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En el año 2006 José Luis Giménez-Frontín (Barcelona, 1943-2008) publica tres poemarios: Réquiem de las esferas (Ferrol: Sociedad de Cultura Valle-Inclán, col. Esquío), Tres elegías (Varese: La Torre degli Arabeschi) y la antología La ruta de Occitania. Poesía reunida (1972-2006) (Montblanc: Igitur). Con este último había cerrado un ciclo. El segundo ciclo de su dedicación a la composición poética, iniciado en 1993 con Que no muera ese instante (Barcelona: Lumen), continuó en 1999 con El ensayo del organista (Barcelona: Lumen) y dio en 2003 Zona Cero (Vic: Emboscall).

El primer ciclo se había clausurado con la primera antología, en 1989: Astrolabio (Antología 1972-1988) (Pamplona: Pamiela), con poemas de La sagrada familia y otros poemas (Barcelona: Lumen, 1972), Amor omnia y otros poemas (Barcelona: Linosa, 1976),  Las voces de Laye (Madrid: Hiperión, 1980) y El largo adiós (Barcelona: Taifa, 1985).

Grosso modo, en la primera fase (1972-1985) el 'yo' se afirma, y en la segunda etapa (1993-2006) el 'yo' desaparece para que el poema quede ahí, cantando solo, como una música, con cierta tendencia a una desintegración en la literatura misma.

Sobre su obra poética se han escrito sobre todo reseñas, con una percepción profunda y certera, en algunas de ellas, de la estética propuesta por el poeta. Los estudios más completos se hallan precisamente en los prólogos de las antologías (1989 y 2006), firmados ambos por Pilar Gómez Bedate. Asimismo, cabe destacar las aportaciones de José Luis García Martín[1], Santiago Martínez[2], Enrique Villagrasa[3] y, sobre todo, las de Juan Antonio Masoliver Ródenas[4] y Enrique Molina Campos[5].

La orientación de su quehacer poético en los últimos años se encaminaba hacia el género elegíaco. En 2009 y 2010 aparecen sendas antologías con enfoques y matices peculiares.

 

Los días que hemos visto

Cuidada edición la que desde la Fundación Jorge Guillén de Valladolid sale el 21 de diciembre de 2009, conmemorando el primer aniversario del fallecimiento del poeta.

Con prólogo de José Corredor˗Matheos, un escrito preliminar de Victoria Cirlot («Este libro») y una tercera pieza firmada por JLG-F, recuperada de la edición del Allegretto Malinconico de Varese -«La edad de la elegía (a modo de mínima poética)»-, se presenta esta introducción al cuerpo de poemas.

Después, tres secciones; a saber: «I. Primeras elegías» (consta de ocho poemas); «II. Segundas elegías» (doce poemas bajo el genérico «Elegías para Alberto Caeiro») y «III. Réquiem de las esferas» (veintisiete poemas, la edición completa de lo publicado en la colección Esquío).

De «Primeras elegías», ninguna pertenece a antes de 1993, fecha en que aparece Que no muera ese instante. Así, de este libro se seleccionan: «No le retuvo más. (En la muerte de Bohumil Hrabal)», «La frente anchísima del que está y ya no está» y «La nave de los muertos». De El ensayo del organista se extraen: «En el desierto claman», «Oculta y a la vista como una fiel amiga te esperaba» y «Jehudá Haleví da la bienvenida a César Vallejo». Por último, de Zona cero: «Más allá del temido portón de los Urales» y el antonomástico «Zona cero».

En esta selección la voz tiende al verso que dialoga con los muertos, cuando su propuesta ya avanza hacia esa desaparición del ‘yo’ en el poema, hacia una victoria de la vida sobre la muerte misma.

En «Segundas elegías» se reúnen las publicadas en 2006 por Blasco Muñoz cuando eran inéditas («Loa y ensoñación en Sicilia para Javier Lentini», «El león, Peter Russell, ha muerto en su cama» y «En la muerte prematura de O»), aunque en el mismo año la primera apareciera también en Poesía reunida.

A este cuerpo se le suman nueve textos inéditos: «Elegía para Alberto Caeiro»,  «Elegía de las casualidades», «Elegía de Sir John, el motero», «Elegía con mariposas negras y niño bien», «En el huerto de los olivos», «La alegría, las princesas, las diosas», «El enemigo», «Una vida de héroe» y «Señas de identidad».

Corredor˗Matheos destaca un cambio de actitud en la poesía de JLG-F a partir de Réquiem de las esferas, libro en que pretende manifestar «una visión científica del mundo [...] próximo a ciertos presocráticos».

 Victoria Cirlot enfoca la dinámica de la lectura partiendo del poema «En el desierto claman», del que escribe: «En este poema, que entronca con la mística del desierto, se abre la vía de salida al llanto y al lamento.»

En cuanto a los inéditos, «Elegía para Alberto Caeiro» presenta un bucolismo muy a conciencia, un canto en tiradas de heptasílabos libres separadas formalmente por líneas punteadas. El punto de vista desde donde canta la voz poética dota al texto de una vivacidad algo caleidoscópica: el dios, el poeta, el pastor, el perro. Una geórgica en miniatura con guiños a la soledad gongorina en algún momento: «Con no visible fuerza». Por momentos el apóstrofe evocando al Caeiro pessoano ofrece un pretexto a la interrogación retórica: «¿Sólo somos el sueño/ de los dioses soñados?», donde se halla la verdadera esencia del mensaje del poeta.

Y siempre, ya sin renuncia posible, el instante, el único tiempo viable, el de la salvación, donde confluyen los pretéritos, así como los futuros recordados. Y al final, la forma definitiva, la pugna entre la palabra y el silencio, porque, he ahí la paradoja de El Poema, sólo con la palabra se puede dar noticia del silencio: «El poema no explica. / Cabalgando por voces, / fijará la belleza / del momento inasible».

En «Elegía de las casualidades», el vocativo vuelve a ser ese antagonista necesario que Giménez-Frontín encontró como recurso retórico y emocional en esta última parte de su producción. Sin descartar la posibilidad de que en ciertos momentos se oculte alguien con nombre y apellidos tras el casi ya genérico Sir John, habida cuenta de su frecuente uso como recurso, nos atreveríamos a apuntar la posibilidad de un desdoblamiento, de una segunda persona retórica, como si el propio poeta fuese el interlocutor de sí mismo.

«Elegía de Sir John, el motero» nos transporta a un viaje realmente en moto por el norte de África. Las referencias a los evangelistas, al profeta Elías, al Lázaro resucitado o a la Magdalena con plomo en las arterias, se cruzan entre reflexiones sobre el propio género elegíaco: «Dicen: nadie escribe elegías. / No es tiempo de elegías, / ¿quién las escucha ya?»

Así, siguiendo la pauta métrica acostumbrada (heptasílabos, alejandrinos en menor medida y algún endecasílabo), la elegía cabalga hacia el tiempo que ha de llegar buscando reencontrarse con un origen atávico.

Con la métrica de costumbre y alguna asonancia gemela en algún momento y sin que sirva de pauta, con título algo naíf presenta «Elegía con mariposas negras y niño bien» en el que da noticia de una escena de su infancia de confort, la educación católica y su inseparable conciencia del pecado, cierta descripción de la hipocresía y la no conciencia del tiempo fugitivo. Cuando el niño despierta al mundo concluye el poema no sin un oscuro final:

 

Sin pasión y sin odio,

cuando le llegue el día,

en su remedo de salón materno

bondadosa, cortés, inútilmente,

con voz algo adamada,

habrá de preguntarles qué desean

a los heraldos negros

que vienen y que van y que tendrán sus ojos

en la ruina del rencor final.

 

Podría decirse, así lo afirma Corredor˗Matheos en el prólogo, que «En el huerto de los olivos» fue el último poema que Giménez-Frontín escribió, en agosto de 2008. El poema es una despedida en toda regla. Los signos del evangelio adquieren fuerza de nuevo en este texto. Lejos del dramatismo, su apuesta final es la siguiente: más allá del instante, se halla el poema. Más allá del tiempo, la literatura sola.

«La alegría, las princesas, las diosas» es un texto alegórico. Tras la descripción de cada una de las tres hijas (dos gemelas y una menor, adoptada, asiática, «que comparten su vida con nosotros») en un ambiente familiar, habla de «mi compañera» como componente tradicional de esa familia entre la parábola y la alegoría: «No tengo yo respuesta, pero las sé / gloriosas, presidiendo / el altar más hermoso del instante».

«El enemigo», «Una vida de héroe» y «Señas de identidad» cierran el cuerpo de elegías inéditas. Son poemas breves: 14, 15 y 8 versos, respectivamente. Los tres textos, tratados en conjunto, muestran una escasamente diáfana despedida: la vuelta al útero cero, al origen que ya no ha de progresar jamás en «El enemigo», la deliberación mantenida sobre el vacío y la nada con respecto al tan traído y llevado ego a lo largo de toda su carrera en «Una vida de héroe», y una resolución repulsiva hacia el vacío, insistencia última, en «Señas de identidad»: la vida tiende a la armonía, aunque el frío del vacío puede llegar a congelar todas sus virtudes.

Se aprecia en «El enemigo» el verso «Sin saberlo fui sabio», que nos lleva a la correspondencia con el poema «V» de «II. Atreverse a saber» del libro Réquiem de las esferas: «Sabía sin saberlo, la mirada» en una voluntad de tejer a conciencia, a base de paradojas, lo inefable, remedando la técnica del místico.

La tercera y última parte de este libro es la reproducción exacta de Réquiem de las esferas. No encontramos una razón poderosa para que aquí figure, salvo que tenga que ver con algún criterio editorial que se nos escapa. Con respecto a la edición de Esquío, observamos unas mínimas variaciones: una sangría y un lema tipográficamente descolocado. Sin embargo, se conserva en ambas el erróneo «estruendoso silencioso que nada percibía». 

 

Atreverse a saber

 

Fruto del empeño de los editores Jesús Aguado y José Ángel Cilleruelo es esta antología que sale desde Málaga con patrocinio de la Diputación en 2010, con el número 113 de la colección Puerta del Mar.

Un subtítulo la distingue como «Antología poética y homenaje a José Luis Giménez-Frontín». Tras una «Nota de los editores», se inicia el libro con «I Homenaje poético» (se incluyen veinte poemas, de otros tantos poetas, escritos in memoriam). «II Crítica y memoria» cuenta con veintidós escritos de otros tantos amigos que hablan de la persona y de la obra del poeta, a modo de semblanza en ocasiones, a modo de colaboración filológica que consigue aumentar el corpus crítico en torno a la poesía que escribiera Giménez-Frontín.

 «III Antología poética de José Luis Giménez-Frontín» aporta cuarenta y un poemas. Concluye este apartado la sección segunda, íntegra, de Réquiem de las esferas, «Atreverse a saber», compuesta por nueve poemas. Se trata, como es evidente, de la sección que da título a la antología. Por último, «IV Vida de un poeta» incluye una biografía y una bibliografía.

Posiblemente la parte más suculenta que merezca ser comentada en un estudio de estas características sea la segunda y, quizás a vista de pájaro la tercera, por tener presente qué selección llevaron a cabo los editores.

Entre el homenaje y la aportación crítica realmente certera en casi todas las ocasiones, se da noticia de la semblanza del poeta y de sus virtudes humanas.

  De Manuel Mantero se aporta el texto «José Luis Giménez-Frontín, poeta de la doble verdad», que había servido para la presentación de La ruta de Occitania, el 24 de mayo de 2006 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Mantero afirma que JLG-F «gusta de esconderse de lo demasiado explícito». Es poeta de «la inseguridad, la duda y la ambivalencia». El universo temático de Giménez-Frontín queda definido con precisión: «el tiempo, la materia, el misterio, el amor, la ciudad, la poesía».

Importante sobre muchos otros aspectos es el tema de la insatisfacción social, la del «sediento de igualdad y justicia». En el código moral del poeta este asunto reside como un magma incorrupto que elevará el canto en muchas ocasiones perfilando los contenidos.

Por último, el tema casi obligado de todo poeta que en algún momento se ha visto tentado a tratar: la Poesía misma. Así, como ya se ha dicho más arriba: la vida propia del poema, la armonía que, a base de contrarios como un trovador, define como «carne del verbo».

Corredor˗Matheos aporta el escrito «José Luis Giménez-Frontín, el poeta y amigo». El motor de buena parte de su obra queda definido así:

 

“El hombre no abandona –es decir, no pierde- su rebeldía, su sentido de la justicia y su inquietud, pero se va sosegando –es decir, aceptando lo que considera que ha de aceptar-, pero ni renuncia ni frena las reacciones ante tal o cual hecho que le indigna”.

 

 Montserrat Conill, en un texto sin título fechado en enero de 2010, manifiesta que «templaba su notable independencia de criterio guiándose siempre por la sensibilidad y la tolerancia de un humanismo profundo y radical».

Joaquín Marco lo define como «hombre de proyectos y eficaces gestiones». Destaca su tesón y paciencia y como poeta que es, Marco comprende el enfoque psicológico e intelectual que condujo al poeta:

 

José Luis se valoró a sí mismo como poeta. La poesía, por gratuita, no deja de ser una enfermedad incurable y él la cultivó no sólo en sus versos. Los poetas son seres extraños que intentan convertir la poesía en vida y la vida en poesía.

 

Ana María Moix, amistad desde la adolescencia, comenta que tras la publicación de sus memorias, Los años contados, «había puesto en orden, por un lado, su vida espiritual, por otra (sic), su andadura biográfica». Habla del vuelo «quasi místico» y lo califica de «asceta castellano», de «griego antiguo, mediterráneo».

El recientemente desaparecido Horacio Vázquez-Rial titula su intervención «JLGF: Poeta, amigo, hombre cortés». Habla de su cortesía y afirma que «tenía una elegancia británica que yo creo anterior a su estancia en Inglaterra: un don natural».

Nora Catelli habla en «La figura de José Luis Giménez-Frontín» de las diferentes figuras que fue el autor: «la del filólogo, la del crítico y ensayista, la del novelista, la del poeta, la del memorialista y diarista, la del observador atento de las tensiones comunitarias, la del mediador cultural».

Francesc de Carreras se remonta en «Tiempos de facultad, tiempos de juventud» al primer contacto de Giménez-Frontín con «la estupidez generalizada de esta elite social», refiriéndose a «los jóvenes pijos, hijos de gente bien de Barcelona».

Rodolfo Häsler redacta un entrañable «Recuerdo con José Luis en Madrid». Destaca la visita de Giménez-Frontín a su casa en otoño de 1985. Durante los tres días que estuvo refirió anécdotas de su reciente viaje a México, un viaje que sería de importancia capital en la gestación de su novela Señorear la tierra, de 1991. Concluye así el escrito: «fue uno de los más grandes valedores que ha tenido la poesía, tanto en castellano como en catalán, en Barcelona».

Albert Tugues en «La segunda mirada» habla de la fundación de Hora de poesía. «Palabras para un hombre digno de memoria» es el artículo de Mario Lucarda, que se inicia con un epitafio y acierta al resaltar uno de los versos que más fuerza va a tener en el arraigo ético del poeta: «Quien ignora su historia está condenado a repetirla».

Con título kerouakiano presenta su aportación Lluïsa Julià: «José Luis Giménez-Frontín, en el camino». Destaca esa forma inglesa de tratar la cultura que le permitió una rigurosidad de análisis. Y José Joaquín Beeme, el microeditor que desde Varese dio la botella que contiene las Tres elegías, certeramente afirma que Giménez-Frontín «se ha transustanciado, definitivamente, en poema».

Valentí Gómez i Oliver entiende a Giménez-Frontín como un maestro de la sinécdoque aplicada en su libro de memorias. Por último, destacaremos el artículo de Fernando Valls «Las vidas de Giménez-Frontín», donde nos emplaza a apreciar su paciencia y generosidad, al escuchar a los demás o al reírse «de algunas pequeñas vanidades de la vida literaria y del fanatismo y la intolerancia de tantos políticos catalanistas, asunto que lo sublevaba especialmente».

Para concluir, daremos cuenta de la estructura de los 41 poemas seleccionados en la parte «III Antología poética de José Luis Giménez-Frontín». El cuerpo es, cómo no, representativo y podría decirse que se trata de una buena selección aunque hayan quedado fuera algunos de los emblemáticos. El criterio de los editores clarifica o justifica. Es importante la perspectiva que enfoca hacia «ese sin-tiempo del que nacen y al que van los poemas, el amor o la misma existencia [...] aquello que se sustenta en el vacío, es la orfandad esencial de lo que es [...] en esa nada repleta de posibilidades de la que surge todo», según reza la «Nota de los editores».

Así, tendremos dos poemas pertenecientes a La sagrada familia y otros poemas, tres a Amor omnia y otros poemas, cinco a Las voces de Laye, siete a El largo adiós, siete a Que no muera ese instante, nueve a El ensayo del organista, siete a Zona Cero y el compendio antonomástico «Atreverse a saber» de Réquiem de las esferas.   

En definitiva, diremos que esta antología da un completo informe sobre su semblanza y su poesía. Si añadimos las elegías de Los días que hemos visto, obtendremos un completo Frontín, con las últimas meditaciones materiales y espirituales al respecto del género de la sensata desolación, la última de sus preocupaciones.



[1]              José Luis García Martín. «Imposible respuesta». ABCD Cultural, (9 de septiembre de 2006), 20.

[2]    Santiago Martínez. «Con los pies en la tierra». La Vanguardia, Suplemento Culturas, (18 de febrero de 2004), 14 y «Con la palabra justa». La Vanguardia, Suplemento Culturas, (13 de septiembre de 2006), 15.

[3]    Enrique Villagrasa, «La identidad del poeta: J.L. Giménez-Frontín». Hora de poesía, núm. 69-70, (mayo˗agosto de 1990), 174˗176 y «La ruta de Occitania». Cuadernos del Matemático, núm. 41-42, (febrero de 2009), 203.

[4]    Juan Antonio Masoliver Ródenas. «La mirada y su enigma». Insula, núm. 569, (diciembre de 2006), 22˗23 y «La armonía y el caos». La Vanguardia, Suplemento Culturas (23 de junio de 2010), 9.

[5]    Enrique Molina Campos. «El instante de José Luis Giménez-Frontín». Ínsula, núm. 569, (mayo de 1994), 25-28.

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Carlos Elijas

11 de marzo de 2014

En eras primitivas,

cuando el verbo aguardaba sumergido,

los peces respiraban a través de una vesícula

que era a la vez timón, brújula y bronquio,

fuente del equilibrio natatorio

y del aire disperso por el agua.

Hoy perviven, mermadas en las profundidades,

unas pocas especies que la emplean.

 

En nosotros también resiste un testimonio:

¿quién no ha sentido, en sueños, que volaba

como si diera brazas en el mar?

Al dormir, respiramos con el órgano

extraño que los peces han perdido,

el mismo que alza a flote las imágenes

y el ritmo del pulmón decide el vuelo

-su altura, su sentido, sus virajes-

y sudamos en busca de un líquido remoto

y levamos el cuerpo como quien muta en pájaro.

 

Mientras esto suceda, mientras haya

sueños y voluntad de reflotarlos,

memoria y reflexiones abisales,

fusiones de elementos y de ciclos,

vivirá la poesía. En el futuro

volar será nadar con más conciencia.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Neuman

Recientemente asistí al encuentro de un reconocido novelista con sus lectores en el que el autor confesaba su convicción de que las personas que disfrutan con la lectura también lo hacen escribiendo, independientemente de que lleguen a publicar o no sus creaciones. Me esforcé en rebatir tal hipótesis, desde mi punto de vista infundada, pero al llegar a casa me estaba esperando una confirmación más de sus argumentos: Me siento olivo (antología poética y tres cuentos) recopila buena parte de le la obra de un lector insaciable, enamorado de las letras. José Ángel Rubio Abella, dada su personalidad afable y sencilla, no me perdonaría que lo calificase de erudito, pero ese y no otro es el adjetivo que debe acompañarle después de cuarenta años entregado con pasión y convicción a la enseñanza de la lingüística y de la historia de la literatura.

Para aquellos que conocemos a José Ángel Rubio, la sorpresa de esta antología poética no cuenta con la condición de inesperada. Sabíamos ya de su condición de fabulador, de su visión poética de lo cotidiano y nadie se extrañaría al encontrar en los cajones de su escritorio, entre sus apuntes de trabajo, o incluso en los post-it pegados en la puerta de la nevera, unos versos sueltos, bocetos de relatos, o frases ingeniosas. Eran pistas que nos hacían sospechar la existencia de recóndito un tesoro que, al fin, gracias al empeño de sus familiares y amigos, ha sido desenterrado.

Me siento olivo recoge poemas escritos entre los años 70 y la última década del pasado siglo  y, en consecuencia, se trata de un volumen diverso tanto en el contenido como en la forma. En sus páginas se alternan los versos más íntimos, con la mirada poética a escenarios comunes y situaciones banales, consiguiendo despertar en ambos casos la previsible empatía del lector, dada la vocación personalista de una poesía dispuesta a conjugar la trascendencia con la admiración por aspectos triviales de la vida.

El conocimiento del oficio provee al autor de numerosas herramientas que emplea con habilidad en cada una de sus composiciones, reclamando el poder evocador de las palabras para devolvernos sentimientos olvidados o apaciguados (“Sé de un rincón, ladrillo y parque,/ donde los besos y la enredadera/ soñaron nuestro tiempo”), o jugando a combinarlas, como se mezclan los colores en la paleta del pintor, en una búsqueda de musicalidad para divertimento del oído (“En las manos rotas,/ en las rotas manos,/ rosas rojas, gotas,/musicales notas,/ gotas rojas rosas”). El instrumento versátil, con el que clama a la montaña, describe al hombre, acaricia al hijo, interroga a Dios o despide y añora a un viejo Dyane desvencijado, cuenta también con su propia rima en el poema titulado “Palabra”: “Este alimento y esta audacia/evita el marchitarse/ y humedece la memoria/para darle una semilla./ Una secreta alquimia/ construye mil sabores/ para olvidar la tierra…

Dentro de este mosaico poético el espíritu creativo de José Ángel Rubio no quiere sustraerse a la búsqueda de nuevas formas de expresión y podemos encontrar propuestas vanguardistas en el goteo cadencioso de las palabras en el poema  titulado “Lluvia”, o en sus sentencias breves y contundentes (“Has de dejarme marcado para que todos sepan que soy tuyo”), como un anticipo del Movimiento “Acción Poética” que en forma de graffiti dota de vida a las indolentes tapias de las urbes.

El contenido plural de esta obra justifica su título que, además de un homenaje del autor a su Bajo Aragón natal, es una metáfora de su personalidad artística que comparte con el olivo la robustez y la textura heterogénea del tronco, las profusas ramificaciones de la copa y el sustancioso jugo de sus frutos.

Pero probablemente sea en los tres cuentos breves que completan la obra donde vamos a reconocer con más facilidad al autor. La ternura con que habla de la soledad en “Doña Julia se ha puesto azul”, su minuciosidad descriptiva, interrumpida por pequeñas pinceladas que sugieren todo lo que el texto obvia intencionadamente, son una muestra del narrador inteligente que cuenta con la complicidad del lector. En “Los garbanzos”, un desdramatizado recuerdo infantil, se filtra el humor honesto, alejado de la hiriente socarronería, siempre presente como condimento indispensable de su amena conversación. Esta visión jocosa de la vida también se pone de manifiesto en “En un tren birmano”, que parte de una deliciosa anécdota para hacernos sonreír con  la perplejidad del turista ante las exóticas costumbres y creencias que encuentra en su camino.

Este relato, que cierra el volumen, bien pudiera ser el inicio de una próxima obra en la que José Ángel Rubio, viajero infatigable, comparta con los lectores algunas de sus vivencias como perspicaz observador de la diversidad humana, desde sus pequeñas miserias a las más sublimes ambiciones, al igual que hace de un modo personal e íntimo en “Me siento olivo”.

ELIFIO FELIZ DE VARGAS

José Ángel Rubio Abella, Me siento Olivo. Zaragoza, 2013

Escrito en La Torre de Babel Turia por Elifio Feliz de Vargas

10 de marzo de 2014


 

Recuerdos de

una infancia dublinesa

 

 



EL CUARTO DEL BEBÉ

 

Mi habitación infantil de la Plaza Herbert, el cuarto de estar que tenía debajo y el comedor de la planta inferior bañaban en la acuosa luminosidad que desprendían los reflejos del canal. Llenaba la casa, durante la mayor parte del día, el zumbido cantarín del aserradero del otro lado del cauce, acompañado del olor a madera recién cortada. Por encima de la valla baja y alquitranada que recorría el ribazo en la orilla opuesta sobresalían pilas de leños que aguardaban la sierra. Las gabarras que avanzaban lentamente arriba o abajo del canal, y que desaparecían en las esclusas para emerger después de ellas, abastecían el depósito de madera. No pasaban demasiados coches por delante de nuestra puerta, pero de uno y otro extremo de la Plaza Herbert llegaban, intermitentes, el sonido de la campanilla y el rumor sordo de los tranvías al cruzar los puentes.

La Plaza Herbert miraba al este: para el mediodía el sol de invierno había barrido ya las habitaciones de la fachada, abandonándolas a los reflejos verdigrises y a la luz de la lumbre, que ganaba en resplandor a medida que caía la tarde.

Mi habitación ocupaba toda la anchura de la casa. Ésta, al encontrarse en la parte de arriba, tenía ventanas bajas, y se habían colocado unos barrotes que las atravesaban para evitar que me cayese. De las paredes, de un azul grisáceo, colgaban algunos cuadros, y de dos de ellos me acuerdo claramente —eran portillos a una segunda y más amenazadora realidad—. El primero, creo yo, tuvo que haber sido escogido por su tema heroico en los tiempos en que mi madre aún esperaba tener un Robert: era Casabianca enfrentado al fuego.* El muchacho se mantenía de pie, extasiado, en el puente en llamas. En el otro, un bebé en su cuna de madera flotaba sonriente en una inmensa riada mientras tendía las manos a un gato que montaba guardia sentado muy tieso sobre la colcha a los pies de la cuna. De la solitaria extensión de agua sobresalían a su alrededor únicamente las puntas de los gabletes, las chimeneas y los árboles. La serenidad del gato y del niño pretendía descartar de la escena, supongo, toda idea de desastre. Pero a mí me provocaba una ansiedad constante —¿qué sería de la cuna en un mundo en que todos habían perecido ahogados?—. De hecho, esos dos cuadros me imbuyeron un larvado temor a los desastres —incendios y avenidas—. Tenía miedo a quedar aislada en un edificio alto, y, a mis ojos, la certeza de que las aguas muy pronto correrían crecidas echó a perder el hermoso sonido de la lluvia. Atenta siempre al instante fatídico, solía trepar a una ventana para cerciorarme de que aún no estaba sucediendo nada. (Más tarde, cuando vivía junto al mar en Inglaterra, padecí igual pavor a un golpe de mar.) Por lo demás no era yo una niña nerviosa —y de haber adivinado mi madre que aquellos cuadros excitaban mi imaginación no hay duda de que los habría retirado.

Aparte de Casabianca, que estaba allí para espolear mi audacia —pues mi padre y mi madre, como todos los angloirlandeses, entendían la valentía al margen del contexto, como un fin en sí misma—, mi habitación había sido planeada para inspirar sosiego. Y quietud destilaban ciertamente «Los ángeles anunciadores» desde su marco dorado y negro —una nube de serafines que surcaba un paisaje nevado, iluminando los alzados semblantes de los pastores—. Recorría la habitación, bajo los cuadros, un rodapié con escenas de canciones infantiles. Yo espiaba las figuras a través de los barrotes de mi cuna, y mi madre me decía sus nombres. Mi madre se mostraba desenvuelta al tararear la musiquilla de las rimas para niños, pero reservada al relatar cuentos de hadas. No quería, explicaba, que creyese en las hadas por temor a que las tomara por ángeles. De ese modo, cuando oía hablar de hadas por otras fuentes, yo pensaba que eran frívolas y ostentosas y (vaya usted a saber por qué) de origen alemán. De las hadas irlandesas no supe nada de nada. Los temores de mi madre a que yo quedara confusa eran bastante infundados, ya que tras haber visto imágenes, tanto de hadas como de ángeles, yo distinguía a las unas de los otros por la forma de las alas —las alas de las hadas eran siempre como las de las mariposas, mientras que las de los ángeles tenían la hechura y el plumaje de las de las aves—. La sonriente, embriagadora y emplumada presencia de los ángeles me era constantemente sugerida —si me hubiera dado por girarme lo suficientemente rápido quizá hubiera sorprendido tras de mí a mi propio Ángel de la Guarda—. Mi madre deseaba que sintiera cariño por los ángeles, y en efecto me atraían.

No obstante, me alegraba no molestarles, cosa que pensaba que ocurriría si lograba verles. Me contentaba con lo que ya me resultaba posible ver —el aire a mi alrededor no estaba surcado por seres sobrenaturales, sólo por pájaros—. Los gorriones de Dublín permanecían juntos unos instantes, con brioso y estremecido porte, en los barrotes de mi ventana. Eran pájaros de invierno, con el plumaje tan redondamente alborotado que necesariamente debían contar con plumas extra para protegerse del frío. (En la casa de verano, en el condado de Cork, aprendí los nombres de las aves canoras, pero se pasaba por alto a los gorriones.) Otra diferencia invernal de la Plaza Herbert era que las gaviotas recorrían el canal en vuelo raso y pasaban como un relámpago por delante de los cristales de mi ventana. Oí decir que las arrastraban tierra adentro las tormentas que les enfurecían y encrespaban el mar. «Pobres gaviotas» —aunque no parecían pasarlo mal: posadas en parejas y tríos sobre las pilas de leña abrían y cerraban gallardamente las alas.

Si hubiera podido ver los muelles de Dublín como por fuerza debí verlas a ellas tendría más recuerdos de gaviotas. Sin embargo, entre las verjas del Trinity College y el punto en el que surge del puente la calle Sackville hay una opacidad o laguna en mi memoria. Apenas diviso, a través de un velo de niebla, la columnata del Banco de Irlanda, que un día fuera nuestro Parlamento. Nunca me desagradó la vista de la calle Sackville, pues me habían dicho que era la calle más ancha del mundo. Igual que el parque Phoenix, verdigrís en la distancia, más allá del Zoo, era el mayor parque de la Tierra. Estos superlativos me gustaban casi demasiado: mi primer orgullo de casta se vincula a ellos. Y la muy endémica vanidad que me inspira mi propio país se fundó, durante algunos años, en un error: mi mal oído para las vocales y la mal articulada y precipitada forma angloirlandesa de hablar hicieron que las palabras «Irlanda» e «isla» me parecieran sinónimas.* De ese modo, todos los demás países completamente rodeados de agua habían tomado (al parecer) su nombre genérico del nuestro. Resultaba bonito vivir en un país que era un prototipo. Inglaterra, por ejemplo, era «una Irlanda» (o una sub-Irlanda) —una imitación—. Después me enteré de que Inglaterra no era siquiera «una Irlanda», ya que no había conseguido desprenderse de los flancos de Escocia y Gales. Vagamente, como niña unionista, imaginé que nuestra cortesía con Inglaterra tenía que ser una forma de conmiseración.

En este mismo sentido, tomé a Dublín por modelo de ciudades, del que había, dispersas por el mundo, distintas imitaciones.

 

 

 

[NOTA BIOGRÁFICA]

 

Elizabeth Dorothea Cole Bowen, nacida en Dublín, Irlanda, el 7 de junio de 1899 y fallecida el 22 de febrero de 1973, hija única de padres protestantes —descendientes de la seudoaristocracia creada por Oliver Cromwell tras la guerra civil inglesa—, es una escritora de impecable estilo que destaca por sus penetrantes y delicadas descripciones, llenas de ternura e ironía.

Se educó entre la alta burguesía angloirlandesa, principal destinataria de sus escritos. Su infancia, descrita como un «friso de mármol blanco» por su tersa pulcritud, se ve zarandeada no obstante por el ingreso de su padre en un hospital psiquiátrico de Dublín a consecuencia de una depresión nerviosa, de la que no se recuperaría hasta 1912, y por el fallecimiento de su madre ese mismo año, víctima de un cáncer, episodios ambos que agravarían el acentuado tartamudeo de Elizabeth y marcarían su vida futura.

Tras casarse con Alan Cameron se instala en Old Headington, cerca de Oxford, en cuyos círculos literarios trabará amistad con Virginia Woolf y Rosamund Lehmann. Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en el Ministerio de Información inglés, vicisitud que trasluce en The Heat of the Day (1949). Al morir su marido, tras casi treinta y cinco años de matrimonio —cuya solidez no se vio afectada por las infidelidades de ella, que tuvo, según declaración de su biógrafa Renee C. Hoogland —en A Reputation in Writing (1994)—, una serie de aventuras «principalmente con hombres, pero ocasionalmente también con mujeres»—, publicará A World of Love y se dedicará a recorrer mundo, en particular los Estados Unidos.

En 1971 se le diagnostica un cáncer, del que morirá dos años más tarde, dejando inacabada una autobiografía —Pictures and Conversations, que se publica en 1974.

Su carrera literaria, de contenidos marcados tanto por el amor y la sexualidad como por el impacto de las dos guerras mundiales, había arrancado en 1923 con la publicación de un primer libro de relatos cortos (Encounters, donde se recogen sus colaboraciones en la gaceta del Saturday Westminster), pero se afirmó como novelista cuatro años más tarde con The Hotel, cuya fuente de inspiración fueron sus impresiones como institutriz de sus primos, aún niños, durante una estancia en un parador italiano. A estas obras les seguirían muchas otras (To the North (1932), The Cat Jumps (1934), The House in Paris (1935), y The Death of the Heart (1938), cuya refinada trama de inocencia traicionada vertebra la que se considera una de sus mejores novelas. Cabe citar también Ivy Gripped the Steps (1946), The Heat of the Day (1949, una novela de espionaje), y las tardías The Little Girls (1964) y Eva Trout (1969).

 

(Fragmento del libro Siete inviernos. Recuerdos de una infancia dublinesa, de Elizabeth Bowen. Traducido por Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar, será publicado por la editorial Pre-Textos)



*              El 1 de Agosto de 1798 se libró en la bahía de Abukir uno de los episodios más famosos de las Guerras napoleónicas: la «Batalla del Nilo», en la que el almirante Nelson obtuvo una decisiva victoria sobre las tropas francesas comandadas por el almirante Brueys d’Aigalliers. A las diez de la noche, en lo más furioso de la refriega, explota el Orient, buque insignia francés al mando del comodoro Casabianca, tras haber llegado a la santabárbara las llamas provocadas por los cañonazos. La deflagración siega la vida de un chiquillo de diez años, atónito ante el espectáculo: el hijo de Casabianca. Poco después, la poetisa inglesa Felicia Hemans (1793-1835) conmemoraría esa cándida heroicidad en una balada —«Casabianca»— cuyo primer verso es justamente la frase con la que Elizabeth Bowen recuerda la fascinación del chico. (N. de los t.)

*              «Ireland» y «island» se pronuncian casi igual. (N. de los t.)

Escrito en Lecturas Turia por Elizabeth Bowen

10 de marzo de 2014

Sala en negro. Día de examen. En algún lugar invisible se sortean las preguntas. La secuencia se repite cada vez que el tribunal plantea la pregunta clave. Esto es lo que sucede bajo el foco que de pronto se enciende:
El jardín está dispuesto sobre una bandeja que el gigante de la noche sostiene con ambas manos. Sus musculosos brazos son como  dos montañas negras, como dos hitos que lo sostienen y lo enmarcan al mismo tiempo.
En mitad de su frente, el único ojo del gigante es un nido de luz que se deshace, una espiral de estrellas. Y la espiral mira al jardín envolviéndolo en un hechizo.
Bajo el encantamiento, las piedras que forman el jardín son presencias huérfanas, aisladas unas de otras.

Entonces, la espiral del ojo se pone a escribir, el viento de la visión empuja las letras y las piedras se convierten en libros. Sobre la bandeja, los elementos del jardín forman una espiral invertida.

El gigante deposita la bandeja sobre la superficie de la mesa. Alrededor de la tabla de madera se reparten los altos taburetes a cuyas cimas los examinandos hemos trepado. El gigante se aleja y nos quedamos a solas con el silencio del jardín.
Nos miramos los unos a los otros, y después a las piedras.
Nuestras piernas cuelgan de los taburetes muy lejos del suelo, aunque el jardín de la bandeja es demasiado pequeño para que nuestros pies caminen por él. Nos encontramos en una escala intermedia, entre el gigante y las piedras del jardín.
Sacamos las lentes de sus fundas, y hacemos una pequeña inclinación de cabeza como señal de respeto antes de comenzar nuestro trabajo.
Nos damos cuenta de que las piedras desprenden una luz tenue. El ojo del gigante ha depositado en su interior una semilla. Las piedras desprenden luz y palpitan levemente.

Cada piedra es un libro, y hay un libro para cada uno de nosotros.
Leo en mi piedra el texto que el ojo de luz me ha asignado.

La lectura es lenta, muy lenta, cada letra es un acontecimiento. El sentido nace a través de la caligrafía, y las letras, las palabras no están escritas en la piedra, ni se inscriben en la piedra, vienen, como la luz, de su interior. La piedra contiene una escritura, de igual modo que la piedra susurra.
Puedo escuchar el dictado de la piedra, al borde del acantilado del taburete. Hay una leve resistencia en el sonido que debe cargar con el peso de las palabras, con un significado lejano. El sentido de las palabras debe cruzar el firmamento de la piedra que nosotros escrutamos con ayuda de nuestras lentes.
Llegan oleadas de texto que enseguida se extinguen.

El sonido del libro equivale al viaje de la palabra. Estiro el brazo y palpo la piedra con el dedo corazón de la mano derecha. Para leer mejor, cierro los ojos.
La palabra es en la piedra una veta de temperatura y la ceguera se convierte en aliada del tacto. La piedra contiene otra piedra en su interior, un corazón de piedra pulida por una cadena ininterrumpida de latidos: sentido en el interior del sentido.
Leer este libro es realizar un largo, larguísimo viaje.

Las páginas de la piedra se pasan con ligereza, despertando fragancias a su paso. Todas las que ha absorbido la piedra para llegar a serlo y que quedaron atrapadas en su campo de gravedad.

Se pasan con ligereza, sin embargo el miedo se refleja en los rostros de mis compañeros de mesa.

Parecen decir: no hay tiempo, va a sonar la campana.

Para saberlo todo, sólo me queda masticar la piedra.

La imagino ya en la boca, con la luz, con las palabras, con el sentido del libro y el polvo de estrellas, cuando el gigante vuelve a la gran sala abovedada.
Antes incluso de que pueda separar los labios, la lectura queda interrumpida de golpe.
Conozco la expresión del ojo del gigante: viene para llevarse la bandeja, dice que el tiempo ha terminado.

Nunca hay tiempo, nunca el tiempo es suficiente para leer el libro. Sólo un atisbo de significado. La primera página del sentido.

El gigante toma en sus manos negras los extremos de la bandeja y vuelve a levantarla de la mesa.  Se lleva el jardín que no ha podido echar raíces sobre el tablero.
Nos miramos las manos, miramos el espectro dejado por las piedras. Ejercitamos la memoria en palabras que parecieron significarlo todo y que ahora están muertas, como nuestros muertos en nuestros cementerios.
El gigante se aleja, dejando tras de sí un cementerio de palabras en nuestros oídos.
Descendemos de los altos taburetes ayudados por cuerdas. Nos descolgamos por el acantilado y nos parece que nunca tocaremos fondo.
Caminar por la sala abovedada es soportar el peso de los ecos que nos devuelve; salir de la biblioteca, encontrar el escalofrío de la ciudad.
Fuera de la biblioteca de los libros de piedra, están los otros libros, las bocinas de las casas, las sirenas en pie de dolor, las hogueras de las máquinas en las que arde el examen.

¿De dónde han brotado todas estas palabras? ¿Ha sido un sueño? ¿Una visión? ¿Un acto de magia? ¿Un acto de magia en el interior de un sueño? ¿Una visión en el interior de una visión? ¿Un sueño en el interior de un sueño? 
“Para el profeta toda la vida es un sueño dentro de un sueño”, decía el maravilloso místico árabe Ibn Arabí.

Las palabras están muertas, sí, y los sentidos apagados se muestran impotentes para reproducir lo que acabamos de vivir. No podemos volver a la temperatura, al color, al temblor.

Nuestro libro de piedra ha dejado de palpitar, ha perdido su luz y ya no somos capaces de extraer de ella sonidos, ni de leer en su caligrafía: la piedra en el interior de la piedra.

Nos encontramos ante un osario de palabras.

 

Imaginemos una nueva secuencia:

Un cuentagotas cargado de tinta pende sobre un vaso de agua. Unos dedos presionan en el extremo de goma y una gota cae en el agua.
La gota de tinta se deslíe en el agua. La vemos primero como una explosión de agua negra, luego deshilacharse en un lento e informe remolino, hasta que desaparece totalmente diluida en el agua, tiñéndola levemente.
Ahora se produce un gran silencio. Se diría que la gota se ha perdido para siempre en el océano del vaso.

Entonces, como un milagro, asistimos a una completa inversión de lo que acabamos de ver, regresamos a la infancia del suceso: el agua gris forma un remolino que camina marcha atrás, se forman hilos negros de agua, volvemos a ver la rotura de la gota  y su formación. Hasta que la gota de tinta vuelve a pender sobre el vaso del agua.

De ese negativo de una epifanía sólo puede dar cuenta el lenguaje poético. Sólo este lenguaje es capaz de expresar la disolución en la unidad y conoce los misterios del silencio recién creado, sólo él puede desandar un camino avanzando, y avanzar sin moverse del sitio.

«De verdad a mí se me dijo una palabra escondida, y como a hurtadillas recibió mi oreja las venas de su susurro» (Job 4, 12-16).

El lenguaje poético por el que transita la noche oscura del alma, el lenguaje de la palabra escondida, y que también está presente en el nacimiento de un ángel de celuloide; en una miniatura de tinta que se agiganta; en la paleta de color de un cuadro que vibra en las coordenadas de un tiempo diferente; en la representación del deseo, el dolor o el vértigo; en la cuchilla con la que una artista caligrafía su propia piel; en el mapa de un reino ininterrumpido de fuego o de hielo.

Porque el lenguaje abrasado, el de la palabra que arde de los místicos,  alimenta también el de una pantalla en la que un hombre entra en combustión ante nosotros y desaparece tras el telón de las llamas. 

El artista comprometido con el silencio, con la música callada, deberá desandar el camino de la piedra, con el lenguaje en el que mejor discurra su experiencia de silencio, en el que mejor exprese su experiencia de los bordes del sentido. Pondrá ojos, boca u oídos, donde nos los había.

«Las condiciones del pájaro solitario son cinco: la primera, que se va a lo más alto; la segunda que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente. Las cuales ha de tener el alma contemplativa: que se ha de subir sobre las cosas transitorias, no haciendo más caso de ellas que si no fuesen; y ha de ser tan amiga de la soledad y silencio, que no sufra compañía de otra criatura; ha de pner el pico al aire del Espíritu Santo, correspondiendo a sus inspiraciones, para que, haciéndolo así, se haga más digna de su compañía; no ha de tener determinado color, no teniendo determinación en ninguna cosa, sino en lo que es voluntad de Dios; ha de cantar suavemente en la contemplación y amor de su Esposo». Así escribía san Juan de la Cruz en sus Propiedades del pájaro solitario. Otro gran místico, el sufí Suhrawardi, describía un pájaro similar: «todos los colores están en él, pero él es incoloro». Aprender el lenguaje de los pájaros, tarea del místico. El gran ucello de Leonardo da Vinci, vive del aire y, para estar más a salvo, «vuela sobre las nubes y encuentra un aire tan sutil que no puede sostener a los pájaros que lo persiguen».

Y nos cuenta Attar en su Conferencia de los pájaros la historia de un largo y penoso viaje, el que deben realizar las aves para llegar hasta el  Simurg, al rey de los pájaros. Un viaje tan largo y difícil como el que otros místicos realizan hacia el corazón de una piedra. Los pájaros peregrinos deben cruzar siete valles para encontrar al Simurg: el valle del Amor, el valle del Entendimiento, el valle de la Separación, el valle de la Unidad, el valle de la Unidad, el valle del Asombro y finalmente, el valle de la Privación y el valle de la Muerte. Los siete valles de Attar, las siete moradas de Teresa de Jesús, los siete palacios de siete moradas del misticismo judío, las siete cabezas de la bestia del Apocalipsis, los siete grados de amor de san Juan de la Cruz que podrían ser siete valles de piedra. Símbolos de una experiencia de unidad.
Y ese símbolo, experiencia mil veces plegada sobre sí misma,  se despliega en la lectura de un poema, en la lectura de un cuadro o en la lectura de una talla de piedra.

El mismo san Juan de la Cruz, que escribió las propiedades del pájaro solitario, dibujó al Cristo en la Cruz, hablando del vuelo con un lenguaje diferente. No se esforzó san Juan por reproducir con realismo la imagen de un cuerpo clavado a una cruz, y, de todas las encarnaciones matéricas del mundo invisible con las que el arte ha dotado al Cristo crucificado -el sufrimiento, el dolor, la soledad o el abandono-, eligió el vuelo.

Al contemplar este dibujo, vuelven a nosotros las propiedades del pájaro solitario, escuchamos casi un aleteo, porque también aquí, hay un pájaro que remonta el vuelo desde el madero.

Pájaro que otro artista talló en piedra, capaz de volar con sus plegadas alas de mármol, y que habla del vuelo místico a través de la reverberación poética.
Porque en el mundo de la mística los libros de piedra que el gigante de la noche traía en su bandeja, y nos ofrecía a examen, eran libros alados también. Porque en ese espacio umbral, espacio indiferenciado en el que cohabitan todas las metáforas, una piedra y un pájaro son la misma cosa.

Escrito en Lecturas Turia por Menchu Gutiérrez

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