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Nuccio Ordine: “Mi patria es una nación que me permite pensar y escribir libremente”

Si hubiera que definir con una sola palabra a este intelectual, filósofo, escritor, especialista en el Renacimiento y más en concreto en el pensamiento de Giordano Bruno, nacido en Diamante (Calabria, sur de Italia) en 1958, esa palabra sería profesor. O quizá maestro, un concepto que seguro le mueve alguna fibra sensible en el recuerdo de quienes le llevaron de la mano en sus primeros años de estudiante.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Angélica Tanarro

HOMENAJE AL ESCRITOR  ALEMÁN, EJEMPLO DE ESCRITOR COMPROMETIDO CON SU TIEMPO

MERCEDES MONMANY PRESENTARÁ TURIA EL 15 DE JUNIO EN  EL GOEHTE INSTITUT DE MADRID

El gran escritor alemán Heinrich Mann será el principal protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Un homenaje colectivo que le rinden un total de dieciséis autores españoles y alemanes y que reivindica el interés y la actualidad de un autor fascinante y más allá de las modas. TURIA pone en valor la figura y la obra de Mann a través de un espectacular monográfico que contiene casi 150 páginas de textos inéditos. También se da a conocer un texto original del propio Heinrich Mann nunca publicado en España.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

S

 

Si bien se dio a conocer con un puñado de versos reconocidos en 2003 por el Premio Adonais, Javier Vela (Madrid, 1981) es un narrador pausado, que ladea su escritura hacia una elegancia sutil en el decir, un propósito de no derrochar palabras, una estructura de bóvedas cuya eficacia permite que lo que sustenta el cuento mantengan una intensidad que emerge con delicadeza. Once relatos componen “Guía de pasos perdidos” (Páginas de Espuma), un manojo en agua de crisantemos (por cuanto remiten a la soledad, pero una soledad no tan retraída como acostumbra).

 

- Lo que hace que los pasos se pierdan, ¿es el miedo, la duda, la distracción?

- Probablemente, todo ello a la vez. Pero también la voluntad de extraviarse a sabiendas, de escapar del contexto para reconciliarse con uno mismo. En medio de ese espacio desconocido, nuestra identidad se ilumina de pronto «como una cerilla en un cuarto oscuro…»

 

- “Se echa de ver no obstante su presencia (…) tan pronto se entra en casa”. ¿Cuántos fantasmas pueblan la escritura de quién escribe y de qué manera operan?

- Es muy curioso cómo todo aquello que no expresamos a tiempo termina fermentando y convirtiéndose en vinagre freudiano. Si el impulso creador proviene siempre (o yo así lo creo) de la existencia de un conflicto previo, y si este termina resolviéndose con más o menos acierto en una pieza artística o literaria, es sólo gracias a que esos fantasmas han accedido a sentarse a nuestra mesa aceptando el lugar que cada uno, a su modo, les ha reservado en ella.

 

- “…se desprende un viso de misterio que asoma lo irreal”. ¿Qué porción de contingencia, de irracionalidad, de azar, permite Javier Vela en sus relatos?

- Me gusta dar espacio a las latencias (oníricas, psicológicas, emocionales) que existen en mi propia vida, y que efectivamente trasvasan el marco expresivo de la literatura realista. Pero, en esa misma medida, y dado que se integran en el cuento de forma orgánica, no sería capaz de cuantificarlas ni de ponerles nombre.

 

- La mayor parte de sus personajes, de alguna manera, se encuentran solo cuando se pierden, como Fabio. ¿De qué depende que la vivencia traspase, nos modifique, que uno, como Fabio “sea todo lo que ha visto”.

- No podría decirlo con seguridad. Quizá el único modo de que la experiencia arraigue en nosotros con autenticidad sea reingresar en ella mediante el análisis, pero eso, claro, no deja de ser una vivencia vicaria que excluye la epifanía, porque lo epifánico sólo puede acaecer en el presente. La memoria nos truca la baraja, en fin, y cualquier ejercicio de evocación entraña siempre una negociación intempestiva con quienes fuimos.


“Hay que entrenar como un músculo la fantasía y la imaginación”

- Pienso en el relato Estás de suerte, Quim, ¿cuándo –si es que alguna vez procede- conviene perder la cabeza?

- Creo que muy a menudo conviene poner un pie fuera de la realidad, por decirlo así. La azarosidad de ciertos hechos, como los que tienen lugar en ese cuento, suele encajar de forma más elástica en mentes acostumbradas a albergar pensamientos "laterales" o que diverjan un tanto del juicio común. De ahí la importancia de entrenar como un músculo la fantasía y la imaginación, a la hora de interpretar lo real y trascender así la inmediatez de lo cotidiano.

 

- Lo correcto, ¿”es aquello que se desea”, como se dice en el relato de Afectos personales?

- Desde el punto de vista de la ética social, no; desde luego. Pero, desde la óptica de quien cree concebirse siquiera por un instante en sentido extramoral, digamos, hay cierta congruencia para con uno mismo en seguir el dictado de los propios impulsos, y no es sencillo timonear ese barco.


“Lo que busco en un texto es ese ligero estremecimiento en la espina dorsal del que habló Nabokov”

- “También yo me despido con un gesto (carente de sentido)”. ¿Cómo distinguir un buen cuento, una gran novela, de un sucedáneo, de una estafa sofisticada?

- No sé si existe un método lo suficientemente efectivo para eso, pero yo suelo guiarme por la necesidad de encontrar en el texto algo que es frecuente llamar "personalidad" y que tiene que ver con el modo en que el tema o los temas arraigan en la forma y en el punto de vista del narrador. No se trata tanto de que la obra integre una doctrina nueva como de que esta se exprese por medios genuinos. Conviene desechar de una vez la falsa dicotomía que distingue entre tradición y experimentación como si fueran —qué estupidez— categorías estancas. Por lo que a mí respecta, lo que busco en un texto es ese ligero estremecimiento en la espina dorsal del que habló Nabokov, y que implica, eso sí, emplear mucho tiempo en tentativas y vagabundeos.

 

- Como el barrio periférico en el que vive Dani y su narrador, ¿lo interesante, en cualquier orden de la vida, ocurre siempre en las afueras?

- Es posible, aunque es algo que se ha tematizado ya hasta el hartazgo, y eso genera en mí una especie de rechazo instintivo hacia el término mismo. Me resulta difícil aceptar una instancia que se define por exclusión u oposición a otra, o imaginar una vida que gire en torno a un solo eje abstrayéndose de todo lo demás. Me inclino a creer más bien en la existencia de una realidad policéntrica, tensada por sucesivos contrastes. Esa realidad algo ambigua y resbaladiza sí me resulta muy estimulante tanto en la vida como en la escritura, cuando no sean lo mismo.


“El mejor modo de encajar la tragedia pasa por desdramatizarla”

- Pienso en el inicio de "Zoológico privado", cuando al protagonista se le anuncia la ruptura. ¿Qué se requiere para encajar la tragedia, el drama?

- Es una pregunta compleja. Por una parte, está ese límite del lenguaje que Juarroz asocia con lucidez a la ruptura amorosa: “No tenemos un lenguaje para los finales, / para la caída del amor, / para los concentrados laberintos de la agonía, / para el amordazado escándalo / de los hundimientos irrevocables”. Sin duda, ese «hundimiento» puede parecer a priori una situación proclive al drama, incluso si este se expresa envuelto por una suerte de retórica autocompasiva, como en los versos archiconocidos de Pedro Salinas: “No quiero que te vayas, dolor /, última forma / de amar…” Pero, a mi modo de ver, un escritor debe explorar las ambivalencias y contradicciones que toda situación lleva implícita. Quizá el mejor modo de encajar la tragedia pase precisamente por recurrir al humor, a la ironía e incluso al sarcasmo a fin de desdramatizarla, colocándola así en el lugar que le corresponde aun a riesgo de parecer superficial. Esa es la estrategia que adopta el protagonista del cuento que mencionas. Cuando su pareja decide romper con él, está de algún modo estimulándole a recobrar una identidad que creía perdida.

 

– ¿Qué banda sonora tendría este ramillete de cuentos?

-  Probablemente aquella que más me acompañaba mientras los escribía: Bon Iver, Sufjan Stevens, Casiotone For The Painfully Alone, Indians, Matt Elliott, Iron and Wine, Sigur Rós, Jay-Jay Johanson… más algunos «clásicos» como Nick Drake o Karen Dalton.

 

- ¿Cuál es el último libro (da igual el género) que le haya conmovido?

- “Desmembrado”, un breve volumen de cuentos de la por otra parte inabarcable Joyce Carol Oates.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

LA PRESTIGIOSA ESCRITORA PORTUGUESA ASEGURA: "SOMOS HOY EL FUTURO DE MAÑANA, Y SIN MEMORIA Y SIN PASADO NO PODEMOS CONSTRUIRLO"

EL CÉLEBRE PROFESOR ITALIANO LO TIENE CLARO: "MI PATRIA ES UNA NACIÓN QUE ME PERMITE PENSAR Y ESCRIBIR LIBREMENTE"

LA REVISTA TAMBIÉN PUBLICA POR PRIMERA VEZ EN ESPAÑOL A COSTICA BRADATAN, RECONOCIDO FILÓSOFO ESTADOUNIDENSE DE ORIGEN RUMANO

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de junio, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de notable interés en el panorama cultural internacional: Ana Luísa Amaral y Nuccio Ordine. Sin duda, Amaral es una de las autoras más destacadas, reconocidas y originales de la poesía portuguesa, además de poseer un amplio reconocimiento a su trabajo literario con galardones como el reciente Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el más importante de los que se conceden en España a la poesía en lengua española y portuguesa. Por su parte, Nuccio Ordine es uno de los nombres propios mas carismáticos y de mayor proyección de la cultura italiana contemporánea. Un autor que, con sus ensayos más recientes, ha conquistado a la crítica y a los lectores con su certera defensa de la utilidad de lo inútil, así como con su cuestionamiento de la política neoliberal vigente hoy que, a su juicio, ha descuidado los pilares de la dignidad humana: el derecho a la salud y el derecho al conocimiento.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Trabajo de campo

 

0. Para empezar

Yo quería escribir una reseña: acaba de publicarse Mundo es, el vigésimo primer volumen del Salón de pasos perdidos de Andrés Trapiello, y me disponía a desmenuzarlo y disfrutarlo en común, comentándolo en tres páginas de pura celebración de la vida y de la buena literatura. Pero pronto advertí que, aparte de que los diarios del autor siempre andan reclamando una relectura panorámica, un balance general, un juicio global… es obvio para los iniciados en el asunto que hablar de uno de los tomos es, en puridad, hacerlo de todos, o, para ser más precisos, que en realidad todos son el mismo, piezas o entregas de una sola obra que vamos leyendo intermitentemente, y no en vano el propio Trapiello la presenta desde casi el principio como “una novela en marcha” (exactamente desde la cuarta entrega, Las nubes por dentro, que ya lucía esa etiqueta, tan reveladora, en sus páginas de paratextos).

Más abajo volveré a ese término, “novela”, pero antes quiero empezar por lo que debería ser el final, y es que la obra de la que aquí se va a hablar es, en mi opinión, el proyecto narrativo más importante, duradero y significativo de cuantos se están ejecutando en nuestro idioma en nuestro tiempo. No me gustan los superlativos, huyo por sistema de las exageraciones, me estomagan los elogios desbocados, pero ante estos diarios sólo cabe rendirse, y eso que he afirmado es algo que, con las armas de la filología  en la mano (y con la experiencia de saber qué cosas del pasado seguimos leyendo, cuáles quedan y sobreviven al olvido y al silencio), me parece poco discutible, y aunque muchos (aunque cada vez menos…) tendrían cosas que objetar al respecto, es una verdad que se va asentando por su propio peso, por su abrumadora calidad, más impresionante aún que su volumen (que ya superó hace algún tomo las diez mil páginas). Cuando alguien en el futuro quiera saber o entender algo sobre estos años, quien salga “en busca del tiempo perdido”, hará muy bien en visitar estos libros, pues en muy pocos encontrará tan nítidamente como en éstos un retrato de cómo somos, cómo pensamos, cómo nos movemos en sociedad y cómo sentimos cuando estamos solos, y eso es así, en buena medida, precisamente porque lo esencial que se cuenta en ellos es intemporal.

Vamos poco a poco. La alusión que acabo de hacer a Proust me da pie a contar que en algunas páginas del último tomo Trapiello relee su obra maestra, y de allí salen páginas de crítica literaria realmente inspiradas (dice, en una intuición genial, que la Recherche viene a ser como los Ensayos de Montaigne pero con argumento). Son las mejores páginas metaliterarias de un tomo que vuelve a traer su porción equilibrada de todo aquello que nos ha hecho adictos al Salón: los lugares de siempre con alguna escapada, los personajes habituales (cómplices o antagonistas) con algunas incorporaciones, la poesía iluminándolo todo y la malicia divertida y mordaz al dar cuenta de la sociología del bien llamado “mundillo literario”, porque todos los diminutivos y aun desprecios serán pocos para referirse a esa cloaca. Y en lo genérico, que no es lo que más importa pero sí algo definitivamente interesante (y que multiplica la importancia literaria de estos diarios), Trapiello continúa con audacias y experimentos y lecciones que tal vez en este último tomo no superan lo ya conseguido en otras entregas, pero simplemente porque en ésta no se lo ha propuesto, y ha regresado más a la crónica pura que a los progresos personales en el territorio de la narratología.

 

1. Los espacios.

 

“Esta mañana tenía el Rastro esa grandeza de los días de invierno”: es la primera frase, inolvidable, del prólogo de El gato encerrado, el primero de los tomos de lo que ya desde ese libro inaugural se llamaba Salón de pasos perdidos. A pesar de lo indeliberado pero muy adecuado de que ese arranque incluya la palabra “grandeza”, cualquiera que haya pisado el Rastro de Madrid en la madrugada de un día de invierno sabe que ese sitio es en verdad un lugar sublime para comenzar algo. Allá donde tantas cosas terminan, también comienzan muchas historias, se producen muchos hallazgos, salta la magia, lo imprevisto, casi lo imposible. Y esas calles (a las que Trapiello, al parecer, dedicará muy pronto un libro monográfico, contando sus andanzas de décadas por aquellas cuestas y plazas) se elevan como uno de los escenarios predilectos de estos diarios, lo cual, aparte de responder estrictamente a la realidad cotidiana de su autor, asiduo a las búsquedas y rastreos de libros dominicales, tiene también algo muy significativo. Encontrar cosas en el Rastro es revitalizar objetos, devolver algo de vida y calor a cosas desmembradas, separadas, dispersas…, es reunirlas para, haciéndolas nuestras, convertirlas en otra cosa. Como en la poesía, el proceso de selección o descarte de lo que va saliendo al paso delata una personalidad, revela un carácter, dice mucho del flanêur ilusionado que indaga.

En esa primera página absoluta aparece ya una primera “X” que corresponde a quien después ha ido apareciendo en todos los tomos como “JM” o “JMB”, que no es otro que Juan Manuel Bonet, el principal cómplice en el Rastro y uno de los fundamentales amigos, casi hermanos, de su vida, hasta hoy mismo. El cariño y la lealtad que se guardan sólo queda repentinamente comprometidos cuando se trata de competir por algún ejemplar vislumbrado en alguna esquina, pero pelean con deportividad, buenos conocedores de las reglas y de que, a la manera de los futbolistas, “lo que sucede en el Rastro se queda en el Rastro”. El pintor gallego José Vázquez Cereijo, algún acompañante ocasional que se suma de vez en cuando a las pesquisas (pero sin la mínima continuidad exigible para formar parte de “la secta”) o, desde este último Mundo es, algún nuevo amigo (como cierto “joven residente” que con mucha suerte y sobre todo ganas de aprender es generosamente admitido en la comitiva) van completando la lista de los personajes de Mira el Río Baja o la trascendentalmente llamada plaza del Mundo Nuevo. Y es que sucede que hablar del Rastro no es hablar de libros, sino de la vida en estado puro, no del pasado sino del presente más palpitante, no de lo roto o lo viejo sino de lo eterno. Quien no entienda eso no entenderá la escritura de Andrés Trapiello, ni su excesivamente publicitada “bibliofilia” o su “pasión por las primeras ediciones”. No es eso, no es eso…

Para certificarlo, basta asomarse a las páginas, tal vez miles ya, donde el autor habla de sus días en la casa de campo que compró junto a su mujer cerca de Trujillo, junto a Madroñera, en el lugar llamado Pago de San Clemente, al que él se refiere como Las Viñas. Somos muchos quienes consideramos que es en ese “decorado” donde se despliegan las páginas mejores de este proyecto, las más hermosas y sabias, las más aleccionadoras en un sentido clásico, las más ejemplares, las más horacianas y bucólicas por ser en general las más serenas. Claro que “las cosas del campo” tienen también su prosa, y las averías, los pozos secos, los trabajos serviles, las labores ingratas, los esfuerzos arruinados por una tormenta, los gastos inesperados o ciertos vecinos o visitantes traen sus amenazas y sus disgustos. De ahí nacen párrafos igualmente divertidos, pero, como en casi todos los casos es en Las Viñas donde comienza y termina su año (es decir, que allí arranca y concluye cada volumen, con contadísimas excepciones), es allí también donde queda ubicado el balance final de cada calendario, con su melancolía, su contabilidad emocional, su debe y su haber, sus ganancias y sus pérdidas, lo aprendido y lo terminado, lo adquirido y lo despedido, lo que ha llegado y lo que se ha ido para siempre. Hay finales de tomo literalmente conmovedores en su belleza,  y no hay uno solo de ellos en los que, por nostálgico o incluso triste que se ponga en esa noche de San Silvestre, no triunfe la esperanza. Dicho así, puede sonar solemne, pero es exactamente lo contrario, o podría considerarse fuera de la oscura filosofía de nuestro tiempo (y, por consiguiente, de las tendencias literarias más celebradas y en boga) por su invencible gratitud hacia lo recibido, pero se trata simplemente de verdad, de un año que se cumple y una vida que se va viviendo, eslabón a eslabón, sensible a quienes saben atenderla.

Pero al día siguiente de esas conclusiones llega el año nuevo, esto es, el nuevo tomo, y entonces todo renace y recomienza no sólo literalmente sino literariamente: los comienzos de los volúmenes han tenido también hitos asombrosos en lo que a lo narratológico se refiere, de modo que tendremos que regresar al campo de Extremadura al final, cuando me toque intentar explicar el tejido literario (y la apabullante originalidad) del Salón.

Y está, claro, Madrid, más allá del Rastro. La calle del Conde de Xiquena y sus adyacentes es otro de los espacios reales que Trapiello traduce a literatura en estos libros, fundando un territorio literario propio, sólo suyo, pero en realidad es toda la ciudad la que se ve permanentemente homenajeada (que no necesariamente alabada) en este diario. Resulta que el autor anda desde hace años preparando también un libro monográfico sobre Madrid, un retrato de la ciudad donde ha vivido ya la mayor parte de su vida, pero, como decía antes en relación al Rastro, ése es otro de los libros que se podría extraer ya, sin más, del Salón de Pasos Perdidos, una antología de páginas madrileñas semejante a la selección de páginas sobre Las Viñas que, bajo el título de Capricho extremeño, ya se publicó en su día (en realidad dos veces: en 1999 y 2011, esta última con magníficas fotos de su hijo Rafael).

Es lo que produce de una manera casi natural el haber publicado hasta la fecha veintiún años de diarios: hay muchos libros parciales, latentes, dentro de esas doce mil páginas. Habría que comprobarlo, pero no creo que haya una sola capital de provincia española que no haya sido visitada y contada, aparte de cientos de pueblos, de modo que el Salón es también un libro de viajes por España: pensábamos que estábamos ante un monumento a la rutina bien entendida, a la vida sosegada y laboriosa, a cierta monotonía gozosa…, pero lo cierto es que el porcentaje de páginas que nos trasladan lejos de Madrid o de Las Viñas es proporcionalmente significativo, sobre todo porque raro es el volumen que, digamos, no “interrumpe” en algún momento su melodía geográfica habitual con un largo viaje. En Mundo es nos vemos transportados a Colombia durante más de cien páginas dedicadas a cierto Congreso de la Lengua, y en el antepenúltimo, el metafísicamente titulado Seré duda, la exigente promoción de su novela Al morir don Quijote hizo de aquel volumen, probablemente, el más nómada de todos, el más ajetreado. Pero en otros tomos hemos leído memorables vacaciones familiares en Italia o Nueva York… y han ido quedando “archivadas”, así, páginas sobre Venecia o Roma que igualmente merecerían edición exenta.

 

2. Los personajes

 

En alguno de los artículos recogidos en Las letras entornadas, Fernando Aramburu decía que los personajes son a la novela como el arroz a la paella: puede haber paellas de mil tipos, pero todas están basadas en el arroz. La novela, es bien sabido, es el género literario más flexible, voluble y variable, el más difícil de definir y acotar… pero, por muy abiertos de miras que nos pongamos, para poder hablar de novela ha de haber personajes.

¿Quiénes son, entonces, los personajes de esta “novela en marcha”? La respuesta depende de cuánto abramos el objetivo. Si queremos contemplar el Salón panorámicamente, como un fresco de nuestro tiempo, un retablo, una “comedia humana”…, comprobaremos sin esfuerzo que la lista de personajes es ya casi inabarcable, y comprende a muchos cientos de seres reales pasados por la magia transformadora de la ficción. Pero a mí me gusta siempre intentar que el llamativo volumen que ha alcanzado el asunto no despiste de su espíritu, y esa “grandeza” interior a la que aludía más arriba, aprovechando la primera frase de El gato encerrado, no es la de la ambición de registrarlo todo, sino la de la pura y limpia confidencialidad, y para que ésta se produzca es inevitable ser pocos, andar casi en familia.

Durante mucho estuve tentado a confeccionar lo que serían los índices del Salón de Pasos Perdidos, para uso personal y para ayudar a los lectores, ya inevitablemente desorientados en el laberinto. Se trataría no sólo de ir listando y paginando las crónicas, viajes, retratos o meditaciones de cada tomo, sino de hacer también índices transversales: el toponímico, el de conceptos (“tren”, “gitano”, “pescador”), el onomástico… Pero aparte de que después he sabido que Manuel Cañedo Gago tiene índices similares minuciosamente detallistas, cualquiera que se haya asomado a estos libros sabe que al menos el onomástico sería problemático, porque no iba a desvelar yo, publicándolo, lo que los libros callan o disfrazan, y si Trapiello ha querido llamar “X” o referirse por sus iniciales a cientos de las criaturas que por aquí desfilan, sería casi impublicable (incluso jurídicamente comprometido) y en todo caso poco elegante dar cuenta detallada de qué personas reales están detrás de esas figuras del escenario. Y lo más importante es que estoy muy de acuerdo con el propio autor en que eso importa muy poco. Es normal querer saber de quién se está hablando, pero sería sano que todo el mundo entendiese que el retratado en el Salón ya no es una persona sino un personaje, construido por la mirada del autor. Es la vida la que va escribiendo estos libros (y ése es uno de sus secretos más valiosos), la que va contando a Trapiello su propia novela, de modo que el autor sólo tiene que ir consignando a su manera lo que le pasa, lo que ve, lo que vive, lo que le hacen vivir… pero es por supuesto una vida parcial, subjetiva, vivida desde el yo que escribe o siente o recuerda. Es en ese proceso donde cobra toda su legitimidad la opinión personal, las circunstancias particulares, y en ocasiones hasta los prejuicios o las injusticias. El Salón es el mundo de Andrés Trapiello, es como su hogar, y cada uno gobierna en su casa, e invita o expulsa a quien quiere. Es absurdo discutirle al autor su novela, su mirada, su opinión, su “filosofía”, al menos desde esa perspectiva del “tener o no razón”, de lo ajustado o no de los hechos relatados…: su calidad no depende de la exactitud o veracidad o proporcionalidad o fidelidad con las que los aludidos son retratados, porque el Salón tiene su mundo interno, y dentro de él todo es verdad, porque es una verdad autónoma, fundada por él mismo. Aquí no se cuentan “las cosas como fueron”, y es algo de lo que el autor viene advirtiendo muchos años. Todo tiene una sujeción en lo real, un ancla, pero ya hemos asumido que una imperceptible gota de ficción tiñe todo de ficción.

Escribo todo lo anterior pensando en los “antagonistas” habituales del Salón, esas figuras más o menos hostiles que actúan de modos más bien ridículos, penosos o malintencionados en páginas donde el Salón se convierte más bien en un Saloon, pero también sirve, en el lado positivo, para el resto de personas del “mundillo” que aparecen de una manera positiva o por lo menos neutra. Ya he escrito varias veces que para mí ésas son las páginas más prescindibles y poco significativas: me he divertido gloriosamente con muchas de ellas y sé que aportan al conjunto un color necesario, acaso imprescindible, pero tengo claro que el libro no trata de eso.

Pues, si de personajes hay que hablar, los esenciales son, obviamente, los más cercanos, los elegidos: su mujer, M., que es uno de los grandes personajes de la narrativa española contemporánea, y sus hijos, R. y G., a los que literalmente hemos visto crecer y que ya han adquirido una enorme dimensión propia. Aparte, están sus padres y sus hermanos en León, los ya mencionados cómplices del Rastro, algunos libreros, sus editores valencianos de Pre-Textos, el poeta Eloy Sánchez Rosillo, el novelista Pedro García Montalvo, el tipógrafo Alfonso Meléndez, el juez granadino Miguel Ángel del Arco Torres (quien acaba de publicar, prologada por Trapiello, la segunda parte de sus memorias, otro curiosísimo experimento literario personal) y algunos otros “secundarios” más particulares o intermitentes, como aquel inolvidable Miguel el Loco de los primeros tomos.

Y muy deliberadamente he dejado para el final la figura magistral de Ramón Gaya, “como un padre” para Trapiello, según éste mismo dijo en un poema dedicado al pintor. Una vez más, ese libro monográfico sobre la figura y la pintura de Gaya que Trapiello tarde o temprano tenía o tiene que escribir, ya está en realidad escrito, y está disperso por el Salón, atomizado, a fragmentos. La importancia capital que aquel hombre tuvo para nuestro diarista ha sido puesta de manifiesto y reconocida y agradecida por éste en innumerables ocasiones, y en cada una de ellas de una forma siempre nueva y hermosa. Lo cierto es que para quienes leímos a Gaya después de leer a Trapiello, familiarizados ya con el mundo de éste, es fácil hacer “el camino de vuelta”, entender retrospectivamente cómo la visión del mundo y del arte del pintor iluminó la del escritor, en una descendencia genealógica evidente. Ocurre, simplemente, que es estrictamente imposible comprender cabalmente la literatura de Trapiello sin entrar en la “filosofía” de Ramón Gaya, por razones que se hacen transparentes en cuanto se abre casi cualquier escrito de éste.

 

3. Para no complicarnos mucho más.

 

Pero claro, habrá quien en el apartado anterior habrá echado en falta a un personaje bastante importante en el Salón, que es ese al que el autor se refiere como “AT”. Es aquí donde más importaba llegar, aunque también es verdad que en buena medida me alivia el haberme quedado ya casi sin espacio para explicar algo que, en realidad, daría para un libro de buen tamaño (y de hecho ya hay alguna tesis doctoral por ahí sobre nuestro Salón). Pero esbocemos el asunto, o al menos algunas de las líneas que habría que tratar, lanzando más preguntas que hipótesis, más interrogantes que propuestas.

En 1990, cuando apareció el primer tomo, Trapiello era, fundamentalmente, un poeta, muy conocido en ese ámbito, así como en el de la crítica de arte y en el de la tipografía. De modo que de repente tenemos a un poeta que publica un diario y lo presenta como novela. Y en el libro hay entradas claramente ensayísticas (sobre arte y literatura), así como aforismos y hasta alguna suerte de caligrama… Lo híbrido, pues, está en las raíces del proyecto, y no sólo por aquello de que un diario lo admite todo, sino porque, conscientemente o no, nació para ser la obra central de un hombre que, en el terreno de la literatura, ha tocado literalmente todos los palos, y lo suyo es algo así como lo que su amiga Carmen Martín Gaite llamó un “cuaderno de todo”. Un cuaderno que lo admite todo y que poco a poco, como quien no quiere la cosa, lo cuenta todo, lo expresa todo, y lo hace de lo muy particular, de lo íntimo, de lo privado… a lo general, lo universal, lo común. Este propósito se ha admitido ya de un modo explícito en entregas recientes (“Mi nombre es AT, como el de todo el mundo”, llegó a escribir, y uno de los futuros tomos se anuncia con el insuperable y melvilliano título de Llámame X).

Tengo la impresión de que quienes no leen el Salón (que son los únicos lectores a los que puede aburrir la frecuencia y la longitud de las sucesivas entregas) lo intuyen cosa de costumbristas, producto del realismo, prosa cotidiana y “por tanto” sin altura… y con esos pobres prejuicios se quedan sin leer un innovador y rupturista diario íntimo en donde se pueden leen entradas fantásticas, páginas que se han escrito solas, recuerdos inventados, apariciones divinas, personajes que se visitan a sí mismos, solapamientos cronológicos, gente que sube por ascensores que todavía no se han instalado… Eso, en cuanto a la magia, en sentido literal. Pero la magia que nos importa es la otra, la resultante de todo ese talento, ese humor, esa mirada, esa psicología, esa inteligencia con la que Trapiello habita su mundo y vive su vida. Vivir es ir aprendiendo a conocerse, aprendiendo a aceptarse, tantear los propios límites y si eso atreverse a dar un paso más… y así hemos ido viendo cómo AT pasó de ser un mero yo que contaba las cuatro cosas que le pasaban en los noventa a ser en el nuevo siglo una especie de narrador omnisciente de sí mismo, un yo total y fundador y soberano de todo lo que ha creado y que sin embargo, por descontado, “no es el tema de su libro”… El protagonista de esta novela no es Trapiello, ni siquiera AT, ni el propio libro. El protagonista es… todo, porque el tema es todo, la vida indivisible, lo que se mira y lo que se piensa y lo que se recuerda y lo que se desea y lo que se imagina y lo que se malicia y lo que se detesta. Todo nace de un yo, pero no construye un yo que se nos está revelando, sino que construye todo un cosmos simbólico, un sistema filosófico basado en la sencillez, en la gratitud, en la verdad y en la alegría. Es ese tipo de libros, pues, que sólo leen quienes se los merecen, y por eso es, también, tan reconfortante que cada vez vayan sumándose más y más lectores, y además vayan atreviéndose a declararlo y aplaudirlo, invitados por fin a la mayor fiesta literaria que se haya escrito, que se esté escribiendo, en muchísimo tiempo.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Marqués

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