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Configurar sentido ascendente

23 de diciembre de 2022

No es inusual que se reproche a la moderna crítica literaria la tendencia a dedicar más esfuerzos al halago que a desnudar las debilidades de los textos a los que enfrenta su supuesto análisis imparcial. Admitiendo que el juicio imparcial es improbable, también hay que añadir que hay autores y obras sobre las que no cabe reproche, siendo este el caso que nos ocupa.

En los surcos de voz que cava Celia Carrasco Gil (Tudela, 2000) se siembra una palabra con clara intención seminal, pues es labranza en los azules limos de un elevado cielo poético, desde el que crecen radiantes los brotes rectos de su amplio saber hacer. En su proceso de creación, la autora desarrolla una escritura en la que la evidente inteligencia que atesora sirve de guía a la intuición más espontánea, en la que todo lo aprendido se pone al servicio de la exploración y en la que su ideación se afana en plasmar un paso nuevo, se consagra en la elevación de una arquitectura asombrosa y alumbrada por las más ricas vidrieras. Frente a la complacencia de una creación irreflexiva, nos encontramos ante una trabajadora incansable del verbo que —tras haber sido reconocida con el Gloria Fuertes, haber sido invitada a encuentros poéticos internacionales por la École Normale Supérieure de París o el Instituto Cervantes de Sofía y haber sido finalista del Premio Nacional de Poesía Joven—, nos presenta su primera y breve antología, obra en la que se resumen los logros alcanzados durante sus inaugurales seis años de poesía publicada, que quedan impresos por iniciativa de Ediciones del 4 de agosto, quien nos entrega un poemario de bolsillo y que constituye un pasaporte literario con el que la autora bien puede abrirse paso a través de cualquier frontera.

El libro se compone y divide en tres partes semejantes, con poemas de sus obras Entre temporal y frente (Olifante, 2020), Selvación (Torremozas, 2021, XXII Premio de Poesía Joven Gloria Fuertes) y los inéditos en los que viene trabajando estos últimos años. Hasta ahora, si se me permite el atrevimiento de tratar de enumerar los rasgos característicos de su estilo, estos incluían el trabajo artesano con la palabra, demostrando un sorprendente oficio —fino, exigente, preciso, laborioso, delicado—, el regreso a lo leído y a lo aprendido incorporando esos barros en las huellas de sus propios pasos, el desarrollo de un proceso personal de creación a partir de su sentir y su logos, el dominio de la tradición (ejemplificado, por ejemplo, en la perfección de sus sonetos), la búsqueda de un verbo que desborde su expresión desde el silencio y desde una forma de nombrar propia, el juego como vehículo de experimentación usando, por ejemplo, la sonoridad o la riqueza etimológica de las palabras, el despliegue de un notable ritmo y de una cadencia musical serena para asistir a lo que —en su conjunto— constituye un ejercicio intelectual de gran valor, en el que se hila y cierra cada poema con harmonía y rotundidad.

Los nuevos poemas que completan la obra ya conocida —y reseñada en diversos medios— suponen un paso más en la conquista de ese territorio virtual que es la voz propia y resultan ser la evidencia de la partida, del abandono de un primer campo poético que, ahora y en parte, deja en barbecho para sembrar en la tierra nueva que horada su talento expansivo. Son poemas que declaran el fin de un rito personal e iniciático, que son constatación del propio cambio y de la madurez que éste otorga y, así, muestran la desnudez de la herida y comienzan a desvelar todos los escondites de un yo poético que se arriesga y quiere exponerse libremente. En tal ejercicio de cuestionamiento encontramos “un estío/ donde solo el silencio resucita” y una “pluma doblegada por el delirio”.

La poeta no se rinde. Sigue percutiendo con su voz contra los lienzos de esa atalaya que contiene y resguarda el misterio, deshaciendo en el “ser” de la tinta con la que escribe lo que es “noser”, preparando ese ajoblanco en el que se mezcla la vida y la poesía y donde la sustancia queda adherida al continente, a la formalidad del verso y, por un momento, al vislumbrar esa luz alba en los renglones, creemos ver en la palabra todo lo que está incapacitado para contener un simple vocablo.

 

Celia Carrasco Gil, Limos del cielo (Poesía 2016-2022), Logroño, Ediciones del 4 de agosto, 2022.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

23 de diciembre de 2022

La espléndida labor realizada por Jon Kortázar al frente de la poesía vasca escrita en euskera, deberá asomarse también a este Sediento de mar de Pello Otxoteko (1970). Un libro escrito en origen en euskera y posteriormente traducido por el autor al castellano. Cuentan mis confidentes vasco parlantes, pues cuanto recuerdo apenas da para preguntar dónde está Ondárroa, que el ritmo grave de la traducción refleja bien el original y no hay demasiada pérdida. Añaden, sin embargo, que brilla más la redacción en euskera por los ritmos internos, y también por la contundencia sentenciosa con que se emplea en el verso libre la madurez reflexiva y agonista del irundarra.

Sediento de mar, despliega sus velas en el Pequod del capitán Ahab (nave donde se mezclan todas las razas, quizá haciendo referencia a la tribu de ese nombre, extinguida por otra parte) con “La balada de Ismael” y las cierra con el naufragio o encuentro con la ballena. O, si prefieren, con el encuentro con cada uno mismo, simbolizados con explicitud en el último poema de la segunda parte, “Desterrados de ser”. Una obertura y un colofón abren y cierran esta partitura lírica, enmarcando el asunto de la meditación sobre nuestra existencia al hilo de la llamada poesía de la edad. Sediento de mar, desde la misma explicitud del título, habla de ese abocamiento. Y así, desde esa perspectiva reflexiva sobre el sinsentido de ser o de ser para la muerte, nada nuevo hay en ello, muestra el centro del canto el poeta vasco, con sus intermezzos y pausas, vericuetos que apenas se distaren del camino, en su viaje a cuando avecina “el destierro de mi noche”. O ese encuentro con ballena propia, que ha sabido simbolizar en inicios y finales, asida a las bordas de “nuestra impotencia” en ese adentramiento simbólico o paralelo a los mundos de Melville. Asume o comprende bien Otxoteko que “Los asideros son escasos en el mundo”, aunque existan txalupas y balsas salvavidas un instante, la circunstancia o la poesía misma, fámula de esa vida a la que ruega “ofréceme al menos el don de escribir”. Poesía como comprensión o placebo contra el aguijón de la vida, bien descrita como mero aguijón hiriente sobre el animal herido, sobre nuestra animalidad de fondo, que nos impulsa a vivir mientras nos interrogamos. Ya lo contó en su momento la genialidad de Juan Ramón Jiménez.

Sediento de mar, no es un planto, sino una reflexión elegíaca, es un esfuerzo de contención meditativo, apesadumbrada en el tono y pretensión, nunca lacrimógena, sobre “nuestra trágica existencia”. A veces, sin embargo, los instantes mágicos como “la cabeza de mi hijo al otro lado del cristal”, la verdad de la inocencia y la nube del no saber, salvaguardan. O la esencia del paisaje, de la rama y la hoja, de la piedra o la mera lluvia “la verdad de este mundo”, a pesar de que siempre echa la red al fondo. Algo que repetía el último José Ángel Valente, e impone a las palabras su rescoldo: “las cenizas/ nos susurran verdades silenciosas”.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales

La madre abre los ojos y no se reconoce. Trata de descifrar ese rostro enmarcado, tan extraño, tan ausente, que, anclado en la pared, nunca deja de mirarla. Alza una ceja y el retrato imita su gesto. No comprende. Inventa un cuadro propio en el espejo sin saber que, mientras tanto, alguien la está «escriviviendo» en su papel. Es una abuela ciega, una isla-persona subterránea nacida de la erupción verbal del último poemario de Nuria Ruiz de Viñaspre (Logroño, 1969), Las abuelas ciegas, galardonado con el XXIV Premio de Poesía «Nicolás del Hierro». Es Las abuelas ciegas (Ayuntamiento de Piedrabuena, 2022) un libro en el que la res olvidadiza de la enfermedad de Alzheimer influye sobre la acertada decisión que la autora toma sobre sus verba, esto es, sobre la forma voluntariamente fragmentada en la que el texto se presenta. Y es que en este libro, al igual que en la vida, «Todo empieza donde todo acaba / en la punta de la lengua / cementerio letológico donde van a morir las palabras», esas voces perdidas, esas puntadas huidas del hilván de las reminiscencias, esos fragmentos de un pasado hecho añicos y transformado en retazos de gramática.

Nuria Ruiz de Viñaspre sabe que cuando la madeja de la memoria se enmaraña, el olvido la corta y el tejido del recuerdo, como el texto, se quebranta. Se hace entonces huella del silencio, vacío de quien llega a «perder la memoria / perder la / la» en el espacio en blanco u óstracon del tipo leucós de esta práctica balbuceante, casi desaparecida y disuelta por completo, de quien escribe el recuerdo de una lengua mordisqueada, del texto que, como apuntara Túa Blesa en Los trazos del silencio (1998), dice su logofagia. También el tema afecta a esa ausencia de puntuación que parece abandonar el discurso ordenado por una suerte de habla, además de ejercer su influjo sobre la sintaxis, en una suerte de dislocución ¾en la terminología de Chantal Maillard¾ que tensa hasta la disociación la trama del lenguaje. Surcando este mar de páginas, estas islas verbales, hay ciertas reminiscencias intertextuales que dan cuenta de un discurso ecoico, polifónico, en el que se dialoga con las resonancias implícitas de autores como Antonio Gamoneda, Jorge Manrique, María Zambrano o Juana Castro, además de otras ¾Rabindranath Tagore, Roberto Juarroz, Arturo Carrera, Luis Buñuel, Lita Cabellut, Novalis, Cirlot, Rumi, Nasrudin¾ explícitamente referenciadas.

En este libro, desde una peculiar arqueología discursiva, la autora (des)escribe esta experiencia-límite del lenguaje, una voz que, aturdida, se expone a su propia intemperie cuando el fuego del hogar de la anterior palabra ya no calienta, cuando la morada del verbo ya no le pertenece ni responde a la mente emancipada, cuando la casa conocida salta por los aires y solo se puede escribir desde la conciencia de la mordedura, del abismo, del residuo que queda tras la fuga. Cada poema es un pájaro que no recuerda cómo anidó la vez anterior en la memoria, un discurso que decanta las casas y las cosas, que perdura y perjura su dicción en continuos lapsus-paronomasias que dan cuenta de la proximidad de un precipicio logofágico con vistas a la nada. Dado que la autora asegura que «el predemente es vertical», la memoria, sin previo aviso, se despeña, se decanta, se vuelve sumidero y, si de repente toma el pasado por residuo, desagua los recuerdos. Es así como la autora logra recrear de cerca en estas páginas «el Alzheimer de una madre diseñando / idiomas propios», por medio de un particular discurso verbodegenerativo que modela y mordisquea los trazos del silencio y las trizas de la palabra.

En ocasiones, Ruiz de Viñaspre juega también con la dispositio, con prácticas texto-visuales cercanas al caligrama, con herramientas que rompen el fondo esperado del texto, dejan al margen la convención de la escritura o comparan el poema con un embudo invertido que transmuta la pérdida en ganancia. Pero hay, además, algo de excavación en este libro, algo de perforación del habla, algo de retrotracción al balbuceo previo a la dicción, algo que recuerda a la inefabilidad de toda antepalabra. En este poemario, «Los leones no caminan vestidos / quieren ir al fondo del lenguaje / a desenterrar palabras que les miren de frente». Y hacia ese fondo, hacia ese soterrado arché originario se orienta a veces cierta de(con)strucción creadora, en ocasiones casi juarrociana. Mediante distintas herramientas discursivas, la voz se tambalea en el lenguaje, duda, se confunde, pierde su referente si en esta «alteración del habla / aliteración del yo / ¿o era al revés?» se mezcla y se enmaraña. El discurso que ya no se pertenece de pronto se traba. «¿Acaso gallo y galgo son parte de su abismo?», se pregunta el yo lírico ante el habla de la abuela ciega. «Yodo está en su sitio», confunde más adelante. Y es que, tal y como refiere otro poema: “La mente ordenaba una colocación concreta / de notas y la boca desobedecía / Se desconcretaba su abecedario musical / […] Ella solo quería formalizar su idioma / sin léxico sin vocabulario con amnesia / histérica y con fuga.”

En este vaciado memorístico y verbal, la autora trabaja en ocasiones con un imaginario cercano a la nadificación zambraniana, como vemos en «Desde allí la nada y el nadie / donde nada sale y nadie entra», o próximo, también, al no-tiempo o el tiempo otro de un «ahora después aquí» propio de El espacio literario blanchotiano. Se trabaja así con una cosmovisión detenida, con cierta isotopía de una región del no, con un imaginario en el que se ha perdido toda coordenada. El discurso fragmentado se sitúa, además, en un no-lugar distinto al cotidiano, ya que «Cuando en la mente hay ventisca todo sale de su lugar» hacia un afuera, convierte el tránsito en errancia, en nomadismo de ese lenguaje en fuga que se entrega a la intemperie desértica del habla.

Así, en Las abuelas ciegas asistimos a una experiencia-límite del lenguaje, al desorden y a la confusión, a la conciencia del mordisco lingüístico de ese olvido que nos traga.

 

Nuria Ruiz de Viñaspre, Las abuelas ciegas, pról. Amalia Iglesias Serna, Piedrabuena, Ayuntamiento de Piedrabuena, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Celia Carrasco Gil

En la novela Atila, a partir del rescate de la figura del escritor Aliocha Coll (1948-1990), Javier Serena (Pamplona, 1982), sugiere varias lecturas de peculiar amplitud y actualidad. La primera giraría en torno a la tradición del artista incomprendido: Alioscha (el personaje) desarrolla su obra experimental en medio de desarreglos y fracasos, los cuales seguimos a través del testimonio de un periodista amigo. Dichos malestares derivarán en una enfermedad mental que, de modo inevitable, terminará por destruirle la vida, sin por ello comprometer nunca el rigor ni la ambición de su proyecto.

A partir de tal planteamiento, Serena construye una puesta en escena en la que se entrecruzan el relato y la biografía, la crónica y la fábula, sugiriendo que en la ficción el personaje puede imponerse a la anécdota -real o imaginaria-, a través de su poder de irradiación; la seducción que ejerce aquello que fascina porque no puede ser nunca cabalmente interpretado. Esta reconstrucción lineal de un proceso invisible y pleno de incertidumbre, pese a su apariencia realista, permite que Atila sea una novela que admita distintas clases de interpretaciones: la de la mera historia de un excéntrico, la de una época superada o la de nuestra propia relación con el abismo y el deterioro psíquico. 

Otra perspectiva menos evidente, sin embargo, mostraría que el desafortunado e inevitable desenlace que persigue al protagonista sería el resultado de una sociedad cuyos valores -tanto éticos como artísticos- se hallaban en un momento de transformación radical: un proceso histórico del que Alioscha, al igual que  los pocos que lo acompañaron, apenas era consciente. Así, la anhelada modernización social y artística que generacionalmente se auguraba tras el fin de la dictadura en España fue perfilándose hacia cierto conservadurismo discursivo y formal (como defendiera Fernando Savater con su defensa de una literatura comunicativa y amable en La infancia recuperada de 1976). Hoy reconocemos que este proceso, con la perspectiva del tiempo, derivó en la pérdida paulatina de nociones como la calidad literaria y la cultura como acervo, hasta llegar a que la literariedad haya dejado de ser relevante frente a las exigencias de rentabilidad por parte de la industria editorial e internet. En consecuencia, creemos de gran relevancia que la historia de Atila –la de un ambicioso escritor neovanguardista- se desarrolle en los años posteriores a la Transición, cuando el mundo editorial español, tras abandonar la censura política del franquismo, se definió fundamentalmente a partir del éxito comercial, lo corporativo y los gustos del mainstream

Yendo contracorriente, Alioscha, como escritor, pretendía legar una marca histórica, actualizando una tradición experimentalista totalmente activa en el contexto internacional, pero despreciada o desconocida en España por décadas de ostracismo. La brillantez de su formación y su cultura fuera de lo común permitieron que aquella ambición fuese reconocida por unos pocos, pero los fracasos sentimentales, su exilio parisino y la mala relación con el padre disparan en él una profunda y autodestructiva negatividad. Alioscha se sabe un privilegiado por origen, pero rechaza aquellas ventajas (atenuándose, podría haber sido parte de la renovación narrativa que conformaron Javier Marías y Vila-Matas), mostrando así la hidalguía de un auténtico espíritu aristocrático: gesto que reclama a su padre, para quien la cultura apenas supone una actividad ornamental. Y esta crítica es muy elocuente y sigue siendo justificada, dentro y fuera de la novela, al pensar los vínculos de la Cultura de la Transición y el espectro histórico de la vanguardia: una tradición preterida por una burguesía ensimismada, corta de miras, que sería pronto superada y desplazada por el mercado y sus productos editoriales.

De este modo, Atila construye una parábola de un momento de profunda reformulación artística y social, por lo que guarda cierta similitud con un clásico del cine de aquellos días, Arrebato (1979) de Iván Zulueta. Y ése es uno de los méritos de Serena, pues Alioscha, como escritor y antihéroe, es menos llamativo que un excéntrico cineasta amateur enganchado a la heroína. Tanto su degradación como sus rarezas son menores, casi entrañables, pues su cultura e inteligencia le impiden ser un maldito decimonónico, ni tampoco puede permitirse nada que lo distraiga de la ejecución de su obra. En la misma línea, el estilo y la prosa de Serena, ante todo contenidos y funcionales, tampoco realizan concesiones a favor de su personaje, pues Alioscha nunca irradia simpatía, siendo los comentarios sobre su escritura más cercanos al desconcierto que al entusiasmo.

Pareciera, entonces, que el sacrificio de Alioscha resulta encomiable, básicamente, por una cuestión moral: una perspectiva extrema y al mismo tiempo adecuada como antídoto a un tiempo en el que el éxito exige prescindir de cualquier entereza o pretensión de verdad. En conclusión, Javier Serena no solo ha empleado muy hábilmente los cruces entre la realidad y la ficción para rescatar y traer a la actualidad la figura de un escritor interesante y casi desconocido como Aliocha Coll, sino que ha deslizado muchas preguntas sobre lo que podríamos denominar los misterios de la vocación y los destinos literarios.

 

Javier Serena, Atila, Palma de Mallorca, Sloper, 2022

Escrito en Sólo Digital Turia por Martín Rodríguez-Gaona

16 de diciembre de 2022

A Chantal Maillard (1951) le fue concedido el Premio Nacional de Poesía en 2004 por Matar a Platón. Esta colección de poemas, de resonancias inequívocas, llevaba consigo un apéndice que recordaba, al menos desde su título, al texto homónimo de Marguerite Duras: Escribir.

En este apéndice, Maillard -como su colega francesa- exploraba los propósitos que la llevan a escribir: “Escribir / para curar / en la carne abierta / en el dolor de todos / en esa muerte que mana / en mí y en la de todos”, decía en sus primeros versos. Pero también, añadía, para “decir el grito, para descansar”. Para tantas cosas más: “para escribir el dolor / para proyectarlo / para actuar sobre él con la palabra”.

La escritura se revela en Chantal Maillard como forma de vida. Como instrumento con el que observar la vida. Una vida que ha transcurrido en diversas ciudades y aun países. Algo que vemos reflejado en los cuatro diarios que componen esta edición que ha publicado recientemente la editorial Pre-Textos.

El libro incluye asimismo, a modo de adenda, un puñado de textos independientes. En uno de ellos, Besoin de voir plus grand (título inspirado por la lectura de un libro de Georges Perec: Je suis né), la autora justifica la elección del diario como uno de sus géneros recurrentes. En él dice lo siguiente: “Desde siempre me ha perseguido la necesidad de dar cuenta en el relato, tanto en la prosa como en el poema, del tiempo de la escritura. Por ello, quise que mis cuadernos de reflexiones aparecieran en forma de diarios, tal como habían sido escritos, sin subterfugios ni ornamento, evitando someter su contenido a clasificación, contenido u otra”.

Esta concepción del diario como espacio de reflexión y observación se complementa con el carácter con que Chantal Maillard dota a cada uno de ellos. Así, el primero de ellos, titulado Filosofía en los días críticos, va ligado a la idea de pasión; el segundo, Diarios indios, a la de observación; el tercero, Husos. Notas al margen, a la de duelo; y el cuarto y último, Bélgica, una vuelta a sus orígenes, está relacionado, al decir de la autora, con la “añoranza del gozo y el trabajo de la memoria”.

La escritura de Maillard oscila, como es bien sabido, entre la filosofía y la poesía. Se caracteriza por su carácter marcadamente introspectivo. Ante ella, el lector o lectora no lo tiene -al menos a priori- fácil. En ocasiones cuesta entrar en ella, desvelarla. Una vez dentro, una vez desvelada y comprobado que nuestra autora va más allá de las contorsiones a que somete al lenguaje, se hace de repente la luz. Aquella extrañeza primera se convierte, súbitamente, en algo familiar.

Empecemos por el último (cronológicamente hablando) de estos diarios. Bélgica supone una vuelta, a través de varios viajes realizados entre 2005 y 2008, al país de origen de la autora afincada en España.

En sus páginas, Maillard da cuenta de cada uno de esos viajes, realizado por motivos distintos. En el primero de ellos, nos informa de un reencuentro con la abuela y con la memoria del abuelo pintor. Es cuando constata, como el Baudelaire de Les Fleurs du mal (“J’ai plus de souvenirs que si j’avais mille ans”) que está “hecha de recuerdos”; un material que configura en su discurrir (y la lleva a constatar) su propia vejez, un estado en el que “todo es reconocido; nada se ofrece puro” ya que “cualquier impresión apela a otra, anterior, que se activa con tal fuerza que la actual se convierte en simple soporte del recuerdo”.

Las páginas de Bélgica recogen asimismo cuestiones del día a día de la escritora en hechos tan aparentemente banales como las visitas a las casas de los pintores James Ensor y Magritte (no lo será tanto si tenemos en cuenta su labor en torno a figuras como Henri Michaux, del que tradujo algunos textos al castellano), o la descripción del entramado de unas jornadas literarias a la que es invitada.

Por su parte, en Husos. Notas al margen nos encontramos ante una escritura que se caracteriza por el duelo al que aludíamos anteriormente. Un duelo que se desdobla en lo que podemos considerar (por su disposición en la página) como texto principal y textos subordinados (redactados en una prosa desenvuelta que da cuenta de los detalles). En cualquier caso, se trata de los escritos que contienen una mayor carga dramática. “Escribo, porque escribir es lo único que cabe hacer cuando ya no hay nada que deba hacerse”. La escritura, de nuevo, como espejo desde el que observarse y rincón desde el que guarecerse. La escritura, también, como terapia, como (posible) remedio.

En lo que concierne a Diarios indios, un libro escrito a lo largo de varios años de la década de 1990, cabe decirse que ya fue comentado en esta sección a propósito de la edición en 2014 de India, un volumen que recogía todos los escritos de Maillard referentes al país asiático. En aquel entonces ya decíamos que el lector o lectora asiste al encuentro de la escritora, “a su lado más íntimo”, para compartir con ella las descripciones de un paisaje marcado por la miseria o del kitsch característico de las clases pudientes. Ya entonces remarcábamos asimismo la labor de despojamiento y de observación (desde el interior al exterior) que lleva a cabo y refleja en estas páginas.

Finalmente, en Filosofía en los días críticos se trasluce cierto estado de plenitud. Hay referencias que parecen colmar a la mujer que anota en estos cuadernos. Las anotaciones que lleva a cabo a propósito de da lectura de El extranjero, de Albert Camus, o la escucha de las Variaciones Goldberg de J.S. Bach, nos invitan a pensar en ello.

“Vuelvo a mí”, escribe Chantal Maillard. “Cada vez que abro el cuaderno de notas, vuelvo a mí. Vuelvo a mí en la escritura, o antes aún, en la tensión que dispone a la escritura”. Son páginas que rebosan vitalidad. “Mientras yo viva, la muerte seguirá siendo lo más ajeno a mí, lo absolutamente otro”.

En conclusión, estos diarios, que tienen continuidad -según la propia autora- en La mujer de pie y en La compasión difícil (ambos publicados por Galaxia Gutenberg en 2015 y 2019, respectivamente), constituyen una de las mejores pruebas de la escritura, profunda, exigente, rica en hallazgos, de Chantal Maillard.

 

Chantal Maillard, La arena entre los dedos. Diarios reunidos, Valencia, Pre-Textos, 2020.

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Martínez

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