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EL FILÓSOFO EUGENIO TRÍAS, UN BARCELONÉS UNIVERSAL, ESTÁ CONSIDERADO UNO DE LOS GRANDES PENSADORES CONTEMPORÁNEOS Y SU OBRA ES CLAVE PARA ENTENDER NUESTRA ÉPOCA 

TURIA LE DEDICA UN ESPECTACULAR MONOGRÁFICO, CON 150 PÁGINAS DE TEXTOS ORIGINALES DE 13 AUTORES Y MATERIAL INÉDITO DEL PROPIO TRÍAS 

IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN PRESENTARÁ LA REVISTA EL 19 DE JUNIO EN EL  MUSEO PICASSO DE BARCELONA 

El escritor Ignacio Martínez de Pisón será el encargado de presentar el número especial que la revista cultural TURIA ha elaborado en homenaje al filósofo Eugenio Trías. El acto público tendrá lugar en Barcelona, en la sede del Museo Picasso, el próximo 19 de junio y a las 19,30 h. Con esta iniciativa, TURIA quiere contribuir al fomento de la lectura de la obra de Eugenio Trías cuando se cumplen once años de la muerte de este barcelonés universal.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

15 de mayo de 2024

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Léeme otra vez el cuento de la infancia perdida,

donde un simple caballo de madera es el héroe

de toda una Cruzada, y una muñeca rota,

una princesa altiva de Grimm o de Perrault.

Cuéntamelo otra vez —como decía Amalia

en un inolvidable poema—, cuéntame

cómo el niño se hizo mayor, y sus juguetes

quedaron arrumbados en un desván oscuro

hasta que otro niño, de otra generación,

volvió a jugar con ellos, volvió a soñar con ellos,

y los resucitó. Cuéntame las proezas

de Blagdaross. Si lo haces, podrás ver cómo fluye

de mis ojos cansados una lluvia de lágrimas

que surgen de lo más profundo que hay en mí,

y cómo me emociono, igual que el primer día,

al pensar en las nuevas batallas que, al compás

del llanto inconsolable que brota de mis ojos,

seguiremos librando hasta el fin de los siglos,

contra el tiempo y el mundo y las desilusiones,

mi caballito de madera y yo.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis Alberto de Cuenca

15 de mayo de 2024

Un día te despiertas y estás ciego. Un día te despiertas y estás mudo: has perdido la capacidad de comunicarte con los demás; no vocalizas bien, tu lengua se mueve con torpeza. Un día te despiertas y no eres tú; no reconoces tus manos. Tus manos no son tuyas, te las han trasplantado por otras durante el sueño. Mueves, sin comprenderlos del todo, tus dedos como enguantados en una sustancia ligera. Un día aprietas el interruptor de la luz y de la alcachofa de la ducha comienza a manar el agua.

¿Qué está ocurriendo? 

Un día, en la adolescencia, contraje algo. Algo raro, vivo. Aquí, no sé, en la frente. Se me metió. Algo sin forma que me mantenía alerta y al mismo tiempo me hacía infeliz. Una cosa. Un zumbido. Un surco en el cerebro. Una zozobra seca, cuyos síntomas eran parecidos a los del enamoramiento o la gripe, pero sin estar yo ni griposo ni enamorado. Me cuesta explicarlo mejor.

Voz caliente y pies fríos. 

Esa cosa me impedía dormir; era un tormento que me obligaba a no conformarme con lo que había. A desear más. A desearlo todo, con ansia.

La Cosa. Me ordenaba pedalear entre las sábanas, moviendo mucho las piernas, hasta sentir un tirón en el empeine o montados los gemelos. Me ordenaba levantarme de madrugada, descalzo, cojeando, y abrir las hojas del balcón en contra de mi voluntad. Para nada.

Te ordeno, te ordeno, te ordeno. Teordeno.

Yo: «No quiero ir». Ella: «Sí. Hazlo, Erizo. Hazlo».

Lo hacía. 

Ya estoy en el balcón abierto. Hace frío. ¿Estás contenta?

Nada ni nadie responde a mi pregunta. Un pasillo de viento. Automóviles seminuevos y una manzana en la acera.

Una manzana. Sola. Qué humillación. Me daba rabia y vergüenza. 

Me sentía humillado todo el tiempo. Algo tiritaba en mí. El mundo era insuficiente, un catálogo borroso, frígido, mal rematado, una selva de grúas y buzones y teléfonos.

Un líquido para beber caliente que se ha enfriado.

Todo era un límite que no se podía traspasar. La materia: un límite. El tiempo: otro límite. Y así todo.

Yo ansiaba… sobrepasar, bordear, rotular… No, no era eso, muy mal expresado. Yo… No encontraba las palabras. Me rindo. Voy a intentarlo de nuevo: yo ansiaba, supongamos, ensanchar el mundo. O corregirlo.

(¿Mejor así? Bueno, psh, por ahora nos conformaremos con eso.)

No por mí, sino por culpa de ese hormigueo invasor que me exigía, me retaba, me remordía, demandaba sus derechos.

Un día te despiertas y te sientes incapaz de seguir siendo tú. 

¿Qué me estaba ocurriendo? Yo estaba mal, muy alterado. Pasaba semanas al acecho, nervioso e irritable. Aquella Cosa hablaba por mí. Contestaba mal a mis padres, lo cual era injusto, porque no lo merecían. No merecían aquel hijo defectuoso, chafado. La Cosa.

Muy pálido, no atendía las clases del instituto, olvidaba comer. La Cosa.

Los profesores cubrían el encerado con fórmulas algebraicas y gráficas de fiebre, igual que en los hospitales. La enseñanza era una especie de convalecencia. Nos amontonaban a todos allí, a la espera de un diagnóstico. Ingresado, yo prestaba poca atención a las películas medievales de campesinos o a la mitosis de células, que para mí eran lo mismo.

Campesinos, células: límites.

La historia avanzaba a cámara lenta, se arrastraba a la pata coja. ¡Vamos, más brío!Tardaban una eternidad hasta empujar a la guillotina a Félix III y entronizar en su lugar a Tristán IV, quien no tardaba en correr la misma suerte de ser conducido también al cadalso y eso entraba en el examen parcial.

No paraban de rodar cabezas.

Lo cual me recordaba aquella manzana en la acera que llevaba pudriéndose tres días seguidos sin que ningún barrendero la retirase. En serio, ¿por qué? 

No encontraba mi espacio. La vida daba siempre la señal de estar comunicando. Un mensaje grabado que decía: «Todas nuestras operadoras están ocupadas en este momento». En cambio, escuchaba como un llanto lejano que no cesaba de sonar en todo el día. Miraba a los grupos de estudiantes con aprensión: nadie más parecía notar nada raro. Sus cuerpos embutidos en sudarios de rocanrol y poliéster.

Los oía cacarear en el patio, debajo de la canasta de baloncesto, entre risas, toses suaves, alegres, muy suyos, desesperados, haciendo chascar sus nudillos mientras alardeaban de algo alzando mucho el cuello o trazaban planes conspiratorios para la tarde del sábado y la mañana del domingo. Había una gran precisión y riqueza de detalles en esos planes cuchicheados, procedentes de estirar mucho el cuello, de cuya belleza yo, por alguna razón, estaba excluido. 

En algún sitio se celebra una boda, un baile de disfraces, una fiesta de pijamas, alguien se casa, uno gritó:

–¡Tenemos que hacer una colecta entre todos para el regalo a los novios!

Esto los alteró mucho. Provocó malentendidos, riñas, enfados. O planeaban juntarse otro día, en casa de Katia Orororo, aprovechando la ausencia de sus padres, para celebrar una sesión de espiritismo, sentarse a oscuras en el suelo del salón, formando un círculo de manos, y desde esa rueda invocar a los espíritus por medio de una ouija.

No era la primera vez que lo hacían. Aseguraban que en cierta ocasión un espíritu respondió a sus demandas, qué susto, el vaso se desplazó solo de una letra a la otra, de la ese a la eme, de la hache a la uve, para deletrear palabras o frases simples, tú eres pura, tú eres pura, le escribió a una el espíritu, el vaso se deslizaba solo, sin intervención de nadie, hasta que de repente salió volando por los aires y se estrelló contra la pared, rompiéndose en añicos, momento en que todos salieron huyendo despavoridos de casa de Katia Orororo.

A partir de aquella tarde celebraron las reuniones en casa de Camilo Coria. 

Chascaban los nudillos, mis compañeros de estudios, sobreexcitados con la colecta para la boda o con aquel vaso de ultratumba, debajo de la canasta de baloncesto.

Iban a bodas. Hacían espiritismo. Se relacionaban con novios o con espíritus, gente interesante. Yo no.

También esto era otro límite. Un fracaso personal.

Movían los labios para hablar y lo que yo escuchaba era: un llanto. 

Me aterraba la muerte y a veces deseaba morir.

Estar muerto ya. En pleno mediodía, joven. La oscuridad de la tumba. El silencio eterno. La nada. Nada se mueve, nadie duda, no hay titubeos. Los grandes interrogantes filosóficos que te arañan la mente a lo largo de toda tu existencia, sin dejarte en paz ni un segundo, al final se reducen a esto: una inscripción con dos fechas.

¿Eso era todo?

Llueve sobre tu lápida, que se vuelve resbaladiza como una pista de patinaje. La muerte es resbaladiza, gotea. Una hoja cae, no cae. Unas manos hacendosas modifican ramos de flores, tralarí tralará. La vida, pese a todo, continúa sin ti. La vida siempre triunfa. El mundo no te necesita, ni a ti ni a nadie. Un universo reptante de larvas, raíces, secreciones, nudos, siseos. «Aquí yace…». 

El médico del Seguro que me examinó, el doctor Barrientos, tras auscultarme me encontró sano, nada, no tienes nada, muchacho, Erizo, me instó a hacer ejercicio aeróbico, nadar y pedalear hasta agotarme, nada que no se cure sudando, ¿tienes novia, muchacho, Erizo?, y antes de darme tiempo a responder el doctor Barrientos me recomendó tomar un complejo vitamínico y vuelves en seis meses, o antes si estás peor, muchacho, Erizo, pero yo no estaba ni mejor ni peor, sabía que no era eso, no era eso. Ni parecido.

Guardé silencio. El médico también guardó silencio.

Los dos guardamos silencio. 

La manzana en la acera llevaba ya cinco días pudriéndose. Cinco. Nadie hacía nada por remediarlo. Abollándose ella sola, con una abolladura interior. Vi cómo brotaba de ella una suerte de absceso, que comenzó a supurar un líquido parduzco. Poco a poco iba cobrando el aspecto de una manzana asada. 

Probé a cantar. Nada. Probé a dibujar. Nada, tampoco.

Seguía sintonizando el llanto.

Probé a escalar una montaña, con resultados nulos. Después de extenuarme todo el día al aire libre bajo el sol, entre rocas naranjas y cascadas verdes, bajé trotando de las alturas medio grogui y afónico de tanto oxígeno.

–Por intentarlo nada se pierde, Erizo –me dijo alguien. 

El consultorio del doctor Barrientos se encontraba al fondo de un largo, larguísimo pasillo. El pasillo alcanzaba el consultorio ya exhausto. Con sus últimas fuerzas, se desparramaba en dos butaquitas verdes de felpa con minifalda de flecos, un velador sobre el cual sonreía una revista warholiana y una lámpara de pie, pero no mucho.

Había un biombo blanco en el consultorio del doctor Barrientos. Visillos también blancos, como hecho adrede. Todo muy conjuntado. Artístico, incluso. El doctor Barrientos era un médico pop. Una camilla de hierro con pinta de confortable, a la que apetecía llamar «lecho». Un armario metálico, práctico, que contendría guantes de goma, algodón, yodo, jeringuillas o esterilizadores o yo qué sé. Formas.

El doctor Barrientos me extendió una receta. La letra del doctor Barrientos era legible. 

Un día, por hacer algo, probé a escribir algunas frases sueltas, en un pedazo de papel que encontré en la cocina.

Algo hizo clic. ¿Ahora sí?

Mi estado pareció mejorar un poco. El llanto se mitigó. Sentí que algo sucio y pesado se me removía dentro, pesaba menos, la bola se desatascaba, la sangre fluía más acuosa.

La bestia, durante algunos minutos, dio la impresión de apaciguarse, ceder, doler menos, antes de que el efecto se disipase y ella volviese a la carga.

La luz en la ventana se agazapaba, era un gato de sol. 

Compré un cuaderno escolar. Anoté frases. Dibujé flores. Escribía sin pensar, en una especie de trance loco, durante varias horas, lo primero que se me ocurriese, sin levantar la vista del papel ni para releer lo escrito ni para corregir.

Mis padres se asomaron a la cocina, me sonrieron, tranquilizados, casi conmovidos, y retrocedieron de puntillas, para no molestarme: pensaban que estaba volcado en mis estudios. 

Ellos tenían otras preocupaciones. Pronto nos mudaríamos a una casa más grande y mejor, en un barrio nuevo. Nuevas calles, nuevos afectos. Había que desmontar el hogar. Las paredes empezaron a vaciarse de estanterías, fotos, libros y cachivaches, y los pasillos a poblarse con pilas de cajas rotuladas con títulos de catálogo de decoración o película de gritos: «Vajilla nueva», «Baño», «Cocina/2», «Varios». 

Iba a todas partes con mi cuaderno. El hecho de que no me separase de él motivó que mis compañeros de clase me apodasen burlonamente el Taquígrafo. Ni siquiera me molestó. A mis espaldas, sin consultarme, propusieron mi candidatura para ser delegado de curso. No era opcional. Mi cara apareció en los carteles. Quedé el segundo. Ganó Camilo Coria, por un escaso margen de votos.

La lluvia destiñó los carteles. Mi cara, arrugada, terminó en la papelera.

Nada había cambiado, nada, y, no obstante, todo era distinto. El mundo. Las caras de la gente. Los edificios de hombros estrechos, salivados de lluvia. Al pasar por mi cuaderno, el mundo se revitalizaba, intensificaba sus colores o salía huyendo con otro estilo.

Al séptimo día, la manzana en la acera desapareció. O yo dejé de verla. 

Si no se me ocurría nada, lo me que sucedía con frecuencia, anotaba en mi cuaderno una sola palabra: «Cactus».

Me obligaba a repetirla cien veces, o doscientas, con total solemnidad litúrgica, en un castigo placentero, cactus cactus cactus cactus cactus. Una línea tras otra, sin desfallecer. Lo importante no era el significado concreto de tal palabra, o de cualquier otra, sino la acumulación verde y espinosa que esas seis letras convocaban y expandían.

Las palabras despertaban al diccionario. 

Me concentraba. Visto desde fuera, podía dar la sensación de que hacía algo útil, importante o beneficioso para alguien. Mi casa se vaciaba, pronto habría una mudanza. Yo me limitaba a cubrir las páginas de los cuadernos con facilidad, una tras otra, sin sufrimiento alguno, a buen ritmo, por ambas caras, persiguiendo aquella caligrafía huidiza que siempre iba un paso por delante de mí y se me escapaba, como la correa de un perro suelto al doblar la esquina. 

El lenguaje sabía más que yo. Me teledirigía. Me indicaba las posibles direcciones, postes señaladores. Yo me abandonaba a su canto. Era mi manera de escalar montes, o de hacer espiritismo, para contactar con los muertos.

Algo aprendí: que no debía oponer resistencia, sino rendirme, no intervenir, dejar que el lenguaje tomase todas las decisiones por mí, hiciese él solo todo el trabajo, mientras yo permanecía al margen, ocioso, mirándome las uñas.

Escribir no es trabajar, sino permitir que trabaje el otro. Que el otro hable. Que nos inunde. Que nos posea. Lo verdaderamente difícil, a la hora de escribir, es mantenernos callados, apartarnos y molestar lo menos posible.

Cuando quiso darse cuenta, el Taquígrafo ya había entrado en el club de los comedores de papel. Masticadores de verbos. 

Quien escribía no era del todo yo, sino algún otro Erizo desconocido hasta entonces, que la escritura sacaba a la luz. Escribir es duplicarse, multiplicarse. Yo era el primer asombrado al ver brotar de mis dedos aquella proliferación horizontal, un pentagrama donde bailaban astros. Pueblos de cartulina. Una hilera de iglesias, una pegada a la otra, en cada una de las cuales se sumergía la cabeza de un recién nacido en una pila bautismal rebosante de agua bendita. Una pared. Otra pared. Un tiroteo.

La escritura activaba algún resorte oculto de memoria peligrosa. Me acordaba perfectamente de cosas que nunca había vivido. 

La siguiente fase fue cuando comencé a ver personajes de ficción. Dos, en concreto: se me aparecieron muy jóvenes, casi adolescentes, un hombre y una mujer, todavía sin nombre. ¿Quiénes eran? Los veo como en sueños, metidos en alguna clase de dilema serio o de amenaza inapelable. Discuten mientras caminan al aire libre, en el centro del verano, por una finca campestre, poblada de árboles, ríos, ganado, sombras, revuelo de gallinas, moscas, embarcaderos con flores. En el aire flotan briznas de alquitrán y calor. 

También veo que están escondidos, que no pueden salir de allí ni aunque quieran. Sus vidas corren peligro. Alguien poderoso, un familiar lejano, ha encargado a un sicario ­–se me ocurre de repente, y así lo transcribo sin dudar en el cuaderno– la tarea de localizarlos y abatirlos a tiros como si fuesen bestias. Trofeos de caza. Animales heridos. 

En esta misma finca jugaban ellos dos cuando eran niños. Y mira ahora. El cielo enfila hacia el mar, en mi cuaderno. Sin embargo, él trata de persuadirla de que lo más conveniente es que regrese –ella sola, sin él– al peor sitio posible, a donde mayor es el riesgo, la posibilidad de cacería, la sangre.

–¿Por qué me pides eso? –protesta Cordelia–. No tiene sentido. 

Discuten. Al parecer, no queda otro remedio. Es una apuesta descabellada. Sabe que si la descubren, perderá la vida. Se perderán el uno al otro. Hay como una fatalidad en todo ello, un hado, rencillas sórdidas del pasado sin resolver, traiciones, deudas de dinero, laberintos del destino que los obligan a separarse (¿por qué, si se aman?) en el peor momento posible.

–Tiene que ser ya –insiste él–. Lo antes posible. Si puede ser hoy, mejor que mañana. 

Cordelia tiene agujas de pino en el pelo. Un segundo antes de hablar, cierra los ojos. Parece a punto de llorar, se retuerce las manos. No entiende, se resiste:

–¿Qué es más peligroso? –pregunta–. ¿Que me encuentren ellos a mí por la calle o que me los encuentre yo a ellos?

Ella ignora si se trata de un estado de locura pasajera o una inocentada o incluso una ocurrencia genial de él, de su amante, la persona con quien se acuesta.

(Ya desarrollaré esto más adelante). 

Tal vez el único lugar donde no se les ocurriría buscarlos sea precisamente allí, donde él la envía, al infierno, a un palmo del cuartel general de los matones o de la discoteca de la muerte. Una idea tan idiota que no es posible creerla. O puede que gracias a eso, a su incongruencia, ella salve la vida.

Después de todo. 

Como con miedo a quebrarse, Cordelia ofrece, por decir algo, posibles refugios alternativos: Malasia, Singapur, una islita que… Menciona otros cuantos, cada vez menos creíbles.

Los dos saben que no es posible. El momento del adiós se aproxima. 

Él pronuncia la única palabra prohibida entre ellos. El término tabú. Una sola vez:

–Hermana.

En la catedral de árboles se hace el silencio. Una nota.

–¿Reconoces el canto de ese pájaro? –pregunta él–. Es un herrerillo común. 

Se abrazan. Permanecen largo tiempo abrazados. Yo los veo, en mi cuaderno. No puedo hacer nada para ayudarlos, lo siento mucho. Cordelia, resignada a lo peor, se rinde, que ocurra lo que tenga que ocurrir, al fin murmura:

–Entonces, si no queda otro remedio, debería prepararme ya, hacer la maleta.

Él asiente.

Ninguno de los dos se mueve. 

Mientras yo no lo decida, no se moverán de allí. Se amarán, se odiarán, soy dueño de sus pasiones, al contrario que de las mías. Intervengo o no, teledirijo sus sueños. Decido corregir un árbol, trasplantar otro de sitio, trasladar un río. Árboles que simulan ser personas. Solo hablan cuando yo les doy permiso. Sin mi permiso, los personajes permanecen mudos, a la espera. Qué solos están, me dan pena. Deposito mis palabras en sus bocas, si quiero. Puedo matarlos o permitirlos que vivan, si quiero. Aún no lo sé. Ellos dos son mis rehenes. Seguirán estando presos y agujereados, atrapados en el desierto campestre y en mi cuaderno. 

(Si el mundo se enterase. Si alguna vez el mundo, por casualidad. De rebote, digo. Qué miedo, cuánta zozobra. Si alguna vez el mundo –me refiero al mundo adulto, al no-nosotros, ese de portafolios y corbata y salario mínimo interprofesional– sospechase de nuestra existencia, nos imaginase juntos, solos, convertidos en plural, nos sorprendiese in fraganti saliendo o entrando de los espejos del recibidor de los hoteles, registrándonos con nombres falsos, señor y señora Duarte, señor y señora Gabalda, …

Si eso pasase. Nos pasase. Entonces). 

La vida cambia a cada minuto. Durante un minuto o dos te parece que es algo y al minuto siguiente se rectifica y ya es otra. La vida no tiene ningún propósito preconcebido, ningún esquema fijo trazado de antemano para nosotros, qué va, el destino no existe, ni los dioses, todo es pura improvisación de la materia, puro escándalo, la vida toca jazz sin partitura, somos libres pero estamos solos, todo está en el aire. Nadie sabe qué le deparará el despertar de hoy, si amaneceremos oficinistas o escarabajos.

Yo no sé lo que busco hasta que lo encuentro. 

Las cajas para la mudanza se apilaban en el salón, formando torres. Ya faltaba poco para mudarse. Nos vamos. A partir de ahora las cosas pueden salir bien o mal, puede que el amor te sea adverso o propicio, puede que no pare de llover en todo el día, en  toda la semana, mientras tú te inclinas sobre tu cuaderno. Y qué.

 

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Tizón

El narrador, ensayista y poeta, Antonio Ansón (Villanueva del Huerva,1960) reedita la novela “Llamando a las puertas del cielo” en la colección Letra última que dirige la profesora de la Universidad de Zaragoza María Ángeles Naval en la Institución Fernando el Católico de la Diputación de Zaragoza. La primera edición fue en Artemisa Ediciones (La Laguna, Tenerife) en 2007 y en 2008 recibió el Premio Cálamo Extraordinario. Esta nueva edición de la novela cuenta con un excelente estudio y materiales complementarios pedagógicos de la novelista y catedrática de Literatura Española Ana Rodríguez Fischer. ¡Ahí es nada! esta novela es la narración de los años finales de la Transición española y la llegada de la democracia, desde la óptica de los pueblos de Aragón, de todos y de ninguno: todos se parecen. 

Una de las cosas que más me sorprende de esta novela es que apuesta por una eternidad negra, apuesta por la nada: por esa negritud infinita. Y en esa soledad uno recuerda historias, anécdotas, vicisitudes, pues en “este cielo de los muertos no se ve nada porque reina la negrura absoluta” (p. 129). Así pues tenemos una novela que sorprende desde la primera línea hasta la última. Nos podemos hacer una idea del más allá y tenemos a Ambrosio el Renacido que habla con los muertos y ve lo que sucede allende y aquende. Un personaje entrañable a quien hablar con los muertos le hace mucha gracia. 

Además, esta novela, por más veces que la releo, me llama poderosamente la atención el que el narrador sea una persona muerta y siempre me lleva a recordar la forma de contar de aquel célebre personaje legendario, el mago Merlín, de origen demoníaco que conocía, o al menos era capaz de adivinar el pasado y el futuro. En este caso el narrador testimonial muerto ha sido compañero de todos, jóvenes y viejos, y hasta amigo de algunos de ellos: los muertos le cuentan y él cuenta: el bueno de Andrés que se fue virgen. 

La novela está ambienta en un pueblo llamado Valcorza y ya se sabe y es de todos conocido y repito que todos los pueblos más o menos se parecen: uno es como el otro y el otro como el uno. La narración no podía tener otro inicio más firme, contundente, sereno y sugerente: “En el cementerio de Valcorza nos han ido enterrando a todos. Uno tras otro. Uno tras otro”. Ley de vida es el morir, aunque no siempre ahogados, claro. Hasta de un tiro de escopeta de caza o atropellado por tu propio tractor. 

Esta es una novela que consta de 41 capítulos, en unas 150 páginas en esta reedición, más 50 de estudio, un par de bibliografía y una veintena de material complementario pedagógico, por las 200 páginas de la primera edición, con los mismos capítulos, claro. Y es esa ocultación de la identidad del narrador lo que para mí es el principal motivo de la obra: puede ser el doble del autor, como Valcorza de Villanueva, tal vez… Lo que también me recuerda al “convidado de piedra”, aunque salvando las distancias, claro. 

También pienso que es todo y nada de esto pues “Llamando a las puertas del cielo” es una isla libre que se yergue a los cielos, que ha resistido el paso del tiempo, 17 años ya, contra la corriente más que a favor, y que a quienes se adentran en ella todavía se les ofrece un pasado reciente pasmoso, algo lejano ya es cierto, pero seguimos igual, que abre los ojos, a las persona lectoras, a todas esas posibilidades éticas y estéticas narrativo poéticas que purgan por salir del plano del momento aquel. 

Creo que es una novela tan plástica que bien se parece a un conjunto exquisitamente hilvanado de imágenes, estampas literarias, para un corto o para toda una película en blanco y negro. Es, no me cabe ninguna duda, todo un maravilloso guión de cine. Además, no me equivoco si aseguro que esta novela, “Llamando a las puertas del cielo”, que nunca traspaso, que tiene título de bolero o de canción norteamericana country o rock, aunque a mi me recuerda aquella canción “Hotel California” y también a Horacio, por aquello de que por mucho que salgas de tu casa nunca sales de ti mismo. Creo que es una obra plural que se alimenta de todo el bagaje lector del autor, hombre de basta cultura: que parece que lo ha leído todo y lo ha visto todo desde esos montes que sube y baja a menudo. Ansón es un amante impenitente de la fotografía y de la escalada. 

La novela, según se nos dice, es un relato sobre la Transición española, una sociedad rural que llama a las puertas de Europa, tratando de sobrevivir a su historia y a sí misma, una metáfora sobre la aldea que llevamos dentro, porque Valcorza podría ser cualquier lugar de España, y ninguno. Creo que, además el narrador, Andresito como su padre, llamado Andrés el Zanguango, quiere dejar testimonio de ese cantar y contar, de ese ser palabra en el tiempo: el autor es un poeta que, también hay que leer y tener en cuenta, busca captar y capturar la belleza fugaz del instante, de ese instante que narra, de ese temblor de la hoja de papel cuando escribes en ella con la pluma, y del brillo de las miradas de los vecinos: “El vano de las ventanas también manchaba con matices de amarillo cadmio la superficie lisa del mediodía vencido” (p. 75). 

La historia se centra en los años 70 del pasado siglo. Y está escrita, por un humanista diríase, de forma sencilla, humilde, maravillosa, de corte popular que engancha. Y no sé si sigue mucho las corrientes literarias de ayer ni de hoy, ese realismo que no termina de ser, donde Antonio Ansón da muestras de que domina con maestría el arte de contar como nadie. Humor irónico a raudales, aragonesismos. Un recorrido o una travesía de lo real a lo casi mágico, con milagro incluido a Miguel Zalaya, de ahí que se le apodase Tres Patas, con ese su estilo vigoroso, firme y poético. Si leemos entrelíneas y pensamos un poco es alta teología lo que se debate en esta novela. 

Una obra emocionante y conmovedora, enraizada en lo más popular, en lo más nuestro, para describir la cotidiana realidad de ese mundo violento, asesinato incluido, y lírico a la vez. Nuestro mundo de labradores que tan bien conocemos, somos de pueblo, al igual que el éxodo de los pueblos a las ciudades, esa diáspora está descrita con exquisita sobriedad, sin molestar, ni a los muertos ni a los vivos. Antonio Ansón trasciende la realidad, esta historia real de su Valcorza y el mío. El de todos. Me gusta este clásico innovador en su forma de contar la sorprendente descripción del paisaje y su paisanaje: cura, de Trento o vaticanista; y alcalde, del régimen y democráticos; maestro, filósofo kantiano trasmutado en socrático “hippy”; barbero, pastor, zoofilia, sida, prostitutas, amores y desamores, pantano, laguna, molino, río Altán, corruptos, drogadictos. O sea, todo un cuadro, de enormes dimensiones, cabe decir. Incluido el cansino fútbol y el Barcelona, que también este año ha perdido la Liga. 

Creo que Antonio Ansón es todo un novelista intenso donde plasma y se preocupa por igual de las pasiones y trabajos de los protagonistas como de la técnica narrativa de la novela, que va y viene. Vemos el argumento a través de sus personajes, del narrador muerto: a veces se invierte o confunde el orden temporal y asistimos primero a una escena y luego a otra anterior que la explica o la caricaturiza, cual Merlín. El estilo, sin ninguna duda, es apasionado y minucioso. Se fija en los pequeños detalles que hacen grande la obra. Tal vez y solo tal vez, a Valcorza, tu pueblo y el mío, persona lectora, le falta una bruja o curandera, que en muchos pueblos la había, por aquellos años. 

Pero para mejor decir y concluir esta reseña, citaremos a Rodríguez Fischer, que ella sí que sabe: un estudio prólogo de más que justa y necesaria lectura: “’Llamando a las puertas del cielo’ es una novela tan variada y rica en su composición y en los aspectos formales que articulan el relato, como en los personajes y las historias que protagonizan, cuyo conjunto da cuenta de un proceso histórico, político, social y económico que cubre medio siglo de la vida de España, también en el plano cotidiano e intrahistórico”. ¡Amén!.- 

Antonio Ansón, “Llamando a las puertas del cielo”, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Enrique Villagrasa

9 de mayo de 2024







Aunque no vayas a ninguna parte,

no te quedes en el camino.

J. Bergamín, El cohete y la estrella

 

 

 

 

 

 

 

 

A un libro de aforismos, debería bastarle con un único aforismo como introducción. En el supuesto de que un libro de aforismos necesitase una introducción, y de que supiésemos a ciencia cierta lo que es y lo que no es un aforismo. Porque un aforismo, como tantas cosas en esta vida que todo el mundo cree saber lo qué son, casi nunca es lo que parece, y ese aforismo único, propio o ajeno, siempre preferiblemente ajeno, y a ser posible apócrifo, que legitimara el dudoso e improbable género, la particular e inconfundible escritura aforística, ese aforismo no existe ni ha existido nunca. Y sin embargo, abundan los aforismos sobre aforismos, los aforismos afónicos, los aforismos despeinados, los aforismos afrancesados, los aforismos aforísticos, los aforismos infiltrados, los aforismos de la cabeza parlante, los aforismos impertinentes… pero ese aforismo deslumbrante, ese aforismo de aforismos que zigzaguea como el rayo, que brilla como el relámpago y retumba como el trueno, ese aforismo que trastorna la razón y obnubila el pensamiento, ese aforismo no existe, nunca ha existido. Es un mito, una leyenda. Créanme, he buscado por todos los rincones de mi biblioteca y no existe. Quizá, no crean que cosa tan obvia se me escapa, no exista en mi biblioteca – mi biblioteca es muy limitada, como mis lecturas y mi memoria, y como tantas otras cosas que no vienen al caso – pero podría existir en la suya. Estas cosas pasan. Si así fuera, si ese aforismo único existiera, no tienen más que copiarlo al principio de este original libro de Ignacio Docavo, a modo de exergo, esa cita que solemos poner al principio para parecer más cultos o, mejor aún, escribir una reseña y publicarla, poniendo en evidencia al autor de este pedante texto. Es lo que yo haría. En realidad, yo haría las dos cosas si pudiera.

Ignacio Docavo, poeta, aforista, y profesor de matemáticas, además de algunas colaboraciones esporádicas en revistas y el guión de una obra de teatro infantil La tigresa Violeta, es autor del poemario Ladrón de horizontes (UPV, 2005) y de un libro inédito, de próxima publicación en La Coz, El malestar. En ejemplares Docavo ha reunido 500 aforismos, 500 frases, que abarcan todo el espectro de su existencia cotidiana, es decir de su vida de profesor y poeta, que profesa palabras y evoca recuerdos en un mundo indiferente, y, como quien no quiere la cosa, que es como hacemos casi todo lo que vale la pena en esta vida, en la que tan pocas cosas valen la pena, ha dejado escrita media vida. Media vida no es la mitad de una vida. Ni siquiera para un profesor de matemáticas como él, habituado sin duda a las divisiones inexactas. Porque no es lo mismo la vida a una edad que a otra. Siempre habrá más vida en una de las mitades, y no necesariamente en la misma mitad. La vida casi siempre empieza demasiado tarde, y acaba demasiado pronto. A veces incluso acaba sin haber llegado a empezar. Estas cosas pasan, repito. Y siempre la dejamos, o nos deja ella a nosotros, a medias. Media vida en 500 aforismos, que él prefiere llamar sencillamente frases y acaba llamando ejemplares, con minúscula,  frases ejemplares al mismo tiempo que ejemplos de frases. Frases espontáneas las que parecen haber sido más pensadas, frases que cuestionan el orden del discurso, frases poco ejemplares que subvierten el sentido común y la lógica de los enunciados. Frases que son caprichos, que son lances, que son dardos y estocadas, que son ecuaciones y flechas, que son coces y son chascos, frases de un aforista solitario, pecios de un involuntario naufragio, 500 aforismos de un poeta que escribe en prosa, pero piensa en poesía.

Mientras lees no existes.

Escribo a Docavo:

Hay algo en tu libro que se me escapa. Llevo dándole vueltas todo el día porque sé lo que es, pero no consigo expresarlo. Probaré durmiendo, a veces da resultado. Cierro el ordenador. Me voy a la cama. Me duermo. No he acabado de dormirme cuando abro sobresaltado los ojos. Está amaneciendo. Qué cortas se han hecho las noches. Mientras dormía he hecho un descubrimiento. La mayoría de los descubrimientos que ha hecho el hombre los ha hecho durmiendo. Comprendí que aquella media vida, la mitad de aquella vida, no era la que yo creía, no era la que se veía. Era la que no se veía, la que estaba sumergida, la que no se cuenta a nadie, la que se oculta en los libros. Ejemplares, el libro de Ignacio Docavo, no es un libro de aforismos. Frases, sí, pero frases de un diario, ahora lo veo claro. Son las entradas sin fecha y reordenadas de un improbable diario que Docavo se niega a escribir. Una vez más me había dejado engañar por las formas. Me levanto. Cojo el libro. Lo abro y leo al azar: la única certeza que tengo son mis dudas. Paso algunas páginas: A veces me siento en deuda con el mundo. Vuelvo atrás: En el momento de explicarlo, dejo de saber lo que sabía. Sigo leyendo: ¡Qué día más bien desaprovechado! Sigo leyendo: Qué difícil es explicar lo obvio. Cierro el libro. Aunque no vayas a ninguna parte, no te quedes en el camino. Lo vuelvo a abrir: Tengo una prima que veranea en la calle Truman Capote de Benitachel.  Qué obvio resulta todo. Qué difícil es explicar lo obvio.

 

Ignacio Docavo, ejemplares, Valencia, Contrabando, 2023.

 

FRASES

 

Por Ignacio Docavo 

 

A los que afirman que el aforismo no es un género menor los animaría a escribir una novela en un sobre de azúcar.

 

A lo mejor la Gioconda sonríe porque no tiene nada que decir.

 

Según escucho mientras sesteo, un león sirve para proteger a una leona de otro león.

 

¿Existirá una timidez de pensamiento, una especie de pudor ante la cháchara interior?

 

Lo que nos avergüenza de la desnudez es mostrar la hoja de parra que llevamos debajo de la ropa.

 

Quien teme a la muerte vive por obligación

 

Tal vez nuestro pensamiento no sea más que un residuo de nuestras acciones. Humo de locomotora.

 

Lo mejor hubiera sido tirar la margarita después del primer pétalo.

 

Rectificar es de sabios. Rectificar no es de sabios.

 

Compruebo estupefacto que un famoso escritor chino se parece más a un intelectual que a un chino.

 

La libertad de elegir con quien perderla. No hay otra.

 

La memoria es la cuarta dimensión de la mirada.

 

Darle un euro a un mendigo no te evita la mezquindad de no haberle dado dos.

 

Pasan los años y sigue habiendo jóvenes.

 

Podríamos esperar al verde de las praderas, pero no, ha de ser al del semáforo.

 

Quien espera siempre espera un milagro.

 

¿Agua corriente viene de corriente o de corriente?

 

¿Escribes en primera persona o generalizas contigo mismo?

 

Una cuesta abajo sin fin. Sensación de estar siempre en lo más alto.

 

Una pistola de primeros auxilios.

 

Pudiendo ser palmera de oasis haber de serlo en la mediana de Primado Reig.

 

Si las garras de mi perra fueran manos al menos podría ayudarme a doblar sábanas.

 

Es una nimiedad, pero había una mosca en la pantalla y la he espantado colocando el ratón sobre ese punto.

 

¡Qué día más bien desaprovechado!

 

Me miro de reojo en un escaparate y pienso: ese señor soy yo.

 

Al pasar frente al edificio en ruinas de la Cofradía de Pescadores del Cabañal pensé si el último cofrade se sintió cofrade hasta el final.

 

Todo lo que estaba a mi izquierda cuando voy, está a mi derecha cuando vuelvo. Será una tontería, pero da que pensar.

 

La otra noche, mientras corríamos por el carril bici, una chica en bicicleta nos pidió paso imitando un timbre: cling, cling. Si hubiera sido de nuestra generación hubiera hecho ring, ring.

 

Pasa una ambulancia y la Loba comienza a aullar; la primera vez me sorprendió, ahora me admira lo inexorable.

 

Abro la puerta de mi habitación, pienso: “ancha es Castilla” y la vuelvo a cerrar.

 

Se me cae al suelo una moneda de veinte céntimos y no sale cara ni cruz, sino canto. Consulto en internet y resulta que la probabilidad de que suceda es de una entre seis mil. Y ha ocurrido precisamente hoy: un día cualquiera entre seis mil.

 

Los recuerdos son fotófobos o tienen su propia luz, pienso mientras aparto la vista de la pantalla para recordar.

 

Le pregunto a uno de los operarios de la obra que han empezado en el solar de enfrente por lo que van a hacer y me contesta que no sabe, que él sólo se encarga de hormigonar.

 

La curva que forma la parte trasera del muslo de esa chica sentada en el banco con medias de rejilla y falda corta, también se llama catenaria.

 

“Esa señora se ha colado con tanta solvencia que la perdonaremos”, iba a decirle a la verdulera, pero entonces me enredé pensando en si la verdulera conocería la palabra solvencia y ya no dije nada.

 

Tengo una prima que veranea en la calle Truman Capote de Benitachell.

 

El autobús se detiene porque estoy parado ante el paso de cebra. No pensaba cruzar, pero cómo negarse a lo que sesenta personas esperan de ti.

 

Tener razón, menuda ordinariez.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Arranz

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