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18 de septiembre de 2017

Un escritor, bien. Un contador de historias, también. Con tales definiciones se mostraba Heinrich Böll conforme; pero ocurre que sus contemporáneos se empeñaron en asignarle apelativos que él repetidamente rechazó.

No le hacía ninguna gracia que lo calificasen de escritor cristiano, por más que durante toda su vida profesara la fe con sostenido convencimiento. Mayor irritación le causaba el ser conceptuado de moralista. Fue, sí, un hombre de su tiempo, atento a las cuestiones sociales. Un hombre que a menudo alzó la voz, que participó en movimientos de protesta y expuso sus opiniones políticas en innumerables entrevistas, artículos, conferencias. Un entrevistador le preguntó en cierta ocasión cómo se explicaba que para un gran número de ciudadanos alemanes él representara algo así como la conciencia moral de Alemania. Respondió sin vacilar: “Porque hay muy poca conciencia.” Böll percibía que semejantes adscripciones a lo político y moral simplificaban su obra, si no es que la anulaban, convirtiéndola en un apéndice de sus opiniones.

Fue, a la manera de Antonio Machado, “en el buen sentido de la palabra”, un hombre bueno, propenso a la solidaridad y la compasión. Quienes lo conocieron de cerca destacan su sencillez en el trato, su sentido del humor, su autenticidad. Böll fue un hombre honrado a carta cabal. Un hombre que no establecía diferencias entre lo que pensaba y lo que decía en público, y que auxiliaba con naturalidad a unos y otros, no pocas veces afrontando riesgos. Dividida Europa en dos bloques inconciliables, ayudó a una ciudadana a huir de Checoslovaquia; la invitó a tomar asiento en su automóvil y le prestó el pasaporte de su mujer, sobre el cual pegó una foto de la fugitiva. Sabido es asimismo que Böll pasó a Occidente, al término de una visita a la Unión Soviética, manuscritos de Alexandr Solzhenitsyn a cambio de nada, simplemente porque se lo pidieron; manuscritos de un escritor con el que apenas se podía comunicar (ninguno hablaba la lengua del otro) y del que lo separaban notables diferencias ideológicas. Ninguna de estas circunstancias importó a Böll, para quien la ayuda al necesitado, y en esto se nota su profunda convicción cristiana, estaba por encima de cualesquiera otras consideraciones. Más adelante acogió a Solzhenitsyn en su casa.

Böll gozó en vida de una enorme popularidad. El crítico Marcel Reich-Ranicki cifra el éxito de sus libros en la naturaleza humana de sus protagonistas. Son individuos apenas heroicos, que no fueron nazis ni enemigos del nacionalsocialismo, sino simples soldados a quienes de buenas a primeras les cayó encima el peso de la Historia. En diversos libros de cuentos y novelas, Böll dio relevancia a un tipo de figura humana con la que muchos lectores alemanes pudieron identificarse, suscitando en ellos una intensa sensación de veracidad. He aquí un narrador, pensaron, que no miente, que cuenta las cosas sin glorificarlas ni tergiversarlas; antes bien, como fueron vividas (y padecidas) por un amplio sector de la población.

Heinrich Böll nació en Colonia el día 21 de diciembre de 1917. Corrían por entonces malos tiempos en Alemania, que se encontraba al borde de la derrota en la Primera Guerra Mundial. Se abría para el pueblo alemán una época de privaciones, inflación galopante e inestabilidad política. La familia de Böll afrontará dicho periodo de estrechez con cierta holgura, gracias al taller de ebanistería del cual era propietario el padre de familia. Böll creció en un ambiente de acendrado catolicismo, con un claro componente antiprusiano y antimilitarista que marcará de por vida su personalidad y también su literatura.

El triunfo de Hitler en las urnas, en enero de 1933, pilla a Böll suficientemente vacunado contra cualquier tentación totalitaria. Ni la exhibición de armamento, ni las banderas omnipresentes, ni los uniformes lograron nunca fascinarlo. En casa, al principio, sus familiares se mofan de los nazis. Pronto se percatan de que las burlas y la crítica en voz alta se han vuelto sobremanera peligrosas. No son desconocidos los campos de internamiento donde los nuevos amos del poder recluyen a los disidentes políticos, los homosexuales y los judíos.

A la edad de 15 años, Böll ha visto hordas de matones nazis campando por sus respetos en las calles de su ciudad natal. Se deja imaginar el rechazo que le inspiran, a él que ya es un denodado lector, las quemas públicas de libros. El concordato firmado por la Santa Sede con Hitler en el verano de 1933 supuso un duro golpe para su familia, cuyos miembros estudian la posibilidad de abandonar la iglesia católica. Este paso lo dará cuarenta y dos años después Heinrich Böll, sin renunciar por ello a la fe.

Al joven Böll le habría gustado estudiar. Incluso llegó a matricularse en la Universidad de Colonia con el fin de cursar Germanística y Filología Clásica. Pocas semanas después, la invasión alemana de Polonia determinó el comienzo de la Segunda Guerra Mundial e inmediatamente Böll fue incorporado a filas, lo que dará al traste con su sueño de hacer una carrera universitaria. Durante más de cinco años, hasta muy poco antes de la capitulación, Heinrich Böll combatirá en diversos frentes antes de ser hecho prisionero. Al respecto dejó escrito: “La guerra me enseñó qué ridícula es la virilidad y qué desamparado está el hombre en la guerra.” Una parte considerable de su literatura, la más testimonial, tendrá en cuenta ambas conclusiones. Podría incluso afirmarse que nacerá de ellas.

La guerra perjudicó seriamente la formación intelectual del escritor. Entre los años 1939 y 1945, aparte de cartas, Böll no escribió nada. Tras el cautiverio de varios meses, regresa a Colonia, destruida en más del 70% de su extensión urbana. Era un superviviente sin estudios, sin profesión, sin bienes de fortuna. Tardó obra de dos años en recobrar la salud. Para entonces ya está decidida su vocación literaria. Sus primeros textos consisten en relatos vinculados temáticamente a las privaciones y la miseria de la recién comenzada posguerra, en una ciudad cubierta de polvo y casas derruidas. Es la llamada “literatura de los escombros” (Trümmerliteratur), de la que Böll será uno de sus más destacados representantes. Escribe historias relacionadas con las triquiñuelas del mercado negro, sobre hurtos para subsistir, sobre el racionamiento y las penalidades de toda índole en una sociedad marcada por la derrota bélica, que se debate entre la desmoralización, el sentimiento de culpa y el deseo de olvidar y salir adelante como sea.

Su estilo literario, sencillo, directo, está inspirado en el de sus modelos, Balzac y Dickens principalmente, así como en el de otras célebres figuras del realismo decimonónico. A este periodo de Böll pertenecen numerosos relatos, la parte de su obra que, a mi juicio, mejor ha resistido el paso del tiempo, y su primera novela, El tren llegó puntual (1949). También en sus siguientes novelas, ¿Dónde estabas, Adam? (1951) y La casa sin amo (1954), Böll escribió sobre la experiencia de la guerra y sobre sus consecuencias y su sinsentido.

El nombre del escritor comenzó a sonar con fuerza en el año 1951, a raíz de su participación en el séptimo encuentro del Grupo 47, durante el cual fue galardonado. El premio le supuso, además de una respetable suma de dinero, un contrato de edición con la que será en adelante su editorial: Kiepenheuer & Witsch. Aunque ya había publicado con anterioridad algunas libros, es ahora cuando arranca con fuerte impulso la carrera literaria de Heinrich Böll, quien atraviesa a lo largo de la década de los cincuenta una fase especialmente productiva.

Sus tres novelas consideradas mayores están por llegar. La primera, en 1959, Billar a las nueve y media, contiene una sucesión de conversaciones y monólogos sobre los conflictos familiares y personales de tres generaciones de arquitectos alemanes. Siguió, cuatro años después, Opiniones de un payaso, cuyo protagonista, Hans Schnier, un payaso de profesión que ha sido abandonado por su mujer, hace un repaso desencantado de su vida, sin ahorrar críticas a la iglesia católica y a la sociedad alemana de su tiempo. Por último, Retrato de grupo con señora (1971) traza un complejo mosaico de las distintas capas sociales que sirven de marco a la vida de la protagonista, Leni, una mujer de clase acomodada que terminará perdiendo sus privilegios a cambio de preservar la libertad. Un año después de la publicación de esta última novela, en 1972, Heinrich Böll obtuvo el Premio Nobel.

Pero no todo fueron éxitos y parabienes en la vida de Heinrich Böll. En 1953 tuvo un primer roce con representantes de la iglesia católica, irritados por la emisión radiofónica de un cuento suyo. Este incidente llevó a Böll a instalarse durante una temporada en Irlanda, experiencia que le inspiró un célebre diario.

Sus críticas contra el partido demócrata-cristiano le acarrearán una creciente hostilidad por parte de los medios de prensa del consorcio Springer, con los periódicos Bild Zeitung y Die Welt a la cabeza. Böll goza de reconocimiento internacional, ha sido elegido presidente del PEN Club; así pues, sus opiniones tienen peso, traspasan la frontera alemana y escuecen. Aprovecha su fama creciente para hacerse oír. Protagoniza actos de protesta contra la guerra de Vietnam y contra la política agresiva del presidente Nixon. Secunda las reivindicaciones estudiantiles, reclama mayores emolumentos para los escritores, apoya abiertamente la candidatura a canciller del socialdemócrata Willy Brandt, en la década de los ochenta se acercará a Los Verdes. Es, en suma, un hombre público que no elude en ocasiones la provocación, como cuando felicitó con un ramo de flores a Beate Klarsfeld, la mujer que había abofeteado durante un congreso del partido CDU al canciller Kiesinger por su pasado nazi.

En diciembre de 1971, Böll se atrae las iras del Bild Zeitung al criticar a dicho periódico, mediante una carta abierta, por atribuir sin pruebas un atraco reciente a miembros de la Fracción del Ejército Rojo. En adelante, Böll será objeto de una campaña despiadada por parte de la prensa de Springer. El acoso al escritor no se limitará a los medios de comunicación. En junio de 1972, tras la detención de Andreas Baader, la policía registra su casa en busca de terroristas. Un diputado de la CDU lo acusa de cómplice de estos en el curso de una intervención parlamentaria. A Böll le llueven epítetos denigrativos de aquí y allá, y reacciona (¿se defiende?) publicando un libro de denuncia de los tejemanejes de la prensa sensacionalista de la época, El honor perdido de Katharina Blum, que lleva el significativo subtítulo de Cómo surge la violencia y adónde conduce.

La novela, de tamaño reducido, obtiene un éxito descomunal en Alemania. La protagonista, Katharina, traba relación amorosa con un desertor. El caso llega a conocimiento de un reportero, que lo aprovecha para difamar sin compasión a la joven mujer, inventándose toda suerte de pormenores y lances. Incapaz de protegerse del poder desmesurado del periódico ni, por tanto, de lavar su honor, la joven mujer opta por matar al periodista.

La crítica literaria alemana constata en Böll, avanzada la década de los setenta, una pérdida de sustancia creativa. Aún escribirá y publicará unos cuantos títulos, si bien menores en el conjunto de su obra. Y no es sólo que su dedicación a los asuntos sociales, con todo lo que ello implica de desplazamientos, intervenciones públicas, presencia en foros diversos y tareas ocasionales de toda índole, menoscaben su capacidad de trabajo, restando al escritor tiempo y energías para la creación literaria. No menos lo aparta del escritorio su delicado estado de salud, en parte ocasionado por su prolongada y excesiva adicción a los cigarrillos. Böll arrastra problemas vasculares debidos al tabaquismo y padece diabetes. La edad y los achaques, distintas operaciones quirúrgicas, la muerte de un hijo en 1982, dejan en él una huella que las fotografía de la época hacen evidente. El 16 de julio de 1985, poco después de haber sido dado de alta en el hospital, Heinrich Böll falleció en su casa. Días antes, el suplemento dominical del periódico El País había publicado la que probablemente fue la última entrevista de su vida. El entierro, multitudinario, se celebró según el rito católico, con nutrida presencia de personalidades políticas.

En el momento de fallecer, Böll tenía acabada una novela, Mujeres a la orilla del río, que se publicó póstumamente. Libro de conversaciones dispersas, sin una trama reconocible, los críticos coincidieron en calificarlo de fallido. Yo tengo la impresión de que hoy día, en Alemania, el legado literario de Heinrich Böll está envuelto en una niebla de olvido. No, desde luego, en una niebla impenetrable que oculte por completo sus obras, al menos las más relevantes, que aún siguen mereciendo un segmento de balda en numerosas librerías. Lo cual no evita que a veces este o el otro título haya que encargarlo.

Como es habitual en el caso de los escritores fallecidos, se han recuperado textos suyos inéditos; en concreto, algunas tentativas literarias de sus comienzos. Existe asimismo un llamado Archivo Heinrich Böll, dedicado a preservar la memoria del escritor, a difundir su obra y facilitar el estudio de la misma. Böll da asimismo nombre a varias escuelas públicas y a un premio literario que organiza anualmente la ciudad de Colonia. El partido político Los Verdes tuvo la deferencia de asignar el nombre del escritor a su fundación.

Con eso y todo, y a pesar de la general simpatía que despierta el novelista, se percibe en la actualidad una falta de presencia de sus obras en el debate general de las ideas y de los nuevos gustos estéticos en Alemania. Es posible y deseable que la celebración en 2015 del trigésimo aniversario de su fallecimiento brinde la oportunidad de reactualizar la figura de un escritor esencial de la posguerra alemana, así como de releer sus libros y darlos a conocer a las jóvenes generaciones, quitándoles la fina capa de polvo que hoy, a mi juicio, los cubre.

 

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aramburu

11 de septiembre de 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo que quedaba era mi casa vacía,

el espacio claro que dejan las cosas

que se tuvieron que ir

de un día para otro en el furgón de la mudanza.

El rastro del detergente y su limpieza meticulosa

adornada con la rabia de los minúsculos desaciertos.

 

La casa que nunca fue mía,

la que no me dio tiempo a colonizar con mi desorden.

Mi identidad de pelusas, mi síndrome de Diógenes

de mujer vieja guardando papeles

de palabras transparentes,

hojas muertas de mi propio otoño.

 

El embalaje de la vida

cuando cruzas el umbral de los cuarenta

y haces cajas con documentos que ya no valen nada,

pero quieres conservarlos

porque el vacío da más vértigo

que esa acumulación, que esa muralla

de bloques de cartón y vida densa,

de muebles desgastados y alfombras enrolladas.

 

El almacén, el guardamuebles, la pequeña cueva

donde el indio Joe se alimentó de murciélagos.

La locura circular de las mudanzas precipitadas,

la huida de las llanuras, la enfermedad de los sin tierra

que envejecemos demasiado lejos

y nos arrepentimos cada día de ser nómadas,

de guardar la vida entera en cuadernos y agendas,

de sentirnos extranjeros en todos los países.

 

Tanta transformación, tanta capacidad para adaptarme,

para mezclarme con el hielo sin derretirlo,

para cambiar la voz y modular los tonos.

Tanta tenacidad, tanto esfuerzo

para ser parecida a la extrañeza.

Escrito en Lecturas Turia por Ana Merino

11 de septiembre de 2017

 



Skeleton in the cupboard (North America: skeleton in the closet): A discreditable or embarrasing fact that someone wishes to keep secret.

(Un hecho deshonroso o comprometedor que alguien desea mantener en secreto)

Oxford English Dictionary

 

 

 

 

La madre de mi padre –la lejanía me traba el uso de la palabra abuela—se suicidó cuando mi padre no llevaba dos semanas en este mundo. Seguramente una depresión post-parto, aunque el caso dio lugar a que circulara sobre la mujer una historia novelesca: un noviazgo apasionado que se rompió por razones ignoradas y una boda de compromiso con el que fue mi abuelo; tuvo un primer hijo varón –el tío mío del que heredé el nombre de pila y que murió de una tuberculosis contraída durante la guerra civil--; el nacimiento del segundo hijo, mi padre, coincidió con el regreso al pueblo del hombre al que todavía quería, y esa presencia redobló la atroz sensación de estar atrapada en un matrimonio sin amor y con dos criaturas a su cargo. Sólo vio una salida: tirarse al canal. Todo esto ocurría en 1914, en un pueblo de Aragón donde yo nunca vi un canal, pero quizá lo hubiera, no existe otra versión del suicidio. Al parecer mi abuela dejó una carta que estuvo en posesión de otro hijo que mi abuelo engendró en segundas nupcias; a mi madre se la ofreció su cuñada, la mujer de mi tío, pero mi madre no quiso leerla y pidió que nunca le comunicaran su existencia a mi padre, estaba segura de que lo haría sufrir inútilmente, con lo que no sabremos las razones que en ella se esgrimían para justificar una decisión tan truculenta y disponemos de campo libre para la especulación. Es difícil juzgar estas cosas; a veces creo que mi madre se equivocó privándole a su marido de alguna certeza sobre su orfandad precoz que no dejó de atormentarle hasta la muerte; por otro lado, quién sabe si entre los motivos del suicidio se incluían en el mensaje rasgos de la conducta de mi abuelo que a mi padre, que adoraba al suyo, lo habrían perturbado más que la ignorancia. A su manera, mi padre indagó qué podría pasar por la cabeza de una mujer que abandona así a dos niños, uno de ellos recién nacido, y se aferró a la idea de la locura por un doble consuelo. A su yerno siquiatra le interrogó por los trastornos síquicos tras el parto y el yerno lo tranquilizó explicándole los síntomas de la psicosis post-puerperal, posibilidad que, a su vez, mi padre trasladó a su confesor y a varios curas de su confianza porque a la tristeza de no haber sido querido por quien acababa de darle vida, se sumaba la inquietud mayor de que el alma de su madre ardiera en el infierno para la eternidad. De una religiosidad ingenua, que no había superado la piedad y creencias que acompañan la primera comunión, mi padre preguntaba a los expertos en materia de moral y de conciencia si era posible cometer un pecado mortal de necesidad como el suicidio y sin embargo ir al paraíso en caso de que la mente del suicida hubiera estado obnubilada. Esta historia nos llegó indirectamente a través de nuestra madre, incapaz de guardar un secreto y de una indiscreción ejemplar, ya que mi padre jamás mencionó a sus hijos aquel trauma primordial, era pudoroso y además no deseaba que nosotros cargásemos con lo que a él le parecía un estigma y una pesadumbre indelebles: el suicidio de nuestra abuela.

Los esqueletos del lado materno no permanecieron encerrados, como le hubiera gustado a parte de la familia, pues mi madre nos fue revelando su confusa historia apenas intuyó que la entenderíamos. Yo vivía durante el curso con mi abuela y mi tía maternas que propendían al cuchicheo, la ropa tendida y hay que ahorrarles a los niños los cantos del obsceno pájaro de la noche –ellas emplearían otros términos--, sin saber que en verano mi madre aprovechaba un paseo por el monte en busca de moras o la sala de espera de la seguridad social para sacar a la luz algunas tinieblas domésticas. Que mi abuela se hubiera casado con un hombre once años más joven que ella no constituía un secreto, todo lo más una rareza de la que se podría incluso presumir, pero que mi abuelo padecía una sífilis ya avanzada cuando contrajo matrimonio, que la enfermedad lo fue enloqueciendo de forma acelerada y que el trastorno se manifestó públicamente cuando en una función del teatro Principal de Zaragoza se enfrentó por una tontería a un acomodador, y al guardia que intervino para que la bronca no fuera a mayores mi abuelo le sacó un ojo de un bastonazo, eso ya formaría parte  de la crónica oscura que mi abuela y mi tía ocultaban y mi madre relataba no sé si por liberarse por su cuenta de un peso o por lo que en Aragón llamamos desustanciadez. Mi abuelo murió sin cumplir los treinta años tras una estancia en un manicomio de Tarragona, creo --o de una ciudad lejos de la murmuración colectiva, en cualquier caso—; al quejarse el interno de que le daban palizas, fue devuelto por fin a la custodia de su madre (no de su esposa) que me pregunto cómo se las arreglaría con un enfermo terminal y por lo visto con accesos de violencia. Al parecer, no contagió a su mujer de milagro, pese a que la suya no fue una unión blanca: tuvieron tres hijos, la última, mi tía, era un bebé de pocos meses cuando el padre falleció, lo que indica que en el periodo en que las consecuencias de la sífilis ya debían de ser más que notorias, la pareja continuaba teniendo relaciones sexuales --sólo hay que recordar que el abuelo se casó con veintidós años, es decir, en plena efervescencia erótica--. Aprecio un cierto paralelismo entre los esqueletos de los armarios paternos y maternos: en los dos casos los protagonistas desaparecen en fecha muy temprana, cuando no habrían olvidado aún las fantasías de las adolescencias respectivas; también les unen las connotaciones socialmente vergonzosas de sus muertes, una por propia mano, y como desenlace de una enfermedad venérea la otra. Ella estaba sin duda marcada por un temperamento trágico y él por unos orígenes ilegítimos; en efecto, la preñez de su madre se produjo mientras el marido combatía en la guerra de Cuba, lo que, como era de esperar, destrozó el matrimonio, aunque el chico, supongo que para evitar mayor escándalo, recibió el apellido del cornudo. Que todo el entorno conocía la relación de la madre con un hombre casado y de un círculo burgués con prestigio local, lo prueba el esmero con que en casa se evitaba la alusión a la “otra” familia, de manera que cuando yo coincidí en el colegio con un alumno que descendía del verdadero y casquivano bisabuelo y pronuncié su patronímico durante una comida, mi abuela y mi tía cruzaron una mirada de alarma, que yo percibí, y mostraron por él una curiosidad mal disimulada que me costaba comprender: se trataba de un chaval pijo, como tantos de mis compañeros, que destacaba en el fútbol y no en lengua o matemáticas. Más tarde mi madre me reveló el apellido que, de haber sido reconocido el niño por su verdadero progenitor, habría identificado al abuelo sifilítico –y a mí mismo, tras el apellido de mi padre—, y comprendí que entre el muchacho rico, atlético y obtuso y yo existía un parentesco remoto y enrevesado, quién me lo iba a decir. Mi “primo” nunca lo llegó ni a sospechar. Imagino que entre los esqueletos de su armario genealógico, que los habría y abundantes, apenas unos huesecillos testimoniarían la historia de aquel hijo natural que probablemente no sería el único. 

Aunque los esqueletos se arrumban en armarios familiares o personales,  cada país guarda los suyos por mucho que sean históricamente fehacientes. Recuerdo cuánto me sorprendieron las dificultades con las que tropezó una exposición del Smithsonian de Washington sobre los indios aborígenes norteamericanos en la que no se pasaba por alto el genocidio meticuloso del que fueron víctimas. O la ardua reapertura de las cloacas nazis en los juicios de Frankfurt entre 1963 y 1965 contra los funcionarios de Auschwitz. Por no mencionar, sin ir más lejos, los esqueletos, éstos bajo tierra, que conserva el campo español mientras los políticos debaten sobre la oportunidad de airearlos. No quiero creer en las culpas colectivas, bastante hemos padecido en la tradición judeocristiana con las consecuencias del dogma miserable de pecado original que nos privaba de la inocencia desde el momento mismo de nuestra concepción. No: los restos humanos sin identificar bajo las cunetas de carreteras secundarias andaluzas o extremeñas, o los cadáveres maniáticamente clasificados en los campos de concentración de la Gestapo o en el gulag soviético, se ocultan también en las conciencias individuales de sus asesinos y allí han perdido su camuflaje de metáfora; los esqueletos de esos armarios esconden huesos de verdad que alguna vez sostuvieron cuerpos que pisaron esta tierra y mordieron sus frutas y escrutaron los ojos de los verdugos. Pero yo prefiero ahora regresar a los estrictamente metafóricos.

Decía Malraux que el hombre es un mezquino montoncito de secretos. Hay muchos motivos por los que un secreto se ha convertido en secreto y algunos son más razonables de lo que pretende la despectiva definición de Malraux. Pienso en la familia de la escritora mexicana Angelina Muñiz-Hüberman que durante siglos mantuvo un judaísmo clandestino en una España que la habría enviado a la hoguera de haber descubierto la religión que verdaderamente profesaba; la evolución del país les permitió manifestar su identidad sin riesgos inquisitoriales, pero su adscripción republicana les envió al exilio y a otro tipo de peligro una vez que Hitler ocupó Francia e impuso allí las abominables leyes raciales. Angelina sólo conoció sus auténticas raíces cuando sus padres llevaban varios años de seguridad en tierras americanas. La homofobia que ha manchado nuestras sociedades justifica que miles de personas encerraran en armarios profundos –incluso en un respetable guardarropas conyugal—su orientación sexual heterodoxa, hasta el punto de que “salir del armario” traduce actualmente la declaración sin disimulos de la propia homosexualidad, como si el esqueleto que allí se albergaba abarcase la íntegra personalidad del individuo, y en cierto modo así es. Sin duda una mayor prudencia respecto a su “mezquino montoncito” le habría ahorrado a Oscar Wilde el desenlace trágico de su trayectoria de escritor de éxito, aunque ese despiadado arrancarle en juicio público un esqueleto no tan bien escondido nos lo ha aproximado como ser humano y ha hecho de él un símbolo –un mártir-- de las reivindicaciones gay.  En literatura los esqueletos de los autores dejan asomar por los resquicios del mueble de su prosa alguna tibia suelta o un húmero mohoso; la ambigüedad que transpiran obras como Muerte en Venecia o Doctor Faustus, y que multiplica su fascinación, nace de la osamenta que Thomas Mann había clausurado tras siete cerraduras de su llavero de prócer oficial de la cultura europea. En otras ocasiones la obra surge a borbotones si el escritor rompe candados y tabiques que durante décadas han aprisionado un secreto; Henry Roth terminó un bloqueo de sesenta años cuando decidió ventilar un armario que no abría desde su juventud, de forma que el incesto con su hermana protagonizara los cuatro volúmenes de Mercy of a rude stream con los que Roth se despidió de la literatura y de la vida. Angelica Garnett excava en el osario de su infancia, marcada por los disimulos parentales, en su autobiografía Deceived with kindness, que Martínez-Lage tradujo libremente y con acierto como Una mentira piadosa. Angelica era hija de Vanessa Bell –la hermana de Virginia Woolf, aclaro para algún lector despistado--; Vanessa estaba casada con el crítico de arte Clive Bell con el que había tenido dos hijos, Julian y Quentin, pero hacía tiempo que la pareja, que nunca se separó oficialmente, mantenía otras relaciones sentimentales cuando Vanessa volvió a quedarse embarazada, ahora del pintor bisexual Duncan Grant, amante a su vez del escritor David Garnett. Clive aceptó dar su apellido a Angelica, la hija de Vanessa y Duncan, y constituyó una figura intermitente, amable y distante a lo largo de la niñez y adolescencia de la muchacha. Cuando Angelica, cumplidos los veinte años, se enamoró de David, el amante de su padre verdadero, Vanessa le reveló una parte del complejo entramado afectivo de la familia, lo que, coherente con la línea del grupo Bloomsbury, no impidió la boda de  Angelica y David. Una breve adenda: que Angelica debía de ser mujer de curiosas fijaciones lo demuestra el que, tras la ruptura con su marido, estableciese una relación amorosa, si bien poco duradera, con George Bergen, otro amante de su padre; no hay que sorprenderse de que Henrietta, la segunda hija de Angelica, le pusiera a su  opera prima el título de Family Skeletons.

He comenzado estas páginas sacando precisamente del armario esqueletos familiares que nunca me han obsesionado, y tal vez sea ésa la razón de que los haya venteado sin mayores escrúpulos. Es cierto que mis padres y todos los miembros de su generación a los que pudiera afectar mi texto han muerto. Creo que la garrulería materna rebajó los tintes melodramáticos que impregnan esta clase de oscuras historias y yo me he enfrentado a ellas sin mucho morbo y no excesiva curiosidad. ¿O mi rechazo al folletín se vincula con cierta clase de represión y de ahí las digresiones histórico-literarias que han ocupado los párrafos anteriores? No lo sé. Mi aversión al sicoanálisis, aparte de considerarlo una herencia fenicia del confesonario católico, procede de mi sospecha de que, en su rastreo de muy sepultados esqueletos en el inconsciente personal, acaba por inventarse otros que nunca estuvieron allí y en definitiva no explora las vivencias reales del individuo sino la fabulación que el proceso fuerza a inventar, y no digo que eso esté privado de interés pero para novelistas ya bastan con los que escribimos libros. A veces creo que los esqueletos más irrecuperables de cada uno carecen del brillo siniestro de los dramones y se asocian más a pequeñas vilezas cometidas contra personas amadas, las deslealtades que el tiempo ha ido sembrando, todo aquello que fuimos, profesamos y juramos y a lo que aplicamos los mejores esfuerzos de nuestra voluntad para que siga en un misericordioso olvido.

Mi padre llamaba madre a la segunda mujer de su padre. A nosotros nos confesó que su madre había muerto cuando él era muy pequeño pero que debíamos querer a su madrastra –qué palabra de cuento infantil—como si fuera nuestra abuela, algo en lo que era imposible obedecerle. Ya he dicho al principio que gracias a nuestra madre sabíamos lo poco que se podía saber sobre la abuela auténtica y callábamos para no perturbarlo. ¿Le habría aliviado contarnos él mismo la verdad? Supongo que no, guardaba su esqueleto en el armario de su intimidad por no causarnos trastorno pero también por un respeto, un amor que no había encontrado su cauce legítimo hacia la madre que se suicidó. Cuando ya era muy viejo, se consolaba de la proximidad de la muerte, que no deseaba, pensando que por fin en la otra vida iba a conocer a su madre. Esa fe abrumadora y candorosa me conmueve todavía. Yo, que no creo en la vida perdurable ni en la resurrección de la carne, y la insistencia en semejante inverosimilitud me irrita más que otra cosa, sólo he deseado que al menos como un espejismo póstumo la mente de mi padre condensara en sus últimos segundos ciertas imágenes fantásticas en las que, en un valle que se parecería a un huerto de verano de su pueblo, él se encontrara con la mujer que lo llamaría hijo, lo abrazaría y lo acogería en su seno para siempre.

Escrito en Lecturas Turia por José María Conget

4 de septiembre de 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

Hay viento, y el silencio
Lo acuna:
Es algo que quiere ser nacido.

Pues no puedes dormir
Abandona la cama.
Asómate al cristal:
La habitación y el mundo a oscuras.

Arriba, en el mural del cielo ,

Se desborda el osario
Y nada allá , ni aquí, palpita.

El Niño ha sollozado.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Brines

4 de septiembre de 2017

                              I

Hará cosa de cincuenta años, por la parte de la provincia de Orense que hace linde con Portugal, en torno de Celanova y sus parroquias, creo que se llegó a hacer muy popular una insólita orquesta que, a pique de las fiestas del verano, llegaba para amenizar las verbenas bajo los farolillos del atardecer; tan insólita que estaba compuesta por un solo individuo. Pocas veces, pues, se puede hablar más propiamente de un hombre-orquesta, de uno, por tanto, que era capaz de constituirse en su misma individualidad como una sociedad completa, o sea, en la pura contradicción del modelo según el que reconocemos a las orquestas como tales. Para redundar en esa condición paradójica, este hombre, además, se presentaba cargando a cuestas con un bombo, que llevaba pintado en el derredor de la tripa este nombre: “Orquesta O Solo”. Algunas veces pregunté al historiador Feliciano Novoa, que me contaba de estas andanzas, sobre el aspecto físico de aquel individuo, y hoy me ha quedado que O Solo debía ser un hombre pequeño, delgado, muy moreno, con bigote fino y lacio, con el pelo negro pegado al cuero de la cabeza, por lo normal vestido con una camisa blanca y un pantalón negro bastante rozado del polvo y el uso, todo lo cual le caracterizaba como lo que por allí se llamaba un “lechugino portugués”. Probablemente, al otro lado de la sierra del Laboreiro y a ojos vista de portugueses, entre los que también actuaba, O Solo se convertiría justamente en un “lechugino español”, pero en todo caso, unos y otros, portugueses y españoles, lo verían por igual como a un extraño, alguien que solitariamente llegaba desde afuera. Mientras ellos hacían con su fiesta celebración de su comunidad de usos, costumbres y memorias, y lo hacían juntos y bien orquestados, O Solo llegaba entre ellos como solamente un hombre, es decir, en la desligación de quien no es miembro de ninguna comunidad, de manera que, al contrario de los paisanos que hacían en su fiesta el cuento de sus vidas, la del músico errante no podía contar para nadie, ni en realidad nosotros podemos contarla hoy, de tan poco como sabemos de ella[1] .

Aquellos paisanos metidos en fiestas y arropados aún bajo sus cuentos colectivos, es muy posible que por aquel entonces todavía creyeran escapar con ellos a la labilidad y fugacidad existencial de las vidas, puramente fortuitas, de los individuos errantes. La desnudez de estos venía a consistir, pues, en una desposesión de lo que Kierkegaard, en sus cavilaciones sobre la diferencia entre la tragedia antigua y la moderna, llamaba “determinaciones sustanciales” —Estado, familia y destino—, constitutivas de las viejas comunidades tradicionales como mundos enteros en cuya plenitud de significación las vidas particulares se abrevaban de sentido, salvándose así de lo desligado de las existencias… desorquestadas. Tal como parecía pensar Aristóteles, el cometido de los personajes de la tragedia y la epopeya era hacer avanzar una acción mediante su inserción en una trama, es decir, en “una acción entera y completa”, con sus hechos concatenados a sus consecuencias, de ahí que se pueda decir que la trama tiene un gran interés en ellos. Pero lo que no tiene trama, en radical distinción de las tragedias, Aristóteles nos dice que es aquel arcaico realismo burlesco y carnavalesco en que se manifestaban las sátiras viejas al albur de caminos, en el errabundaje propio de las borracherías festivas dionisianas. Estas comparsas no actuaban en las ciudades, sino en los komos o aldeas, de cuyos extramuros procedería en fin la comedia y sus acciones ni completas ni conexas, sin argumentos ni tramas y —lo que importa más todavía— sin imitación de los héroes serios, sino en toda caso de alguna persona real, tan irrepetible como cualquier mortal individuo existente.

                                                           II

Cuando el tiempo es únicamente entendido como una trama, un argumento que la lógica causal encauza a un desenlace (lo que modernamente llamaríamos un proceso), ya decía Hannah Arendt que lo normal es que los individuos no signifiquen demasiado —que no cuenten, que la narración no tenga interés en ellos— salvo precisamente como elementos combustibles para empujar el movimiento de la acción, insignificantes, diríamos que cómicos, en su propia entidad. ¿No daría risa la aparición de O Solo con sus bártulos en la plaza del pueblo en fiestas? Este hombre no tomaba parte en la fiesta, solamente la amenizaba, y yo he pensado a veces en él. Me acuerdo de él cuando pienso en la soledad; también cuando las criaturas individuales se me presentan bajo la amenaza de las universalizaciones especulativas, los planes históricos, las teorías sociales y las aniquilaciones gnósticas o nihilistas que por lo visto exige la implantación de otro mundo más perfecto… Me acuerdo también de O Solo cuando pienso en la identidad de una persona o una comunidad construida sobre un antagonismo con las otras. Igual que para O Solo, aquella marca divisoria entre España y Portugal tenía para Unamuno una desde luego que natural (aunque no oficial) permeabilidad cuando desde 1908 o 1909 hizo la crónica de sus viajes a un lado y otro de la frontera ibérica que luego fueron publicadas en el libro Por tierras de Portugal y España en 1911. Pienso en O Solo y pienso en Unamuno al pensar en Portugal y España como si fueran en la realidad lo que todavía pueden ser en la metáfora, esto es, tierras últimas, pasos últimos antes del definitivo Abenland o último confín postrimero tras el que, según la imagen mítica, todo desaparece, es decir, toda expectativa de desenlace favorable, fracasa. Y también pienso en el tipo de fijeza, igualmente mítica, que tuvo la imagen caracteriológica de “lo portugués”, versión casera de “lo trágico”, en la que la postrimería geográfica contagiaba su desvanecimiento frente el abismo a un tipo humano que se reproducía, incluso, en conocidas personalidades egregias (la del desdeñoso Diego Velázquez o la del taciturno Antonio Machado, del que Juan Ramón Jiménez decía que era un “que más da” y un “medio portugués”), como portavoces del lema que viene a decir que nada merece la pena dado que todos los sueños, esfuerzos y promesas de futuro se han de perder en la negra indiferenciación del mar y del olvido. Unamuno mismo dejó escrito en sus crónicas viajeras que “la vida no tiene para él (para el pueblo portugués) un sentido trascendente”, esto es, ningún destino —desenlace— en ningún sentido. Pero sintió una preferencia por Portugal creo que inseparable de la querencia trágica de su espíritu. Por aquellos años de la primera década del siglo XX, visitaba el país al menos una vez al año. Viajaba a Coimbra en busca del poeta Eugénio de Castro o a Amarante en busca de Teixeira de Pascoaes, desde cuya casa solariega quería ver la caída de la comarca de Traz-Os-Montes sobre las laderas que recogen al Miño, es decir, bastante cerca de la parte por donde O Solo cosechaba sus triunfos orquestales. Estos últimos “hombres trágicos” todavía se duelen o, por decirlo más unamunianamente, a ellos todavía les duele esa muerte o final de mundo con el que desapareció un universo de creencias en gran medida tejido —tramado— en forma de relatos comunitarios, pero también la muerte o derogación de las modernas expectativas históricas. Son trágicos, pues, a la antigua y a la moderna, si seguimos a Kierkegaard. Lo que muere ante ellos es en todo caso un relato o historia argumental en el que de una manera u otra quedaba articulada la unidad de lo pensado y lo existente.

A poco contacto que hayamos tenido con Unamuno, sabremos que la esperanza de perduración —el futuro por antonomasia favorable de todos los relatos— es el asunto propiamente suyo, y es con este asunto con el que la tragicidad de los que consideró cuasi hermanos portugueses debió venir a él como el afluente al río que lo recoge. Por de pronto, el Unamuno de los viajes a Portugal es el inmediatamente posterior a la acuñación de sus ideas definitivas acerca de la Historia, a partir, sobre todo, de la publicación de Paz en la guerra, en 1897. No se trata ya del joven Unamuno de fe socialista, progresista o historicista —el que creía en el cumplimiento de un relato—, sino el posterior a lo que los críticos llamaron “crisis religiosa”, de la que dio testimonio en los cuadernos que sólo los editores, muchos años después, llamaron Diario íntimo. Nada seremos capaces de desentrañar de su pensamiento acerca de la Historia —acerca del Tiempo específicamente argumental y narrativo— si no es en recuerdo de aquella novela, a cuya segunda edición (veintiséis años después, en 1923) puso un importantísimo prólogo; pero tampoco entenderíamos nada si no es vinculando la ya defraudada esperanza histórica en la emancipación humana, con la desesperada y trágica esperanza religiosa que cuando comienza el siglo es ya la proa de su pensamiento. Religión e Historia, es decir, “verdad en misterio” y “verdad sin misterio”, aparecen en todo caso como los elementos en liza, con sus dos tramas respectivas. Mientras la Historia, y por antonomasia la idea liberal, hegeliana y socialista de la Historia aparece orientada a su final favorable tras vencer (“superar”, diría la semántica ideológica apropiada) toda resistencia en la pugna antagonista, la Religión, parece pensar Unamuno, hace poner ojos en una eternidad a la que precisamente el éxito mundano o histórico hace resistencia, es decir, una eternidad que no se podrá deducir jamás de la luz o relumbrón o éxito obtenidos en el mundo; y de ahí su querencia hacia lo que aquí resulta invisible, secreto o escondido: la intrahistoria. Es por entonces cuando visita con cierta frecuencia a sus amigos portugueses, a los que considera tan pesimistas como al historiador Oliveira Martins, el autor de la Historia de la civilización ibérica, del que dice que era “un pesimista, es decir, un portugués. El portugués es constitucionalmente pesimista”, etc.

 

                                                           III

Que no haya Naturaleza sino sólo Historia, viene a ser, en pocas palabras, el trágico y dialéctico propósito moderno —la modalidad específica de tragedia, diríamos— que se le presentará a Unamuno bajo el horror de una idea del Tiempo en el que el pasado ha de ser tomado por pasado (“el muerto al hoyo…”, se dice en castellano): “Lo pasado, pasado (…) ¡Frases terribles —escribirá—. Sí, para los que viven en el tiempo fugitivo, para los que pasan por su carrera como un móvil por su trayectoria, como la tierra por su órbita, perdiendo la pasada posición a cada posición nueva. Hay que vivir recogiendo el pasado, guardando la serie del tiempo, recibiendo el presente sobre el atesorado pasado, en verdadero progreso, no en mero proceso”. Porque, ¿qué pasa entonces —pensamos, invitados por Unamuno— con los otros, los amortizados, los que no interesan al argumento que es contado y ven cómo su peripecia vuelve siempre al olvido y a la nada de la indiferenciación de lo real? Ninguna luz de mundo alumbrará su condición, ni podrán invocar en su ayuda justicia alguna, que no sea, claro está, la de Quien, precisamente y como se dice en el Evangelio, “ve en lo escondido”, en lo oculto al relumbrón de gloria y desapercibido al tejido de la historia.

Al pasar un día por la pequeña Guarda, sobre la línea de Beira, en lo que no era sino ciudad a trasmano o dejada de la mano de las guías de viaje, Unamuno se hace su pregunta: “¿Qué tendrá este Portugal —pienso— para así atraerme? ¿Qué tendrá esta tierra, por defuera riente y blanda, por dentro atormentada y trágica? Yo no sé; pero, cuanto más voy a él —dice—, más deseo volver. He llegado a creer si no será que estos extremos occidentales se han dado de manos espirituales con los extremos orientales, los de la India, y han llegado al triste meollo de la sabiduría, a la comprensión de la vanidad de todo esfuerzo…” Y eso era sin duda, dicho en un solo pasaje, lo que Unamuno ya llevaba previsto desde adentro de sus ojos al acercarse a Portugal. “Representárame Portugal —dice— como una hermosa y dulce muchacha campesina que da espaldas a Europa, sentada a orillas del mar, con los descalzos pies en el borde mismo donde la espuma, etc. (…). Porque para Portugal el sol no nace nunca; muere siempre en el mar que fue teatro de sus hazañas y cuna y sepulcro de sus glorias.” No será esta la única figura literaria bajo la que cree ver a los seres sin salvación narrativas, los que no pueden esperar nada de ningún progreso ni proceso; los reconocerá en Constança de Eugénio de Castro o en la igualmente pobrísima Mariana del Amor de perdiçao, de Camilo Castelo Branco; así que ya podemos saber que es en esta literatura romántica y moderna portuguesa, habitada por los seres en desdicha a los que no espera ninguna redención argumental, en la que concreta su aprecio Unamuno, en simetría con el desprecio que le merecía la heroica, platónica o renacentista a la que como cualquier otro país Portugal se había afiliado en su Siglo de Oro. “El culto del dolor —escribió, tras decirnos en unas líneas de esos seres especiales— parece ser uno de los sentimientos más característicos de este melancólico y saudoso Portugal”. Porque el Unamuno de aquellos años 1907 o 1908 es el pensador en quien ha hecho crisis la confianza en el optimismo progresivo de la razón liberal y su esquema repleto de conceptos sin actos o, lo que es lo mismo, de ideas sin cosas, desencarnadas, esenciales: “mi idealismo, mi socialismo, mi anarquismo, mi fenomenismo…”. Y es, además, no un huido de la religión tradicional, sino un exilado, que supo, como sus hermanos mayores Agustín, Pascal, Kierkegaard…, que el retorno intelectual a la confianza cordial (a la sencillez lenta, escondida, de la vida intrahistórica) es imposible, que el jarrón roto no podrá ser recompuesto, que no podremos simular no saber lo que sabemos y que en la reflexión no seremos nunca capaces de rescatar –ése es el loco sueño de las restauraciones— lo que la propia imaginación reflexiva nos presenta como perdido con la acción ingenua o tácita. Y ésa es la tragedia: “¡Santa sencillez, una vez perdida no se recobra!”, exclama en el Diario. Así que la tan reiterada alusión, en Paz en la guerra, novela del sitio carlista del Bilbao de 1874, a la “trama lenta de la vida” o a “la marcha del telar de la vida ordinaria”, apunta a quienes no tienen historia ni significan nada en ella (pese a que, como el muchacho protagonista, Ignacio, todo lo midan en la comparación con esos personajes de la mitología, la leyenda y la historia épica que significan, en efecto, mucho o todo en una historia: Sansón, Fierabrás, Oliveros, Roldán, Simbad, El Cid, Cabrera, o el bandido José María mismo, tanto le da), pero por eso mismo son eternos, es decir, viven en esa eternidad de la vida trágicamente perdida para el que la piensa desde la historia. Si el lector recuerda la novela, también recordará la fiesta, la verbena, la broma continua —la comedia— en que vive la gente anónima del Bilbao sitiado mientras la historia corre, allá en el monte, de mano de la guerra. Las filosofías dialécticas, tanto como las propulsiones restauradoras, representan igualmente acciones puestas en marcha por la lanzadera de un conflicto de base, de alguna guerra; si tomamos como paradigma la operación hegeliana básica, veremos al modelo estampar su patrón sobre todas las réplicas posteriores que pretendieron entender la realidad como un proceso argumental orientado a la reposición sintética de la totalidad, al rescate de algo perdido. Por el contrario, la novela de Unamuno quiere serlo de la paz, aunque —esto es lo trágico— quien reflexiona en ella esté tan lejos de la paz oscura y lenta de “los silenciosos, la sal de la tierra, los que no gustan en la historia…”.

En los trágicos poetas y escritores portugueses a los que toma, como a Kierkegaard, por hermanos (los suicidas Antero de Quental o Camilo Castelo Branco, los desesperados o desesperanzados Eugénio de Castro o Teixeira de Pascoaes, en fin, en ese “pueblo suicida”), Unamuno pareció encontrar a los últimos hombres dolientes, desgarrados, anteriores a los nuevos hombres adaptados (“el hombre ideal del racionalismo es el hombre autómata —dice—, perfectamente adaptado al ambiente [todos cuyos] actos son reflejos, y como no hay roce alguno entre su proceso interior psíquico y el proceso exterior o cósmico, [tampoco] hay conciencia). Es decir, que creyó encontrar a los últimos hombres anteriores al paso de la socialización por Europa y al labrado que sobre Europa estaba haciendo la historia acelerada hacia un sintético e inmanente final feliz. “El saber de la tragedia rebasa cualquier didáctica”, decía Paul Ricoeur, “pero sin embargo enseña algo”. Ese algo quizá no consista, sin embargo, en un saber, al modo de algún conocimiento, sino en saber, sencillamente, de manera tal que, en la reflexión retrospectiva, la felicidad o la plenitud toman imagen de ignorancia. El suicida de la moderna literatura de la desesperación se nos presenta como el descubridor, a través de la razón crítica —su saber— de una verdad, por supuesto inexistente, a la que no obstante ha atribuido las notas de la Unidad perdida y las de una Justicia que tras inculpar al mundo de imperfecciones es capaz de condenarlo a la aniquilación en aras de la implantación de la plenitud. Fiat iustitia et pereat mundus es así el inevitable lema nihilista y conclusivo de todas las acciones revolucionarias o restauradoras de la historia en el siglo XX; se puede escuchar en las propias palabras de Antero de Quental o en las de quien Unamuno llamaba “el gran Camilo” —insignes suicidas—, o en las continuas invocaciones de Teixeira, bastante nietzscheanas, a la fusión en el Uno originario, y también en las de “la muerte libertadora” de la que hablaba a Unamuno su fraterno corresponsal don Manuel Laranjeira.

 

                                                                       IV

La famosísima frase del trágico Macbeth acerca de la vida como “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa”, nos habla, sin embargo, de una modalidad del Tiempo rebelde a ese destino pre-escrito y por lo general dorado de las narraciones argumentales, tal como se presentaba a la imaginación anticipatoria de Lady Macbeth la coronación de su esposo, tan envuelta en resplandores que era capaz de atraer la acción hasta su plenitud realizada, pero más exacta y elocuentemente se dice allí que “hasta la sílaba final del tiempo escrito”. Y está bien dicho: “la sílaba final del tiempo escrito”; porque ese es el tiempo trágico y épico, el de lo predicho y prefigurado en las historias, el opuesto a aquel otro tiempo vivo, libre, sin trama ni argumento que en efecto se parece más a “un cuento contado por un bobo, lleno de ruido y de furia”.

Además del plantel de poetas y novelistas desesperados y suicidas, está entre los dilectos de Unamuno aquel ilustre historiador-artista que decíamos, Oliveira Martins. Oliveira fue muy amigo de Antero de Quental, pero la predilección unamuniana no se debe, claro, a la cercanía del poeta, sino al descubrimiento en el historiador, por decirlo así, de alguna especie de resistencia al optimismo narrativo que los historiadores europeos de la época parecieron hacer suyo comanditariamente. Esto exige una cierta exploración. Don Marcelino Menéndez Pelayo, según recuerda el propio Unamuno, puso al historiador portugués entre los que él llamaba “historiadores artistas” y así, bajo ese tipo o clase, es como primeramente lo menciona dando por bueno el ojo de don Marcelino. ¿Quiénes son estos “historiadores artistas”? En un artículo o breve ensayo que tituló El pedestal, decía Unamuno: “Oliveira (…), uno de los más grandes historiadores artistas del pasado siglo, tan grande como Michelet o Taine, Macaulay, o Carlyle…”. Lo primero para el encomio fue, pues, situarlo entre aquellos que practicaron el “arte” de componer la historia  al modo de una trama argumental, “escrita” —como se decía en Macbeth— a manera de un relato consecuente. (Así pues, lo que es Historia para Hegel podría ser, en mucho, lo que era Poesía para Aristóteles). No hacemos sin embargo más que pasar unas poquísimas páginas y vemos que el todavía algo joven catedrático de Salamanca se lo ha vuelto a pensar, para negar, finalmente, la calificación de Menéndez Pelayo. Su admirado Oliveira Martins no podía ser, en fin, uno de aquellos artífices en cuya composición literaria aparece la vida purificada de carne y hueso y sacrificada, en suma, a un desenlace o a la gloria especulativa de un tiempo escrito, tal y como parecía esperar, por ejemplo, Michelet que sucedería cuando fuera zanjado el combate entre Cristianismo y Revolución. (Es precisamente contra la poesía teleológica, episódica y romántica de aquella narrativa contra la que conspiraron después, durante el siglo XX, todos los realismos historiográficos o literarios o cinematográficos que llegaron a su apogeo hacia la mitad de la centuria. Los historiadores anti-románticos y anti-micheletianos de Annales, los narradores de la nouvelle vague, los pintores informalistas, surgieron en reacción descriptiva a los modos narrativos de las historia concatenadas según acciones progresivas y amortizantes)[2]. Y en 1923, fecha del prólogo decisivo, Unamuno ya se ve capaz de echar los ojos hacia atrás lo bastante como para ver que aquella de la novela bilbaína fue para él la primera pero también la última ocasión en que lo descriptivo (es decir, lo realista, lo cómico) y lo narrativo (lo idealista, lo que  mueve la acción) compartieron páginas de novela, porque a partir de entonces las tomará como cosas de distinto género; por un lado irán los libros de andar y ver, y por otro los de contar las historias: “En esta novela —escribió en aquel crucial prólogo que decíamos— hay pinturas de paisaje, y dibujo y colorido de tiempo y de lugar. Porque después he abandonado este proceder forjando novelas fuera de lugar y tiempo determinados, en esqueleto, a modo de dramas íntimos, y dejando para otras obras la contemplación de paisaje y celajes y marinas”. Y además de darnos cuenta del deslinde de géneros, también dice allí cuál es el concreto precedente de sus meditaciones narratológicas: “… al entregar de nuevo al público, o mejor a la nación (…) este relato del más grande y fecundo episodio nacional…”. Así que sería verdaderamente inútil intentar escapar a la indicación que exactamente localiza en los Episodios así llamados “Nacionales” por don Benito Pérez Galdós el modelo o peralte del otro episodio que Unamuno mismo dice haber escrito con Paz en la guerra, lo cual nos informa de su índole irónica o paródica (y eso por si los propios episodios galdosianos no hubieran tenido un carácter ya irónico con respecto a las crónicas de las gestas y los reyes, asimismo concatenadas, causales y, finalmente,… episódicas). No hace falta, por lo demás, rebuscar mucho para dar con uno al menos de los precisos loci en los que, tras la Primera Serie (la más romántica, es decir, la más narrativamente “artística”), don Benito va modificando su perspectiva hasta dar cabo a la Segunda con una declarada voluntad realista, es decir, descriptiva, proclive a fijarse, sobre todo, en aquella otra “vida lenta oscura y profunda” de quienes no significan apenas nada para la Historia: unos veinte años antes de que don Miguel escriba su novela, en cierta página de El equipaje del rey José y más o menos a la llegada de los franceses en huida a la Puebla de Arganzón cuando la batalla de Vitoria, leemos que uno de los personajes dice: “¡Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos (…). Sabemos por los libros las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías, horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada”. Y sigue: “Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre (…); y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano…”. Y a Fulano y Mengano a la fuerza es por lo demás que los veamos aquí, no ya como de la misma familia de aquel O Solo que tocaba en la verbenas de Celanova y sus parroquias, excluido de la historia del lugar, sino a los tres como entre “los incontables” en cuya tumba sin gloria están llamados a descansar igualmente Constança y Mariana, el Ignacio de Paz en la guerra y el propio Salvadorillo Monsalud que tan se siente expulsado de su bando como para acabar militando a favor de franceses. “Era aquello —dice el mismo Salvador en el episodio siguiente, La segunda casaca— como el despertar un sainete después de haber soñado tragedias”. Así que comedia es, pues, y bien trágica, por dolorosa y sangrienta, la historia moderna, sólo presta a la descripción realista, estática y puramente matérica (como se decía de las pinturas de los años 50 en las que no había nada que contar y todo por describir), tras que todos los relatos “artísticos” hayan resultado gangrenados por la sospecha.                                   

                                                   *  *  *

Ramón Gómez de la Serna vio en su Automoribundia a Portugal como “una ventana hacia un sitio con más luz, hacia un más allá más pletórico”. Pero en el prólogo escrito para presentar una edición de Por tierras de Portugal y España recordó haber visto, desde el autobús que partía de la plaza de la catedral de Salamanca al despunte del alba, a los mendigos que quedaban atrás, al sol de las piedras, convertidos en encarnaciones personales de la eternidad. Aquellos mendigos, me hago yo idea que pensaba Ramón, son la eternidad porque no significan nada en ninguna disposición argumental del tiempo; así que resulta bastante inocuo y absurdo hacerles, cuando el autobús arranca, un gesto de despedida; ellos no ocupan ningún puesto en una línea de cifras dispuestas según la distribución sucesiva de las fechas y ante ellos no puede haber adiós o bienvenida porque no los dejamos atrás cuando partimos, ni podemos esperar hallarlos, allá adelante, cuando el viaje llegué al final.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1]          “Los incontables” se titula un parágrafo del libro de José Luis Pardo La intimidad, (Pre-Textos, 1996, p. 208), en el que exploró, con tino admirable, la condición de quienes, precisamente y a fuerza de no pintar nada en historia ninguna, no tienen nada que contar y de ellos apenas se puede contar nada, excepción hecha, claro, de esa misma carencia de papel propio en ningún argumento. Pero eso ya no sería contar o narrar, de ahí que “los incontables” resulten únicamente accesibles a la descripción —lo que no se cuenta—, es decir, a esa relación de caracteres que conforma lo que en español llamamos su “pinta”.

 

[2]           Aunque, en realidad, la descripción se había hecho reina de la literatura ya en el mismo siglo anterior. La educación sentimental puede muy bien ser leída como la novela paradigmática de los objetos y su acumulación fortuita sobre las consolas de 1840, con tantísimas páginas que parecen apuntar a aquella “enumeración infinita “ en la que para Albert Camus habría de acabar un realismo que fuera llevado a su colmo; de hecho, a ese álgido extremo de la descripción acumulativa llegó, me parece a mí, esa nueva tradición, en La vida instrucciones de uso, de Georges Perec (útil también para comprobar que realismo y realidad no siempre son términos mutuamente condicionados). Para señalar algún apogeo de lo descriptivo —que es el de lo fortuito— frente a las acciones narrativas y concatenadas en las letras en español, quiero acordarme de dos ejemplos: el de los poemas así construidos como enumeraciones por Jorge Luis Borges y el de la peripecia familiar, por lo demás sin trama ninguna, que José Emilio Burucúa, también argentino, fue desgranando al escribir La enciclopedia B-S. (Periférica, 2011).

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Andrés Ruiz

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