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Hay variados motivos de peso para celebrar la trayectoria poética de Francisco Gálvez, sobre todo desde que al poeta le fue concedido el prestigioso Premio Anthropos de Poesía en 1993 con  su  obra Tránsito, (publicado en 1994 por Ánthropos Editorial, y que, según la crítica, supuso un punto de inflexión. Después llegarían: El hilo roto, (Pre-Textos, 2001), El Paseante (Hiperión, 2005) que obtuvo el premio Ciudad de Córdoba Ricardo Molina en 2004; Asuntos internos (El Brocense, 2006); El oro fundido (Pre-Textos, 2015), Los rostros del personaje. Antología (Pre-textos, 2018), y La vida a ratos (La Isla de Siltolá, 2019). De su etapa de juventud destacan: Los soldados, (1973). Un hermoso invierno, (1981). Iluminación de las sombras, (1984) y Santuario, (1986). Todos estos títulos se reunieron en una antología titulada Una visión de lo transitorio. (Huerga & Fierro,1998).

Y es que la obra de Gálvez siempre ha basculado, como dice Mª Ángeles Hermosilla en su reseña a la antología Los rostros del personaje entre: «una rebeldía formal y estética y basándose su poesía más actual en la mirada y la contemplación del entorno.

Tránsito es «una culminación de los poemarios anteriores», según afirma el crítico Molina Damiani en el prólogo de Una visión de lo transitorio. La contemplación de lo transitorio, de lo que nunca para de moverse, de lo que nos rodea y circunda, la vida alrededor, el tiempo circular, otros cuerpos que nos sustituirán mirándonos en las aguas, en el oscuro reflejo de la especie, cuestionándose continuamente por los entresijos de su existencia pasajera.

El siguiente libro recogido es el título El hilo roto (Poemas del contestador automático). Aparecido en Pre-Textos 2001.  Vuelve Gálvez a usar un plano realista que nos muestra en este libro donde se erige el teléfono como símbolo de la incomunicación humana.

Se construye en torno a la incomunicación y la preocupación sobre el ser humano, además de la soledad. “El lugar desafecto” del que hablara Eliot en Los cuatro cuartetos. El teléfono, un elemento de comunicación que en este caso no une, sino que  separa, y el contestador automático donde quedan grabados todos los mensajes de separación con nuestro prójimo en la sociedad. Población presa, cada vez más de nuestro tiempo y de sus consecuencias, la sentencia que rauda nos une a nuestro propio final nos coloca en la soledad, desajustados, instalados en el brillo con que venden la falacia de ser los dueños de nuestra fortuna temporal.

Si ya en su primera etapa, la obra de Gálvez, nos recordaba la preocupación social, otro de sus temas ahora, será el hallazgo de la incomunicación en la sociedad moderna. Libro que constata la separación con todos aquellos que están ante nosotros y están solos, con los desposeídos que no encuentran un lugar en la tierra. «Solo estoy para solitarios, / exiliados, inmigrantes, tercera edad / gente desposeída, errantes, y enfermos de soledad incurables […]», porque «no estoy para lo temporal», nada le interesa si no es definitivo, como ese tiempo sin fin del que proceden los desclasados a los que se refiere en estos versos, un tiempo que sí es infinito y no tiene medida en la soledad.

Por otra parte, en El paseante, Gálvez nos propone un viaje, un itinerario que conecta con la tradición del homo viator medieval y el flanêur baudelaireano. Alguien que no deja de moverse de un lugar a otro, el desterrado, el apartado de la sociedad. Salvando las distancias, en este poemario el vagar es producto de la incomodidad, que desgaja a su vez un comportamiento de denuncia, de incomprensión ante lo que ve. Inadaptación que se traduce en un monólogo sentimental desde la ética. La voz poética, la persona lírica que lleva la palabra, nos hace deambular con él por unos lugares que vamos desvelando, en un juego sutil de adivinanza culta por casas y lugares visitados física o mentalmente, así, el pórtico del libro lo componen cuatro piezas que tienen que ver con el paso de las cuatro estaciones.

Somos las casas que habitamos, el hogar que fabricamos a lo largo del tiempo, sirve esta casa como metáfora, la casa es la vida donde vamos haciendo un hueco, un hogar. La trayectoria vital cuyo recorrido se refleja en su interior, cada victoria y cada fracaso, así nos lo recordaba Gaston Bachelard, ese espacio se ha convertido en el realismo posindustrial del que Gálvez nos habla.

«Pero solo te pertenecen sus paredes y muros, / huecos de luz y sombra, / y ese tiempo fugaz de habitarla».

Se enraízan en la poética de Gálvez entonces la memoria, la crítica, el recuerdo como recuperador operativo de la vivencia del pasado, que no ha perdido su esencia porque la lírica rescata y ancla el olvido, mientras falsificamos el  recuerdo y mitificamos la memoria a lo largo de la vida mediante la palabra.

En tercer lugar, Asuntos internos, en donde se modula su compromiso civil, y vemos cómo Francisco Gálvez construye su particular Weltanschauung, la epistemología vitalista y expresiva de sus versos recorren un panorama sentenciado a desaparecer: la soledad, la comprobación de que el tiempo es una experiencia decadente que consiste en una pequeña vibración, un movimiento imperceptible, mientras el ciudadano queda desactivado en un sistema perverso de pensamiento hegemónico, cuya única verdad es el consumo que crea inercias violentas en nuestras sociedades, sucursales productivas de consumo.

 Bien, Gálvez, nos ofrece en Asuntos internos una visión sobre la infancia, aquella infancia que nos recordaba Rilke y Antonio Machado, momento que es aprovechado para verter todo el caudal lírico y convertirlo en reflexión, un momento que el poeta busca porque le sirve para marcar las diferencias con la actualidad, esta actualidad que tanto ha cambiado en un movimiento centrífugo que elimina al diferente, o al que no está insertado en un discurso mayoritario, pero no democrático.

Lo que nos propone Gálvez en El oro fundido, (su libro más importante, comparable a Tránsito), es un juego de estilo, un tour de force en donde mezcla el verso y el poema en prosa en un nuevo intento de crear un camino original, alejado de las modas que actualmente asolan el mercantilizado negocio editorial, un nuevo camino que emprende con valentía la mezcla de versos, los diferentes metros que Gálvez trabaja con soltura desde sus comienzos, así como la utilización de poemas en prosa que albergan una musicalidad de esencia más narrativa que pocos poetas cumplen, sin perder ese rasgo tan característico de su poesía, el tono oral, la pasmosa naturalidad de su obra que parece hablarte doblegando el lenguaje que no acusa el sometimiento lingüístico para expresar un pensamiento basado en la meditación y en la experiencia vital y poética.

Destacaría de este volumen: “Tomando el sol después de comer”. Donde se recoge el recuerdo de la infancia y la incursión en la poesía. Soberbio poema en prosa.

En La vida a ratos, la reflexión a vuelapluma que recorre el pensamiento poético de Gálvez maduro y contemplativo, transita por diferentes espacios: por un cuadro, por un paseo, como un astrónomo que contempla las estrellas, el observador de cuadros o el orfebre, para decirnos que todo ello puede formar parte de su mundo enjaulado de la página, un marco que limita y expande su poder más allá de los límites de la lírica, porque este ejercicio literario requiere la meditación medida del que descansa y observa, a lo Juan de Mairena, con un Machado más sabio y maduro que necesitaba esa otra forma de decir porque había explorado todos los caminos del verso y de su musicalidad.

«Un paseante por el jardín botánico que señala la diversidad que no encuentra en otros lugares[…].»

Toda esta obra es más que suficiente  de un poeta que sigue ofreciendo una estética, cuyo resultado, el tiempo no ha impugnado, gracias a la valentía de lo sencillo y a la bondad de la palabra en que se construye todo su discurso lírico. Una lírica del instante para sujetar lo inaprensible. Entre la mirada y lo contemplado.

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín Fabrellas

Ana Luísa Amaral: “Somos hoy el futuro de mañana, y sin memoria y sin pasado no podemos construirlo”

En la tabla de equivalencias poéticas, una hora de conversación con Ana Luísa Amaral tiene el mismo valor que cinco o seis horas con otros autores: su capacidad de comunicación, la espontaneidad con que puede recordar unos versos de Emily Dickinson al tiempo que baja una persiana, porque el sol de Leça de Palmeira la deslumbra; la facilidad para encontrar el sentido profundo de las cosas cercanas o la ligereza con que cita en inglés, español,  italiano o portugués, su lengua, dibujan a una poeta tan en las cosas de la calle

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Luis Sáez Delgado

La primera vez que leí el Ulises fue exactamente hace medio siglo, cuando tenía 17 años. No recuerdo bien las circunstancias, solo la huella que dejó en mí la lectura. La traducción, la primera y entonces única que había en español, era de José Salas Subirat y la había publicado la editorial Rueda en Buenos Aires en 1945. La segunda traducción, a cargo de José María Valverde, la editó Lumen en 1976 y fue un acontecimiento en nuestro entorno cultural.  Habían transcurrido 54 años desde que vio la luz la edición de Rueda cuando apareció la tercera traducción, realizada por María Luisa Venegas y Francisco García Tortosa.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Eduardo Lago

De «dolorosa» calificó Heinrich Mann su despedida de Europa cuando en 1940 se vio obligado a emigrar a América dejando atrás el continente que lo había visto nacer, crecer y crear una obra literaria que el paso del tiempo revelaría como visionaria, pues ya desde bien pronto supo denunciar sin temor alguno a través de sus textos una situación que, de manera progresiva, abocaría a su destrucción: «Todo lo que yo tenía lo había vivido en Europa», en esa Europa en la que el 27 de marzo de 1871 había venido al mundo en la ciudad de Lübeck. El mundo que acabaría por destruirse se abría entonces para Luiz Heinrich Mann como un mundo sin grandes problemas, pues su padre, Thomas Johann Heinrich Mann, comerciante, y propietario de una empresa fundada en 1790, era uno de los personajes más notables de la ciudad hanseática, lo que seguramente propició su elección como senador en 1877.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Isabel Hernández

Nuccio Ordine: “Mi patria es una nación que me permite pensar y escribir libremente”

Si hubiera que definir con una sola palabra a este intelectual, filósofo, escritor, especialista en el Renacimiento y más en concreto en el pensamiento de Giordano Bruno, nacido en Diamante (Calabria, sur de Italia) en 1958, esa palabra sería profesor. O quizá maestro, un concepto que seguro le mueve alguna fibra sensible en el recuerdo de quienes le llevaron de la mano en sus primeros años de estudiante.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Angélica Tanarro

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