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7 de febrero de 2014

Salir

del círculo

rompiendo la continuidad

aunque parezca que la línea

rebase el centro de su forma

como la gota

que cae interrumpidamente

igual que caen las palabras

cuando son manejadas como espacio

y llenan huecos evidentes

que como cataratas van vaciándose

de arriba abajo

de lado a lado

de abajo a abajo

hasta llegar a lo hondo

del centro de la nada.

Y mientras tanto

escapar de lo dicho

pues sólo es entendible aquello

que deja marca.

Esa

es la continuidad

la marca

que hace que toda gota

tenga forma distinta

pues cada una es enlace

de la anterior

y la siguiente

con la continuidad

en medio

pero sin alterar las partes

como un ladrillo

que aguanta el peso incluso

desconociendo el lastre de la malla

que embrida el uno con el otro

y así haciendo sucesión

donde todo es la suma de uno y uno.

 

Eso es un muro.

 

Aunque también continuidad

o marca que hace que la red

vaya encerrando / se

tanto que finalmente

quede algo que podríamos llamar

nada

nuevamente.

Escrito en Sólo Digital Turia por José Antonio Fernández Sánchez

Natsume Soseki, seudónimo de Natsume Kinnosuke  (Tokio, 1867–1916), está considerado por todos los expertos uno de los autores más notables de la era Meiji, la época en que, con un esfuerzo transformador impresionante, Japón se abrió a Occidente, tras dos siglos y medio de aislamiento. De 1867 a 1912, el impulso del emperador Meiji convirtió un régimen feudal en un país moderno, futura potencia mundial, líder en tecnología. Intentaban “aprender de Occidente para alcanzar a Occidente”, pero combinando “ética oriental con técnica occidental”. Se revolucionó la cultura: se promovió la educación, se elevaron los índices de alfabetización, circularon periódicos con tiradas espectaculares y el aprendizaje de las lenguas extranjeras y las primeras traducciones  permitieron el acceso a la literatura occidental.

La idea era preservar la identidad y la tradición japonesas, imbricándolas en la gigantesca ola del conocimiento del mundo occidental. Al fin, la literatura japonesa reflejaba conflictos vitales y sociales, pero desde su tradición. Esa dialéctica y ese forcejeo entre la tradición y la apertura al universo occidental aparece en los libros de Soseki, sobre todo en Sanshiro y de forma más integrada y sintética en Kusamakura o ya más sutilmente en Kokoro y Kojin, como veremos. Soseki renovó el lenguaje, cambió de estilo en cada libro, y los grandes escritores japoneses le han considerado con gratitud padre de la literatura moderna.

Profesor de literatura inglesa en la Universidad de Tokio, Natsume Soseki era un estudioso de la cultura y la poesía chinas, fruto de la otra gran transformación cultural japonesa (siglos VI y VII), cuando se adoptó la religión y la escritura chinas. Ya casado, Soseki recibió una beca estatal para pasar dos años en Inglaterra, pero el dinero no le llegaba para pagar la formación a la que aspiraba y, a pesar de las amistades que hizo, el escritor recordaría aquellos años como los peores de su vida, pues se sintió desdeñado e incomprendido, “como un pobre perro perdido entre una manada de lobos”. De vuelta a Japón, publicó poemas (dicen que era mejor poeta en chino que en japonés) y novelas, como la costumbrista, desestructurada e irónica  Wagahai wa neko de aru (Soy un gato), la tragicómica Botchan, la poética Kusamakura, y las demás novelas, abandonó su puesto en la Universidad para colaborar en un periódico y dedicarse a la escritura, hasta que una úlcera de estómago le llevó a la muerte a los 49 años.

Si en sus primeras obras (Soy un gato y Botchan) Soseki es claramente paródico y burlesco y cultiva la autoironía, poco a poco, el humor se hará más sutil en su escritura, la preocupación por la hondura psicológica ganará terreno y al final, incluso la vaguedad estructural –donde la poesía acude constantemente en medio de la prosa y la filosofía se enraíza en la trama, como ocurre en Kusamakura (Almohada de hierbas)—, va desapareciendo para mostrar mayor intensidad psicológica (Kojin, El viajero) y mayor importancia de la estructura (Meian, Claroscuro).

En Botchan, Soseki ficcionaliza su amarga experiencia como maestro rural. La novela empieza con elementos autobiográficos de su infancia: los sufrimientos de un niño solitario, huérfano de madre en la adolescencia, confiado a otra familia, y al volver, despreciado por su padre; así como la relación con una niñera que le adora e intenta protegerlo, pero a la que el narrador desdeña. El protagonista acepta el puesto de maestro en un pueblo y al llegar topa con la hostilidad de los alumnos, que le someten a bromas despiadadas, se ve enfrentado a un extraño y absurdo sistema en el que incluso los dos placeres que le sirven de consolación –ir a comer sus platillos preferidos o ir a los baños— le están extrañamente vedados porque “la reputación de un maestro no lo permite”. En ese centro, además de la brutalidad salvaje de los estudiantes, todo es injusto y arbitrario y los únicos profesores dignos son represaliados o resultan dudosamente cuerdos. En ese contexto, el protagonista, taciturno y solitario entre la hipocresía agresiva de sus colegas, comprende por fin el valor del afecto de su vieja niñera. Al final renuncia al puesto y vuelve a la atmósfera urbana de Tokio, donde se siente más protegido del hocicamiento primitivo. Botchan tiene un tono autoburlón y está llena de sarcasmo, pero no oculta su melancolía, y retrata bien la diferencia entre la modernidad urbana y anónima de Tokio y el primitivo mundo rural.

Soseki definió Kusamakura (Almohada de hierbas), como novela-haiku. Un pintor viaja al balneario de Nakoi huyendo del bullicio de las emociones, e intenta contemplar la naturaleza y a los hombres como a un cuadro, en pos del ánimo perfecto para pintar. En el balneario, las apariciones de Nami, una hermosa mujer divorciada y considerada excéntrica, le interpelan con su teatralidad misteriosa. Cualquier elemento del paisaje, como los gestos y palabras de los seres solitarios con quienes se cruza –el maestro budista, la vieja campesina, el barbero tosco, el leñador, el joven soldado—, suscita su contemplación reflexiva. El pintor no pinta, pero escribe haikus, a los que Nami responde con otros.

Sus reflexiones sobre la poesía china o anglosajona, sobre la posición del artista en el mundo o la pura belleza –de unas algas inmóviles al fondo del lago, de la comida japonesa, el obi rojo de un kimono, los árboles y el viento, las flores que caen, la luminosidad del aire o los colores y sus significados— componen una mirada sugerente y sutil, a la vez tradicional y experimental, y resulta un retablo delicioso de la atmósfera japonesa. Kusamakura es una novela insólita, entre el ensayo filosófico y una poética oriental que entronca con los poetas ingleses. Hechiza al lector con su sencillez, lo atrapa en la telaraña de su lentitud luminosa, no exenta de ironía ni de sorpresas que recuerdan la teatralidad de los marionetistas chinos. Un misterioso dinamismo lleva al final, con sus pinceladas de belleza japonesa.

Sanshiro es tal vez la menos redonda, pero al mismo tiempo es enormemente interesante en su ritmo más cotidiano, llena de esos momentos poéticos que caracterizan la mirada de Soseki. Recoge la perplejidad del chico de campo –Fukuoka- que descubre la vida urbana, Tokio, la Universidad, el conocimiento y el amor, todo al mismo tiempo y sin atreverse a dar un paso adelante, en una actitud expectante y soñadora, generoso pero capaz de darse cuenta de la incapacidad de reciprocidad de su amigo, el impulsivo y loco Yohiro, enzarzados en la batalla ideológica de la modernización, con el nervio identitario que revisita la tradición japonesa (y el legado de la cultura china, de sus poetas, de su escritura) y la asombrosa belleza de sus ritos, el atuendo tradicional, los placeres hedonistas de los baños, el té, la contemplación del arte y de las nubes, la belleza del mundo, la belleza misteriosa de esas mujeres inteligentes e inasibles que superan a los hombres y que empiezan a negarse a las bodas prefijadas para elegir sus parejas. Esa batalla ideológica por una apertura a Occidente crítica y casi deconstructiva, derridiana, separando lo útil de lo rechazable, se produce en la Universidad. Y en medio de esos jóvenes entusiastas y de sus errores, flota el reconocimiento por sus maestros, y ahí está de nuevo Soseki, admirando la sabiduría humilde del profesor Hirota, quien no se agita ya ante acusaciones injustas ni reveses de fortuna, sino que contempla con lúcida benevolencia los errores del bienintencionado y errático Yohiro. Hirota invita a Sanshiro a a los baños y éste le escucha hablar entre las nubecillas de vapor, que se convierten en signos traducibles, en puntuaciones de sus frases. O el investigador y estudioso  Nonomiya, abstraído en su mundo de libros indescifrables y arbitrario en la conducta familiar. Y Mineko, sobre todo Mineko, esa joven que juega con Sanshiro y se acerca a él, burlándose afectuosa de su pasividad y propiciando sus encuentros, agradecida a su mirada, aunque acabe alejándose definitivamente porque, como dice Yohiro en un momento lúcido, ella va por delante.

Hay algo profundamente sincero en Sanshiro que hace relumbrar la novela, nunca impostada y con la carga de fuerza de su verdad literaria, y el humanismo generoso con el que Soseki contempla a sus maestros, o su mirada fascinada no sólo ante la belleza sino también ante las contradicciones y dificultades de los humanos. Tal vez Sanshiro sea la más alegre de sus novelas, donde la muerte tiene menos peso y donde la melancolía es más ligera. La mirada de Sashiro lo abarca todo, es la mirada del escritor, cuando piensa que el retrato de Mineko debería titularse de otro modo, cristalizando el momento en que contemplaron juntos las nubes y ella le definió como “stray sheep”, oveja descarriada.

Se ha dicho de Soseki que es el más clásico de los autores modernos japoneses y tal vez sea cierto. Nunca reniega de la tradición, pero en él todo está entrelazado con las iluminaciones de los poetas anglosajones o con las formas de la narrativa occidental. Y esa combinación fluye en él con toda naturalidad, tal vez por primera vez en la literatura oriental. En estas novelas, lo no-dicho, la plenitud del vacío del Tao tiene tanta fuerza como lo que sí se dice y hace. Y al mismo tiempo, la muerte está siempre presente en el forcejeo vital.

Kojin (El viajero), forma parte de la misma trilogía de madurez que Kokoro, en la que todo se centra en sus personajes de un modo cada vez más individual y menos social, si bien la cuestión del dinero está siempre presente. Aquí se cumpliría esa exigencia de Belén Gopegui de que siempre sepamos con qué se pagan las cosas, de qué viven los personajes y lo que les cuesta. En Kojin, Jiro, el narrador se verá atrapado cada vez más y a pesar de sus esfuerzos por la figura conflictiva de su hermano mayor, Ichiro, al que describe así: “Mi hermano era un sabio y por tanto, un hombre de ideas. Poseía además una sensibilidad pura de poeta”. Ese personaje nervioso y solitario, a quien el intelecto no parece servir sino para acrecentar su infortunio, va creciendo en oscuridad y se va adueñando poco a poco de la atmósfera de la novela. Incapaz de comunicarse con su mujer, la bella y discreta Nao, a quien la madre y la hermana achacan la culpa, o con su hija pequeña, que no se acerca a su padre porque le tiene miedo, Ichiro se va encerrando cada vez más en su mundo y sus estudios, hasta empezar a perder la razón. Jiro se ve obligado a marcharse de la casa familiar, ya que las sospechas del hermano sobre la fidelidad de su mujer parecen apuntar hacia él, que sin duda es sensible al sufrimiento estoico y silencioso de su cuñada; pero eso no arreglará las cosas. En esas páginas se escenifica la dificultad de decir y ese peso creciente de los silencios característico de las novelas de Soseki, que acaba corroyéndolo todo. Es inevitable recordar los silencios de las películas de Yasujiro Ozu, donde la distancia impuesta por la disciplinada cortesía japonesa impide a los personajes preguntarse directamente (excepto por cuestiones prácticas como el matrimonio; parece que cualquiera pregunta a otro por qué no se casa y sin embargo, nadie le pregunta cómo se siente o qué desearía) y eso les obliga a esperar el momento en que el otro se pronuncie, lo que encalla toda acción, a veces hasta el dramatismo, porque las palabras llegan tarde o no llegan.

El viajero es una novela maravillosa, de una sutileza extraordinaria. La presencia de la naturaleza sigue siendo una constante (“me mandó una postal en plena estación de las flores”), y el paisaje siempre asoma ofreciendo su belleza como consolación y distracción, si bien de un modo más medido y justificado por la acción que en Kusamakura, por ejemplo.

“Entre tanto, el verano había llegado a su fin. La luz de las estrellas se volvía intensa al caer la tarde. Las hojas de aogiri se balanceaban al viento mañana y noche y producían un estremecimiento sólo con verlas. Cuando llega el otoño, yo tengo a veces la sensación de renacer.”

Las columnas de humo de los cigarrillos puntúan las palabras y sentimientos de quienes hablan o llenan poéticamente esos silencios: “... como siempre, yo encendía un cigarrillo y exhalaba un humo soñador”, o bien “Al decir esto contemplaba apaciblemente las volutas de humo saliendo de mi boca”. Como los rituales de los baños y el té.

Lo mismo ocurre con la poesía. En el atormentado diálogo de Ichiro con su amigo H., Ichiro supone que H. no sufre nunca de insomnio. Él le responde que no duerme, pero cuando Ichiro le pregunta si eso no le angustia, H. cita un verso de Du Fu: “El halo de una lámpara ilumina el insomnio”. O bien, en el bosque, al hablar de la soledad terrible que sobrecoge a Ichiro, cita el proverbio alemán “No hay puente que lleve de un hombre a otro”. El propio Soseki parece explicarnos cómo la poesía se imbrica en la vida y ayuda a redibujarla: “Parecía alegre. Proyectaba la poesía de su pasado sobre su vida futura.”

Cuando la situación de Ichiro parece extrema, la familia, angustiada por su estado mental, propone a su amigo H. que le acompañe a un viaje. Éste acepta y envía una carta donde explica el viaje y las conversaciones. En cierto momento, Ichiro declara: “Morir, volverme loco, entrar en religión son las tres vías posibles que me ofrece el futuro”, y acto seguido descarta la vía religiosa –pues no cree—, y la muerte –su sentido de la culpa no se lo permite— y añade que en realidad ya ha perdido la razón. Esa carta de H., magnífica, tiene un tono apremiante que nos urge a continuar y despierta el deseo de saber y llegar al final como en las mejores novelas clásicas, retratando el encuentro de esos dos amigos tan distintos, el plácido y pragmático H. y el atormentado y metafísico Ichiro. Vemos el alivio de Ichiro al poder confiar en él –ahora que ya no confía en nadie— y cómo H. intenta con todas sus fuerzas arrancarle de su dolor. Y no hay más, el final es otra de las interrogaciones de Soseki.

En cuanto a Kokoro (El corazón de las cosas), trata de la maduración emocional, y del joven protagonista que intenta aprender de la sabiduría de un hombre solitario y sabio a quien llama Sensei (maestro), en una novela donde ningún personaje tiene nombre. De nuevo la dificultad de comunicar, los silencios de las relaciones, por esa lentitud pasiva de las cosas que impide intervenir a tiempo y evitar lo peor, la traición familiar (como en la biografía de Soseki) son temas clave. Un estudiante llega huyendo del medio rural familiar a Tokio y busca orientación vital en un hombre mayor. Mientras sufre la traición de su tío, la muerte del padre, el enamoramiento y la rivalidad nunca explicada con su amigo K. –al que intenta ayudar sin prever que K. se enamorará de la misma joven que él, y acabará precipitándole a su fin—, el narrador no sabe el secreto de Sensei, que sólo conocerá a través de una larga carta de éste, con la que concluye la historia, dejándonos de nuevo interrogarnos sobre el posible final.

Es otra magnífica novela, delicada y llena de luces y sombras, donde sus personajes parecen demasiado jóvenes para comprender el mundo o son presas de pasiones que ni siquiera pueden revelar a los otros, y ni siquiera la amistad y el afecto  o la luz que irradia el amor recién descubierto permiten tender esos puentes y quebrar la tremenda soledad. La mujer de Sensei, por ejemplo, sólo sospecha e intenta aliviar el tormento interno de su pareja, pero nunca llega a escucharlo de él y por tanto sólo puede elucubrar. Y hacia el final de su carta, Sensei le pide al protagonista que nunca revele su secreto culpable a la que ha sido su mujer, para preservarla de su oscuridad. Se trata de la culpa, una culpa infinita no sólo por no haber podido evitar el suicidio de un amigo, sino por haberlo propiciado. Una culpa que ha desmoronado la vida de ese hombre para siempre, sin que nunca haya conocido el alivio de la palabra, salvo en esa carta, que el protagonista lee cuando Sensei está ya muerto. No hay esperanza y la culpa pesa tanto como en su admirado Dostoievski, pero los motivos son mucho más sutiles.

 Soseki escribió dos libros de memorias, uno de los cuales, inédito en castellano, se titula Omoidasu koto nado, Choses dont je me souviens, en la versión francesa de Elisabeth Suetsugu que yo he leído. En 1910, el autor había sido hospitalizado por una grave enfermedad con peligro de muerte. Cuando empieza a recobrarse, aunque sumido en la debilidad de esa convalecencia, contemplando la naturaleza desde la ventana del hospital, Soseki se entera de que su amable médico acaba de morir: “Mientras se preocupaba por mis tratamientos, él mismo se encaminaba hacia la muerte.” Y al abrir el periódico, le asalta la noticia de la muerte de James, el filósofo norteamericano (hermano de Henry James) cuyo libro bergsoniano “había proyectado durante mi enfermedad un rayo de luz deslumbrante sobre mi espíritu aún difuso”. Y compone un kanshi (un poema en chino clásico) que dice:

Los hombres mueren,

Los hombres viven,

Pasan las ocas salvajes.

El libro surge de la ambivalencia entre la alegría de haber sobrevivido y la sombra de la muerte de otros, y está impregnado del ideal furyu, el mismo que le inspirara diez años atrás la novela Kusamakura; el furyu es un ideal de armonía con la naturaleza, deseo de evasión, aspiración a superar lo real y cotidiano, desapego. Pero furyu es también gusto por la poesía, la pintura, el té y todo lo que no sea prosaico. Para Soseki, esos poemas, haikus o kanshis, parecen ofrecer el contrapeso espiritual a la naturaleza atormentada de sus novelas. Es el alivio de la contemplación de la naturaleza o los templos zen de algunos personajes de sus novelas. Este libro delicioso nos recuerda al espíritu de On Being Ill (Estar enfermo) de Virginia Wolf (donde ella explica que la naturaleza proyectaría todos los días su espectáculo aunque le diéramos la espalda y observa la enfermedad como una ocasión de contemplar ese espectáculo) o aquel poema de Salvat Papasseit titulado “Tot l’enyor de demà” (Toda la añoranza de mañana) porque los tres contemplan el mundo como si se despidieran, prometiéndose volver, y todo parece iluminado por esa mirada añorante del escritor enfermo.

Pese a su impaciencia por volver a casa, cuando al fin autorizan su regreso en dos semanas, Soseki desea que esas dos semanas se prolonguen en el tiempo, y recuerda lo que le ocurrió de joven, en Londres, en “los peores años de su vida” y en el país que había aborrecido (como Heine, dice él). Cuando se acerca el momento de partir, “como paseaba la mirada sobre ese mar inmenso que es la ciudad de Londres, que fluye con todos los movimientos de seres desconocidos, al fondo del aire grisáceo que los envuelve, tuve la sensación de que había allí una especie de gas que se ajustaba a mi propia respiración. Con los ojos levantados hacia el cielo, me quedé un largo momento inmóvil en medio de la calle…” Y describe la espera de esas dos semanas de hospital: “inmóvil, alargando mi cuerpo enfermo, solo en mi lecho. Me quedaba sin hacer un gesto, tumbado sobre un colchón de paja..., y esperaba. Esperaba el ruido que haría en el silencio del jardín una carpa al quebrar el agua. Acechaba los aguzanieves que brincaban moviendo la cola sobre las tejas mojadas por el rocío de la mañana. Esperaba las flores que ponían a mi cabecera. Preveía el rumor del agua que caía justo bajo la marquesina. Sentía deseos de demorarme entre todas aquellas cosas que me rodeaban y me concernían, y esperé a que se acabaran las dos semanas anunciadas.” Surge esa inmovilidad absoluta del enfermo en la que se despiertan y aguzan los sentidos, y cuando al fin le transportan en una camilla que encajan en el coche de caballos, bajo la lluvia, el escritor enfermo redescubre el mundo físico: “Tumbado, escuchaba el ruido que hacían las gotas de lluvia al rebotar sobre la capota, con una mirada emocionada y agradecida a las inmensas rocas, los pinos, los charcos de agua. El color de los bosquecillos de bambúes, los caquis, los arces, las hojas de batatas, los setos de hibiscus, el olor de las espigas maduras, cada visión me hacía feliz, pues recordaba, como si hubiera resucitado, que era lo normal en aquella estación ver todas aquellas cosas.”

Todo el diario está sembrado de sus poemas –haikus y kanshis— que según él no tienen un valor poético, salvo lo que significan para él, pero es inevitable maravillarse ante su sencilla y despojada belleza, puntuación poética de sus pensamientos diarios, una imagen que concentra, como una gota de agua antes de caer de una rama en la que vemos reflejado todo el paisaje, el estado de ánimo de retorno a la vida que dio origen al libro.

En cuanto a la melancólica e inacabada Meian, Claroscuro, Soseki murió tras escribir en una hoja las cifras 189, el capítulo que seguía. Se trata de su libro más largo y muchos lo consideran su obra maestra. Es una novela que desafía las reglas, con una trama escasa, desproporcionadamente breve para la longitud de sus páginas, algo que contrasta con la tradición novelística japonesa, que valoraba una supuesta naturalidad y prefería una estructura vaga e irregular. La palabra Meian se compone de dos caracteres chinos que significan claridad y oscuridad, como oposición y en lo que cada uno participa del otro. Decía el protagonista de Kusamakura: “A los 25 años tuve la revelación de que la luz y las tinieblas (mei an) eran dos caras de una misma realidad y de que allí donde nace la luz, las sombras caen para nosotros.”

Claroscuro habla de la dificultad de comunicación en la pareja de protagonistas, Tsuda y Nobuko, una desconfianza que los separa cuando están juntos y una rotura interna que se hace trágicamente evidente cuando Tsuda ingresa en el hospital, y esa herida o fístula que no se cierra metaforiza el dolor del desencuentro amoroso. De nuevo lo no dicho supera a lo que sí se dice, en lenguajes distintos y mutuamente ininteligibles o demasiado beligerantes para propiciar la comprensión. Tardamos en descubrir que Tsuda amaba a otra mujer y sólo entonces comprendemos que la indiferencia de Nobuko se debe en realidad a la “infidelidad interior” de Tsuda.

El escritor Kojin Karatani señalaba la importancia de los diálogos de Claroscuro, no sólo porque expresen los caracteres y pensamientos de los personajes, sino porque al entrecruzarse, revelan una naturaleza inesperada de cada personaje. Célebres escritores japoneses, como Kenzaburo Oé, han especulado y compuesto distintos finales para Claroscuro, que según los indicios, podría suponer un suicidio en la cascada, un golpe de efecto teatral o simulación de una caída (como en una escena de Kusamakura), o una simple visión maupassantiana de esa cascada luminosa que precedería el retorno de Tsuda a la oscuridad grisácea de su vida conyugal.

Soseki tuvo una infancia muy dura, y en su vida, demasiado breve, sufrió dificultades materiales, de salud y de relación, además de la pérdida de su hija, como cuenta Philip Forest en su magnífico Sarinagara. Sin embargo, la obra de Soseki no es deprimente: su oscuridad resulta luminosa, pues como la de Thomas Bernhard, irradia el triunfo de la escritura. Aguzar sentidos y antenas para escuchar el rumor del mundo, mirar la naturaleza y observar a los humanos, aún en sus silencios más atormentados, abrir los ojos a la belleza y a las alegrías de la amistad y la conversación y ser capaz de narrarlo.

Hay que felicitarse de que los editores españoles rescaten al tenaz Soseki[1], pues frente a la banalidad estereotipada de esos “best-sellers de calidad” que ahora llenan las grandes librerías, en la obra de Soseki late la verdadera vida, la hondura filosófica, poética y humana que cualquier lector sensible busca en la literatura, la que nos permite refugiarnos hospitalariamente de la zafiedad y la precariedad del mundo, y recobrar no sólo la perdida naturaleza, sino también el hálito del humanismo.

 



[1]              Soseki significa terco en chino.

Escrito en Lecturas Turia por Isabel Núñez

5 de febrero de 2014

Ugolino Stramini lleva uno de sus trajes de pata de gallo grises y ceñidos. Con la pata de gallo no transigía desde los tiempos del instituto: hasta al examen de reválida se presentó con ella. La consideraba un revestimiento que, estaba convencido, confería a su cuerpo de pequeño lebrel cincuentón un aspecto decoroso y ágil al mismo tiempo. Una agilidad, creía él, no muscular, no visible, sino sustancial.

—¡Agua, agua! ¡Agua del cielo!

—¡Empapados!

—¡Sumergidos!

Exclamaban tres hombres con batas blancas.

La pata de gallo asustada de Ugolino se derrumbó.

Perdió el contacto con la habitación, sintió que la luz opaca del día no conseguía calentarle y le pareció de repente como si no tuviera porvenir ante él ni pasado detrás.

Los tres lo miraban sin compasión y él flotaba en el resplandor que sigue al temporal: “Me siento como en un frente ocluido... ¡un frente ocluido! Y esos tres, ¿a qué están esperando?”

Miró por la ventana y vio con claridad el alto cúmulo castellano con sus torretas en lo alto: allí estaba, allí estaba  y él ni siquiera lo había mirado.

—Aire inestable y húmedo, profesor, ¡bien lo sabe usted! ¿No lo ve?

—¡Pequeñas torres, parecidas a las almenas de un castillo!

—¡Carácter tormentoso, hablando en plata, profesor!

Ugolino balbuceó alucinado:

—¡Altas temperaturas a nivel del suelo! ¡Lluvia, en una palabra!

Aquellas nubes almenadas no se alejaban, ni tampoco esos hombres en bata. Se puso colorado, con las manos amenazadoras por delante, la pata de gallo brilló y Ugolino gritó con su voz de roedor aunque con orgullo:

—De acuerdo, se ha equivocado, —empleó la tercera persona,— ¡el profesor Stramini se ha equivocado en pleno! Pronosticaba el clima desde hace veintiséis años, previsiones globales y previsiones específicas, condecorado por la WMO, citado en el Atlas Internacional de las Nubes, y citado más de una vez, pronosticador e intérprete! ¡Heliofanógrafos, anemómetros eléctricos y de placa oscilante, estaciones termométricas! Inútil, todo inútil, ¿es que el pasado ya no existe? ¿Que el obispo, el alcalde, el concejo municipal se han mojado? ¿Y qué? ¡Ya se secarán! —Gañidos más intensos:— ¿Y qué? ¿Es que queréis la esquela del profesor? ¡Os equivocáis, no lo conseguiréis!

—Llovía, profesor: veinte mil personas...

—Lluvias insistentes...

—Interminables y violentas: una desbandada...

Toda la sangre se le agolpó en la pata de gallo y en la cabeza, y Ugolino, transfigurado, gritó:

—¡Fuera! ¡Marchaos! ¡Para vosotros, mi despacho ha de ser un santuario! ¡Nunca he dicho que fuera infalible! ¿Veinte mil personas? ¿Una desbandada? ¡Peor para ellos! Haber salido con un paraguas, como hago yo aunque luzca el sol: con un paraguas, ¿entendido? ¡Llevabais años esperando un error mío, mientras yo veía cada día vuestras burradas! Vamos... ¡Fuera de aquí!

Se quedó solo, sentado ante su escritorio, orientado hacia el ventanal y el cielo, sujetándose su minúscula cabeza entre las manos. Después miró aquellas nubes, que tenían ahora inocentes bordes dorados y un aspecto apacible, de color púrpura.

 

Ugolino Stramini era un meteorólogo solitario. Durante veintiséis años, tras su licenciatura en física, había proporcionado cada día los datos sobre el clima de las veinticuatro horas anteriores y pronosticado el de las veinticuatro siguientes, al principio desde la pequeña estación del Monte Tallone y después en estaciones cada vez más importantes. Siempre concentrado y siempre emocionado por el tiempo que hacía y por el que iba a hacer.

El curso de los años había hecho que Ugolino transformara su ciencia inexacta, por más que no dejase de ser una ciencia, en algo distinto.

Las nubes y el viento. Fueron precisamente el viento y las nubes los que le iniciaron a la nueva experiencia.

Del viento se había derivado la primera observación, de ese que desde el norte fustigaba una mañana Monte Tallone así como su nariz veleta. Estaba en la terraza y la tramontana le había obligado a replegarse sobre sí mismo para no disipar su calor. Con la espalda y con los hombros, advirtió, se habían replegado también el corazón y el humor. Más tarde, habían bastado los radiadores para que se desplegaran y abrieran de nuevo corazón, espalda, hombros, humor.

Algunos días más tarde, observando una tonalidad rosácea bajo las nubes medias iluminadas por el sol naciente, anotó que hacia oriente estaba sereno y el aire era pobre de humedad. Se tomó el pulso y notó cierta disminución. Las nubes se resquebrajaron y adoptaron la forma de un surtidor, estrías blancas que atravesaban el cielo limpio. Calculó la velocidad del viento en cotas altas: ciento cuarenta nudos, doscientos cuarenta kilómetros por hora. Pulso acelerado, espalda encorvada.

“Bah, ya se sabe que el clima nos influye, ¡menudo descubrimiento, Ugolino, menudo descubrimiento”

Pese a todo, empezó a registrar, junto a isobaras y milibares, la velocidad de su pulso. Después, con el tiempo, enriqueció las notas con la tensión de la sangre, añadió las variaciones del apetito y del humor según una escala ideada por él mismo, anotó sus reflejos y sus ganas de trabajar.

Pasaron los años. Los parámetros se multiplicaban, cada vez más difíciles de medir. Dio un metro a sus pesares, a sus pequeños —así los consideraba él— miedos y a los sentimientos. Y como hombre de ciencia dispuesto a sufrir por aquello en lo que creía, consignaba otros datos de su propio cuerpo sacándose diez centímetros cúbicos de sangre con cada nueva perturbación.

Conocía los límites de su propio trabajo. Sabía que ninguna medida humana es completamente exacta. Hasta su pascal, su unidad de medida, era aproximada. Qué pensar de las mediciones que realizaba él, un pobre pronosticadorcillo.

Siguió adelante y del individuo pasó a los grupos. De los grupos a la comunidad y, al borde de los cincuenta años, acabó considerando un paralelismo desmesurado entre la meteorología y la entera especie humana.

Nació así la climatología social.

Ugolino mantenía oculta esa ciencia suya, y seguía vistiéndose con sus trajes de pata de gallo algo raídos.

—¡Me he equivocado, Costante! ¡Como un pronosticador de televisión cualquiera! Más de veinte mil personas se han empapado... una parte enfermará... alguno, de los más débiles, tal vez muera...

Desde hacía casi once años, todas las tardes a las ocho, en la misma mesita redonda de mármol, se reunían en el Gran Café Onírico en el paseo de los Tilos y pedían algo tras una meditación silenciosa de diez minutos por lo menos.

Costante Verderame, tres años más joven que él, era amigo de Ugolino desde los tiempos de la universidad, y su amistad acídula había sobrevivido a los distintos caminos que tomaron ambos muchachos. Costante se había entregado —así lo decía él— a la literatura, y a sus cuarenta y siete años era asistente universitario en la cátedra de Literatura Medieval, donde sobre él se cernía dolorosamente la personalidad exuberante del profesor Domenico Sperlengo, quien solía presentarse siempre diciendo “¡Mucho gusto, Domenico Sperlengo, Catedrático!”, con la C grande, y si estaba Costante, lo presentaba también: “Aquí, mi ayudante”. Costante, con aquel “mi”, se sentía triturado.

Esmirriados ambos, Costante con cuerpo y cara de saltamontes miope, vestidos de la misma manera —los dos amigos guardaban en su guardarropa trajes de toda clase de grises— eran tan homogéneos que parecían hermanos, y de hecho los camareros jóvenes del Onírico creían que lo eran.

Eran de esos hombres que, solos aunque en pareja más aún, vistos los domingos por las aceras desiertas emanaban una tristeza urbana que no evocaban, sin embargo, en los días laborables, ocultos entre la multitud.

Costante empezaba a menudo la conversación diciendo que era una cosa muy complicada pero que por algún sitio había que empezar, pero esa vez fue directo al grano:

—¡Qué exagerado! ¡Tú, precisamente tú, dejarte arrastrar de esa manera! ¡Este té huele a lavanda! Y además, ¿no eres tú quien me ha explicado el número de ese fulano...?

—De Richardson... ¿y qué cambia eso?

—¿Es que de pronto te has olvidado de que se da una gran variabilidad en las cosas meteorológicas? Y acuérdate de que incluso el Sumo...

Ugolino estaba nervioso y la voz se le volvió aún más aguda:

—Ya sé, ya sé que incluso el Sumo se equivocó... pero contigo puedo ser sincero: ¿sabes qué hubiera sido suficiente? Bueno, pues hubiera sido suficiente con que yo mirara el cielo. Allí estaban las nubes castellanas aposta para advertirme... hubiera sido suficiente con un poco de humildad y con que levantara esta nariz inútil que siempre dejó que se deslice hacia abajo. Desde abajo llegan los malos olores.

Constante se encendió uno de los cinco cigarrillos acordados con el médico, miró fijamente a su amigo con uno de sus ojos laterales y se mostró alegre a su manera:

—Bah... la humildad es un disfraz del orgullo. Ugolino, estamos en la época de las enfermedades, todo nos lo recuerda, protejámonos. No debemos alegrarnos demasiado y no debemos apesadumbrarnos demasiado. Tendríamos que haber aprendido algo de equilibrio, ¿no? ¿Pues entonces? ¡Mejor, mucho mejor un error que una enfermedad!

Costante resultaba poco soportable y Ugolino prosiguió por su cuenta:

—Allí están todos, esperando un error. Después, cuando llega, entonces te ponen verde y se regocijan... Sí, regocijados estaban esos tres asnos...

Costante miró a lo lejos, donde solo veía sombras:

—Era yo un estudiante lleno de forúnculos cuando...

Ugolino se impacientó:

—Eras un estudiante lleno de forúnculos cuando descubriste que habías sido concebido para estudiar la poesía... ya lo sé, ya lo sé... pero ¿qué tendrá eso que ver con las nubes castellanas? Yo hablo de una cosa y tú de otra... ¡más nos valía sentarnos en mesas distintas!

Costante se convertía en un taladro, todas las veces era lo mismo:

—Canto vigésimo séptimo del Purgatorio: hacía pronósticos del tiempo él también, y sabía de dónde nacían el rayo y la nube... A propósito, ¿mañana hará buen tiempo?

—Hará buen tiempo.

—De modo que la falibilidad natural de un hombre no debe ser el metro del hombre mismo que...

Ugolino sabía cómo interrumpirlo. Si alguien empezaba a recitar versos, Costante tenía que completarlos a la fuerza, una fuerza que no dependía de él, como el movimiento reflejo de quien recibe un golpecito de martillo en la rodilla, por un automatismo. Mejor si los versos tenían rima. Por ello Ugolino hizo lo que hacía por lo general cuando ya no lo soportaba:

 

Mejor acudir con la cabeza rubia,

que una vez que fría yacía sobre la almohada,

te peinó con hermosas ondas el cabello...

 

Costante no opuso resistencia, dejó de golpe su razonamiento en el aire y completó con los ojos cerrados:

 

tu madre... despacio, para no hacerte daño.

 

Ugolino miró el reloj: eran las veinte horas. Sí, el té estaba ácido.

A aquellas horas el viento en la ciudad se alegraba —por lo demás Ugolino lo había dejado claro en un pequeño volumen de cincuenta páginas titulado Vientos y brisas costeras— y volver a casa andando fue agradable para los dos, cada uno siguiendo su propio camino.

Se despidieron como dos hermanas solteras después de un desacuerdo.

En casa, el pronosticador se comió el estofado preparado por la mujer que venía tres veces a la semana, anotó reflexiones sobre sus propios comportamientos durante la lluvia, escuchó un poco de música inquietante recomendada por su amigo y, no sereno en absoluto, se acostó. Antes, sin embargo, dobló a la perfección su traje de pata de gallo y sacó otro más ligero del armario. Para la mañana siguiente había previsto una coincidencia de elementos que, en pocas palabras, debían producir un bonito día templado. Con aquella pata de gallo fino sorprendería a todo el observatorio.

Durmió mal y la noche fue una sucesión de despertares, remordimientos y sueños nubosos.

Mentía:

—¡Qué bien me siento esta mañana! Estoy pletórico de salud desde que les canté las cuarenta ayer! ¡Me siento fuerte, con la sangre circulándome por todas partes! ¡Abramos las ventanas, doctora Gilda, aire y luz! ¡Ugolino Stramini no tiene nada que esconder! ¡Asnos, que no son más que unos asnos, sin tener ni siquiera las dotes de un buen asno!

Gilda Costabruna, de cuarenta y un años, la meteoróloga preferida del profesor Stramini, la heredera de sus conocimientos. A ella también le gustaba la pata de gallo gris.

Gilda y sus hermanos habían interrumpido una tradición familiar de fealdad y podía imaginarse uno, bajo el austero traje sastre, sus gracias de mujer. Cuando nació estuvo en un tris de ser fea pero, quién sabe cómo, se había constituido en ella un equilibrio de detalles que, sumados, la hacían atractiva. La piel cándida, alguna cana que no ocultaba, no usaba maquillaje y tendía a mimetizarse. Ugolino, doce años atrás, había comprendido que ella descendía de las once mil vírgenes prudentes. Sus relaciones no habían adquirido nunca una forma definida. Cada una de sus frases tenía por los menos dos explicaciones, aunque generalmente fueran más. A todos se les escapaba el significado de esos arabescos de sobreentendidos que, en cambio, para Ugolino, eran motivo de atención, esfuerzo y fatiga aunque, por encima de todo, la prueba de la energía de una relación que no se concluía nunca y se escabullía siempre.

 

—Profesor, la soledad, cuando se debe a una condición superior, es odiada por todos. Por ello estaban tan contentos esos asnos y rebuznaban con tanta fuerza. Pero también la soledad tiene sus excepciones, tiene que hacer excepciones.

Él se sobresaltó: “¿Qué diantres quiere decir esa historia de las excepciones a la soledad, por qué tendría que hacer excepciones? ¿Tengo que dejar de estar solo? ¿Eso es lo quiere decirme? ¿Y con quién debería pasar el tiempo?” e hizo un intento, desesperadamente amable:

—Desde hoy, llámeme Ugolino.

—Menudo tono... recuerde que la confianza no puede ser impuesta... no puedo llamarle Ugolino solo porque usted me lo ordene. Y además...

El pronosticador la miró fijamente  y se sujetó al escritorio concentrando todas sus fuerzas. Ella agudizó su mirada para confirmar su propia templanza.

—...y además, ¿cómo podría llamarle Ugolino hablándole de usted? Eso tendría tres consecuencias: habladurías y maledicencia...

—¿Y la tercera?

—El ridículo.

Él se metió las manos en los bolsillos y miró hacia el suelo:

—En efecto, podría tener usted razón. Hay una lógica, sin embargo, en mi propuesta, un motivo... Y además, disculpe, Gilda, ¿no sería peor si brutalmente...?

—¿Brutalmente? –ella se puso rígida sujetándose el cuello con una mano y apretando fuerte las rodillas.

—En realidad, brutalmente es como decir de repente... eso es ¿no sería peor si pasáramos de golpe al tuteo?

Callaron y se pusieron a mirar el horizonte, rosa aún a causa de la aurora. Eran los primeros en llegar al observatorio y los primeros en recoger, con una curiosidad inalterada desde hacía años, los datos recogidos en el curso de la noche. Permanecían solos durante una hora. Después, a las ocho, llegaban los demás, esos a quienes Gilda llamaba los buitres del pronóstico, a quienes, lo había jurado, jamás les proporcionaría alimento.

Aquella mañana, Ugolino estaba ansioso por llegar al heliofanógrafo. Lo orientó a la perfección, le dio cuerda para que el instrumento siguiera todo el arco del sol durante el día. Pero antes verificó las quemaduras en el papel del día precedente, que no había sido muy bueno... la lluvia inclusive... el obispo empapado... después, a las catorce horas, se despejaba y un precioso sol en el celo limpiado por el viento con unas cuantas nubes esbeltas.

“¡Hoy hará bueno, hará sin duda bueno! ¡Ugolino, este es el pronóstico de tu vida! ¡El pronóstico de los pronósticos! Si los cálculos son exactos y la tropopausa no te traiciona... y si tus observaciones de doce años sobre el carácter de Gilda no son erradas —y no lo son— ¡tú serás hoy un adivino feliz! Ella siente predilección por el noroeste y hoy es noroeste... a las catorce horas, como mucho a las quince... veintiocho grados... los milibares adecuados.”

Pensaba pellizcándose la barbilla. La pata de gallo ligera vibraba y resplandecía.

 

Más tarde, a las catorce horas, una vez verificadas las quemaduras del heliofanógrafo, tras haber regado las plantas de la terraza, llamó a Gilda por el interfono:

—Doctora Costabruna, ¿podría venir a mi despacho?

Ella llegó rápidamente y, como de costumbres, dejó la puerta entreabierta de un palmo y permaneció a un metro y medio del escritorio. Él lo notó todo esta vez también, pero habló intentando dar un único significado a sus palabras:

—Escuche, Gilda, voy a preguntarle una cosa de forma directa... me he preparado bien para hacerlo... no, no se preocupe, no la pondré en una situación violenta... sería lo último que quisiera...

—Dígame usted, profesor. —Se había sentado, unía las rodillas con fuerza y se tutelaba contra las situaciones violentas.

—Aquí no, aquí no. Es una conversación breve, no tema, pero no es para mantenerla aquí ni tampoco abajo en la cabinilla termométrica, y ni siquiera en la terraza del observatorio ni tampoco esta mañana. Me gustaría invitarla... —y aquí la solicitud, que tenía clara en el cerebro, se le complicó enmarañándosele en la boca y refunfuñó:— ...en definitiva, que me gustaría invitarle, siempre que, quede claro, no tuviera usted ningún compromiso previamente establecido y le apeteciera, durante un tiempo breve... si le gustaran las albondiguillas de pescado... y si no malentendiera el sentido y la finalidad, sobre todo la finalidad, eso es, la finalidad de esta propuesta, no una auténtica invitación, dese cuenta, sino...

Gilda hizo gala de un sentido práctico deslumbrante y apretando más aún las rodillas, dijo:

—¿Una invitación a cenar? ¿Albondiguillas de pescado?

—Sí, de merluza, —precisó Ugolino, estrangulado por el ovillo de palabras aún detenidas en la garganta.

—A mí no me gustan los primeros platos, están hechos para las personas famélicas y yo no las tolero.

—Tengo la impresión de que las albondiguillas son un segundo, doctora.

—Bien. Es el plato que yo prefiero... está en el centro de las comidas, es nutritivo y me satisface. Después, al final, no me gustaría entretenerme con pastelitos, almendritas ni café. ¿Me entiende, no?

—Solo albondiguillas, entonces. Tal vez podamos repetir —añadió, mirando al suelo. Con los ojos clavados en los hermosos tobillos blancos de Gilda, pensó que aquella mujer era realmente admirable: “Este razonamiento sobre los primeros y los segundos... un plato único, pero que le satisface... un plato único. ¿Qué significará?”

—De acuerdo, acepto, profesor Stramini. Tengo que hacer algunas llamadas telefónicas.

Se levantó, le dio la espalda y, casi en el umbral, pronunció una frase que él no comprendió, más oblicua de lo habitual:

—Resultará sorprendente calcular las reacciones, estoy segura.

Ugolino, ante su escritorio del instituto, saboreaba ya, a su manera, la tersa bóveda celeste y las nubes noctilucientes que había pronosticado. Para los demás solo era una bonita tarde y se preparaba a convertirse en una noche perfecta.

Gilda se había marchado a casa anticipadamente para prepararse. Ugolino sentía un escalofrío que le iba y le venía del corazón a las extremidades y de las extremidades hacia el corazón.  Gilda se estaba preparando para él.

Salió a la terraza, se colocó cara al viento, contempló el mar tremolante a causa de la luz, cerró los ojos y esperó para percibir el olor de los jazmines, de puntillas para notarlo mejor.

 

A pesar de las apariencias, Ugolino Stramini tenía un corazón tropical en cuyo interior las perturbaciones eran exageradas. A simple vista, es cierto, hacía pensar en carreteras asfaltadas, comunidades de vecinos o, como mucho, en jardines públicos. Sin embargo, en contraste con la cáscara que le había sido asignada y con la ropa que escogía, él se sentía del cielo y, cuando viajaba en avión, hubiera querido saltar afuera, correr por el aire y dejarse caer como una hoja en las aguas de un atolón y quedarse allí con papel y lápiz para prever el tiempo exótico durante toda su vida hasta el ciclón blanco definitivo.

 

Aquella mañana en la que había invitado a Gilda, enérgico a causa de una alta presión imprevista —aunque no para él—, había sudado emocionándose al hablar con ella de forma tan explícita; sin embargo, el viento seco del norte le había enjugado enseguida la piel y no haría, pensó, “el papel del hombre arrollado por el sistema neurovegetativo.” Hasta eso había previsto. Incluso la pata de gallo había resultado una elección feliz y además era una pata de gallo que lo iluminaba un poquito.

“Lo que a ella no le va es la prepotencia de los varones... aunque no es desde luego mi caso.” E hizo un memorando de sus propias virtudes: ni prepotente, ni posesivo, ni celoso, ni mezquino, ni arribista, ni incapaz de escuchar, ni en busca de otras mujeres. ¡Solo la quería a ella, con ese porte de cisne sobre el agua, con esas rodillas, sus manos blancas de novicia, sus labios sin pintar!

Dejo de oler los jazmines, volvió a poner los talones en el suelo y mirando el mar verde se entristeció de repente. Esas eran cosas que nunca le había dicho... ¡Y llevaba enamorado de ella nada menos que doce años!

Después, ansioso:

—¿Y si en cambio descubriera que todas esas elucubraciones nuestras, a fuerza de reenvíos y reenvíos, nos han salvado del hastío y del odio que un amor de doce años siembra? En definitiva, ¿cuánto hubiera durado un amor como el nuestro? ¡Anda que no he oído cosas sobre el amor!

Esa era, extrañamente, una cuestión que nunca se había planteado. Extraño realmente, porque la duración del amor, cuando uno se dispone a declararlo, es algo que hombres y mujeres por lo general procuran prever, y mucho más en su caso, puesto que el pronóstico, para él, lo era todo. Y sin embargo, nunca se lo había planteado, absorto como estaba en hacer preguntas y proporcionar respuestas a Gilda que tuvieran el mayor número de significados posibles.

Llevaba horas interrogándose sobre estas cosas, imaginándosela atareada, los cosméticos femeninos, por su casa en camisón —un día le había entrevisto el jaretón— cuando sonó el teléfono:

—¿El profesor Stramini, Ugo Stramini? Le paso con el comisario Ferfuzio.

“Dios mío” pensó sudando por segunda vez en el día: “El obispo empapado, ¡he aquí las consecuencias, aquí están! ¡Pero no permitiré que me estropeen este día!

La voz del policía parecía estar grabada en una cinta:

—Profesor, tengo que comunicarle una noticia y sé que no existe una manera justa para hacerlo, porque la noticia es injusta.

A Ugolino aquella le pareció la manera de hablar de Costante y no de un policía:

—Gilda Costabruna ha sido hallada cadáver. Nos ha avisado una vecina recelosa. Es necesario que hablemos. Parece ser que ha sido usted la última persona en ver con vida a la señorita Costabruna.

Ugolino lo entendió enseguida y no pidió que se lo repitiera, Contestó con un sí y añadió sin saber por qué:

—Discúlpeme, discúlpeme, tengo que preguntarle si está fría. ¿Gilda está ya fría?

Ferfuzio, en voz baja como un fiel en la iglesia, contestó:

—Lleva fría algunas horas.

Una vez colgado el auricular, se preguntó por qué no lloraba.

No sabía, a causa de su escasa práctica con la muerte, que el conocimiento y la percepción no son una misma cosa y que ambos procesos tienen tiempos diferentes. Había entendido, eso sí, que Gilda había muerto, pero no había realizado aún esa serie de conexiones que permiten comprender un acontecimiento hasta sus últimas consecuencias. Pensó en sus propios padres, vivos en el valle Piperina, entre las adelfas. Elaboró de inmediato en su cabeza una lista de sus consuelos: así el cuerpo y la mente se preparaban para el dolor.

Vertiginoso y sin peso recorrió el pasadizo que llevaba al despacho de Gilda.

Aleardo Tiragallo, uno de las tres batas blancas que la mañana anterior lo habían sometido a asedio a causa del obispo empapado, vio a Ugolino entrar en el despacho de la doctora Costabruna. Cerró la puerta a sus espaldas y, respirando como un hombre tras una carrera, se sentó ante el escritorio ordenado de ella.

En el bloque amarillo de las notas observó: Doctor Tartamella, 17 horas.

Cuando el comisario Ferfuzio entró, Ugolino había recuperado la compostura.

Fue un niño asimétrico el comisario Manlio Ferfuzio. Según iba creciendo, las asimetrías se habían ido acentuando y con la madurez se habían vuelto casi insoportables. Pero el investigador se había acostumbrado al estupor que suscitaban sus formas y así, tras sufrir hasta las lágrimas en su adolescencia y padecer cada vez menos después, había llegado a aceptar toda clase de manifestaciones ante su rostro descompuesto, reservándose el llegar hasta su interlocutor siguiendo la vía de las palabras, que escogía con puntillo.

Tampoco Ugolino pudo evitar un estremecimiento de asombro ante aquellos rasgos en desorden que se movieron para decirle:

—Profesor Stramini, he sabido que la doctora Costabruna era persona muy querida por usted, a la que tenía en muy alto concepto y que sentirá su añoranza. En cuanto a su actual flema, que sin duda no consigue explicarse, no se preocupe: es una reacción que la naturaleza nos concede ante el dolor, no dejando que lo sintamos todo de un golpe, es normal, en definitiva.

Extrañas aquellas expresiones en boca de un policía y más extrañas aún en una boca tan desarreglada. Al meteorólogo le parecieron realmente extrañas y agudizó su mirada:

—Querida es la palabra, exactamente esa, me era querida... y si le da usted a esa palabra otro significado, entonces se equivocará. Me era querida. No cavile en exceso sobre esa expresión.

El rostro cubista de Ferfuzio descompuso aún más sus propios sentimientos. En un punto podía leerse la compasión, en otro la duda y en otro, la turbación:

—Vamos, profesor, vamos, no sea tan espinoso... yo tengo que saber... saber es mi profesión y mi vocación también. Usted pronostica cosas no acaecidas, yo tengo que saber lo que ha ocurrido, siguiendo una lógica que es la común de la gente honrada.

Ugolino sintió un aleteo de alas en el pecho y una punzada en los ojos. Le pareció un presentimiento, pero un presentimiento tardío y que presentimiento, por lo tanto, no se podía llamar.

—¿Qué es lo que debe usted entender, comisario?

La cara de Ferfuzio se convirtió en un amasijo de escombros:

—Gilda Costabruna ha muerto en su bañera.

—¿Cómo?

—Un ataque, tal vez. Pero una vecina oyó un grito, mejor dicho, una exclamación: un largo ¡Noooo! La ventana del baño estaba abierta.

El pronosticador seguía manteniendo el control sobre sí mismo y no se lo explicaba. ¿Por qué no se retorcía? ¿Por qué no aullaba ante la idea de aquel baño que ella se estaba dando para él? Tal vez sí... era la anestesia concedida en el caso de un dolor excesivamente grande, y la propuesta del comisario no le pareció absurda: el policía le invitó a cenar.

Junto a las palabras, el de la comida era uno de los pocos caminos que Ferfuzio tenía a su disposición para llegar al corazón de alguien.

Una hora más tarde estaban quitándole la piel a una lubina, uno frente al otro, en una mesa del restaurante La Espina, donde el comisario era conocido y no suscitaba curiosidad entre los camareros.

—¿Sabe, profesor, cómo se distingue una langosta hembra de una langosta macho?

Ugolino estaba distraído y contestó tal y como hacía a ciertas preguntas de Costante:

—Depende. Si está entera lo creo posible, pero a pedazos, sobre una fuente, cocida y aliñada, lo considero arduo. Solo un fanfarrón podría alardear de conseguirlo. La única forma sería la de someter la langosta a examen antes de que acabe entre las manos de cocinero. Yo ya tengo dificultades para distinguir el sexo en el caso de algunos seres humanos, imagínese con langostas, erizos y caballitos de mar... por mí, podrían ser todos hermafroditas.

—Pues hay una manera: basta con conocerlas un poco.

Stramini no quiso replicar. Era evidente que aquella historia de la langosta tenía alguna finalidad y que Ferfuzio era un policía barroco.

—Verá, profesor, trabajé como guardián de faro cinco años, durante la universidad. En el faro estaba solo, tenía tiempo para estudiar y pescar. Con las nasas cogía langostas. Animales adormecidos, se diría, de inteligencia inferior a langostinos y bogavantes que parecen mucho más vivaces. Pero no es más que apariencia, créame: langostinos y bogavantes son superficiales y vanidosos.

Ugolino, callado, seguía sin explicarse por qué no sufría por Gilda y separando la carne de las espinas, mientras Ferfuzio proseguía:

—En definitiva, que, a fuerza de insistir, acabé por descubrir que las hembras de la langosta, de apariencia soñolienta, soñolientas no eran. Eran las más rápidas en conseguir alimento, eran ingeniosas para proteger a su prole y en el amor llegaban a ser sublimes. Atentas a los detalles, delicadas, sensuales y, lo que más me llamó la atención, discretas, excepcionalmente discretas, sin sombra siquiera de esa impudicia que tienen los animales, ¿me sigue?

El profesor Stramini notó en el bolsillo de la camisa la hojita que había cogido de la mesa de Gilda y se la tendió al comisario. Este la leyó:

—¿Es la escritura de la doctora?

—Yo diría que sí.

—¿Quién es ese Tartamella?

—No lo sé.

—Está escrito diecisiete horas. Son las ocho. Una cita a la que no ha acudido...

Ugolino mantenía la cabeza inclinada y la sentía arder:

—Antes de salir de mi despacho habló de unas llamadas que tenía que hacer... citas que anular, es lo más probable... íbamos a vernos... se lo había pedido después de doce años de indecisiones y ahora usted me dice, con un humorismo solo Dios sabe cuán fuera de lugar, que la doctora era como una langosta... ¿es eso lo quería decir, verdad?

Aquel fue el primer momento en el que sintió la ausencia de Gilda y la garra peluda del dolor lo golpeó, atenazándole el estómago con tal violencia que tuvo que levantarse de repente y correr hacia los servicios. La muerte no es amiga de alimentos.

Ferfuzio, en una parte de la cara, estaba consternado. Pero sabía que las cosas funcionaban así, gradualmente. Llamó al camarero, pagó y aguardó el regreso de Ugolino

Sin embargo, de los servicios no salía nadie. El comisario se acercó a la puerta y oyó sollozos infantiles y algunas arcadas.

 

 

 

 

(Este texto corresponde al primer capítulo del libro La loca bestialidad, de Giorgio Todde que, traducido por Carlos Gumpert, fue publicado por la editorial Siruela)

Escrito en Lecturas Turia por Giorgio Todde

4 de febrero de 2014

    Para Claudio Magris

 

 

 

 

escombros de todas las ciudades desenterradas

escombros de todas las civilizaciones derrumbadas

huesos de las caderas abatidas en todas las edades

 

bora frío

cálido y desértico siroco

levantando polvo del polvo

de aquello otrora

 

tan bello

tan fresco

tan adecuado

 

para perdurar

 

polvo del polvo

mojado

por lágrimas

secretas

       lágrimas

de sal

 

clavículas

cráneos

costillas

rótulas

columnas

capiteles de todos los órdenes

altos hornos como castillos asaltados

almacenes de nudos marinos

desanudados

 

caro

data

vermibus

 

¡levanté las piedras

y no estabas!

 

 

¡corté en dos los troncos

y no estabas!

 

 

dios está allí donde sólo se le permite

entrar a los gusanos

 

polvo del polvo

 

arrojado aquí hasta la resurrección

del verme

 

polvo del polvo

 

niebla donde yo mismo me pierdo

ascuas bajo engañosas cenizas

 

avivan el deseo de no desear más

 

bora frío

cálido y desértico siroco

 

cuando tánatos deja al descubierto

la cruel desnudez de eros

 

la lava cayendo al molde del basalto

la lava cayendo en los sarcófagos útiles tantas veces

la lava cayendo al molde del vacío

 

frisos y relieves borrados

árboles sonámbulos

y los campos de la melancolía en flor

a la vista de los cuatro puntos cardinales

cuando el bora frío

cuando el cálido y desértico siroco

tocan a queda el bronce de silencio de la roca

del hormigón del cemento de las jambas temblorosas de acero

 

en el tímpano todos los sonidos se hacen un lecho

donde ya no hay casa

ni aposento ni cofre bajo llave

y todos fuera golpean por abrigo

en medio de este descampado de guijarros

de pensamientos consumidos por la duda

 

en el atrio de  la iglesia de Monrupio

jugamos una noche a los dados con nuestros huesos

mientras todo volvía a ser ruina

 

había pasado un día

pero aún faltaba toda la eternidad.

Escrito en Lecturas Turia por César Antonio Molina

3 de febrero de 2014

Antes llovía. Hace mucho tiempo,

dormía el agua en los muros:

aquel silencio

de musgo sucio

puedo sentirlo aún

en los canastos llenos de grosellas.

Ahora no llueve

y, cerca de la luz,

hay una paz muy fría que humedece

el interior del mundo:

aquel tejado, los ventanales grises,

la ladera

que huye despacio herida ante mis ojos

igual que una oropéndola asustada.

Cruzan sombreros y hongos el aire húmedo,

pero no llueve. Todo huele a ausencia.

Dobladas por la bruma,

en la alta torre,

vigilan moribundas las cigueñas.

Escrito en Lecturas Turia por Alejandro López Andrada

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