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14 de junio de 2024


Y por un denso cúmulo rojo,

golpes se avecinan

 

al ocaso nocturno,

pasos,

o el eco de los vivos.

 

Rafael Morales Barba, “Pasos”.

 

 

Recientemente, a comienzos de 2024, Bartleby editores ha publicado la poesía reunida del profesor y poeta Rafael Morales Barba (Madrid, 1958), bajo el sugerente título de Guardia nocturna. Este libro, integrante de la colección dirigida por Manuel Rico, se compone de los tres poemarios que forman hasta el momento la obra del madrileño: Canciones de deriva (2007), Climas (2014) y Aquitania (2020). A estos, se añade un texto inicial denominado “A manera de prólogo”, en el que el poeta establece algunas claves de lectura, rutas sugeridas y paradas posibles. Bitácora de un viaje que es más interior que exterior, aunque su poesía, de modo persistente, se cimienta en la contemplación de la naturaleza -en especial en sus paisajes marinos- tanto como trasunto, en espejos poliédricos del yo como, en ocasiones, como escenario y marco de las cavilaciones existenciales y subjetivas. Un devenir reflexivo, poblado de recuerdos, de “anhelos sin alivio”, de soledades y pulsiones tan meditativas como sensoriales; búsquedas y afanes de quien es consciente de un tiempo implacable que se conjura en imágenes recurrentes; proyecciones a trasluz de fragmentos de remembranzas y emociones: “Como se pronuncia el viento / sin sosiego en el desvelo de las páginas, / se agita, y como en palimpsestos / maceran sin fulgor las contiendas, / las justas, el orgullo / de los pensamientos…”.

Siguiendo los consejos de T.S. Eliot, los poemas transitan la ausencia, los desvelos y la evocación tenaz de “recuerdos /cada vez más ocultos /y emborronados / vínculos”, objetivados bajo correlatos que “circundan y asedian” los diversos poemarios. Los temas y escenarios marítimos y náuticos, en primer lugar, permiten con sus Canciones de deriva, del 2007, representar el fluir incesante y el movimiento de la naturaleza en sus derivas constantes. Así, el viento, el agua y las olas, las medusas, los estambres, los peces, los pájaros, junto con las soledades, los nocturnos pensamientos y “un nombre que está yéndose / deriva con el presentimiento de los / besos lentos murmurados”, encuentran breves asideros en rocas, o en “libros en viejas estanterías”, como vértebras que guían y señalizan las páginas. Versos que acuden a la memoria para franquear una “nada sin huella”, para llenarla de símbolos y palabras.

Las páginas construyen postales, imágenes que se condensan como calas sucintas en un tiempo cosmológico que atraviesa los días infinitos y monótonos de la ausencia. A lo largo del volumen, y en especial en el libro segundo, Climas, del 2014, predomina en las estampas que delinean los versos un cromatismo apagado, con la paleta ocre de la arena, el verde musgo y, a veces, también, el óxido rojizo de la enfermedad –coágulos, gasas, piel rota, cuerpo seco-, salpicado en ocasiones, como brillos recurrentes, por el plateado de las olas y los reflejos del sol en el mar; luces que se espejan en los poemas, en sus corrientes y vaivenes. Estos climas que componen el segundo libro acuden no solo a la naturaleza en sus matices insondables, sino también al arte, por ejemplo, a través de la música, en el breve “Vals triste” que abre las páginas, y también la pintura, en la visión ecfrástica de un cuadro de Rembrandt –“en el cuadro, el paisaje es un lienzo, un horizonte / o un nombre reticente”- o en la referencia a la roca Tarpeya, en el cruce fecundo y alegórico de poesía, mito y pintura. El tiempo, esta vez, acompaña los climas que bosquejan los textos con las vagas remisiones poéticas a septiembre y octubre –“Aceres en septiembre”, “Octubre en Plencia”-: el tiempo equinoccial y crepuscular del acabamiento y la visión incierta de “sombras / que se asoman / o transitan breves”.

En Aquitania, finalmente, tras décadas de escritura, persiste el sujeto en su quietud estática, “esperando mareas”. La “noche sin aire”, “el ajado fuelle sin vientos”, “los bronquios sin aire” marcan los pasos detenidos y la espera expectante en “horas /como remos varados”. El antiguo territorio que nomina el volumen, una región con una historia extensa y fecunda, recientemente desaparecida en 2014, congrega en sus horizontes múltiples los símbolos que atraviesan los poemarios y desembocan en este libro último. La ausencia, la navegación, el dolor, el vacío, las horas expuestas ante “centinelas dormidos” se condensan en esta imagen y en este nombre, cuya etimología nos remite, de modo circular, hacia el primer poemario y sus tintes marinos, para quienes encuentran en los orígenes de este topónimo lleno de historia y lenguas diversas los sones del aqua.

En su texto inicial alude Rafael Morales Barba a su decir lacónico, cuyas palabras se tornan “espejo de una historia obsesiva”. En ella, en busca de la verdad propia, con “desnudez y metonimia”, los poemas reunidos bajo el rótulo de Guardia nocturna entraman una voz en la que resuena el “eco de los vivos”. Como dice el poema que cierra Climas, un sujeto que se emplaza “a este lado del tiempo”, con sus metáforas, obsesiones y abismos que, sin embargo, se observan desde la superficie, como “trapecistas / en la punta del filo / sin valor de saltar”. Los versos conjuran las soledades, las pérdidas y el vacío; “marcas de agua”, “letra menuda”, como dice uno de sus breves y luminosos poemas de Aquitania, con el irrenunciable anhelo de habitar el refugio de unas páginas poéticas en las que sea posible “otra soledad / más tibia”.

 

Rafael Morales Barba,  Guardia nocturna, Bartleby editores, Madrid, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Verónica Leuci

13 de junio de 2024

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Veo a  mi padre, vivo, un momento

tal como en la memoria lo recuerdo.

¿Firmamos con el tiempo un acuerdo

o la muerte nos pone en movimiento?

 

¿Es eso lo que ahora aquí intento:

fijar en mi memoria su recuerdo?

Una sombra de su lado izquierdo

lo va borrando con un breve viento.

 

Veo a mi padre fuera, si me adentro.

Es joven, es maduro, está ya viejo

sentado en su salón, donde es el centro.

 

Yo, niño, adolescente, joven, viejo,

es mi padre- me digo. Este reflejo

es lo único de él con que me encuentro.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jaime Siles

13 de junio de 2024

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La luz aquieta el calor

aquieta el frío, si lo hubiera

aquieta a quienes esperan en el andén

aquieta a los cubos de papel prensado

en la planta de reciclaje

y a los barriles de cerveza

templándose bajo los últimos rayos del sol 

 

parece que va a llover

parece que la tarde se llena de luz

como lo haría yo

justo antes de la tormenta 

 

pero no va a llover porque aquí nunca llueve 

 

están quietas las palmeras

alineadas en la acera del centro comercial

quieta su sombra

quietas mis ganas

quietos los postes de la luz

de los que cuelgan cables muertos

quietas las vallas publicitarias

quietas y mudas

limpias del grito del cuerpo de una mujer

nunca la misma, nunca su cara

sólo su cuerpo desnudo, siempre otro

quietos los hombres sin pelo, antes y después

ahora con pelo y esa sonrisa

tan falsa

en cómodos plazos 

 

todo quieto y tranquilo

como si nunca más pudiera pasar algo malo

ni a las mujeres desnudas ni a los hombres sin pelo

ni a las palmeras

ni a los postes de la luz

 

porque el sol se está yendo tan despacio

que nadie puede pensar en una catástrofe 

 

miro esos postes de madera que antes fueron árboles

el reino de la luz entre sus ramas, una vez 

 

mientras, pasan los eucaliptos

quietos y erguidos

con ese gesto insomne de los árboles de hoja perenne

a la espera de algún viento que los agite

que los despierte de un sueño

en el que son incapaces de caer del todo 

 

a la espera todos nosotros

casi perennes, casi insomnes

sin ramas sin reino sin luz

nuestros brazos cables muertos

en cada despedida, a la espera

de otra despedida

Escrito en Lecturas Turia por Isabel Bono

13 de junio de 2024

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Regresan más tarde de lo previsto

de la excursión al yacimiento

de Atapuerca. Despierta su curiosidad,

mientras espera al lado del colegio,

un pequeño Platero trotando por el prado

próximo, juguetón y despreocupado,

ajeno a la glotonería implícita

del menestral que lo contempla. Es, quizá,

como el gorrión de Williams, una verdad poética.

Más que por el hambre,

como haría el Homo Antecesor,

lo cazaría por vanagloriarse

en la próxima reunión con amigos

y enseñaría fotos de la limpia

incisión que le provocó la muerte

sin asomo de compasión.

                                         No existe,

lo sabes, progreso en el arte

pero, ¿lo habrá en la moral?

La evolución es sólo una medalla

prendida, como un tatuaje, en los pechos

desnudos de esas terceras personas

a cuya zafiedad has terminado

acostumbrándote.

 

Azota el aire frío de la noche

creciente su pelaje tosco e indisciplinado

cuando el enjambre infantil desciende

entre gritos y abrazos del autobús escolar.

El aplicado alumno recordará durante

mucho tiempo cráneos y otros huesos

quebrados que revelan una violencia animal,

profética, de la que él no ha formado parte.

Sangre fantasma que alimentará

su insomnio. No sabe cómo funciona

el mundo porque aún no está infectado

por ese endiosamiento sin sentido

que gobierna los actos de su padre.

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Alcorta

5 de junio de 2024

Permítanme señalarles que si ha habido una flor sorprendente en esta primavera, siempre tan literaria, sin duda ha sido encontrar La raíz del aire brotando en la editorial Nautilus ante los ojos de nuestra lectura admirada, pues en este poemario se abren fragantes los poemas que conforman la poesía selecta que abarca más de tres décadas de escritura de Alfredo Saldaña Sagredo, quien también ha estado al cargo de la selección, en lo que —comparando con la expresión cinematográfica— completaría el montaje en absoluta libertad de sus escenas más significativas y personales, componiendo su creación inalterada por terceros en la versión del director. Por tanto, y es importante recalcarlo, nos encontramos ante una pieza de coleccionista —por lo corto de la tirada—, pero también ante una obra fundamental en la bibliografía de Saldaña, pues se trata asimismo de una especie de piedra de Rosetta, con la que descifrar la personal codificación del mundo en lenguaje, verso a verso, que el poeta y catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura comparada nos ofrece en esta obra ordenada y escogida en la que todo es sentido, camino, invierno e indocilidad. 

Creo que acertaríamos aproximándonos a esta antología —y, al contemplar las relaciones entre entes tales como el ser y el lenguaje, también ontología— predispuestos a sentirla como prueba de vida, de haber filtrado el tiempo a través, como una clepsidra, y abiertos a apreciar que esta escritura ha sido concebida —consecuentemente— como “herida abierta”, como coagulación del plasma literario del autor, quien se dice convertido en “un personaje de ficción cuya sangre alguien está transformando en la tinta impresa de este texto: soy ya un texto, tejido textual, cuerpo devenido en discurso que fluye como la corriente rebosada del río”. Desde este torrente mana una voz y un ordenamiento cartesiano por el que avanza el caminante, siendo el sistema de representación —por su posicionamiento a la hora de figurar esa función poética—  muestra de rebeldía y de resistencia, pues es consciente de la penetración de una suerte de dominación global en toda la extensión de nuestra existencia y “¿quién diría sin temblar «esta boca es mía» en contra del tirano”; dejándolo así ya dicho. 

Por su parte, las magnitudes en torno a las que se organizan sus tres ejes son la soledad, el frío y el silencio —de los que hablaremos más adelante y que tienen sus apoyos en las citas de apertura que, como tres pilares, sustentan estos conceptos respectivamente: “el camino no es indulgente para el que se desvía”, Edmond Jabès; “el corazón de la eternidad habita en el relámpago”, René Char; y “estábamos muertos y podíamos respirar”, Paul Celan—, pero que encuentra sus parámetros más significativos, condicionando a aquellas tres variables, en la debilidad, la incertidumbre y el desequilibrio, puesto que en el avance —mientras que un pie sustenta el peso del cuerpo que se alza en el aire—, hay una inestabilidad, un desequilibrio mientras que el cuerpo se proyecta hacia adelante, hasta topar con la verdad firme del paso que se completa, propulsándose hacia un progreso nuevo, siempre precario y firme a la vez. Sabedor de la flaqueza consustancial al individuo, de su gran dificultad para manejar y recomponer los cortantes pedazos de la verdad, observando la pendular vacilación de cualquier mínimo progreso, Saldaña nos ofrece firmeza para avanzar, como funámbulos, por un páramo desierto extendido como cuerda floja ante la conciencia del ser y el verbo con el que se pronuncia a sí mismo. 

El autor nos expone que el propósito de su obra es ser testigo como “flor de un día” que ha brotado para “dar cuenta de una relación con el lenguaje” de la que es relator para sí: para todos. Como anticipábamos, el primero de los ejes de este sistema no euclídeo por el que se mueve su función lingüística es el del silencio —en el que aún respiramos— como obvio contrapeso del lenguaje y su semántica; como pauta en su pentagrama; como lindero en un páramo; como línea que dibuja una silueta reconocible alrededor de cada palabra, de cada párrafo, de cada libro… y que es recurso que usa al “pasar, delimitar la vida con la voz,/ disolver la existencia/ en un acontecimiento escrito,/ ir hacia el silencio”. El silencio, como elemento básico del lenguaje, como fonema mudo, emparenta simbólicamente con un vacío al que acude el viaje del poeta, pero —como veremos — es un espacio que, lejos de ser nada, es pura plenitud. 

Por su parte, el frío como magnitud poética, como relámpago chariano, puede entenderse —o al menos ese podría ser uno de sus atributos principales— como metáfora del conocer, de la contrapartida prometeica a la obtención del entendimiento; del conocimiento que desentraña la complejidad y nos desvela los mecanismos más simples y dolorosos de la vida; por alcanzar a “rozar la realidad/ con el extremo afilado de una idea”. Ese conocimiento permite también al poeta “dar en la hora del frío/ testimonio de pérdidas”, puesto que lo que ha de reclamar nuestra atención en la búsqueda del discernimiento no es todo lo que aparece ante nuestra mirada, “sino lo que desaparezca cuando mires”. Quizá, por esto mismo, parece inevitable apreciar una sensación gélida devenida tras un adiós menos metafórico. No obstante, nos recuerda en Flores en el río al hablar de sus riveras florecidas, “las muertes que las abonan fortalecen la verdad  de nuestras vidas”. 

Si el espacio geométrico del papel se pauta entre el silencio y el frío, el tiempo que le otorga su tercera dimensión en la escritura/lectura se mide a través del apartamiento del caminante que la recorre. Esta soledad, por su parte, creo que debería analizarse como simplificación unitaria de la existencia y que, por tanto, singularizada, es indicio de ese mundo que simboliza, tal como una figura de barro cocido en un yacimiento arqueológico es muestra de civilización, pero nos deja ante la duda de si observamos en ese viajero del tiempo la representación de un pueblo o de sus dioses, de las creencias que dio forma la mano experta del artesano, mientras que —así, como epítome de la experiencia universal de la vida sentida y pensada desde el (no)lenguaje— la soledad se muestra como lugar distinguible en el todo, en esa ausencia global de silencio que conforma el ruido universal de la multitud y su algarabía...

Por ello, el espacio de la soledad en la poesía de Saldaña es una ubicación que, lejos de empequeñecer el mundo del poeta, lo agranda, lo sublima y consecuentemente, en sus versos nos insta a “cuidar la soledad que acoge”, pues ese saber adquirido nos revela la visión del juego de espejos, la empatía, la humanidad, la vinculación al semejante a través del lenguaje que propicia el amparo del otro, es decir, del otro concebido también como reflejo unitario, lo que nos otorga la capacidad de extender la piedad adquirida en nuestro propio sufrimiento a una proyección ajena, a la otredad, al haber experimentado que  “pensar en un hombre que cae al caminar es mitigar su caída”. Complementariamente, como ya avanzáramos, esta soledad fundacional del espacio poético se despliega como apartamiento del caminante en una errancia —severa con quien se desvíe— que pide no contar el paso sino ser la propia vía de avance, pues, nos advierte, “eres migración y no nómada” y, añade más adelante, “la casa está en el camino”, es decir, andar es el lugar de acogida, en lo que sería un avance dentro del pensamiento nómada deleuziano. 

Este no-lugar poético que se genera al caminar en La raíz del aire —muestra selecta de más de treinta años del deambular y el magisterio poético de Alfredo Saldaña—,  no se construye como suma de ladrillos, sino que se excava como hueco en la página, como un vacío que nombra —acorde con el silencio— y que, a la vez, fuera un cuenco en el que todo cupiera, también toda la luz del mundo, alcanzando a proyectar ante el lector un vacío absolutamente pleno, rotundo y pertinente en un momento histórico en el que decir “yo” parece estar ya al alcance de las máquinas.

 

Alfredo Saldaña La raíz del aire, Nautilus, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

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