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9 de febrero de 2015

 

La recepción crítica de la obra de David Foster Wallace en España es un caso de anacronía hermenéutica. Reseñar hoy La escoba del sistema como una “novedad” contraviene las leyes de la linealidad interpretativa y obliga a narrativizar la producción literaria de Wallace en una analepsis analítica que no solo altera la secuencia cronológica, sino que desbarata la cómoda y tradicional lectura causa-efecto y de acumulación y/o superación de criterios y técnicas. El lector (en) español de DFW, que ya había pasado por los ensayos y opiniones, por los relatos, por las novelas éditas, inéditas, infinitas, pálidas y póstumas, llega ahora al origen de todo, al big bang creativo de una propuesta narrativa, estética, filosófica y vital cuyo alcance aún no atisbamos a divisar. Porque, claro, cuando despertamos, La escoba del sistema YA estaba allí. La época -1987- en la que Wallace clamaba en el desierto: “La narrativa o mueve montañas o es aburrida; o mueve montañas o se sienta sobre su propio culo”.

Novela escrita entre 1984 y 1985 como tesis en el Amherst College, La escoba del sistema, queda definida por su jovencísimo autor en la primera carta (escrita a máquina, firmada en mayúsculas: Wallace siempre parece escribir en mayúsculas) dirigida a su futuro agente literario, Fred Hill: “He sido informado por personas entendidas de que (…) no es solamente entretenida y vendible, sino verdaderamente buena”. Entretenida, vendible, verdaderamente buena. No es hora ya, lo sabemos hace tiempo, de sacralizar la opinión que sobre su obra tiene el autor (esté muerto, como decía Barthes o esté de parranda, como rumbeaba Peret en El muerto vivo). Pero sí llama la atención cómo publicita Wallace su primera novela, qué atributos  le concede, cómo conjuga criterios estéticos o intrínsecos difícilmente mensurables por su indefinición esencialista (“verdaderamente buena”) con otros criterios (“entretenida”, “vendible”) que parecen aplicarse mejor a otros productos culturales: el mercado, ya se sabe. Pero así era el joven Wallace. Alguien a quien nos imaginábamos –ahora lo sabemos por su biografía- debatiéndose entre la ficción y la investigación, entre la novela y la filosofía, entre la creación y la lógica matemática; alguien excesivo en todo, en los argumentos y en la sintaxis, en la interiorización y en el mundo (y en los demonios y en la carne); alguien obsesivo con el lenguaje y que puso palabras a las obsesiones; alguien fascinado por las imágenes, náufrago ante el televisor, deudor de la publicidad, devoto del consumo y de las conspiraciones, clásico, moderno, técnicamente superdotado, wonder boy. Y todo ello está en La escoba del sistema. La imaginación apabullante, inmoderada, deslumbrante. El estrafalario elenco de personajes, con sus nombres alusivos: Proctor, Biff Diggerence, Metalman, Sealander, Spaniard, Vigorous, Splitstoeser, Neil Obstat, Foamwhistle, Bombardini, la cacatúa Vlad el Empalador (pajarraco malhablado y soez convertido en vocero de Dios). El inaudito muestrario de espacios abiertos y cerrados: el Gran Ohio Desértico –GOD- creado artificialmente; la centralita telefónica siempre al borde del colapso, siempre confundiendo las llamadas; la residencia de donde escapan los ancianos encabezados por la siempre presente y siempre ausente bisabuela Lenore: mismo nombre, misma búsqueda. La entrópica amalgama de relatos adictivos (de adictos, sobre adicciones, adictivos para el lector), directos (a veces sin que sepamos quién es el autor), indirectos (las delirantes conversaciones con el psiquiatra, aún más desquiciado que sus pacientes), intercalados (Rick se justifica, se reivindica, contando historias, y así trata de anular su impotencia sexual: moderna Sherezade, si sigue contando  historias en la cama, en el coche, en el desierto, no morirá, o impedirá que su chica se vaya con otro). La búsqueda de la abuela Lenore es un gigantesco macguffin que nos trae y nos lleva por la filosofía de Wittgenstein, por la compleja sacralización del marketing, por las endemoniadas relaciones familiares (la figura paterna, el hermano Anticristo), por la casualidad extrema travestida en lógica lúdica. Como si Pynchon hubiera decidido crear una opereta bufa y demostrar que conoce todas, todas, todas, las técnicas narrativas descubiertas hasta el momento. Una macedonia de frutas que cuando amenaza con empalagar con el almíbar, se rebaja con un toque de licor que raspa en la garganta.

Es imposible leer ahora La escoba del sistema sin hacer proyecciones de futuro que, paradójicamente, ya hemos visto cumplidas. Al leer esta novela, intuimos que aquí estaba todo Wallace. Estaba todo, pero faltaba mucho. El mismo dijo en 1987. “El camino es largo y duro. Escribir es lento y difícil. Tengo la esperanza de que nada de lo que he hecho hasta ahora me impida seguir mejorando. Esperemos no tener cincuenta y cinco años y estar haciendo lo mismo”. No hay moraleja en esta historia.- JAVIER GARCÍA RODRÍGUEZ.

 

David Foster Wallace, La escoba del sistema, traducción de José Luis Amores, Málaga, Pálido Fuego, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Javier García Rodríguez

         César Simón nació en 1932 en Valencia, pero pasó su primera infancia en Villar del Arzobispo, localidad a la que pertenecía su familia materna.

      Su padre fue Manuel Simón Berenguer y su madre Carmen Gordo. A la madre de César se le ofreció la posibilidad, cuando las tropas republicanas salieron de Villar del Arzobispo, de mandar al niño a Rusia, pero su madre se negó.

       Fue un niño abocado a las letras, un hombre persuadido por el espíritu del lenguaje, por la belleza de las palabras. Estudió en Las Escuelas Pías, primero, luego, en la Academia Castellanos y, por último, en los Hermanos Maristas.

       Conoció, en 1948, cuando César tenía dieciséis años, a su primo Juan Gil-Albert, el cual volvía del exilio. Su figura y su talento fueron ya influencias decisivas a lo largo de su vida. Gracias a Gil-Albert, conoció el joven poeta valenciano a Jaume Vidal, Xavier Casp, Pedro de Valencia, Genaro Lahuerta y Ramón Gaya, entre otros.

      Establece contacto con la hermana de Gil-Albert, Tina, madre de la que será más tarde su mujer, Elena. También conoció a Feli López, ama de llaves de la familia Gil-Albert, por la que sintió un gran cariño.

       Todo este repaso biográfico es necesario para entender que la figura y el pensamiento de César Simón estuvo marcada por una infancia donde se desarrolló la Guerra Civil, por una juventud donde conoció a un gran escritor, de su estirpe familiar, el cual marcó decisivamente la trayectoria de su obra.

       Todo ello, sirve para entender la hondura de la voz del poeta valenciano, uno de los de mayor talento y de pensamiento más profundo de su generación.

        Fue un hombre de gran sentimentalismo, un ser de mirada verdadera y un espíritu reflexivo. Sobre su obra gravitan temas esenciales como el paso del tiempo, la muerte, el amor efímero, el fracaso de la comunicación con el otro, la conciencia como fatalidad en la vida del hombre, etc.

         De sus años de profesor de Instituto le quedaron amigos como Arcadio López Casanova y Pepe Mas, entre otros. De su experiencia docente en la Universidad de Valencia nació su gran amistad con profesores y poetas de la talla de Pedro J. de la Peña, Jenaro Talens y Guillermo Carnero.

         Como podemos observar, el mundo de César Simón estaba lleno de referencias artísticas, envuelto en una atmósfera de creación.

         Para Guillermo Carnero, el ensimismamiento es un tema clave en el poeta valenciano (en mi opinión, fue un tema que le persiguió toda su vida). Lo dice en el número de El Mono-Gráfico dedicado a él: “Ese ensimismamiento era la manifestación externa de la realidad, de su segregación de ella, y al mismo tiempo de su repugnancia a sustituirlas por quimeras o paraísos en los que no creía” (Guillermo Carnero, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, pp.27-28).

       Cita Carnero, al final del artículo, el poema “Frente al balcón” perteneciente al libro de poemas Extravío, donde el poeta plasma una mirada que revela la hondura de las cosas, pero también la certidumbre de ser miradas sólo en la conciencia, interiorizando su ser, en lo más profundo de sí mismo.

       Comento  unos  versos  de  este poema: “El vacío, mi fiel y noble pulso / mi

saliva y mi propio corazón, / mi calor y mi temperatura, / mi secreto: el silencio” (vv. 8-11)-

        Magnífica forma de expresar al ser que se afirma en su  conciencia, el vacío expresa el absurdo de la vida, la saliva y el corazón son pulsaciones de su ser, lo que le condena al cuerpo, a una existencia real. El calor es metáfora de su hálito humano y la temperatura es espejo de su arraigo a la tierra y, por último, el silencio, ensimismamiento, búsqueda del ser en el no ser, extrañamiento de su ambigua condición humana.

        El poema termina de forma magistral y nos confirma que el poder de mirar es un impulso creador, quizá el único que nos mantiene en pie, que nos salva de la nada en que habitamos al vivir: “Ah, delicadamente, entonces, contemplé de nuevo el balcón, / el pálido sol del muro, las oscuras plantas, / mi cuerpo milagroso en un instante / del mundo: la mirada” (vv. 12-16).

       Nos llama la atención el adverbio “delicadamente”, lo que nos demuestra la sensibilidad inherente en el poeta, el cual llega a las cosas con sigilo y con tacto.

La presencia del balcón (nos recuerda, sin duda,  a algunos poemas de Brines, que reflejen muy bien el abismo entre el espacio interior y el exterior), la antítesis entre la luz: el sol tenue (pálido) y la negrura: “oscuras plantas”. Y, como era de esperar, la certidumbre del cuerpo, como si el poeta se viese a sí mismo (ensimismado) en el cotidiano acto de vivir, sorprendido del milagro de respirar, de habitar en un cuerpo: “mi cuerpo milagroso en un instante” y, naturalmente, la mirada, potencia que hace posible la efímera felicidad de sentirse vivo.

         César Simón logra en “Frente al balcón” una rara perfección y nos ofrece todo lo que para él es la vida: sorprenderse ante el acto de respirar.

          Considero que Extravío es uno de sus libros más logrados, un libro donde el poeta descubre su profundo sentimiento por estar vivo. En las Elegías (I,II y III) aparece el mar, metáfora de la vida que transcurre sin clemencia, el jardín, espacio de la felicidad, el sol, poder luminoso (en la estela de aquellos pintores que impresionaron a través del color) que alivia la mirada por la blancura que nos deja (el alba) pero nos hiere al ir muriendo (el crepúsculo).

          El prestigioso poeta y crítico Ricardo Bellveser escribió en El Mono-Gráfico un artículo dedicado al primer César Simón, y llama la atención en la insistencia, como hizo Carnero, en la mirada del poeta: “Se añade la mirada del poeta quien se nos presenta como un delator confundido en la muchedumbre, que pasa inadvertido a la policía, pero está ahí, a nuestras espaldas “Os contemplo”, amenaza inquietamente y anuncia grave: “Soy. Y lo sé. Os miro” (Ricardo Bellveser, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 33).

        Para Bellveser, Simón vive en la mirada, se manifiesta en el poder de contemplar a los otros, pese a que su poder pueda parecer ínfimo no lo es, es su manifestación más contundente de estar en el mundo. Se refería, con estas certeras palabras, al tercer libro del poeta valenciano, titulado Estupor final.

        Pero también constata la presencia del mar en su primer libro, Pedregal, cuando lo relaciona con la muerte  y la vida, inmerso este antagonismo en la  tradición clásica de la poesía española.

       El mundo de César, su enorme humanidad, fue muy bien vista por Teresa Garbí en “Apuntes sobre César Simón” en el citado número de El Mono-Gráfico, cuando dice acerca de su compenetración con la Naturaleza, con su universo cercano lo siguiente: “Y era tal la humanidad de los paisajes que amaba que los quería poblados de animales, sobre todo de perros, cuya mirada y gestos, como sabemos, nos hacen sentirnos humanos y acompañados” (Teresa Garbí, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 65).

     Cuenta en este artículo que César, pleno de humanidad, recogía perros abandonados. Para él, sin duda alguna, lo más sencillo era lo más profundo y despreciaba aquello que llegaba con facilidad: el halago hipócrita, el dinero inmerecido, etc.

      No en vano, uno de sus libros más estremecedores en prosa fue Perros ahorcados (Pre-Textos. Valencia, 1997), donde César nos habla de la vida, de su casa, del campo, de las cosas verdaderas y, por supuesto, del amor por los perros, por su cercanía y por el afecto que le producían: “De pronto, he sentido detrás de mí un rumor y he vuelto la cabeza. Un perro grande, pastor alemán casi blanco, ya me lamía la mano. No me he asustado. He dejado que me husmeara muy cariñoso, encaramándose a mi pecho con sus manos” (p. 10).

      El hombre y el animal establecen una comunicación profunda, basada en la mirada y en la confianza, al igual que el caballo lo será para un gran amigo de César y poeta también, Pedro J. de la Peña, cuando nos regale los maravillosos versos de su Poesía Hípica, un canto de amor entre el hombre y el caballo como muy pocas veces ha producido la literatura.

       Merece la pena comentar unas palabras de Marcos Ávila del citado Mono-Gráfico y de su artículo “Al correr del tiempo”, cuando dice acerca de César: “Sí, César Simón era un poeta de ahora, de los pocos de verdad que son poetas, alguien que escribía desde el no saber, desde la búsqueda, y por eso tuvo algo que decirnos entonces y sigue teniendo algo que decirnos ahora que ya no somos el joven, pero sentimos aún más dentro el sentido de libros suyos como el titulado Erosión”.

       La palabra de César no muere, nos dice Ávila, sigue presente, latiendo en sus amigos  y en cada uno de los lectores que nos adentramos, entregados, en sus versos apasionados-

         ¿Y el amor? Tema indudable en su obra, fuego que no ha de morir nunca, porque vive en el momento en que triunfó la pasión amorosa. Lo refleja muy bien el poema “Cuando amas” de Extravío: “Permanece un silencio cuando amas. / Escucha al fondo / la vastedad de la respiración, / la gota de agua y el rumor del viento” (vv. 1-4).

        El amor, en estos versos, lo es todo, hay que callar para sentir que es lo más hondo y verdadero que poseemos, la culminación de nuestra ambición humana, la forma de sentirnos realmente inmersos en el mundo, en un momento pleno donde no existe conciencia de la muerte.

       Y hay que fijarse en los últimos versos del poema para recordar esa unión mística, que nos recuerda a San Juan de la Cruz, cuando, tras la noche oscura del alma, encuentra al esposo- Dios: “Y ves de lejos. / Ven, al amor, de lejos. / Desde la  noche, / desde  el  desierto, /arrimado  a  los muros, / a perecer en él, como acto único” (vv. 5-10).

     Sí, el  amor llega tras la noche, tras un proceso de búsqueda y de soledad, hasta la consumación. Pero esta muerte no es la que acaba con el ser humano, injusta y cruel, que no hace distinciones de edades ni de condiciones, sino una muerte que propicia la vida eterna, la que nos salva de pensar en nuestra caducidad.

      Muy pocos poetas han expresado tan bien el amor, lo que significa, su recorrido desde la noche hasta la claridad, y, por ende, la magnitud del instante no tiene parangón, pues en ésta se propicia la vida verdadera.

      Hay otro símbolo constante en su poesía: los muros. Representan la ausencia de la libertad, que el hombre, en su vocación de entrega, debe vencer para adquirir la efímera, pero plena, felicidad del amor.

      Me gustaría terminar este estudio dedicado a la obra de César Simón (limitado al espacio que supone la investigación sobre otros importantes poetas valencianos contemporáneos) con algunos versos de su libro El jardín.

      Lo publicó Hiperión en 1997 y hay, en el mismo, poemas muy significativos, porque buscan la esencia, como si el poeta hubiese ido afinando su pensamiento, al igual que Juan Ramón Jiménez, en pos de la verdad de la vida.

     Antes de comentar un poema del libro, merece la pena citar las palabras de Pedro J. de la Peña y lo que nos dice acerca del sentido del mismo: “Este libro de César  es, por lo tanto, una pregunta sobre nuestro origen, una inquisición a las sombras para arrebatarles un perfil de luz, un resquicio olvidado de lo insondable” (Pedro J. de la Peña, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 74).

       Muy cierto lo que nos dice el poeta de Reinosa, porque el libro es, ante todo, un deseo de saber, una búsqueda hacia el origen de nuestro existir. Éste está compuesto de varias partes, la primera: Una noche en vela es la noche de la aventura hacia el origen de la vida, donde destacan poemas como “Lejanía”:

“hay un lector insomne / que se abstrae en el grillo” (vv 3-4).

       La mirada de Simón está cerca de cualquier ser del mundo, llena de luz y sombra. Repite en “Textura veraz” el mundo del hombre que contempla, pasivo, “vivir el canto de los grillos”.

       Hay algo arcano en Simón, algo que viene de la tradición de aquellos que miran el campo para conocer la vida, lejana de toda cultura libresca. Lo dice muy bien en el poema antes citado: “ser un bulto aterido, / quieto, simbólico, distante, / sentado en una silla; / ser quien piensa y respira / lo más antiguo, lo más cierto” (vv. 7-11).

       La verdad está en ese poder de la contemplación, en ese ocio de ver pasar la vida, como muy bien hizo Juan Gil-Albert, cuya influencia en nuestro poeta es indudable. Late en el poeta valenciano el mismo ímpetu que Gil-Albert, ese deseo de estar a solas con la Naturaleza, de entender los significados del Universo.

       En esta primera parte hay un poema donde César Simón niega el amor humano, porque encuentra en la respuesta de la Naturaleza una fidelidad mayor, una entrega verdadera que en el ser humano siempre decepciona: “¿Amar? No amar a nadie / con  la  proximidad   que fue ceguera. / Amar…Hay

otras cosas, / el  aire  puro, / la  corteza  del  árbol, / las  criaturas  desvalidas”

 

(vv. 1-6).   

           ¿No es amor también? Se trata de un amor que queda, porque no se nos va, no nos arranca de su lado.

            Simón reniega del amor humano: “Pero, ¿amar otro cuerpo, / fingir alcances, / ser ciego y sordo. No, no sirve” (vv. 7-9).

           En definitiva, lo más hondo es, como ya comenté antes, el silencio, una entrega al mundo sin palabras, poseído por la mirada: “El pasmo más profundo es el silencio, / los roces de las manos sobre la dura piedra” (vv. 10-11).

          Si hay roce en la piedra (lo que nos lleva a recordar a Rubén Darío y su poema “Lo fatal”: “y más la piedra dura, pues esa ya no siente”) es que el poeta entiende que el verdadero amor está en su arraigo a la Naturaleza, e, incluso, a lo que no siente, como la piedra, de ahí ese tímido contacto con ella “roce”.

           En el segundo apartado del libro, ese universo nocturno llega a desaparecer y surge “Al alba”, sólo compuesto de dos poemas: “El final” y “Sala con sol”. La repetición de las cosas aparece en el segundo poema: “Ah, qué antiguo, qué antiguo / estar aquí, / entrar en esta sala / inundada de sol, / y sentir el silencio más sumido / que ayer y que anteayer, / siempre lo mismo y nunca más que entonces” (vv. 1-7).

           Todo es igual, el tiempo se repite y el sol (espacio de luz que invita a la vida) vuelve, de nuevo, a nuestros ojos.

            Llega luego Intermedio (parte III) con el poema “Dos enfermos”, donde un amigo visita a un moribundo, suenan las notas de Chopin, lo que me hace pensar en Juan Gil-Albert, no en vano, él, extremadamente sensible y amante de la música dedicó un poema al genial músico.

           En el transcurso del poema habla el visitante, no el enfermo, pero el final nos estremece: “Él, esta noche, ha murmurado / la terrible belleza de las notas” (vv. 19-20). Si recordamos el final de la vida de Gil-Albert, cuando su porte elegante y su sabiduría se fueron apagando irremisiblemente por la decadencia de su mente prodigiosa, el poema nos parece reflejar al hombre moribundo, de espíritu excelso, pero devastado por la enfermedad y por la crueldad de la muerte próxima.

          Luego llega el apartado IV, titulado Cosmológicas, con dos poemas: “Unidad ilusoria” y “La vida inextinguible”, donde Simón reafirma su visión del mundo, la condición trágica de la vida. Y, por último, Jardín (apartado V) compuesto de bellos y cortos poemas que parecen aforismos.

         Cito, para no extenderme más sobre lo ya comentado antes, el poema “Lo postrero” donde afirma su falta de fe religiosa, la sensación de que, tras la vida, no hay nada: “Sólo el edén espera, / el edén de las rosas / que no se ven, / de los árboles que no existen” (vv. 1-4).

         Ese paraíso es un vacío que sólo existe en nuestra ilusión, no hay forma de volver, ni vida posible, ni tan siquiera espiritual, (en mi opinión), ya que nada sustenta el mundo conocido, con nosotros y nuestra muerte se apaga todo vestigio de nuestra existencia. El único espacio donde puede vivir el hombre que se ha ido es en el recuerdo de los otros, nos dice Simón.

 

Y hay otro poema donde el poeta insiste en la idea que sustenta su poesía: el deseo de aferrarse al mundo, mientras  la   vida quiera, adherirse a su belleza trágica. El poema se llama “Los pasos últimos” y dice: “Jardín, centro del mundo, / tierra sin nadie, / por tus pasos anda / un cuerpo todavía / buscando no sé sabe qué objetivo, / más sintiendo en las venas el rumor generoso / y silencioso / de la sangre” (vv. 1-8).

          Este poema resume muy bien toda su obra, el jardín es símbolo de la vida, el lugar donde ha plantado sus raíces (donde ha dejando hijos) y el poeta pasa por ella, agradeciendo lo que ésta le ha dado y le da, aunque desconozca qué ha ido a buscar en realidad. El hombre, ensimismado, porque lleva dentro la extrañeza de su condición humana y una soledad que le arraiga a las sombras, pero que le han regalado luz.

         Quiero terminar este estudio sobre el gran poeta valenciano que nos dejó un diciembre de 1997, citando las palabras de José Luis Falcó, perteneciente a su artículo “Los días hermosos” que apareció en el homenaje que la revista El Mono-Gráfico le dedicó en el año 2003-

        Dice Falcó: “Como dije al principio, siempre recordaré a César por los días hermosos. Pocos amigos he tenido la fortuna de conocer que supiesen acompañar tanto con apenas un gesto de pena o de alegría. Ahora, mientras escribo de nuevo estas líneas, sé que está, que estará siempre conmigo, ayudándome a saber escoger y a vivir siempre, a decantarme por lo esencial, por los días hermosos, por ese enigma encadenado al sol y no resuelto” (José Luis Falcó, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 45).

        Qué mejor forma de terminar que esa entrega del amigo al hombre que supo sentir la vida, con comprensión y afecto a los demás, cuya modestia le llevó a acoger a perros abandonados, como fieles compañeros, lejos de los posibles galardones que un hombre de su talla recibió. Su obra sigue siendo un misterio, un lugar donde residen certezas y oscuridades, un espacio de humanidad y belleza, no exentos del sino trágico que siempre acompañó al poeta valenciano desde su más tierna infancia.

         La luz de su poesía, su mirar a la vida siempre quedará en nuestra retina, ya que César Simón alumbró una de las mejores obras que nos ha regalado el mundo literario levantino.

     

     

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

José António Duro, más conocido como José Duro, “el olvidado de los olvidados”, −como le definiera el periodista Mayer Garção en su libro Os esquecidos−, nació en la coqueta ciudad de Portalegre, Alto Alentejo, Portugal, el 22 de octubre de 1875, y murió en Lisboa una gélida mañana de enero de 1899, cuando contaba apenas 23 años. Su breve vida estuvo totalmente marcada por los estragos de la tuberculosis, dolencia que contrajo a edad temprana y que dejó igual huella tanto en su carácter solitario y sombrío como en su obra poética, impregnada de referencias a su enfermedad, a los oscuros mundos del esoterismo, la prostitución, el tedio, la desesperación por su estado de salud y la consciencia de una muerte inminente; ya en 1895, en su poema más precoz, un soneto con claras influencias de Antero de Quental titulado Morte, José Duro no duda en presentarse al mundo literario con todo su dolor y toda su decadencia, constantes que marcarán, salvo escasas excepciones, el resto de su brevísima obra.

 

No todo es sufrimiento y queja en la obra de José Duro; en su primer libro, Flores, una plaquette publicada en Portalegre en 1896, Duro da aún algunas muestras de frescura y de amor por la sencilla vida de campo que tan bien conocía; sin embargo, tras su marcha a Lisboa, donde ingresará en la Escola Politécnica, comenzará a frecuentar tertulias literarias y a interesarse por la poesía de Charles Baudelaire −sin duda su mayor influencia extranjera−, así como por la obra de poetas portugueses decadentistas como Antero de Quental, António Nobre o Cesário Verde, influenciados a su vez por la larguísima sombra del vate francés. Todo ello, unido al progresivo avance de su enfermedad, irá a desembocar en su segundo y último libro, radicalmente titulado Fel (“Hiel”), inédito hasta la fecha en lengua castellana y del que presentamos varios poemas traducidos a continuación. Fel, publicado apenas tres semanas antes de su muerte, y cerrado con un largo y magnífico poema titulado Doente, es una suerte de trágico testamento, un patético diario de sus últimos días, un lúcido testimonio que aún es considerado, a pesar de su escasa difusión en la actualidad, como la concretización más pesimista de las corrientes decadentistas de su tiempo en lengua portuguesa. No en vano el propio Fernando Pessoa llegó, en su juventud, a definirse como su deudor: aunque sólo sea por ello, démosle una penúltima oportunidad al triste destino de José Duro, a quien las Parcas no dudaron ni un segundo en llevarse muchísimo antes de tiempo. De su tiempo. 

 

MUERTE 

 

Oh muerte, ve a buscar la rabia consagrada

con que matas al mal y creas nuevos seres…

Oh muerte, ve deprisa y tráeme los poderes,

me canso de vivir, quiero estar en la nada…

 

Escurre de mi boca esta voz que aún murmura,

y arráncame del pecho el corazón exangüe,

que yo he darte a cambio los restos de mi sangre

para el negro festín de tus hambres oscuras…

 

Oh Santa que yo adoro, Virgen de mirar triste,

bendita seas tú, oh muerte inexorable,

llorando por el mundo desde que el mundo existe…

 

Dame de tu licor, quiero beber sin tino…

¡que vivo abandonado y soy un miserable

errando por la Vida, en busca de mí mismo! 

 

DOLOR SUPREMO 

 

Donde quiera que ponga mis ojos malheridos,

−me he acostumbrado a ver el mal en todas partes−

no me topo con nada que no vaya a dañarte,

oh mi pobre alma ciega, hermana de tullidos.

 

Pasión de un Viernes Santo repleto de cuidados,

el Libro de Ezequiel… Voluntad de llorarte…

¡Y no tener siquiera llanto para lavarte

estas manchas de Hiel, hijas de mil pecados!

 

¡Ay de aquel que no llora por haber olvidado

cómo se ha de invocar la lágrima en el ojo

en la penosa hora que precisamos de ella!

 

Pero es mucho más triste aquel que mira al Cielo

esperando que Dios le libre del abrojo

y sólo ve la luz de pálidas estrellas…

 

 TEDIO

 

Ando a veces estúpido y me siento incapaz

de encontrar una rima o producir un verso;

y me hago de mí mismo la idea de un perverso

capaz de apuñalar hasta a la luz del gas.

 

Me incomoda el Color, la sangre del Poniente,

−un rojo Waterloo del que es sol Bonaparte−;

y no entiendo, Mujer, cómo puedo aún amarte

si tengo rabia, mucha, contra toda la gente.

 

Donde alcanza la vista alargo mi mirar,

y me creo que existe alguna mancha oscura

que lágrimas de Llanto jamás van a lavar…

 

¡Extraña concepción! Abarco el mundo todo,

y en cada estrella veo la misma lama impura,

¡y en cada boca roja el mismo impuro lodo!

  

EN BUSCA

 

Los ojos pongo en mí, igual que ante un extraño,

y lloro al notarme tan otro, tan cambiado…

Sin desvelar la causa, el íntimo cuidado

que sufro de mi mal −el mal del que provengo.

 

Ya no soy aquel Yo de aquel tiempo pasado,

Pastor de ilusiones, olvidé mi rebaño,

nada sé de mi amor, la salud se ha perdido,

y vivir sin salud es sufrir duplicado.

 

Mi alma me la rasgó el trágico Disgusto

en silvas de abandono, en un atardecer,

cuando el azul comienza a diluirse en astros…

 

Y al borde del camino, a lo lejos, muy lejos,

como un mendigo solo, como un sombrío monje

marcha mi corazón en busca de sus rastros…


ENFERMO (estrofas finales)

 

Pero en vano medito, y es en vano que sueño:

mi corazón murió, mi alma está casi muerta…

Se marchita en el cráneo la linda flor del Sueño,

y oigo llegar la Muerte, siniestra, hasta mi puerta…

 

Ya sufrí demasiado, me cansa el sufrimiento,

y por mayor desgracia, y por mayor tormento,

¡llego a pensar que tengo −estúpido recuerdo−

un alma de poeta y un poco de talento!

 

¡El dolor que me mata es moral, y aun es físico!

¿De qué me sirve ahora albergar esperanzas,

si no puedo besar a los trémulos niños,

pues afluye a mis labios este tóxico tísico?

 

¡Y me muero tan joven! Hace apenas un mes

Le pregunté al Doctor: −¿Y bien? −Yo he de curarle

Pero ya no me importa, quiero morir, dejadme…

Que morir es dormir… Dormir… Soñar tal vez…

 

Por eso iré a soñar debajo de un ciprés,

ajeno a la quimera de ideales perversos…

¡El poeta no muere, aunque parezca agreste

su propia inspiración, y sean tristes sus versos!

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

30 de enero de 2015

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La poesía, 

sus elucubraciones, 

los asedios 

que gravitan en vano 

-teóricos, abstrusos- 

sobre ella. 

La poesía 

que hoy sólo se me antoja 

tan sencilla 

como el gesto de alguien 

que da un vaso de agua 

a otro con sed.

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro Valverde

30 de enero de 2015

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo veo todos los días (o casi todos) y es natural porque 
David es mi hijo. Pero sólo hoy, tranquilo, mirando como 
sin mirar, lo veo ahí, de pie, al borde de la piscina, alto, 
esbelto, delgado y duro, con un hermoso cuerpo que el sol 
poniente dora con visos de perfección inmadura. Tiene 19 
años, y siento que hoy, por vez primera, veo que mi hijo 
es un espléndido muchacho, atractivo, sensual, calmo, 
y con ciertos temores me pregunto: ¿Será la vida buena 
con él? ¿Le otorgará lo que este momento maravilloso pide 
en silencio, bondad, libertad, belleza, trabajo, luz de futuro? 
Y lo observo otra vez, junto a la piscina, como a un dios perdido. 
Yo también tuve su edad y su físico, hace mucho tiempo. 
Me fui de casa. Me llevaba mal con mi hermano mayor 
y todos pasaban estrecheces. Tuve que hacerme a mí mismo 
y perdí muchas horas hermosas, mucho tiempo, mucha serenidad. 
Una noche (andaba muy mal) me dijeron que si me iba con 
un hombre de aspecto serio, un caballero, me ayudaría… 
Lo hice. Me fui con él. Me ayudó en mis estudios. Apadrinó 
a David. Murió. Nunca lo he dicho. Era (dije) un amigo de mi padre. 
No sé si me creyeron, supongo que sí. Quiero seguirlo ocultando 
y a la par no siento ninguna vergüenza. Fue bello. Me halagaba. 
Me quiso. Y al ver a David, al mirar esas líneas largas junto 
a la piscina, temo, tiemblo, no deseo hablar…Todo es limpio 
si tu corazón es limpio. No debo temer nada, tiene amigos, amigas, 
oyen música, viajan, leen libros que juzgo extraños, tocan la guitarra. 
¿Qué temer? ¿Mi sombra? Callaré. La vida les dará lo que necesiten 
y estarán a la altura. Desnudos también. No temo, no, no hay motivo…

Escrito en Lecturas Turia por Luis Antonio de Villena

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