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15 de mayo de 2015

A Virginia Cowley Swinnerton

 

 

Nada puede domar la violencia, vencida

la razón por un súbito desmayo

en que sólo se escucha

su grito encerrado. Nada detiene

al libertinaje, como ya anunciara otro

divino marqués. Nada lo detiene.

Es cierto —y yo no sé cómo

y de qué modo nos sucederá algún día

amor mío. Pero el tabú

sólo existe para ser violado. Yo siento

que me pierdo en ti y siento que

me inunda un gran océano

de sangre. Mas tú mi dulce amada

me ayudaste a salir de la marea,

limpiaste mis ojos y tomándome

la mano con cariño así entonabas: “Tras

el canto de la alondra murió Julieta;

y tu grito se desvaneció entre mis brazos”.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Miguel Veyrat

8 de mayo de 2015

Habiendo desempeñado un papel central en la renovación poética de signo clasicista (y, en su caso, abiertamente “antinovísimo”) que se produce en la poesía española de finales de los setenta y principios de los ochenta con Sevilla como uno de sus focos más importantes, Javier Salvago (1950) ha mantenido a lo largo de los años una inquebrantable lealtad a su propia voz (heredera de Bécquer y los Machado, de la escuela sevillana áurea y de la tradición más estilizada y sobria de poesía popular) y una admirable regularidad cuyos frutos quedaron recogidos en Variaciones y reincidencias (Renacimiento), sus poesías completas hasta 1997. Posteriormente, y tras un largo silencio de alrededor de quince años, apareció Nada importa nada (Isla de Siltolá, 2011), libro no menos fundamental que su obra anterior donde se encontraban acaso algunos de sus más brillantes poemas.

            Partiendo del más radical estoicismo y de una visión acusadamente determinista de la existencia y contemplando los tintes crepusculares del horizonte desde la atalaya de los años, Salvago se enfrentaba allí al balance de su recorrido vital y el sentido de su labor poética. Y la nueva colección de poemas que se publica ahora podría ser perfectamente una continuación de aquel último libro en cuanto a ese propósito, aunque en este puedan advertirse, no obstante, diferencias de forma y de tono como el predominio del verso corto (en un poeta que tan habitualmente ha venido cultivando el endecasílabo y el alejandrino en poemas de cierta extensión, como sus memorables sextinas) y del poema breve, escueto, más desnudo que nunca. Ya de tipo epigramático, de corte popular o en el molde del haiku (que en sus manos adquiere un llamativo carácter personal y aforístico), el tono del poema se vuelve en bastantes ocasiones bronco, directo, descarnado. El tono de quien se enfrenta a la realidad sin edulcorantes y cuenta (y se cuenta) verdades sin contemplaciones.

            Pocos poetas contemporáneos han tenido una visión tan clara de la creación de poesía como oficio total, como exigente camino de autoconocimiento que conlleva una especie de depuración moral en pos de la verdad última de sí mismo. Pocos han parecido quitarle tanta importancia al mismo tiempo, lejos de cualquier complacencia en la figura del poeta como ser excepcional distinto del resto de los hombres: “Con el yo de mi canción / no te excluyo, compañero; / tú eres ese yo”. La vida del poeta es en sus versos la vida de cualquiera. El antihéroe común que habita en cada uno de nosotros.

            De esa aparente contradicción han surgido algunos de sus más hermosos poemas sobre la poesía como necesitad vital. Y no es casual que este libro se abra precisamente con un poema titulado “La poesía” que, precedido de una cita borgiana (“la vieja mano / sigue trazando versos / para el olvido”) nos recuerda esa batalla perdida de antemano contra el mundo y contra el tiempo que, a pesar de todo, el poeta sigue sintiéndose irremisiblemente obligado a librar, aunque signifique: “Ver que a nadie le importa / después de tantos años / lo que a ti te importaba, / hasta ayer mismo, tanto”.

            Pero no solo de poesía habla este libro que tanto tiene de recuento y retrospectiva. Los poemas más destacables de su parte inicial (“Ajuste de cuentas”, “La verdad verdadera”, “Infierno”) son una reflexión sobre el triunfo y el fracaso, el coraje y la cobardía, el remordimiento y la aceptación del error. Y, convencido de que el peor de los pecados que un hombre puede cometer es engañarse a sí mismo sobre quién es, el poeta no vacila en poner nombre a sus errores: “la falta de ambición y el miedo / te hicieron elegir siempre el camino / más largo y sinuoso, el más adverso”. La serie titulada “Haikus de la frontera” aborda la muerte desde la ironía más característica del autor: “Lloran por mí. / Pero yo de ese sueño / me he despertado”. Y aún encontraremos  otros dos epitafios de tono semejante junto a una curiosa serie de tres sonetos cuasimetafísicos y un hermoso y emotivo poema final que rinde homenaje a la memoria del desaparecido Fernando Ortiz.

            Nos hallamos sin duda ante un poeta que no necesita máscaras para hablar, que no ha precisado nunca disfraces culturalistas ni personajes interpuestos para emplear la primera persona. “Otro de mis errores / fue obstinarme en contar / las cosas como eran, / en mostrarme tal cual [...]”, se reprocha a sí mismo en un poema titulado “Sin pudor ni vergüenza”. Pero junto a los poemas más confesionales e introspectivos destaca sobre todo en este libro el Salvago popularizante y moralista de las series de soleares, haikus, apuntes y coplas, donde probablemente se encuentran sus mayores aciertos: “la libertad es saber / qué nos ata, qué nos mueve, / dónde vamos y por qué”, y los instantes de más intensa hondura: “Cuando el dolor se prolonga / ni enseña ni purifica. / Te llena el alma de sombra”.

            “Un antihéroe es un perdedor / que acepta la derrota de la vida, / pero que no se rinde”, leemos en uno de esos “Apuntes”. Al acabar el libro sabemos que el poeta Javier Salvago no se ha rendido tampoco.

 

 

 

Javier Salvago, Una mala vida la tiene cualquiera, Sevilla, Isla de Siltolá, 2014.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Victoria León

"Debemos buscar un tercero que nos mire, nos envidie y nos reproche. Entre dos personas solas el amor no es posible...". Así se interrumpe uno de los textos más importantes jamás escritos acerca de la pasión amorosa, acerca de su insostenible afán de absoluto, acerca de la totalidad que arranca de cualquier otra realidad: el fragmento Viaje al paraíso incluido en la parte inconclusa de El hombre sin atributos de Robert Musil.

 

Como en el texto musiliano -obra maestra en la obra maestra- también en La tercera persona, de Álvaro de la Rica (Ediciones Alfabia, 2012), la presencia de un tercero en el amor no tiene nada que ver con el rancio ménage à trois ni con ninguna resabiada transgresión erótica. Es la intensidad de un amor total, el absoluto de un amor que, en Musil, necesita de una relajación; tiene necesidad del mundo, de su relatividad y de su banalidad, es decir, de terceras personas que, precisamente porque son extrañas a la incandescente plenitud de Eros, ayudan a encontrar aquella indiferente costumbre cotidiana que no se puede dejar de lado, porque no se puede estar siempre en la cumbre y en el corazón de la vida, en lo esencial, como tampoco se puede permanecer estable en una perfecta tensión mística.

 

Más allá de la incomparable grandeza de Musil, la intensa y potente novela de Álvaro de la Rica afronta con fuerza poética y con sobriedad el tema del amor y de su relación con aquella tercera persona que siempre es el mundo respecto a Eros. Nacido en 1965 en Madrid y profesor en la Universidad de Navarra, Álvaro de la Rica es un escritor agudo y original, autor de ensayos interesantísimos (como uno fundamental acerca de Kafka) y de una novela, como la reciente No te vayas sin mí, que vuelve sobre el tema de la cercanía/lejanía del amor y, además, retoma explícitamente La tercera persona, que se convierte aquí casi en el prólogo de una historia más vasta. Libros invadidos por una profunda humanidad, por una pietas religiosa y desprejuiciada, por un sentido de la sagrada, dolorosa y apasionada condición humana, todo ello expresado con una concisa precisión estilística.

 

La tercera persona se articula en tres partes. En la primera, la historia de dos amantes encuentra un oyente en un casual vecino de mesa en un bistró, aquel "otro" sin el cual nuestras historias no existirían, porque una historia no contada y no escuchada por nadie es como si no existiese. Aquel tercero es el mundo que devuelve como un eco las historias que le llegan; eco que se enreda con las otras voces creando un coro o, por lo menos, un contracanto, un diálogo en el que esas voces, las palabras, los sentimientos y las cosas adquieren un significado posterior.

 

En los dos capítulos que siguen, una mujer le habla a un hombre y el hombre le habla a la mujer de su historia conjunta, de su vínculo estrecho y frágil, del tercero que ha entrado en sus vidas interponiéndose entre ellos.

 

También en estas páginas, como en No te vayas sin mí, Álvaro de la Rica se adentra en los meandros de la existencia en los que, entre los amantes -que querrían ser una sola cosa pero no pueden lograrlo, por causas tanto externas como internas, y que tal vez no resistirían el hecho de ser auténticamente una sola cosa- se introduce alguien o algo que los coloca en un camino que, tal vez, es el humanamente más justo.

 

Il Corriere della Sera, 13 de agosto de 2014.

Traducción al castellano de Victor Balcells Mata

Escrito en Sólo Digital Turia por Claudio Magris

8 de mayo de 2015

GERARDO VACANA

 

 

Gerardo Vacana nació en 1929 en Gallinaro (Frosinone, Lacio), donde reside. Entre otros libros, ha publicado: Variazioni sul reale, Taccuino greco e altri versi y L’orto.En español: Variaciones sobre lo real, La Poesía, señor hidalgo, Barcelona, 2002; Cuaderno griego y otros poemas, El otro el mismo, Mérida, Venezuela, 2007; y La luz muy temprano, Fundación Inquietudes-Asociación Poética Caudal, Madrid, 2012. En catalán: Quadern grec i altres poemes, Emboscall Editorial, Barcelona, 2011.

 

 

 

 

 

 

 

 

 



                                      EXISTIR ES RESISTIR

Existir es resistir.
Siempre.
No sólo al ocupante.

Resistir también en la paz:
a los males al mal.
De por vida.




                        INDECIBILIDAD DE LO VERDADERO

Sólo lo inicial
lo intacto
lo no dicho
es verdadero
es exacto.



                                             SOBRE LA POESÍA

No se niega el sabor
de las castañas. Al contrario.
(Se alcanza con algún esfuerzo:
es preciso pasar
por el erizo y la doble corteza.)
¿Pero por qué negar valor
a las dulces pulpas,
que se ofrecen inmediatas
al disfrute, al mordisco? 



                                             EL MURO A SECO 

El muro a seco detrás de casa
esconde entre piedra y piedra
serpientes y caracoles en abundancia.
Nosotros no lo demolemos,
ni rellenamos los espacios vacíos
con cemento.
Nos persuade su belleza
—todo de piedra viva
y obra de una excelente mano—,
nos quedamos con sabiduría
nutrición y espanto.


 

 

                    EL ACONTECIMIENTO EN BUSCA DE AUTOR

 

El acontecimiento grande o mínimo

pasa por mil bocas distraídas

sufre mil tergiversaciones

pero reclama verdadera atención

busca un paso

entre gente resuelta, indiferente,

llega hasta ti

atenta, inquieta desembocadura

terminal doliente.

 

Por más esfuerzos que haga

tu mente (mente, no mar)

no le devolverá

la original pureza

la inicial, intacta verdad. 

Traducción: Carlos Vitale

Escrito en Sólo Digital Turia por Gerardo Vacana

4 de mayo de 2015

Para Orson 


  Pues no lo soñé. A veces me sorprendo diciendo esa frase por la calle, como si oyese la voz de otro. Una voz sin matices. Nombres que me vuelven a la cabeza, algunos rostros, algunos detalles. Y nadie ya con quien hablar de ellos. Sí que deben de quedar dos o tres testigos que están todavía vivos. Pero seguramente se les habrá olvidado todo. Y, además, uno acaba por preguntarse si hubo de verdad testigos.

  No, no lo soñé. La prueba es que tengo una libreta negra llena de notas. En esta niebla, necesito palabras exactas y miro el diccionario. Nota: escrito breve que se hace para recordar algo. Las páginas de la libreta son una sucesión de nombres, de números de teléfono, de fechas de citas y también de textos cortos que a lo mejor tienen algo que ver con la literatura. Pero ¿en qué categoría hay que clasificarlos? ¿Diario íntimo? ¿Fragmentos de memoria? Y también cientos de anuncios por palabras copiados de los periódicos. Perros perdidos. Pisos amueblados. Demandas y ofertas de empleo. Videntes.

  De entre todas esas notas, algunas tienen un eco mayor que otras. Sobre todo cuando nada altera el silencio. Hace mucho que no suena el teléfono. Ni nadie llamará a la puerta. Deben de creer que me he muerto. Está uno solo, atento, como si quisiera captar señales Morse que un interlocutor desconocido le envía desde muy lejos. Muchas señales llegan con interferencias y por mucho que afine uno el oído se pierden para siempre. Pero hay nombres que destacan con nitidez en el silencio y en la página blanca…

  Dannie, Paul Chastagnier, Aghamouri, Duwelz, Gérard Marciano, “Georges”, Unic Hôtel, calle de Montparnasse… Si no recuerdo mal, en ese barrio andaba yo siempre con la guardia alta. El otro día, pasé por casualidad. Noté una sensación muy rara. No la sensación de que hubiera pasado el tiempo, sino de que otro yo, un gemelo, rondaba por las inmediaciones; que no había envejecido y seguía viviendo en los mínimos detalles, y hasta el final de los tiempos, lo que viví aquí durante una temporada muy breve.

  ¿De qué dependía el malestar que notaba tiempo atrás? ¿Era por esas calles a la sombra de una estación y de un cementerio? De repente, me parecían anodinas. Había cambiado el color de las fachadas. Mucho más claras. Nada de particular. Una zona neutral. ¿Era realmente posible que un doble que hubiera dejado yo aquí siguiera repitiendo todos y cada uno de mis antiguos gestos y recorriendo mis antiguos itinerarios por toda la eternidad? No, aquí no quedaba ya nada de nosotros. El tiempo había arramblado con todo. El barrio era nuevo y lo habían saneado, como si lo hubieran vuelto a construir en el emplazamiento de un islote insalubre. Y aunque la mayoría de los edificios eran los mismos, le daban a uno la impresión de hallarse ante un perro disecado, un perro que hubiera sido de uno y al que hubiera querido cuando estaba vivo.

  Ese domingo por la tarde, durante el paseo, intenté recordar qué ponía en la libreta negra, que lamentaba no llevar en el bolsillo. Horas a las que había quedado con Dannie. El número de teléfono del Unic Hôtel. Los nombres de las personas con quienes me encontraba allí. Chastagnier, Duwelz, Gérard Marciano. El número de teléfono de Aghamouri en el pabellón de Marruecos de la Ciudad Universitaria. Breves descripciones de diversas zonas de ese barrio que tenía el proyecto de titular “Los adentros de Montparnasse”, pero, treinta años después, descubrí que se título lo había usado ya un tal Oser Warszawski.

  Un domingo de octubre a media tarde me llevaron, pues, mis pasos a esa zona por la que otro día de la semana habría evitado pasar. No, no se trataba de una peregrinación de verdad. Pero los domingos, sobre todo a media tarde y si uno está solo, abren en el tiempo algo así como una brecha. Basta con colarse por ella. Un perro disecado al que uno quiso cuando estaba vivo. Cuando estaba pasando delante del edificio grande, blanco y beige sucio, el número 11 de la calle de Odessa –iba por la acera de enfrente, la de la derecha-, noté algo así como si saltase un muelle, esa clase de vértigo que le entra a uno precisamente cada vez que se abre una brecha en el tiempo. Me quedé quieto con la vista clavada en las paredes del edificio que rodeaban el patinillo. Allí era donde Paul Chastagnier aparcaba siempre el coche cuando vivía en una habitación del Unic Hôtel, en la calle de Le Montparnasse. Una noche, le pregunté por qué no dejaba el coche delante del hotel. Puso una sonrisa apurada y me contesto, encogiéndose de hombros: “Por precaución…”

  Un Lancia rojo. Podía llamar la atención. Pero, entonces, si quería resultar invisible, ¿a quién se le ocurría escoger esa marca y ese color…? Luego me explicó que un amigo suyo vivía en ese edificio de la calle Odessa y que le prestaba el coche a menudo. Sí, por eso lo dejaba aparcado allí.

 “Por precaución…”, decía. Yo no había tardado en caer en la cuenta de que aquel hombre de alrededor de cuarenta años, moreno, siempre muy atildado, con trajes grises y abrigos azul marino, no tenía ninguna profesión concreta. En el Unic Hôtel lo oía hablar por teléfono, pero la pared era demasiado gruesa para que fuera posible seguir la conversación. Sólo me llegaba la voz, seria y a veces cortante. Silencios prolongados. Al tal Chastagnier lo había conocido en el Unic Hôtel al mismo tiempo que a otras cuantas personas con quien había coincidido en ese mismo establecimiento: Gérard Marciano, Duwelz, de cuyo nombre no me acuerdo… Con el tiempo, sus siluetas se han vuelto borrosas y sus voces inaudibles. Paul Chastagnier destaca con mayor precisión por los colores: pelo muy negro, abrigo azul marino, coche rojo. Supongo que pasó una temporada en la cárcel, como Duwelz y como Marciano. Era el de más edad y ya ha debido de morirse. Se levantaba tarde y quedaba con la gente a cierta distancia, hacia el sur, en esas zonas interiores que están alrededor de la antigua estación de mercancías cuyos nombres tradicionales también a mí me resultaban familiares: Falguière, Alleray e, incluso, algo más allá, la calle de Les Favorites… Cafés desiertos a los que me llevó a veces y donde creía seguramente que nadie podía localizarlo. Nunca me atreví a preguntarle si tenía una prohibición de residencia, aunque fue una idea que se me pasó a menudo por la cabeza. Pero, en tal caso, ¿por qué aparcaba el coche rojo delante de esos cafés? ¿No habría sido más prudente para él ir a pie y discretamente? Yo por entonces iba siempre andando por aquel barrio que estaban empezando a derruir, siguiendo las hileras de solares, de edificios pequeños de ventanas tapiadas y tramos de calles entre montones de escombros, como después de un bombardeo. Y aquel coche rojo allí aparcado, aquel olor a cuero, aquella mancha llamativa que resucita los recuerdos… ¿Los recuerdos? No. Aquel domingo a última hora de la tarde ya me estaba convenciendo de que el tiempo no se mueve y de que si de verdad me colase por la brecha me lo volvería a encontrar todo intacto. Y, más que cualquier otra cosa, ese coche rojo. Decidí ir andando hasta la calle de Vandamme. Había allí un café al que me había llevado Paul Chastagnier y donde la conversación se fue por derroteros más personales. Noté incluso que estaba a punto de hacerme confidencias. Me propuso, con medias palabras, que “trabajase” para él. Le di largas. No insistió. Yo era muy joven, pero muy desconfiado. Más adelante, volví a aquel café con Dannie.

  Ese domingo era casi de noche cuando llegué a la avenida de Le Maine y fui siguiendo los edificios grandes y nuevos, por la acera de los pares. Formaban una fachada rectilínea. Ni una luz en las ventanas. No, no lo había soñado. La calle de Vandamme desembocaba en la avenida más o menos a esa altura, pero aquella tarde las fachadas eran lisas y compactas, sin el mínimo paso. No me quedaba más remedio que rendirme a la evidencia: la calle Vandamme ya no existía.

  Me metí por la puerta acristalada de uno de esos edificios, más o menos en el sitio en que entrábamos en la calle de Vandamme. Luz de tubos de neón. Un corredor largo y ancho que flanqueaban tabiques acristalados, tras los que había una sucesión de oficinas. A lo mejor quedaba un tramo de la calle de Vandamme, encerrado en esa mole de edificios nuevos. Al pensarlo, me entró una risa nerviosa. Seguía por el corredor de las puertas acristaladas. No veía el final y la luz de neón me hacía guiñar los ojos. Pensé que aquel corredor transcurría, sencillamente, por el antiguo trazado de la calle de Vandamme. Cerré los ojos. El café estaba al final de la calle, que prolongaba un callejón sin salida que se topaba con la pared de los talleres del ferrocarril. Paul Chastagnier aparcaba el coche rojo en el callejón sin salida, delante de la pared negra. Encima del café había un hotel, el hotel Perceval, porque así se llamaba una calle que también habían borrado del mapa los edificios nuevos. Lo tenía todo anotado en la libreta negra.

 En los últimos tiempos, Dannie no se sentía ya muy a gusto que digamos en el Unic –como decía Chastagnier- y había tomado una habitación en el hotel Perceval. En adelante quería evitar a los demás, sin que yo supiera a quién en concreto: ¿Chastagnier? ¿Duwelz? ¿Gérard Marciano? Cuanto más lo pineso ahora más me parece que empecé a notarla preocupada a partir del día en que me llamó la atención la presencia de un hombre en el vestíbulo y detrás del mostrador de recepción, un hombre de quien me había dicho Chastagnier que era el gerente del Unic Hôtel y cuyo apellido consta en mi libreta: Lakhar, y tras el que viene otro apellido: Davin, éste entre paréntesis.

  La conocía en la cafetería de la Ciudad Universitaria, donde iba yo a menudo a buscar refugio. Vivía en una habitación del pabellón de los Estados Unidos y me preguntaba por qué, porque no era ni estudiante ni norteamericana. Después de conocernos no se quedó ya en ese pabellón por mucho tiempo. Alrededor de diez días apenas. No me decido a poner entero el apellido que anoté en la libreta negra después de nuestro primer encuentro: Dannie R., pabellón de los Estados Unidos, bulevar de Jourdan, 15. A lo mejor vuelve a ser el suyo ahora –después de tantos otros apellidos- y no quiero llamar la atención por si todavía está viva en algún sitio. Y, sin embargo, si leyera ese apellido en letras de molde, a lo mejor se acordaba de que lo había llevado en determinada época y me daba señales de vida. Pero no, no me hago demasiadas ilusiones al respecto.

  El día en que nos conocimos, escribí “Dany” en la libreta. Y corrigió personalmente, con mi bolígrafo, la ortografía exacta de su nombre: Dannie. Más adelante me enteré de que ese nombre, “Dannie”, era el título del poema de un escritor a quien admiraba yo por entonces y a quien veía a veces, en el bulevar de Saint-Germain, saliendo del hotel Taranne. A veces se dan curiosas coincidencias.

  La tarde del domingo en que se fue del pabellón de los Estados Unidos, me pidió que fuera a buscarla a la Ciudad Universitaria. Me estaba esperando delante de la entrada del pabellón con dos bolsas de viaje. Me dijo que habían encontrado una habitación en un hotel de Montparnasse. Le propuse que fuéramos a pie. Las dos bolsas no pesaban mucho.

  Tiramos por la avenida de Le Maine. Estaba desierta, como la otra tarde, que también era una tarde de domingo, a la misma hora. Era un amigo marroquí de la Ciudad Universitaria quien le había hablado de ese hotel, el amigo que me presentó en la cafetería cuando nos conocimos, un tal Aghamouri.

 Nos sentamos en un banco a la altura de la calle que va siguiendo la tapia del cementerio. Anduvo mirando en las dos bolsas para comprobar si se había dejado algo. Luego seguimos andando. Me iba contando que Aghamouri vivía en ese hotel porque uno de los dueños era marroquí. Pero, entonces, ¿por qué había vivido también en la Ciudad Universitaria? Porque era estudiante. Y además tenía otro domicilio en París. ¿Y ella también era estudiante? Aghamouri iba a ayudarla a matricularse en al facultad de Censier. No parecía muy convencida y dijo esta última frase como por decir algo. No obstante, me acuerdo de que una tarde a última hora la acompañé en metro hasta la facultad de Censier; había línea directa de Duroc a Monge. Lloviznaba, pero no nos importó. Aghamouri le había dicho que había que ir por la calle de Monge y por fin llegamos a la meta: algo así como una explanada, o más bien un solar rodeado de casas bajas a medio derruir. El suelo era de tierra y teníamos que andar con ojo, en la penumbra, para no meternos en los charcos. Al fondo del todo, había un edificio moderno que seguramente estaban acabando de construir porque aún tenía andamios… Aghamouri nos estaba esperando en la entrada y la luz del vestíbulo iluminaba su silueta. Tenía una mirada menos intranquila de lo habitual, como si le diera seguridad estar delante de esa facultad de Censier pese al solar y a la lluvia. Todos esos detalles me vuelven a la memoria desordenados, a trompicones: y a menudo se enturbia la luz. Y es algo que contrasta con las notas tan precisas que hay en la libreta. Esas notas me resultan útiles para darles un poco de coherencia a las imágenes que van a saltos hasta tal punto que el celuloide de la película corre el riesgo de romperse. Curiosamente, otras notas referidas a unas investigaciones que hacíalo por las mismas fechas acerca de sucesos que no viví –se remontan al siglo XIX e incluso al XVIII- me parecen más límpidas. Y los nombres que tienen que ver con esos sucesos lejanos: la baronesa Blanche, Tristan Corbière y Jeanne Duval, entre otros, y también Marie-Anne Leroy, guillotinada el 26 de julio de 1794 a la edad de veintiún años, me suena de forma más cercana y familiar que los nombres de mis contemporáneos.

  Ese domingo a última hora de la tarde, cuando llegamos al Unic Hôtel, Aghamouri estaba esperando a Dannie sentado en el vestíbulo en compañía de Duwelz y de Gérard Marciano. Fue esa tarde cuando conocí a estos últimos. Quisieron que fuéramos a ver el jardín que había detrás del hotel, con dos mesas con sombrillas. “La ventana de tu cuarto da a este lado”, dijo Aghamouri, pero aquel detalle no parecía importarle mucho a Dannie. Duwelz, Marciano. Intento concentrarme para darles un simulacro de realidad; busco qué podría resucitarlos, aquí, ante mis ojos, que me permitiera, tras todo este tiempo que ha pasado, notar su presencia. Qué sé yo, un aroma… Duwelz tenía siempre mucho empeño en ir atildado: bigote rubio, corbata, traje gris, y olía a un agua de toilettes cuyo nombre recordé muchos años después, porque me encontré en la habitación de un hotel un frasco olvidado: Pino silvestre. Por unos segundos, el aroma a Pino silvestre me trajo a la memoria una silueta que va, de espaldas, calle de Le Montparnasse abajo, un rubio de andares premiosos: Duwelz. Luego nada, como en esos sueños de los que no queda, al despertar, sino un reflejo impreciso que se va borrando según transcurre el día. Gérard Marciano, en cambio, era moreno, de piel blanca y bastante bajo; siempre te clavaba la mirada, pero no te veía. Tuve más trato con Aghamouri, con quien quedé varias veces a última hora de la tarde en un café de la plaza de Monge cuando salía de clase en Censier. Siempre me quedaba con la impresión de que quería hacerme alguna confidencia importante, porque, si no, no me habría hecho ir allí para verme a solas y lejos de los demás. Era un café tranquilo cuando caía la tarde, en invierno, y estábamos solos y amparados al fondo del local. Un caniche negro apoyaba la barbilla en la banqueta y nos observaba guiñando los ojos. Cuando recuerdo algunos momentos de mi vida se me vienen versos a la memoria y a menudo intento recordar de quién eran. El café de la plaza de Monge al atardecer lo relaciono con el siguiente verso: “Las uñas afiladas de un caniche golpeando las baldosas de la noche”…

  Íbamos a pie hasta Montparnasse. Durante esos trayectos, Aghamouri me había desvelado algunos detalles, muy pocos, referidos a él. Acababan de echarlo, en la Ciudad Universitaria, de su habitación en el pabellón de Marruecos, pero nunca supe si había sido por motivos políticos o por otros. Vivía en un piso pequeño que le habían prestado en el distrito XVI, cerca de la Casa de la Radio. Pero le gustaba más la habitación que tenía en el Unic Hôtel, que había conseguido gracias al gerente, “un amigo marroquí”. ¿Por qué no dejaba entonces el piso del distrito XVI? “Es que ahí vive mi mujer. Sí, estoy casado”. Y me di cuenta de que no me diría nada más. Nunca contestaba a las preguntas, por cierto. Las confidencias que me hizo –aunque, ¿pueden realmente llamarse confidencias?- me las hizo de camino, de la plaza de Monge a Montparnasse, entre prolongados silencios, como si andar lo animase a hablar.

  Había algo que me intrigaba. ¿Era de verdad estudiante? Cuando le pregunté qué edad tenía, me contestó: treinta años. Luego pareció arrepentido de habérmelo dicho. ¿Podía uno seguir siendo estudiante a los treinta años? No me atrevía a hacerle esa pregunta por temor a molestarlo. ¿Y Dannie? ¿Por qué quería ser estudiante también? ¿Así de sencillo era matricularse de la noche a la mañana en esa facultad de Censier? Cuando los miraba a los dos en el Unic Hôtel, la verdad es que no tenían pinta de estudiantes; y allá lejos, por la zona de Monge, el edificio de la facultad, a medio construir al fondo de un solar, me parecía de pronto que pertenecía a otra ciudad, a otro país, a otra vida. ¿Era por Paul Chastagnier, Duwelz y Marciano y por los demás a quienes veía de refilón en la oficina de recepción del Unic Hôtel? Pero nunca me encontraba a gusto en el barrio de Montparnasse. No, la verdad es que esas calles no eran muy alegres que digamos. Según las recuerdo, llueve a menudo, mientras que en otros barrios de París los veo siempre en verano cuando pienso en ellos. Me parece que Montparnasse se apagó a partir del final de la guerra. Más abajo, en el bulevar, La Coupole y Le Select tenían aún cierto resplandor, pero el barrio se había quedado sin alma. Ya no había en él ni talento ni corazón.

  Un domingo por la tarde estaba solo con Dannie, en la parte de abajo de la calle de Odessa. Empezó a llover y nos metimos en el vestíbulo del cine Montparnasse. Nos sentamos al fondo. Estaban en el descanso y no sabíamos qué película ponían. Ese cine inmenso y destartalado me hizo sentirme tan incómodo como las calles del barrio. Había en el aire un olor a ozono, como cuando se pasa junto a una reja del metro. Entre el público, unos cuantos soldados de permiso. Al caer la tarde tomarían los trenes de Bretaña, en dirección a Brest o a Lorient. Y en rincones apartados se ocultaban parejas accidentales que no le harían ni caso a la película. Durante la sesión se oirían sus quejas, sus suspiros y, bajo sus cuerpos, el chirriar cada vez más fuerte de las butacas… Le pregunté a Dannie si tenía intención de quedarse mucho más en el barrio. No. No mucho. Habría preferido vivir en una habitación amplia en el distrito XVI. Era un sitio tranquilo y anónimo. Y nadie podría ya localizarlo a uno. “¿Por qué? ¿Tienes que esconderte? –No, qué va. ¿Y a ti te gusta este barrio?”

  En apariencia, había querido zafarse y no responder a una pregunta embarazosa. Y yo ¿qué podía responderle? Qué más daba que este barrio me gustase o no. Ahora me parece que estaba viviendo otra vida dentro de mi vida cotidiana. O, para ser exactos, que esa otra vida iba unida a la vida diaria, bastante gris, y le daba una fosforescencia y un misterio de los que en realidad carecía. Así es como los lugares que nos resultan familiares y que volvemos a ver en sueños muchos años después adquieren un aspecto raro, como aquella calle de Odessa, tan mustia, y aquel cine Montparnasse que olía a metro.

  Ese domingo acompañé a Dannie al Unic Hôtel. Había quedado con Aghamouri. “¿Conoces a su mujer?”, le pregunté. Pareció sorprenderla que yo estuviera enterado de su existencia. “No –me dijo-. Y él no la ve casi nunca. Están más o menos separados”. No tengo mérito alguno si reproduzco esta frase exactamente, porque consta en la parte de debajo de una de las hojas de la libreta, debajo del nombre “Aghamouri”. En la misma página hay más notas que no tienen nada que ver con ese barrio triste de Montparnasse, ni con Dannie, Paul Chastagnier o Aghamouri, sino que se refieren al poeta Tristan Corbière y también a Jeanne Duval, la amante de Baudelaire. Había dado con sus direcciones, ya que pone: Corbière, calle de Frochot, 10; Jeanne Duval, calle de Sauffroy, 17, hacia 1878. Más adelante, hay páginas enteras dedicadas a ellos, lo que tendería a demostrar que para mí tenían mayor importancia que la mayoría de los vivos con los que tuve que ver por entonces.

  Esa noche, dejé a Dannie en la puerta del hotel. Vi de lejos a Aghamouri, que la estaba esperando a pie firme en medio del vestíbulo. Llevaba un abrigo beige. Eso también lo apunté en la libreta, “Aghamouri, abrigo beige”. Seguramente para contar, andando el tiempo, con un punto de referencia, con la mayor cantidad posible de detalles nimios referidos a esa etapa de mi vida, breve y turbia. “¿Conoces a su mujer? –No. Y él no la ve casi nunca. Están más o menos separados”. Frases que sorprendemos cuando nos cruzamos con dos personas que van charlando por la calle. Y nunca sabremos a qué se referían. Un tren pasa por una estación a demasiada velocidad para que se pueda leer el nombre de la estación en el cartel. Entonces, con la frente pegada al cristal de la ventanilla, nos fijamos en unos cuantos detalles: que se cruza un río, que hay un pueblo con campanario, que una vaca negra está meditabunda debajo de un árbol, apartada del rebaño. Albergamos la esperanza de que en la estación siguiente leeremos un nombre y sabremos por fin en qué comarca estamos. Nunca he vuelto a ver ninguna de las personas cuyos nombres constan en las páginas de esta libreta negra. Su presencia fue fugitiva e incluso corría el riesgo de olvidar los nombres. Simples encuentros que no sabemos si son fruto del azar. Existe una etapa de la vida para esa situación, una encrucijada en donde todavía estamos a tiempo de dudar entre varios caminos. El tiempo de los encuentros, como ponía en la tapa de un libro que encontré en los puestos de los libreros de lance de los muelles. Precisamente ese mismo domingo por la tarde en que dejé a Dannie con Aghamouri, iba andando, no sé por qué, por el muelle de Saint-Michel. Fui bulevar arriba, tan lúgubre como Montparnasse, quizá porque no había el barullo de los días de entresemana y las fachadas estaban apagadas. En la parte de más arriba, donde desemboca la calle de Monsieur-le-Prince, pasadas las escaleras y la barandilla de hierro, una cristalera grande e iluminada, la parte trasera de un café cuya terraza daba a las verjas del jardín de Le Louxembourg. Estaba a oscuras todo el local, menos esa vidriera tras la que solían demorarse hasta muy entrada la noche unos cuantos clientes ante una barra semicircular. Esa noche había entre ellos dos personas a las que reconocí al pasar: Aghamouri, por el abrigo beige, de pie y, a su lado, Dannie, sentada en uno de los taburetes.

  Me acerqué. Podría haber abierto la puerta acristalada y acercarme a ellos. Pero me contuvo el temor de ser un intruso. ¿Acaso no estuve siempre, por entonces, aparte, en la posición de espectador y diría incluso de ese a quien llamaba “el espectador nocturno”, aquel escritor del siglo XVIII que me gustaba mucho y cuyo nombre aparece en varias ocasiones, junto con algunas notas, en las páginas de la libreta negra? Paul Chastagnier, cuando estábamos los dos por la zona de Falguière o de Les Favorites, me dijo un día: “Es curioso… usted escucha a la gente con mucha atención… pero está en otra parte…” Detrás de la luna del café, bajo la luz de neón excesivamente fuerte, Dannie no tenía ya el pelo castaño, sino rubio; y el cutis, aún más pálido que de costumbre, lechoso y con pecas. Era la única persona sentada en un taburete. Detrás de ella y de Aghamouri había un grupo de tres o cuatro clientes, con copas en la mano. Aghamouri se inclinaba hacia ella y le hablaba al oído. La besaba en el cuello. Dannie se reía y bebía un sorbo de un licor que reconocí por el color y que pedía siempre que íbamos a un café: Cointreau.

  Me preguntaba si le dría al día siguiente: Ayer por la noche te vi con Aghamouri en el café Luxembourg. Aún no sabía qué relación tenían exactamente. En cualquier caso, en el Unic Hôtel no estaban en la misma habitación. Yo había intentado entender qué unía a aquel grupito. Aparentemente, Gérard Marciano era amigo de Aghamouri hacía mucho y éste se lo había presentado a Dannie cuando vivían los dos en la Ciudad Universitaria. Paul Chastagnier y Marciano de llamaban de tú, pese a la diferencia de edad, y otro tanto sucedía con Duwelz. Pero ni Chastagnier ni Duwelz conocían a Dannie antes de que se fuera a vivir al Unic Hôtel. Y, para terminar, Aghamouri tenía una relación bastante estrecha con el gerente del hotel, ese que se llamaba Lakhdar, que iba cada dos días a la oficina que estaba detrás del mostrador de recepción. Lo acompañaba a menudo un tal “Davin”. Esos dos parecían conocer desde hacía muchísimo a Paul Chastagnier, a Marciano y a Duwelz. Todo eso lo había apuntado yo en la libreta negra, una tarde en que estaba esperando a Dannie, hasta cierto punto como si estuviera haciendo un crucigrama o algún boceto, para entretenerme.

 

 

(Fragmento del libro La hierba de las noches, de Patrick Modiano. Traducido por María Teresa Gallego Urrutia, será próximamente publicado por la editorial Anagrama)

 

Escrito en Lecturas Turia por Patrick Modiano

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