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23 de abril de 2020

Desde siempre ha habido otro país, que mirábamos unas veces con desprecio o indulgencia, otras como Arcadia ideal, y que casi siempre ignorábamos. Se le han dado varios nombres. El más popular, aunque no el más amable, España profunda. Se ha escrito mucho sobre ella, pero nunca como en este libro, que en apenas seis meses va camino de su tercera edición. En otro tiempo –y no hace falta remontarse al 98, basta con mirar unas décadas atrás–, un escritor, cuando dejaba a un lado la novela o la poesía para dedicarse a asuntos más cercanos a lo terreno, se remangaba la camisa de prócer literario y acometía el santo ejercicio de “pensar el país” o de abordar “el problema de España”. Esa actitud todavía está presente en algunos tertulianos reconvertidos en pseudohistoriadores o pseudoensayistas de dudosa solvencia intelectual. Sergio del Molino está muy lejos de éstos, pero también lo está de Azorín, Unamuno y otros autores del 98 –salvo, tal vez, de Machado–, así como del Cela de Viaje a la Alcarria. Sin embargo, ni su vastedad de conocimientos ni haber sabido adoptar la distancia justa bastan para acreditar el valor de La España vacía. El gran acierto de este libro está en la forma de mirar y de contarlo.

En La España vacía Sergio del Molino hila su discurso a partir de observaciones históricas, de citas de sucesos, de múltiples y oportunas referencias literarias, y lo hace siempre con habilidad y hasta con humor. Un humor, sin embargo, polifacético y algo turbio: es consciente de que habla de algo prácticamente irreversible. No se trata tanto de un viaje literario al uso como de un recorrido reflexivo y crítico por una geografía física y cultural. Un recorrido personal, desde su experiencia y su propio viaje a los lugares y a las ideas.

El subtítulo –Viaje por un país que nunca fue– ya sugiere un viaje al interior y a lo interior de este país, la narración de las complejas relaciones entre la España de la meseta y la urbana. ¿Y cuál es ese interior? Lo que el autor define como “España vacía” abarca más de la mitad de la superficie del territorio nacional, en la que vive poco más del 15 por ciento de la población total de España. Aunque sus fronteras son difusas, se corresponde en gran parte con las comunidades autónomas de Aragón, ambas Castillas, Extremadura, Madrid (exceptuando la capital) y La Rioja, así como amplias zonas del interior de otras regiones que limitan con las citadas. La historia de las relaciones entre la España vacía y la urbana está marcada por la desigualdad socioeconómica, la falta de entendimiento y la manipulación. La pobreza del interior y el boom económico derivaron en el éxodo rural de mediados del siglo pasado, al que aquí se refiere como Gran Trauma. Media España se vació, y lo que eso supuso todavía condiciona las dos caras opuestas del Jano que es nuestro país. Nunca se miraron frente a frente, y construyeron la imagen del otro a partir de estereotipos, idealizaciones, deformaciones. Pero toda relación es una relación de poder, y siempre hay quien ejercita el poder con más intensidad a la hora de dar una versión de la realidad que aceptamos como válida. La España vacía es la más vulnerable de ambas, y sobre ella han pesado tópicos de difícil disolución. Lo ilustran algunos mitos que narra este ensayo, como los crímenes de la España negra (Fago, Puerto Hurraco, pero antes de ellos Casas Viejas, y tantos otros), pero también esa España grotesca y buñuelesca, como ha ocurrido con la mancomunidad de Las Hurdes, ejemplo de construcción de una imagen en la que los propios habitantes nunca tuvieron voz. Esa España que ha sobrellevado el estigma del analfabetismo y la incultura es, paradójicamente, la misma que se construye como fuente de cultura ancestral y como paisaje literario, desde el desprecio y el distanciamiento. Por una parte, fue objeto de atención de los pedagogos de la Institución Libre de Enseñanza y de las misiones pedagógicas que trataron de llevar la alta cultura a los pueblos del interior. La victoria del bando sublevado en la guerra civil acabó con ellas. Hoy, ese afán permanece, como subraya el autor, en los maestros y profesores interinos que, sin instalarse a vivir en los pueblos de la España vacía, acuden a diario con su entusiasmo y sus ganas de formar, llevando consigo un soplo de ciudad. La misma ciudad que, por otra parte, ha creado el paisaje de la España vacía desde el rechazo y la incomprensión. La sacralización del gran libro español, el Quijote, ha condicionado asimismo nuestra visión del paisaje mesetario: lo percibimos como una Maritornes, fea y hombruna, aunque a menudo idealizada con los ojos del viejo hidalgo. En cualquier caso, siempre con una mirada externa y desde arriba. Porque ahí radica la impotencia del interior frente a la España urbana, en la construcción e imposición del relato desde fuera. “La España vacía nunca se ha contado a sí misma”.

Hay un aliento común entre este libro y otros grandes ensayos que abordan la cuestión de la dominación cultural y la construcción de la realidad. Leyéndolo no he podido evitar recordar Orientalismo o Cultura e imperialismo, de Edward Said. Dejando aparte el hecho de la propia conquista imperialista, que no es el caso de la España vacía, existe un claro fondo común. Said sostenía con acierto que Oriente fue una construcción de Occidente, no sólo con la fuerza de las armas o la política, sino sobre todo con los mitos creados y las obras de la alta cultura que la retrataban. Cuanto sabemos de esa España cada vez más vacía es un relato ajeno, contado por los dueños de la palabra. Sólo en los últimos años ha empezado a ser narrada desde otro punto de vista, ajeno a la mentalidad prepotente hasta ahora dominante. Son algunos nietos y bisnietos de los que protagonizaron el Gran Trauma quienes, en sus escritos, pero también con su música y su forma de vivir, se han reapropiado de esa España vacía desde las capitales a las que emigraron sus antepasados. Sin idealizaciones, sin estereotipos externos.- DANIEL PELEGRÍN.

 

 

 

Sergio del Molino. La España vacía. Viaje por un país que nunca fue, Madrid, Turner, 2016.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Daniel Pelegrín

23 de abril de 2020

   Existir, existió. Y se hacía anunciar con chocantes anuncios en los periódicos de comienzos de los años 60 en Italia. Muy concretamente en la ciudad de Trieste. “Submarinos usados: compro y vendo”. Parecería un chiste, si no fuera por la increíble historia que, a partir de una inspiración real, el escritor Claudio Magris más tarde desarrolla a lo largo de 400 páginas en la forma de  una apasionante y estremecedora  historia de historias. Una novela, No ha lugar a proceder, de laberínticos tentáculos, un duro panfleto acusatorio en torno a las guerras y  el instinto de destrucción del ser humano desde el comienzo de los tiempos. Eslabones de una cadena que parece no tomarse nunca un respiro ligando, ensamblando e “inspirándose” unos en otros, a base de persecuciones, matanzas, racismo, colonización o asesinatos sin castigo. Para ello, esta lúgubre cadena utilizará poderosas armas a posteriori. Entre ellas, la impunidad y el olvido social, político e históricamente aconsejable y terapéutico, una vez pasados los conflictos, como defienden algunos. Como aún se debate, en carne y memoria viva, en no pocos países de Europa, ya sea con restos abandonados en las cunetas, ya sea con defensores de la libertad torturados y masacrados en celdas anónimas, más tarde “raspados de la conciencia” por los sobrevivientes, culpables o no. Y si no, con gente convertida en cenizas, gente sin tumba, a la que jamás se les hará justicia.

   Expedientes supurantes de la Historia que, una y otra vez, sólo merecerán ser definidos en procesos hipotéticamente emprendidos con la fórmula “no ha lugar para proceder”. Un arma, el olvido, contra la que luchará hasta su misteriosa desaparición un héroe, entre coleccionista maníaco y desorbitado, y ángel custodio de una justicia que, una y otra vez, es interesadamente borrada, obstaculizada, esquivada o “distraída” con argucias. Con las argucias de un Estado de Derecho, llegada por fin la paz y el imperio de la ley. El olvido será -como nos recuerda Magris en esta magnífica obra No ha lugar a proceder- será siempre esa casa última o refugio de todo tipo de criminales, muy pronto cínicos y “convencidos” constructores de las nuevas democracias.

     El profesor Diego de Henríquez realmente existió. Desde hacía años se había dedicado a recoger armas de toda clase y tamaño, desde sumergibles, Panzer o dragaminas. Empujado por las deudas tuvo que poner en venta “alguna reliquia de considerables dimensiones”. Y existió en una bella ciudad, Trieste, cantada por poetas como Umberto Saba, narradores universales como Svevo o visitantes de lujo como Joyce. Una ciudad que aún vivía del mito austrohúngaro, “que recordaba todas las anécdotas sobre Franz Joseph y todos los detalles sobre la llegada de los Bersaglieri, pero poco sobre la Risiera y sobre los que se disolvieron sobre el fétido humo de su horno crematorio”. Porque si aquel estrafalario Coleccionista del Mal y la destrucción existió, también existió en Trieste otra cumbre real de la infamia llamada La Risiera di San Sabba. El único campo de exterminio nazi en suelo italiano. Una tétrica construcción industrial –hoy Museo- utilizada como campo de tránsito, detención, tortura y eliminación de miles de partisanos, antifascistas y judíos. Unas veces, gaseados en su horno crematorio, otras sometidos a suplicio o asesinados a martillazos. Aunque no sólo se torturó allí durante el fascismo y la Segunda Guerra Mundial. También se hizo en otros lugares diseminados por la ciudad, como  las cárceles del Coroneo, o en la tristemente célebre Villa Triste,  nido de los fascistas locales conocidos como “la banda Collotti”. Una banda, como se nos dice en la novela, “que torturó hasta el último momento”.

     ¿Tienen caducidad los crímenes ocurridos durante guerras y conflictos, no sólo los militares, sino los de carácter represivo y civil? En este apartado, el escritor Claudio Magris, que a lo largo de toda su obra, desde el ensayo, la ficción, el teatro o desde su constante presencia como articulista en numerosas publicaciones, se ha convertido en una implacable e insustituible conciencia ética y moral de nuestros días, una conciencia en absoluto  conformista, se muestra en esta obra, una y otra vez, pesimista. Con la victoria, se nos dice en uno de los más espléndidos capítulos del libro -el dedicado a la difícil y caótica liberación de Trieste, enclave ferozmente disputado por partisanos yugoslavos y por italianos-, una vez acabada la guerra, sólo hay lugar para “las felicitaciones”. El resto, rápidamente, “es agua pasada”. Ni siquiera al siniestro coronel Ernst Lerch, en cuya “hermosa villa luego se vuelven a ver todos” –se nos dice en las últimas páginas de estas amargas recapitulaciones de hechos históricos- encargado de separar a los prisioneros de la Risiera, designando quién iba a las cámaras o a Alemania, “le dio mucha pena que el Führer hubiera perdido la guerra”. Todo pasa, todo se olvida. Una vez regresado a su austriaco Klagenfurt natal, su Café Lerch irá viento en popa. Es alguien sumamente respetado y se convierte muy pronto en el presidente de la asociación de pequeños empresarios de la ciudad. La ciudad de grandes gigantes de la literatura como Robert Musil y de escritoras no menos notables como Ingeborg Bachmann. Aunque no contento con esto, como se nos avisa en el relato de Magris –la cantidad de anécdotas demoledoras, de carcajadas insolentes del Mal que llaman al escándalo y la estupefacción de las “buenas voluntades” de cualquier época, es incesante en esta obra- Lerch, como cualquier criminal dignificado por el paso del tiempo y la impunidad,  regresará al lugar de la infamia: a Trieste. En una bella villa del Carso, monte cercano a Trieste, el exnazi Lerch “celebra veladas con funcionarios y oficiales angloamericanos y con el coronel Bowman, primer comandante del Gobierno Militar Aliado en Trieste”. Un hombre de mundo éste, Bowman, de quien “se comenta” que tiene una amante eslava y que no le gustan demasiado los italianos. “Todos fascistas”, y encima, ahora, poco efectivos “contra los comunistas”.

   Arca de Noé de una humanidad que sin cesar se reencarna no siempre en lo mejor, grandiosa y casi enciclopédica suma de historias sobre la furiosa batalla de la vida contra la muerte, de la civilización contra la barbarie, de la verdad contra la mentira, del amor contra el odio, esta  última novela de Magris, como ya sucedía con su anterior, no menos dura y magnífica, A ciegas,  vuelve a decantarse por una adictiva y zigzagueante polifonía de voces. Esa multiplicidad de historias encadenadas, de hechos, de gestos fulminantes, de detalles dejados caer aparentemente al margen y arrastrados por un caudal de existencias y aconteceres que se niegan a reducir “la prolijidad del mundo, la inmensidad de los espacios, los abismos del corazón”, como decía este mismo autor en su no menos fascinante viaje que era Microcosmos.

       Como si estuviera inmerso en una especie de macro-thriller detectivesco, en una iracunda  “caza” contra esta impunidad y olvido que se ríe del presente (“no lucho contra el olvido, sino contra el olvido del olvido, contra la culpable ignorancia de haber olvidado, de haber querido olvidar”) Henríquez, cuyo nombre no aparece en la novela, sólo los fragmentos de sus diarios, una vez ya ha fallecido, dice haber transcrito los grafitis que dejaron algunos prisioneros en las paredes de La Risiera, antes de ser cubiertas con cal viva. Unas listas de nombres que quizá señalaban a sus verdugos. A los carniceros de las SS más reconocibles pero también a sus más ocultos y “honorables” cómplices locales. Muchos en la ciudad de Trieste están alarmados. Otros dicen que tan sólo es fruto de la calenturienta imaginación de “un falsario, un alucinado”.

     Tras la desaparición de este curioso personaje, una joven, Luisa Brooks, es la encargada de organizar, sala por sala, el futuro Museo. También será la responsable de interpretar e ir comentando, a la luz de lo vivido por su familia, a la luz de la Historia oficial y de los diarios de Diego, los borrones y cuentas nuevas elegidos para seguir viviendo en paz, para afrontar nuevos ciclos de más o menos interesados e hipócritas entendimientos. “Toda la Historia de la Humanidad es un raspado de la conciencia, sobre todo de lo que ha desaparecido”, se nos dice en este relato narrado a través de dos voces. Por un lado, la voz del presente, encarnado Luisa, una mestiza hija de una judía cuya abuela fue asesinada y de un oficial negro llegado con el Ejército de los Estados Unidos;  y por otro lado, la voz casi mítica, de alguien ya desaparecido, el fundador del Museo, que ha dejado escritos unos diarios.

     Avanzando fragmentariamente a través de historias (“las historias van y vienen”, dirá Luisa) que se engarzan unas con otras entre el horror y la fascinación -desde el Caribe y los interrogatorios de la Inquisición en el siglo XVI a crímenes racistas sucedidos en un Londres bombardeado durante la Guerra Mundial; desde  fantásticos personajes como ese héroe checo Václav Morávek que enviaba postales al sanguinario Heydrich después de cada atentado a infames torturadores como el policía Collotti de la siniestra Villa Triste, condecorado post-mortem por las nuevas autoridades italianas- la novela de Magris se convierte a cada paso en un bello o apestoso palimpsesto que fluye de forma acompasada, natural, simultánea, conformando un gran y mestizo humus. Un humus donde el bien y el mal, la cobardía y el heroísmo, las víctimas y los verdugos, el espanto y el amor, se confunden entre “rebaños humanos” en ocasiones indistinguibles. Una tupida maraña de zonas intermedias, ambiguas, de difícil comprobación y frecuentes enmascaramientos. De vacilante justicia terrenal y aberrantes ocultamientos como ya sucedía  en otras novelas de este autor como Otro mar, Conjeturas sobre un sable, A ciegaso en esta  actual. Algo que, con el tiempo, una y otra vez, ha ido caracterizado siempre su literatura. Una literatura que engarza de forma embriagadora e  hipnótica un gran número de relatos y destinos humanos cruzados y complementarios, se trate del escenario del que se trate. Una escritura de enorme potencia y de deslumbrantes hallazgos metafóricos, de contundente ferocidad y escaso acomodamiento, de penetrante y lúcida indignación, a mitad de camino entre el ensayo y la pura narración, entre el atestado y la investigación, entre el puro relato de aventuras y el cautivador y terrible poema épico.- MERCEDES MONMANY.

 

 

 

Claudio Magris, No ha lugar a proceder, Claudio Magris, traducción de Pilar González Rodríguez, Barcelona,  Anagrama. Barcelona, 2016.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Mercedes Monmany

17 de abril de 2020

 

Si en lugar de haber publicado Patria a los 57 años de edad, con un puñado de libros a sus espaldas y un acreditado prestigio en el panorama literario hispano, el éxito extraordinario obtenido por esa novela le hubiera pillado a Fernando Aramburu con veintitantos y esa hubiera sido, pongámonos estupendos, su ópera prima, los lectores y la crítica habrían estado esperando su siguiente obra con la punzante intriga, mezcla de fervor y mala uva, que suele caracterizar el carácter patrio. Las cosas, sin embargo, no se han desarrollado así. Tras 27 ediciones y 700.000 ejemplares vendidos, según las últimas estadísticas, a Patria le ha sucedido un libro que habrá desconcertado a más de uno. La jugada estaba calculada. Aramburu no es un aficionado. A aquélla le sucede en su ya extensa lista de títulos Autorretrato sin mí, una paradoja en sus términos, sesenta y una piezas en prosa que, no obstante, pueden ser calificadas de poéticas. Por la poesía empezó su andadura el escritor vasco afincado en Alemania. De la mano de CLOC de Arte y Desarte. “Contraje la poesía a edad temprana”, confiesa. Al parecer fue Lorca quien le contagió “la enfermedad incurable de la poesía”. Para demostrar que ésta no le es ajena, reunió en Yo quisiera llover (Demipage, 2010) versos escritos entre 1977 y 2005. Antes, ya había afirmado: “Yo, con todos mis respetos, creo que hoy por hoy la poesía prefiere que la exprese cierto género de prosistas”. Él es uno de ellos. Y eso ha hecho. No con la sutileza que ha usado en su narrativa, corta o larga. En este autorretrato la apuesta lírica ha sido otra y no en vano el libro aparece en Nuevos Textos Sagrados, la colección poética de su editorial de toda la vida, Tusquets, aunque no con el diseño que la caracteriza. Basta con leer “Polvo de hombre”, “El hueco”, “El hilo”, “Réquiem por el tiempo”, “Pájaros”, “La medusa”, “El sable” o “Mirlo”. Hasta la disposición tipográfica lo delata.

A propósito de esta entrega, Aramburu ha declarado: “Es un ejercicio literario de introspección pero lo que ofrece no es una sucesión de datos autobiográficos sino un paisaje en el que confío que cualquier lector se pueda reconocer. Me propuse verbalizar lo que me constituye como ser humano”. Sí, la palabra “hombre” abunda en estas páginas. Su humanismo, digamos, en ineludible. Desde la primera línea: “Habito desde que nací en un hombre llamado Fernando Aramburu”. Y más adelante: “No he sido nada del otro mundo, un simple hombre atareado en juntar signos frente a la noche”. O: “Yo, simple hombre de soledad y libros”. También: “Ser humano es mi vocación, mi tozudez y mi condena”.

El de la identidad es un asunto central en este empeño. “¿Quién, de todos los que he sido, soy yo en verdad?”, se pregunta. Y añade: “De mí podrán decir cualquier cosa salvo que fui definitivo”. Del primer al último capítulo, el borgeano tema del “otro” está omnipresente. Ese “otro” que es, por seguir el título del libro del poeta argentino, “el mismo”. Ese yo que es otro y, además, los otros, sin cuya concurrencia aquél no existiría. Una identidad, cabe precisar, sustanciada en la soledad (“escogida”), en la cualidad del solitario, ya se dijo. En “Concha de caracol” leemos: “Yo no tengo más alma que estar solo”. Y: “Yo apenas me alejo de mi soledad”. O: “Yo estoy tan solo a solas como en presencia de los otros”. Y, por fin: “Soy de mi soledad”. En otra parte leemos: “¿De dónde eres? Soy de mi soledad, el país que jamás abandono vaya a donde vaya”.

Ya se ve que “yo” es una palabra que, como es lógico, se repite. Este es un relato de autoafirmación. Pero es un yo rodeado. Quiero decir que en su soledad y, por ende en su ensimismamiento, participan otras personas muy cercanas al autor de esta suerte de meditación con trazos de memorias. Así, su padre. Aparece pronto en escena, en el tercer fragmento de este puzle que, una vez terminado, da en un fiel retrato de quien lo concibió. Hablo de “Viejo”. Y su madre, a la que dedica una pieza con ese título. Y su mujer, claro, “la Guapa”, la misma que llamó al timbre de un piso de Zaragoza y cambió para siempre la vida de Aramburu (a la que dedica una de sus novelas más poéticas, Viaje con Clara por Alemania). De la que dice: “Hasta hoy (me está esperando a la vuelta de la esquina) permanecerás con la mujer, sin la cual tu vida entera, créeme, no tendría más consistencia que el barro seco”. Léase “Beso”.

Y sus hijas: Cecila, la del piano, e Isabel (ha explicado que “sufrió una meningitis que le dejó secuelas”), con la que aprende la compasión: “Nadie me ha conferido tanta forma como tú”. Y la inocencia.

En “Amor” escribe: “Amar, lo que se dice amar, he amado a pocos; pero juraría que a esos pocos los he amado mucho”.

El que en 1985 dijo: “La sintaxis soy yo”, no puede olvidar que, al final, es alguien que escribe. “Yo me afané con las comunes palabras del idioma castellano”. Palabras “baratas”, “de todos”. De una lengua que se ha convertido en “la más firme y duradera de mis pasiones”. “He sido (…) un hombre entregado al arte laborioso (que es oficio y es pasión y es juego) de expresarme por escrito”. De ahí que el lenguaje sea sustento básico y necesario de un libro que basa su existencia, más allá de lo testimonial, en su vocación de estilo, otro rasgo distintivo de Aramburu. De ahí que dedique no pocas páginas a indagar sobre su oficio, que empieza por su destino de lector (“La bofetada de1971”).

“Constato solamente”. “A mí me basta la realidad”, declara, y en lo que tiene de cotidiana sustenta algunos aspectos de su intimidad como cuando se refiere a su cara, a sus manos, a su perro, a la cama, a la “manzana matutina” que se come a diario o a ese terrible diagnóstico que, por suerte, resultó equivocado. En pos del “arte tranquilo de morir”. Pero cuidado, “Que lo raro es vivir”. “Ardua es su tarea no elegida de existir”. Se constata fácilmente. A esa perplejidad dedica el autor de Ávidas pretensiones tal vez lo mejor de sus creaciones. Desde la posición de un melancólico vitalista: “Me gusta la vida, qué se le va a hacer”. A pesar del miedo (“Grande es la noche, negra y sin consuelo”). “Feliz de ser feliz”.

Ve la vida Aramburu desde la ventana de su estudio que da a los abedules (“Mi ventana y mi vida dan al norte”) o desde las orillas del mar Cantábrico, en su natal Donostia-San Sebastián. Pero sobre todo desde la calle, en medio de los demás. Su humanidad así lo exige. “Vengo a decirme la verdad”, leemos, y podemos dar fe de que así ha sido.- ÁLVARO VALVERDE.

 

 

Fernando Aramburu, Autorretrato sin mí, Tusquets Editores, Barcelona, 2018.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Álvaro Valverde

17 de abril de 2020

 

  

Y va a llegar un demonio atómico y te va a limpiar

Héctor Lavoe y Willie Colón

 

 

 

 

 

 

 

 

Ya te lo he dicho, niña, no empieces...

 

Mejor ni le des más vueltas al asunto: acéptalo y agradece.

 

Hoy tuviste suerte. No, no te hablo de la suerte del casino o la del bingo, no. Es una suerte distinta. Algo mucho más místico, mucho más mágico y espiritual. Cosa de no creerse. Y es muy extraño que sea yo el que tenga que explicarte estas cosas, niña, pero no importa, aquí estoy, resignado y dispuesto.

 

Te sorprenderá por ejemplo saber que detesto las barriadas. Te preguntarás por qué, cómo es posible que no me gusten si aquí estamos ¿no? La respuesta es tan simple que asusta. Estoy aquí por ti, niña. Hice el esfuerzo de venir para verte pero no las soporto. ¿Por qué? Porque son sucias. Porque huelen a caca y están llenas de piojos y de putas. No sé si me explico.

 

El Centro de Lima, por ejemplo, sobre todo a estas horas, es casi un zoológico humano, solo le faltan las jaulas… No, espera... Humano, no, ¿eh?, humano no, ¡qué va! Este muladar, esta pocilga sin puertas no es otra cosa que un matadero de bestias, ¿te diste cuenta? Mira por la ventana si quieres: asómate y mira. ¿Los ves? ¿Ves a esa gentuza fea y maloliente? Detrás de ese vidrio que nos protege, niña, está el infierno. Pirañas. Cucarachas. Ratas. Chacales. Niños idiotizados por el terokal. Putas gordas y chancrosas. Maricones con tetas. Chusma animalizada, cochina, pestilente. En este Reino del Señor hay de todo, niña, porque Lima, la otrora Ciudad de los Reyes, no es otra cosa que la peste.

 

Te pongo un ejemplo. Piensa pues, digamos, en los turistas. Piensa en esos gringos hediondos con pelos en el sobaco que vienen a aparearse al Jirón de la Unión. Seguro que los viste. Están sonriendo con su camarita al pecho, haciéndose los cojudos con sus chuyos, sus ojotas y sus polos de Inca Kola, ¿no? Los muy cerdos. Vienen directito del Jorge Chávez al Centro, ¿para qué? ¿Para conocer las Catacumbas? ¿Para ver la Catedral? ¿Para chequear el cambio de guardia en Palacio? ¡Ja! ¡Las huevas! Esos ojetes vienen al Centro para levantarse indias; cuanto más apestosas, mejor. Seguro los viste. Con ellos desde luego, no es. A estos cojudos les encanta la caca —no, espera, no les encanta la caca: les fascina, los aloca, los desespera la caca, y revolcarse y contagiarse y alimentarse de ese ganado de monstruos que apestan a caca, ¿no?

 

Una vez… (¡ja!, no me lo vas a creer), una vez vino un colorado flaquito con cara-de-mongo a pedirme carrera. Estaba borracho y llevaba de la mano a una mocosa en minifalda y a un chibolo con pinta de piraña. «Quiero ir a un hotel decente», me dijo el cojudito. «Oye, sinvergüenza», le contesté bien serio, «¿adónde quieres que te lleve con ese guanaco con falda que traes contigo? ¿Al Sheraton o al Parque de las Leyendas?»

 

No entendió el chiste. Se quedó tieso, esperando algo. La que sí entendió fue la chibola que me quiso pegar. Arranqué nomás. ¡Za-za!, putita majadera, ¿o qué cosa quieren conmigo estas recuas? ¿A mí con cojudeces? No… Y mira, te digo niña, que si no me baje a pegarle fue porque iba apurado. Lo peor de todo, lo más odioso, es que luego manejando me dieron náuseas. Después de ese día me dije: ya no más, Wilmer, ni cagando, al Centro ni cagando, nunca, nunca, nunca más. 

 

Y es que yo ni de mocoso, niña, qué te puedo decir. Sencillamente no iba, ¡nunca iba! Ni siquiera conocía. ¿Qué iba a hacer alguien como yo metido ahí, dime? No era pues, no era... A ver, para que me entiendas: mi familia era de billete. Vivíamos en Surco, por Velasco Astete, una zona residencial con parques, piscina olímpica, juegos y canchas de tenis. Un lugar hermoso, segurísimo, con guachimán las 24 horas del día, con niñeras y jardinero y chofer y hasta dobermans entrenados para protegernos. ¿Qué mierda iba a hacer un chibolo-bien como yo en el Centro de Lima, dime? ¿Para qué? A mi viejita, de seguro, le hubiera dado un infarto. Y razón no le faltaba ¿ah? Mira nomás a la chola. Teníamos una chola allá en Surco y la muy mierda ja, ja, ja… ¿Sabes lo que hacía la muy mierda? Yo te voy a contar lo que hacía esta zorra pendeja. Se ponía los zapatos de mi hermana; unos zapatos finos, carísimos, italianos, te volteabas y ¡plum! la chola mosca se los guardaba y los domingos, calladita, se los llevaba a sus tonos chicha. Y mi hermana como una cojuda busca y busca los benditos zapatos y nada, y como esa huevona vivía todo el santo día drogada, después de cinco minutos se olvidaba. Ya aparecerán decía y el lunes ahí estaban los zapatos con la pezuña maloliente de la chola y mi hermana ni cuenta, años de años hasta que un día la agarro. Un domingo. Llega de noche, no sé lo que le pasó pero llegó de noche y yo estaba solo en casa. No soy ningún huevón te digo, ya le había manyado la jugada con esa carteraza negra que parecía mochila de tropa. ¿Qué mierda hace una empleada maloliente con esa bolsa de frutas en un concierto chicha, me puedes decir? Chola pendeja, pensé: aquí mancas. Le cerré el paso en la cocina, la serrana era grande, maceta, tetona, yo era chibolo, flaquito, fácil me tumbaba de un pedo pero no hizo nada. Déjeme pasar joven, por favor, me dijo, y ahí justito le jalo la cartera de un manazo y cuando cae se abre y ¿qué veo?, los zapatos.

 

Te imaginarás cómo se puso. ¡Te vas presa chola ratera!, le grité y empezó a chillar. No joven, por favor. ¿No joven por favor? ¿Tú-tás huevona oe? ¡O sea que piensas que le vas a contaminar los pies a mi hermana gratis! Yo, pues, aunque era medio ahuevonado en el cole había chequeado cómo la trataba mi viejita, peor que al perro, y me sorprendí, me salió súper natural: vamos a tu cuarto, le dije, vamos a tu cuarto y hablamos y si mamá se levanta por tu culpa te jodes doble. Le mentí y atracó. La muy pendeja. Eran las siete, mi viejita se dormía a las once y la pendeja lo sabía pero asintió. Abre la puerta de su cuarto (un asco esa huevada) y ni bien la cierra me dice: ¿no le va a decir a su mamá, no joven? Oye mamita, le digo, ¿tú crees que yo podría meter algo limpio en esa sarna-con-pelos que tienes ahí? Ya quisieras ya. No te voy a dar el gusto ¿o tú crees que he venido a premiarte? (No dije eso. En realidad no me acuerdo qué le dije. Fácil no le dije nada). Me la vas a chupar. Te me sacas la huevada esa espantosa de flores que traes encima también. Y cuando me venga en tu boca y en tus tetas me vas a decir «sí joven» o «más joven, más» y si te atoras mejor, por chora.

 

Aunque, de repente, no dije eso. A lo mejor solo lo pensé. A veces me pasa ¿sabes? Tengo esa rara virtud de creer que he dicho cosas que solo pienso. No importa. La cosa es que, desde ese día, me di cuenta, la pendeja esperaba a que mis viejitos salieran. O sea, le había gustado la vaina, ¿manyas? Digo… no te estoy contando esto para amenizarte el viaje, niña, no. Hay toda una filosofía muy interesante y compleja detrás. Una filosofía de vida. Te estoy hablando… ¿Cómo decirlo?... Te hablo por… debajo, no sé si me entiendes. Es como raspar las palabras, como deformarlas, como arañarlas para ver lo que encuentras...

 

¿Me oyes o no?

 

Sí, sí me oyes, claro que me oyes pero te haces la que no. Te haces la loca, la dormida, la zonza. No importa. Finge si quieres. Yo igual tengo una pregunta especial para ti. La pregunta del millón, espera... Tómala como quieras porque igual te la voy a hacer. Y es que me rompo el cerebro pensando, niña, me pierdo. A veces los pasajeros me hablan y me hablan pero yo estoy en otra, pensando, divagando, charlando solo, buscando un motivo, una fórmula, una respuesta lógica y… no pues... no llego, intento e intento y no me sale nada.

 

Por si acaso, te estoy hablando de la paridera aquí. No sé si me explico. De la compulsión esa que tienen ustedes para parir como bestias. ¡Qué necesidad esa de reproducirse por docenas, dime! De a cuatro y de a seis y de a diez y de a veinte y siguen y siguen carajo y no paran nunca. Se la pasan pariendo nomás. Pueblan y afean más esta fea ciudad pero con ustedes no es… Y es que cuando estaba el Chino, no sé si te acuerdas del Fuji pero el Fuji, ayayay mamita, ¡ese Fuji era la muerte! Te voy a decir lo que hizo: en dos patadas lo arregló toditito. ¿Cómo? Fácil: les cosió la papa. Así, de una, sin asco, a todas las mamachas que no entienden de condones y de pastillas, que ni leen las pobres, va el Chino y les opera la chucha gratis y les da su propina y los cholos felices porque ya pueden cruzarse tranquilos. Todo excelente, problema solucionado: no más pirañas, no más animalito suelto ensuciando las calles de Lima, no más sobras.

 

Ahora, esto es algo que yo vengo meditando desde hace un tiempo, no te creas que soy un improvisado en el tema. Incluso empecé un librito que había imaginado como un tratado, algo así como un ensayo sobre los peruanos modestos. El título es genial, espera que ya te lo digo… No quiero tampoco hablarte en difícil, niña, no; y lo de modestos es un eufemismo, claro, no sé si lo captaste pero mejor me anticipo: te toca preguntarme que qué es un ‘eufemismo’, y yo te lo diré porque tiempo hay de sobra, niña, aún no amanece.

 

Un eufemismo es decir una cosa por otra. O sea, es aludir a algo feo usando una palabra que suene educada ¿me sigues? Seguro que no. A ver: cuando, por ejemplo, los sociólogos peruanos, cuando estos pobres necios y pretenciosos hablan del cholo emergente, ¿de qué o de quién crees que están hablando en el fondo? Del serrano, del inmigrante animalizado que invade Lima para trabajar como mula, comportarse como mula y procrear como mula ¿Y cómo se les ocurre llamarlo a estos mierdas? ‘Cholo emergente’, que suena, pues, a emprendedor, a decente, a hard working class y no a lo que son. Porque cholo, digo... ¿Qué se creen estos huevones, que porque les ponen un adjetivo noble les están haciendo un favor? No saben, pues, nada y la pregunta es de una simpleza que ofende…

 

Quién, niña, dime por favor… ¿Quién mierda quiere ser cholo en Lima?

 

¡¿Quién?! Nadie, absolutamente nadie. Ni el presidente que es cholo y bruto y terco para concha. Ni siquiera ese pendejo quiere ser cholo aquí. Yo mismo he conocido a un par de esos barbones y te digo: ¿tú crees que estos cojudos que se gastan hojas de hojas hablando de lo lindas que son las mamachas, de lo auténticas que son sus polleras, tú crees que estos cínicos sinvergüenzas van a casarse con una? Anda, ve y mira a sus esposas: belgas o gringas que aprendieron quechua en Harvard y te hablan como-en-su-casa de la energía de la tierra y del poder cósmico de la raza y del karma andino mientras ahí, como sin querer, ya le están ofreciendo su culo rosado al inca más sarnoso del Cusco... Y es que, carajo, ¡cómo les encanta la mierda! No hay nada más seductor para estas cerdas que el sudor y las liendres de esos animalitos pelucones que les dicen mentiras en quechua…

 

A mí, pues, niña, como ya te habrás dado cuenta, me cuesta entender a la humanidad. Es así de angustiante pero no puedo por menos. De hecho, creo que la odio y eso lo comprobé por donde fui. Tú, claro, me ves blanco y pintón y aunque estoy sentado, se me nota grande ¿no? Mis ojos son azules, mi pelo no era blanco, no, ¡ja!... yo era rubio y bello como un angelito renacentista, era tan rubio que los gringos más mongos juraban que era alemán. Y he viajado mucho ¿ah? ¡U f, ni te imaginas! He estado largas temporadas en el extranjero, en países remotos que te sorprenderías que existen. Tú me ves ahora manejando este taxi y ni se te ocurre que tengo un doctorado gringo en Political Science y que lo perdí todo por mi honradez, por mis principios, por decirle la verdad a esa gentuza bruta, a esa caterva de infames y pajeros que solos se escuchan a sí mismos... Ah, pues, fue así. Y tengo esta anécdota para que lo entiendas mejor…

 

¡No te duermas, niña, escucha!

 

Yo iba para escritor ¿me oyes? Sí, escritor como el que más. Pasé una temporada en Europa escribiendo una novela que nunca se publicó. Le tenía mucha fe. Era una novelita decente y decidí postularla a uno de esos premios españoles que se saben amañados desde el principio. No tenía mucho dinero. Iba para Barcelona con mis manuscritos y una mochila y, como un pobre cojudo, pensé que ganaba.

 

Desde luego, no gané ni un carajo. ¡Qué iba a ganar si yo escribía sobre la realidad y gracias al puto de García Márquez todos esperaban vicuñas volando! No gané y dejé de escribir pero por ahí no va la cosa, niña; yo te decía que iba para Barcelona en uno de estos trenes rápidos ¿no? y ahí me hago amigo de esta hippie francesa medio narizona con su pelo cortado como hombre y pelos en el ala, ya sabes: una de esas vegetarianas-mal-cachadas que se creen importantes porque comen pasto y reciclan… y déjame aquí hacer un breve paréntesis para decirte que si tuviera que elegir entre asesinar a un nazi o a un hippie, yo los fusilo a los dos...

 

Bueno, ¿de qué hablaba?, ah, sí, de esta mujer que me cuenta un par de cojudeces de su arte lésbico y yo que escucho un poco por educación y otro poco porque no sabía qué mierda hacer en el tren, y como le digo que voy a Barcelona sin dinero y a probar suerte con una novela, la franchute se entusiasma y pensando en lo miserables que somos los artistas latinoamericanos, me invita a su casa.

 

Yo, pues, verdaderamente agradecido le dije que sí, ¿no? Pero ahora viene lo bueno, niña, porque la hippie me dice que vive en un piso con otra gente: dos italianos, un holandés y una sueca, todos hablando un español bastardo en una cocina mugrosa y yo preguntándome si existe algo más desagradable que eso. Y, para mi desgracia, sí que existía porque los mismísimos dueños de la pensión no sólo eran peruanos sino que además ¡eran cholos! ¿Te imaginas? No salen a saludar, no aparecen por ningún lado, les dicen que hay un peruano y sólo quieren que se largue como si peruano fuera sinónimo de lepra en España. Yo, pues, niña, prefería la hoguera antes que permitir que un cholo apestoso me dejase en la calle en Barcelona. No dije nada. Los europeos dialogaron con la vicuña gorda de la mujer y la vieja, asintiendo, se acerca a palmearme la espalda como si me estuviese dando caridad. Si hubiera tenido un machete, te lo juro, le parto el brazo.

 

Hay, pues, un hombre mayor que no sale de su habitación y yo adivino su historia. Fue el primero en llegar. Lustró los zapatos de los franquistas cuando la inmigración era bien vista y luego con la democracia se trajo a su ganado, una recua grosera de marrones que ya hablaban como españoles desde el Jorge Chávez. Te pregunto ahora: ¿tú crees que yo iba a permitir que ese cholo verraco hijo de la gran puta me hiciera el pare? Ese indio aberrante que en Lima limpiaría mi water, ¿iba a decidir mi suerte? Nooooo, niña, ¡JAMÁS! Duermo mal en el cuartito con pulgas de la francesa hombruna. Me levanto. Salgo a hacer mis cosillas para el premio y dejo mi mochila en la pensión. Cuando regreso, toco el intercomunicador y, a ver, ¿quién crees que me contesta? El viejo, que me alza la voz. «¿Quién ez uzted, qué oz ofreze?» me dice como si fuera un terrateniente catalán y cree que me asusta porque cecea cuando sé que del otro lado hay un esclavo que se piensa libre. No quiero, desde luego, perder mis cosas. Le pido por favor que me deje entrar, le ofrezco las disculpas más hipócritas que he dado en toda mi vida. Cuando abre la puerta, subo. Me fijo que no haya nadie pero una mocosa toda babeada juega en el pasillo. Me imagino que es retrasada mental pero yo a todos los veo iguales así que no sabría decirte. Estoy pues, niña, de nuevo frente al intercomunicador y ya tengo la mochila conmigo. Así que toco una, dos, siete, veinte veces hasta que el viejo furioso levanta el auricular queriendo atarantarme a gritos, ¿no? Oye basura, le digo, ¿tú crees que porque cruzaste el charco como mula y hablas como español vas a dejar de ser un serrano de mierda? ¿¡Ah!? ¡Tú y toda tu fauna de bestias nacieron para sirvientes y van a ser sirvientes toda su puta vida, y la próxima vez que me alces la voz juro que regreso y te mato a golpes delante de la mongolita de tu nieta!

 

El viejo se quedó mudo, yo me fui silbando y luego empecé a reírme solo y a exagerar mi risa sin saber muy bien por qué. Creo que me reía de su silencio. Imaginaba al anciano llorando frente a la nieta tarada y me sentía bien.

 

Y aquí pues, niña, justo aquí, tras esta historia, te descubro uno de los axiomas fundamentales de estos peruanos modestos.

 

Óyelo bien: el cholo odia al blanco pero odia más, muchísimo más, a otro cholo. En el fondo es una forma de decirte que el cholo se odia a sí mismo y que si se le abre un espacio para aparentar no serlo, para inventarse a un otro, será más abusivo que el blanco, y esto, niña mía, no es un defecto del cholo o del negro o del marrón o del chino sino de la humanidad entera que es odiosa y estúpida y merece lo que tiene... Sé que ahora me vas a preguntar que qué es un ‘axioma’ pero ya no puedo responderte, niña. El tiempo corre y estoy agotado de manejar. Tendremos que detenernos pronto.

 

¿Te digo mejor el título de mi obra? ¿Ah? ¿Te gustaría escucharlo? A ver… Mi libro se llama Langoy, adivina por qué… ¿Lo entiendes o no? Claro que lo entiendes, no te hagas la huevona. Tú sabes de sobra lo que es el ‘Langoy’: la comida de los cerdos, las sobras de los chifas, la basura que nadie quiere meterse al hocico, piensa: ¿no es esa una buena metáfora para hablar de ustedes? No me vengas ahora a joder con qué es una ‘metáfora’ porque me he quedado pensando en lo del axioma y ya encontré una manera muy simple de explicártelo.

 

A ver: aquí estamos los dos, en este taxi por la Panamericana y sin rumbo fijo ¿no?, y sabes que antes de subirte me observaste con esa desconfianza que no tuviste la primera vez que te cagaron…. yo sé pues, niña, yo sé muy bien la historia, me la sé todita, de Pe a Pa, no necesito preguntártelo... ¿A qué edad fue?, ¿a los siete, quizá ocho? Da igual, qué mierda importa, lo que importa es lo que pasó después. Déjame adivinar. Te volviste une pendejita cuando te fuiste de casa y al bastardo ese al que pariste seguro no le dijiste nada. Seguro ni siquiera sabe lo que haces con la concha por las noches. Seguro es hijo del perverso de su abuelo, no tengo dudas, y a lo mejor hasta también te salió retrasado el pobre miserable, futuro delincuente... Y es un poco como tú, ¿no niña?

 

¿O crees que no sé lo que llevas oculto en esa horrenda carterita de flores? ¿Me crees huevón? ¿Otro cojudito más al que puedes cagar? ¿Piensas que no sé de lo que eres capaz? ¿Crees que no sé lo que harías si pudieras moverte? Debiste pensar eso antes, niña, cuando me viste llegar pero no... ¿Sabes por qué? Por cojuda, por acomplejada, por ambiciosa, por puta y, sin ir más lejos, por chola... Tú dijiste el auto bonito, mis ojos azules, el señor buena gente. Tú viste guita, niña, viste billete y pensaste que los blancos en el Perú no hacen estas cosas. Y eso que era una verdad evidente para ti, eso que era un ‘axioma’ y te lo enseñó tu dolor, ya no es del todo cierto ahora que amanece y salimos de la autopista y estaciono en medio de esta nada que nos envuelve y empiezo en silencio a orar por ti, niña, escúchame, presta mucha atención, todavía queda un poquito de tiempo. Deja ya de temblar. No tengas miedo. Lo que llega de estas manos piadosas será menos doloroso. Ya te he dicho que hoy tuviste suerte. No le des más vueltas al asunto: acéptalo y agradece...

Escrito en Lecturas Turia por Diego Trelles Paz

17 de abril de 2020

Mujeres de América, mujeres de Manhattan, mujeres de Arizona, mujeres de Missouri, mujeres en Alaska, mujeres de Florida, mujeres de Alburquerque, de Chicago, de los Ángeles, mujeres de Vermont; son buenos tiempos, sí, para la épica. Son buenos, muy buenos tiempos ya. Porque es vuestro momento whitmaniano. Sin miedo sin pavor sin grilletes traídos de casa de papá sin cadenas de amor sin deudas ancestrales sin carritos de compra adosados al talle sin líquenes de lástimas sin tacones debidos la voz a mí debida- la voz a mí de vida. Hora en punto de cabalgar en larga expedición hacia un oeste intacto hacia el oeste que da al lejano oeste que da al mítico océano que da a los horizontes que da a la libertad que da a la proa altiva que cabalga las olas galopantes que da vueltas al mundo al universo que procrea submundos y satélites y lunas mutadoras como las fantasías que se anhelan cuando hay amor de mundos liberados amor que arranca pálpito y verdades de las fosas ignotas de las fosas copiosas de sirenas del plancton de los sueños de estrellas  de tritones de yeguas exultantes que surgirán del mar como pegasos verdes femeninos, libertad que da proa vigorosa y cortante hacia las cuevas mojadas donde la vida anhela renombrarse redecirse morir nunca desangrada degollada ante dioses iracundos la vida pide épica oh mujeres de América la épica de Frida galopando la épica de Emily alada como Ícaro la épica de Sontag la épica de Sylvia que desea volver y aspirar el olor de los campos inmensos sin deudas de amor viejo sin deudas extraídas de lápidas de viejas mecedoras ni de biblias de hojosas telarañas. Como yeguas aladas como centauras como arquitectas que deslaberintizan los confusos huertos abandonados tras las casas.

El tiempo es noble y vuestro, los relojes marcan para vosotras las horas vehementes del destino: es hora de vivir y de andamiar los sueños secundarios en los viejos programas, es hora de bajar la vía láctea a iluminar las calles de portal a portal, es hora de invitar a instalarse a la luz definitivamente en vuestros cuerpos y bocas y palabras.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Aurora Luque

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