La policía tira la puerta abajo.

Ya entró.

Ya los sacan.

El padre humillado; la fortaleza de la mujer, vencida; las criaturas aterrorizadas, que tiemblan y se apiñan contra la falda de la madre, están fuera.

Objetivo cumplido.

Ya está.

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rossetti

4 de febrero de 2019

Nuestra memoria como la naturaleza huye de los espacios en blanco. Los muertos regresan, aspiran a contarse en nosotros. La mujer que huye, la novela de Anaïs Barbeau-Lavalette, surge precisamente de la necesidad de rescatar a un fantasma del álbum familiar. Durante años, y con la ayuda de una detective, esta escritora y realizadora de cine montrealesa siguió cualquier pista que le ayudase a reconstruir la biografía de su abuela, la poeta y pintora Suzanne Meloche.

Nacida en Ottawa el 10 de abril de 1926, en el seno de una familia francófona de clase media, Suzanne Meloche demostró desde muy niña un carácter independiente, individualista, persona contestataria y comprometida. Su madre había renunciado al piano, su única pasión, para entregarse en cuerpo y alma a su rol de madre de siete hijos. Su padre, tras el crack de la bolsa neoyorkina, perdió su puesto de profesor y, como tantos hombres sin empleo, sería contratado por el gobierno para realizar tareas de limpieza en la ciudad a cambio de un sueldo miserable. Una época dura de hambre y cartillas de racionamiento, a la que vino a sumarse la contienda mundial.

En 1946, Suzanne se trasladó a Montreal para cursar estudios superiores. La capital de Quebec fue el principio de una nueva vida. Entra en contacto con los automatistas, un grupo de intelectuales y creadores próximos al surrealismo francés. Suzanne Meloche o Suzanne Barbeau (como pasó a llamarse después de casarse con el pintor Marcel Barbeau) se convirtió en la primera mujer poeta del movimiento de los automatistas.

En 1948, publicaron un manifiesto, Rechazo Total, en el que urgían a los hombres y las mujeres del país a asumir “en una anarquía resplandeciente la totalidad de sus talentos individuales”, declarándose además opositores al Gobierno conservador. El primer ministro, Maurice Duplessis, siguiendo las directrices de una Iglesia católica, retrógrada y conservadora, había impuesto la prohibición y la censura a numerosas obras de arte, literatura, música… Sade, Voltaire, Lautréamont, Victor Hugo, Balzac o Rimbaud fueron autores leídos en clandestinidad.

En un principio, Suzanne Meloche firmaría el manifiesto aunque al comprobar que sus poemas no habían sido incluidos junto con el resto de las obras de sus compañeros hombres, exigió que tal documento se volviera a imprimir pero ya sin su rúbrica.

 “Rechazo Total” no pasó desapercibido. Los creadores pusieron en peligro sus carreras e inclusive les afectó negativamente en sus vidas personales. Unos optaron por un exilio interior, otros se marcharon a Estados Unidos pensando que allí sus creaciones recibirían el reconocimiento que merecían.

Suzanne y Marcel Barbeau decidieron trasladarse al campo donde cultivaron remolacha para subsistir. En 1952, Suzanne, madre de dos hijos pequeños, cansada de una vida en soledad mientras Marcel se abre camino como pintor en el extranjero, decide romper sus ataduras familiares y seguir sus propios impulsos. “Tus poemas duermen en el fondo de tus bolsillos. Musgo te babea el cuello. Te tragas  la vida de los demás y no sabes cómo construir la tuya”. El hogar se deshace. Musgo, su primera hija de cinco años, y François con apenas un año y pocos meses son abandonados en una guardería. Meses después, el matrimonio Barbeau renunciará a la guardia y custodia legal de ambos niños. Esta experiencia traumática les marcará para siempre.

A partir de entonces, Suzanne, llena de culpabilidad, en compañía de sus amantes, siempre sola, no cesará de huir. Dará tumbos por diferentes ciudades, primero en Europa, más tarde en Nueva York. En el barrio de Harlem tratará de olvidar tanto daño. Las drogas, el alcohol, la promiscuidad, el rechazo de sus vecinos negros, la destruye y a la vez la alimenta. Escribe y pinta a todas horas, se vomita entera en los lienzos.

 En 1961, monta en uno de los autobuses donde negros y blancos viajarán juntos desde Washington hasta Alabama. El Ku Klux Klan, bajo sus inmaculadas capuchas, quema autobuses, lincha a los activistas. Suzanne es encarcelada en un penal de Misisipi junto a otros 300 manifestantes. El 22 de septiembre, el presidente Kennedy ordenará la puesta en libertad de los detenidos y declarará ilegal los letreros segregacionistas.

La poeta tiene 40 años cuando regresa definitivamente a Canadá. Se sucederán años igualmente duros. Vivirá como una eremita. Su libro de poemas, Les Aurores Fulminantes aparece publicado por vez primera. La poeta no asistirá a la presentación. Morirá sola en 2009.  

Tal y como ocurre con los buenos libros, estamos ante una historia simple y complicada al mismo tiempo. Una perla rara y humana que habla del amor, la sed de libertad y el dilema al que se enfrentan las mujeres que luchan por tener un espacio propio. La mujer que huye es una combinación de realidad histórica, biografía y  ficción construida con imágenes poderosas que sorprenden al lector.  Anaïs Barbeau-Lavalette  es la voz que narra. Es la nieta quien se encarga de contarle a su abuela desconocida quién fue, lo que sintió, lo que vivió, el dolor que infligió a sus hijos. El efecto de sus frases muy breves, junto a su estilo poético muy lejos del sentimentalismo, pero sobre todo, una escritura surgida del desgarro, atraviesa al lector desde la primera página.

Cuando en 2015, Mélanie Vincelette, la editora quebequense, se reunió con Anaïs Barbeau-Lavalette a los pocos días de que esta diera a luz a su primera niña, lo primero que le dijo frente a un café fue: “Es magistral”. La escritora respondió con toda franqueza: “Me temo que solo le interesará a mi familia porque es muy personal”. Se equivocó.  La novela resultó ser un éxito entre los lectores de Quebec. Recibió El Premio de los libreros de su país; el Premio Francia-Quebec, y el Gran Premio del Libro de Montreal. En 2017 el libro llegó a Francia y obtuvo idéntica respuesta: Premio de los Lectores ese año, 80.000 ejemplares vendidos hasta la fecha, cifra relevante tratándose de una autora hasta ese momento. La mujer que huye ha sido publicada al inglés, neerlandés, alemán. Ahora podremos leerla en español gracias a la estupenda traducción de Iballa López Hernández, y al buen oficio de la editorial canaria Baile del Sol.

Suzanne Meloche fue una mujer fuera de lo común. Atravesó su tiempo a grandes zancadas, protagonizó un capítulo de la memoria colectiva totalmente desconocido fuera de Canadá. Su vida gotea violencia, contra sí misma, contra las personas que amó. Huye, huye, exponiéndose hasta el límite. Prefiere morir a ser comprendida y amada. Tensando la cuerda, rompiendo ataduras, huye. ¿Conseguirá perdonarse? ¿Conseguirá ser perdonada?

 

 

Anaïs Barbeau-Lavalette, La mujer que huye. Tenerife, Baile del Sol, 2018.

Escrito en Sólo Digital Turia por Yolanda Delgado Batista

4 de febrero de 2019

Estas son las anotaciones de un lector. Ni soy especialista en literatura polaca ni conozco el polaco, esa compleja lengua eslava. Son meras apostillas de alguien que, como tantos, descubrió los versos de Szymborska en 1996, cuando la Academia Sueca le concedió el Nobel a una “poesía que, con irónica precisión, permite que el contexto histórico y biológico surja a la luz en fragmentos de la realidad humana’’.

 

Antes, gracias a un puñado de traductores ejemplares, nos habíamos adentrado en la lírica polaca de la mano de Miłosz y Herbert. Más tarde, llegó Zagajewski, que nos acercó con la debida maestría Xavier Farré.

 

Hace ahora justo veinte años que pudimos empezar a leer los libros de Szymborska. Por orden de aparición (hablo sólo de lírica y de España), Paisaje con grano de arena, El gran número, Fin y principio y otros poemas, Poesía no completa, Instante, Dos puntosAquí, Hasta aquí, Saltaré sobre el fuego. y Antología poética (1945-2006)

 

Sus traductores: Ana María Moix, Jerzy Wojciech Slawomirski, Xaviero Ballester, Elzbieta Bortkiewicz, David Carrión, Calors Marrodán y Katarzyna Moloniewicz. Y sobre todo Abel Murcia y Gerardo Beltrán. Sus editores: Lumen, Hiperión, Igitur, Fondo de Cultura Económica, Bartleby, Nórdica y Visor.

 

Por eso, a favor de esa intachable tarea, sus versos han llegado a tantos lectores, muchos de ellos, como Fernando Savater, ajenos al mundillo poético. Para el pensador, “su poesía es reflexiva sin engolamiento ni altisonancia, de forma ligera y fondo grave, directa al sentimiento pero sin chantaje emocional. Breve y precisa (…). Sobre todo nos hace a menudo sonreír”.

 

En todo caso, guste o no, lo que nadie puede poner en duda es la feliz recepción de su obra entre nosotros. La de una autora que ha pasado a formar parte de esa selecta estirpe de mujeres poetas –ahora que tanto se reivindica el papel femenino en la lírica de todas las épocas–, que va de Safo a Bishop, pasando por Dickinson y Ajmátova.

 

Nacida en 1923 en Bnin o en Kórnik, según quién, ella era al fin y al cabo de Cracovia, su lugar, además de Zakopane. Allí vivió la mayor parte de su vida y allí murió en 2012. Aunque no tuvo más remedio que pasar por el purgatorio comunista, con vistas al infierno, sus poemas esenciales, son ajenos a aquel mundo. El suyo es otro, bien distinto. Se me antoja que podría aplicárseles el rótulo que usaba hace poco Damià Alou para referirse a la lírica de Philip Larkin: el de poética de la modestia, pues que a ese tono o manera de decir en voz baja se adapta como un guante, salvadas todas las distancias, cuanto ella escribió. Una frase suya lo explica bien: “La poesía se salva por los pequeños detalles”.

 

La suya, tal la vida, está con lo cercano y lo sencillo sin que por eso tenga atisbos de simpleza o provincianismo. Ya que lo menciono, pocos poetas nos han llevado tan lejos a pesar de carecer de vocación viajera: “Me siento amenazada por todos los horizontes”. Acaso porque, como aprendió de William Blake, “el universo cabe en un grano de arena”.

 

Y porque de vida hablamos, tampoco está de más recordar la más que interesante biografía que publicó Pre-Textos: Trastos, recuerdos, de Anna Bikont y Joanna Szczęsna, donde apreciamos con rigor que lo suyo fue escrivivir.

 

Esta poesía de la realidad (no del realismo) huye de las grandes palabras y de cuanto suene a hueco y pomposo. Imagina lo cotidiano como milagro. Del “despoetizar”, según Zagajewski. O de la “antipoesía”, por decirlo con Parra. No es baladí el dato de que fuera mala lectora de poesía. O, mejor, defensora de que el poeta no leyera sólo versos. La ciencia era otro de sus intereses. Y es que pocos enemigos de la poesía (de la de verdad, quiero decir) más peligrosos que lo poético, entendiendo por tal ese lánguido, rebuscado y relamido romanticismo (mal asimilado) que, como nunca, marca tendencia en esa simpleza ripiosa que algunos denominan ahora “poesía juvenil”.

 

De ahí que se aleje también de las “grandes palabras”, esas que dan en otro grave error lírico: el que pasa por lo gratuitamente hermético y lo falsamente metafísico, por filosófica que al cabo esta sea.

 

Poesía, en suma, contra la humillante prisa y los excesos. Por eso, discreta, elegante, amorosa, frágil y tranquila. Del claroscuro. Ajena al aspaviento y la altisonancia. Sin dramatismos. Próxima a la naturalidad, pero ni normal ni corriente. “Hay una costumbre excesiva de leer entre líneas, de buscar mensajes secretos. Mi poesía no esconde nada”, comentó en cierta ocasión. Dada a la ilustrada conversación (al lector como ). De muchas preguntas (“la inspiración –dijo en su discurso del Nobel– nace de un constante «no sé»”) y algunas respuestas. Inteligente. Ni de la perfección ni del caos. Vital, practicante del lema horaciano del “non omnis moriar”. Que apuesta por la ironía, el humor y hasta por la broma (que cultivó en la intimidad con sus amigos), aunque sepamos de sobra que nada más serio, en el mejor y más hondo sentido, que sus poemas, escritos con la ambición y la voluntad de quien cifra su existencia en el noble pero humilde ejercicio de la Poesía. De quien jamás improvisa y siempre observa lo que le rodea. Nada ingenua. Entre el entusiasmo y la desesperación. Triste, porque el ser humano –escribió–  por naturaleza lo es. De alguien que, como Miłosz, concibe la poesía como conciencia. Que cree en ella, y no en los poetas.

 

Publicó trece libros. No son tantos. Uno aprecia en cada uno de ellos tantos como poemas contienen. Quiero decir que en Szymborska cada poema está creado como si de un libro completo se tratara. Ella, que por imperativo histórico abominó de lo colectivo, quiso para sus versos la individualidad más plena. La unidad de lo uno y de lo único frente a la dispersión de lo meramente agrupado o reunido. Cada poema como “un todo”, señaló Zagajewski.

 

“La poesía, / pero qué es la poesía”, se preguntó. Tal vez la respuesta esté en otro lugar: “y yo no sé, y sigo sin saber, y a esto me aferro como a un oportuno pasamanos”. “Ay, la poesía”.

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro Valverde

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