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    En una vitrina del Museo Sveviano de Trieste reposa la primera edición de Dublineses.  En la sala Joyce  se conserva un ejemplar en pasta roja y letras doradas con dedicatoria manuscrita de James Joyce  a Héctor y Livia Schmtitz.  Está fechado  y firmado el 25 de junio de 1914. La editorial Grant Richards lo publicó una década después de aparecer los tres primeros relatos en The Irish Homestad. Hacía más de ocho años que el autor irlandés había terminado de escribirlos.

    “Cae la nieve… sobre todos los vivos y sobre los muertos”.[1] James Joyce murió el 13 de enero de 1941en Zurich, donde se había instalado  huyendo de la ocupación germana de París. Imagino al autor del Ulises, con su inquieta curiosidad, compartiendo con Buñuel el deseo de salir  alguna vez de su tumba para  saber  algo de lo que está pasando en este mundo. Y ¿por qué no? conocer el recorrido de su obra, de las ediciones y  traducciones a nuestro idioma  y  su conversión en imágenes cinematográficas. El pasado día 16 se ha celebrado el “Bloomsday” en Dublín y en muchos pubs de todo el mundo. Desde 1954 –hace ya 60 años-  los irlandeses  festejan en esta fecha el encuentro entre Nora Barnacle y James  Joyce que da lugar a la jornada imaginaria-16 de junio de 1904- de Leopoldo Bloom en el Ulises. Ciento diez años después, en este mes de junio de 2014, conmemoramos además el centenario de  Dublineses, cuentos que, en aspectos de estilo y personajes, son  precedentes de su obra más universal. Empezó Joyce a escribir estos relatos cuando aún vivía en la capital irlandesa, pero la mayoría nacen en su época de autoexilio en Trieste.  Allí y en Roma y también en Pula(Croacia) concibió y redactó el grueso de los quince relatos breves que empiezan, según el orden que el propio Joyce estableció,  con  Las hermanas  y finaliza en Los muertos. Terminó este último relato hacia 1907  para concluir y mostrar aspectos de la vida dublinesa que aún no le parecían suficientemente tratados: “su ingenua insularidad ni su hospitalidad… virtud esta última que no creo exista en otro lugar de Europa…”[2], según le contó a su hermano Stanislaus en carta desde Roma.

    Con este motivo he seguido sus huellas ¡hay tantas¡  en el espíritu y rincones de Trieste. Doce años de una vida entre 1904 y 1916 en una ciudad que hoy es Italia, pero que hasta el final de la Gran Guerra formaba parte del  Imperio Austro-Húngaro. Era uno de los grandes puertos del Sur de Europa. En sus muelles estaba anclada  gran parte de la Armada Imperial. Eslavos serbios, germanos, judíos y, por supuesto, los italianos, muchos de los cuales ansiaban incorporarse a Italia, formaban un complejo entramado cosmopolita que aún se percibe en sus calles. Huyendo por voluntad propia de una Irlanda católica y nacionalista y-enfrentada a ella- otra anglófila y protestante, Joyce sintió el impacto de esa diversidad cultural.

     Trieste está salpicado de testimonios en  memoria del escritor, sentido por sus habitantes como Patrimonio inalienable de la ciudad. Hay varias esculturas. La del Jardín Público Muzio Tommasini es un busto sobre pedestal ubicado junto al de otros personajes ilustres. Entre ellos, muy cerca del de Joyce,  el de  Italo Svevo, primero  alumno de inglés, luego amigo y también maestro literario del escritor irlandés. Otra estatua  se encuentra en el canal, en Vía Roma, esculpida por Nino Spagnoli. El viaje continúa hasta  Pula, unos cien kilómetros al Sur, en la Península de Istria. Allí se encuentra una escultura sedente. El personaje, mucho más grueso  que la figura magra del escritor, parece dispuesto a tomarse una pinta de cerveza. Está sentado en una de las mesas de la terraza  junto al arco romano de los Segi. El pub está situado justo en el edificio que albergaba la delegación de  Berlitz School donde Joyce daba clases de inglés.

    Volviendo a Trieste, una placa recuerda que Joyce, buen tenor y aficionado a la Ópera, asistió a numerosas representaciones en el Teatro Verdi. Evocación obligada en la Piazza della Borsa donde estaba el Cinema Americano. Un hito en su biografía porque Joyce convenció a su empresario, Giuseppe Caris, para que invirtiera en la que está considerada la primera sala de cine de Dublín. Una vez instaladas las pantallas en el Teatro Volta, el propio Joyce regresó a la capital irlandesa con la intención de dirigir el Cine, pero un estrepitoso fracaso le devolvió nuevamente a Trieste. Camino de la Academia Berlitz, en via San Nicolò, es propicio un alto nutritivo en la Pasticceria Pirona. Allí se siguen degustando buenos y caros cruasanes y otros productos dulces y salados como los que debía tomar el escritor. La ruta urbana continúa por los humildes apartamentos en los que se alojó  junto a Nora y sus dos hijos, ambos nacidos en esta ciudad del Adriático. Termina el itinerario en el Museo que comparte con Svevo en la Vía de la Madonna del Mare donde entre sus libros, objetos personales,  escritorio, otros muebles y carteles conmemorativos destaca el primer ejemplar de Dublineses.

     Lo más personal de esta búsqueda  tuvo lugar en el encuentro con Claudio Magris. Ensayista, escritor, traductor de alemán, profesor universitario y viajero, tiene un vínculo intelectual y familiar con Joyce. Su padre fue alumno de inglés de Stanislaus, el hermano de James, quien acudió a su llamada, vino a visitarle y se quedó a vivir y morir definitivamente en Trieste, donde está enterrado. Nuestro encuentro fue el cumplimiento de una promesa aplazada desde 2006 cuando le entrevisté para el número 80 de la Revista Cultural Turia. Aquella conversación con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2004 se realizó por correo electrónico. Le pregunté, me envió sus respuestas en italiano y tuve la osadía de traducirle. Prometimos entonces saludarnos en cuanto se nos presentara la ocasión. Y así ha sido. Nos hemos encontrado en Trieste, la ciudad en la que vive cuando no viaja, le tiene en máxima consideración y le cita como referencia cultural  junto a Joyce y Svevo.

   Hemos mantenido un breve encuentro en el Café San Marco, uno de los más literarios e históricos de la ciudad. El amplio local alberga además una librería. Allí el camarero le tiene reservada una mesa junto al gran ventanal, iluminado ese día de abril por un sol espléndido. En la entrevista que ya he mencionado de 2006 decía del San Marco “voy allí no para tener una tertulia sino para escribir o leer o reunirme con amigos”. Desde el momento del saludo hasta la cercana despedida, el escritor ha sido acogedor y dinámico. Tomamos un café, sólo unos minutos, porque es un hombre con mucha actividad. Al día siguiente cumplía 75 años y le esperaba un homenaje en la Universidad. Apenas hubo tiempo para hablar de Joyce. Sin pedírselo cuenta una anécdota: “Un día estaban Joyce y Svevo en un Pub tomando wisky y cerveza. A Joyce  se le cayó un vaso y soltó una palabrota… Svevo le advirtió: eso se puede escribir, pero no se puede decir…” El episodio puede evocar la trágica afición a la bebida del escritor irlandés.

    Seguimos hablando del viaje como metáfora de la vida. Pone Magris de ejemplo el periplo de Odiseo en Homero y  la jornada de Ulises en Joyce. Enseguida nos despedimos con la misma amabilidad del principio. Al  día siguiente volvimos a vernos en el homenaje de  los intérpretes y traductores en la Universidad. Él estaba en el centro de la mesa, sobre el estrado,  junto a sus colegas, profesores y alumnos. El  público de sus fieles casi llenaba el aula. Palabras de agradecimiento y discursos sobre la idea transcultural de la literatura que atraviesa la obra de Claudio Magris. Entre las ponencias,  la más extensa fue la de  la doctora Pellegrini. Entendía esta profesora la traducción como acto de canibalismo, también al traductor como cómplice para salvar la suprema ambivalencia del lenguaje. En definitiva una fidelidad libre, ya que el traductor es a la vez cómplice y rival. Salió Borges a relucir: el escritor argentino entendía toda traducción como  identificación con el texto, al que a la vez se le somete a un proceso de alienación. Traducir es la invención de nuestros predecesores. El traductor reinventa, es coautor de la obra, a pesar de no ser suficientemente reconocido. Después de los agradecimientos y aplausos, al terminar el acto, otro amable apretón de manos de Claudio Magris y  una dedicatoria: con amistad A Maddalena y Eduardo estampada sobre El infinito viajar, el libro que desde Madrid  nos ha acompañado- a mi mujer y a mí- en nuestra estancia en Trieste.

    Estas ideas sobre la traducción sirven de referencia para indagar en algunas ediciones de Dublineses que han ido apareciendo en lengua española.  La primera versión a nuestro idioma, editada por Tartessos de Barcelona, es de I.Abelló y no apareció hasta 1942, un año después de fallecer Joyce. ¡Tardó 18 años en publicarse en español¡ Una de las ediciones más reputadas es la que Guillermo Cabrera Infante tradujo para Alianza Editorial en 1974. En el tiempo le sigue la del periodista y escritor Eduardo Chamorro. Ésta, editada por Cátedra en 1998, viene a salvar para los españoles el estilo del habla iberoamericana del escritor cubano. Lo más interesante de esta edición es el magnífico prólogo de Fernando Galván y los centenares de notas a pie de página para contextualizar mejor el texto. No olvidemos que en Dublineses  Joyce combina la inspiración creadora con un naturalismo obsesivamente fiel a la realidad social, geográfica e histórica que describe. Las notas de Chamorro permiten saber de dónde o de qué  habla el relato sobre temas y personajes conocidos en su época y que en muchos casos fueron parte del problema en los sucesivos intentos de publicarlo. En alguna ocasión, esos intentos derivaron en agrias disputas con editores y linotipistas. Hay otras ediciones de los relatos en Lumen, Premia y DeBolsillo.

    Hacia 1906 Joyce envió desde Trieste al editor Grant Richards varias cartas sobre Dublineses: “mi intención era escribir un capítulo de la historia moral de mi país y escogí como escenario Dublín porque esa ciudad revela la esencia de esa parálisis que muchos consideran una ciudad”[3]. Asistimos en sus páginas al desengaño que rodean las sombras de Dublín, una ciudad que  es tan pequeña que todo el mundo sabe lo de todo el mundo. Los tres relatos escritos antes de su partida vienen a ser el amargo diagnóstico previo al destierro. En Una pequeña nube advierte …no había la menor duda, si quieres triunfar has de irte. En Dublín no hay nada que hacer [4]. En otra carta fechada en 1905 le cuenta  a  su hermano Stanislaus  que aún vivía en Dublín …las historias de Dublineses me parecen incontestablemente bien hechas. No he tenido  dificultades para escribirlas…[5] Alguno de los cuentos además anticipan algunos personajes del Ulises.  Por ejemplo, la señora Mooney de La casa de huéspedes y Corley, uno de los protagonistas de Dos galanes. Hay otros muchos que se descubren leyendo ambas obras literarias. Sirve como guía  la edición de Cátedra.

    Los muertos, el último relato, encarna las nuevas ideas o actitud que  para Joyce habían cambiado en Roma después de un itinerario que había comenzado en París, con escalas en Zurich, Trieste y Pula. Descubrió allí que Dublín es como Roma una ciudad llena de monumentos y quiere olvidar, pero se aferra a su memoria. La fiesta con la que comienza el relato es una cena del Día de Reyes como las que celebraba su propia  familia. Se hablaba mucho sobre personas ya muertas. Stanislaus considera que el discurso en el que Gabriel Conroy habla del alma irlandesa es una buena imitación de los que pronunciaba  su padre en esas reuniones, rodeado de amigos.

    Pero en Dublineses hay otros muertos que están ahí para hablar de los seres que desde su ausencia han marcado  las vidas de quienes siguen aquí.  En el primer párrafo de Las hermanas, relato editado en solitario en 1904 y varias veces corregido, expresa lo que viene a ser un sinónimo literario de la muerte: todas las noches al levantar la mirada hacia la ventana, me decía suavemente a mí mismo la palabra parálisis.[6]  Enseguida constata  el fallecimiento del Padre James Flynn.  El niño – alter ego del escritor- observa y ve indicios de muerte. Si seguimos adelante asistimos a los preparativos del velatorio, al ritual narrado del embalsamamiento y ya, ante el cadáver del cura, se habla del muerto con frases entrecortadas o palabras suprimidas. Ese recurso literario lo inaugura Joyce en este relato. Luego continúa empleándolo en el Ulises. Frases sin concluir sobre el cura y también para justificar a los vivos. ¿Habrán hecho todo lo posible para tener limpia su conciencia? Se preparan de esta forma para el duelo íntimo que comenzará cuando pase el velatorio, el funeral y el entierro. En Arabia, el tercer relato, el muerto es también un sacerdote que ocupaba la casa antes que el protagonista. Fue hogar de la familia Joyce. El puber cuenta  cómo sus gustos están  marcados  por la presencia de los libros que dejó el fallecido. Serán una guía literaria entre Walter Scott y Vidocq. Describe el manzano en el jardín de la casa que había plantado el cura. Hay también una bomba de “bici” que seguirá usando el protagonista. La sala en la que se alojaba el anterior inquilino le da fuerzas y le inspira en su primera aventura amorosa. En Evelyn los muertos son los padres del narrador. Ya  mayor éste, lo que nos cuenta es cómo eran las cosas antes de que sus padres faltaran. Añoranza del hogar, desde el recuerdo de los tiempos en que ellos vivían. Es el momento de recordar  la amargura de Joyce por la muerte de su madre, Mary Jane Murray, en 1903. Quizá sea éste acontecimiento una de las claves que expliquen por qué un escritor de veinte años describe con cierta insistencia la realidad y el contexto inexorable de la muerte. James estaba muy vinculado emocionalmente a su madre y no se entendía, ni él ni ninguno de sus hermanos, con su padre John Joyce. Le consideraban un desagradable y violento borrachoLa casa de huéspedes comienza advirtiendo que cuando murió el suegro todo fue a peor. He aquí la influencia de los muertos sobre los vivos o  la deriva que un duelo puede causar. Un caso doloroso es un ejemplo de lo que el propio Joyce llamaba epifanía o, en un sentido más amplio, epícleto. Un hecho, en este caso un suicidio, representa  un deslumbramiento sobre el sentido y condición humana del personaje. Epifanía es sobre todo en Los muertos el trance que vive Mr. Conroy al descubrir que Gretta, su mujer, ha amado toda su vida a alguien que murió por su causa. Éste será el leit motiv que dará pie a John Huston para llevar este relato a la pantalla.

John Huston: Morir después de rodar Los muertos

     John Huston nos dejó en  Dublineses (Los Muertos) un testamento y un epitafio. Cuatro meses después de  finalizar el rodaje el cineasta falleció. No llegó a ver estrenada su última película. Hacía muchos años que el realizador de origen irlandés tenía el deseo de llevar a la pantalla esta obra de James Joyce. Consideraba Huston que Los muertos te muestra ciertos hechos de la vida –amor, matrimonio, pasión, muerte- y te obliga a enfrentarte a ellos. Muy pocos relatos tienen este misterioso poder[7].

       El guión lleva la firma su hijo Tony, pero él  estuvo muy presente en su elaboración. Tony Huston declaró que su padre le había ensañado cómo una palabra se transforma en lenguaje cinematográfico[8]. Al realizador le costaba sentarse a escribir, pero siempre fue minucioso en la supervisión de los guiones, escritos por él o por otros guionistas, incluidos Truman  Capote, Peter Viertel o Ray Bradbury. Además el cineasta estaba acostumbrado a adaptar para el teatro y el cine obras literarias: Ahí tenemos  El Halcón Maltés de Dashiell Hammett  o El hombre que pudo reinar de Ruyard Kipling. Padre e hijo pasaron una temporada juntos para dar forma al guión en casa del actor Burgess Meredith en Malibú.

     Enfermo y casi inmovilizado por la necesidad de estar enchufado a una bombona de oxígeno, pretendía  rodar en Irlanda. Llegó a decir: no quiero hacer la película si no puedo rodarla en Irlanda[9]. Era la tierra de sus antepasados donde había vivido un autoexilio como el de Joyce en el Continente. Huston estuvo pasando una larga temporada en Galway en 1952. Fue su manera de rebelarse contra el deterioro moral de América y la caza de brujas que tanto atenazó a la cultura del país por obra y gracia del senador McCarthy. Desde 1956 –el año en que realizó Mobby Dyck, otra adaptación literaria- intentó llevar  a la pantalla el relato de Joyce. Tardó tres décadas en cumplir su deseo. El tiempo vivido desde entonces dio calado a su obra póstuma. Ese empeño algo tenía que ver con la lectura del Ulises cuando apenas tenía 20 años. En esa época  la obra fundamental de Joyce estaba prohibida en Estados Unidos. John intentaba ganarse la vida como pintor. Su madre, actriz de teatro,  había viajado a Europa. A la vuelta trajo en la maleta, escondido el Ulyses. Huston confiesa en “A libro abierto”- la obra que recoge sus memorias- …probablemente fue la experiencia más grande que ningún otro libro me haya dado nunca[10] . Dorothy, su primera mujer, leía en voz alta las páginas del Ulyses mientras John pintaba.

    Cuando finalmente llevó a cabo el rodaje de Los muertos, por prescripción de sus médicos, que incluso le aconsejaron no hacer ese esfuerzo, tuvo que rodar cerca del hospital  Cedros del Sinaí, en el barrio de Valencia de la ciudad de Santa Clara, California. Eso sí, los escasos  exteriores están rodados en Dublín. El 5 de enero de 1987 comenzaban los ensayos con los 26 actores, incluida su hija Anjelica, la única no irlandesa del reparto. Aunque ella había vivido en Irlanda más de 10 años, John Huston entendió que debía suavizarle el acento para que no desentonara con el resto. Siempre fue minucioso con los detalles. Dos semanas después daba comienzo el rodaje. Anjelica Huston entendió perfectamente lo que significaba para su padre rodar esta película. La actriz declara: Joyce dice en Dublineses lo que John pensaba de la vida.

    The Dead  aquí titulada Dublineses(Los muertos), dedicada a Maricela, su última compañera, se estrenó fuera de competición en la Mostra de Venecia en 1987, pocos días después de haber fallecido el director. De haber vivido para verlo le habría emocionado que el guión que firmaba su hijo llegara a  ser candidato al Oscar. No obstante, se lo llevó El último emperador de Bertolucci.  En la reseña del estreno en España, Ángel Fernández Santos, maestro del periodismo y la crítica, escribía en El País del 19 de marzo de 1988: Es un filme amargo pero sereno, duro pero frágil, despojado pero rico, lleno de luminosas sombras y de sombrías luces; un grito inaudible y sagrado. La crítica en Europa y América acogió inicialmente la película con una valoración dispar que se acerca a la tibieza. Después, con el paso de los años, está considerada como obra maestra.

     Visionado tras visionado Los Muertos  va ganando sentido. La  epifanía  de Gabriel Conroy (Donald McCann) marca la tensión de una película en la que aparentemente no ocurre casi nada. Se canta, se baila, se charla, se discute, se come, se bebe en la fiesta del Día de Reyes. Lo trascendente pasa en el interior de los personajes. Huston, en el final de sus días, debía identificarse con Miss Kate o Miss Julia, las anfitrionas a quienes se rinde homenaje en esa fiesta por los méritos acumulados en una larga vida familiar. Primeros planos, planos medios y contraplanos, en la primera media hora el piano marca y justifica el  tiempo de la narración. Para anticipar lo que será el momento luminoso del relato, Huston añade el  poema  “Promesas rotas”  de Lady Gregory, poetisa con la que Joyce mantenía sus diferencias.

   Anoche … el pájaro hablaba de ti en el profundo pantano, decía que tú eres el ave solitaria a través del bosque y que probablemente sigas sin pareja hasta que me encuentres… Me prometiste y me mentiste

Dijiste que estarías conmigo …”

 

    Y continúa unos instantes el poema narrando la desolación y desorientación que provoca el desamor. Mientras Mr. Grace declama, un barrido de la cámara se va deteniendo en el rostro de los personajes que escuchan. En un punto del travelling marido y mujer se están mirando, él con una pregunta en su rostro, ella escondiéndose tras un gesto de melancolía. ¿Qué significado tiene este poema que recita Mr.Grace, un personaje que no está en el relato de Joyce? No tengo la respuesta de Huston pero entiendo que su elección anticipa la deslumbrante  secuencia en la que Gretta descubre a Gabriel que toda la vida ha llevado en su corazón el duelo por un joven que murió amándola. Habrá que asistir a la cena, esperar otros cuarenta minutos, y en  la despedida escuchamos  “La chica de Aughrim”.

 

“Si eres la chica de Aughrim como tú dices ser,
dime cuál fue la primera prenda que se cruzó entre tú y yo”.

   Esta canción irlandesa que canta el tenor Bartell D’Arcy (Frank Patterson) evoca un momento cumbre en la biografía del escritor. Lejana melodía llamaría al cuadro si fuera pintor[11], había escrito Joyce en el relato. Huston lo cuenta de una manera más explícita y aún más emotiva. La escena viene a representar los celos que sentía el escritor por un personaje del pasado de Nora. Ella le confesó que había tenido un amor de juventud que murió por ella. Para agravar aún más su amargura le añade que, cuando le conoció, lo que le había gustado de él era su parecido con aquel joven, Michael Fury.

    Joyce escribió Dublineses  con poco más de 20 años, más de ochenta tenía Huston cuando convirtió en imágenes este relato sobre la influencia que ejercen  los muertos sobre los vivos. Acuciado por el tiempo,  su epitafio habla de las horas que nos van acercando al final, en diálogo con los muertos. Es el momento de preguntarnos, y quizá entender, si nuestra vida ha tenido algún sentido, si hemos sido marionetas de una farsa cuyos hilos desconocemos.

 

BIBLIOGRAFIA CONSULTADA

-JAMES JOYCE. Ellmann, Richard Compactos Anagrama 2002

-JAMES JOYCE. Vargas, Manuel Arturo. Epesa 1972

-JAMES JOYCE: EL OFICIO DE ESCRIBIR. Melchiori, Giorgio. Antonio Machado Libros 2011

- A LIBRO ABIERTO:MEMORIAS. Huston, John. Memorias. Espasa Calpe  1986

-JOHN HUSTON. Cantero, Marcial. Edit. Cátedra. Signo e imagen/cineastas

-LOS HUSTON.HISTORIA DE UNA DINASTIA DE HOLLYWOOD, Grobel, Lawrence. T y B editores 2003



[1] Dublineses, Joyce, James. Alianza editorial…pg.213

[2] James Joyce, Richard Ellman…pg.273

[3] Joyce:el oficio de escribir, Giorgio Melchiori…pg.116

[4] Dublineses, Joyce, James. Cátedra…pg.167

[5] James Joyce, Manuel Arturo Vargas. Epesa…pg.54

[6] Dublineses, Joyce, James. Cátedra…pg.81

[7] declaraciones recogidas en El País el 9 de enero de 1988

[8] Tony Huston…en el mismo reportaje del Diario El País.

[9] Los Huston:historia de una dinastía de Hollywood. Grobel, Lawrence. TyB…pg.32

[10] A libro abierto. Huston,John. Espasa…pg.65

[11] Dublineses, Joyce, James. Cátedra…pg.332

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Aurora Egido: “La desmemoria, la amnesia es lo peor que puede acontecer en un pueblo”

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Luis Alberto de Cuenca: “La cultura no es de izquierdas ni de derechas”

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24 de junio de 2014

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Escrito en Artículos Revista Turia por Teodosio Fernández

24 de junio de 2014

Es curioso el caso de Benjamín Jarnés. No en sí mismo, que también, sino visto desde su irregular presencia en las historia de la literatura y desde las reiteradas reivindicaciones y tentativas de rescate editorial. Bien mirado, el suyo es un caso afortunado si lo comparamos con el de otros creadores coetáneos con obra de mayor eslora, como Gabriel Miró o Ramón Pérez de Ayala. A Jarnés se le ha reeditado y estudiado en los últimos años; su obra no ha dejado de emanar el raro perfume que atrae a los jóvenes doctorandos en busca de un tema de investigación poco manido. En los últimos dos años, por ejemplo, se han leído sendas tesis doctorales sobre las biografías (Macarena Jiménez en la Universidad de Málaga) y sobre el llamado género intermedio (Sandra L. Watts en la University of Michigan). Y eso a pesar de que la atmósfera de cerrado y biblioteca no casa bien con el talante vitalista, aéreo y risueño que transpira toda la prosa jarnesiana. Desde el año 2000 habrán aparecido no menos de quince ediciones anotadas y prologadas de sus obras, alguna inédita como El aprendiz de brujo que editó en 2007 Francisco Soguero. Se le ha traducido al italiano, se le ha reeditado en Estados Unidos y Argentina y todavía guarda la capacidad de producir sorpresa cuando los lectores más avezados tropiezan con algunas de sus cosas, como le sucedió al peruano Fernando Iwasaki en 2003 al leer Ariel disperso («El Ariel americano de Jarnés», ABC, 27 de septiembre). Sin embargo, la supervivencia de Jarnés es tributaria de una máscara de yeso que simplifica la complejidad de su producción pero sobre de su ética literaria. Me refiero, claro, a la máscara de narrador deshumanizado o vanguardista, términos ambos que rechazó desde 1929 de forma inequívoca, solo tres años después de publicar su primer libro resonante, El profesor inútil, aunque ese rechazo topara con la obtusa tendencia española a clasificar a las gentes en banderías, camadas, generaciones o partidos estéticos.

           

Nunca fue Jarnés un escritor dogmáticamente convencido de las bondades del experimentalismo vanguardista. Su extracción social, algo más que humilde, y su juventud carente de blanduras burguesas le habían vacunado contra el elitismo de clase y la lucha por hacerse un hueco en el mundo intelectual de los años veinte le había hecho entender que lo minoritario selecto residía no en el grupo social de procedencia, ni siquiera en la profesión ejercida, sino en una determinada calidad del espíritu en la que se armonizaban la inteligencia, la sensibilidad y la moral. Como para los antiguos stilnovisti, la genuina distinción no la determinaba la cuna sino la nobiltà de cuore.  Él se sintió siempre dentro de esa minoría espiritual y se dolió de la envidia, rencores, maledicencia y zafiedad de muchos de sus colegas, con y sin razón. Le pareció que los jóvenes poetas y prosistas de los años veinte —a los que les llevaba más de diez años— sufrían un síndrome de miedo y astringencia del que salían aquellas píldoras en prosa (las «cagarritas» a las que aludiría con resentimiento Max Aub) o aquellos poemas asperjados en las revistas literarias, unos textitos que se le antojaban faltos de fuerza vital y auténtica energía creadora. Denunció el exceso de «genios emboscados», con mucho embarazo y poco parto. Se equivocaba, desde luego, pero no por el lado de exigir a los escritores jóvenes un mayor arrojo y también un mayor compromiso con su vocación artística y con el mundo tumultuoso que les había tocado vivir. Es lo que explicó en el prólogo de Paula y Paulita (1929): las «cosas están ahí», alrededor nuestro, aguardando la valentía del artista, que deberá restablecer su relación con el mundo («Que intimemos con él. Que le perdamos el respeto»). Y es lo que volvió a explicar una y otra vez: «sobra talento, pero falta empuje aventurero», como le contó al periodista Darío Pérez justo en 1929.

           

Alguna vez he dicho que aquel año calamitoso, el del crack económico, fue para Jarnés un año mirífico. Su conquista del campo literario de la Joven Literatura había sido rapidísima, una campaña de apenas dos años en los que el aragonés salió del anonimato y subió verticalmente en el escalafón hasta encaramarse a la representación simbólica de los nuevos valores. Sus credenciales fueron El profesor inútil y las notas ensayísticas de Ejercicios (1927), dos libritos que concitaron elogios casi unánimes e hicieron de su autor, de golpe, un ejemplo de teoría y praxis de la literatura nueva. Paradójicamente, en 1929 el ciclo de esa literatura iniciaba su declive, o al menos declinaban los principios de intrascendencia, asepsia política y ludibrio general en los que se asentaba, porque los tiempos se estaban aborrascando. Pero a Jarnés todo le sonreía. Su fecundidad parecía ocultar un taller de confección textual: en un año publica cuatro libros importantes (Paula y Paulita, Locura y muerte de Nadie, Salón de Estío, Sor Patrocinio), la versión corta de Viviana y Merlín, varias traducciones, una de ellas la exitosísima de Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, que hizo en colaboración con Eduardo Foerstch y que le reportó más disgustos que dividendos, artículos y prosas sin cuento y por doquier, en periódicos y revistas, en Europa y América (en México, en Argentina, en Cuba, en los Estados Unidos). Pedro Salinas no le podía resumir mejor la situación a su amigo Jorge Guillén en noviembre de 1929: «Jarnés en la cúspide: un tomo por mes, colaboración en todos los diarios y revistas, conferencias por la radio, interviews, la gloria». Una gloria efímera, habría que añadir.

           

Desde Barcelona, Juan Chabás presentaba en agosto a los lectores del Diario de Barcelona quién era aquel escritor ubicuo, con biografía y «todavía» joven. Su retrato es perceptivo incluso en los pellizcos de monja que contiene:

           

Benjamín Jarnés es todavía un escritor joven. Por su estilo, por su orientación, por sus gustos, mucho más joven que por su edad. Los amigos de Revista de Occidente están acostumbrados a ver en el Salón donde se celebra la tertulia de esta Revista a un hombre vestido de negro, algo, grueso, pero no gordo. Tiene este hombre cerca de cuarenta años, pero en sus ojos, vivaces a través de unos lentes de mariposa, se adivina mayor juventud. La frente es alta, tersa y despejada. Las mejillas tienen suaves y gordezuelos mofletes de infante. A un lado y otro de la cabeza le caen blandamente unos bandos de pelo flácido, dócil. Sus gestos, sus palabras, sus silencios tienen siempre una lentitud amable, una ternura pacata, una discreción llena de beatitud de prelado. Si este joven enlutado fuera sacerdote —casi lo parece—, predeciríais fácilmente que llegaría a obispo de una vieja ciudad española: Toledo, Salamanca, Zaragoza.

        

Tal Benjamín Jarnés, tejedor de una prosa sabia, muy pulida, muy linda, totalmente segura, sin vacilaciones ni durezas. Bellas las metáforas, bellas las palabras, armonioso y dulce el ritmo de las frases. Tal dulces a veces que leyendo la prosa de Jarnés tenéis a veces la sensación de que un caramelo de frutas sazonadas se os deslíe en la boca, lentamente.

        

Y este escritor tan pulcro, tan cuidadoso de su dicción, es, al mismo tiempo, un escritor fecundo. En la Revista de Occidente, en Síntesis, en Criterio, en Diario de la Marina, en La Nación de Buenos Aires aparecen frecuentemente artículos suyos. Y aún le queda tiempo, luego de satisfacer tan amplias colaboraciones, para escribir sus libros.

 

Una vez hecha la presentación del individuo, Chabás pasa a referirse a uno de los problemas estéticos de su generación, el de la creación de una novela distanciada del modelo decimonónico y consustanciada con la visión del mundo y la sensibilidad del hombre del siglo XX. Qué «difícil que es hoy escribir una novela» cuando el género parece agotado pero se barruntan «múltiples posibilidades de renovación» aún inseguras. En esa confusa encrucijada de caminos, a Chabás le parece que deben cumplirse dos condiciones: la de que el lector sienta «que le cuentan algo acontecido de verdad» y la de que el escritor experimente «más vivamente esa sensación, aunque sepa que nada de lo que él relata sucedió». Dicho de otro modo, el novelista tiene que creerse las arquitecturas de su imaginación para dotarlas de la verosimilitud sin la cual el lector pierde el interés. Para ello es imprescindible el acorde entre imaginación y memoria. «Y con la memoria surgen entonces, como del fondo de nuestro ser un sonido, un acento, un residuo de algo que no es puro sentimiento, que no es puro pensamiento, sino bizarría, o nostalgia, o dolor, y todo ello sincera y poéticamente anatomizado, analizado, descompuesto y compuesto de nuevo, es decir, sentido e inventado». Ese es el mecanismo compositivo de la narrativa de Jarnés, de Paula y Paulita —que es de la que se habla— y del resto de novelas jarnesianas. Era 1929, y en ese filo del tiempo Chabás tiene claro que «este libro es lo mejor que él ha escrito y de lo mejor que han escrito los jóvenes de nuestro tiempo».

           

A pesar de que no le faltaba razón a Chabás, la obra de Jarnés no se resumía en sus esfuerzos de renovación novelística. De hecho, los méritos más ostensibles del escritor empezaron siendo los del estilo, aunque hoy aparezcan deslucidos por el transcurso de noventa años. En la prosa de Jarnés había un ritmo y una dicción nuevos, de una elegancia a la vez clásica y juvenil, que daban carpetazo a la prosa plúmbea del siglo XIX, apesadumbrada por las cazcarrias retóricas. El aragonés imponía a su escritura una agilidad y una precisión casi gimnásticas, con brillos metafóricos y nudos aforísticos que golpeaban constantemente la inteligencia de sus lectores. Al describir, desplegaba una paleta de sensaciones (colores, sabores, olores...); al narrar, saltaba por encima de las acciones presumibles o superfluas, aquellas fácilmente deducibles, para situar su relato entre elipsis y sugerencias; al reflexionar, apretaba el pensamiento en una formulación escueta, casi gracianesca, y siempre escogía con primor las palabras que habían de servirle en cada momento. Su papel en la renovación de la prosa literaria española de los años veinte no puede desdeñarse, a pesar de que se encontró en una tierra de gigantes —Valle-Inclán, Azorín, Unamuno, Juan Ramón, Ortega, incluso Miró— y él lo sabía, pero en él vieron muchos la continuidad del proceso de depuración iniciado por algunos de los mayores. En Ejercicios expuso que la prosa, en manos del artista, es un instrumento de creación en el que la idea y la imagen encuentran su perfecta conciliación, pues mientras la idea sostiene sólidamente la pasarela sintáctica, la imagen permite pasar deliciosamente de un lado al otro de la frase: «El pensamiento es la maroma tensa, vibrátil —acaso de alambre robusto de acero— que mantiene enhiesta la arquitectura de la frase; pero de uno al otro extremo se entrelazan armoniosamente las cintas paralelas de la imagen». Estos juegos de la inteligencia son  constantes en las páginas jarnesianas y encandilaron a sus primeros lectores en España y América Latina. «Todos estamos entusiasmados con este pequeño ensayo que define nuestras propias ideas, y cuya prosa es verdaderamente exquisita», le confesaba Federico García Lorca en 1927.

           

El éxito no nubló el juicio a Jarnés. No lo envaneció ni ensoberbeció, no se creyó más de lo que era (y quizá hasta le costó creer en su triunfo) y tuvo una clara conciencia de sus aptitudes y de sus límites. Fue, bien mirado, un hombre entre límites (más que de límites), unos que le trazaron desde fuera y otros que se impuso él mismo. Su pasión fue fría, su vitalismo fue sereno, su entusiasmo fue embridado, su vanguardismo estuvo represado por el anhelo de un nuevo clasicismo y al impulso de la aventura estética solo se dejó llevar con cautela y un mapa secreto de los caminos de regreso al equilibrio entre lo irracional y la razón ordenadora. Desde 1929 preconizó para el arte joven una vía de conciliación entre idealismo, realismo e infrarrealismo que llamó integralismo, en el que la sublimación romántica (la ensoñación), la cotidianidad realista (la vigilia) y las simas oscuras del subconsciente (los sueños) se equilibraban en una representación fidedigna de la compleja naturaleza humana. La doctrina no tuvo su contrapartida práctica porque Teoría del zumbel o Escenas junto a la muerte, aun siendo excelentes novelas, no cuajaron como ilustraciones del integralismo. La propuesta misma, en el contexto de las radicalidades vanguardistas, resultaba extravagante no por su eclecticismo (común a muchas vanguardias) sino por su defensa de la armonía y la ponderación.

           

Esa querencia por los espacios intelectuales de convergencia y concierto formó parte de su personalidad siempre, tanto en el terreno de la literatura como en el de las ideas políticas y sociales. Desconfió y denunció el crecimiento de los «muchachos de uniforme» cuando en Europa el fascismo y el comunismo empezaron a envenenar de utopismos suicidas las cabezas de millones de jóvenes. Y del mismo modo se mostró receloso con los escritores que parecían confiar en el poder protector y consagrador del rebaño o la horda. «¡Más equilibrados y menos equilibristas! ¡Más 'ágora' y menos 'pista'!», escribía en uno de sus cuadernos íntimos de los años treinta. La sensatez, el fiel de la balanza, el diálogo fueron sus bastiones frente al arrebato, la extremosidad o el autoritarismo. Sus reparos a los excesos fueron tempranos y ya en 1925, cuando estaba labrándose un nombre en el mercado de talentos del Arte Nuevo, se atrevió a izar objeciones contra la literatura de vanguardia en lugar tan significado como la revista Proa de Buenos Aires, una importante plaza del ultraísmo argentino fundada por Jorge Luis Borges, Francisco Luis Bernárdez y Brandán Caraffa. Lo hizo con el pretexto de reseñar ni más ni menos que Literaturas europeas de vanguardia de Guillermo de Torre, libro meritorio que, en su opinión, había «obrado el prodigio de crear un período literario que de otro modo no hubiera existido». Varias eran las objeciones, desde la inconsciencia y falta de sentido crítico de los vanguardistas hasta la futilidad de su obra, su gasto de la pólvora en salvas (en manifiestos, en política literaria...) y la desbandada de quienes formaron sus filas. Torre había recibido a través de su sensitiva antena todas las vibraciones de nuevo espíritu pero también mucho ruido. A esa antena que lo recoge todo sin discriminar, Jarnés oponía el semáforo, la regulación y el control, el cauce de las energías juveniles. Por eso tituló su crítica «Antena y semáforo».

           

Es fácil espigar estos reparos a lo largo de toda su obra crítica y ensayística. A los propios argentinos les advertía un par de años después, en la revista Síntesis, de que a veces «todo el ímpetu se gasta en afinar la propia máquina» y el artista que se empeña en ensayar posturas y postergar el momento de la creación es como el Estilita, que, subido a su columna, acaba petrificado. Lo contrario es el escritor audaz que se lanza a crear asumiendo el riesgo de equivocarse: «Entre estos hombres, cuento a James Joyce», afirma en las notas críticas que tituló «Biela». Pero, aun siendo fácil esa recolecta, es a partir de 1929 cuando el compromiso de Jarnés con la discrepancia se vuelve más visible. Una discrepancia desde la mesura o desde la equidistancia y que le permite intervenciones públicas como la conferencia inédita «Deberes del libro actual», en la que condena todo libro que no conduzca al fin esencial de hacernos más libres, de «dejarnos más alertas», una conferencia donde aconseja no leer aquel libro que nosotros mismos podríamos haber escrito o que se entrega a la primera acometida o que ha sido escrito para complacer el gusto del público y no para «encauzarlo, depurarlo, robustecerlo».

           

Si más arriba decía que la gloria de 1929 fue efímera, también fue temporal el encandilamiento que produjo su prosa. Chabás decía en el artículo citado que los personajes de nuestro autor tenían  «todos aquella bondad suave y algo ingenua» de El profesor inútil y «una sensualidad húmeda y dulce», pero estas lenidades tocaban también al tono de sus relatos y a la escritura, volviéndolos en los peores casos melifluos y hasta un punto empalagosos. Lo parnasiano, pasado por el modernismo español, había lustrado el estilo temprano de Jarnés, y ese regodeo en la forma se había cruzado con una sensibilidad decadente y con un difuso franciscanismo quizá adquirido en sus años de seminario, que fueron muchos, nueve. Cuando Jarnés llegó a Madrid en 1920, destinado al Parque de Intendencia de la capital y procedente de Larache, tenía treinta y dos años y distaba de ser dueño de la prosa alquitarada que le daría prestigio. Durante un lustro tuvo que pulir los dengues sentimentales y demás adherencias de un estilo labrado en la prensa regional aragonesa, en revistas religiosas como Rosas y Espinas y en certámenes literarios militares. Su contacto con la juventud vanguardista fue depurativo, pero todavía en 1925 podía publicar en la revista Plural un fragmento titulado «El profesor inútil» en el que rechinan morbideces estilísticas que eliminaría en la edición de 1926. Y sin embargo, pese a ese largo baño en el Jordán del idioma (por usar una imagen suya), aún le quedó a su prosa una reticencia, un no sé qué de esponjosidad y mansedumbre que, si bien continuó despertando el elogio de muchos, empezó pronto (ya en 1929) a provocar el reparo de otros que echaban en falta algo más de dureza, ráfagas de aspereza y acidez como las que, desde 1930, iban a encontrarse en las novelas de su paisano Ramón J. Sender. Precisamente en julio de ese año, José García Mercadal publicó en La Voz de Aragón un artículo que parecía anunciar la división futura de la narrativa aragonesa en dos opciones: «Jarnés y Sender». El pretexto era la aparición de Teoría del zumbel del primero e Imán del segundo y Mercadal la celebraba como la ocasión de que las letras aragonesas «salgan de su penuria tradicional, ganando de golpe, no uno, sino dos novelistas». En esa revelación dual, Jarnés representaba la obra depurada y exquisita, «fruto maduro de una personalidad ya destacada entre lo más selecto de la última promoción literaria», era el artista; mientras que a Sender le correspondían «menores pretensiones estéticas» pero «mayores valores objetivos». Y a Mercadal se le nota más tocado por la fuerza de denuncia de la novela sobre el desastre de Annual, que lanza «el grito lancinante que viene a herir nuestra conciencia de españoles, la voz conminatoria que nos recuerda [...] las iniciales y más apremiantes responsabilidades del presente político y social de España».

          

Jarnés y Sender. Los dos perdieron, pero quizá la derrota fue más inclemente con el primero, puesto que lo castigó no solo con el exilio sino con la precariedad económica y la probable certeza, que pudo llegar a palpar, de la disolución de su nombre en la futura memoria histórica de la cultura española. No le angustió a Jarnés ese desvanecimiento, no al menos desde 1939, porque entonces su prioridad había pasado a ser la supervivencia (suya y de su esposa Gregoria) y el voluntarioso cultivo de una alegría vital que siguió buscando donde no suele estar, en la escritura, y que encontró en la amistad inopinada pero encantadora de la escritora Paulita Brook.

           

Eso fue ya en México, adonde Jarnés llegó a bordo del Sinaia el 13 de junio de 1939, después de meses de incertidumbre en Francia, de esperar interminablemente la ayuda rogada a Victoria Ocampo, a Guillermo de Torre, a Gregorio Marañón, a Ortega y Gasset, ignorante de que los dos últimos se habían puesto de parte de los sublevados: «Sepan que estoy completamente alejado de todo partido, de toda organización política, Que estoy solo. Que, si ustedes no me atienden, quedo en absoluto a la intemperie», le escribe a Marañón en febrero. «Atiéndame, se lo ruego». No le atendieron y hubo de esperar a la solidaridad de sus amigos mexicanos, de Xavier Villaurrutia y sobre todo de Jaime Torres Bodet, y a la generosidad del presidente Lázaro Cárdenas, que acogió a miles de españoles. Mientras tanto fue un profesor de liceo en Limoges, Narcisse Marcel, quien dio amparo durante varias semanas a Jarnés y Gregoria y quien habló a sus alumnos de aquel escritor español que había defendido la libertad y los valores de la democracia y, vencido por los fascistas, se hallaba arrojado a un destino de expatriado. Esto lo recordó muchos años después uno de aquellos alumnos, un chaval de diecisiete años que se llamaba Roland Dumas y sería Ministro de Asuntos Exteriores.

           

Llegar a un país desconocido tras perder una guerra, sin fortuna alguna ni profesión cotizable y con cincuenta años a la espalda no parece el comienzo de una historia feliz. Jarnés vivió en México desde junio de 1939 hasta febrero de 1948 y, aunque publicó a un ritmo frenético novelas, biografías, ensayos, compilaciones, antologías, enciclopedias, artículos y reseñas en diarios y revistas mexicanos y del círculo exiliado, no pudo pasar de ser un huésped de sí mismo. El Jarnés brillante (lo hubo) había quedado atrás. Su exilio no fue fecundo como el de José Bergamín, que le pidió un libro para la editorial Séneca, o el de Pedro Salinas, que se lo encontró en 1940 «resbaladizo, apartado de todos», o el de Juan Ramón Jiménez, al que Jarnés le sacó unas páginas prologales para las Cartas a Platero (1944) de su Paulita Brook. No, su exilio fue arduo y careció de grandeza porque le cogió fatigado y quizá íntimamente persuadido de que ya había dado lo mejor de sí. Por eso volvió sobre sus pasos y recuperó viejos papeles a los que encajó en un nuevo envoltorio, como las Cartas al Ebro (1940) o Ariel disperso 1946), reescribió y refundió cuentos, novelitas y fábulas rosadas como en La novia del viento (1940) y Venus dinámica (1943) o publicó como obra de su heterónimo Julio Aznar lo que era de hecho una traducción libre, la «rapsodia griega» Constelación de Friné (1944). Todo ello, seguramente, mientras le pesaba en la conciencia el original de Eufrosina o la Gracia que había dejado en las manos del editor Josep Janés en los días de fuego de Barcelona, antes de integrarse en la ominosa columna de republicanos camino de Figueres y La Jonquera, hacia los campos de concentración franceses. Fue entonces cuando se fraguó la confianza que seguramente explica que Janés publicara en 1948 dos libros (Eufrosina y la segunda edición de Libro de Esther) de un exiliado incómodo, cuando menos por su condición de capitán del ejército de la República.

           

El episodio vale la pena recordarlo porque apenas es conocido y no ha sido bien contado. Jarnés se encuentra, como muchos intelectuales republicanos, en Barcelona, la ville exténuée —como la llama en marzo en el periódico francés Le Courrier du Centre—. Por esos días es detenido el escritor Félix Ros acusado de quintacolumnista y es conducido a la checa Preventorio D. Su amigo Josep Janés trata de salvar su vida pero está «absolutamente solo» y sabe que la única posibilidad de lograrlo pasa por realizar gestiones cerca del gobierno de Negrín. El relato de los hechos lo hizo Janés en un artículo de Solidaridad Nacional el 8 de julio de 1939 y él mismo lo citaría ampliamente en el apéndice que puso al Preventorio D de Félix Ros (cito por la edición de 1974). Contó el editor que el primer intelectual al que acudió, sin conocerlo personalmente, fue Benjamín Jarnés y que desde el primer momento encontró en él comprensión y humanidad. Acudieron ambos a Corpus Barga, pero éste recriminó a Janés que se preocupara por un fascista como Ros. Jarnés «fue el único que me defendió de las recriminaciones más o menos cordiales que me dirigía Corpus Barga y fue el primero en insistir en favor de Ros a pesar de las declaraciones del máximo fautor del SIM [Servicio de Información Militar]». Después de este encuentro, Corpus se sumó activamente a la intercesión a favor de Ros. Tras negar su ayuda Bergamín y Max Aub, Janés redacta con Jarnés una carta contundente dirigida a Julián Zugazagoitia (quien ya había intervenido para salvar la vida de Wenceslao Fernández Flórez). También es Benjamín Jarnés quien acompaña a Janés a visitar a Antonio Machado. El poeta se abstuvo de actuar a favor de un «redomado fascista» como Ros, pero su actitud firme no amilanó a Jarnés, que «agotó todos los recursos de la persuasión» apelando a la solidaridad entre intelectuales y refiriendo las atrocidades practicadas por el SIM en las checas. Nada obtuvieron de Machado, y Josep Janés cuenta que salió «Jarnés casi llorando» y le pidió que por favor no juzgara a Machado por lo que había visto en esa reunión: «No es Machado ese hombre». Luego, ocupada la ciudad por las tropas franquistas, Ros fue liberado y al poco tiempo mostró su catadura asaltando el piso de Juan Ramón en Madrid y sustrayendo de él valiosos libros y manuscritos. Jarnés, por su lado, integró el desolador contingente de los desposeídos y no sabemos qué pudo pensar al enterarse —si es que se enteró— de la fechoría de aquel sujeto indefendible al que había defendido.

             

Los años de guerra y el exilio pasaron sobre Jarnés como una apisonadora y el reumatismo que sufría, derivado luego en arteriosclerosis cerebral, contribuyó muy poco a paliar su situación. Después de 1943, la etapa mexicana fue un lento desmoronamiento que no pudo frenar la cotidiana faena de escritura mercenaria ni algún ocasional regreso del Jarnés de otro tiempo, como en el estupendo relato «Bílbilis» (1944) con el que volvía a los paisajes aragoneses de Paula y Paulita pero que seguramente había sido escrito años antes. Ese fue uno de los regresos, pero debieron de acumularse los retornos en la cabeza de Jarnés hasta que, por fin, el 10 de febrero de 1948 emprendieron él y su esposa Gregoria el único retorno físico y ya definitivo. Quienes habían sido en cierto modo discípulos suyos y promotores de la revista Literatura y de la PEN Colección antes de la guerra, Ildefonso-Manuel Gil y Ricardo Gullón, dejaron un testimonio triste de su visita al escritor, que se encontraba ya en estado casi vegetativo. Murió el 10 de agosto de 1949 en su piso de la calle de Santa Engracia. La víspera, Gregoria envió una carta a sus hermanos que transcribo casi en su integridad:

 

Queridos hermanos:

       El jueves, al poco rato de marcharse los sobrinos, vino un padre de la Parroquia para preparar a Benjamín, para el viernes, y como lo vio tan abatido me dijo que, si quería yo, sería lo mejor que recibiese al Señor, como primer viernes y como viático. Así es que recibió todos los Sacramentos y Bendición del Sagrado Corazón. No pudo hablar, pero con los ojos —me dijo el padre— se lo dijo todo. Fue conmovedor, porque se dio perfecta cuenta de lo que recibía. Estuvo sereno y quieto durante todo el rato.

       Yo tengo una gran tranquilidad —dentro de mi gran pena— de ver que lo ha recibido con todo conocimiento.

       El médico se quedó asombrado al ver que le ha bajado la tensión a 12. Por eso le ha producido este estado de agotamiento. No se puede levantar de la cama. [...]

       Yo os avisaré cuando sea necesario, pues me dice el médico, que lo mismo puede dormirse y no despertar que pasar así algún tiempo.

       Pedid mucho por él y por mí, para que el Señor me dé fuerzas para poderle atender bien.

       Perdonad que no sé cómo escribo. El sábado se durmió a las 6 de la tarde y se despertó a las 7 de la mañana siguiente. Yo estaba alarmadísima, pero la respiración era normal y, el domingo, se durmió a las 11 de la noche y despertó a las 7 de la mañana. Aunque sea rápidamente seguiré dando noticias.

       Un fuerte abrazo de vuestra hermana,

 

Gregoria

 

Esta noche ha dormido desde las diez y media de la noche hasta las ocho de la mañana. Continúa sin poder hablar y le cuesta bastante tomar los alimentos pero tiene buena cara.

 

Tras el fallecimiento de Jarnés, Ildefonso-Manuel Gil escribió un artículo necrológico para el Heraldo de Aragón, pero la censura lo prohibió una y otra vez. Tengo a la vista una copia de las pruebas. Ahí refiere Gil su visita al escritor enfermo: «Ya no era más que un despojo humano, privado de palabra, paralítico, inexpresiva su mirada, sin aquel agudo brillo que recordábamos en sus ojos», para el que la muerte fue «una mano piadosa sobre su dolor y su aniquilamiento». Pero esto lo cuenta al final de su artículo, porque había empezado por lamentar «el extraño silencio que se extendió sobre la muerte del gran prosista» para afirmar a continuación que pueden «contarse con los dedos de una mano los escritores aragoneses contemporáneos que han conseguido ser algo más que 'glorias locales'» y Jarnés está al frente de todos por el volumen y calidad de su obra. «Era un prosista de sencilla perfección, un lento enamorado de la palabra», añade, y eso lo convertía en «un escritor para buenos lectores y no para devoradores de anécdotas».  En sus novelas «el argumento era poco más que un tenue hilo que unía el comienzo con el final, revistiéndose de páginas poemáticas, de fragmentarios y brillantes ensayos». Esa concepción elevada de la literatura le pasó una factura que él aceptó desde el principio: «Por ese logro se dispuso a pagar el precio de la renuncia a un fácil triunfo, manteniendo hasta el última párrafo salido de su pluma esa posición exigente del artista que doma su propia fuerza creadora para encauzarla, sin desbordamientos posibles, por el río difícil de la gracia artística».

           

Ese fue el nombre que Jarnés dio a su concepto estético central: gracia. Y a él dedicó muchas páginas, alguna conferencia (de 1932) y un libro, Eufrosina o la Gracia, que quizá ya ni alcanzó a ver con lucidez en 1948, en el que su trasunto Julio y una de las tres gracias mitológicas, Eufrosina, la de la alegría, entablan un sinuoso coloquio plagado de juegos de seducción. La alegría, la armonía entre la razón y la pulsión, la plenitud de las potencias humanas expresada como puente de comunicación con el otro, la simpatía que facilita el trato humano (de ahí que la gracia sea también un valor social), la transparencia y la espontaneidad, rasgos todos de esa gracia en la que la palpitación de la vida y las arquitecturas del arte se conciertan.

           

Seguirá siendo Jarnés el perpetuo resucitado; su destino es ser redescubierto por lectores aislados que se sorprenderán de su idioma o de sus metáforas, de su crítica literaria regularmente certera o de su concepción vegetal de la novela, en continuo crecimiento, llena de injertos y cargada de frutos que se saborean de uno en uno. A Jarnés le gustaba repetir que a veces hay que sacrificar una parte de la inteligencia para que te perdonen el resto. ¿Sacrificó Jarnés la porción suficiente o se quedó corto? Es una pregunta inútil. Jarnés siempre valdrá la pena, quiero decir que valdrá la alegría que transfunde su lectura.

           

           

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Domingo Ródenas Moya

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