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29 de abril de 2014

La primera novela extensa de Diego Martínez Torrón, catedrático de Literatura Española (Universidad de Córdoba) y poeta, es, como no podía ser de otra forma, una novela “de pensamiento”. Así, la narración que vertebra la novela queda diluida ya desde las primeras páginas, como una melodía de fondo, en una sucesión de reflexiones sobre la vida, el arte, la cultura…

Marga, escritora de éxito, padece un cáncer terminal que la empuja a organizar un encuentro de despedida con sus amigos en su casa de Llanes. La novela se va construyendo a partir de una serie de correos electrónicos que los personajes se intercambian; en ellos, bien mediante la exposición deshilvanada de ideas, bien a través de la articulación de elaborados discursos, exponen su visión del mundo, sus anhelos, algunas de sus vivencias… Con este material el autor da forma a todo un tejido que configura un panorama sincrético y total de los miembros de una generación. Novela polifónica y fragmentaria, funciona como un mosaico cuyas teselas están valientemente ideadas tanto para encajar y dar sentido a un todo orgánico, como para invitar a una reflexión momentánea, fulgurante, al hilo de la propia lectura, que sin embargo deja poso, con el característico marchamo de la buena literatura de pensamiento (es imposible leer a Martínez Torrón y no pensar en el lúcido Azorín).

Éxito es una novela a rèbours, inusual, completamente alejada de los cauces habituales del género. En parte por esta razón, sus momentos más conmovedores están relacionados con el contenido filosófico que rezuman los razonamientos de los personajes, en ocasiones de gran belleza y calado; así, la novela está preñada de iluminados instantes en los que el autor toca de lleno el alma de las cosas. En una ocasión el narrador, esa voz que, casi invisible, nos presenta a los personajes en breves y enriquecedores paréntesis entre correos, dice de Inés, escritora de provincias: “Se sentía de este modo como un simple instante de consciencia en la historia del hombre. Un instante de una consciencia que a veces parecía ni siquiera pertenecerle. Como si su pensamiento fuera un sueño, y su vida tan solo la simple imagen ante un espejo en donde se reflejaba un cuerpo y un rostro con los que, en el fondo, ni siquiera se reconocía”.

El otro gran acierto de Martínez Torrón es, a mi juicio, concebir Éxito como una novela metaliteraria. El material que lee el lector es aquel con el que barrunta Irene forjar una novela, la novela definitiva. De esta forma, Martínez Torrón consigue romper los límites entre la realidad y la ficción, entre la belleza y la vida, planteamiento que, por otra parte, está en perfecta consonancia con los presupuestos teóricos acerca de la novela que esgrimen los propios personajes: “le hubiera gustado escribir una novela profunda, diferente, que constituyera el símbolo de la manera de pensar de toda una generación”. Finalmente esa novela que a Inés le habría gustado escribir no puede ser otra que el “cadáver exquisito” que entre todos los personajes van construyendo, al latido de sus propias vidas.

Basándose en este juego de cajas chinas, el autor nos da la última lección sobre literatura: la novela ideal no existe –tal vez “El Quijote” es la que más se acerca, tal y como afirma uno de los personajes de la obra–, y el yo del autor está avocado a desleírse en la propia obra, que es la que queda a la postre, a pesar de la fama efímera o la ausencia de un lector cómplice.

Éxito es una novela mágica que reflexiona sobre la naturaleza del verdadero triunfo: multiforme, subjetivo, inalcanzable. Es, como nuestras propias vidas, “una novela imposible que se va creando conforme la vas leyendo…”. Sin duda, su lectura interesará particularmente a aquellos que aún siguen creyendo en la belleza del pensamiento a través de una palabra total, universal, imposible de adscribir al corsé de ningún género.

 

Éxito, Diego Martínez Torrón, Sevilla, Alfar, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Tania Padilla

28 de abril de 2014

 

 

 

En algún lugar alguien está viajando furiosamente hacia ti

John Ashbery

 

 

Iba a decirte No vengas

que conozco la trampa del paraíso: limbo, piedra y abandono.

 

Pero es tan incómodo estar vivo.

 

Este festín, defectuoso porque cursa, defectuoso porque termina.

Todo tiene el mismo cuerpo que la vida.

Todo está mal.

 

De modo que tú, ciego cometa que trabaja, compra

y algunas mañanas de festivo alcanza verdades... Ven.

 

Cuando la revuelta del encuentro amaine

y ames mi cuerpo y la forma de mis dientes

y el error de estas manos exactamente distintas a las que imaginabas

te conmueva como una revelación

te daré tres mentiras contra el frío

 

 

no debes tener miedo

no estás solo ni hay la sentencia

desde hoy la catástrofe consiste en no salir a la vez.

 

Escrito en Lecturas Turia por Julieta Valero

Aquella noche,

desde la parte alta de la ciudad,

entre besos furtivos y cazadores de pubis,

vimos cómo se producía la avería.

 

Poco a poco

todas las luces de barrio

y las luciérnagas de la Romareda,

todas, poco a poco,

como velas sopladas

por un niño delicado el día de su cumpleaños,

todas, poco a poco,

se fueron marchando.

 

Y pararon los sexos

y las palabras melosas,

y todos,

sin luz eléctrica,

vimos –fuera parches-

 

todas las estrellas mostrando a la vez

el mentiroso color nocturno

de un cielo que ya  no era el nuestro.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Octavio Gómez Milián

15 de abril de 2014

Se preparó para salir, pero antes se acercó hasta el dormitorio donde convalecía su anciano marido. El pobre hombre llevaba varias semanas enfermo.

 

-          Voy a salir. Enseguida vuelvo.

 

En la calle hacía frío. Se abrochó el abrigo. Al hacerlo notó que uno de los botones estaba medio suelto y que el hilo que lo unía al tejido estaba deshilachado. Quiso comprobar su consistencia y se quedó con él en la mano.

 

-          ¡Porras!

 

Tiró de los hilos que habían quedado expuestos y los fue quitando uno a uno para que no quedase huella. Pensó en cómo iba a coserlo de nuevo. Enhebrar una aguja era tarea imposible, aunque se pusiese las gafas. Tampoco podía pedir ayuda a ningún vecino. En el edificio ya no quedaban. Se habían ido muriendo poco a poco, o habían sido trasladados a asilos y hospitales. Los nuevos ni siquiera se dignaban a devolverle el saludo cuando coincidían en el ascensor. De haber tenido a alguien de confianza le habría encargado que vigilase a su marido mientras ella estaba fuera de casa. Estamos solos, se dijo con resignación. Las bombillas de las farolas se fueron encendiendo. La luz iluminó unos pocos copos de nieve que, más que caer, flotaban a media altura mecidos por el viento. El frío se colaba por el hueco sin abotonar. Tuvo que agarrar la zona y taponarla con la mano. Con su marido enfermo no se podía permitir resfriarse. Observó la algarabía de gentío y tráfico. La ciudad crecía y se modernizaba a pasos agigantados, mientras que ella cada día que pasaba se sentía más vieja e insignificante. No reconocía los comercios, la mayoría eran tiendas nuevas. Todo era tan distinto. Todo estaba diseñado para la gente joven. Los cajeros, los electrodomésticos, los mandos del televisor… todo funcionaba apretando un interruptor, pero de todos ellos ¿cuál era el indicado? Ella nunca lo sabía y se sentía inútil y tonta. No, ya no había sitio en el mundo para ellos. Su marido pronto moriría, cosas de la edad, y ella se quedaría más sola que nunca, sin otra cosa que hacer que esperar su hora. Era triste llegar a esas edades. Se adentró en el casco antiguo. Vio a los hombres en las tabernas brindando por el fin de la jornada. Siguió calle abajo sorteando grupos de estudiantes que reían y hablaban subidos de tono. Por fin llegó a su destino e hizo amago  de entrar en el local. El portero, un tipo corpulento y con el pelo a cepillo, le dio el alto.

 

-          ¿Dónde va usted?

-          Dentro.

-          ¿Sabe dónde está entrando?

-          Claro.

-          ¿Está usted segura?

-          Sí señor, esto es un prostíbulo.

-          Perdone mi indiscreción… ¿Le puedo preguntar por qué quiere entrar en un sitio como éste?

-          Para qué va a ser. Para contratar los servicios de una prostituta.

 

El portero la miró extrañado. No comprendía que una anciana necesitase las atenciones de una puta. De todas formas él había visto cosas mucho más raras en aquel lugar. Le abrió la puerta y se dispuso para dejarla pasar. Antes la anciana preguntó:

 

-          ¿Aquí tienen negras?

-          Tenemos una.

-          ¿Es guapa?

-          Sí.

-          ¿Cómo se llama ella?

-          Yamila.

 

La anciana entró en el prostíbulo y avanzó hacia el bar. Apenas había clientes y la mayoría de las putas estaban sentadas alrededor de la barra. Cuando la anciana irrumpió todas las miradas se posaron en ella. No era corriente ver a una octogenaria visitando el lugar. Ella escrutó el garito buscando a Yamila. Al no encontrarla decidió preguntar al camarero.

 

-          Joven, ¿sabe usted dónde está Yamila?

-          En estos momentos está ocupada. Si quiere algo con ella tendrá que esperar.

-          Bien, esperaré.

-          ¿Quiere tomar algo mientras tanto?

-          ¿Es obligatorio?

-          No.

-          Entonces no.

 

La anciana esperó. Era la primera vez que pisaba un prostíbulo. Observó el lupanar con curiosidad. Todo tenía un aspecto deprimente y oscuro. Se dio cuenta de que las putas la miraban de reojo. No le importó, era consciente de que estaba fuera de lugar y que allí no pegaba ni con cola.

Al cuarto de hora Yamila bajó por las escaleras acompañada de un cliente satisfecho. Se le veía en la estúpida sonrisa que colgaba de su cara. La anciana esperó a que se despidiera del tipo y luego la abordó.

 

-          ¿Podría hablar un momento con usted?

-          Usted dirá.

-          Quería saber cuánto me costaría contratar sus servicios.

 

Yamila miró a su alrededor buscando las caras de sus compañeras, creyendo que éstas le estaban gastando una broma.

 

-          ¿Habla en serio?

-          Totalmente.

 

Yamila sopesó la oferta intentando decidir si la rechazaba o no. Finalmente resolvió que si alguien solicitaba sus servicios, como profesional que era estaba obligada a ofrecérselos.

 

-          Por media hora cobro sesenta euros, por una hora cien. Y le advierto que yo no hago cosas raras.

-          No se preocupe, lo único que tiene que hacer es desnudarse delante de mi marido.

-          ¿Su marido?

-          Sí, el pobre está enfermo en la cama. Hoy es su cumpleaños. Cumple noventa y dos años.

-          ¿Y solo tengo que desnudarme?

-          Como comprenderá el pobre hombre ya no tiene ánimo para más.

-          Está bien. Acepto.

 

Yamila recogió su abrigo y se pusieron en camino. Al salir por la puerta del local el portero se dirigió a ellas con recochineo.

 

-          Adiós chicas.  Cuidado con lo que hacéis.

 

En respuesta Yamila le enseñó el dedo corazón. La temperatura estaba bajando y al poco se puso a nevar. No había taxis por la zona. Decidieron hacer el camino a pie.

 

-          Hija, ¿me permite cogerla del brazo?

-          Claro.

 

Yamila se sintió conmovida cuando la anciana se agarró a ella. Por un momento se acordó de su abuela materna. Un alud de emociones estuvo a punto de humedecerle los ojos. Decidió iniciar una conversación para alejarse de todas las nostalgias.

 

-          Debe querer mucho a su marido para hacer esto por él.

-          El pobre, siempre ha tenido obsesión por ver a una negra desnuda, pero nunca ha podido cumplir su sueño.

-          Con los hombres nunca se sabe.

-          No digo que no haya visto alguna en las películas, pero al natural estoy segura que no.

-          Insisto en que con los hombres nunca se sabe. Hágame caso, de esto sé un rato.

-          Mi marido, en todo lo que llevamos de casados, siempre me ha sido fiel. Lo sé porque es un hombre sin un ápice de malicia. Toda su vida ha estado pendiente de mí. A su lado nunca me ha faltado de nada, me lo ha dado todo. Ahora me toca a mí. El pobrecito se muere y antes de que Dios se lo lleve a su lado quiero que su sueño se haga realidad.

 

Los copos de nieve eran del tamaño de pelotas de ping-pong y el viento los impulsaba contra sus caras. Cuando llegaron la ventisca estaba en pleno apogeo. Al entrar en la casa la anciana se llevó el índice a sus labios, indicándole a Yamila que guardase silencio. Las mujeres se dirigieron directamente al dormitorio. La anciana le hizo un gesto para que esperase en el pasillo. Después ella cruzó la puerta del dormitorio.

 

-          ¡Feliz cumpleaños, mi amor!

 

El anciano trató de incorporarse pero solo tuvo fuerzas para un amago de sonrisa. Ella se acercó a la cama y le acarició la cara.

 

-          Ya pensabas que me había olvidado ¿eh...? Tengo una sorpresa para ti.

 

Él la miró con curiosidad.

 

-          Ya puedes entrar.

 

Yamila entró en el dormitorio en plan seductor.

 

-          Cariño, te presento a Yamila.

 

De repente la pesada máscara de la enfermedad desapareció de la cara del anciano y un brillo vital se reflejó en sus pupilas.

 

-          Yamila tiene algo para ti, así que os dejo solos.

 

Yamila avanzó hasta los pies de la cama y empezó a desabrocharse la camisa. Mientras tanto la anciana se dirigió al salón. Se quitó el abrigo, dejó el botón sobre la mesa y sacó la caja de la costura. Sabía de antemano que era una batalla perdida, aun así se puso las gafas y trató de enhebrar una aguja. Llevaba más de un cuarto de hora pretendiendo acertar con el hilo cuando Yamila entró en el salón.

 

-          ¿Ya?

-          Sí.

 

La anciana sonrió satisfecha mientras siguió intentando pasar el hilo a través del ojal.

 

-          Déjeme a mí.

-          Te lo agradezco hija, porque soy incapaz.

-          Su marido quiere verla.

 

El enfermo sonreía de oreja a oreja cuando entró su esposa.

 

-          ¿Estás contento?

 

El anciano asintió sin dejar de sonreír.

 

-          Me alegro.

 

Se inclinó sobre él y le beso en los labios.

Cuando regresó encontró a Yamila terminando de coser el botón.

 

-          No tenías que haberte molestado.

-          No es ninguna molestia, además ya está.

 

Efectivamente el botón estaba firmemente zurcido al abrigo.

 

-          Eres muy amable.

-          No ha sido nada.

-          Lo digo por todo lo que has hecho. Te lo agradezco con el corazón. Por cierto, tengo que pagarte. Dime cuánto te debo.

 

La anciana echó mano del monedero y sacó unos billetes.

 

-          ¿Sabe qué...? No voy a cobrarle.

-          Hija, cómo dices eso. Es tu trabajo…

-          No, esto no ha sido trabajo, se lo aseguro. Esto ha sido algo muy bonito y agradable de hacer. Por eso no puedo aceptar su dinero.

 

El gesto conmovió a la anciana.

 

-          Muchísimas gracias, hija. Hacía mucho tiempo que nadie se portaba tan bien con nosotros.

-          Gracias a usted por darme la oportunidad de hacer algo tan… decente.

 

Las dos mujeres se abrazaron y permanecieron así durante unos segundos.

 

-          ¿Sabe?... Usted me recuerda a mi abuela. Por eso quisiera pedirle algo.

-          Claro.

-          Me gustaría darle un beso.

-          A los viejos no nos gusta que nos besen. Estamos llenos de gérmenes y enfermedades.

-          Aun así, lo voy a hacer.

 

Se besaron. A continuación se despidieron, conscientes en todo momento de que su adiós era definitivo.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pepe Pereza

15 de abril de 2014

Cualquier herramienta sirve para investigar una disciplina cultural. Así como Arnheim, sicólogo del arte, estudió el cine a partir de las leyes de la percepción, la literatura cabe ser enjuiciada, además de literariamente, desde los puntos de vista filosófico, histórico, sicoanalítico, sociológico y, por qué no, cinematográfico. Una aproximación a la imagen y a cómo ésta se relaciona con el espacio y el tiempo, al tratamiento que José Manuel de la Huerga depara de ella, de la imagen, nos lleva a concluir que Solitarios es una novela sobre el tiempo, que fluye, mientras el espacio elige quedarse quieto. El logro del cine es que los dos circulen si bien el de la butaca permanece inmóvil. Una sensación estética. Bien, pues en la novela que nos ocupa sucede igual, De la Huerga lo dice: el telón de fondo cambia, las personas no, prosiguen siendo las mismas y, quizá por ende, se mantienen juntas. Es decir, el paisaje hace las veces de tiempo y el estatismo de los protagonistas, de espacio. Un movimiento inmóvil, cuyo desplazamiento silencioso ve, recibe, el espectador, el lector, lento y detenido. Es toda la novela una imagen semiparada. Lo incomprensible anega buena parte del transcurso, que fluye cual en esta fracción: “(…) se empeñaba en que repitieran palabra por palabra lo que salió con naturalidad cuando tuvo su momento irrepetible. No existían dos árboles idénticos, ni siquiera un árbol se parecía a sí mismo de un día para otro. Menos las palabras, las personas menos”. U, ochenta páginas adelante, en el siguiente parlamento: “Debemos viajar juntos, viajaremos al ritmo de la bola del mundo, para no envejecer y continuar unidos siempre”. Una prosa que se dobla sin romperse como la hoja verde de un árbol que permite al lector imaginar ipso facto lo que el narrador va describiendo.

Los personajes se comunican, sobre todo, por medio de un lenguaje no verbal. Lo hacen de un modo tan drástico que ‘Ultramarinos El Pez de Oro’, la primera de las dos nouvelles, viene protagonizada por un niño sordomudo apelado Cachelo, que acude al pensamiento y al tacto para comunicarse; los dedos de la madre le acarician como fonendos. No solamente Cachelo calla: Fernando el Portugués, su padre, habla “de peces que, a pesar de estar mudos”, cuentan “historias maravillosas en pompas de aire” que descienden sin ser descifradas; y Berta, la madre, descubre el mundo “por el olor” y no comunica a sus progenitores el alumbramiento. Existencias impronunciadas. Todo, métodos alternativos para inquirir la realidad, quizá porque, manifiesta el autor al poco del arranque, “la belleza evidente agota pronto su significado”. Los personajes se autopreservan, aquí, ocultos en una sombra que garantiza penetrar en el ambiente. La madre intenta contrarrestar la diagnosis de los médicos aplicando al nuevo ser una especie de imposición de la palabra, susurrándole al oído, estimulando hasta el hueso más pequeño. Pero no se centra en el logos, también le brinda fantasía y promete un viaje a Lisboa para reencontrarse con el padre. Además de confrontar al lector con lo intestino, José Manuel de la Huerga le arroja a las veleidades del azar, o, mejor, contra el muro de las casualidades. Berta acostumbra a llevar un mazo de cartas. Consulta, no a pie juntillas, la posible encarnación del futuro, o más bien, nunca se sabe, verifica el deseo. Las cartas acertaron la llegada misteriosa de un caballero invernal y nocturno, a lo Calvino, y erraron al anunciar que la encinta llevaba una niña rubia en las entrañas: no son un valor seguro. La comunicación sensorial y extrasensorial funciona mejor. Comprobaremos si la medicina, al igual que la fortuna, se permite también el fallo y el niño consigue parlotear. En los últimos años las artes están poniendo a prueba la confianza en la todopoderosa ciencia, de momento ignoramos si representa una prolongación en la quiebra racional del siglo XX, si responde a un hartazgo de la colonización por ella ejercida en el mundo del conocimiento o si consiste en una vía abierta a una espiritualidad compatible con modos ilustrados. Ya se verá hasta dónde llegan la intuición y la imaginación, si el niño, en definitiva, arranca a hablar. Poco importa. Lo genuino es que el deslumbrante Cachelo –de él se llega a afirmar que está “investido de un conocimiento sagrado”- no sería tal sin la sordera: la anomalía como bondad. Estar inacabado, de repente, como virtud. Ello emparenta la narración con la de uno de los mejores cuentistas españoles: Gustavo Martín Garzo, en cuya obra –La princesa manca, El lenguaje de las fuentes…- la pérdida acostumbra a poseer una dimensión redentora. En su última entrega, Y que se duerma el mar, leemos: “Es verdad que había nacido mutilada, pero eso no la hacía diferente de los otros niños. ¿Acaso no estaban todos incompletos, no buscaban algo que nunca tenían del todo: su propia y esquiva verdad?”. En esta ocasión no falta un miembro, sino un sentido.

Si en la primera nouvelle había lamparillas de cera para tardes de tormenta y pimentón dulce y picante; en la segunda encontramos mercheros; sangradores; braseros; el pirulí azul, blanco y rojo de las peluquerías; la bilbaína; el infiernillo; recitaciones a la virgen; máquinas Singer; sillas de escay. Si la primera estaba llena de poesía y, hasta cierto punto, de exotismo; en la segunda -presentes todavía El Pez de Oro y Barrio de Piedra; traslada el escenario-, hay costumbrismo y una ciudad de provincias tardofranquista. El tiempo abandona la suspensión y coge carrerilla, la película se vuelve comedia. El lenguaje, directo y concreto. Abunda el coloquialismo: ‘daba gloria olerlo’, ‘estar de pinote’, apalominamientos, chambergo, ‘Hola don Pepito’. Lo subterráneo, en acontecimientos rasos: las relaciones vendedor-cliente en un mercadillo, el trato de Rufi y Félix –nuevo protagonista- o cómo éste se ausenta del trabajo sin que sus compañeras lo noten.

José Manuel de la Huerga ha merecido, entre otros, los premios Fray Luis de León de narrativa y Hucha de Oro de relato. Su producción arranca en 1985 e incluye casi una decena de títulos. Destacan la muy exigente Leipzig sobre Leipzig y el poemario esmerado La casa del poema, ambos, de 2005.

 

José Manuel de la Huerga, Solitarios, Palencia, Editorial Menoscuarto, 2013. 218 páginas.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Fernando del Val

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