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7 de julio de 2014

En un escritor de tan acusada personalidad literaria, forjada en una amplia y dilatada trayectoria, como es el caso de Javier Marías, en cualquier nueva obra afloran de inmediato algunos de los rasgos –axiales o no- que constituyen su singular mundo narrativo. Y así sucede en su última novela, Los enamoramientos, donde ya en las primeras líneas conocemos el hecho que desencadenará la intriga –el asesinato del empresario Miguel Desvern o Deverne-, reaparecen personajes de anteriores novelas - en la escena cómica protagonizada por el profesor Rico o en el papel que juega el impar Ruibérriz de Torres-, se ausculta y examina críticamente ciertos modos y conductas que revelan una mentalidad social, a veces contrastando pasado y presente –y en correlacióncon las crónicas semanales del Javier Marías articulista-, se introducen elementos autobiográficos –básicamente trasladados al personaje de Javier Díaz-Varela- y digresiones de sesgo metaficcional que, sobre todo las referidas al acto de contar, propician reflexiones de sumo interés, además de hallarse también ironías y pullas en torno a ciertas maneras o modalidades de escritura y el retrato caricaturesco de un par de escritores que viene a ser contrahechura de modelos reales. Y desde luego, se reconoce el lenguaje del autor, aunque la novela esté narrada por una mujer, María Dolç, perceptible igualmente en otros personajes, como Luisa, “con no escaso vocabulario y con verbos que en el hablaba general son infrecuentes” y Javier Díaz-Varela “y su sintaxis de encadenamientos a menudo arbitrarios”. Y está asimismo el tema medular de la obra de JM, la indagación sobre el Tiempo: el modo de sentirlo y su pasar e incidencia en nuestras vidas –en qué es capaz de convertirnos-, sus infinitas ramificaciones o sus formas -la espera, el azar-, su carácter poliédrico y su porosidad, los vínculos/alianzas que establece con la vida y con la muerte y también con el amor, y que en su conjunto pautan la profunda dimensión existencial de la novela.

 

“Inverosímilmente logramos convencernos de nuestros azarosos enamoramientos”, le dice Javier a María, pero “sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que va quedando, los saldos, y es con eso poco noble con lo que se erigen los más grandes amores y se fundan las mejores familias, de eso provenimos todos, producto de la casualidad y el conformismo, de los descartes y las timideces y los fracasos ajenos...” Esta líneas apuntan el tema central de una novela que indaga en el estado de enamoramiento y su naturaleza, en los factores que concurren en él y las estrategias que a él conducen o pueden forzarlo –el azar, un golpe de fortuna, una extraña transformación en la persona deseada, la tarea del tiempo-. Pero también, al hilo de los sucesos, se agavillan otros temas no menos relevantes: la inconveniencia de que los muertos vuelvan, la impunidad de ciertos hechos o la imposibilidad de saber nunca la verdad. Y en este punto es donde Los enamoramientos, como novela, marca un punto de inflexión en la trayectoria del autor (y no tanto en tener a una mujer en el papel de narradora, que no tiene repercusión literaria alguna). Javier Marías confiere ahora a la intriga un peso capital, no tanto para tenernos en vilo (que también, pues hay momentos de extrema tensión, cuando se revisan los hechos sucedidos y se analizan los posibles móviles atendiendo a los factores psicológicos y emocionales que entraron en juego) y sí para mostrar que todo haz tiene su envés, que la explicación de un acto puede contar con dos versiones, ambas impecables en su “verosimilitud”. Al final de ese largo proceso –un verdadero y estremecedor asedio, modelo de pugilismo dialéctico- que ocupa la segunda mitad de una novela dividida al modo clásico en tres partes – equivalentes al planteamiento, nudo y ¿desenlace?- y un epílogo, tine lugar una meditación de índole moral, cuando María Dolç, pasado cierto tiempo, ya había entrado en un “proceso de atenuación” –indiferencia, olvido- y se reencuentra con Javier Díaz-Varela y la viuda de Miguel y se olvida de sus antiguas sospechas y propósitos y renuncia a delatar, convencida de que “No está de más que algunos hechos civiles, si es que no la mayoría, se queden sin registrar, ignorados, como es la norma”.

 

 

 

Javier Marías, Los enamoramientos, Madrid, Alfaguara, 2011.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rodríguez Fischer

4 de julio de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

 

atravesado por las autopistas imposibles, separa las vocales y las consonantes, uno y otro, el viento actual y las velas de antes

 

contiene la verdad y el odio de los ríos, la nieve más lejana que cabe en la memoria, las formas de tu letra, tu cara a cada hora

 

en las primeras horas de la luz, su superficie suave para el ojo rima con esto que bebemos, con el llanto que causamos e ignoramos y que es nuestro

 

dice de cada cosa su contrario, de la noche la tarde, y espera

 

es otro su vaivén y es el mismo que sufre en todas las formas de la curiosidad o las fuentes del yo

 

entro en el sueño con una indiferencia ante todo salvo mi cansancio y pongo en movimiento todo lo que no es indiferencia

 

y al sumergirse el aire equivale al agua y la profundidad es una cuestión de tono

 

cada caricia es buena para recordar las pieles de naranja que alimentan a sus seres, las translúcidas columnas del océano que nos sostienen y nos hunden y nos juntan

Escrito en Lecturas Turia por Mariano Peyrou

3 de julio de 2014

Con una cuerda de violín

secciona mi garganta

 

y transcribe el sonido

del aliento silbando

a través de la herida.

 

La música es materia:

el canto del arpón

atravesando el pecho de la sirena;

 

la partitura ciega

de las arañas

tejiendo nuestros labios,

el uno contra el otro,

como en un beso

donde no hubiera más salida

que respirar a dentelladas.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Raúl Quinto

2 de julio de 2014

Inmensidad. Esta es la primera sensación que el lector tiene cuando ojea, ayudándose de su mano ―se presenta como un libro electrónico y la mano sigue siendo nuestro acceso al espacio literario―, Soundscape. Esta obra es una ventana al espacio y al vacío, al blanco y al negro, respectivamente. La primera sección recopila una serie de poemas bajo el título de “Hábitat”. Se trata de pequeñas composiciones en forma de cubo que ocupan el centro de la página, poemas breves cuya velocidad vertiginosa se despliega de manera vertical para el lector, porque los significantes viajan de lo más alto hacia el suelo, incluso al subsuelo, a la raíz. De esta forma, un mismo poema puede enfocar al “techo” y al “cielo” y quedar, al final, completamente “sumergido”; observar las “nubes negras” y acabar pisando “la raya”. A medida que los poemas se suceden, los términos que hacen referencia a lo terrenal se multiplican, el penúltimo de ellos comienza con “Bajo tierra” y el último sentencia de manera sintética: “Ser fiel a la raíz, conservar la memoria del hambre”. Hace poco oí que un poema extenso no es tal en la medida de su número de versos, sino en la voluntad que tiene de extenderse a lo largo del espacio poético. “Hábitat” es un poema extenso mínimo; su vocación es delimitar el espacio a partir del cual el poeta crea y éste es el que se forma como un “puente entre el párpado y el pájaro”: cerrar el párpado puede ser suficiente para dejar escapar la materialidad de un mundo en constante movimiento. Abran las hojas de Soundscape, conviertan en pájaro las letras que componen estos poemas, porque no deben reconocer sólo en ellos la posibilidad de la palabra.

El poeta ya ha establecido el “lugar de condiciones apropiadas para que viva un organismo, especie o comunidad animal o vegetal”. Tras éste sitúa las secciones “Vitral de voz” y “Materiales para el desastre”. En “Vitral de voz”, las hojas impares ―que serían las que primero observaría el lector de un libro impreso― están llenas de una vacuidad tal, que casi podríamos reflejarnos, la única marca poética existente en ellas lo constituyen unas sentencias que el autor denomina vetas, esas listas que se distinguen de la masa, de la masa blanca, del espacio febril: «hablan madera, muros de piedra y fruta, vetas», afirma el autor en la primera de ellas; a veces, esas vetas se destazan en una suerte de integración con los espacios en blanco: individualidad y masa como caras de una misma moneda. Los poemas se desgajan desnudos en las páginas pares, todas las letras se muestran en su “minusculosidad”, no hay ninguna que prime sobre el resto, para que su fundición sea más perfecta. Inmensidad. Y los lectores la aminoramos sumergiéndonos en las palabras, porque la única vidriera de color que encontramos ―el vitral― se encuentra en ellas, que tienen la dicha de ser pronunciadas por la voz. Los poemas se agrupan indefensos, sin título, sin numeración, sin barreras de signos que los separen, sobre tres voces: voz de agua, voz de llama, voz de llaga. Es el camino de la existencia, porque agua es como aludir al compuesto del que estamos hechos en esencia, es el líquido en donde nuestra primera corporeidad flota; llama es el calor que nos funde a otras materialidades, es la creación que pone entredicho la versión judeocristiana, es el contacto con la tierra que arde; llaga es el dolor de lo que encontramos hasta llegar a algo, «mi cuerpo que es todo herida hasta tu cuerpo turbio». El poema es el cuerpo, pero es también el camino de la palabra que nos acompaña, la definición que podemos hacer de nosotros mismos, el desprendimiento que de la corporeidad hace la voz para nombrar, nombrar el amor, nombrar la naturaleza, nombrar el sufrimiento, es el vitral.

Los poemas de “Vitral de voz” parecen provenir los unos de los otros, parecen irse desgajando de un cuerpo robusto que los compone, no poseen letras mayúsculas, los verbos indican transición ―en algunos incluso gradación. Para Fernández López no es tan importante la rima ―incluso hay versos que terminan con la conjunción copulativa “y”―, el ritmo lo marcan las diferentes fórmulas anafóricas que contiene cada poema y el sentido cadencioso de la oración. A modo ultraísta también, encontramos palabras que tipográficamente se fusionan en busca de nuevos significados, de nuevas sensaciones, estas fusiones van en armonía con el ritmo: “puertasgrito”, “domaryolor”. A veces, los caracteres en cursiva conviven con los redondos: “desnacimiento”, “surgir”, “desasimiento”, “rugir”, la plástica se fusiona con la poesía, la palabra lleva al límite la voz.

«En mi caso, el diálogo con las otras artes es una necesidad y una de las formas de asedio y encuentro con lo poético», nos confiesa el autor en una entrevista realizada por el también poeta Óscar Curieses. Ese diálogo es más directo en la tercera parte del libro, la denominada “Materiales para el desastre”, donde el autor pone letra ―y voz, en el montaje completo― a los dibujos de Héctor Solari, procedimientos para dibujar la condición humana en mitad del desastre. El espacio pictórico se despliega ante el lector como un cúmulo de letras abigarradas que apenas dejan un punto de fuga.

El final de cada uno de las secciones que componen Soundscape está marcado por el tránsito, la búsqueda del camino, el escarbar como procedimiento. El poeta no ceja en su empeño de descubrir su rumbo. Es un acierto que la nota del autor se encuentre al final del libro, porque así el lector abandona todo cúmulo de sinestesias adquiridas por la lectura y se da cuenta de que Soundscape no está concebido de una vez, sino que pertenece a un organismo que, en conjunción con el propio autor, se ha ido creando y desarrollando, replegándose en la materialidad de una hoja en blanco, de un escenario vacío, de un lienzo cándido, de un murmullo de ritmo cadente.

 

 

 

Carlos Fernández López, Soundscape, Uno y Cero Ediciones, Valencia, 2014.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Conrado Arranz

27 de junio de 2014

Al conmemorar en 2014 el centenario del nacimiento de Julio Cortázar no está de más recordar que el año pasado cumplió cincuenta años Rayuela, la obra que dio a su autor un lugar indiscutido entre los protagonistas del llamado boom de la narrativa hispanoamericana. El tiempo transcurrido permite ver en aquella novela el testimonio magnífico de un tiempo en el que no pocos escritores trataron de hallar una salida frente al malestar existencial, lo que en su caso se concretó en la historia de búsquedas y desencuentros iniciada en cuanto la Maga y Horacio Oliveira elegían el azar como manifestación de una causalidad secreta que los unía y los alejaba hasta la separación definitiva. Aunque los episodios situados “del lado de acá” añadieran matices al relato iniciado “del lado de allá”, su repatriación desde París a Buenos Aires no alteraba la significación de Oliveira: lo suyo era buscar, sentir la ansiedad axial, tratar de acercarse a un centro apenas adivinado. Él era quien experimentaba estados excepcionales, momentos fugaces de videncia, el único entre los miembros del Club de la Serpiente capaz de advertir que la Maga creía sin ver, formaba parte del continuo de la vida, nadaba en los ríos metafísicos como las golondrinas nadan en el aire, accediendo sin dificultad a dimensiones que ellos trataban inútilmente de conquistar a golpes de cultura. Sólo él era suficientemente lúcido para relacionar su propia conducta con los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el cielo, según anticipaba el título de la novela, e incluso para saber cuándo el juego corría el riesgo de convertirse en sacrificio; sólo él conseguía al final entrever la existencia de un pasaje para salir del territorio de la descaminada especie humana.

 

Por entonces resultaba atractivo el desdén hacia los valores convencionales, hacia los representantes de la Gran Costumbre de las imposiciones sociales, vistos siempre desde una posición de superioridad moral apenas matizada por la ironía con que el narrador o el propio Oliveira exponían sus puntos de vista. No en vano se trataba de encontrar un lector al que mutar o enajenar, pretensión que conllevaba la intención declarada de convertirlo en un cómplice, de redimirlo de su condición de lector-hembra, marcando de paso las distancias entre la escritura demótica y la escritura hierática, como declaraban las reflexiones de Morelli y su rechazo de la novela “rollo chino”, del libro que se dejara leer sin más desde su principio a su final. Con ese lector se contaba para que el humor patafísico de incidentes absurdos operara como antídoto de lo absurdo de vivir, para olvidar los conflictos psicológicos y los comportamientos descritos en las novelas hedónicas, para que compartiera la urgencia de trascender el tiempo superficial del presente histórico. No se trataba de abandonarse a la nostalgia de los paraísos perdidos, sino de decir adiós a las tres dimensiones tradicionales del espacio, al conocimiento ligado a las categorías de la razón suficiente, al mundo satisfactorio de las gentes razonables con sus sacrosantas obligaciones castradoras. Ese lector debería compartir el manoteo desorientado del escritor y de la novela en busca de un asidero, de la revelación de ese orden al que pertenecía la interminable figura sin sentido que Oliveira creyó componer con la Maga tras la muerte del pequeño Rocamadour.

 

Cortázar ya había emprendido esa búsqueda en Los premios, novela publicada en 1960 y que en la Argentina obtuvo un éxito notable de crítica y lectores. En ella los agraciados en el sorteo de un viaje de recreo se reunían en un barco sin destino preciso, y se empeñaban en llegar al espacio prohibido de la popa mientras Persio, uno de ellos, se enfrascaba en la búsqueda de simetrías o geometrías relacionadas con un orden difícil de aprehender, con la existencia de un punto central donde cada elemento discordante pudiera llegar a verse como el rayo de una rueda. El interés de la trama urdida con los hechos narrados dejaba esas reflexiones en segundo término, pero no resulta difícil comprobar que Cortázar ya apostaba allí por una novela nueva, ligada a una nueva visión del mundo, y lo dejaba de manifiesto especialmente cuando Persio, desencantado, creía asistir bajo otras apariencias a la danza de los muñecos de madera, al primer acto del destino americano ―en evidente referencia al Popol Vuh―, y sentía que esa danza continuaba en espera de que naciese o hubiera nacido ya un hombre nuevo. La muerte de Gabriel Medrano en la popa, antes de encontrar la respuesta que Claudia parecía representar para él, situaba al novelista del lado de quienes buscaban hasta el sacrificio y contra quienes falsificaban la verdad en nombre del orden y del buen sentido.

 

Esa búsqueda se había acentuado en Rayuela, donde además se planteaban nuevas aperturas para el futuro: no en vano Morelli, en su capítulo 62, proponía imaginar un grupo humano que creyera reaccionar psicológicamente cuando en verdad obedecería a instancias del flujo de la materia animada, en cuyo funcionamiento secreto Cortázar trató de adentrarse al escribir 62. Modelo para armar. Publicada en 1968, esta novela podía verse ―puesto que para cada lector sería el libro que hubiera elegido leer― como un esfuerzo para desarrollar como narración la cadena de asociaciones o coágulo que la atención distraída de Juan, de oficio traductor (como Cortázar), capta cuando el château sanglant demandado por un comensal se asocia a la copa de Sylvaner que él paladea en un restaurante parisino llamado Polidor, dejando entrever una dimensión extraña aderezada con vampirismo y otros placeres sangrientos. Después los encuentros y desencuentros, fundamentalmente amorosos, se aceptan mejor si se recuerda lo que Morelli proponía para esa novela nueva. Si las actuaciones de sus personajes a veces los hacían parecer insanos o idiotas, era precisamente porque estaban a merced de la materia animada que a través de ellos trataba de manifestarse: fuerzas habitantes, extranjeras, que avanzaban en procura de su “derecho de ciudad”, como Morelli también había previsto. Era eso lo que en 62. Modelo para armar se configuraba como una dimensión extraña que parecía absorber a los personajes, imaginada como una ciudad vacía por la que discurrieran tranvías incontables, un espacio ominoso donde se sentían horrores ancestrales, un universo de pesadilla que parecía aflorar precisamente en los sueños o en la duermevela. A esa otra dimensión tenían acceso casi todos los que compartían la “zona”, un espacio de complicidad que agrupaba a quienes se reunían en torno a una mesa del bar Cluny, algo similar al Club de la Serpiente de Rayuela, propicio otra vez a los juegos verbales, a los episodios de humor patafísico y a cuanto pudiera atentar contra las barreras culturales que obstaculizarían el avance de esa dimensión que apenas se conseguía entrever.

 

Las tensiones políticas de la época consiguieron encontrar eco tardío en las novelas de Córtazar, a pesar de que Oliveira hubiera desestimado la opción de “comprometerse” por estimarla una traición a sí mismo, una coartada para abandonar la búsqueda verdadera, la relacionada con el acceso al cielo de la rayuela, o al “kibbutz del deseo” imaginado en la noche parisina de su degradación final. Morelli y 62. Modelo para armar mostraban que esa búsqueda excedía a los individuos, como si algo que el homo sapiens guardara en lo subliminal se abriese camino a través de ellos, como si la vida tratase de alumbrar una humanidad diferente. Cuando las circunstancias exigieron planteamientos acordes con las urgencias del presente, Cortázar escribió Libro de Manuel (1973) para que su hombre nuevo se acomodase al propuesto por la revolución cubana. Al Club de la Serpiente y a la mesa del Cluny, siempre en París, sucedía una nueva pandilla que en su sector más radical conformaba “la Joda”, cuyas actividades revolucionarias habían de culminar con el secuestro de un diplomático, en tanto que Andrés adquiría una conciencia política a costa de los valores pequeñoburgueses que iba dejando atrás, aunque a lo largo de la obra no cejase de buscar en el amor y hasta en la degradación la apertura hacia esa otra dimensión que había obsesionado a los protagonistas de sus novelas anteriores. Los recortes de prensa destinados a conformar el “libro de Manuel” servían de contrapunto a las inquietudes metafísicas con la irrupción de un presente histórico signado sobre todo por la represión, la tortura y la muerte, que Cortázar condenaba a la vez que seguía mostrando su simpatías por los jóvenes contestatarios de entonces, por los hippies de cualquier parte y por cuantos colaborasen en la destrucción de los principios razonables que hasta los partidos comunistas parecían representar.


Libro de Manuel pareció agotar el interés de su autor por la novela, sin duda para alivio de algunos de sus lectores, saturados de sus pandillas de adolescentes jóvenes o mayorcitos, de tanta exaltación de la inmadurez y de tanta metafísica progresivamente erotómana, justificada por la necesidad de superar las carencias que en este aspecto mostraban las reprimidas literaturas hispánicas. Cortázar preferiría seguir demostrando una y otra vez su capacidad para el relato breve, del que había ofrecido muestras excelentes ya antes de que en 1951, cuando estaba a punto de dejar Buenos Aires para afincarse en París, ofreciera en Bestiario la primera colección. La abría el titulado “Casa tomada”, bien conocido desde que a finales de 1946 lo publicara Jorge Luis Borges en la revista Los Anales de Buenos Aires, en el que unos ruidos sordos expulsaban a Irene y al narrador de la morada familiar. Los personajes aceptaban la irrupción de lo extraño como si lo estuvieran esperando, como el narrador de “Carta a una señorita en París” asumía que vomitaba conejitos, o como la protagonista de “Lejana” afrontaba la presencia que se anunciaba en un sueño, invadía su realidad y parecía poseerla en un puente de Budapest. Esas eran solo algunas de las formas en que se manifestaba la presencia de otra dimensión, multiplicadas en los sucesivos volúmenes que Cortázar tituló Final del juego (1956; ampliado en 1964), La armas secretas (1959), Todos los fuegos el fuego (1966), Octaedro (1974), Alguien que anda por ahí y otros relatos (1977), Queremos tanto a Glenda (1980) y Deshoras (1982), hasta conformar una producción abundante y de calidad casi siempre excepcional.

 

Nada inverosímil se narra en “Torito” o “El móvil”, cuentos decididamente porteños, ni en “La banda” o en “Los venenos” ―por recordar simplemente algunos de los títulos incluidos en Final del juego, lo que podría hacerse con cualquier otro de los volúmenes mencionados―, pero en su conjunto esos relatos han sido relacionados con la literatura fantástica, lo que invita a recordar que para Cortázar lo fantástico exigía que lo excepcional pasara a ser la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se insertaba, según explicó en “El cuento breve y sus alrededores”, un ensayo incluido en Último round (1969). Allí se refería también a la forma cerrada propia de un género que en su versión moderna ―la nacida con Edgar Allan Poe― debía llevar su esfericidad a una extrema tensión, basada en la máxima economía de medios, y que había de funcionar como un exorcismo que alejara del autor criaturas invasoras, algo procedente de un territorio indefinible y ominoso, relacionado con latencias profundas y balbuceos arquetípicos, acercando el cuento a la poesía tal como esta se concebiría a partir de Charles Baudelaire. La irrupción de lo fantástico equivalía así a la manifestación de una verdad o realidad más honda, aunque la desestabilización de la experiencia ordinaria no siempre necesitaba recurrir a lo decididamente extraño: con frecuencia una historia de amor bastaba para dejar de manifiesto la incapacidad para rellenar el hueco, para disimular la inquietud o desasosiego que se adivinaba tras ella, como se dejaban sentir el desconcierto y a veces la crueldad tras las protagonizadas por niños o adolescentes. Desde luego, se reiteraron los relatos dedicados a establecer conexiones extrañas, fusiones inquietantes de sueños (pesadillas) y vigilia, pasajes entre tiempos y lugares diversos, oscuras llamadas que podían traducirse en posesiones o trueques de personalidad, alguna vez accesos a una época remota de ritos y terrores. “El perseguidor”, un relato incluido en Las armas secretas y comúnmente asociado a la búsqueda que Cortázar plasmó en sus novelas, permite entrever la significación también compleja de sus cuentos, que no se limitaban a desestabilizar las seguridades cotidianas, a registrar sucesos insólitos o a atestiguar la presencia de fuerzas extrañas a través de la ficción: como Johnny Carter, como de algún modo también su biógrafo, Cortázar fue en ellos no tanto el perseguido como el perseguidor, al convertirlos en formas diferentes de su tanteo incesante en busca de una puerta o pasaje hacia otra realidad.

 

En alguno de los ensayos de La vuelta al día en ochenta mundos (1967), Cortázar dejó constancia de la dialéctica entre el niño y el adulto que conformaba su personalidad y que de algún modo se manifestaba en toda su obra literaria. No es difícil comprobar que acentuó la aparente ingenuidad de la primera opción en Historias de cronopios y de famas (1962), donde a las aventuras de esas criaturas de su invención se unían consideraciones sobre ocupaciones raras e instrucciones innecesarias para acciones elementales. Esa actitud naíf, atemperada por el paso del tiempo y las vivencias personales, reapareció en Un tal Lucas (1979), y había tenido ocasiones sobradas para manifestarse en almanaques o libros de materiales heterogéneos como los ya mencionados La vuelta al día en ochenta mundos y Último round, precisamente porque hasta en su formato significaban una defensa de la libertad y la imaginación. Ricos en ilustraciones para acompañar textos de factura muy variada, incluyeron cuentos, poemas, ensayos y otras experiencias de más difícil clasificación, y resultan imprescindibles para advertir los múltiples motivos que ocupaban la atención de Cortázar. En Último round pueden encontrarse sus consideraciones sobre la distracción, entendida como una forma de atención pasiva que permitiría entrever otra realidad y padecerla como extrañamiento momentáneo, del que luego quedarían apenas una ansiedad o una vaga nostalgia: no es fácil describir mejor la experiencia que algunos cuentos concretan y que impregna 62. Modelo para armar, y con la que cabe relacionar incluso el conjunto de una obra predominantemente dedicada a indagar en los intersticios del espacio y del tiempo, en los vacíos de la realidad.

 

En La vuelta al día en ochenta mundos y Último round puede percibirse también el eco creciente que el entorno sociopolítico encontraba en Cortázar, interesado tanto en la guerra de Vietnam como en las protestas estudiantiles del mayo francés del 68, que para él fueron el enfrentamiento de un puñado de pájaros contra la Gran Costumbre y un episodio de la lucha por una sociedad más justa. En ese proceso se integraba su adhesión a la revolución cubana, que por entonces veía como la obra improvisada de unos cronopios y por lo tanto perfectamente compatible con su búsqueda personal. Esa adhesión quedó pronto de manifiesto en el relato “Reunión”, derivado de sus impresiones cuando en 1963 visitó Cuba por primera vez, aunque Cortázar siempre defendió la libertad total para su imaginación creadora: en Último round ya quedó constancia de sus esfuerzos para explicar su peculiar condición de intelectual latinoamericano en París, y para conciliar su búsqueda ontológica y los juegos de su imaginación con la preocupación por el presente histórico y con las inquietudes que se consideraban propias del intelectual del tercer mundo. Esos planteamientos determinaron que se viese envuelto en polémicas sobre la responsabilidad política y social del escritor e incluso sobre la legitimidad de quien escribía u opinaba desde Europa. Pero sus circunstancias personales no impidieron que Cortázar se mantuviera leal a la revolución cubana incluso en los momentos en los que la radicalización del régimen castrista dificultó sus relaciones con los intelectuales y con él mismo, y esa simpatía determinó su preocupación creciente por los problemas latinoamericanos tal como se veían desde La Habana.

No siempre supo resistirse a las presiones del entorno, como Libro de Manuel permite comprobar. También puede constatarse que supo expresar con acierto los horrores de la época cuando consiguió acercarlos a las atmósferas ominosas tan frecuentes en su obra: los relatos “Segunda vez” y “Apocalipsis de Solentiname” de Alguien que anda por ahí, “Recortes de prensa” y “Grafitti”, de Queremos tanto a Glenda, y “Pesadillas”, de Deshoras, son buenas muestras de que la conciliación de obsesiones personales e inquietudes políticas era posible, y de que resultó especialmente eficaz a la hora de expresar el miedo y la indefensión frente a los desmanes represivos que los argentinos sufrieron antes de 1976 y sobre todo a partir de esa fecha. Desde que en septiembre de 1973 un golpe de estado derribara en Chile al gobierno de Salvador Allende, las dictaduras implantadas en los países del Cono Sur de América se convirtieron en objeto principal de las preocupaciones de Cortázar, cuya dedicación a actividades relacionadas con la actualidad política se incrementó extraordinariamente: lo requería la urgencia de denunciar la brutal represión que había seguido a la irrupción de aquellos gobiernos militares, de defender a los sandinistas antes y después de que en 1979 se hicieran con el poder en Nicaragua, y de condenar la complicidad del imperialismo norteamericano con los culpables de la ola de violencia que parecía poner fin a casi todas las esperanzas de cambio. Los volúmenes Nicaragua tan violentamente dulce y Argentina: años de alambradas culturales reunieron en 1984 una buena muestra de la preocupación de Cortázar por esos temas, que hasta su muerte también determinaron en gran medida sus numerosos viajes y sus actuaciones públicas. De esa dedicación había nacido su relato-cómic Fantomas contra los vampiros multinacionales (1975), derivado de su participación en el Tribunal Russell II, que acababa de ocuparse de la violación de los derechos humanos en América Latina.

 

Los escritos de Cortázar ofrecen, por tanto, un testimonio directo de aquellos tiempos violentos, que el sandinismo nicaragüense y el fin de la dictadura militar argentina parecían dulcificar para él en los días que precedieron a su muerte en París, el 12 de febrero de 1984. En colaboración con Carol Dunlop, su última esposa, había elaborado Los autonautas de la cosmopista o Un viaje atemporal París-Marsella (1983), donde al diario de la experiencia aludida en el título se sumaban materiales heterogéneos hasta conformar otro de esos almanaques tan acordes con su personalidad. Y a los libros mencionados, que no son todos los posibles, cabe añadir las obras publicadas tras su fallecimiento, que han permitido rellenar no pocos vacíos en su biografía literaria, en particular por lo que se refiere a la poesía. El éxito obtenido con sus narraciones no debe ocultar que Cortázar se consideraba ante todo un poeta y que, consecuentemente, escribió poemas a lo largo de toda su vida, con frecuencia para dispersarlos en las novelas o en otras obras suyas. Solo a veces los reunió en libros: en Presencia, publicado en 1938 bajo el seudónimo de Julio Denis, y tardíamente en Pameos y meopas (1971) y en Salvo el crepúsculo (1984), volumen que reiteraba algunos del anterior. Recuperados los que solo habían aparecido traducidos al italiano en Le ragioni della collera (1982; edición bilingüe de 1995), y reunidos los muchos que permanecían inéditos o dispersos, desde 2005 un volumen de sus Obras completas permite seguir con detalle los avatares de otra búsqueda constante, más íntima y sin embargo relacionada con el resto de su obra, tan propicia al extrañamiento como determinada por él.

 

De especial interés resultan las novelas Divertimento (1988) y El examen (1987), fechadas respectivamente en 1949 y 1950, por lo que dicen sobre el proceso que habría de desembocar en Rayuela y en sus otras novelas de madurez, tan proclives a las grupos de amigos conversadores, ajenos a las convenciones y aptos para discutir sobre literatura y para promover situaciones insólitas, con frecuencia en atmósferas enigmáticas que en no pocos aspectos mostraban afinidades con el surrealismo, y a veces en circunstancias que revelaban el rechazo de populismo peronista que Cortázar también había dejado patente en algunos relatos. Por suyos, merecen también atención los primeros que escribió, recogidos en el volumen La otra orilla (1994). Desde 1991 sus lectores también pudieron encontrar reunidas las versiones definitivas de Dos juegos de palabras (Pieza en tres escenas, 1949, y Tiempo de barrilete, 1950), Nada a Pehuajó (1955) y Adiós, Robinson (1977), intentos teatrales que añadir al poema dramático Los reyes, que había dado a conocer ya en 1947. Además, conviene tener en cuenta Diario de Andrés Fava (1986), conjunto misceláneo de textos redactados al tiempo que El examen y solo a veces relacionados con esa novela, y los ensayos inéditos que contribuyeron a engrosar los tres volúmenes de su Obra crítica (1994), entre los que destacaba Teoría del túnel. Notas para una ubicación del surrealismo y el existencialismo, de 1947; y también los muchos textos desconocidos que conformaron Imagen de John Keats (1996), obra algo posterior y relevante para entender la poética de Cortázar desde el linaje romántico que la determinaba. Una copiosa correspondencia ayuda hoy a seguir la trayectoria de ese escritor que se alejó de la Argentina que desdeñaba para descubrir América desde París, que dibujó su mandala y lo recorrió mientras procuraba hacer de su escritura el espacio no tanto de una revelación como de un alumbramiento tan imprecisable como decisivo para el porvenir de la condición humana.

Escrito en Lecturas Turia por Teodosio Fernández

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