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22 de enero de 2024

Dos mil cuatrocientas sesenta y cuatro páginas ocupa la obra completa de Georges Perec en sus dos volúmenes de la Biblioteca de La Pléiade, la colección de la editorial francesa Gallimard que se ocupa de establecer el canon de las letras francófonas y, en menor medida, internacionales, pues en su colección figuran también escritores como Edgar Allan Poe y Mario Vargas Llosa.

Esta "panteonización de papel", como definió la periodista Claire Conruyt de Le Figaro a la consagración del escritor por la vía de publicación en La Pléiade, llega a los 35 años de su prematura muerte en 1982, poco antes de que Perec celebrase su 46 cumpleaños. Los dos volúmenes de color habano –este es el tono asignado a los autores del siglo XX en la colección– contienen obras de índole tan diversa que los lectores podrían llegar a pensar que se encuentran ante una recopilación de obras de diversos escritores. "¿A qué Perec me acerco?", podría ser la pregunta que funcionase como punto de partida para abordar estos dos tomos; por suerte, el propio escritor, tan aficionado a hacer de exégeta de sí mismo, especificó en sus Notas sobre lo que busco que su obra consta de cuatro vertientes: la sociológica, la autobiográfica, la lúdica –que remite a su interés por las constricciones literarias, desarrolladas junto a otros escritores y matemáticos del colectivo Oulipo– y, por último y en su propias palabras, la que concierne "a lo novelesco, al gusto por las historias y las peripecias, al deseo de escribir libros que se devoren de bruces en la cama; La vida instrucciones de uso es el ejemplo típico de ello".

Gran parte de esta cartografía de sí mismo que Perec fue elaborando en paralelo a su obra se encuentra en sus cahiers des charges, los minuciosos cuadernos de preparación para la novela La vida instrucciones de uso. Todo este material nos permite conocer al escritor como si tuviéramos una llave que nos diese acceso directo a su cerebro.

 

Perec como navaja suiza

El escritor francés Ivan Jablonka, recientemente traducido al castellano, apuntó con acierto al considerar a Perec más que como escritor, como un investigador en ciencias humanas. Esto no desmerecería en nada su labor, pues es cierto que Perec, al igualque muchos investigadores, nos ha ayudado a comprender nuestra sociedad gracias a sus intuiciones. Tomemos como ejemplo su novela Las cosas, galardonada con el Premio Renaudot en 1965. Su subtítulo la describe como "una novela de los años sesenta", pero al leerla hoy resulta escalofriantemente contemporánea, pues retrata también los valores que imperan actualmente. En Las cosas, la pareja de protagonistas formada por Jerome y Sylvie quieren, ante todo, obtener placer inmediato a través de una vida fácil, confortable y en la que se rodeen de objetos bellos y bien diseñados. Estamos en plena época del desarrollo de la publicidad y de los estudios de mercado, y ellos pertenecen de lleno a ella, pues trabajan realizando encuestas sobre hábitos de consumo ¿Nos suena muy distinto a lo que vivimos a principios del siglo XXI? Mi impresión es que no.

También los trabajos de campo experimentales de Perec, desarrollados principalmente en obras como Tentativa de agotamiento de un lugar parisino y Especies de espacios, han hecho mella en diversas corrientes de investigación, tal como ha sabido ver el académico Richard Phillips, quien destaca que los métodos y prácticas propuestos por Perec han calado en trabajos sobre paisajismo, vida cotidiana, espacio y teoría social urbana. Destaca también el espíritu lúdico del escritor, su atención a lo corriente y cotidiano y su peculiar práctica de escritura sobre el terreno, que tiene su exponente más notable en la Tentativa de agotamiento: Perec se instala en diversos lugares de la Place Saint-Sulpice a mirar pasar la vida cotidiana, a dar fe, como un notario de lo urbano, de lo que ocurre en esa plaza durante tres días de octubre de 1974.

Por todo esto, nos queda ya claro que leer a Perec es una experiencia estimulante que nos pone en contacto con la literatura tal como se nos inculcó en la infancia para animarnos a leer y de la que nos enamoramos los que hoy somos adictos a la lectura. La literatura de Perec nos anima a emplear las infinitas posibilidades de nuestra imaginación y nos da vía libre para un uso lúdico del lenguaje, en las antípodas de los escritos plagados de lugares comunes o de esos odiosos textos burocráticos propios únicamente de la vida adulta.

 

El lector arquéologo

La obra de Perec posee diversos estratos o capas de lectura que conectan con diversos tipos de lector. Tan apasionante es leer a Perec como estudiarlo, ya que él mismo permite a sus lectores convertirse en convertirse en arqueólogos de sus textos. Como ya mencioné más arriba, el mejor ejemplo de esta posibilidad lo encontramos en la novela La vida instrucciones de uso, Premio Medicis en 1978. Su estructura imita la de una casa de muñecas a la que se le hubiera retirado la fachada para que quien juegue con ella pueda decorarla y transformarla a su capricho. Tal vez nos sorprenda descubrir que la organización de este "plano-damero", como Perec lo consideró para trabajar sobre él, reposa sobre tres procesos formales complejos. O quizá nos resulte tan natural como nos resulta el virtuosismo de un violinista que parece mover los dedos sin esfuerzo, cuando en realidad lleva a sus espaldas semanas de ensayos y repeticiones.

Uno de estos procesos formales es la poligrafía del caballo, un enigma matemático de los que hacían las delicias del Oulipo. En él se parte de un tablero de ajedrez con un caballo situado en una casilla determinada. La regla es que caballo ha de posarse en todas las casillas sin repetir ni omitir ninguna, siguiendo su manera de moverse en L. Este deseo de organizar la novela partiendo de un modelo formal, alejado de opciones realistas o basadas en el azar, está mucho más emparentado con lo medible y calculable, ámbitos en los que los miembros del Oulipo se sentían muy cómodos. Y para dar respuesta a cómo ir llenando de elementos esas habitaciones y cómo organizarlos después, Perec también empleará procedimientos matemáticos como el bicuadrado ortogonal de orden 10. Las permutaciones de los distintos elementos las realizará basándose en la regla de la quenina, una estrofa que procede de la sextina y que fue modificada por el también escritor Raymond Queneau, de ahí su nombre. Este carácter artesanal recorre toda la novela, que no está exenta de otro de los ingredientes característicos de la escritura oulipiana: la intertextualidad. Es probable, por tanto, que muchos lectores finos detecten que la historia del acróbata que figura en el capítulo trece de La vida instrucciones de uso es una reescritura del cuento de Kafka Un artista del trapecio.

Tampoco olvidemos que Georges Perec se apellidaba en realidad Peretz y era descendiente de judíos polacos que emigraron a París en torno a 1920. Su apellido paterno fue mal transcrito por un funcionario de aduanas y este pequeño error le otorgó su nueva identidad. Por eso, quizá no sea casual su afición por los crucigramas, ya que es en estos pasatiempos donde se hace más evidente que la palabra no es sino una agrupación de letras. En esa rejilla lúdica, la palabra deja de ser unidad semántica para convertirse en un conjunto de unidades gráficas. En definitiva, el crucigrama nos hace ver que las palabras que son un conjunto efímero de letras que se pueden rearticular para formar otro concepto distinto, que son tan provisionales como la identidad polaca del matrimonio Peretz, cuyo hijo Georges era francés y se apellidaba Perec.


Recetas contra el vacío

La dimensión juguetona de la obra de Perec es uno de sus aspectos más significativos. De hecho, la primera vez que leí sus Doscientas cuarenta y tres postales de colores auténticos, incluidas en el volumen Lo infraordinario, quedé impresionada por lo lúdico de la propuesta. Yo tenía veinte años y ya escribía ficciones breves, pero me parecía que entre la literatura "oficial" y mi escritura había un abismo. Las reglas formales de lo literario habían sido establecidas de antemano y yo debía seguirlas: no me quedaba otra. Sin embargo, al leer aquella pequeña colección de parodias de los textos típicos que figuran en las postales, tan repetitivos y acartonadamente optimistas, se abrió para mí un ventanal intangible que hizo correr una brisa liberadora: aquello que otros con desprecio llamarían "inventiva", era también literatura, pues Perec era un escritor. Sólo con el tiempo aprendí a descubrir los guiños contenidos en aquellas postales en las que sus narradores dicen estar tostándose al sol constantemente ("Estamos cruzando Cerdeña. Nos da el sol por todas partes. ¡Quemaduras! ¡Pasta prima! Pensamos volver el próximo miércoles."), a pesar de encontrarse a menudo en la Bretaña francesa, donde sus rayos no son apenas visibles durante el verano ("Un gran saludo desde Trouville. Largas sesiones de bronceado. Estoy colorada como dos bogavantes. Mil recuerdos."). Este gusto por el engaño y el juego de espejos ya no nos sorprende, pero su descubrimiento hace dos décadas fue para mí como un salvavidas de colores brillantes.

El único peligro de este aspecto lúdico de Perec es que puede haber opacado otra dimensión no menos importante de su escritura: su trabajo en torno al vacío y a la pérdida. Este aspecto de su obra se encarna con claridad en uno de los ciento diecisiete personajes de La vida instrucciones de uso: Bartlebooth. El nombre del personaje procede de dos creaciones de otros escritores: el célebre Bartleby de Melville y el Barnabooth de Valery Larbaud, menos familiar para los lectores en castellano. El personaje y la misión vital de Bartlebooth son el eje de la novela, puesa través de ellos se desarrolla una metáfora de la escritura como proyecto de absoluta gratuidad cuyo resultado puede llegar a ser simplemente una hoja de papel en blanco y que, además, resulta una complicación añadida a la de vivir. Bartlebooth es el recurso que emplea Perec para hablarnos de la tarea del escritor. Sus decisiones las describe así: "Bartlebooth, en otros términos, decidió́ un día que su vida entera estaría organizada en torno a un proyecto único cuya necesidad arbitraria no tendría otro fin que ella misma. Esta idea le vino cuando tenía veinte años. Fue, al principio, una idea vaga, una pregunta que se hacía — ¿qué hacer?—, una respuesta que se esbozaba: nada". Finalmente,  el narrador nos hace ver que el único interés de Bartlebooth es "una cierta idea de la perfección", tan emparentada con lo que se persigue al emprender cualquier disciplina artística, en concreto la escritura.

El proyecto de Bartlebooth, aparentemente alocado e inútil, destila una gran melancolía y se resume así: durante diez años se dedicaría a aprender la técnica de la acuarela. Después recorrería el mundo pintando marinas, siempre del mismo formato. Cada una de ellas se le enviaría a un artesano especializado que la pegaría en una placa de madera para construir con ella un rompecabezas de 750 piezas que Bartlebooth reconstruiría más adelante. Por último, las marinas se trasladarían al lugar donde fueron pintadas para ser sumergidas en una solución química que las convertiría de nuevo en una hoja de papel inmaculada: no quedaría ni rastro de esta operación que se había convertido en el único sentido de la vida de Bartlebooth.

Este personaje cuya relación con la memoria es compleja, nos lleva directamente a la vertiente autobiográfica de Perec, a su deseo por recuperar los recuerdos borrados de su niñez. En W el recuerdo de infancia, el dolor por la pérdida nos convoca, pues Perec afirma no tener recuerdos de infancia: "Hasta los doce años, más o menos, mi historia no ocupa más que unas pocas líneas: perdí a mi padre a los cuatro años y a mi madre a los seis; pasé la guerra en distintas pensiones de Villard-de-Lans. En 1945 me adoptaron la hermana de mi padre y su marido". La madre y el padre de Perec desaparecieron en el Holocausto, por eso comprendemos su pasión por lo infraordinario, por la historia con minúsculas, cuando afirma que: "otra historia, la Grande, la Historia con su gran hache, ya había respondido por mí: la guerra, los campos". Al respecto, Claude Burgelin, amigo del escritor y parte del equipo editorial de los dos volúmenes dedicados a Perec en La Pléiade, declara que su novela lipogramática La disparition no se limita a ser un ejercicio acrobático que nos hace reparar en las limitaciones del lenguaje (pues la novela en el original francés no emplea en ningún momento la letra "e", mientras que su versión en castellano, titulada El secuestro, carece de letra "a"): es también una fábula sobre la desaparición de los judíos, una vía para metaforizar su exterminio durante la Segunda Guerra Mundial.

 

Tras las huellas de Perec

Es tentador justificar la seriedad del proyecto perecquiano aludiendo a esta trágica dimensión autobiográfica recién citada, pero en mi opinión, la prueba más evidente de lo sólido e imperecedero de su trabajo (máxime para alguien que buscaba "lo eterno y lo efímero", como él mismo sostiene en el epígrafe del último capítulo de La vida instrucciones de uso), es la cantidad de homenajes que ha recibido a través de la obra de otros artistas. Perec tiene la virtud de generar el gusanillo de la creación en quienes lo leen o, mejor dicho, en quienes lo experimentan, de ahí la cantidad de artistas que lo consideran un faro que ilumina su proceso de creación. Como ejemplo, mencionaré al artista visual barcelonés Ignasi Aballí, que dialoga con Perec a través de su serie Desapariciones, así como en otras muchas obras. Aballí abandonó la pintura en los años noventa y se centró en la reflexión conceptual, interesándose en los planteamientos de Foucault y Derrida acerca del archivo. Desapariciones consta de veintitrés carteles publicitarios de películas cuyos guiones fueron escritos por Perec, si bien casi ninguno de ellos se llevó a la pantalla en su momento. Con el diseño y producción de estos carteles, Aballí invoca una ausencia, instalando al espectador la nostalgia por lo que nunca existió.

Mientras tanto, el Oulipo está lejos de haberse disuelto tras el fallecimiento –o mejor, la desaparición– de Perec y de varios de sus fundadores. Siguen en activo tanto la sección literaria del colectivo como otros grupos de artistas potenciales de otras disciplinas: el colectivo de pintores OuPeinPo, el de músicos –llamado OuMuPo– o el de literatura policiaca, el OuLiPoPo. Todos ellos siguen con alborozo la estética en la que los artistas, al imponerse ciertas constricciones, emplean sus herramientas de trabajo de un modo distinto que les abre nuevas vías de exploración.

Por último, y en el campo de lo especulativo, surge la pregunta de cómo habría abrazado Perec las redes sociales y el gusto contemporáneo –rayano en la adicción– por lo nimio, por el comentario banal acerca de nuestra cotidianidad, esos miles de "Estoy en pijama comiendo muesli" o "Por fin saqué del armario la ropa de invierno" a los que nos exponemos diariamente. Mi impresión es que les habría sacado un partido creativo que no estamos preparados para comprender. En su deseo de apertura de nuevas sendas literarias por las que adentrarse, él se situó sin pretenderlo como uno de los precursores de lo que hoy es trending topic. Por eso, sus dos volúmenes en La Pléiade hablan de nuestro tiempo y seguirán hablando de los tiempos por venir. Pero, sobre todo, generan ese placer tan característico que solo los frutos de la inteligencia logran proporcionarnos.

 

Notas:

La traducción de los fragmentos de W o el recuerdo de la infancia es de Alberto Clavería, (Barcelona, Península, 1987).

La de "doscientas postales", incluída en Lo infraordinario es mía (Lo infraordinario, Impedimenta, 2008).

La versión castellana de La vida instrucciones de uso es de Josep Escué (Anagrama, 2004).

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Mercedes Cebrián

18 de enero de 2024

A la hora de contemplar la evolución del decir en esta voz poética, podemos observar en la lectura cuidadosa de la obra última de José Antonio Conde (Sierra de Luna, 1961), un cierto giró que comenzara ya hace cinco años, cuando su poesía esencial, estricta y evocadora dio un giro hacia una cierta forma de poesía social o, como mínimo, hacia una escritura con conciencia social. El momento inaugural, como les propongo, se dio con la publicación de Palabras rotas, un poemario en el que el estilo tradicional de Conde se pone al servicio del testimonio y de la denuncia de un tiempo en el que la injusticia y la vileza se enseñorearon por doquier y cuyo eje de giro, alrededor del que se componen los versos breves y bien hilados, se centra en la memoria familiar de la guerra y la posguerra en las Cinco Villas. En un ejercicio identitario, de puro poeta, recogió al final de aquel volumen un pequeño glosario de términos propios del tiempo y de las tierras que sus versos invocaran. El segundo paso en este andar decidido a elevar la voz de esa clase menos favorecida, tuvo lugar hace tres años —a mi parecer y siendo consciente de que se trata de una afirmación discutible— cuando continuó camino con la publicación de Cuenta atrás, una obra heterodoxa en la que la factura poética de Conde empezó a evolucionar hacia una forma más directa, más narrativa; de hecho en este trabajo se suceden poemas y prosas poéticas (una escritura en la que Conde siempre ha destacado) en las que, junto al relato del auge y caída del boxeador Sony Liston, se denuncia la hipocresía de una sociedad que niega toda oportunidad a los más infortunados, que se recrea en la denigración del bruto analfabeto, al tiempo que relata la obsolescencia del juguete roto, del producto que deja de servir al espectáculo porque no es capaz de amoldarse y atenta contra las reglas morales del sistema. 

Con estas obras precedentes en la memoria, y continuando con lo que podría calificarse como un ajuste de cuentas con nuestro tiempo, Conde firma su nuevo poemario, Clase baja, que constituye el tercer libro consecutivo con Los libros del gato negro y que — de momento—, completa lo que sería una trilogía de poesía de transcendencia social. 

A la hora de definir la escritura poética de Conde de una forma clara y sintética, lo más prudente me parece atender a las acertadísimas palabras de Antonio Pérez Lasheras, quien señalara tres de sus cualidades más características: “su sincretismo, su concentración conceptual y su destilación de las palabras hasta acrisolarlas y hacer que digan lo que hasta ese momento no habían dicho nunca”. En este último proyecto, y sin distanciarse claramente de facturas anteriores, sí podemos encontrar una cierta renuncia al continuo cincelado, a la esmerada pulimentación que, con la extenuación, dejara bruñido el verso de obras anteriores, en las que cada línea conformaba una cuenta esférica, brillante, y el poema, por tanto, lucía como un fino collar en el que se engarzaban esos corales trabajadísimo. En la evolución durante esta epopeya social, parece que Conde se hubiera lanzado a explorar un camino que se abre paso usando un estilo más directo, tal vez por ofrecer un registro acorde con esa poesía de barrio obrero con la que desnuda las vergüenzas de un capitalismo injusto y que es una maldición con la que se eleva la denuncia de la relegación de las clases trabajadoras a la vida más anodina y desesperanzadora. Esa voz es más fresca, más desdeñosa, menos aterciopelada, sin temblarle el pulso al esbozar con trazo grueso. 

Dada la conocida faceta pictórica de Conde —arte en la que también se aplica con excelencia—, se me antoja que estos son una suerte de retratos de época que, de alguna manera, se emparentan con aquellos catorce óleos al secco que ocuparan las paredes de la Quinta del Sordo, esas Pinturas negras, íntimas, que representan y sintetizan una visión personal —que el artista quiere guardar y tener cerca porque le son propias— de unas vivencias, de un momento histórico; obras que en ningún caso están exentas de la crueldad del golpe del garrote o del desamparo de esa ancianidad a la que sólo le resta comer sopas y en las que Goya se aplicó haciendo uso de un trazo menos definido y, a la vez, enormemente expresivo. 

En los versos que componen esta Clase baja se muestra un hondo reconocimiento a la familia, puesto “que enciende la luz como refugio/ que sabe estirar el jornal y la parva” y al empeño de esa unidad de esfuerzo y sacrificio que ésta constituye, muy especialmente para los desfavorecidos: “este es el testimonio de una deriva,/ el naufragio de un linaje,/ un linaje común/ que se pronuncia en el desaliento”; así como manifiesta un desaire insurrecto que eleva el rostro, que muestra su desplante hacia “el amo”, hacia la sociedad que lo encumbra, y que en su mirada altiva mantiene su perseverancia en la belleza despreciada: “al pie de los quebrantos,/ a nadie el importa/ el soliloquio de la rosa”. 

El poso de su lectura deja un testimonio personal con —insistimos—, retrogusto a poesía social, y deja en los labios que reciten tanto su conciencia de clase como el color tinto de los latidos pasados. Sin embargo, esta obra tiene una enorme vigencia, puesto que para muchos ese “antaño” es aún su día a día, es vivencia actual para quienes el regateo aún es herramienta de trabajo y donde es preciso descender otra vez al fondo, por si aún quedara algo que rebañar... “Los míos —dice Conde— son de fiar,/ son buena gente,/ pero cuidado con ellos,/ son los parientes más cercanos/ de la ira”. Conde cava rectas las regueras de sus versos y, mientras, ve en su memoria al padre de su padre todavía en el surco. Con estos versos también se pretende sacar a los suyos, por fin, del barro, del frío y de toda penuria. 

 

Clase baja, José Antonio Conde, Zaragoza, Los libros del gato negro, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Sabido es que a Azorín le gustaba mucho salpicar sus textos con palabras antiguas, pasadas de moda, cuyos significados sólo estaban al alcance de quienes, como él, eran muy dados a fatigar constantemente los diccionarios o de quienes —sobre todo en los pueblos, desempeñando oficios ancestrales— las usaban como moneda corriente en sus parloteos. Palabras como alcaller, adunca, aljezares, antuvión, barbiponiente, baladres, bodigo, cojijo, copela, companages, flámulas del cañar, granzones, profincuo, recazo, taravilla, zalagardas…, que en un tiempo no tan remoto corrían de boca en boca en gentes que no eran bachilleres pero sí rudamente cultas (valga el oxímoron), en el sentido de que eran capaces de machihembrar cada término lingüístico con su propia cosa, cualidad o ambiente, haciendo más próximo y más sustantivo el trozo de realidad referido por ellas. Ha bastado, sin embargo, un breve transcurso de tiempo y la creencia de que cualquier campo de la realidad se ha ido transformando poco a poco hasta el punto de que parezca no ser ya la misma realidad de antes, para que se piense que esos vocablos precisos y limpios no sirven ya hoy, y han acabado arrumbados en el repositorio del olvido por anticuados. Azorín, sin embargo, se servía habitualmente de tales palabras, pues natural era para él que quien las encontrara en sus libros hace sesenta o setenta años no se extrañara de verlas, conociendo al momento su exacto significado. A esto Azorín lo llamaba pobreza de léxico, que es la que debiera de practicar el poeta, el orador o el escritor que quisiera hablarnos con propiedad de las cosas del mundo. Pero, ¡ay!, de nosotros y de los bachilleres (y también de los universitarios) de ahora, que no es sólo que no sepan qué significan términos tan poco usuales como alcaller, adunca o antuvión, sino que posible y hasta probablemente ni se les pase por la cabeza buscar su significado en un diccionario, tal y como hacía el mismo Azorín.

«Acerico» bien podría ser una de esas palabras antiguas que ya hoy casi nadie maneja pero que Florencio Luque (Marchena, 1955) ha querido rescatar de ese fabuloso y rico repositorio plagado de palabras que un día estuvieron llenas de vida, espolvoreando con su sal y su pimienta toda clase de conversaciones, pero que ahora, por desgracia, están a punto de expeler su último aliento si no es que han pasado ya definitivamente a mejor vida. Para quien no lo sepa un «acerico» es una especie de pequeño cojín en el que nuestras madres y abuelas clavaban los alfileres o las agujas que usaban para sus costuras. Pero, claro, ¿quién es el guapo o la guapa que en la actualidad tiene un set de costura con todos sus útiles y cuando, pongamos por caso, se le descosa la cremallera de un pantalón busque hilo, dedal y por supuesto la correspondiente aguja que debiera de estar en su acerico y se ponga pacientemente a coserla? Lo normal es que la mayoría de la gente deje esa laboriosa tarea para otro día... exactamente para el día en que le lleve el pantalón a una costurera más o menos profesional que lo arreglará en un santiamén sin que esa mayoría sepa nada de hilos,  dedales, agujas y acericos.

A tenor de lo punzantes y agudos que son los aforismos de Florencio Luque, se diría que el título que le ha puesto a su libro (Premio Internacional Artemisa de Aforismos) le sirve de metáfora para hacerle ver al lector lo que de acerico tiene la realidad, que, mutatis mutandis, vendría a ser el aparentemente blando y confortable cojín al que agujerea con sutileza e inteligencia para descubrir lo que de verdad esconde. Y desde esa perspectiva metafórica, no son pocos los aforismos que en el libro de Luque no actúen como una aguja o como un alfiler cuyos pinchazos penetran en lo más hondo de la realidad para hacer que esta supure por su herida no tanto una corriente espesa de sangre como un río manso de esperanza en creer que puede ser mucho mejor de lo que piensan los pesimistas y los apocalípticos. Por eso se atreve a decir con inocultable seguridad que «Siembra agujas quien cosecha esperanzas» o «Quien se da, renace» o, más aún, «Quien salva a otro salva al mundo».

Y como además de aforista, Florencio Luque es poeta, son muchos los momentos en que sus frases podrían pasar por versos sueltos, en los que no es infrecuente que aparezcan envueltos en una elipsis verbal, recurso literario morfosintáctico muy común en la poesía y que tan bien se adapta al género del aforismo, puesto que minimiza aún más el ya de por sí mínimo número de palabras que se suele emplear en la construcción de cualquier aforismo (que, por cierto, en el caso de los que componen Acerico no sobrepasan en general las cuatro, cinco o seis palabras). Esas frases, esos versos sueltos, esas elipsis, que insinúan, sugieren o evocan algo que solamente la sensibilidad de un poeta puede percibir más allá de lo que el común de la gente ve («Corazón de guijarro, eco de agua», «Árbol de sueños, frutos de humo», «Reloj, nido de cenizas» o «Umbral de vida, puerta de laberinto») y que normalmente, en el caso de los poetas, viene acentuada por su prodigiosa capacidad de imaginación para establecer correspondencias, símiles o relaciones entre un sinfín de cosas precisamente disímiles. Quizá por eso, por tirar de imaginación, el libro está dividido en cinco apartados cuyos epígrafes remiten a algunas de las formas más etéreas de la realidad: Visiones, Sueños, Tiempo, Laberinto y Lienzos. Y es que, como dijo Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría, vivimos vidas que se basan en una selección de hechos imaginarios. Tan imaginarios, en fin, que no es de extrañar que el propio Luque llegue a afirmar en un momento dado que «Todos nos parecemos a un desconocido», idea en cierta medida afín, por su falta de engreimiento, con esa otra frase tan célebre que dice: «Me llamo Eric Satie, como todo el mundo». Porque tal vez Florencio Luque intuya, en último término, que el desconocido al que se parece también lleva su mismo nombre.

 

Florencio Luque Alfonso, Acerico, Córdoba, Detorres editores, 2023.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

Hace unos meses se cumplieron los primeros cuarenta años de ininterrumpida, emocionante e intensa vida editorial de Olifante. Si embarcarse en un proyecto de este calibre fue algo ya en sí mismo extraordinario, mantenerlo activo durante todo este tiempo resulta, sin ningún género de duda, un hecho asombroso y legendario. Más todavía si tenemos en cuenta que la poesía es, en gran medida, el género en el que esta editorial se ha volcado desde el principio, una actuación que ha llevado a cabo con un rigor y un compromiso indestructibles.

En España, un país en el que se edita mucha poesía pero, en comparación con otros lugares, me temo que no se lee tanta, hablar hoy de editoriales de poesía es hacerlo, inevitablemente, de Olifante, es decir, de Trinidad Ruiz Marcellán, corazón y cerebro de un sello editor que se ha ganado a pulso —sin reblar, con una enorme tenacidad— un puesto de primerísimo nivel en el panorama de las editoriales independientes de este país, primero desde Zaragoza, y luego y todavía hoy desde Litago, en las faldas del Moncayo, donde, junto a Marcelo Reyes (1962-2015) y sus hijos (Manisha, Kike y Snehal), han desarrollado una encomiable actividad vinculada a la poesía. Ahí están la Casa del Poeta en Trasmoz, un pajar en ruinas que rehabilitaron y transformaron en un acogedor refugio que mantuvieron abierto durante años como residencia para escribir, traducir o analizar obras poéticas, la promoción de la Ruta Bécquer como homenaje a la presencia de los hermanos Gustavo Adolfo y Valeriano en tierras moncaínas entre 1863 y 1864, el Premio Poesía de Miedo o el Festival Internacional de Poesía Moncayo, que impulsaron desde 2002 y durante quince programaciones, un acontecimiento que —además de teatro, música, danza, escultura y pintura— aglutinó a un buen número de poetas de muy diferentes lenguas, culturas y procedencias geográficas.

Trinidad, según ha contado ella misma, descubrió la poesía con quince años en la Biblioteca pública de la calle Santa Teresa de Zaragoza, a través de unos versos de La voz a ti debida de Pedro Salinas. Aquella experiencia fue para ella un acontecimiento que jamás olvidaría. Desde entonces, leyéndola, escribiéndola y rompiéndola —ese gesto tan necesario y tan poco frecuente—, la poesía ha sido una inseparable presencia en su vida. Muchos años después, Trinidad —cuya editorial ha dado casa y aliento a tantas y tantas voces— rompería su particular y prolongado silencio y, tras aparecer en algún volumen colectivo, se revelaría como una singular poeta, primero con Traducción del silencio (2017), una emotiva y contenida elegía a quien fuera su compañero de vida, Marcelo, y después con Una carta de amor como un disparo. Moncayo Moncayo (2019), un libro tocado por un cierto vaho crepuscular en el que las emociones y los elementos naturales se entrelazan como raíces de un mismo árbol. En paralelo, como un tributo a su memoria, se publicó Marcelo anda por ahí (Homenaje a Marcelo Reyes) (2016). Y desde ahí precisamente, desde las laderas de esa mítica montaña, tan cerca de la machadiana Soria y del becqueriano Veruela, con Mario Muchnik como un referente imprescindible en el trabajo editorial, Trinidad continúa dirigiendo con perseverancia y discreción las riendas de esta casa. E la nave va.

 

II

 

Como es sabido, en la segunda mitad del siglo pasado, Aragón fue un lugar propicio para el desarrollo de proyectos editoriales centrados en la poesía. Recordaré aquí únicamente tres de esas aventuras que, por diversas circunstancias —proximidad temporal, afinidades estéticas o ideológicas, amistad, etc.—, pudieron dejar alguna huella en la posterior actividad editorial de Olifante.

Luciano Gracia (1917-1986) fundó y dirigió Poemas, una colección que se mantuvo viva desde 1963, cuando ve la luz Nada es del todo, de Manuel Pinillos, hasta 1986, año en el que se publica el n.º 56 y último de la colección, Los ojos verdes del búho, de José Luis Rodríguez García. Aquí, y en 1967, apareció y desapareció una leyenda de la bibliografía poética aragonesa contemporánea, Generación del 65. Antología de poetas hallados en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza, al cuidado de Juan Marín y Fernando Villacampa y con prólogo de Miguel Labordeta.

Julio Antonio Gómez (1933-1988), al margen de otras aventuras menores, sacó adelante dos planes literarios: una revista de resonancias mozartianas, Papageno, y, sobre todo, una colección de poesía que tuvo una presencia significativa en el panorama editorial de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, Fuendetodos, un afán en el que J. A. Gómez se volcó hasta vaciarse. La serie encontró acomodo en la editorial Javalambre, fundada por Eduardo Valdivia en 1967, y, en el lapso de cinco años, publicó dieciocho libros, algunos magistrales, todos ellos resultado de un trabajo de composición, maquetación, impresión y encuadernación merecedor de los mayores elogios (hay que ver los volúmenes, apreciar al tacto el gramaje del papel empleado, disfrutar de la inteligencia y la sensibilidad con que se redactaron los colofones, olisquear todavía hoy el rastro de las tintas utilizadas, etc., si se quieren valorar los logros técnicos de un repertorio único en el conjunto de la edición poética española de esos años). La primera entrega, Los soliloquios, de Miguel Labordeta, apareció en 1969, poco antes de la muerte del autor de Sumido 25; la última, Función de Uno, Equis, Ene. F (1.X.N), de Gabriel Celaya, en 1973. Entre ambos, otros de Vicente Aleixandre, Leopoldo de Luis, Blas de Otero, Ildefonso M. Gil, Luis Rosales, Gloria Fuertes, y proyectos que no cuajaron, entre los que se encuentran títulos de Carlos Edmundo de Ory o Salvador Espriu.

En 1975, Ángel Guinda funda Puyal, colección que ve la luz al abrigo de Publicaciones Porvivir Independiente. Se mantuvo activa hasta 1982 (gracias al empeño de su impulsor y, también, al considerable número de suscriptores que la apoyaron), y publicó un total de veintidós títulos de, entre otros, José Luis Alegre Cudós, Manuel Pinillos, Ana María Navales, Francho Nagore, José A. Rey del Corral, Ángel Crespo, Joaquín Sánchez Vallés, Manuel Estevan y Manuel M. Forega.

He citado estas tres colecciones —Poemas, Fuendetodos y Puyal—, ya lo he señalado, por razones de peso, argumentos en los que encuentro una línea de continuidad entre estos proyectos y Olifante. De hecho, la propia Trinidad ha señalado en más de una ocasión su filiación y su deuda con respecto a esos catálogos, sostenidos, con todas sus diferencias, sobre unos principios éticos y estéticos insoslayables. Hubo y hay, claro, otras colecciones que han prestado y continúan prestando atención a la poesía en y desde Aragón: Orejudín, vinculada a la revista homónima que fundara J. A. Labordeta; Alcorce, promovida por la editorial Coso Aragonés del Ingenio (E. Alfaro, J. A. Anguiano, E. Gastón y J. Mateo Blanco); San Jorge de la Institución Fernando el Católico, que inicia su trayectoria en 1969 con Fábula del tiempo, de R. Tello; Horizontes (1974-1976) de la editorial Litho Arte; las «Galeradas» de Andalán, separatas poéticas quincenales que se publicaron entre 1982 y 1987. Y, más próximas en el tiempo, La gruta de las palabras, de Prensas Universitarias de Zaragoza, Cancana, de Lola Editorial, Cave Canem, las editoriales Libros del Innombrable y Eclipsados, con nutridos y potentes catálogos poéticos en sus sellos, etc.

 

III

 

Fue en 1979 cuando vio la luz el primer título de Olifante, Cartas a Eugénio de Andrade, de Luis Cernuda, en edición de Á. Crespo y con un retrato hasta ese momento inédito del autor de La realidad y el deseo (Trinidad ha recordado en más de una oportunidad aquel conmovedor viaje a Oporto para conocer al poeta portugués, en compañía de Á. Guinda, Á. Crespo y Pilar Gómez Bedate). Sin duda, la editorial iniciaba su trayectoria con un libro singular —se trataba de un epistolario y no de un poemario— que, sin embargo, daba ya alguna pista sobre el interés que el sello habría de mostrar por la poesía portuguesa y en portugués, y escribo «en portugués» porque, con el tiempo, la editorial publicaría otros muchos títulos de poetas del país vecino, brasileños, mozambiqueños, etc. (José Agostinho Baptista, José Manuel Capêlo, Casimiro de Brito, Alberto de Lacerda, Teixeira de Pascoaes, Jorge de Sena, Augusto dos Anjos, Lêdo Ivo, António Osório, António Ramos Rosa, José Viale Moutinho, Vergilio Alberto Vieira, etc.), un hecho que demuestra esa ibericidad declarada por la editorial desde el primer momento. En 1989, vería la luz otro epistolario, El corazón desbordado (ed. de A. Castro), esta vez de Julio Antonio Gómez, un volumen que ha de leerse, también, como un homenaje a quien fuera uno de los referentes de Trinidad en el ámbito de la edición; y años después, en 2013, publicaría de nuevo otro del mismo Cernuda, las Cartas a Bernabé Fernández-Canivell, al cuidado de Á. Guinda, quien años antes, en 1980, había editado estas cuatro cartas en Puyal. Desde entonces, y hasta la fecha, han sido más de seiscientos (se escribe pronto) los títulos que esta editorial ha acogido en sus diferentes colecciones —Olifante, Papeles de Trasmoz, Veruela, Antonio Machado, Audiovisual, Voces, Maior, Prosa, Haya, Olifante ibérico—, escritos en diversas lenguas (albanés, alemán, árabe, aragonés, bengalí, búlgaro, catalán, escocés, eslovaco, español, estonio, flamenco, francés, gallego, hindi, húngaro, inglés, irlandés, italiano, persa, polaco, portugués, etc.).

En el panorama editorial español contemporáneo —«precario, castigado, resistente», según la responsable de Olifante— abundan las antologías de poesía, textos que con frecuencia se han utilizado para librar batallas cainitas y comerciales o para explotar, sancionar y consolidar corrientes de escritura, volúmenes que a menudo se han interpretado como síntomas con los que calibrar una determinada temperatura lírica y no como propuestas de exploración de escenarios inéditos, (con)fundiendo los valores de la estética con las plusvalías del mercado. Así, en dicho horizonte encontramos un exceso de bibliografía que ha anulado tantos y tantos intentos de análisis y ha convertido en costumbre y canon unos cuantos tópicos y lugares comunes. Y, como digo, en ese superávit bibliográfico no escasean precisamente unas antologías de poesía que responden a factores e intereses muy precisos que pocas veces tienen que ver con la compleja y heterogénea realidad literaria: la proximidad o lejanía de editores y antólogos con respecto a unas determinadas concepciones artísticas y, por lo tanto, la elección de unos u otros poetas, la amistad o animadversión que los unan o separen de esos mismos poetas, el mayor o menor conocimiento que sean capaces de mostrar del propio tejido poético, los deseos de airear la vitalidad de una tradición poética particular en detrimento de otras, agentes, en fin, muchos de ellos extraliterarios condicionados por objetivos muy diversos.

Olifante, en este sentido, no es una excepción. A lo largo de su dilatada trayectoria, ha entregado unas cuantas muestras de poesía colectiva, de muy diversa condición y proyección. En 1987, Á. Guinda, autor y colaborador habitual de la editorial, preparó la edición de Los placeres permitidos. Joven poesía aragonesa, que reunía textos de Javier Carbó, José Carlos de la Fuente, Carlos Esteban, Javier Sanz y Alfredo Saldaña; en 2007, vio la luz 20 poetas aragoneses expuestos (ed. de Félix Esteban y pról. de Pilar Manrique); en 2009, Avanti. Poetas españoles de entresiglos XX-XXI (ed. de Pablo Luque); recientemente, en 2017, se ha publicado, al cuidado de M. M. Forega, Amantes. 88 poetas aragoneses.

Para el caso de la poesía aragonesa, es conocido que en estos últimos años hay dos repertorios relevantes, el preparado por A. M.ª Navales (Antología de la poesía aragonesa contemporánea, Zaragoza, Librería General, 1978) y el posterior, más amplio y documentado, de Antonio Pérez Lasheras (Poesía aragonesa contemporánea. Antología consultada, Zaragoza, Mira Editores, 1996). En ambos casos, la presencia de voces femeninas, con la excepción de la propia Navales, que aparece representada en los dos volúmenes, brilla por su ausencia.

Por esa razón, quiero dedicar unas líneas a un libro que forma parte del catálogo de la editorial, Yin. Poetas aragonesas 1960-2010 (2010), un volumen con el que Olifante trató de reparar esa injusticia histórica y que cumple con creces el objetivo principal que sus responsables se marcaron, que no era otro que el de mostrar la riqueza y diversidad de la poesía aragonesa contemporánea escrita por mujeres (había algunos precedentes en el Estado español: Las diosas blancas. Antología de la joven poesía española escrita por mujeres, ed. de R. Buenaventura, Madrid, Hiperión, 1985; Ellas tienen la palabra. Dos décadas de poesía española, ed. de N. Benegas y J. Munárriz, Madrid, Hiperión, 1997; Poetisas españolas, ed. de L. Jiménez Faro, Madrid, Torremozas, 2003).

Por lo que respecta a Yin. Poetas aragonesas 1960-2010, nos encontramos con un volumen en el que pueden leerse propuestas para todos los gustos, escritas en los más diferentes registros: vitalismo más o menos depurado (Pilar Rubio, T. Ruiz Marcellán, Luisa Miñana), culturalismo tocado por contenidos en ocasiones clasicistas, realismo (más o menos limpio o sucio), neorromanticismo un tanto culto e intelectual (Olga Bernad, Almudena Vidorreta), hiperrealismo, neosurrealismo, poesía de la experiencia, de la diferencia, de la conciencia, poesía sensista adornada de un erotismo más o menos leve o acusado (Loli Bernal, Marta Fuembuena, Clara Santafé), metapoesía (Elena Pallarés, Carmen Aliaga, Vida Armada), poesía neosocial, comprometida con una transformación más o menos radical de la realidad (Sofía Díaz Gotor, Elvira Lozano), figurativa, elaborada al calor de elementos telúricos (Sonia Llera), visionaria, iluminada por un cierto y heterodoxo misticismo, etc., y algunas de estas propuestas muestran un gran compromiso con la denuncia de la realidad más destructiva de su tiempo y dan testimonio de la situación en que se encuentran aquellos que viven «sur le dos tourmenté de la terre», como escribiera René Char.

Estas poetas llevan a cabo estos aportes de muy diferentes maneras porque saben que la realidad puede disfrazarse con distintos ropajes y, por lo tanto, representarse de diversas formas. Algunos textos suponen una apuesta permanente por el riesgo (incluso por aquel que acarrea la posibilidad de la pérdida de sentido), no aceptan la idea de la poesía como ficción, apariencia o simulacro y responden a una deliberada voluntad de ruptura y transgresión (Miriam Reyes). La poesía se presenta así como una extraordinaria oportunidad para la insumisión y la subversión permanentes (Cristina Járboles) y, también, como discurso social, podría decirse que supone en algunas de estas voces un viaje de regreso hacia la soledad y el silencio (Teresa Agustín), sus auténticos lugares de origen, hacia la pérdida —cuando no la negación— de su propio registro y su particular rostro dado el escenario radicalmente marginal y periférico que ocupa en nuestra escala de valores.

Dicho esto, es evidente que resulta extraordinaria, por insuficiente, la presencia de voces femeninas en la bibliografía poética aragonesa a lo largo de su historia. Este volumen supuso un primer abono en el pago de esa deuda e implica un merecido reconocimiento hacia quienes —en contra de sus propios deseos y sus legítimas aspiraciones— hicieron del silencio su casa. En general, la poesía que aquí puede leerse nada o muy poco tiene que ver con la que escribieron aragonesas de otros tiempos —Ana Abarca de Bolea, Luisa Herrero de Tejada, etc.—, que convirtieron el género en una herramienta al servicio de la fe religiosa. Esta poesía —seleccionada por Á. Guinda, que optó desde por la inclusión y un abanico amplio de presencias, y acompañada por un texto introductorio inteligente y clarificador de Ignacio Escuín— es ahora fuente de posibilidades diversas, oportunidad para la exposición de conflictos de todo tipo, venero de ideas y emociones sin domar, escenario para la representación de tensiones y alternativas a los discursos más gastados, y todo ello desde la más veterana de las poetas reunidas, Lola Mejías (1912-1999), hasta las más jóvenes, Ana Muñoz y Clara Dávila, nacidas en 1987, cuando la editorial que acogió esta publicación contaba ya con ocho años de andadura. Son sesenta y cuatro voces llamadas a desempolvar nuestras conciencias adormecidas por el letargo crítico, ateridas por el frío, vapuleadas por el miedo. Recientemente, al cuidado de Óscar Latas y Ángeles Ciprés Palacín, ha visto la luz en la misma editorial Arquimesa. Poesía en aragonés escrita por mujeres  1650-2019 (2019), un volumen configurado desde una doble perspectiva diacrónica y tópica que recoge poemas de catorce escritoras, entre las que pueden leerse textos de Rosario Ustáriz Borra, Nieus Luzia Dueso Lascorz, Carmina Paraíso, Elena Chazal y María Pilar Benítez.

Y, al margen de estos libros colectivos, Olifante ha publicado a lo largo de todos estos años un buen puñado de títulos que nos han demostrado con soberana naturalidad que la poesía es también cosa de mujeres, de mujeres de hoy y de ayer, de aquí y de más allá, de esta y de otras lenguas: C. Aliaga, Begoña Abad, Rosana Acquaroni, T. Agustín, Ana Luísa Amaral, Elisa Berna, Ana Cristina Cesar, Moya Cannon, Marga Clark, Anabel Corcín, Florbela Espanca, Concepción Estevarena, Pilar Gómez Bedate, Cristina Grande, Cristina Grisolía, Clara Janés, Katarína Kucbelová, Magdalena Lasala, Luljeta Lleshanaku, L. Miñana, Nancy Morejón, A. Muñoz, Mary O´Malley, Carolina Otero, E. Pallarés, Lilián Pallarés, Julia Piera, Marina Pino —autora de Dejemos que Venecia se hunda, primer libro de una mujer en la editorial, diez años después de su fundación—, Estela Puyuelo, Inés Ramón, Elena Román, Carlota Urgel, Nuria Ruiz de Viñaspre, Krisztina Tóth, Irene Vallejo, Concha Vicente y Sholeh Wolpé son algunas poetas que podemos encontrar en el catálogo de la editorial.

Olifante, además de los ya citados, ha publicado otros volúmenes colectivos que dan muestra de ese interés que ha mantenido siempre este sello por la poesía como un fenómeno de alcance y proyección mundiales. Entre ellos: Poesía italiana de hoy (1974-1984). La narración del desengaño (1984, ed. de Pietro Civitareale), Poesía mozambicana del siglo XX. Poesía en acción (1987, ed. de Xosé Lois García), La pared de agua. Antología de poesía bengalí contemporánea (2011, ed. y trad. de Subhro Brandopadhyay y con adaptación de Violeta Medina), Poetas de Otros Mundos. Resistencia y verdad (2018, ed. de Á. Guinda), con veinticuatro poetas  procedentes de los cinco continentes.

Y, en paralelo a esta ininterrumpida labor de edición poética, habría que señalar que Olifante también ha acogido en su catálogo algunos otros textos y ensayos que revelan un interés por la propia poesía, desde otras perspectivas: Abisal cáncer, un singular «diario poético» de Miguel Labordeta editado por Clemente Alonso Crespo; Hundiendo en las palabras las huellas de los labios. Poesía y Canción, de J. A. Labordeta; Memoria y recuerdo en el poema «Espacio» de Juan Ramón Jiménez y León Felipe: de la soledad española al definitivo exilio mejicano, ambos de Manuel M. Forega; Poetas suicidas: sensibilidad o supervivencia, de Ricardo Fernández Moyano; Hay alguien ahí, de Alfredo Saldaña; La Mística, volumen colectivo coordinado por M. M. Forega.

En un inventario tan amplio como el que tiene ya esta editorial, son muchos, sin duda, los libros que, por diversas razones, podríamos destacar. Entre ellos, algunos títulos de los que la propia editora se siente especialmente orgullosa son estos: Cancionero, de Cecco Angiolieri, Cantos órficos, de Dino Campana, La Partenza, de Francis Vielé-Griffin, Poemas, de Jacobo Fijman, y Las leyes de la gravedad, de Mohsen Emadi. Y si hay un escritor vinculado a la trayectoria de esta casa, ese, sin duda, es Ángel Guinda, autor, entre otros libros publicados en distintas editoriales, de Vida ávida (1980), Claustro (1991), Conocimiento del medio (1996), Toda la luz del mundo (2002), Claro interior (2007), Poemas para los demás (2009), Espectral (2011), Caja de lava (2012), (Rigor vitae) (2013) y Catedral de la Noche (2015), todos ellos en Olifante, donde también ha publicado Poesía violenta. Manifiesto (2012), el ensayo El Mundo del Poeta. El Poeta en el Mundo (2007), además de coordinar varias antologías y ejercer como editor literario en algunos volúmenes.

Y, desde luego, hay otras personas estrechamente ligadas a la editorial a lo largo de todos estos años: Columna Villarroya, que ha llevado a cabo el trabajo de laboratorio fotográfico con una inteligencia y una sensibilidad extraordinarias; Alberto Lisbona en el proceso técnico; Julio Álvarez, Vicente Pascual y Ricardo Calero en el diseño gráfico; Luis Felipe Alegre, que ha puesto nervio y voz a la poesía en tantas y tantas ocasiones vinculadas a la editorial; Manuel M. Forega, A. Castro e Inmaculada Muro en diferentes labores puntuales de coordinación editorial; todas ellas, junto a un sinfín de traductores, editores literarios, coordinadores de obras colectivas, maquetadores, procesadores de textos, impresores, encuadernadores, etc., han contribuido de manera fundamental a que el resultado final fuese en cada ocasión el mejor posible.

Que el cierzo sea propicio para que el olifante nos siga trayendo durante mucho tiempo la buena nueva de la poesía, que la cumbre de la montaña siga protegiendo a quienes viven y descansan en sus laderas, que la pasión de editar no se apague, que el frío, el silencio y la soledad de las noches invernales continúen cuidando de las palabras y de quien, junto a la encina, es «Reluciente amanecer. / Llama en pie».

 

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

21 de diciembre de 2023

 

I

 

Parece difícil de explicar el hecho de que la poesía del poeta portugués Ruy Belo (1933-1978) no cuente aún con una presencia editorial bien visible en España. Con una obra publicada entre los años sesenta y setenta, Ruy Belo es, sin duda, una de las voces más personales y singulares de la lírica lusa del siglo XX, y su nombre ocupa un lugar destacado y merecido en el canon poético portugués de la modernidad. Eduardo Lourenço lo afirmó vinculando la existencia de Belo a la del mismísimo Fernando Pessoa: “si hay una posteridad digna de Pessoa (…) es la de la poética omnicomprensiva de Ruy Belo”, y lo escribió en un lugar significativo, el volumen Século de Oiro. Antologia crítica da poesia portuguesa do século XX (p. 215), organizada en 2002 por Osvaldo Manuel Silvestre y Pedro Serra. En ese título, 73 críticos literarios elegían un poema destacado del siglo de oro de la lírica vecina, y Ruy Belo aparecía en cuatro ocasiones, escogido por Luís Mourão (“VIII. A mão no arado”), Eduardo Lourenço (“Em louvor do vento”), Vítor Manuel de Aguiar e Silva (“Morte ao meio-dia”) y Manuel António Pina (Ácidos e óxidos”). 

El medio editorial español, sin embargo, aunque relativamente atento a los nombres fundamentales de la literatura portuguesa del siglo XX, no ha sabido encontrar aún el espacio que en rigor merece la poesía desasosegante de Belo. Es verdad que existen dos títulos de nuestro autor en español, el primero de los cuales ya descatalogado: País posible, editado en 1991 por Adolfo A. Montejo Navas, con traducción de Ángel Campos Pámpano, y El problema de la habitación: algunos aspectos, 2009, ediciones Sequitur, con introducción de Pedro Serra y traducción de Luis Julio González Platón (que se deja llevar por el falso amigo del término “habitação” del título, cuya mejor versión habría sido “vivienda”). Es cierto también que su obra está presente en dos de las tres antologías más importantes de poesía lusa del siglo XX editadas en España, la Antología de la poesía portuguesa contemporánea de Ángel Crespo (Júcar, 1982, con los poemas “Figura yacente”, “Algunas proposiciones con pájaros y árboles que el poeta remata con una referencia al corazón”, “La imagen de la alegría”, “[Otro fragmento]”, y “Tres o cuatro niños”) y Los nombres del mar, de Ángel Campos Pámpano (Editora Regional de Extremadura, 1985, con los poemas “Encuentro de garcilaso de la vega con doña isabel freire, en granada, en el año de 1526”, “El tiempo sí el tiempo casualmente” y “Adiós a la tierra de la alegría”), mientras que no aparece en Poesía portuguesa actual, de Pilar Vázquez Cuesta, publicada por la Editora Nacional en 1976, aún en vida del poeta. Y es verdad, por último, que en España la academia universitaria no ha sido ajena a su poesía, incluso se ha realizado una tesis doctoral dedicada a su obra (de la autoría de Hugo Manuel Milhanas, en la Universidad de Salamanca, 2015), al tiempo que la Revista de Filología Románica de la Universidad Complutense dedicó buena parte de su volumen 25, en2008, a su memoria (había sido Lector de Portugués en esa institución entre 1971 y 1978), con motivo del trigésimo aniversario de su muerte. 

Todo ello, sin embargo, y otras presencias que no mencionamos por no disponer de espacio, siendo elementos notables para la recepción de un poeta portugués en España, no parece saldar la deuda con Ruy Belo, un autor fuertemente vinculado al país de Garcilaso y Lorca, y que todavía espera ansiosamente la aparición de una amplia colectánea de su obra poética.

 

II

 

Ruy Belo, en efecto, vivió en Madrid entre 1971 y 1977, periodo durante el cual publicó en Portugal traducciones de Jorge Luis Borges (Poemas escolhidos, 1971) y Federico García Lorca (Dona Rosinha a Solteira ou a Linguagem das Flores, 1973). En la capital española experimentó con una profundidad irresistible la percepción de una cierta pérdida o vacío existencial que es marca constante en su poesía, atravesada en este caso por la conciencia del extrañamiento de un sujeto que con frecuencia se siente extranjero o exiliado (“Madrid, uma das cidades do mundo mais distantes de Lisboa”, escribe en la “Explicación que el autor ha tenido por indispensable anteponer a esta segunda edición” de Aquele grande rio Eufrates, de 1972). Ese vacío al que conduce el abismo de una utopía inalcanzable se plasma en su obra, de profundo aliento metafísico, a través del recurso al tema de la muerte como una melancolía propia y visible en cuanto fundamento estético, hasta el punto de convertir el texto poético, como afirma Pedro Serra en Um nome para isto, en el “lugar en que se literaliza una muerte como Realidad absoluta” (p. 13). El lenguaje revela en su poesía una pérdida constante, enmascarada a veces tras la sobriedad de un registro profundamente discursivo. La muerte, así, la propia invención de la finitud, se convierte en el modo mediante el cual el poeta “se ficciona a sí mismo, inmune y protegido”, siguiendo la línea de pensamiento de Cristina Firmino, en la introducción e O problema da habitação (ed. Presença, 1997, p. 16).

 

III

 

Ruy Belo escribió poemas en los que Madrid cobra protagonismo, y son esos los que hemos elegido fundamentalmente para esta muestra. Con el pórtico de “La medida de españa” (perteneciente a Homem de palavra(s), de 1970) hasta “En la noche de madrid” (aparecido en 1978 en la revista Raiz e utopia), pasando por poemas como “Primer poema de madrid”, “Solo en la ciudad”, “Madrid revisited” o “En el aeropuerto de barajas”, el país vecino fue para Belo parte inseparable de su “problema de la vivienda”, si entendemos este título como una auténtica y vertebradora alegoría de su propia escritura. Son numerosos los poemas del autor fechados en la capital, del mismo modo que son fundamentales en su producción los poemas que toman como motivo a Garcilaso de la Vega y a Isabel Freire. Esos textos, sin embargo, más disponibles para los lectores atentos del poeta en España, ceden ahora espacio a una visión en la que España, con Madrid en primer plano, se convierte en algo así como el adverbio de lugar en el que se representa el drama elegante, profundamente posmoderno, de la poesía de Ruy Belo.

 

Ruy Belo

 

La medida de España

 

He cambiado algunas veces de ciudades

y mi pasado es todo olvido

La noche llega precedida por la sombra

y siempre en vano repudio la noche

Cualquier día me muero y sé poco de la vida

es peligrosa la vida la simple vida

la vida la simple vida es violenta

Pero cuando llega la primavera XXX

me siento invulnerable y empiezo

Es formidable marzo cuando se acerca

prometiendo a su paso un verano integral

Soy todo de este tiempo y son míos estos días

Yo no soy nada pero el verano existe

Canta mi corazón

Esta es la medida de españa

oh vida mía vida extraña. 

 

Primer poema de Madrid

 

Que por todos se haga la poesía

que rompa la soledad nítido nulo

la soledad de las armas aves manzanas

la soledad del cuarto la soledad de Kafka

Que a todos se destine la poesía

que no más en duino encierre el grito

la escogida palabra restaurada

Que la voz del hombre de la sierra de mésio

llegue a miranda talón del mundo

no vaya la izquierda a ser de los coches de carreras

No crezca más el niño quédese quieto

inmóvil más real que en las fotografías

Estaba soñando de viejos más estúpidos

que tus oh diego conejitos

Hay tantas estrellas parecen bailar

en la noche rasa desagües de castilla

et mourir à madrid le coeur brisé

salamanca unamuno bação Alentejo

Cada día se hace más difícil ser dios

y yo solo aquí en la noche me suicido de sueño

llegado del viento vasto del invierno

el suicidio sí el único problema

para el hombre que por haber nacido

heredó la maldición que no quería

Bailemos nosotros malditos marginales

de todas las ciudades sociedades

que no tenemos doctrina que nos salve

Sepa siempre el cinatti timorense

el nómada de lo dicho por no dicho

que si más cercanos cuanto más distantes

soy siempre su lector atento y dedicado

Además no hay ni tú ni yo falso problema

están los sin pan y los sin postre

y hasta sin Portugal cuestión antigua

Así si nos vendieron los países

peregrinos y huéspedes en otras tierras

allí lanzamos nuestras viscerales raíces

Pero el país está dentro de nosotros

el país somos nosotros sí pasa por aquí

pasa por nosotros los de explorar palabras

esa guerra civil inevitable

(No oigáis lo que digo en este código

sino lo que el corazón contento al rojo vivo

contiene porque el otro del alma lo desplacé)

Qué fácil le resultaba al cuerpo la sepultura

pero nosotros los que somos de los peces

los que con la tormenta al final todos nos perdemos

tenemos por patria sencilla la lengua portuguesa

y por eso como arma tenemos estar de pie

oponer al sol la cara incorregible

y dar la palabra a los que no tienen voz

pues al silencio los tienen sometidos

Poema de palabras no de paz sino de pavor

construcción lingüística difícil aparentemente

yo que a cambio de la vida y el triunfo me volví tu ínfimo cultor

bajo esa superficie de impasible frialdad

sé que se oculta la voz no de la humanidad

palabra con el más dudoso de los significados

sino de los hombres que Dostoievski vio ofendidos y humillados

Cálida y humana aunque en apariencia fría

que a todos se destine la poesía 

 

Solo en la ciudad

 

Tras una estancia en las alturas

a expensas del más puro pensamiento

que ha detenido el día la hora y el momento

en una fuga de la vida y los ruidos y los coches

los cuales que yo sepa solo Venecia repudia

sin dolores ni cuidados horas seguras

sin asuntos urgentes porque todo se ha vuelto olvido

¿cómo renunciar ahora a tanta luz

y cómo pactar con tan antiquísimo poder

como aquel que a las cosas les consiente suceder?

Los plátanos disputan las últimas hojas

a los vientos y a las lluvias de diciembre

y como que se quejan del invierno

Ya se pudre el corazón de los árboles

y esa raza ciega pero sagaz de los sencillos

de los seres condenados a la mentira

se socorren con la oscuridad de las aguas

para pensar la parte a sus siervos debida

como si un ser cediese a razonamientos

cuando está en causan la propia vida

No dejamos en el suelo el menor rastro

las cosas que pensamos no dan resto

y la destrucción de nuestro rostro

es ahora mayor que en el delirio del verano

Ya no nos sorprende el mediodía

el mar si lo fue ha dejado de ser inofensivo

un destino de hierro nos detiene

y son largos los días lejos de nosotros mismos

Ni siquiera ya se pierde la infancia imperiosa

en la fuerte frecuencia de las preguntas sin respuesta

Hasta la luna ese incendio de plata

que antes era como astro fe

ahora es una auténtica catástrofe

En ningún muro blanco alguna sombra es

representación probile para el hombre

En los propios corazones la tempestad

se sirve de la complicidad de la edad

de los restos impalpables de un destino

que no nos mata menos que a los peces

despreocupados en el estanque el agua de las habas

(había llovido me acuerdo y así llueve ahora

cuando le pido a la infancia una metáfora

y la lluvia es más real que si lloviese)

Todo trabaja pero ocultamente

y todo es parecido al sobresalto

Terrible tempestad de alegría

¿qué parcela del día hoy día nos permite?

La vida es una república odiosa

y hasta es monstruosa esa punta del pensamiento

que me deja en los dedos solo palabras y no días

Oculta crece la hierba del profundo sentimiento

E incluso cuando fuera es domingo

en nuestro interior es día de diario

¿Qué mundo es este mundo de estos días

que nos mata más de lo que Atenas nos mató?

El corte inglés en plena primavera

según dicen todos los anuncios

que veo en las paredes hoy día dos de marzo

Voy a entrar para ver puede que esté ahí

el término de este invierno que me invade

Talvez recupere lo que perdí

y me vea de nuevo envuelto en hojas

como cualquier árbol anónimo que vi 

 

Madrid revisited

 

No sé tal vez en estos cincuenta versos consiga mi propósito

ofrecer en esa forma objetiva y hasta incluso impersonal en mí habitual

la ordenación externa de esta ciudad a la que regreso

llueve sobre estas calles desolada y espesa como lluvia desmenuzada

tu ausencia líquida mojada y por gotículas multiplicada

El cielo entristecido hay una soledad y un color grises

en esta ciudad hace meses capital del sol núcleo de la claridad

Es otra esta ciudad esta ciudad es hoy tu ausencia

una enorme ausencia donde las casas se han separado en varias calles

ahora tan diferentes que una diversidad así hace

de mi ciudad otra ciudad.

Tu ausencia son preferentemente algunos lugares determinados

como correos o el café gijón ciertos domingos como este

para los demás normales solo para nosotros secretamente rituales

si neutros para los otros neutros hasta para mí

antes de heredar en ti particular significado

Tu ausencia pesa en estos loca sacra uno por uno

los cuales más importantes que lugares en sí

son simples sitios que solo he conocido en función de ti

y ahora se alzan piedra a piedra como monumento de la ausencia

No veo aquí el núcleo geográfico administrativo de un país

capital de edificios centro de donde emanan decisiones

complejo de museos bancos parques vida profesional turismo

que conocí un día y ya no conozco

Aquí solo está el hecho de saber que fui feliz

y hoy tanto lo sé que sé que serlo no lo seré jamás

Esta es la capital pero capital no de un cierto país

capital de tu rostro y de tus ojos a ningunos otros iguales

o de un país profundo y propio como tú

Madrid es saber piedra por piedra y paso a paso cómo te perdí

es una ciudad ajena siendo mía

es algo extraño y conocido

Abro la ventana sobre la plaza y el teatro donde estuvimos

y donde en la Desdémona que vi te vi a ti

No es lluvia al final lo que cae solo cae tu ausencia

lluvia más y pluvial que si lloviese

Más que esta ciudad es solo cierta ciudad que jamás hubiese

en una medida tal que solo allí profundamente yo estuviese

y en ella solo mi dolor como una piedra condensada

de pie tumbada o de cualquier forma cupiese

Es una ciudad alta como las cosas que perdí

y enseguida la perdí casi no la conocí

pues más que a ella te conocí a ti

Fue de una altura así desde donde caí

superior a la propia torre de este hotel

escogida por muchos suicidas para poner fin a su vida

No es esta ciudad esa ciudad donde viví

donde fui al cine y trabajé y paseé

y en la llama del propio cuerpo a mí sin compasión me consumí

Aquí fue la ciudad donde te conocí

y enseguida al conocerte más que nunca te perdí

Debe hacer casi un año más que al verte vi

que al verte no te vi y te perdí al tenerte

Pero a esta ciudad muchos le dan el nombre de Madrid 

 

En el Aeropuerto de Barajas

 

No son los aviones los que aquí levantan vuelo

aquí no es metálica la imaginación

Desde aquí levantan vuelo estos americanos

que cerca matan lejos al heroico pueblo vietnamita

que aquí pagan en dólares el dolor de los suramericanos

que fingen vida aquí la muerte del noroeste brasileño

Las barrigas aquí señaladas al menos por medio centenar de estrellas

ocultan a esos indios a esos negros a esa gente subamericana

que asegura la barriga de estos sobreamericanos

Aquí refulge la floja casa blanca

perforada por la más nariguda de las narices

que surge en todas partes donde no ha sido llamada

Aquí se representa la primera de las damas de este mundo

esa madre virtuosa y responsable

que limita su natalidad sin dejar

de controlar también la de las mujeres de todo el mundo

Pat además acaba de ganar la elección anual de las

mujeres que según la revista good housekeeping

merecen nuestra mayor admiración

por la valentía y el deseo

de ayudar a otros seres humanos y

si no ayuda a los negros ni a los indios ni a aquellos

que en este mundo en esta vasta américa del norte

que es la mayor parte de este mundo

es porque hay dudas serias de que sean seres humanos

Aquí se desarrolla el mal gusto aquí la gente

que se queda por aquí en todos cuantos se marchan

aquí la gente disfruta viendo a estos bufos

que pasan con la montera en la cabeza

aquí la gente vive la muerte que anda por ahí aquí

viven en estas barrigas quienes no viven

Aquí los siervos nosotros ellos señores

aquí nos quedamos aquí levantan el vuelo no

los aviones sino ciertas aves migratorias 


En la noche de Madrid 

para João Miguel Fernandes Jorge

 

En la noche de Madrid vi a un hombre muerto

Yacía como una afrenta para los vivos

que volvían de los bares con música en los ojos

con estrellas en la frente y fiesta en los oídos

y pasaban en taxi a buena velocidad

¿Cuánto tiempo llevaría el hombre allí

en la superficie oscura del asfalto

ya medio devuelto a la tierra nuestra madre?

No lo cubría el manto de los héroes

ningún clarín había tocado en su honor

¿Cómo lo reconfortaría la santa madre iglesia?

Solo había caído inmolado al día a día

Había pagado con su vida la paz de la conciencia

de toda una ciudad que dormía

Y él crecía tendido en la calle

y asumía proporciones inesperadas

cuando hace bien poco aún se reducía al día

¿Quién sería? ¿Quién había sido?

¿Qué periódico contendría la inmensidad del nombre

de quien como un insulto allí yacía?

¿Qué pensamientos cercanos habría tenido?

¿Qué llevaría en los bolsillos?

¿De dónde vendría? ¿Sonreiría? ¿Dónde iba?

¿Habría sido niño? ¿Soñaría ser feliz?

¿Cambiaría de vida a la mañana siguiente?

¿Habría jugado alguna vez en aquella misma calle?

¿Habría sido niño allí donde profundamente lo vi?

¿Tendría soluciones para sus propios problemas?

¿Sería a lo mejor un buen padre de familia?

¿Tendría la consideración de sus vecinos?

¿Sería un buen trabajador? ¿Un hombre con futuro?

Pero ya en aquel momento le cubrían el rostro

pues no podría ver ni las estrellas

ni siquiera la luz de las farolas de la ciudad

Había curiosos y policía había una ambulancia inútil

para quien como cama solo tendría la piedra fría

“¿A dónde va?” –me preguntó el taxista–

“Yo tengo cinco mil pesetas –le respondí–

Lléveme por las calles de la ciudad hasta que salga el sol

tal vez él pueda decirme algo

sobre las muchas cosas que me gustaría saber

(el sol es hoy una de mis pocas soluciones)

Pase lejos del cuerpo por favor”

recordé lecturas soterradas

de repente me vinieron a la memoria escenas olvidadas

¿Samaritano yo? Un levita más

que buscaba tranquilo la promesa del día

¿Inquietud o pena? ¿Sombra de metafísica?

¿Política? ¿Moral? ¿Lección? ¿Comportamiento?

¿Querría algo? No lo sabía

Puedo aseguraros que no lo sabía

Solo sabía que miraba y ningún mar había

 

Póvoa de Varzim, viendo el mar, a las 10 de la mañana del 29 de diciembre de 1971

Escrito en Sólo Digital Turia por Antonio Sáez Delgado

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