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Configurar sentido ascendente

Siempre que políticos y politólogos reflexionan sobre la situación de una res publica moderna parece que se sienten obligados a aludir a la antigua Roma. Esto le sucedió también hace poco al desventurado ministro de Asuntos Exteriores alemán cuando, para criticar el Estado social de nuestro país, a sus ojos demasiado opulento, se le ocurrió la idea de comparar las condiciones actuales con los momentos bajos de la “decadencia romana”. No ha habido modo de averiguar qué quiso decir realmente con ello. Quizá le rondaran el ánimo vagos recuerdos del sistema de management imperial de la plebe mediante luchas de gladiadores, es posible que pensara también en los donativos obligatorios de cereales para las masas sin trabajo de la antigua metrópolis. Ambas cosas serían ecos de aquella apresurada enseñanza de la historia de la que gozaron la mayoría de los alumnos de enseñanza media alemanes de la promoción de 1961 (Westerwelle[2] entre otros). No contienen nada que pudiera inquietar.

De todos modos la referencia a la “decadencia romana” en boca de un político alemán no fue solo un síntoma de la característica formación superficial de esa clase de gente. Tampoco fue simplemente un síntoma de osadía verbal para impresionar a una cierta clientela. Encerraba una serie de peligrosas implicaciones que sin duda el orador habría evitado si hubiera sido consciente de ellas.

Pues el sistema romano de panem et circenses, pan y juegos, pan y circo, constituye nada menos que la primera configuración de lo que desde el siglo XX se llama “cultura de masas”. Simboliza el giro de la grave República de senadores al estado teatral postrepublicano, en cuyo centro había un bufón. Este giro se hizo inevitable desde que el Imperio romano, tras su conversión en monarquía cesarina, se orientó cada vez más a la eliminación del Senado y del pueblo de la regulación de los asuntos públicos. Desde este punto de vista la muy citada decadencia romana no fue otra cosa que la otra cara de la eliminación política de los ciudadanos que conllevó la toma del poder por una junta de políticos imperiales de profesión. Y que solo puede entenderse adecuadamente si se reconoce en ella el síntoma de la disolución de la vida republicana en administración y distracción. Mientras la administración del Imperio se enredaba progresivamente en formalismos se fue imponiendo por el lado de la diversión –sobre todo en los circos en torno al Mediterráneo y en las fiestas de la clase alta metropolitana- la tendencia al embrutecimiento y a la desinhibición. La conjunción de estado de administración y estado de distracción era la respuesta a una situación universal en la que el ejercicio del poder solo podía asegurarse ya por una amplia despolitización de los habitantes del Imperio.

Jugar con reminiscencias romanas remueve más pronto o más tarde materia peligrosa. Quien menciona a Roma dice a la vez res publica y quien habla de esta no debería dejar de preguntar por el secreto de sus inicios. Por mucho que los césares siguieran refrendando sus decretos con la fórmula sacralizada Senatus Populusque Romanus (SPQR), “senado y pueblo romano”, era claramente constatable que ambas instancias estaban desposeidas de poder casi por completo. Intentemos, pues, explicar cómo sucedió que la “cosa pública” ejemplar de la vieja Europa comenzara con una tormenta pasional digna de considerar: el hijo del último rey romano-etrusco, Tarquinius Superbus junior, se fijó en los encantos de una joven matrona romana, de nombre Lucrecia, tras haberse enterado de su belleza y recato por las fanfarronadas de su propio esposo Collatinus. Está claro que no quería aceptar que un subordinado hubiera de ser eróticamente más feliz que él mismo, el vástago de una casa imperial. El resto es conocido gracias a la historia universal de Tito Livio y a la literatura universal de Shakespeare: el joven Tarquinio se introdujo en la vivienda romana de Lucrecia y la obligó mediante un chantaje infame a acceder a su violación. Tras la deshonra padecida la joven dama reunió a sus parientes, les informó de los hechos y se apuñaló ante los ojos de los reunidos. Una ola inusitada de conmoción transformó el hasta entonces inofensivo pueblo de pastores y labriegos de los romanos en una multitud revolucionaria. Tarquinio el Soberbio es expulsado, la hegemonía etrusca se acaba para siempre. Nunca más se soportarán soberbios a la cabeza de la comunidad. El nombre del rey se proscribirá para siempre, no solo ad personam, sino en lo que se refiere también a la función monárquica como tal.

De la convulsión de los ciudadanos surge una idea de grandes consecuencias: en adelante la dirección de la comunidad será ejercida solo por romanos y se producirá pragmática y profanamente. Dos cónsules se mantendrán mutuamente en jaque, su reelección anual evitará toda nueva confusión entre cargo y persona. Excepto el oráculo del Estado, sin el que nada funciona, tampoco en la república, la superestructura religiosa implosiona; la superbia real queda desterrada para siempre. Las energías positivas de la soberbia son reducidas al formato de la búsqueda de prestigio por la excelencia, como es habitual en las meritocracias. Debido a estas resoluciones se pone en marcha el año 509 a. C. la maquinaria republicana más inteligentemente construida de la historia de la humanidad; que por el añadido posterior del cargo de tribuno popular consigue un grado insuperable de eficiencia. Comienza una historia de éxito sin par hasta que casi medio milenio después la hiperdilatación del complejo romano de poder forzó el paso a unas relaciones neo-monárquicas.

El lector actual de esta historia habría de retener una información significativa: la leyenda de Lucrecia trata del nacimiento de la res publica a partir del espíritu de la indignación. Lo que más tarde se llamará espacio público es en su origen un epifenómeno de la ira ciudadana. A partir del enfado de una multitud confluente se formó el primer foro. El primer orden del día contenía solo un punto: el rechazo de una infamia despótica. Por su irritación sincrónica por la desenfrenada soberbia de los gobernantes las gentes sencillas se dieron cuenta de que a partir de entonces querían llamarse ciudadanos. El consensus con el que comienza todo lo que hasta hoy llamamos vida pública fue la unanimidad civil respecto a una insoportable afrenta a las leyes no escritas de la decencia y del corazón.

Por expresar una vez más lo determinante: lo que ahora circunscribimos con la expresión griega “política” es un derivado del sentido del honor y de los sentimientos de orgullo de personas normales. Para el espectro de los afectos afines al orgullo la tradición paleoeuropea tiene pronta la expresión thymós [3]. En la escala timótica de la psique humana resuenan muchos tonos: desde jovialidad, benevolencia y generosidad, pasando por orgullo, ambición y despecho, hasta indignación, ira, resentimiento, odio y desprecio. Mientras una comuna política sea dirigida por su centro de orgullo las cuestiones de honor y prestigio están en el foco de la atención general. La inviolabilidad de la dignidad civil rige como bien supremo. La suspicacia pública vela porque la arrogancia y la avaricia, las siempre virulentas fuerzas fundamentales de la infamia, no se impongan nunca en la res publica.

Debería estar claro por qué no es inocuo hablar en nuestros días de decadencia romana y equiparar con ella circunstancias actuales. Quien habla así se declara implicite en favor del parecer o de la sospecha de que también a la república moderna –tal como surgió hace más de doscientos años de la ira antimonárquica de las revoluciones americana y francesa- le seguirá a su debido tiempo una fase postrepublicana. También esta se caracterizaría típicamente por la unión de pan y circo o, por hablar de acuerdo a los tiempos, por una sinergia de Estado social e industria de la sensación. No se puede negar que indicios de tal economía doble los hay por todas partes. ¿No vemos desde hace algún tiempo signos que hablan de la involución de la vida pública en administración y entretenimiento, aislamiento térmico para ministerios y casting-shows para ambiciones? ¿No ha conquistado discretamente las centrales de los partidos y los seminarios de sociología del hemisferio occidental el discurso, proveniente de Gran Bretaña[4], de la “postdemocracia”, es decir, la idea de que la participación ciudadana se puede ahorrar por la superior competencia de quienes toman las altas decisiones políticas? ¿No son ya innumerables las personas que como hicieron un día los antiguos estoicos y epicúreos han vuelto a poner a cubierto su existencia ante el hecho de que la burocracia, el espectáculo y las colecciones privadas señalen ahora los últimos horizontes?

De estas consideraciones podría sacarse la precipitada conclusión de que las tendencias postdemocráticas se habrían impuesto ya en toda línea en el ocaso de la segunda era republicana, la que llamábamos la modernidad política. Entonces, a nosotros, habitantes de la segunda res publica amissa (de la segunda república abandonada), no volvería a quedarnos otra cosa que esperar a los césares... o a sus ediciones baratas, los populistas, en tanto el populismo suministra hoy la prueba de que el cesarismo también funciona con comparsas. ¿Es posible, pues, que tuviera razón Oswald Spengler con su peligrosa sugerencia de que hay que ser un teórico de la decadencia para como diagnosticador del tiempo estar a la altura de las circunstancias?

Pero por muy incitantes que sean consideraciones rapsódicas de este tipo: en este asunto estamos mejor aconsejados si no nos dejamos arrastrar por el élan de la gran analogía. Es verdad que no faltan indicios de que avanzamos hacia circunstancias postrepublicanas y postdemocráticas. Cuyo síntoma más significativo, la nueva eliminación de los ciudadanos mediante una estatalidad monológica encerrada en sí misma, puede diagnosticarse hoy en numerosos frentes. La línea actual del gobierno negro-amarillo [cristianodemócratas y liberales] en cuestiones de energía atómica muestra que la política se va pareciendo cada vez más en este país [Alemania] al monólogo de un club de autistas.

Pero habrá de sentirse defraudado quien crea que la eliminación de los ciudadanos en esta segunda situación post-republicana se producirá tan sin dificultades como se llevó a cabo tras el establecimiento del antiguo régimen de los césares. En este punto la analogía histórica no es concluyente; por un motivo del que como mejor se informa uno sigue siendo por fuentes antiguas. Los autores clásicos de Grecia, que consideraban al ser humano un ser movido a la vez por el eros y por el orgullo, poseían una comprensión mucho más profunda de él que los modernos, dado que la mayoría de estos últimos se han contentado con interpretar la psique humana solo a partir de la libido, de la carencia y del afán de posesión. Sobre cuestiones de orgullo y honor no se les ocurre nada desde hace ya más de cien años. No extraña, pues, que tanto políticos como psicólogos no sepan qué hacer hoy en cuanto tienen que vérselas con conmociones públicas de esos olvidados componentes de orgullo del patrimonio anímico humano. Quien contempla el panorama de las agitaciones políticas en Europa, debería darse cuenta inmediatamente de una cosa: si hoy, a pesar de toda la cantidad de expertocracia y cultura de entretenimiento que se ofrece, no se consigue del todo la eliminación de los ciudadanos es porque se ha echado la cuenta sin el orgullo de los ciudadanos.

De repente vuelve a aparecer en el escenario él, el citoyen  timótico, el ciudadano consciente y seguro de sí mismo, informado, dispuesto a colaborar en planteamientos y decisiones, masculino y femenino, y ante el tribunal de la opinión pública presenta sus quejas por la malograda representación de sus deseos y conocimientos en el sistema político actual. Ahí está de nuevo él, ese ciudadano que sigue siendo capaz de indignarse porque a pesar de todos los intentos de adiestrarlo para ser un fardo de libido ha conservado su sentido de autoafirmación, y que manifiesta esas cualidades llevando su disidencia a las plazas públicas. Como de la noche a la mañana él está de nuevo entre nosotros, ese ciudadano incómodo que se niega a ser un omnívoro político, conformista y alejado de opiniones “no serviciales”. Hacía tiempo que no se le veía, a ese ciudadano informado e indignado al que de repente, no se entiende cómo, se le ocurre la idea de referir a sí mismo el artículo 20, parágrafo 2 de la Constitución, según el cual todo poder estatal sale del pueblo. ¿Qué ha sucedido en él para que entienda el misterioso verbo constitucional “salir” como una indicación para abandonar sus cuatro paredes con el fin de manifestar lo que quiere y sabe y teme?

En momentos como el actual no está mal recordar que la misma res publica originaria fue un derivado de los afectos psicopolíticos primarios orgullo e indignación. Como se ha hecho notar, en el origen del sentimiento romano de comunidad estuvo la no-disposición a tolerar por más tiempo la arrogancia de los gobernantes, devenida ya demasiado crasa. A pesar de todas las diferencias entre situaciones antiguas y modernas no hay que buscar durante mucho tiempo el aspecto comparable. También hay hoy innumerables ciudadanos que ven motivos para irritarse por la arrogancia de los gobernantes. Aunque la arrogancia se haya hecho anónima y se oculte en sistemas que funcionan movidos por las circunstancias, los ciudadanos, sobre todo en su calidad de contribuyentes y de destinatarios de grandes discursos preelectorales, sienten de vez en cuando con suficiente claridad qué juego se trae con ellos.

¿Entendemos ahora cómo el sueño de los sistemas produce monstruos? Los monstruos son los ciudadanos de carne y hueso que se oponen al mandamiento postdemocrático de eliminación de la ciudadanía. Habrá que admitir que esta repentina renitencia necesita explicación. ¿Por qué de repente las personas no pueden permanecer tranquilas en los lugares pensados para ellas? ¿Por qué ya no se puede contar con su letargia, importante para el sistema? ¿Y qué hay en su función que sea tan difícil de entender? En la democracia representativa los ciudadanos –a parte de sus enormes obligaciones fiscales- son utilizados primordialmente como suministradores de legitimidad a los gobiernos. Por eso se les invita, a grandes intervalos, al ejercicio de su derecho de voto. En el intermedio pueden hacerse útiles ante todo por su pasividad. Su tarea más noble consiste en expresar por el silencio su confianza en el sistema.

Conformémonos por cortesía con la constatación de que tal confianza se ha convertido en un recurso escaso. Incluso politólogos cortesanos berlineses hablan del claro distanciamiento entre la clase política y la población. Todavía se arredran los expertos ante el duro diagnóstico según el cual la política de la útil despolitización del pueblo está abocada al fracaso.

En este punto puede ser oportuno preguntar cómo se las arreglaron los romanos de la época de los césares para conseguir la despolitización, mientras que a los electos postdemócratas de hoy amenaza con írseles de las manos. La respuesta se encuentra sin rodeos: las élites de la época cesarina gozaron durante mucho tiempo de la posibilidad de hacer ofertas sustitutivas, más o menos útiles, a las reivindicaciones timóticas de su ciudadanía; a pesar de síntomas contundentes de decadencia postrepublicana: supieron cómo despertar en el civis romanus el orgullo por las consecuciones civilizatorias del imperio; mediante soft power romano vincularon al centro los pueblos de la periferia; fueron lo suficientemente inteligentes como para conseguir que las masas inestables de las ciudades participaran en el narcisismo teatral del culto al César. En comparación con ello salta a la vista la torpeza de nuestra clase política en todos los aspectos importantes del abanico timótico. A menudo ya no tiene otra cosa que ofrecer a los ciudadanos que la perspectiva de participación en su propia miseria: una oferta que por regla general la población solo acepta en carnaval y en los discursos del miércoles de ceniza[5]. Cuando se plantea la cuestión de cómo reacciona la mayoría del pueblo a la performance de los gobernantes, la mayor parte de las veces los investigadores de opinión constatan desde hace algún tiempo: con desprecio. Innecesario decir que esa palabra pertenece al vocabulario elemental del análisis timótico. Que la denominación del polo negativo de la escala del orgullo se utilice tan a menudo y tan intensamente como se utiliza ahora tendría que hacer comprensible en qué medida la regulación psicopolítica de nuestra comunidad se está saliendo de control.

[...]

Quien en medio de las polémicas intenta mantener la tranquilidad del observador consigue una imagen que conjunta en una escena coherente los diferentes focos de conflicto: en numerosos frentes se ven los mismos reflejos de búnker ante la posible perturbación de las rutinas, el mismo recurso al mobbing[6] contra quienes sostienen “opiniones indeseadas”, el mismo malestar porque tomen la palabra los no convocados, la misma confusión entre obstrucción y firmeza de carácter.

De tanta insensibilidad inveterada solo se puede salir por un análisis más exacto del sistema político y sus paradojas. Este análisis comenzaría con la explicación de por qué la moderna democracia representativa, por regla general, no está en condiciones de conseguir lo que parece que los césares lograron fácilmente: estos fueron capaces durante siglos de conectar el imperativo sistémico de la eliminación postrepublicana de los ciudadanos con el imperativo psicopolítico de la satisfacción timótica de los ciudadanos. Los modernos fracasan en esa tarea desde que la triquiñuela de la autoexaltación nacional ya no les resulta tan fácil de utilizar como hace cien años. Por eso solo les quedan dos salidas, de las que una es económicamente ruinosa y la otra psicopolíticamente imprevisible: la eliminación de los ciudadanos mediante recompensas porque se estén quietos y la paralización de los ciudadanos mediante resignación. Cómo funcionan las recompensas lo sabe cualquiera que observe los debates actuales sobre el Estado mantenedor. Tampoco es ningún secreto cómo se llega a la resignación. Superficialmente la resignación se parece a la satisfacción bajo un buen gobierno. Se diferencia de ella por un estado de ánimo molesto, pero desalentado, porque considera que los de arriba son todos iguales en el fondo. En un clima así las participaciones electorales pueden caer por debajo del cincuenta por ciento, como es habitual en EE. UU., sin que la clase política vea por ello motivo de preocupación alguno.

La eliminación de los ciudadanos por resignación es un juego con fuego porque en cualquier momento puede tornarse en su contrario: en la abierta indignación y manifiesta ira de los ciudadanos. Una vez que la ira encuentra un objetivo es difícil ya desviarla de él. Para la clase política se añade el agravante de que la moderna exclusión del ciudadano se quiere presentar como “inclusión” del ciudadano. Cuya despolitización tiene que seguir unida a tanta politización restante como sea necesaria para la autorreproducción del aparato político.

Desde ningún punto de vista los ciudadanos de nuestro hemisferio están tan excluídos como en su condición de contribuyentes. El Estado moderno ha conseguido imponer a sus miembros en el momento de su contribución más material a la comunidad, en el instante de sus ingresos en la caja común, el papel más pasivo que puede adjudicar: en lugar de resaltar la calidad de donantes de los pagadores y de acentuar respetuosamente el carácter de donativos de los impuestos, los Estados modernos fiscales agobian a sus contribuyentes con la humillante ficción de que tienen deudas masivas con la caja pública, deudas tan grandes que solo pueden saldar a plazos durante toda su vida. En el centro del moderno acontecer de la eliminación del ciudadano se encuentra un sistema de impuestos construido de modo completamente equivocado desde el punto de vista psicopolítico. Que hurta el orgullo a los ciudadanos fiscalmente activos y los empuja a la posición de eternos deudores del Leviatán. Mientras más capaces de rendimientos se muestren más dinero deben, mientras más tienen para dar más están en negativo. Por lo demás, últimamente los ciudadanos fiscales están condenados a la pasividad no solo en el instante de su pago a la caja comunitaria, sufren una pasividad de segundo grado desde que el Estado les ha encadenado alevosamente a la galera de las deudas públicas. Sin entender cómo les ha sucedido, los dadores se ven implicados en una comunidad de destino de nuevo cuño. Desde ya mismo constituyen un grupo de deuda colectiva que mañana y hasta su último aliento pagará por lo que les cargan los eliminadores de los ciudadanos de hoy. Y no se diga que la política actual ya no tiene imaginación. Todavía hay una utopía para nuestra comunidad: si la suerte está de nuestro lado y todos hacen todo lo que está en su poder, al final se conseguirá incluso lo imposible, evitar la bancarrota del Estado. Desde ahora ella es la estrella roja en el cielo vespertino de la democracia.

Desde la crisis financiera, aparecida en 2008, innumerables comentarios han evocado la peligrosidad de la especulación en los mercados financieros. Pero nunca se habló de la más peligrosa de las especulaciones: la mayoría de los Estados actuales especulan, sin dejarse escarmentar por crisis alguna, con la pasividad de los ciudadanos. Los gobiernos occidentales apuestan porque la mayoría de sus ciudadanos sigan decidiéndose por el entretenimiento; los orientales apuestan por la inquebrantable efectividad de la represión abierta. No hace falta ser profeta para imaginar en qué medida el futuro estará determinado por la competencia entre el modo euro-americano y el chino de exclusión o eliminación de los ciudadanos. Ambos procederes parten de que si se sigue contando con una alta pasividad de los ciudadanos se puede eludir el mandamiento ilustrado de la representación de la voluntad positiva y del buen saber hacer de los ciudadanos en la actuación del Estado. Hasta ahora esto ha funcionado sorprendentemente bien: incluso tras la fracasada conferencia climática mundial de Copenhague, en aquel fatal diciembre de 2009 los ciudadanos de Europa prefirieron dedicarse a sus compras navideñas más que a la política; prefirieron llegar a casa con bolsas llenas en lugar de embrear y emplumar, al menos simbólicamente, como hubieran merecido, a sus “representantes”, que volvieron con las manos vacías.

Aun sin dotes adivinatorias se puede saber: tales especulaciones reventarán más pronto o más tarde porque en la era de la civilización digital ningún gobierno del mundo está a salvo de la indignación de los ciudadanos. Cuando la ira hace bien su trabajo surgen nuevas arquitecturas de participación política. La postdemocracia, que está a la puerta, tendrá que esperar.

 

 

(Este texto forma parte del libro Fiscalidad voluntaria y responsabilidad ciudadana.
Aportaciones a un debate sobre la nueva fundamentación democrática de los impuestos, de Peter Sloterdijk, editado por Siruela)



[1] Este ensayo apareció en versión levemente recortada bajo el título “El orgullo herido. Sobre la exclusión de los ciudadanos en las democracias” en Der Spiegel (8 de noviembre de 2010, págs. 136-142).

La "eliminación" de los ciudadanos se refiere a su “exclusión” interesada de los asuntos y decisiones públicas por parte de los gobernantes, tanto en la época postrepublicana de Roma como en la postdemocrática de hoy: o sea, eliminación de las funciones del ciudadano esenciales tanto para la república como para la democracia. Este es el núcleo del artículo. Eliminación o exclusión, pues, de los ciudadanos: ambas cosas significa la palabra alemana “Bürgerausschaltung”. (N. del T.)

[2] El citado ministro, Guido Westerwelle, del Partido Liberal, aliado de la cristianodemócrata Merkel hasta las elecciones de octubre de 2013, muy controvertido y un tanto hazmerreír en Alemania en ocasiones. (N. del T.)

[3] Sloterdijk utiliza siempre la palabra “orgullo” (“Stolz”) en el sentido que deja entrever al final (lo subrayado) esta mala definición del DRAE: “Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas”. Queda claro arriba, cuando Sloterdijk habla de la reducción de la superbia real de los Tarquinios al marco un sentimiento positivo y productivo de soberbia republicana, que lleva a buscar consideración social por méritos propios de superación de sí mismo y excelencia de vida. Y lo asimila al espectro semántico del thymós griego, fuerza de vida, un ánimo fuerte, pasional y socialmente evaluable. Mortal e intrascendente frente a la psyché, emocional frente a la intelecciones del nous. Uno de los tres aspectos de la personalidad, pues, que rigen la vida del hombre en Grecia, que en caso de duda siempre es regida en último término por los dioses. Orgullo es, pues, sentimiento de excelencia personal por la vida de esfuerzo y rendimiento que se lleva y espera de reconocimiento social por ello. Es el sentimiento general del rendidor o Leistungsträger, que solo pueden satisfacer impuestos voluntarios, no obligados, que se consideren además como donaciones, no deudas. Se entiende. (N. del T.)

[4] Cfr. el libro origen del concepto, Post-Democracy , de Colin Crouch (cast.: Taurus, Madrid, 2004). Un sistema político en el que van degenerando las democracias participativas occidentales en el que lo que importa no es la participación de los ciudadanos sino simplemente los resultados, con tal de que sirvan, eso sí, al menos, al bien común y satisfagan la justicia distributiva. Todo ello se determina y regula no en procesos democráticos sino en procedimientos administrativos. Los representantes elegidos traspasan para ello sus competencias, y con ello su responsabilidad, a expertos, comisiones y consultorías económicas, etc. El humus político actual de la eliminación del ciudadano, por una parte, y de su indignación, por otra, de que habla Sloterdijk. (N. del T.)

[5] En carnaval irónicamente y empáticamente en los duros discursos típicos del Miércoles de Ceniza político en Alemania. (N. del T.)

[6] Acoso psicológico en el trabajo. (N. del T.)

 

Escrito en Lecturas Turia por Peter Sloterdijk

26 de agosto de 2015

Amerigo Iannacone nació en 1950 en Venafro (Isernia, Molise), donde reside.
Entre otros libros, ha publicado: L’ombra del carrubo, Semi y Oboe d’amore.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

QUIZÁ JAMÁS...

Quizá jamás 
me abandone
el pensamiento de ti.

Querría que jamás
me abandonara
el pensamiento de ti.


ESTÁS EN EL AIRE...

Estás en el aire en los paseos
en los muros en el viento
en el vuelo de los pájaros
en el firmamento
en las policromadas alas
de las mariposas.
Estás en los prados de alrededor
húmedos de rocío,
en los olivos serenos
que te vieron el último día.

 

BAJO UNA CRUZ...

Bajo una cruz,
discreta, pero constante,
está tu voz muda.
Está viva,
y desde el lejano misterio de la muerte
llega
al corazón ignorante
y señala el camino.


QUÉ ALBOROTO...

Qué alboroto por la mañana
los pájaros en el algarrobo:
despiertan a toda la familia.
Pero tú, que duermes en otra parte,
no te despiertas.


Y LUEGO VENDRÁ...

Y luego vendrá
otro verano
y ya no te veré
a la sombra del algarrobo,
no me pedirás un periódico
cualquiera
—aunque sea de ayer—,
no irás a mi biblioteca
a coger
un libro al azar,
quizá de poesía,
quizá de historia, quizá
de filosofía.

Y ya no serás
el primer lector
de mis banales escritos,
cada vez más inútiles.

 

ESPERO...

Espero

verte entrar de repente,

como cuando venías para estar

un momento con nosotros

y nosotros, absorbidos por las cosas más banales,

por los papeles

por el periódico

por la televisión,

no te prestábamos

ninguna atención.

 

YA SÉ QUE NO ESTÁS...

Ya sé que no estás

pero no puedo dejar

de volverme a mirar cuando paso

por delante de tu habitación.

Y te veo.

Te veo en las actitudes verdaderas

que me resultaban

tan habituales

que no te veía

cuando estabas.

Escrito en Sólo Digital Turia por Amerigo Iannacone

26 de agosto de 2015

UNA ESTIMULANTE NOVELA DE FORMACIÓN


Pascal Bruckner, filósofo, ensayista y novelista francés, nació en París en 1948, en el seno de una familia mitad protestante, mitad católica. La vida de Pascal Bruckner está marcada por la contradicción y el espíritu provocador. Ahora, la editorial Impedimenta acaba de traducir uno de sus libros más sugerentes y descarnados: Un buen hijo. Se trata de una estimulante novela de formación en la que Pascal Bruckner nos plantea, a través de su propia biografía, un recorrido por la cultura francesa de la segunda mitad del siglo XX.

Un buen hijo es la historia de un amor imposible. El amor a un individuo despreciable. Un fascista autoritario y mujeriego que es a la vez un hombre culto y de firmes convicciones, y que resulta ser el padre del propio Bruckner. Semejante conflicto filial da paso a una maravillosa novela de formación, personal e intelectual, de quien es uno de los escritores más sólidos y controvertidos del panorama actual de las letras francesas. El hijo adulto se enfrenta en primera persona y sin ningún tipo de máscara narrativa a un personaje por el que siente, a un tiempo, rechazo y compasión, en un relato que nace del odio pero que va adquiriendo un inesperado y reconfortante tinte de ternura. Semejante giro acaba por sorprender al propio narrador. Bruckner no puede culminar su particular condena al padre, y ve cómo el inspirador rencor de partida se va derritiendo para dejar paso a un tímido cariño, que no comprensión, y a la certeza definitiva de que no es posible juzgar de forma absoluta los comportamientos ajenos.

Pascal Bruckner. Un buen hijo. Impedimenta, 2015.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pascal Bruckner

Los magníficos ensayos que conforman Laberinto veneciano tienen su origen en diez años de apasionada experiencia veneciana de la escritora venezolana Marina Gasparini.  Todos los temas que se desarrollan en sus páginas han sido  inspirados por distintos lugares venecianos, o por las obras de arte que Venecia guarda: los cuadros de Tiziano, Lorenzo Lotto, Watteau y el Canaletto, el grupo escultórico de Orfeo y Eurídice de Canova que hay en el Museo Correr, la veleta que corona la torre de la Aduana, las plazas oscuras y solitarias, los muelles golpeados por la marea…Todos (tesoros o lugares) incitan el pensamiento y la sensibilidad de la autora,  y la invitan a la búsqueda de un significado profundo,  una búsqueda en que la sabiduría y la erudición se alían con un gran poder de evocación, de meditación y de penetración psicológica.

 

Venecia como laberinto: es una idea que aceptamos sin preguntarnos más. Para cualquier visitante de la ciudad, sus calles –en las que es imposible no perderse si no se sigue a un guía con un paraguas coloreado en alto  (lo que impide encontrarse de verdad con Venecia)- son un laberinto. Las calles  de Venecia son un laberinto que incita a ser recorrido y, en ese laberinto real, Marina Gasparini, persiguiendo el hilo conductor de su pensamiento y desde un punto de vista comparatista y jungiano,  descubre no sólo los enlaces culturales sino las categorías psicológicas y metafísicas que lo refrendan. Gasparini convierte trazados de calles, ramos, campos, campiellos, ríos, rioterràs , fondamenta, canales y puentes, en objetos de profunda meditación, en símbolos y correspondencias de los misteriosos caminos del carácter y del destino.

 

Por esos caminos sinuosos de Venecia, la narradora (pues además de pensadora, Gasparini es una narradora de talento) se perdió una tarde de verano, cuando ya oscurecía. Deambuló durante algún tiempo por lugares sofocantes hasta que, “de repente, una calle se abrió a los árboles y a la iglesia de S. Giàcomo dell’Orio bordeando a la cual hay un campiello que por uno de sus lados limita con un canal cruzado por un pequeño puente”.   San Giàcomo dell’Òrio es, entre las venecianas, una iglesia humilde que está en el barrio de Santa Croce. De planta y de interior con sabor bizantino, aunque reformada y transformada posteriormente con elementos renacentistas y barrocos, como ocurre con muchos edificios venecianos. En su interior, suele señalarse como de interés la techumbre de madera, semejante a la de la gran iglesia de Santo Stéfano y algunas pinturas de Veronés, Palma il Giovane y una “Virgen con el Niño y Santos” de Lorenzo Lotto. En el campo donde está la iglesia, donde hay sembrados árboles altos, los patricios vénetos solían jugar al balón, y por eso este juego se clasificó como “noble”. Pero, en Laberinto venciano, Marina Gasparini no se ocupa de todos estos datos que pueden encontrarse en las guías históricas sobre Venecia. Ella se ocupa del alma y de los símbolos que pueblan la ciudad.

 

Aquella noche de verano en que  Marina Gasparini se perdió y se encontró en el campiello de S. Giàcomo, se topó, en su posterior búsqueda de aquellos lugares que no pudo hallar,  con la hornacina de una Madona frente a la que se había detenido la primera vez. Es entonces cuando entiende que aquel es su propio laberinto y cita estas palabras de María Zambrano: “Venecia, toda Venecia, es para mí un enigma que se deja ver, un laberinto que se aparece y que no hay que esforzarse por buscar porque si se lo busca, no se encuentra jamás”. Y añade Marina Gasparini: “El laberinto de Venecia posee meandros distintos para cada uno de nosotros. No salimos al encuentro de nuestro laberinto, será éste el que nos encuentre”. Aunque para que esto suceda,  es necesario que vayamos a Venecia: es decir, que nos situemos en la disposición anímica apropiada.

    

La autora discurre sobre la imagen arquetípica del laberinto desde sus orígenes cretenses (el Minotauro, Teseo, Ariadna) hasta un relato de Kafka, “La   construcción”, o  Los reyes, la obra teatral de Cortázar, pasando por el Renacimiento (“El hombre con el laberinto” de Bartolomeo Véneto, que lleva sobre el pecho este diseño emblemático) o las catedrales medievales que  substituyeron la peregrinación a Jerusalén por el dibujo de un laberinto en sus pavimentos como imago vitae.

 

Importantísimo me parece –y resumen central de estos ensayos que, en su desarrollo central van ejemplificándolo- el planteamiento de la cultura como trazado laberíntico que Gasparini propone al   considerar que las “correspondencias que se establecen entre símbolos, imágenes y diferentes disciplinas de la cultura siguen un proceso en el que las ideas se suceden y entrelazan tomando al laberinto como imagen de creación. El pensamiento tampoco es una línea recta (….) La experiencia del laberinto es un deambular entre sombras con un frágil hilo entre las manos que podemos perder, que nos puede abandonar, que se puede romper. Este hilo lo tejemos y destejemos siguiendo el diseño íntimo de nuestra necesidad”.

 

Una invitación, en definitiva, al laberinto que define a Venecia y que es nuestro propio laberinto, una invitación que atraerá poderosamente a los muchos lectores que están bajo el hechizo de esta ciudad.

 

Marina Gasparini, Laberinto veneciano, Barcelona, Candaya, 2011  

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pilar Gómez Bedate

8 de julio de 2015

 “… y yo tendría que hallar mi camino para regresar por extraños medios a esos campos de bruma que conocen todos los poetas; allí donde hallamos esas pequeñas y misteriosas cabañas a través de cuyas ventanas, al mirar al oeste, podemos ver los campos de los hombres y, al mirar al este, las delicadas y relucientes montañas, coronadas por picos nevados, que se extienden hasta la región del Mito y, más allá, hasta el reino de la Fantasía, que pertenece al País de los Sueños”. Así concluye la primera persona narrativa su relato sobre un viaje en barco por el río Yann y las misteriosas ciudades que van surgiendo en la travesía: lugares custodiados por lobos y sombras, poblados por monstruos, fantasmas y seres extraños, rodeados de junglas y cadenas montañosas. A veces se trata de una urbe silenciosa, de quietud sepulcral, cuyos habitantes deben seguir dormidos, pues, si llegaran a despertar, morirían  los dioses y, en tal caso, los hombres no podrían volver a soñar. En otro paraje, el Tiempo ha tenido que ser reducido y maniatado, antes de que acabara con las divinidades. El cuento apareció originalmente en una colección de 1910 —A Dreamer’s Tales— que, en su primera traslación española, presentó la Revista de Occidente catorce años después. Luego Borges lo incluiría en la Biblioteca de Babel. Leyendas mitológicas de dioses y hombres, personajes exóticos, criaturas mágicas, visiones ominosas ora sublimes, ora patéticas, humor e ironía en una prosa poética que evoca tanto las sugestivas revelaciones de Swinburne como el modo melancólico de Tennyson. El autor, que solía escribir con plumas de ave en el torreón de su viejo castillo, es uno de los fundadores del subgénero denominado “fantasía heroica”, junto con Rider Haggard o William Morris, y antes que C.S. Lewis, Lovecraft o Tolkien. Ahora bien, como señala Todorov, lo fantástico se mueve entre la representación de la realidad extraña y la de lo maravilloso, es decir, se construye sobre la duda que mantiene el narrador acerca de la realidad o irrealidad de lo narrado, vacilación en la que también participa el narratario (y el lector). Y es que estamos hablando de Lord Dynsany, un escritor versátil y prolífico sobremanera, cuya obra abarca desde el relato breve hasta el teatro, pasando por la poesía, la novela, el ensayo y la autobiografía. En todo caso, la escritura de más de ochenta y dos libros sólo ocupó un parte de su atareada existencia, pues, en contraste con el mundo de ensueño que creó, este aristócrata feroz fue un viajero impenitente, muy aficionado a la caza mayor y al cricket, además de campeón nacional de tiro con pistola y de ajedrez, juego del que inventó una variante asimétrica en la que el conjunto normal de piezas se enfrenta a un grupo de 32 peones.

Edward John Moreton Drax Plunkett (1878-1957) nació en Londres, en el seno de una familia irlandesa noble, cuyo origen se remonta a un tiempo anterior a la conquista normanda. Educado en Cheam, Eton y la academia militar de Sandhurst, a la muerte de su padre, en 1899, hereda el título nobiliario y se convierte en el decimoctavo Barón Dunsany. Tras participar en la guerra de los Bóer, donde entabla amistad con Rudyard Kipling, en 1901 establece su residencia en el condado de Meath, al noroeste de Dublín, en un castillo ancestral del siglo XII. Tres años después se casa con Lady Beatrice, hija del conde de Jersey, y así comienza un periodo de gran actividad social y literaria, con la publicación de un libro de relatos breves titulado The Gods of Pegana (1905), en el cual instituye una mitología propia e idiosincrásica, geografía y teogonía incluidas, que se completará en los volúmenes siguientes —Time and the Gods (1906) y The Sword of Welleran (1908), entre otros—, cuyas narraciones, magníficamente ilustradas por Sidney Sime, exhiben características del cuento popular: sencillez, brevedad, evocación de una fuerza amenazadora en una atmósfera indeterminada, estilo fluido y elevado… En 1909 presenta su primera obra teatral, escrita a instancias de W.B. Yeats para el Teatro de la Abadía, un movimiento escénico que tratará de mostrar la realidad social y cultural de Irlanda en clave costumbrista, sin excluir las reivindicaciones de tipo patriótico. Nos referimos a The Glittering Gate, un drama estrafalario sobre dos ladrones que quieren entrar en el cielo. Una vez más se ve aquí cómo el autor agnóstico, si no ateo, recurre a temas religiosos y utiliza parábolas, imágenes y fraseología de la Versión Autorizada de la Biblia, si bien, en esta ocasión, el talante irónico y fatalista parece anticipar la “vaciedad” del teatro del absurdo. A ésta seguirán muchas otras obras en los escenarios europeos y americanos (West End, Broadway, off-Broadway…). Hubo un momento en que cinco de ellas se representaban simultáneamente en Nueva York. Hombre de acción asimismo, Lord Dunsany fue herido en la primera guerra mundial y, durante la segunda, sirvió activamente en Soreham (Kent), la localidad británica más bombardeada en la Batalla de Inglaterra. En la década de 1920 regresa a la poesía y se inicia en la novela, ya sea en un entorno “romántico” español o fantástico, de asunto irlandés o semiautobiográfico, con ingredientes de la mitología clásica o del romance medieval, con motivos célticos u orientales. Y en 1931, de nuevo en el territorio del cuento, comienza una serie sobre los viajes y las aventuras de Mr. Joseph Jorkens, personaje que le acompañará hasta el fin de sus días: un tipo de buen corazón, siempre dispuesto a contar una historia a quien lo invite a un trago, preferiblemente de whisky con soda; por supuesto, nada de lo que relata el imaginativo gorrón es verdad, pero no tiene ninguna intención de engañar, sólo desea entretener a los miembros del club. Después de la guerra prosiguió con sus actividades literarias, dando conferencias y haciendo giras por los Estados Unidos, escribiendo espacios dramáticos para la radio, efectuando apariciones en la televisión, repartiendo el tiempo entre las residencias de Meath, Kent y Londres.

El inmenso legado de este “maestro de la irrealidad triunfante” ha sido valorado por muchos escritores que reconocen su influencia. Entre ellos destaca H.P. Lovecraft, que celebrará el punto de vista cósmico, el nervio dramático y el eclecticismo de un corpus de mitos y leyendas en el que se combinan, de manera coherente y espléndida, “el color oriental, la forma helénica, la gravedad teutónica y la melancolía celta”. Precisamente, un prefacio póstumo de este clásico del “terror cósmico” realzaba en 1976 una edición de Tales of Three Hemispheres (Cuentos de los tres hemisferios), la colección de relatos aparecida en 1919 y que ahora, por primera vez en versión española como tal conjunto, edita Espuela de Plata, con prólogo de Luis Alberto de Cuenca. El libro consta de catorce piezas breves, divididas en dos partes, y se abre con “El último sueño de Bwona Khubla”, en un escenario africano “donde estallan las orquídeas monstruosas, donde los escarabajos del tamaño de ratones se acomodan sobre los amarres de las tiendas de campaña”, y con una instancia narrativa subordinada a la historia contada por dos viajeros y corroborada por sus porteadores, con la salvaguarda de que un kikuyu nunca dice lo que esperamos que diga. A continuación nos trasladamos a Otford, una ciudad de la vieja Inglaterra en la que, de una forma misteriosa y terrible, va a quedar vacante el puesto de cartero. Luego, en “Oriente y Occidente”, un pastor manchú, tras contemplar la célebre carrera de Pittsburg a Piccadilly por el camino más largo, concluye que todo lo visto es un sueño maléfico o una vana ilusión. En otro momento asistimos a la guerra de los enanos contra los semidioses, o vemos cómo un pobre vagabundo es víctima inocente de la venganza ciega de las deidades, quienes dejarán de otorgar sus dones a un hombre que se cansa de todo, de la paz y de la guerra. En cualquier caso, los lances adquieren carácter de exempla e ilustran la futilidad de la codicia humana, pero también refieren la caducidad de los dioses. La prosa poética alcanza cotas de máxima expresión en la imagen nocturna de esa “ciudad maravillosa” que acogió al poeta, la Nueva York simétrica y ordenada a lo largo y ancho, pero irregular y negligente cuando se trata de la tercera dimensión. En la segunda parte hallamos tres narraciones encadenadas bajo un título genérico que nos sitúa “más allá del mundo conocido”. La primera de ellas, a la cual pertenece la cita preliminar de esta reseña, es una reimpresión para el mejor entendimiento de la totalidad, según reza la “nota de los editores”. Y es que el autor ha vuelto a la tienda de Go-by Street y ha traspasado la puerta que da acceso al País de los Sueños, pues quiere, por una parte, ver si el Pájaro del río sigue recorriendo el Yann, y, por otra, conocer la suerte de Singanee, el poderoso cazador de elefantes, ahora en un palacio de marfil, tras haberse vengado del monstruo que destruyó Perdóndaris, la famosa ciudad amurallada. Se suceden prodigios y visiones, y la fantasía se expande, al tiempo que lo prosaico y lo sublime se yuxtaponen felizmente. La paráfrasis de la trama se resiste a la fabula en un universo fragmentado, y en un ámbito narrativo que exalta el escenario y el lenguaje. Épica, lírica y vida.

 

 

                                                                                 

 

 

Lord Dunsany, Cuentos de los tres hemisferios, traducción de Victoria León, Sevilla, Espuela de Plata, 2011.

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Manuel Górriz Villarroya

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