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15 AUTORES ESCRIBEN TEXTOS INÉDITOS SOBRE UNO DE LOS GRANDES DE LAS LETRAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS

LUIS MATEO DÍEZ, ANTONIO MUÑOZ MOLINA, RAFAEL CHIRBES,
MANUEL LONGARES Y ANTONIO SOLER ELOGIAN LA VALÍA
DE LA OBRA DE ZÚÑIGA

TAMBIÉN SE DA A CONOCER UN ANTICIPO DE SUS "MEMORIAS ÍNTIMAS"

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

7 de marzo de 2014

Cuarenta y cinco años después de la aparición de su primer libro, Leopoldo María Panero (Madrid, 1948 – Las Palmas de Gran Canaria, 2014) es —a pesar de no haber recibido ningún reconocimiento oficial en forma de premio literario por ninguna institución pública, en un país como el nuestro, tan dado a organizar saraos y a conceder prebendas de ese tipo— un poeta esencial, una voz que desde el margen y la heterodoxia ha conseguido convocar a un nutrido grupo de lectores que ha encontrado en su escritura un llamamiento a la insubordinación y la rebelión permanentes. Un poeta que —sin haber contado con el apoyo del establishment de la crítica literaria y sin haber sido objeto de la atención de la academia— ha logrado que las tiradas de sus libros superen con creces la media de las ediciones poéticas que ven la luz por estas latitudes. En poesía, a veces ocurre que el público lector responde con su atención cuando se dan condiciones de singularidad, y en este caso así ha sucedido. Por lo demás, habría que recordar que una editorial ocupada desde hace décadas en la construcción de la historia de la literatura española y sus procesos de canonización, Cátedra (con su colección Letras Hispánicas), ya prestó interés por este poeta al encargar a Jenaro Talens la edición de la antología Agujero llamado Nevermore (Selección poética 1968-1992); corría 1992 y con ese volumen la colección citada abría sus puertas a la generación novísima (de hecho, Panero fue el primer poeta nacido tras la guerra civil en reunir en dicha colección una muestra significativa de su obra publicada hasta ese momento).

Y ahora, en Visor —una editorial que desde 1979, año en que se publica Narciso en el acorde último de las flautas, uno de sus mejores libros, ha prestado una atención regular a nuestro poeta— ve la luz Poesía completa (2000-2010) (2012), volumen que es continuación de Poesía completa. 1970-2000 (2001), ambos editados al cuidado del mejor conocedor de esta escritura, Túa Blesa, un scriptor que ha demostrado su autoridad en la materia en diversos ensayos, entre ellos el fundamental Leopoldo María Panero, el último poeta (1995). A estas alturas, es una obviedad —al menos, para cualquier lector mínimamente relacionado con esta poesía— señalar el hecho de que nos encontramos con un alquimista de la palabra, un poeta que ha convertido el lenguaje en un motivo recurrente, casi obsesivo, a lo largo de su ya amplia y consolidada trayectoria literaria y ensayística, una trayectoria iniciada en 1968 con la plaquette Por el camino de Swann y que hoy continúa abierta (con más de sesenta libros en su haber, la inmensa mayoría de poesía, a los que hay que añadir algunos otros de narrativa, ensayo y unas traducciones).

Aquel acontecimiento editorial de 1992, primero, y después los análisis de algunos lectores han contribuido sin duda ninguna a la canonización de un poeta al que las solapas y contracubiertas de sus libros —y luego una crítica a menudo acrítica, reacia al rigor, amiga de la interpretación más simplona y partidaria del encasillamiento y el epíteto más espectacular— han etiquetado con frecuencia como marginal, maldito y heterodoxo, cuando la realidad parece indicar otra cosa y los editores —conscientes de que se trata de un escritor con un considerable tirón comercial— no cejan en el intento de conseguir un nuevo inédito suyo (y nuestro poeta, desde hace ya algunos años, todo hay que decirlo, no resulta muy difícil de convencer).

El volumen que aquí se reseña, Poesía completa (2000-2010) (2012), recoge, como señala el responsable de la edición, además de la escritura poética referida al período indicado en el título, un poema de 1979, “Isidoro Isou, o la gramática del subnormal”, y un libro de 1999, Abismo, dos textos que por diversas circunstancias no entraron en la recopilación de 2001. Tal como se indica en la nota a la edición, el editor se ha volcado en una labor de recuperación y limpieza de una escritura que, en sus soportes originales —manuscritos y mecanoescritos del poeta—, presentaba enormes dificultades (errores en la mecanografía y en la transcripción de citas ajenas, tomadas de memoria del español y de otras lenguas, tachaduras, evidentes faltas de ortografía, etc.); en esas circunstancias, y al calor de la consigna académica “limpia, fija y da esplendor”, parecía obligado ese trabajo de higienización que permitiera la lectura de los textos de la manera más clara posible, y ello sin excederse en el ámbito de las estrictas competencias editoriales y sin traicionar la voluntad del poeta.

Aunque con diferente intensidad y con desigual acierto crítico a lo largo de su obra, Panero, en ocasiones verborrágico, no ha dejado de construir un lenguaje en las fronteras de la literatura, traspasando con frecuencia sus contornos, como si la institución literaria dibujara un paisaje demasiado angosto, sus límites le resultaran insoportables y tuviera la necesidad de experimentar constantes intentos de fuga, y ahí quizás radique alguna de las razones por la que esta poesía no ha sido institucionalmente reconocida ni distinguida con ningún premio de alcance nacional en una sociedad como la española, en la que sin embargo los premios literarios son —como recordábamos más arriba— moneda común, tratándose, sin embargo, de una poesía que es una y otra vez contestada con la respuesta de la lectura, el mejor, sin duda, de los premios posibles.

Así, a lo largo de libros como Teoría del miedo (2001), Buena nueva del desastre (2002), Danza de la muerte (2004), El hombre elefante (2005) o, entre otros, Escribir como escupir (2008) Panero ha ido desarrollando a lo largo de todos estos años un lenguaje poético entendido a la manera de un virus capaz de hacer saltar por los aires su propio sistema inmunológico, dentro pero también al margen de ese mismo lenguaje, en un territorio donde la razón, la verdad y la belleza presentan rostros anómalos, asimétricos, extraños, diferentes de los habituales, un lenguaje que supone un duro y pesado aldabonazo en las conciencias. Por añadidura, las deliberadas faltas de ortografía, la frecuente utilización de un léxico considerado habitualmente por la crítica como apoético (cuando no vulgar o, directamente, soez) y la constante recreación de ámbitos temáticos ignorados por actitudes artísticas conservadoras hacen de este poeta un ejemplo paradigmático de eso que en otros lugares he denominado estética de la otredad.   

Ajeno a todo tipo de consignas basadas en la inspiración o la revelación, Panero no ha dejado de apuntalar un lenguaje poético sobre la lectura, la confluencia de diferentes voces y registros, la intertextualidad, el esfuerzo y el trabajo permanentes, un lenguaje concebido a la manera de un barreno —la metáfora es de Joaquín Marco— dedicado a perforar el centro de la realidad y acercarse así lo más posible a ese núcleo oscuro e inquietante que revela la palabra poética, una palabra orientada hacia la pensée du dehors foucaultiana, un pensamiento en el que el sujeto que habla ya ha sido desplazado por su propio discurso y en el que la literatura se entiende como el espejo que nos devuelve una realidad insoportable. He ahí, quizás, uno de los objetivos prioritarios de este poeta, incumplido, me temo, puesto que el panorama poético español contemporáneo responde más a las leyes de la mercadotecnia que a las de la estética, continúa prestando más atención a los nombres que a las propuestas de escritura, más a los fuegos de artificio y las anécdotas protagonizadas por los personajes —las máscaras— en el siniestro circo mediático de las relaciones sociales que a los propios textos literarios, más a las listas de éxitos y los cánones que intentan construir unos suplementos literarios cada día más plegados al servicio de determinados intereses comerciales que a las vías a menudo subterráneas por las que transcurre con frecuencia la poesía, al menos cierta poesía, como es el caso de esta que aquí nos ocupa.

 

Leopoldo María Panero, Poesía completa (2000-2010), edición de Túa Blesa, Madrid, Visor, 2012.

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

6 de marzo de 2014

 

I

 

Aquí comienzan los días nuevos,

tienen uñas blancas y son impacientes;

puedes nombrarlos despacio

y reconocer en ellos su locura.

 

Comienzan cuando decides ahogarte en una mesa de cristal

llenando tu garganta de amapolas;

y a nadie le sorprende el temblor de tus labios

en la lenta hermosura de cada suicidio.

 

 

II

 

 

Han sido tantas

las horas que pasé sin detenerme

apretando el paso,

firme en mi decisión de no sentirte,

 

que ahora

no conozco el camino de regreso

a mi pequeña casa,

 

a la sombra azulada de todos los momentos

que guardé entre los dientes de la risa

cuando no eras la voz de este silencio

 

 

III

 

 

Siempre aparecen rincones imposibles

para que nunca me quede allí

y tenga que marcharme con congoja,

sin apenas haberme despedido.

 

Tu casa era infinita por los huecos

que llenamos de desorden y de risas;

pero estabas atado a tiempos inciertos

y me tuve que ir.

 

Ahora cuando recorro tu calle,

y Madrid se vuelve lluvioso,

me paro en el portal y pienso

que tu casa es demasiado pequeña

para los grandes viajes.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Merino

6 de marzo de 2014

                                                                   

 Sant Quirze del Vallès, San Juan, 2006

 

La luna yace en el horizonte, como un absceso de luz. Ha engordado: es un agujero de oropimente en el cráter sin bordes de la noche [los meteorólogos dicen que se trata de un efecto óptico, pero no saben explicarlo: la ciencia es un vademécum de metáforas. Hacía dieciocho años que no coincidían la luna llena y el solsticio de verano, puntualizan, como si eso aclarara algo]. Las calles no existen; nosotros las creamos: se dilatan a nuestro paso, goteantes de negrura, y luego se extinguen, engullidas de nuevo por la inconcreción. Luces estridentes abren, en un laberinto de nadas, simas instantáneas, que boquean con avidez y se suman a la nada.

 

Suenan estallidos acolchados en los jardines y los vertederos. Una bolsa de plástico, laxa como una medusa, emborrona el aire [como en American Beauty, cuando el protagonista, Wes Bentley, le enseña a la chica su filmación de una bolsa revoloteando en una calle desierta, y le pregunta: «¿Has visto jamás algo más hermoso?». Y tiene razón: sus imágenes son de una belleza inexplicable]. Una lata ya eventrada vuelve a pulverizarse, bajo los efectos de más pólvora [una pólvora domesticada, por más que mañana los periódicos se llenen de noticias sobre quemaduras de niños y amputación de dedos (y así ha sido: siete heridos graves, señala la prensa del veinticinco)]. Hay desperdicios chinos en los suelos manchados, y cielos doblemente ennegrecidos: las lentejuelas de la pirotecnia oscurecen lo oscuro.

 

Deflagra un manojo de luces. Se dispersan los esputos ardientes en la gruta del cielo. El estruendo se deshilacha en ruidos oleosos. Se oyen ráfagas hambrientas.

 

Bebo. Hablo. Río. Comparte la cena una pareja de amigos de nuestros anfitriones, con sus dos hijos. Su simplicidad me fascina y, a la vez, me repele; lo elemental me resulta asfixiante. Al marido, cuando nos quedamos solos en el jardín, mientras los demás se afanan en traer bandejas, le digo que uno se aleja sin remedio de sus aficiones juveniles, y que así me ha sucedido con la verbena y los petardos, y con el fútbol, cuyo atractivo ha palidecido, hasta casi desaparecer, con los años. [Lo mismo me ha pasado con la poesía, añado ahora: cada vez se me hace más difícil encontrar una lectura placentera o escribir un poema satisfactorio; quizá por eso recurro a la prosa, aunque sea en verso]. Me responde que, en su caso, no ha sido así: todavía le gusta lo mismo que le gustaba de niño. ¿Ah, sí?, pregunto yo. ¿El qué? Las motos, responde. Y añade: «Llegué a tener cinco a la vez, aunque luego las fui vendiendo. Ahora me vuelve a apetecer tener una». Qué espanto, pienso, pero a él le brillan los ojos de entusiasmo [parecen dos hongos luminosos en un cráneo despoblado]. Al despedirnos, pondera con legítimo orgullo las virtudes de su flamante Scénic. Sí, es un coche magnífico, convengo yo, sin saber nada del Scénic ni de coches.

 

Pretendemos ver luego una de las hogueras del pueblo, delante de la biblioteca municipal. Por suerte no la harán en la biblioteca, bromeo. Ardería de perlas, responde mi anfitrión: sospecho que su chascarrillo no es una broma. Recorremos las calles iguales de la urbanización, un laberinto de cónyuges y gotelé. [La homogeneidad de las formas ha de conducir necesariamente a la del pensamiento]. Pero la hoguera no está: en el descampado sólo hay un avispero de niños y un tableteo rubio. [Recuerdo las hogueras de mi infancia: montañas de madera y escay, sobre el asfalto torturado, del que emergía una lengua indócil, que repartía lametazos anaranjados. En el calor sobrenadaban pájaros turbulentos. Había olores a gato y a moho, lentitudes de níspero y de metacrilato, transparencias. El salitre se pegaba a los minutos].

 

Los niños se duermen. S., la hija de los anfitriones, descansa en un sofá con la despreocupación de la niñez y la plenitud auroral de la adolescencia. El pecho ya convexo empuja un corpiño insuficiente. Tiene los labios entreabiertos y los pómulos de cera.

 

Penetramos en la noche. Una gasolinera chorrea resplandores fucsias. Aún hay algún estallido, asordinado por la distancia. Creo que un Scénic está repostando.

 

Me tomo el somnífero.

 

 

 

[Poema VI de Bajo la piel, los días, inédito]

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Moga

5 de marzo de 2014

A Joaquín Juan Penalva

A Sandro Maciá

 

Poco antes de morir mi padre me agarró de la pechera y me dijo enfadado:

-A ti no te gustó nunca el fútbol.

Tal vez tenía razón. Es más, tenía toda la razón, nunca me gustó el futbol, ni para verlo ni para practicarlo. Me parecía una pérdida de tiempo pasar noventa minutos viendo a veintidós tíos detrás de un balón. Había cosas más importantes que hacer o a mí me lo parecían: escuchar el viento, ver llover tras las ventanas de casa, escribir nombres de mujer en el vaho que se forma en los cristales... Estaba claro que nos gustaban cosas diferentes, que habíamos venido a este mundo con conceptos distintos de lo que es la diversión.

            Mi padre intentó por activa y por pasiva que me gustase el fútbol. Uno de los primeros recuerdos que me viene de la infancia es mi padre gritando un gol en el estadio Martínez Valero, mientras el Real Madrid goleaba al Elche. No heredé esa pasión por el deporte del balón, lo que sí me quedó fue el gusto por el cine de Fellini. Como todo hombre, amé aquellos pechos enormes de la estanquera de Amarcord, amé a las mujeres que rodeaban a los protagonistas de 8 y medio y siempre quise ser parte de ese imaginario del neorrealismo italiano.

            Realmente el fútbol me dio más de un disgusto. Como no existía otro juego más en el colegio, cuando se hacía el reparto de los jugadores siempre acababa siendo el último, aunque era lo mejor que te podía pasar, porque, si te tocaba ser el portero, todo acababa en desastre. Yo, al ver venir el balón, acaba cubriéndome como un bichobola, con armazón incluido, con lo que siempre era el hazmerreír. Pero me tragaba todos los programas deportivos, Estudio estadio, El día después, para tener al menos un tema con el que hablar a la salida del colegio de regreso a casa.

            Solo por intentar complacerle, cansado de ser el torpe del colegio, le pedí que me llevara a probar en algún equipo. Los dos equipos juveniles rivales de la época eran el Intango y el Kelme; todo chaval al que le gustase el fútbol soñaba con jugar en alguno de ellos. No recuerdo muy bien en cuál de ellos probé, lo que sí sé es que se constató lo malo que era. Aquel hombre bajito y con bigote, que supuestamente hacía las veces de entrenador, me gritaba:

            -¡Mete cuerpo! ¡Mete más cuerpo!

Nunca llegué a comprender si lo hacía para meterse con mi voluminosa figura o aquella expresión la había escuchado en algún partido, ya que no tenía mucha pinta de leer manuales sobre el deporte rey. Acabé reventado de mi primer y único acercamiento al balompié. Era gordito y me gustaba la literatura, estaba sentenciado.

            Mi padre, lejos de desilusionarse, me dejó hacer. A mí lo que realmente me gustaba era leer e inventar historias. No todos podíamos ser Gary Lineker, Maradona o Pardeza. Se resignó el hombre a tener un hijo que quería ser periodista, escritor o ambas cosas. Lo bueno que tenía es que me encantaba fabular y el fútbol daba todo lo necesario para crear grandes historias. Se podría definir a este deporte como los circos de la Roma clásica de la época contemporánea. De niño disfrutábamos con los cromos, las alineaciones de los equipos. La quinta del buitre, El Dream Team de Cruyff o la naranja mecánica de Van Basten fueron hitos difíciles de superar. En el campo, con mis primos, todos queríamos ser Arconada o Santillana. Extrañamente me aburría y aburre el deporte en sí, pero me fascinaba y me fascina todo lo que mueve a su alrededor. Tal vez exista una poética en ese juego, movimientos coordinados y medidos, la búsqueda del triunfo, la glorificación de unos hombres que acaban siendo leyendas o mitos, los nuevos dioses.

            Los domingos por la tarde, mientras yo intentaba memorizar las tablas de multiplicar, a lo lejos, un viejo transistor torpedeaba mi concentración con el Carrusel deportivo. Aquellas voces con un ritmo trepidante relataban las jugabas como si les fuera la vida en ello. A veces, cuando el maestro de matemáticas nos preguntaba la lección, yo seguía escuchando a aquellos comentaristas relatar el falso fuera de juego que le habían pitado a Butragueño.

            Durante un tiempo pensé que era una rara avis, un tío extraño al que no le gustaba el fútbol. No era de este planeta, ni de este mundo, y acabaría confinado en un lugar solo, sin más compañía que mis libros. Con el paso de los años, descubrí que no, que había más gente como yo, e incluso peores, que eran capaces de rechazar todo lo que estuviera relacionado con el mencionado deporte. Pero, a veces, hasta lo que menos te gusta te acaba explotando en la cara. Mi amigo Joaquín Juan Penalva es uno de estos casos. Su poca pasión por el fútbol le ha hecho un gran amante de los libros; con esto no quiero decir que fútbol y literatura sean incompatibles, son numerosos los casos de poetas-futboleros, pero su vida siempre fue por otros derroteros. Quiso la providencia darle un hijo futbolero, más que futbolero forofo, así que el pobre de Joaquín, haga frío, viento, sol o truene, cada dos domingos acerca a Joaquín Jr. a ver al Novelda. Muchas jornadas fantasea con llevarse un libro de Keats y, en plena jugada al borde del área, cuando la emoción se puede cortar con cuchillo, en el nombre de Keats, comenzar a recitar La caída de Hiperión (Sueño):

Tienen los locos sueños donde traman

elíseos de una secta. Y el salvaje

vislumbra desde el sueño más profundo

lo celestial. Es lástima que no hayan

transcrito en una hoja o en vitela

las sombras de esa lengua melodiosa

y sin laurel transcurran, sueñen, mueran.

Pues sólo la Poesía dice el sueño,

con hermosas palabras salvar puede

a la Imaginación del negro encanto

y el mudo sortilegio. ¿Quién que vive

dirá: "no eres poeta si no escribes/tus sueños"?

Pues todo aquel que tenga alma

tendrá también visiones y hablará

de ellas si en su lengua es bien criado.

Entonces imaginará la cara de su hijo horrorizado, intentando esconderse de aquel hombre que es su padre, que a voz en grito continúa dando cuenta de aquel poema de Keats. A la vuelta, camino a casa, no mediará palabra alguna entre ellos, y su relación no volverá a ser la misma. Joaquín volverá al campo cuando su hijo le haya abrazado, tras el gol que in extremis habrá metido el Novelda. A la vuelta a casa su hijo le hablará de jugadas, se quejará de fueras de juego, le hablará de acciones que realmente ni le podrán importar demasiado, ya que no habrá estado atento en ningún caso. El niño, que soñará con que algún día él pueda jugar en un equipo importante, gracias a la inocencia, no se percatará de lo poco o nada que le importa a su padre el fútbol, que tan solo intenta conseguir minutos que estar con él.

            Mi padre intentó lo contrario, convertirme en forofo de algo que nunca pude sentir. Tan solo me gustaba el fútbol en los videojuegos, en los que también era malo, al igual que en el futbolín, ya que mis manos de poeta pusilánime nunca tuvieron demasiada fuerza en las muñecas. Pero me sabía las alineaciones, me encantaban las estadísticas y seguía a los jugadores por su trayectoria. Me parecía increíble lo que debía sentir un deportista de élite y soñaba con estar en la élite de los escritores. Tiempo después comprendí que aquel pensamiento era excesivamente naif y el golpe de realidad fue tremendo. Élite y literatura nunca podrían ser palabras sinónimas; es más, decirle a tu familia que querías ser poeta en vez de futbolista convertía el hecho en tragedia familiar asegurada.

            Uno de mis juegos favoritos era crear alineaciones de la selección nacional con nombres de poetas. Gil de Biedma a la portería, en la defensa: Lorca, Salinas, Alberti y Miguel Hernández. En el centro del campo, repartiendo el juego, Machado, Goytisolo, Panero (hijo) y Espronceda. En la delantera, Bécquer y Garcilaso. Me los imaginaba en pantalón corto, corriendo por la banda como si les fuera la vida en ello, recitando poemas cada vez que marcaban gol o se revolcaban por el suelo a causa de una falta malintencionada. E incluso los comentaristas serían críticos literarios que elogiarían los sonetos, las rimas, las cuartetas o los versos libres que tan magistralmente habrán realizado los once del campo.

            Mi padre a veces me sentaba a su lado. Me explicaba qué era un fuera de juego, un saque de esquina, por qué se colocaba la barrera en algunas faltas y en otras no. Mi mente estaba en otra parte, poco caso le hacía a sus explicaciones. Yo construía en mi mente las vidas de mis admirados poetas, de mis queridos literatos y pensaba si a ellos les podría aburrir tanto el fútbol como a mí. Recuerdo aquel día en que mi padre, entusiasmado, me trajo las insignias conmemorativas de la victoria del FC Barcelona en aquella Copa de Europa de Wembley, y de cómo todos los chavales de mi generación se pasaron horas y horas ensayando aquella forma de chutar de Ronald Koeman. Todavía siguen esas insignias en un cajón, como tantas otras cosas olvidadas. Aquel regalo me hizo menos ilusión que aquel día en que mis padres me llevaron a ver una exposición de Miguel Hernández. Al ver aquella vieja máquina de escribir y aquellos manuscritos, supe perfectamente cuál era mi vocación y cómo quería alcanzarla. Con el tiempo, mi padre acabó claudicando y dándose cuenta de que aquel deporte aburrido no era lo mío, que me podrían interesar otras cosas y que, en el fondo, era mejor, cada uno su espacio.

            Al menos nos quedó la satisfacción a los dos de que pudiéramos ver juntos ganar a España un Mundial. De niño, cuando la selección nunca pasaba de cuartos, aquello era algo imposible, un sueño digno del mayor de los poetas. Hasta yo, hastiado de aquel deporte, grité el gol que dio la victoria, e incluso acabé siendo el más patriota de entre los patriotas.

Escrito en Sólo Digital Turia por Eduardo Boix

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