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Configurar sentido descendente

Hay variados motivos de peso para celebrar la trayectoria poética de Francisco Gálvez, sobre todo desde que al poeta le fue concedido el prestigioso Premio Anthropos de Poesía en 1993 con  su  obra Tránsito, (publicado en 1994 por Ánthropos Editorial, y que, según la crítica, supuso un punto de inflexión. Después llegarían: El hilo roto, (Pre-Textos, 2001), El Paseante (Hiperión, 2005) que obtuvo el premio Ciudad de Córdoba Ricardo Molina en 2004; Asuntos internos (El Brocense, 2006); El oro fundido (Pre-Textos, 2015), Los rostros del personaje. Antología (Pre-textos, 2018), y La vida a ratos (La Isla de Siltolá, 2019). De su etapa de juventud destacan: Los soldados, (1973). Un hermoso invierno, (1981). Iluminación de las sombras, (1984) y Santuario, (1986). Todos estos títulos se reunieron en una antología titulada Una visión de lo transitorio. (Huerga & Fierro,1998).

Y es que la obra de Gálvez siempre ha basculado, como dice Mª Ángeles Hermosilla en su reseña a la antología Los rostros del personaje entre: «una rebeldía formal y estética y basándose su poesía más actual en la mirada y la contemplación del entorno.

Tránsito es «una culminación de los poemarios anteriores», según afirma el crítico Molina Damiani en el prólogo de Una visión de lo transitorio. La contemplación de lo transitorio, de lo que nunca para de moverse, de lo que nos rodea y circunda, la vida alrededor, el tiempo circular, otros cuerpos que nos sustituirán mirándonos en las aguas, en el oscuro reflejo de la especie, cuestionándose continuamente por los entresijos de su existencia pasajera.

El siguiente libro recogido es el título El hilo roto (Poemas del contestador automático). Aparecido en Pre-Textos 2001.  Vuelve Gálvez a usar un plano realista que nos muestra en este libro donde se erige el teléfono como símbolo de la incomunicación humana.

Se construye en torno a la incomunicación y la preocupación sobre el ser humano, además de la soledad. “El lugar desafecto” del que hablara Eliot en Los cuatro cuartetos. El teléfono, un elemento de comunicación que en este caso no une, sino que  separa, y el contestador automático donde quedan grabados todos los mensajes de separación con nuestro prójimo en la sociedad. Población presa, cada vez más de nuestro tiempo y de sus consecuencias, la sentencia que rauda nos une a nuestro propio final nos coloca en la soledad, desajustados, instalados en el brillo con que venden la falacia de ser los dueños de nuestra fortuna temporal.

Si ya en su primera etapa, la obra de Gálvez, nos recordaba la preocupación social, otro de sus temas ahora, será el hallazgo de la incomunicación en la sociedad moderna. Libro que constata la separación con todos aquellos que están ante nosotros y están solos, con los desposeídos que no encuentran un lugar en la tierra. «Solo estoy para solitarios, / exiliados, inmigrantes, tercera edad / gente desposeída, errantes, y enfermos de soledad incurables […]», porque «no estoy para lo temporal», nada le interesa si no es definitivo, como ese tiempo sin fin del que proceden los desclasados a los que se refiere en estos versos, un tiempo que sí es infinito y no tiene medida en la soledad.

Por otra parte, en El paseante, Gálvez nos propone un viaje, un itinerario que conecta con la tradición del homo viator medieval y el flanêur baudelaireano. Alguien que no deja de moverse de un lugar a otro, el desterrado, el apartado de la sociedad. Salvando las distancias, en este poemario el vagar es producto de la incomodidad, que desgaja a su vez un comportamiento de denuncia, de incomprensión ante lo que ve. Inadaptación que se traduce en un monólogo sentimental desde la ética. La voz poética, la persona lírica que lleva la palabra, nos hace deambular con él por unos lugares que vamos desvelando, en un juego sutil de adivinanza culta por casas y lugares visitados física o mentalmente, así, el pórtico del libro lo componen cuatro piezas que tienen que ver con el paso de las cuatro estaciones.

Somos las casas que habitamos, el hogar que fabricamos a lo largo del tiempo, sirve esta casa como metáfora, la casa es la vida donde vamos haciendo un hueco, un hogar. La trayectoria vital cuyo recorrido se refleja en su interior, cada victoria y cada fracaso, así nos lo recordaba Gaston Bachelard, ese espacio se ha convertido en el realismo posindustrial del que Gálvez nos habla.

«Pero solo te pertenecen sus paredes y muros, / huecos de luz y sombra, / y ese tiempo fugaz de habitarla».

Se enraízan en la poética de Gálvez entonces la memoria, la crítica, el recuerdo como recuperador operativo de la vivencia del pasado, que no ha perdido su esencia porque la lírica rescata y ancla el olvido, mientras falsificamos el  recuerdo y mitificamos la memoria a lo largo de la vida mediante la palabra.

En tercer lugar, Asuntos internos, en donde se modula su compromiso civil, y vemos cómo Francisco Gálvez construye su particular Weltanschauung, la epistemología vitalista y expresiva de sus versos recorren un panorama sentenciado a desaparecer: la soledad, la comprobación de que el tiempo es una experiencia decadente que consiste en una pequeña vibración, un movimiento imperceptible, mientras el ciudadano queda desactivado en un sistema perverso de pensamiento hegemónico, cuya única verdad es el consumo que crea inercias violentas en nuestras sociedades, sucursales productivas de consumo.

 Bien, Gálvez, nos ofrece en Asuntos internos una visión sobre la infancia, aquella infancia que nos recordaba Rilke y Antonio Machado, momento que es aprovechado para verter todo el caudal lírico y convertirlo en reflexión, un momento que el poeta busca porque le sirve para marcar las diferencias con la actualidad, esta actualidad que tanto ha cambiado en un movimiento centrífugo que elimina al diferente, o al que no está insertado en un discurso mayoritario, pero no democrático.

Lo que nos propone Gálvez en El oro fundido, (su libro más importante, comparable a Tránsito), es un juego de estilo, un tour de force en donde mezcla el verso y el poema en prosa en un nuevo intento de crear un camino original, alejado de las modas que actualmente asolan el mercantilizado negocio editorial, un nuevo camino que emprende con valentía la mezcla de versos, los diferentes metros que Gálvez trabaja con soltura desde sus comienzos, así como la utilización de poemas en prosa que albergan una musicalidad de esencia más narrativa que pocos poetas cumplen, sin perder ese rasgo tan característico de su poesía, el tono oral, la pasmosa naturalidad de su obra que parece hablarte doblegando el lenguaje que no acusa el sometimiento lingüístico para expresar un pensamiento basado en la meditación y en la experiencia vital y poética.

Destacaría de este volumen: “Tomando el sol después de comer”. Donde se recoge el recuerdo de la infancia y la incursión en la poesía. Soberbio poema en prosa.

En La vida a ratos, la reflexión a vuelapluma que recorre el pensamiento poético de Gálvez maduro y contemplativo, transita por diferentes espacios: por un cuadro, por un paseo, como un astrónomo que contempla las estrellas, el observador de cuadros o el orfebre, para decirnos que todo ello puede formar parte de su mundo enjaulado de la página, un marco que limita y expande su poder más allá de los límites de la lírica, porque este ejercicio literario requiere la meditación medida del que descansa y observa, a lo Juan de Mairena, con un Machado más sabio y maduro que necesitaba esa otra forma de decir porque había explorado todos los caminos del verso y de su musicalidad.

«Un paseante por el jardín botánico que señala la diversidad que no encuentra en otros lugares[…].»

Toda esta obra es más que suficiente  de un poeta que sigue ofreciendo una estética, cuyo resultado, el tiempo no ha impugnado, gracias a la valentía de lo sencillo y a la bondad de la palabra en que se construye todo su discurso lírico. Una lírica del instante para sujetar lo inaprensible. Entre la mirada y lo contemplado.

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín Fabrellas

Ana Luísa Amaral: “Somos hoy el futuro de mañana, y sin memoria y sin pasado no podemos construirlo”

En la tabla de equivalencias poéticas, una hora de conversación con Ana Luísa Amaral tiene el mismo valor que cinco o seis horas con otros autores: su capacidad de comunicación, la espontaneidad con que puede recordar unos versos de Emily Dickinson al tiempo que baja una persiana, porque el sol de Leça de Palmeira la deslumbra; la facilidad para encontrar el sentido profundo de las cosas cercanas o la ligereza con que cita en inglés, español,  italiano o portugués, su lengua, dibujan a una poeta tan en las cosas de la calle

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Luis Sáez Delgado

La primera vez que leí el Ulises fue exactamente hace medio siglo, cuando tenía 17 años. No recuerdo bien las circunstancias, solo la huella que dejó en mí la lectura. La traducción, la primera y entonces única que había en español, era de José Salas Subirat y la había publicado la editorial Rueda en Buenos Aires en 1945. La segunda traducción, a cargo de José María Valverde, la editó Lumen en 1976 y fue un acontecimiento en nuestro entorno cultural.  Habían transcurrido 54 años desde que vio la luz la edición de Rueda cuando apareció la tercera traducción, realizada por María Luisa Venegas y Francisco García Tortosa.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Eduardo Lago

De «dolorosa» calificó Heinrich Mann su despedida de Europa cuando en 1940 se vio obligado a emigrar a América dejando atrás el continente que lo había visto nacer, crecer y crear una obra literaria que el paso del tiempo revelaría como visionaria, pues ya desde bien pronto supo denunciar sin temor alguno a través de sus textos una situación que, de manera progresiva, abocaría a su destrucción: «Todo lo que yo tenía lo había vivido en Europa», en esa Europa en la que el 27 de marzo de 1871 había venido al mundo en la ciudad de Lübeck. El mundo que acabaría por destruirse se abría entonces para Luiz Heinrich Mann como un mundo sin grandes problemas, pues su padre, Thomas Johann Heinrich Mann, comerciante, y propietario de una empresa fundada en 1790, era uno de los personajes más notables de la ciudad hanseática, lo que seguramente propició su elección como senador en 1877.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Isabel Hernández

Nuccio Ordine: “Mi patria es una nación que me permite pensar y escribir libremente”

Si hubiera que definir con una sola palabra a este intelectual, filósofo, escritor, especialista en el Renacimiento y más en concreto en el pensamiento de Giordano Bruno, nacido en Diamante (Calabria, sur de Italia) en 1958, esa palabra sería profesor. O quizá maestro, un concepto que seguro le mueve alguna fibra sensible en el recuerdo de quienes le llevaron de la mano en sus primeros años de estudiante.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Angélica Tanarro

HOMENAJE AL ESCRITOR  ALEMÁN, EJEMPLO DE ESCRITOR COMPROMETIDO CON SU TIEMPO

MERCEDES MONMANY PRESENTARÁ TURIA EL 15 DE JUNIO EN  EL GOEHTE INSTITUT DE MADRID

El gran escritor alemán Heinrich Mann será el principal protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Un homenaje colectivo que le rinden un total de dieciséis autores españoles y alemanes y que reivindica el interés y la actualidad de un autor fascinante y más allá de las modas. TURIA pone en valor la figura y la obra de Mann a través de un espectacular monográfico que contiene casi 150 páginas de textos inéditos. También se da a conocer un texto original del propio Heinrich Mann nunca publicado en España.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

S

 

Si bien se dio a conocer con un puñado de versos reconocidos en 2003 por el Premio Adonais, Javier Vela (Madrid, 1981) es un narrador pausado, que ladea su escritura hacia una elegancia sutil en el decir, un propósito de no derrochar palabras, una estructura de bóvedas cuya eficacia permite que lo que sustenta el cuento mantengan una intensidad que emerge con delicadeza. Once relatos componen “Guía de pasos perdidos” (Páginas de Espuma), un manojo en agua de crisantemos (por cuanto remiten a la soledad, pero una soledad no tan retraída como acostumbra).

 

- Lo que hace que los pasos se pierdan, ¿es el miedo, la duda, la distracción?

- Probablemente, todo ello a la vez. Pero también la voluntad de extraviarse a sabiendas, de escapar del contexto para reconciliarse con uno mismo. En medio de ese espacio desconocido, nuestra identidad se ilumina de pronto «como una cerilla en un cuarto oscuro…»

 

- “Se echa de ver no obstante su presencia (…) tan pronto se entra en casa”. ¿Cuántos fantasmas pueblan la escritura de quién escribe y de qué manera operan?

- Es muy curioso cómo todo aquello que no expresamos a tiempo termina fermentando y convirtiéndose en vinagre freudiano. Si el impulso creador proviene siempre (o yo así lo creo) de la existencia de un conflicto previo, y si este termina resolviéndose con más o menos acierto en una pieza artística o literaria, es sólo gracias a que esos fantasmas han accedido a sentarse a nuestra mesa aceptando el lugar que cada uno, a su modo, les ha reservado en ella.

 

- “…se desprende un viso de misterio que asoma lo irreal”. ¿Qué porción de contingencia, de irracionalidad, de azar, permite Javier Vela en sus relatos?

- Me gusta dar espacio a las latencias (oníricas, psicológicas, emocionales) que existen en mi propia vida, y que efectivamente trasvasan el marco expresivo de la literatura realista. Pero, en esa misma medida, y dado que se integran en el cuento de forma orgánica, no sería capaz de cuantificarlas ni de ponerles nombre.

 

- La mayor parte de sus personajes, de alguna manera, se encuentran solo cuando se pierden, como Fabio. ¿De qué depende que la vivencia traspase, nos modifique, que uno, como Fabio “sea todo lo que ha visto”.

- No podría decirlo con seguridad. Quizá el único modo de que la experiencia arraigue en nosotros con autenticidad sea reingresar en ella mediante el análisis, pero eso, claro, no deja de ser una vivencia vicaria que excluye la epifanía, porque lo epifánico sólo puede acaecer en el presente. La memoria nos truca la baraja, en fin, y cualquier ejercicio de evocación entraña siempre una negociación intempestiva con quienes fuimos.


“Hay que entrenar como un músculo la fantasía y la imaginación”

- Pienso en el relato Estás de suerte, Quim, ¿cuándo –si es que alguna vez procede- conviene perder la cabeza?

- Creo que muy a menudo conviene poner un pie fuera de la realidad, por decirlo así. La azarosidad de ciertos hechos, como los que tienen lugar en ese cuento, suele encajar de forma más elástica en mentes acostumbradas a albergar pensamientos "laterales" o que diverjan un tanto del juicio común. De ahí la importancia de entrenar como un músculo la fantasía y la imaginación, a la hora de interpretar lo real y trascender así la inmediatez de lo cotidiano.

 

- Lo correcto, ¿”es aquello que se desea”, como se dice en el relato de Afectos personales?

- Desde el punto de vista de la ética social, no; desde luego. Pero, desde la óptica de quien cree concebirse siquiera por un instante en sentido extramoral, digamos, hay cierta congruencia para con uno mismo en seguir el dictado de los propios impulsos, y no es sencillo timonear ese barco.


“Lo que busco en un texto es ese ligero estremecimiento en la espina dorsal del que habló Nabokov”

- “También yo me despido con un gesto (carente de sentido)”. ¿Cómo distinguir un buen cuento, una gran novela, de un sucedáneo, de una estafa sofisticada?

- No sé si existe un método lo suficientemente efectivo para eso, pero yo suelo guiarme por la necesidad de encontrar en el texto algo que es frecuente llamar "personalidad" y que tiene que ver con el modo en que el tema o los temas arraigan en la forma y en el punto de vista del narrador. No se trata tanto de que la obra integre una doctrina nueva como de que esta se exprese por medios genuinos. Conviene desechar de una vez la falsa dicotomía que distingue entre tradición y experimentación como si fueran —qué estupidez— categorías estancas. Por lo que a mí respecta, lo que busco en un texto es ese ligero estremecimiento en la espina dorsal del que habló Nabokov, y que implica, eso sí, emplear mucho tiempo en tentativas y vagabundeos.

 

- Como el barrio periférico en el que vive Dani y su narrador, ¿lo interesante, en cualquier orden de la vida, ocurre siempre en las afueras?

- Es posible, aunque es algo que se ha tematizado ya hasta el hartazgo, y eso genera en mí una especie de rechazo instintivo hacia el término mismo. Me resulta difícil aceptar una instancia que se define por exclusión u oposición a otra, o imaginar una vida que gire en torno a un solo eje abstrayéndose de todo lo demás. Me inclino a creer más bien en la existencia de una realidad policéntrica, tensada por sucesivos contrastes. Esa realidad algo ambigua y resbaladiza sí me resulta muy estimulante tanto en la vida como en la escritura, cuando no sean lo mismo.


“El mejor modo de encajar la tragedia pasa por desdramatizarla”

- Pienso en el inicio de "Zoológico privado", cuando al protagonista se le anuncia la ruptura. ¿Qué se requiere para encajar la tragedia, el drama?

- Es una pregunta compleja. Por una parte, está ese límite del lenguaje que Juarroz asocia con lucidez a la ruptura amorosa: “No tenemos un lenguaje para los finales, / para la caída del amor, / para los concentrados laberintos de la agonía, / para el amordazado escándalo / de los hundimientos irrevocables”. Sin duda, ese «hundimiento» puede parecer a priori una situación proclive al drama, incluso si este se expresa envuelto por una suerte de retórica autocompasiva, como en los versos archiconocidos de Pedro Salinas: “No quiero que te vayas, dolor /, última forma / de amar…” Pero, a mi modo de ver, un escritor debe explorar las ambivalencias y contradicciones que toda situación lleva implícita. Quizá el mejor modo de encajar la tragedia pase precisamente por recurrir al humor, a la ironía e incluso al sarcasmo a fin de desdramatizarla, colocándola así en el lugar que le corresponde aun a riesgo de parecer superficial. Esa es la estrategia que adopta el protagonista del cuento que mencionas. Cuando su pareja decide romper con él, está de algún modo estimulándole a recobrar una identidad que creía perdida.

 

– ¿Qué banda sonora tendría este ramillete de cuentos?

-  Probablemente aquella que más me acompañaba mientras los escribía: Bon Iver, Sufjan Stevens, Casiotone For The Painfully Alone, Indians, Matt Elliott, Iron and Wine, Sigur Rós, Jay-Jay Johanson… más algunos «clásicos» como Nick Drake o Karen Dalton.

 

- ¿Cuál es el último libro (da igual el género) que le haya conmovido?

- “Desmembrado”, un breve volumen de cuentos de la por otra parte inabarcable Joyce Carol Oates.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

LA PRESTIGIOSA ESCRITORA PORTUGUESA ASEGURA: "SOMOS HOY EL FUTURO DE MAÑANA, Y SIN MEMORIA Y SIN PASADO NO PODEMOS CONSTRUIRLO"

EL CÉLEBRE PROFESOR ITALIANO LO TIENE CLARO: "MI PATRIA ES UNA NACIÓN QUE ME PERMITE PENSAR Y ESCRIBIR LIBREMENTE"

LA REVISTA TAMBIÉN PUBLICA POR PRIMERA VEZ EN ESPAÑOL A COSTICA BRADATAN, RECONOCIDO FILÓSOFO ESTADOUNIDENSE DE ORIGEN RUMANO

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de junio, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de notable interés en el panorama cultural internacional: Ana Luísa Amaral y Nuccio Ordine. Sin duda, Amaral es una de las autoras más destacadas, reconocidas y originales de la poesía portuguesa, además de poseer un amplio reconocimiento a su trabajo literario con galardones como el reciente Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el más importante de los que se conceden en España a la poesía en lengua española y portuguesa. Por su parte, Nuccio Ordine es uno de los nombres propios mas carismáticos y de mayor proyección de la cultura italiana contemporánea. Un autor que, con sus ensayos más recientes, ha conquistado a la crítica y a los lectores con su certera defensa de la utilidad de lo inútil, así como con su cuestionamiento de la política neoliberal vigente hoy que, a su juicio, ha descuidado los pilares de la dignidad humana: el derecho a la salud y el derecho al conocimiento.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Trabajo de campo

 

0. Para empezar

Yo quería escribir una reseña: acaba de publicarse Mundo es, el vigésimo primer volumen del Salón de pasos perdidos de Andrés Trapiello, y me disponía a desmenuzarlo y disfrutarlo en común, comentándolo en tres páginas de pura celebración de la vida y de la buena literatura. Pero pronto advertí que, aparte de que los diarios del autor siempre andan reclamando una relectura panorámica, un balance general, un juicio global… es obvio para los iniciados en el asunto que hablar de uno de los tomos es, en puridad, hacerlo de todos, o, para ser más precisos, que en realidad todos son el mismo, piezas o entregas de una sola obra que vamos leyendo intermitentemente, y no en vano el propio Trapiello la presenta desde casi el principio como “una novela en marcha” (exactamente desde la cuarta entrega, Las nubes por dentro, que ya lucía esa etiqueta, tan reveladora, en sus páginas de paratextos).

Más abajo volveré a ese término, “novela”, pero antes quiero empezar por lo que debería ser el final, y es que la obra de la que aquí se va a hablar es, en mi opinión, el proyecto narrativo más importante, duradero y significativo de cuantos se están ejecutando en nuestro idioma en nuestro tiempo. No me gustan los superlativos, huyo por sistema de las exageraciones, me estomagan los elogios desbocados, pero ante estos diarios sólo cabe rendirse, y eso que he afirmado es algo que, con las armas de la filología  en la mano (y con la experiencia de saber qué cosas del pasado seguimos leyendo, cuáles quedan y sobreviven al olvido y al silencio), me parece poco discutible, y aunque muchos (aunque cada vez menos…) tendrían cosas que objetar al respecto, es una verdad que se va asentando por su propio peso, por su abrumadora calidad, más impresionante aún que su volumen (que ya superó hace algún tomo las diez mil páginas). Cuando alguien en el futuro quiera saber o entender algo sobre estos años, quien salga “en busca del tiempo perdido”, hará muy bien en visitar estos libros, pues en muy pocos encontrará tan nítidamente como en éstos un retrato de cómo somos, cómo pensamos, cómo nos movemos en sociedad y cómo sentimos cuando estamos solos, y eso es así, en buena medida, precisamente porque lo esencial que se cuenta en ellos es intemporal.

Vamos poco a poco. La alusión que acabo de hacer a Proust me da pie a contar que en algunas páginas del último tomo Trapiello relee su obra maestra, y de allí salen páginas de crítica literaria realmente inspiradas (dice, en una intuición genial, que la Recherche viene a ser como los Ensayos de Montaigne pero con argumento). Son las mejores páginas metaliterarias de un tomo que vuelve a traer su porción equilibrada de todo aquello que nos ha hecho adictos al Salón: los lugares de siempre con alguna escapada, los personajes habituales (cómplices o antagonistas) con algunas incorporaciones, la poesía iluminándolo todo y la malicia divertida y mordaz al dar cuenta de la sociología del bien llamado “mundillo literario”, porque todos los diminutivos y aun desprecios serán pocos para referirse a esa cloaca. Y en lo genérico, que no es lo que más importa pero sí algo definitivamente interesante (y que multiplica la importancia literaria de estos diarios), Trapiello continúa con audacias y experimentos y lecciones que tal vez en este último tomo no superan lo ya conseguido en otras entregas, pero simplemente porque en ésta no se lo ha propuesto, y ha regresado más a la crónica pura que a los progresos personales en el territorio de la narratología.

 

1. Los espacios.

 

“Esta mañana tenía el Rastro esa grandeza de los días de invierno”: es la primera frase, inolvidable, del prólogo de El gato encerrado, el primero de los tomos de lo que ya desde ese libro inaugural se llamaba Salón de pasos perdidos. A pesar de lo indeliberado pero muy adecuado de que ese arranque incluya la palabra “grandeza”, cualquiera que haya pisado el Rastro de Madrid en la madrugada de un día de invierno sabe que ese sitio es en verdad un lugar sublime para comenzar algo. Allá donde tantas cosas terminan, también comienzan muchas historias, se producen muchos hallazgos, salta la magia, lo imprevisto, casi lo imposible. Y esas calles (a las que Trapiello, al parecer, dedicará muy pronto un libro monográfico, contando sus andanzas de décadas por aquellas cuestas y plazas) se elevan como uno de los escenarios predilectos de estos diarios, lo cual, aparte de responder estrictamente a la realidad cotidiana de su autor, asiduo a las búsquedas y rastreos de libros dominicales, tiene también algo muy significativo. Encontrar cosas en el Rastro es revitalizar objetos, devolver algo de vida y calor a cosas desmembradas, separadas, dispersas…, es reunirlas para, haciéndolas nuestras, convertirlas en otra cosa. Como en la poesía, el proceso de selección o descarte de lo que va saliendo al paso delata una personalidad, revela un carácter, dice mucho del flanêur ilusionado que indaga.

En esa primera página absoluta aparece ya una primera “X” que corresponde a quien después ha ido apareciendo en todos los tomos como “JM” o “JMB”, que no es otro que Juan Manuel Bonet, el principal cómplice en el Rastro y uno de los fundamentales amigos, casi hermanos, de su vida, hasta hoy mismo. El cariño y la lealtad que se guardan sólo queda repentinamente comprometidos cuando se trata de competir por algún ejemplar vislumbrado en alguna esquina, pero pelean con deportividad, buenos conocedores de las reglas y de que, a la manera de los futbolistas, “lo que sucede en el Rastro se queda en el Rastro”. El pintor gallego José Vázquez Cereijo, algún acompañante ocasional que se suma de vez en cuando a las pesquisas (pero sin la mínima continuidad exigible para formar parte de “la secta”) o, desde este último Mundo es, algún nuevo amigo (como cierto “joven residente” que con mucha suerte y sobre todo ganas de aprender es generosamente admitido en la comitiva) van completando la lista de los personajes de Mira el Río Baja o la trascendentalmente llamada plaza del Mundo Nuevo. Y es que sucede que hablar del Rastro no es hablar de libros, sino de la vida en estado puro, no del pasado sino del presente más palpitante, no de lo roto o lo viejo sino de lo eterno. Quien no entienda eso no entenderá la escritura de Andrés Trapiello, ni su excesivamente publicitada “bibliofilia” o su “pasión por las primeras ediciones”. No es eso, no es eso…

Para certificarlo, basta asomarse a las páginas, tal vez miles ya, donde el autor habla de sus días en la casa de campo que compró junto a su mujer cerca de Trujillo, junto a Madroñera, en el lugar llamado Pago de San Clemente, al que él se refiere como Las Viñas. Somos muchos quienes consideramos que es en ese “decorado” donde se despliegan las páginas mejores de este proyecto, las más hermosas y sabias, las más aleccionadoras en un sentido clásico, las más ejemplares, las más horacianas y bucólicas por ser en general las más serenas. Claro que “las cosas del campo” tienen también su prosa, y las averías, los pozos secos, los trabajos serviles, las labores ingratas, los esfuerzos arruinados por una tormenta, los gastos inesperados o ciertos vecinos o visitantes traen sus amenazas y sus disgustos. De ahí nacen párrafos igualmente divertidos, pero, como en casi todos los casos es en Las Viñas donde comienza y termina su año (es decir, que allí arranca y concluye cada volumen, con contadísimas excepciones), es allí también donde queda ubicado el balance final de cada calendario, con su melancolía, su contabilidad emocional, su debe y su haber, sus ganancias y sus pérdidas, lo aprendido y lo terminado, lo adquirido y lo despedido, lo que ha llegado y lo que se ha ido para siempre. Hay finales de tomo literalmente conmovedores en su belleza,  y no hay uno solo de ellos en los que, por nostálgico o incluso triste que se ponga en esa noche de San Silvestre, no triunfe la esperanza. Dicho así, puede sonar solemne, pero es exactamente lo contrario, o podría considerarse fuera de la oscura filosofía de nuestro tiempo (y, por consiguiente, de las tendencias literarias más celebradas y en boga) por su invencible gratitud hacia lo recibido, pero se trata simplemente de verdad, de un año que se cumple y una vida que se va viviendo, eslabón a eslabón, sensible a quienes saben atenderla.

Pero al día siguiente de esas conclusiones llega el año nuevo, esto es, el nuevo tomo, y entonces todo renace y recomienza no sólo literalmente sino literariamente: los comienzos de los volúmenes han tenido también hitos asombrosos en lo que a lo narratológico se refiere, de modo que tendremos que regresar al campo de Extremadura al final, cuando me toque intentar explicar el tejido literario (y la apabullante originalidad) del Salón.

Y está, claro, Madrid, más allá del Rastro. La calle del Conde de Xiquena y sus adyacentes es otro de los espacios reales que Trapiello traduce a literatura en estos libros, fundando un territorio literario propio, sólo suyo, pero en realidad es toda la ciudad la que se ve permanentemente homenajeada (que no necesariamente alabada) en este diario. Resulta que el autor anda desde hace años preparando también un libro monográfico sobre Madrid, un retrato de la ciudad donde ha vivido ya la mayor parte de su vida, pero, como decía antes en relación al Rastro, ése es otro de los libros que se podría extraer ya, sin más, del Salón de Pasos Perdidos, una antología de páginas madrileñas semejante a la selección de páginas sobre Las Viñas que, bajo el título de Capricho extremeño, ya se publicó en su día (en realidad dos veces: en 1999 y 2011, esta última con magníficas fotos de su hijo Rafael).

Es lo que produce de una manera casi natural el haber publicado hasta la fecha veintiún años de diarios: hay muchos libros parciales, latentes, dentro de esas doce mil páginas. Habría que comprobarlo, pero no creo que haya una sola capital de provincia española que no haya sido visitada y contada, aparte de cientos de pueblos, de modo que el Salón es también un libro de viajes por España: pensábamos que estábamos ante un monumento a la rutina bien entendida, a la vida sosegada y laboriosa, a cierta monotonía gozosa…, pero lo cierto es que el porcentaje de páginas que nos trasladan lejos de Madrid o de Las Viñas es proporcionalmente significativo, sobre todo porque raro es el volumen que, digamos, no “interrumpe” en algún momento su melodía geográfica habitual con un largo viaje. En Mundo es nos vemos transportados a Colombia durante más de cien páginas dedicadas a cierto Congreso de la Lengua, y en el antepenúltimo, el metafísicamente titulado Seré duda, la exigente promoción de su novela Al morir don Quijote hizo de aquel volumen, probablemente, el más nómada de todos, el más ajetreado. Pero en otros tomos hemos leído memorables vacaciones familiares en Italia o Nueva York… y han ido quedando “archivadas”, así, páginas sobre Venecia o Roma que igualmente merecerían edición exenta.

 

2. Los personajes

 

En alguno de los artículos recogidos en Las letras entornadas, Fernando Aramburu decía que los personajes son a la novela como el arroz a la paella: puede haber paellas de mil tipos, pero todas están basadas en el arroz. La novela, es bien sabido, es el género literario más flexible, voluble y variable, el más difícil de definir y acotar… pero, por muy abiertos de miras que nos pongamos, para poder hablar de novela ha de haber personajes.

¿Quiénes son, entonces, los personajes de esta “novela en marcha”? La respuesta depende de cuánto abramos el objetivo. Si queremos contemplar el Salón panorámicamente, como un fresco de nuestro tiempo, un retablo, una “comedia humana”…, comprobaremos sin esfuerzo que la lista de personajes es ya casi inabarcable, y comprende a muchos cientos de seres reales pasados por la magia transformadora de la ficción. Pero a mí me gusta siempre intentar que el llamativo volumen que ha alcanzado el asunto no despiste de su espíritu, y esa “grandeza” interior a la que aludía más arriba, aprovechando la primera frase de El gato encerrado, no es la de la ambición de registrarlo todo, sino la de la pura y limpia confidencialidad, y para que ésta se produzca es inevitable ser pocos, andar casi en familia.

Durante mucho estuve tentado a confeccionar lo que serían los índices del Salón de Pasos Perdidos, para uso personal y para ayudar a los lectores, ya inevitablemente desorientados en el laberinto. Se trataría no sólo de ir listando y paginando las crónicas, viajes, retratos o meditaciones de cada tomo, sino de hacer también índices transversales: el toponímico, el de conceptos (“tren”, “gitano”, “pescador”), el onomástico… Pero aparte de que después he sabido que Manuel Cañedo Gago tiene índices similares minuciosamente detallistas, cualquiera que se haya asomado a estos libros sabe que al menos el onomástico sería problemático, porque no iba a desvelar yo, publicándolo, lo que los libros callan o disfrazan, y si Trapiello ha querido llamar “X” o referirse por sus iniciales a cientos de las criaturas que por aquí desfilan, sería casi impublicable (incluso jurídicamente comprometido) y en todo caso poco elegante dar cuenta detallada de qué personas reales están detrás de esas figuras del escenario. Y lo más importante es que estoy muy de acuerdo con el propio autor en que eso importa muy poco. Es normal querer saber de quién se está hablando, pero sería sano que todo el mundo entendiese que el retratado en el Salón ya no es una persona sino un personaje, construido por la mirada del autor. Es la vida la que va escribiendo estos libros (y ése es uno de sus secretos más valiosos), la que va contando a Trapiello su propia novela, de modo que el autor sólo tiene que ir consignando a su manera lo que le pasa, lo que ve, lo que vive, lo que le hacen vivir… pero es por supuesto una vida parcial, subjetiva, vivida desde el yo que escribe o siente o recuerda. Es en ese proceso donde cobra toda su legitimidad la opinión personal, las circunstancias particulares, y en ocasiones hasta los prejuicios o las injusticias. El Salón es el mundo de Andrés Trapiello, es como su hogar, y cada uno gobierna en su casa, e invita o expulsa a quien quiere. Es absurdo discutirle al autor su novela, su mirada, su opinión, su “filosofía”, al menos desde esa perspectiva del “tener o no razón”, de lo ajustado o no de los hechos relatados…: su calidad no depende de la exactitud o veracidad o proporcionalidad o fidelidad con las que los aludidos son retratados, porque el Salón tiene su mundo interno, y dentro de él todo es verdad, porque es una verdad autónoma, fundada por él mismo. Aquí no se cuentan “las cosas como fueron”, y es algo de lo que el autor viene advirtiendo muchos años. Todo tiene una sujeción en lo real, un ancla, pero ya hemos asumido que una imperceptible gota de ficción tiñe todo de ficción.

Escribo todo lo anterior pensando en los “antagonistas” habituales del Salón, esas figuras más o menos hostiles que actúan de modos más bien ridículos, penosos o malintencionados en páginas donde el Salón se convierte más bien en un Saloon, pero también sirve, en el lado positivo, para el resto de personas del “mundillo” que aparecen de una manera positiva o por lo menos neutra. Ya he escrito varias veces que para mí ésas son las páginas más prescindibles y poco significativas: me he divertido gloriosamente con muchas de ellas y sé que aportan al conjunto un color necesario, acaso imprescindible, pero tengo claro que el libro no trata de eso.

Pues, si de personajes hay que hablar, los esenciales son, obviamente, los más cercanos, los elegidos: su mujer, M., que es uno de los grandes personajes de la narrativa española contemporánea, y sus hijos, R. y G., a los que literalmente hemos visto crecer y que ya han adquirido una enorme dimensión propia. Aparte, están sus padres y sus hermanos en León, los ya mencionados cómplices del Rastro, algunos libreros, sus editores valencianos de Pre-Textos, el poeta Eloy Sánchez Rosillo, el novelista Pedro García Montalvo, el tipógrafo Alfonso Meléndez, el juez granadino Miguel Ángel del Arco Torres (quien acaba de publicar, prologada por Trapiello, la segunda parte de sus memorias, otro curiosísimo experimento literario personal) y algunos otros “secundarios” más particulares o intermitentes, como aquel inolvidable Miguel el Loco de los primeros tomos.

Y muy deliberadamente he dejado para el final la figura magistral de Ramón Gaya, “como un padre” para Trapiello, según éste mismo dijo en un poema dedicado al pintor. Una vez más, ese libro monográfico sobre la figura y la pintura de Gaya que Trapiello tarde o temprano tenía o tiene que escribir, ya está en realidad escrito, y está disperso por el Salón, atomizado, a fragmentos. La importancia capital que aquel hombre tuvo para nuestro diarista ha sido puesta de manifiesto y reconocida y agradecida por éste en innumerables ocasiones, y en cada una de ellas de una forma siempre nueva y hermosa. Lo cierto es que para quienes leímos a Gaya después de leer a Trapiello, familiarizados ya con el mundo de éste, es fácil hacer “el camino de vuelta”, entender retrospectivamente cómo la visión del mundo y del arte del pintor iluminó la del escritor, en una descendencia genealógica evidente. Ocurre, simplemente, que es estrictamente imposible comprender cabalmente la literatura de Trapiello sin entrar en la “filosofía” de Ramón Gaya, por razones que se hacen transparentes en cuanto se abre casi cualquier escrito de éste.

 

3. Para no complicarnos mucho más.

 

Pero claro, habrá quien en el apartado anterior habrá echado en falta a un personaje bastante importante en el Salón, que es ese al que el autor se refiere como “AT”. Es aquí donde más importaba llegar, aunque también es verdad que en buena medida me alivia el haberme quedado ya casi sin espacio para explicar algo que, en realidad, daría para un libro de buen tamaño (y de hecho ya hay alguna tesis doctoral por ahí sobre nuestro Salón). Pero esbocemos el asunto, o al menos algunas de las líneas que habría que tratar, lanzando más preguntas que hipótesis, más interrogantes que propuestas.

En 1990, cuando apareció el primer tomo, Trapiello era, fundamentalmente, un poeta, muy conocido en ese ámbito, así como en el de la crítica de arte y en el de la tipografía. De modo que de repente tenemos a un poeta que publica un diario y lo presenta como novela. Y en el libro hay entradas claramente ensayísticas (sobre arte y literatura), así como aforismos y hasta alguna suerte de caligrama… Lo híbrido, pues, está en las raíces del proyecto, y no sólo por aquello de que un diario lo admite todo, sino porque, conscientemente o no, nació para ser la obra central de un hombre que, en el terreno de la literatura, ha tocado literalmente todos los palos, y lo suyo es algo así como lo que su amiga Carmen Martín Gaite llamó un “cuaderno de todo”. Un cuaderno que lo admite todo y que poco a poco, como quien no quiere la cosa, lo cuenta todo, lo expresa todo, y lo hace de lo muy particular, de lo íntimo, de lo privado… a lo general, lo universal, lo común. Este propósito se ha admitido ya de un modo explícito en entregas recientes (“Mi nombre es AT, como el de todo el mundo”, llegó a escribir, y uno de los futuros tomos se anuncia con el insuperable y melvilliano título de Llámame X).

Tengo la impresión de que quienes no leen el Salón (que son los únicos lectores a los que puede aburrir la frecuencia y la longitud de las sucesivas entregas) lo intuyen cosa de costumbristas, producto del realismo, prosa cotidiana y “por tanto” sin altura… y con esos pobres prejuicios se quedan sin leer un innovador y rupturista diario íntimo en donde se pueden leen entradas fantásticas, páginas que se han escrito solas, recuerdos inventados, apariciones divinas, personajes que se visitan a sí mismos, solapamientos cronológicos, gente que sube por ascensores que todavía no se han instalado… Eso, en cuanto a la magia, en sentido literal. Pero la magia que nos importa es la otra, la resultante de todo ese talento, ese humor, esa mirada, esa psicología, esa inteligencia con la que Trapiello habita su mundo y vive su vida. Vivir es ir aprendiendo a conocerse, aprendiendo a aceptarse, tantear los propios límites y si eso atreverse a dar un paso más… y así hemos ido viendo cómo AT pasó de ser un mero yo que contaba las cuatro cosas que le pasaban en los noventa a ser en el nuevo siglo una especie de narrador omnisciente de sí mismo, un yo total y fundador y soberano de todo lo que ha creado y que sin embargo, por descontado, “no es el tema de su libro”… El protagonista de esta novela no es Trapiello, ni siquiera AT, ni el propio libro. El protagonista es… todo, porque el tema es todo, la vida indivisible, lo que se mira y lo que se piensa y lo que se recuerda y lo que se desea y lo que se imagina y lo que se malicia y lo que se detesta. Todo nace de un yo, pero no construye un yo que se nos está revelando, sino que construye todo un cosmos simbólico, un sistema filosófico basado en la sencillez, en la gratitud, en la verdad y en la alegría. Es ese tipo de libros, pues, que sólo leen quienes se los merecen, y por eso es, también, tan reconfortante que cada vez vayan sumándose más y más lectores, y además vayan atreviéndose a declararlo y aplaudirlo, invitados por fin a la mayor fiesta literaria que se haya escrito, que se esté escribiendo, en muchísimo tiempo.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Marqués

Hay algo de surco en su escritura, un olor no tanto a tomillo como a berza, cuando la berza designa una manera de compartir el pan; algo, en sus versos, de inocencia de enagua, de tentativa en siesta de juegos. Húmedo de infancia, Alén Alén (La uña rota), su último poemario, es un saltar a una comba cuyos extremos sujetan dos lenguas: el gallego no normativo (abierto siempre a la contingencia) y el castellano. Hablamos, claro, de la poeta Luz Pichel (Alén, Laín, Pontevedra,1947).

 

- La escritura, ¿de qué es síntoma?

- Supongo que, en cada caso, es síntoma de alguna cosa; en el mío, es síntoma de una carencia y de una ilusión. Escribes porque te faltan cosas y la escritura es una manera de encontrarlas en ti, una manera de introspección, sobre todo en poesía: el esbozo de un poema es eso mismo, un ejercicio de introspección. La escritura cubre algo ahí. Al tiempo, para mi nació como una ilusión, es necesaria, una búsqueda en la que sientes que puedes encontrar. No creí que pudiera escribir pensando en publicar hasta que una niña se me apareció en la televisión española, allá por 1986, en el programa «Querido Pirulí», que presentaba Tola. Luisa Castro acababa de ganar el Premio Hiperión, era gallega, y hablada con acento de Foz, venía de un barrio pobre, hija de marineros, y me parecieron maravillosos sus poemas… entonces supe que, si ella escribía esas cosas tan valientes habiendo nacido allí, yo también podría hacerlo, aunque hubiera nacido en Alén. Por eso para mí, escribir siempre ha sido un momento de ilusión, de felicidad, nada de tortura o dolor.

 

- Síntoma de una carencia, dice. ¿Acaso por eso, en los momentos de plenitud no escribimos, salvo excepciones de rigor, como La voz a ti debida o Diario de un poeta recién casado?

- Claro. ¿Para qué? Escribimos porque lo normal es la carencia; no es que tengamos, o que tenga yo, al menos, carencias horribles, pero son carencias que sirven de estímulo para hacer cosas; de ahí la necesidad de reconocer la carencia como consustancial, porque vivimos en la carencia.

 

- Lacan decía “que nunca nos falte la falta…”

- Precioso.


“El trabajo con la lengua es lo más importante”

- “Contad los metros cuadrados del espacio habitado”. ¿Cuál es el espacio habitado por el poema?

- El poema habita la página, fundamentalmente; cuando escribes un poema, no estás ni recordando ni imaginando, estás trabajando con el lenguaje y ocupando una página sobre el papel. El trabajo con la lengua es lo más importante. Ese es el espacio del poema; después, los poemas hablan de cosas, se posicionan en lugares que, en mi caso, tienen al mundo por lugar. Alén no es más que una metonimia, la esquinita del mundo, pero desde ahí se va más allá. Hay mucho en Alén Alén de mi infancia, que para mí es uno de esos “momentos de duración”, como llamaba Peter Handke a los momentos en la vida que quedan contigo para siempre. Alén es un territorio de fuerza. Alén es eso, Galicia, pero no toda Galicia, cierto estrato social de Galicia, la Galicia campesina, la de la familia, la de determinada condición social.


“El lenguaje es muy traidor, te crees que lo tienes y es mentira”

- ¿Cómo conseguir el equilibrio necesario entre lo que quiere decir el poeta y lo que tiene que dejar decir al lenguaje para que se conjugue?

- El lenguaje es muy traidor, está siempre antes que tú, nacimos sin lenguaje, pero él ya está ahí; te crees que lo tienes y es mentira, es el lenguaje quien te tiene. No quería hacer este libro, había pensado en escribir un Libro de familia que, más que en un relato de contenido biográfico, iba a consistir en usar para mi escritura las distintas maneras de hablar de todos mis hermanos. Disfruto mucho escuchándoles a cada uno de ellos porque la vida les ha llevado a lugares muy distantes, lo que hace que sus lenguajes resulten bien singulares y llenos de color y de riqueza.  En unos, es la emigración con sus “corotos” lingüísticos; en otro, la profesión; en otro, un soltar sin filtro, etc. Serían siete partes, una para cada hermano, para cada idolecto.

Pero empecé a escribir y la escritura me llevó a otra cosa distinta. El poema siempre termina diciendo lo que tú querías decir, aunque no supieras qué querías decir ni que lo querías decir.


“El lenguaje, la lengua es insuficiente para decir el mundo”

- Balbuceo, ¿así es el poema, una aproximación a lo que se busca, un acercamiento balbuciente?

- Claro, nunca hablamos del todo, siempre queda algo por decir. El lenguaje, la lengua es insuficiente para decir el mundo, por eso el balbuceo sea el modo más acertado, y cuando tienes conciencia de que «hablas mal», como yo cuando en CO CO CO U utilizo el gallego de Alén, el balbuceo se intensifica, porque es un gallego al que algunos se atreven a llamar castrapo muy despectivamente, equiparándolo al castellano «mal hablado» de los que teníamos el gallego como primera lengua. Hay una herida ahí, un conflicto de clase. La realidad es que el hecho de que se trate de hablantes aldeanos es razón suficiente para que su lengua se siga considerando bruta, ruda, asilvestrada. ¿Cómo no ser tartamuda, entonces?  ¿Cómo no balbucear?

 

- Pues «castrapo» resulta un adjetivo bien bello...

- Hay quienes consideran que es ciscalla, barredura… ese lenguaje me lleva a cuando niña, a esa duración del recuerdo; ahora no queda mal emplear el gallego, si usas el normativo, pero hablar esa lengua entonces era ser clasificado como una persona inferior y, en buena medida, todavía sigue siéndolo, cuando no respetamos la forma en que lo usan quienes lo conservaron por más de quinientos años.

 

- ¿Hasta qué punto la infancia es el territorio del poeta?

- Dependerá de las infancias… mi infancia fue durísima, pero no la viví como tal, aunque a la larga tuvo un peso terrible en mí... terrible, no, no fue terrible, muy grande, me pesa muchísimo, quizás no por dura como por importante: no volví a vivir otro periodo en mi vida con tanta carne, con tanta sustancia como la infancia, todos los días pasaban cosas, siempre había algo, no te aburrías jamás… aprovechabas cada segundo para jugar, aprovechabas el sueño del padre para jugar, la siesta.

 

- Supongo que todos los días, incluso ya de adultos, pasan cosas. ¿Acaso lo que perdemos al crecer es la capacidad de asombro y el disfrute del juego?

- Claro, pero la poesía cubre ese espacio, el juego, por eso es tan satisfactorio. No solo la poesía, pienso en estas mujeres que hacen punto, que bordan, por entretenimiento, juegan, recuperan ese espacio…

 

- Al escribir, ¿uno se coloca más del lado del deseo o del de la melancolía?

- Del lado del deseo, siempre, incluso cuando te vas al pasado, algo que no añoro, aunque haya cosas añorables; cuando voy al pasado lo hago para buscar un empuje para el ahora, para buscar fuerza. Odio eso de que tiempos pasados fueron siempre mejores…


“La poesía tiene mucho de trabajo, pero es cierto que hay algo misterioso”

- “Es fácil leerles la mano”. ¿Cuánto de quiromancia, de magia en general tiene la poesía?

- No sé… tiene mucho de trabajo, pero es cierto que hay algo misterioso… versos ante los que no sabes cómo se te han podido ocurrir, como si llegaran de un lugar que ignoras, como si aparecieran por arte de magia… es mi caso, la magia viene de la otra lengua, del diálogo y de la relación sorprendente entre ambas. Por ejemplo, la palabra donicela, que aparece en Alén Alén. Es preciosa, mucho más que comadreja. Eso es un regalo de la lengua.

 

- Dígame un ramillete de palabras verdaderas que la definan…

- Ay, Dios, es imposible… soy más o menos temblorosa, tengo el pelo muy blanco y precioso, guardo mucho amor por los míos, me gustaría vivir mis últimos años con buena salud, escribir en la mayor tranquilidad… soy amorosa con la gente, no quiero mal a nadie, me duele muchísimo decir “no”, aunque haya que hacerlo… lo pasé mal en la vida, lo pasé bien, no me arrepiento de nada de lo que he vivido, a pesar de los errores… a veces me costó muchísimo aceptarme, la menopausia es una maravilla…

 

- Ahora que el sistema ha encontrado la manera de mercantilizar la poesía, ¿cómo reconocer un poema honesto?

- Pues… Pensemos en los youtubers, escriben poesía que algunas editoriales publican y convierten en superventas algo que no es excelencia, desde luego. ¿Podríamos decir que esos youtubers no son honestos? Nuestro primer poema, horrible, malísimo a ojos de ahora,  ¿no era honesto? Creo que no son culpables de nada, quien tiene la responsabilidad es quien publica cosas sin un mínimo de calidad.


“Es fácil tener miedo en los tiempos actuales, lo difícil es vivir sin él”

- ¿De qué depende que no seamos “una cabeza llena de miedo”?

- Es fácil tener miedo en los tiempos actuales, lo difícil es vivir sin él. De pequeñita, tenía mucho miedo, ten en cuenta que no era fácil vivir en el campo, siendo niña, en Galicia, durante los años cincuenta… era vivir con una piedra en el bolsillo para que “no te hicieran un niño”. Desde mucho ante de tener la regla, de poder concebir, las niñas éramos ilustradas en lo que tenías que hacer con los tíos. Lo que no sé es cómo pudimos querer a los hombres; no lo sé, pero los quisimos.

 

- ¿Hay miedos necesarios?

- Sí, por ejemplo, el miedo a coger el virus. Sí, hay miedos que nos protegen, no me fío de quien dice no tener miedo a nada. En mi obra aparecen miedos que ni siquiera sé que tengo. Lo que ya no sé es cómo se asocia el grado de miedo al nivel de inteligencia: ¿es más miedoso el más inteligente?

 

- Creo que los miedos son irracionales, ajenos a la inteligencia...

- Sí, puede que sea así.


“La poesía te puede llevar a imaginar lo que no conoces”

- “Lo que no entiendas trata de inventarlo”. ¿Se puede vivir sin sentido?

- Vivimos siempre con la conciencia de que hay una parte del mundo y de nuestras vidas que no tiene sentido; a veces no es fácil dárselo, pero la imaginación ayuda mucho, nos lleva a la utopía, y tiene más fuerza de la que creemos. Esto lo he contado muchas veces pero, cuando iba a la escuela, en una ocasión, la única vez que ocurrió, la maestra nos mandó escribir una redacción sobre los campos de trigo, allí eran cosas muy conocidas, yo me puse a escribir los campos de trigo. Escribí: «los campos de trigo me recuerdan las olas de mar». Es una chuminada, pero la maestra me dijo: «si fueras rica podrías ser escritora». Lo dijo porque sabía que yo nunca había visto las olas del mar, pero intuyó el valor de la imaginación. La poesía te puede llevar a imaginar lo que no conoces.

 

- ¿Conviene acercarse al “ladrón de manzanas” que aparece en el poemario?

- Ja, ja, ja, ¡sí!, el ladrón de manzanas es un amor, tiene muchísimo miedo, es un hombre muy medroso, las come hasta verdes porque las necesita, el pobre me animaba a que fuera yo a cogerlas, decía “vete tú”, pero es un tío majo, que trata de vivir con lo que le da la vida, poquito, y además siempre comparte la manzana contigo.


“Las revoluciones siempre se hicieron de noche”

- Le devuelvo la pregunta: “la oscuridad, ¿es una revolucionaria?”

- Ja, ja, ja, ¡sí, otra vez sí! En la oscuridad se han hecho cosas maravillosas en este país: repartir octavillas, hacer pintadas, encerrarte en la Universidad de Santiago de Compostela… las revoluciones siempre se hicieron de noche.

 

- ¿Qué banda sonora tendría Alén Alén?

- Lo primero que me vino a mi cabeza fueron las Tanxugueiras, pero en realidad sería la música que hacía mi padre con una cuchara en la mano, golpeando la loza de la taza o del plato, o golpeando la palma de su mano sobre la pierna… siempre había música…recuerdo a mi hermana, cuando éramos muy pequeñas, cantando el Romance de Delgadina, que cuenta la historia de incesto, sin saber lo que estaba cantando… pero siempre, siempre música…

 

- “Ringlera” es una palabra que se repite. ¿De qué está compuesta o hecha la ringlera más bella?

- De niñas… mira, voy a decir la última ringlera: siete criaturas en torno a la cocina de mi casa en Galicia.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

LA REVISTA RINDE HOMENAJE A JAMES JOYCE, JOSÉ HIERRO Y CRISTÓBAL SERRA

TAMBIÉN PUBLICA UN TEXTO INÉDITO DE JOSEPH ANDRAS, LA GRAN REVELACIÓN DE LA LITERATURA FRANCESA ACTUAL

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este próximo mes de junio en España y otros países, un sumario con interesantes artículos inéditos protagonizados por grandes autores de la literatura contemporánea: James Joyce, José Hierro y Cristóbal Serra.

También ofrece, en primicia en español, un avance del último libro del escritor Joseph Andras, considerado por la crítica como la gran revelación de la literatura francesa actual.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

11 de mayo de 2022

Hace cosa de un mes que terminé de leer El año del Búfalo, pero he de confesar que no he sido capaz de verbalizar lo que me suscitaba el texto hasta hace unos días. Por eso, he decidido compartir el fruto de mis divagaciones con ustedes, por si algún otro lector aún anduviera merodeando por el camino que dejaron los posos de su propia lectura.

Consigna Joan Coromines en su Breve diccionario etimológico  que la palabra cínico aparece en nuestra lengua registrada ya en 1490, así que podemos admitir que descubrimos el cinismo antes de que Colón encontrara un gran obstáculo en su ruta a Asia. También recoge su diccionario que el origen latino lo encuentra en la palabra cỹnἶcus que, a su vez, viene tomada del griego kynikós ‘perteneciente a la escuela cínica’, siendo un término que indica ‘perteneciente al perro, de perro’, palabra de cuya raíz —‘Kynós’—, se deriva. Los cínicos apostaban por una vida sencilla y armónica con el entorno natural, por la independencia tanto moral como intelectual, pues tenían la creencia de que el hombre nacía con todo lo necesario para ser feliz y, por tanto, las cosas le eran accesorias —constituyéndose en fuente de inspiración para los estoicos—. No obstante, se quedaron con ese sambenito, el de perros, por preferir roer huesos antes que atiborrarse de manjares. Probablemente este término, “perro”, sea la palabra clave para desenmarañar el ovillo de esta obra —o al menos tomando la punta de este hilo he salido yo de su laberinto—, pues Coromines no deja lugar a duda en la entrada que le dedica y donde, tras indicar que el primer registro del término se dio en 1136, nos indica: “vocablo exclusivo del castellano, que en la Edad Media sólo se emplea como término peyorativo y popular, frente a can, vocablo noble y tradicional. Origen incierto. Probablemente, palabra  de creación expresiva, quizá fundada en la voz prrr, brrr, con la que los pastores incitan al perro, empleándola especialmente para que haga mover el ganado y para que éste obedezca al perro. Compárese al gallego apurrar ‘azuzar los perros’. Son imposibles las etimologías ibéricas y célticas que se han propuesto.”

Imposibles. Esa imposibilidad categórica con la que Coromines cierra su inspiradora entrada (en la que podemos evocar, un milenio atrás, al pastor en la colina azuzando al can a la voz de “prrr”, mientras las dóciles ovejas emprenden camino al redil), me llevó también a mí hacia un cercado, hacia un marco referencial en el que ordenar y recoger las ideas. Y es que a un licenciado en Filología Hispánica, como es el caso de Pérez Andújar, no podía serle ajeno este detalle. No obstante, en la obra —a través de una de las voces que toma la palabra—, se afirma que perro y carro son voces íberas, añadiendo que son los palabras más antiguas de nuestro diccionario, aserción que tampoco se sostiene. Carro es incluso posterior a perro y —siempre de acuerdo con la guía espiritual de Joan Coromines— es una palabra latina de origen céltico, y no íbera.

Considerando la introducción consciente de este error como parte del juego, como el fruto de un placer lúdico en estado puro que es búsqueda de la diversión sin restricciones, comencé a reflexionar sobre la lectura desde esta dualidad juego-cinismo.

La historia tiene cuatro protagonistas, cuatro creadores encerrados en un garaje: cuatro perros. Cuatro personajes que roen los restos de un mundo, lo que queda de vida, de comida, de ellos mismos y que se ven tentados por una figura desde la sobras que piensan pueda ser otro hombre o una rata. Tal vez ­—me parece ahora­— no sea sino otro perro o la sustanciación del perro en el que se ven proyectados.

El protagonista —si acaso este término es aplicable aquí— es uno de los cuatro creadores, un escritor finlandés llamado Folke Ingo. La narración de Ingo, a su vez, se centra en estas mismas cuatro figuras y la formulación de la novela escrita por él (que Pérez Andújar escribe) va evolucionando a texto anotado por su traductor (en este caso, por su traductora) y, poco a poco, va transmutando en una edición crítica, en un texto con notas a pie de página, notas rebeldes que se levantan en armas —como los muchos personajes históricos que glosan sus páginas— y toman la hoja, la conquistan e imponen el imperio de su desgobierno: una tiranía fatua llamada a ser destronada por la siguiente nota que se levante asalta la página.  Así pues, el juego pasa por contradecir no sólo al maestro (léase Coromines), sino que implica evadirse de la recta moral que dicta la morfológica de la novela tradicional. De alguna manera parece que lo que se cuenta se refleja en la forma de ser narrado. Cínicamente, es decir, expresando desprecio hacia las convenciones y las normas de la novela, el autor despliega su humor a través de una narrativa aguda, en la que la novela es como el hombre, como el líder revolucionario, como el intento de plasmación de cualquier ideal: imagen inesperada, imperfecta, del ideal que se buscaba. Tal vez inspirado por Hannah Arendt, Pérez Andújar nos ofrece una crítica intelectual de lo que somos, se burla de la constatación del fracaso del creador —impedido a dominar su obra—formulando esa grieta desde la ironía del texto parasitado por el texto, ironía con la que se da paso a la acción y la palabra de otros. Acción humana que Arendt viera como superación de la improbabilidad y de la imposibilidad de predecir tanto el fruto de dichas acciones como las consecuencias que acarrean. Lo nuevo es, en tal medida, oposición de la certeza: de lo que cabría esperar aplicando la predicción.

Sin lugar a duda, esta obra destacada con el premio Herralde de novela, es una suerte de milagro, un texto impredecible antes de abrir sus tapas, improbable, y que resultará en deleite del curioso, del inconformista, del perro que quiera roerlo hasta el final, de un lector que no busque el canon ni sus infalibilidades.


El año del Búfalo. Javier Pérez Andújar. Barcelona, 2021. Premio Herralde de novela.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

1. El poeta orienta al lector cuando escribe, tras el nombre de su hijo Gabriel, seguido de dos puntos, las palabras, “un poema”. No estamos ante un desahogo, ni ante una hagiografía, ni siquiera ante una elegía propiamente dicha, sino meramente ante un poema. ¿Y qué es un poema? Un acto de alguna forma de conocimiento. “Gabriel era un secreto”. Y no hay mejor materia para la poesía que lo indescifrable. Para ir a lo que no conoces, tienes que ir por el camino que no conoces. Solo una vez el poeta se vuelve sobre el poema para dudar sobre el camino trazado: “Tengo miedo de estar sólo rondándolo/y convirtiéndolo en una historia”. Hirsch, antes que nada, en el título –Gabriel: un poema–, pone en práctica el arte de la separación del que hablara Mandelstam.

 

2. Resulta más fácil decir todo lo que este libro no es que decir lo que es. He señalado que no se trata propiamente una elegía porque está bastante alejado del lamento solitario, monódico, que ha prevalecido en la elegía occidental moderna.  Ya en el motto hay una frase de “Strings”, la canción de Blink-182, que dice mucho: “No quiero vivir mi vida solo”. Imagino que es un guiño a su hijo, pero el poeta tampoco quiere escribir este poema solo. Integra a cuantos acompañaron a Gabriel (a veces cediéndoles la palabra): la madre, sus amigos, cuidadores, por no hablar del coro de voces –otros poetas que perdieron a sus hijos– a los que recurre para no encontrarse solo.

 

3. Mucho menos que una elegía, se trata de un kaddisch. Las razones se agolpan, y acaso podría decirse que es un anti-kaddish. Son los hijos los que pronuncian ese canto judío en los entierros de los padres, y no en los de los hijos, algo totalmente anti-natural que supone un desafío para la teología judía. En el kaddish se elogia al padre o a la madre muerta, a su vida cumplida, para, más allá, alabar a Dios y su orden del mundo, el orden en el que los padres trasmiten a los hijos las enseñanzas del Altísimo. Es el core de la Tradición. ¿Cómo puede un padre alabar el desorden que supone la muerte de su hijo? Lo único que puede hacer, a pesar de la increencia, es encararse con Él y retarle: “no te alabaré hasta que me lo devuelvas”.

 

4. Gabriel es un poema extenso. Un poema de poemas. Escritos en tercetos en verso libre en composiciones de diez de diez. Con un lenguaje rápido, preciso y coloquial, musical, anafórico; de carácter narrativo, y en ocasiones cómico, está cargado de intertextos y de referencias cultas. La estructura narrativa es circular (comienza y termina frente al cadáver de Gabriel) y describe en su amplia trayectoria una por una las estaciones de la vida de Gabriel desde su nacimiento hasta su muerte pasando por la crianza, los primeros síntomas de la enfermedad, la imposible educación, los intentos inacabables de encontrar una terapia, la afectación en la vida familiar, más relevante por estar apenas aludida, sus gustos y manías, los destrozos, comenzando por los que se infligía a sí mismo, como ejemplo cumbre su última y letal aventura. No solo por ser circular el poema tiene trazas enciclopédicas: para el poeta resulta necesario no olvidar nada. Se enumeran los colegios a los que fue (no pocos), los trabajos que tuvo (pocos), los casi innumerables médicos y curanderos, la larga lista de medicinas, todos los síndromes, posibles o reales, todo, hasta el informe de la autopsia que se traslada tal cual está redactado. Aparecen, sin ocupar nunca el centro de la escena, las dudas de los padres, la momentánea desesperación del padre (kafkianamente identificado con la Ley), el sentimiento de culpa, nel mezzo del cammin, la interrogación más profunda y la toma de conciencia de sí mismo, y al final la expresión de un dolor de amor a la vez visible e invisible.

 

5. Buscaba una pista que me permitiera acceder en el poema al plano del sentido. Y me encontré con este verso: “Lo que para otros fue naturaleza/para nosotros fue cultura”. Se refiere el poeta a que, por ser Gabriel un hijo adoptado, la decisión de los padres, en su caso, más que un hecho biológico fue una pura decisión libre. No pude evitar recordar otro verso de la Commedia –“ Mai no t´a apresentò natura o arte (Purgatorio, XXXI, v. 49)– en el que Beatriz reprocha a Dante que, tras la muerte de ésta, nada humano (arte, cultura) ni divino (la naturaleza) le complaciese, con la consecuencia de caer por el precipicio de la inanidad. Los versos inmediatamente anteriores del florentino son estos: “De todos modos, para que ahora sientas/vergüenza por tu error y en el futuro/seas inasequible a las sirenas,/abandona tus lágrimas y escucha:/así oirás que mi carne sepultada/debía conducirte hacia otra parte” (Purgatorio, XXXI, vv. 43-48).

 

6. Al principio pensé que se trataba de un mero contacto sin relación, como los que mantenía Gabriel con las mujeres. Pero la referencia dantesca a la “carne sepultada”, al frío transi, a la carroña que si no conforta al menos debería enseñar a vivir, me llevaba al cadáver de Gabriel. Naturaleza y cultura en este poema daría para un largo comentario… Lo que comenzó siendo la más generosa de las decisiones, la más civilizada, mucho más culta y humana que los poemas a los que el poeta dedica su vida, tratando demasiadas veces de huir y protegerse de esa fuerza de la naturaleza que ha admitido en su vida, de ese ser indescifrable e incómodo al que ama por encima de todo, amenaza con convertirle en una sombra, revelándole de paso la sombra que apenas somos en el mar inmenso del sentido.

 

7. Y dejo para el final la historia del libro. Una noche del año 2011, mientras la tormenta Irene asolaba la ciudad de Nueva York, Gabriel Hirsch, 22 años, hijo del poeta Edward Hirsch (Chicago, 1950), contra toda prudencia, sale de juerga y, tras ingerir una droga, aparece muerto de madrugada. En aquellos días de caos generalizado en la ciudad, los padres buscan durante tres días a su hijo. Edward Hirsch recopiló en un dossier cuanto pudo sobre Gabriel y vertió poéticamente parte de ese material y de sus recuerdos en un libro titulado Gabriel: a poem. El libro fue publicado en 2014 y ha sido brillantemente traducido en España por Aníbal Cristobo para kriller 71 ediciones.

  

 “GABRIEL: UN POEMA”

 

Por Edward Hirsch. Traducción de Aníbal Cristobo


POEMA I

 

El director de la funeraria abrió el ataúd

Y ahí estaba él solo

De cintura hacia arriba

 

Me acerqué a mirar su rostro

Y por un momento me sorprendí

Porque no era Gabriel:

 

Era solo algún pobre chico

Con su rostro como una habitación

Que hubiera sido vaciada

 

Pero entonces me fijé con más cuidado

En sus pesados párpados

Y en la delicadeza de sus rasgos

 

Él que siempre había tenido un sueño tan liviano

Ahora estaba extrañamente quieto

Mi muchacho insensato

 

Vestido para una ocasión especial

Le gustaba ese traje azul marino

Y exhibirlo delante del espejo

 

Le gritaron Ey colega

En una calle de Northaptom

Te ves muy elegante con esa ropa nueva

 

Le encantaba cómo se veía

Después de haber dejado las pastillas

Que nublaban su mente

 

Se quedaba asombrado

Al verse en los espejos de las tiendas y en puertas giratorias

Que le devolvían su reflejo

 

Ahora se veía rígido y distante

Como si estuviera yendo a un funeral

En un viernes de inicios de septiembre


POEMA II

 

Como una jabalina cruzando la oscuridad

Siempre estuvo ansioso

Por encontrar un blanco que lo detuviera

 

Como un león joven probando su rugido

En el borde lejano de la cueva

El rugido dentro de él era aún más alto

 

Como la flecha del relámpago en la niebla

Como la flecha del relámpago a través de los mares

Como la flecha del relámpago en nuestro patio

 

Como la vez en que abrí el horno

Por la noche en la fábrica

Y las llamas causaron una explosión

 

No estaba preparado para la intensidad

Del calor escapando

Como si hubiera destapado el sol

 

Como una mosca demente monarca temerario

Como una abeja disparándose desde su colmena

Como un pájaro rebotando contra la ventana

 

Como un coche pequeño yendo demasiado deprisa

De noche en una autopista de dos carriles

Sus amigos pensaban que iban a morir

 

Como el grito de guerra de una grulla que cae

Herida hundiéndose en el mar

No vi cómo golpeó contra las olas

 

Como la furia descarrilada de una bala

Astillándose contra un cráneo

El soldado pareció sorprendido

 

No se movió cuando lo tocaron

Como la flecha del relámpago inundada por la oscuridad

Tras haberse estrellado contra el mar


POEMA III

 

Y el Padre la Ley

Que debería haber estado legando

Mandamientos desde lo más alto

 

Qué estaba haciendo todos esos años

Cuando debía haber estado reconfortando a su mujer

Y encargándose de su hijo

 

Qué estaba haciendo cuando debía

Mantenerse firme y cuestionar a los expertos

Que trataban de adivinar qué hacer

 

Debería haberle enseñado

Carácter haberle enseñado valores enseñado

A convertirse en el hombre que debería haber sido

 

Qué estaba haciendo el Padre la Ley

En la mitad exacta de la vida

Salvo luchar por su vocación

 

Fantasma de mi yo anterior

Te veo susurrarte a ti mismo

Y deambular

 

Por una habitación de la segunda planta

De la casa toda la noche cada noche

A través del final de tus cuarentas

 

Qué buscabas sino escapar

Del trance y el abatimiento

De los antiguos creadores

 

Poeta que trabajaste tan duro en tu oficio

En un escritorio de madera mellada

Es tarde ya

 

Es hora

De apagar esa lámpara

Y bajar de tu estudio


Poemas inéditos de Edward Hirsch


“Cuando tú escribes la historia”

 

Cuando tú escribes la historia

de ser padre

no dejes de lado la alegría

de subir y bajar

las escaleras jugando juntos

o de lanzar una pelota

a través del pasillo

o escabullirse

del pobre perro

que se ha quedado dormido

bajo el piano de cola

en la sala de estar

de la casa de Sul Ross,

no olvides el vértigo

de comer juntos

en una fortaleza secreta de invierno

escondida en algún lugar

–no voy a decir dónde–

en el patio trasero de alguien,

y ¿cómo era esa canción

que inventaste

para arrullarlo?

y ¿no fue ayer

que lo llevaste

por las escaleras

hasta el coche que rugía en la entrada

a las cinco de la mañana?


“Ocho personas”

 

Ocho personas murieron

en mi bloque en Brooklyn

la semana pasada

y no sabía

lo que significaba

estar viviendo

a una distancia

del otro,

discretos,

aislados,

encerrados

con las implacables

malas noticias

mientras las ambulancias

recorrían el barrio

que por lo demás era

tan tranquilo y silencioso

que me preguntaba

si Dios, también,

había ido a esconderse

Escrito en Sólo Digital Turia por Álvaro de la Rica

            La resistencia femenina registrada, con gran cantidad de altibajos, a lo largo de la historia de la humanidad representa el pedestal sobre el que se ha erigido la revolución feminista. La primera refleja la larga serie de luchas de las mujeres por sus derechos y sus intereses dentro del espacio de subordinación otorgado por los varones (Lisístrata), mientras que la segunda representa la ruptura de dicha relación de subordinación y la creación por parte de las propias mujeres de un espacio de igualdad donde poder llevar a cabo un proceso de igualación real y efectiva de derechos y obligaciones entre mujeres y varones (Antígona). El gran problema que atraviesa la compleja relación entre ambas determinaciones, resistencia  y revolución, reside en la siguiente paradoja: en innumerables ocasiones registradas en la historia, el pedestal de la resistencia ha funcionado como un pedestal «pegajoso» que, no pocas veces, ha evitado el surgimento de una verdadera conciencia feminista al sustituir el ideal de liberación y realización de la mujer reflejado en ella por pequeños triunfos aparentes cuya efímera eficacia no hacía en realidad otra cosa que legitimar y fortificar el marco patriarcalista de subordinación de la mujer al varón.

 

            Antes de todo esto, sin embargo, viene a darse una especie de sub-suelo donde la mujer se ha visto muy frecuentemente empujada a soñar simplemente una existencia conforme a su afán igualitarista y pacífico, sueño que tuvo su nicho protector en el fenómeno de la literatura como aquel espacio «metafísico» encargado de reflejar la posibilidad de una estructura social racional y ajustada a la idea filosófica de una humanidad emancipada y reconciliada consigo misma y con la Naturaleza. Y es aquí, precisamente, donde viene a desplegarse el contenido del interesantísimo estudio de la profesora Susana Diez de la Cortina.

 

            La autora, además de una excelente poeta, es una brillante ensayista que acaba de publicar La mujer y los sueños en el romancero (MIRA Editores, Zaragoza, 2021). En el libro nos muestra sin victimismos ni aspavientos, con una prosa tersa y transparente, la situación histórica de la mujer dentro de un marco cultural patriarcalista como ha sido —y sigue siendo en buena medida— la España en que nos movemos. Basándose, como indica su título, en el romancero medieval y posterior, Diez de la Cortina destaca con enorme acierto un hecho incontestable: la situación de la mujer refleja no solo el despojamiento por parte del varón de las condiciones materiales de su existencia (lo que viene a suprimir de un plumazo toda posibilidad de autonomía personal), sino también la aniquilación de aquellas condiciones espirituales que conforman la cultura —y, por tanto, la literatura— como medio de constituir una identidad propiamente humana. Baste aquí con recordar, en este sentido, la mordacidad y el sarcasmo empleados por Franciso de Quevedo en su conocido romance dedicado a las «cultas latiniparlas» («Muy discretas y muy feas, / mala cara y buen lenguaje. / Pidan cátedra y no coche, / tengan oyente y no amante. / No las den sino atención / por más que pidan y parlen, / y las joyas y el dinero / para las tontas que guarde»). Al calor de una malintencionada interpretación según la cual las inquietudes culturales de la mujer no pasan de ser subterfugios para camuflar su fracaso como ser hermoso, superficial y agradable al varón, la inmensa mayoría de las mujeres se ha visto apartada, arrinconada y despojada de su identidad cultural y social a favor de una estructura social vertebrada en torno al varón, dueño y señor del escenario social, político y cultural predominante.

 

            Como muy bien señala la autora, el espacio de desarrollo y expresión de la identidad  espiritual femenina hubo de circunscribirse, necesariamente, a los límites del sistema, a su periferia, acotada por el hecho de que las mujeres, casi sin excepción, han carecido históricamente —y aún es así desde una perspectiva global— de la cultura necesaria para optar a una identidad de mayor rango y altura. Por ello, precisamente, el medio lingüístico de la mujer no fue un medio escrito, sino un medio oral, donde vinieron a desarrollarse y encontrar acomodo contenidos como refranes, dichos, tópicos, sentimientos, miedos, esperanzas, etc. La mejor estructura literaria, la forma más y mejor adecuada a estos contenidos proviene de una muy antigua tradición literaria extendida a lo largo de siglos por toda la península ibérica: se trata de los romances. Con su sencillez formal y su estilo narrativo (versos cortos, rimas consonantes o asonantes en los versos pares), los romances han constituido y constituyen la perfecta «huella» capaz de acoger historias objetivas y sentimientos subjetivos en el seno de una unidad casi intangible de emoción y realidad.

 

            Pero esto no es todo. Diez de la Cortina acierta plenamente al hacer ver que la rima viene a jugar un recurso estilístico de primera magnitud. Para comprender este extremo en toda su importancia es conveniente recordar la teoría de la rima tal como la expuso Antonio Machado. La rima, venía a decir el poeta sevillano, refleja, con su monótona insistencia, la ilusión de que el tiempo regresa y se repite, lo que da lugar a una imagen de tiempo circular que demanda una actitud de cuidado y respeto por lo existente. Y es precisamente la exigencia que cumple la mujer como cuidadora y albacea —tal es la metáfora que muy convenientemente utiliza la autora en su ensayo― de la vida humana frente a la destrucción y aniquilación patriarcalistas llevadas a cabo por el varón. De ahí que la concepción varonil del tiempo sea longitudinal, lineal (tiempo acumulativo e irreversible), y la femenina sea curva y forme un bucle de protección y cuidado. La etimología muestra el muy diferente «pathos» de un sexo y otro frente al hecho global de la vida. Frente a lo diabólico varonil (del griego dia-ballo, 'romper', 'disgregar') se erige lo simbólico femenino (del griego sum-ballo, 'reunificar', 'restaurar'). Por eso la mujer es dueña de los símbolos, es decir, de aquel orden superior, intangible, de reconciliación y adecuación a la Naturaleza como fuente de vida y de afecto. Los humildes romances, que se recitaban de memoria por las calles y plazas de la ciudad o del pueblo y que se cantaban al amor de la lumbre en la cocina (nuestra autora ha tenido la inmensa fortuna de vivir esas experiencias en su infancia), son la forma que acoge y da sentido a la vivencia humana más significativa, el recuerdo. «Confusa la historia y clara la pena», cantaba el ya citado Machado. Susana Diez de la Cortina consigue en La mujer y los sueños en el romancero transmitir la emoción de los romances, de sus historias, de sus penas y alegrías, dejándonos, por encima de todo, una enorme lección de humanidad y sabiduría: una vida con exclusión e injustica, con dolor y sufrimiento no es una vida humana y no merece ser vivida en absoluto. Y agradecerle eso a Susana es agradecerle mucho.

 

 

Susana Diez de la Cortina, La mujer y los sueños en el romancero, Zaragoza, Mira Editores, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Luis Martínez de Velasco

3 de mayo de 2022

 











 

Como un silencio abatido,

tu lengua sobre mi sudor,

la primavera llegando tarde,

nuestros cuerpos revolcándose en la ceniza.

Como una mujer pálida con la sangre a contracorriente,

de esas que besan cruces y un tambor.

Luego estoy yo,

como llegando del martirio o de atravesar un aro de fuego en tu mirada.

Como la espada y la mano y el cuello de una flor que tiembla.

Igual a los días de lluvia que encadenan tempestades,

tacitas de té donde unos piececitos de niña bailan.

Como el castigo o el árbol arrasado o la ciudad que no sabe dormir

y se calza un avión en los talones.

Todo el ruido del mundo está ahora en la palabra.

Toda la palabra del mundo se esconde ahora en el vientre del mar.

Todo el mar ruge ahora sobre la boca de los amantes.

Como si mañana las camisas de los muertos pudieran despertar

y darnos su abrazo de escarcha.

¿Te has fijado en la respiración de las violetas?

¿Te has fijado en el grosos de las gafas de T. S. Eliot?

Luego están nuestros asuntos con dios,

hacer la cama de su carne,

planchar los nervios de su hijo bastardo,

zurcir la herida de esta tierra que nos escupe.

Escrito en Lecturas Turia por Angélica Morales

Su primer libro es de 1965, pero sólo considera válido lo escrito a partir de 2007. Arrepentirse de un libro está al alcance de cualquiera, de tantos sólo de Ángel Guinda. La primera contrición llega en 1991, cuando reúne su poesía en Claustro y deja fuera toda huella anterior a 1980. Ni rastro de La pasión o la duda (1972), Las imploxiones (1973), Acechante silencio (1973), El pasillo (1974), ni de La senda (1974), por citar algunos de los primeros. Tampoco incorporará a la antología La creación poética… (2004) los de la década consecutiva: La ciudad interior (1983), Época opaca (1985), El almendro amargo (1986), Sazón (1988), Cántico corporal (1989), Lo terrible (1990)…

Existe la intención no inmediata de fijar su poesía en edición canónica. Este hecho le traerá dolores porque “toda antología es una amputación” pero, sobre todo, porque habrá de incluir “algunos poemas del principio”. No será más que una concesión. Sólo considera “fiable” lo escrito desde hace 13 años, a los 59 suyos. Claro interior es el libro que inaugura esta etapa, “la válida”, en la que lo mismo guarda silencio que rompe el lenguaje, literalmente: “Rom po la pa labra, desescombro”. Pero no deconstruye: “Desroto, me deshuyo. / Reconstruyo”. Los versos ondean sincopados como notas de guitarra de Keith Richards: “En la nada no hay muerte, en la vida no hay nada del todo no (…) suave serpiente la caricia (…) En, en. Vagínala. El grito donde el ya. El ya disparo del éxtasis carnal”. Ángel Guinda sabe que una sustancia principal del género es preguntar; otra, su capacidad de asombrar; y otra, su lenguaje a veces ilógico”. En nuestro autor, las contradicciones acaban no diciendo lo contrario de lo que afirman. “Estar fuera del mundo por llevar un mundo dentro”. La contradicción refuerza el discurso de la vida que, de ser algo, será paradójica. “Algunos no encajamos y nos desencajamos”. Ángel Guinda conoce al dedillo los precipicios; por eso, dejaron de serlo. En este su primer libro, Claro interior, Guinda parafrasea a Jaime Gil y rebate a Pavese como en otros suscribirá a Casona y contradirá a Claudio Rodríguez. No escribe poemas, sino desplantes. Y cose sábanas para los fantasmas, que, por qué no, pudieran ser desplantes de carne y hueso invisibles. Lo que no existe actúa sobre lo que existe y la enfermedad es una sala de espera cutre y abandonada, lejos de las habitaciones tan blancas que los hospitales presentan en las nuevas series. “La bolsa de basura es nuestra biografía”. Blanca es también la página después de haberla manchado. “¿Esto es la vida o es la muerte? Dudo”, y nosotros con él.

Guinda se devora a sí mismo. Su patria es la soledad. Hablar de sus retractaciones, de por qué ha dado comienzo hasta tres veces su carrera, le reporta un malestar físico. Su trayectoria, de más de medio siglo, reducida a poco más de una década. Si lo pensamos bien, tal cosa le rejuvenece, le quita años, le acoqueta. Pero él no quiere quitarse años, prefiere clavar en dios los codos. “Desde hace años padezco la obsesión juanramoniana por el afán de perfección”. En consecuencia, no cesa de revocarse, como si esto fuera posible, como si pudiera extraer sus poemas de las páginas de los libros y llevarlos a la pared de un basurero, o de una máquina incineradora, y dejar las páginas de los primeros incólumes. “Sólo estoy satisfecho con la obra publicada desde2007”. Queda claro. Como también para mí que refundarse no es impugnarse, sino aplicar una enmienda parcial al conjunto: la mayor de las reescrituras, y el que no reescribe no vive. Su obsesión radical por ofrecer lo mejor de sí le hace arrepentirse demasiado, algunas veces intentando nada más que afianzar “una voz propia y unitaria”, como si en algún momento no la hubiera tenido, o como si no la hubiera alcanzado en estos versos remotos: “Como una despedida llegué a ti”; “Porque habéis de morir, vivid / en vida”.

En La experiencia de la poesía (2016) dejó escrito que la palabra es un ser vivo, percepción compartida, entre otros, por Félix Grande, que él lleva más lejos: “La palabra nace, crece, se reproduce, puede llegar a morir, a matar y a resucitar”. Dejó escritas más cosas, por ejemplo, que la creación de su obra es “la obra en destrucción”, y que toda retractación “es un suicidio”, y que, en cada retractación, él se retrata. Los juegos de palabras no son juegos de palabras. Es la vida aplicando en sentido equívoco cada una de sus acepciones, cambiando las letras de las palabras que conforman su zigzag. Guinda asume, con Enrique Urquijo, que ha muerto y ha resucitado, y le angustia ofrecer más explicaciones. Pasemos entonces a lo último, que es un libro menudo, ‘Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones’, donde ha enterrado seis años, los mismos que en Claro interior. Primero hay que componer, luego hay que afinar. “Cada libro alcanza la edad cuyo desarrollo exige y, a veces, los motivos son indescifrables”. Los deslumbramientos… salió en lo peor de la emergencia sanitaria, el 9 de abril de2020. A la editora llegó una semana más tarde, y, después, se despachó en las tiendas virtuales. La presentación fijada en el Paraninfo de la universidad de Zaragoza nunca se celebrará. Estos meses ha escrito dos poemas que añadiría: ‘La aparecida’ y ‘Cuando me muera’. Ya está, otra vez, de alguna manera, reescribiendo, impugnándose. Acaba de sacar un libro que ya es incompleto. Una retractación sobre la marcha. Impenitente. Los libros son trenes que pasan una vez. Por eso le duelen las estaciones. Podrá reenganchar un vagón cuando se reedite, mas será una trampa, probablemente “la trampa de vivir”.

 

“El arte siempre ayuda a sobrevivir: nos estimula, nos enriquece, nos redime”

- Es obligado empezar hablando de la pandemia. ¿Cómo la ha llevado?

- Pues con resignación y alevosía: mejor que regular; por lo tanto, bastante bien.

- El arte, ¿le ha servido de algo?

- El arte siempre ayuda a sobrevivir: nos estimula, nos enriquece, nos redime. Como decía en el manifiesto Poesía útil (1994), el arte, cualquier arte, le sirve al ser humano: moralmente, para vivir; estéticamente, para gozar; y culturalmente, para aumentar el conocimiento del mundo y de nuestro propio mundo. Lo peor ha sido convivir cada día con el dolor por esos miles de víctimas que han perdido la vida.

- Y su descanso, ¿cómo ha sido? Hubo problemas de sueño, en general.

- Un descanso discontinuo, con interrupciones y sobresaltos. Y, algunas noches, fatigoso. Cada vez que me desvelo, escucho la radio: duermo con el transistor debajo de la almohada. Si me levanto, a veces, veo a mi padre. Ya tumbado, medito, atizo el rescoldo de la memoria que son tantos recuerdos de cuando era niño, adolescente, joven… así fue como accedí a Recapitulaciones, esas recapacitaciones que van haciendo balance de una vida, mi vida.

- La reparación del sueño afecta a la faceta creativa.

- En mi caso, se trata de una relación inconstante. En la plena oscuridad misteriosa e inquietante de la noche, pienso mucho, demasiado. Y siempre tengo un lápiz y un papel en la mesilla para anotar cualquier circunstancia temática que se me pueda presentar. Las sorpresas más recientes han sido el primer verso de un poema: “No fotografíes la tormenta”; y los versos finales de otro, el último que he escrito. Me encontraba paseando, en medio de una pesadilla, por la Via degli Archi, en la localidad medieval italiana de Randazzo, Catania, y contemplé la erupción del Etna. Esos versos finales dicen: “Y si muero a tu lado / me curará la muerte”.

- Hay quienes, durante el confinamiento, se mostraron atascados. Veo que no es su caso.

- Han surgido, desde luego, algunas ideas por desarrollar. Sobre todo, una: la de poetizar un triple concepto de la existencia: como herencia recibida e impuesta con el nacimiento; como deuda adquirida amortizable con vivencias; y, finalmente, como un préstamo a plazo variable que sólo se puede cancelar con la muerte.


“Desde niño, el miedo y la muerte me acompañan obsesivamente”

- ¿Desde cuándo ve a su padre por las noches?

- Desde niño. El miedo y la muerte me acompañan obsesivamente. Mi madre murió de mi parto y él lo hizo en 2005. Contemplo, por ejemplo, una representación fantasmagórica de mi padre. Siento su mano que me roza un hombro cuando, al andar a oscuras por la casa, rebaso las puertas de las habitaciones que dan al pasillo.

- ¿Se han acrecentado estos episodios durante el confinamiento?

- Digamos que se mantienen los temores por presencias o apariciones que siempre me han acechado.

- En esta época, tan distraída, ¿debiéramos prestar más atención a los fantasmas? Parece que sólo la literatura se acuerda de ellos, da igual si Rulfo o Patti Smith.

- Es algo que pasa o no pasa. Yo, teniendo entre cinco y siete años, a causa de mis terrores nocturnos, dormía con mi padre. En la percha de la puerta él colgaba su chaqueta, su pantalón, la camisa, la bufanda y su sombrero o boina. Pues bien, en ocasiones, sobre esas prendas veía ya sombras blancas envolviendo los bultos de las ropas. Y hasta el Ángel de la Guarda, o su fantasma, lo veía yo con total nitidez y con alas.

- Y no estaba soñando.

- No, despierto con los ojos abiertos.

- Los fantasmas, aunque no los recordemos, ¿se acuerdan de nosotros?

- Los fantasmas nos recuerdan antes de que los olvidemos, o puede ser que nos olviden antes de que los recordemos.


“La vida es una sana enfermedad que no se cura sino con la muerte”.

Ángel Guinda ha doblado la mano al cáncer. Se encuentra con altibajos y una anemia casi crónica, pero el cielo aparece vacío de nubes. Las rutinas durante el proceso de superación de la enfermedad se redujeron casi a consultas y pruebas médicas, a recibir tratamiento y guardar reposo. Casi porque la enfermedad no fue obstáculo para la escritura cuando ésta le sobrevino, cuando determinadas vivencias le impelían: “¡Escríbeme!”. Entre cada ciclo de tratamientos, descansaba veinte días. El malestar se lo han ido aliviando el cine y la literatura. De enero a junio del año pasado, vio cuarenta y nueve películas en sala, versión original subtitulada. Durante los primeros seis meses de éste se ha embaulado, lo menos, quince biografías: Frida Khalo, Dora Maar, Tamara de Lempicka, Camille Claudel, Dorothea Lange, Assia Wevill, Tina Modotti, Picasso, Rilke, Charles Chaplin, Beethoven, Chopin… No tiene inconveniente en confesar que el cáncer que padece es de pulmón. “He hecho méritos para contraerlo”. Hace treinta y pico años escribió el poema ‘Me he fumado la vida’. Dieciocho sesiones de quimioterapia ha recibido, en seis ciclos de tres, y treinta de radioterapia. Para evitar la metástasis, por protocolo preventivo, quince sesiones más de radioterapia en el cerebro, el órgano “predilecto”, dice, socarrón, “de ese tipo de cáncer para reproducirse”. Guinda se encuentra bien, lo que no le salva de revisiones trimestrales, claro. Hablamos al poco de la última. Hay bullas en la base de los pulmones, algo de bocio y dos pequeños quistes en los riñones. La nueva es que no hay recidiva. Pero continúan las pruebas. Esta semana, un PET-TAC; la próxima, un análisis. Una vida poco poética que se echa a la espalda como si lo fuera. Guinda parece que saca fuerzas de la fuerza, no de la flaqueza. Su cabeza permanece intacta y me da por pensar que le tensan más sus retractaciones que sus citas con la oncóloga. “¿Se puede ser feliz cuando el cuerpo se echa a un lado?”, pregunto. Difícil saber si vivimos o morimos en él. Seguramente las dos cosas. Imposible discernir si nos queda piel después de haber mudado la última. “La noción de felicidad -responde resuelto- la trató inteligentemente a la gallega Leo Ferré en su canción ‘Madame’, preguntándose: Le bonheur... qu’est que c’est?”. Lo dice a la francesa. De un modo que es, también, a la gallega. El secreto de la vitalidad de su obra es conocer la oscuridad y no esconderla. El autoengaño lo deja para los principiantes.

Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones’ es un libro que son dos libros, ambos conectados por la enfermedad. Se lo digo, y él precisa que tienen la enfermedad “como tema o sus efectos sicológicos como consecuencia temática”. Sí concede que la enfermedad se le ha colado en Los deslumbramientos más que en ninguna otra entrega, pero la verdad es que los desórdenes físicos, con distinta intensidad, son la sustancia de su obra la última década. Mira en un silencio que rompe para anotar de memoria: “Hace mucho afirmé que la vida es una sana enfermedad que no se cura sino con la muerte”.


“La vida de verdad es sed de siempre”

La memoria para él es una herramienta, no un género. Espectral (2011) es el libro de memorias de un autor que no tiene libro de memorias. En él no descontamos las preguntas y los presagios: “¿Qué gritan los acantilados entre los quitamiedos de mi memoria?”. Su cabeza es una nube a ras de suelo. “¿Qué otras vidas antes nos mataron?”. El agua y el tiempo buscan caminos por los que huir, informa. “La vida de verdad es sed de siempre”. Andaba inmerso él una tarde en Juan Ramón, hidratándose con la quinta relectura de Espacio, bañándose en la música de las olas, los vientos y los perros de Moguer, tras la inmensa cristalera de una cafetería, en Madrid, cuando el libro se le apareció. Primero, en verso. Escritura automática; momentos hiperrealistas, alguno de realismo utópico. Alcanzada la mitad, al igual que Juan Ramón, decidió ofrecerlo en prosa fragmentada para facilitar la comprensión lectora. Iba camino de un poema-río, y eso era algo que no deseaba. Guinda nunca ha pensado escribir unas memorias, acaso marcado por Borges -“La meta es el olvido y yo he llegado antes”-, pero Espectral es lo más cerca que ha estado. En sus páginas pervive el ímpetu testimonial enfrentado al espejo de la memoria, “un vaciado de interioridades”, dice, una exteriorización de su interior traumático. Ángel Guinda se ha llegado a ver convertido en fantasma. Las sombras tienen algo de espanto y alcanzan todas y cada una de las coces de la vida. “No es preciso desnudar la sombra”, dijo en Vida ávida (1980) -y seguimos con los libros anteriores-. Sin embargo, en Catedral de la noche (2015) se volcó sobre ella, sobre la penumbra, quitándole sus ropajes. “¿Qué cambió? ¿El afán por la luz?”. “Catedral de la Noche me parece un templo gótico cuya cúpula es la bóveda celeste. Y el gótico representa la elevación, ¡sí!, hacia la luz. Creo que ese libro supone, en mi poesía, la exaltación de aquel Claro interior que acerté a ver ocho años antes”. Catedral de la noche incluye dos fotos suyas: en una, apacible, casi un cura, debido al cuello de la americana; en la otra parece un detective, intentando que el humo del cigarrillo se confunda con la niebla. “Morir joven es duro, / pero más duro es envejecer”, proclama. Sabe que la noche existe en “el aire puntiagudo” que vuelve la luz puntiaguda. “Deja el cielo caer por su semblante / caspa de luz”. Las llamas conectan este libro con otro, (Rigor vitae) (2013). En el primero, sirven para moverse en la oscuridad; en el segundo son un saco al que echa las sombras: “No sé qué es un poema (…) ¿Es la soga de luz con la que ahorcarse uno?”; “¡Asesinaré a la muerte!”; “Todo caduca menos el dolor”.


“Aspiro a conseguir una simbiosis entre tradición y originalidad; a recoger verdad, belleza, intensidad”

- En Claro interior hay tormentas. “Escribir el poema / es sembrar el relámpago, / traducir el silencio”. El que siembra relámpagos, ¿qué aspira a recoger?

- En ese libro hay tormentas y tormentos. Sembrar relámpagos, en mi poesía, equivale a escribir versos como quien funda caminos en la más alta luz, versos ricos en imágenes fulgurantes, metáforas, oxímoron, concatenaciones, paradojas, antítesis, símiles, paralelismos, alegorías, énfasis, enumeraciones u otras figuras de realce expresivo que configuren una imaginería propia hacia un estilo personal. Teniendo presente que tradición es herencia, y que ésta enriquece más a quien mejor la asimila, y sabiendo que la originalidad consiste en el reconocimiento de los propios orígenes, yo aspiro a conseguir una simbiosis entre tradición y originalidad; a recoger verdad, belleza, intensidad.

- También en ese libro establece que el poema no es nada si no hace vida en nadie y que, para escribir un poema útil, hay que considerar si lo que se dice en él tiene interés, así como si habrá editor que arriesgue su dinero. ¿Piensa lo mismo? ¿En serio tiene en cuenta al lector?

- Pienso lo mismo, no perder nunca de vista al lector. Jamás me atrajeron el culturalismo ni el esteticismo decadente. Hay que ‘escribir como se vive’ [título de la antología que se editó al concedérsele el Premio de las Letras Aragonesas 2010], hay que escribir como se es; con claridad, de manera que cualquier lector pueda comprender el poema. Sustituir lo lúdico por lo lúcido. Sí: escribo contra la realidad, no sobre ella.

- En (Rigor vitae) propuso “escribir como se muere”.

- También revelé hablarme a dentelladas, no tengo nada que ocultar.

- La iluminación, ¿tiene algo de erotismo?

- Al erotismo asocio la penumbra, la luz la relaciono más con el amor.

- La luz la ha juntado en un libro -Toda la luz del mundo (2002)- compuesto por poemas de un verso. ¿En qué se diferencia un poema-verso de un verso-aforismo?

- Nacieron como poemas universos, antes de que existiesen los whatsapps. Los poemas-verso son poemas nacidos como unidades de texto sensitivo. Los aforismos son unidades de texto nacidos como paremia, pensamientos, reflexiones, sentencias, refranes, etcétera. Gotas de la destilación del pensamiento.

Sus explicaciones distan de ser caprichosas, pero muchos versos podrían funcionar como poemas sueltos o reclamos cercanos al aforismo: “Dime que la verdad aún no es mentira”; “Los dientes del aire castañean”. De hecho, no es raro que los versos aparezcan en sus poemas separados mediante línea viuda. La razón hay que buscarla en la inusual intensidad de los mismos. La poética de Guinda está compuesta por líneas delgadas, pero fuertes como hilo de araña. Es un autor de todo menos previsible. Comprobémoslo de igual forma repasando los autores que cita en sus libros: Edgar Lee Masters, Piero Manzoni, Yves Klein, Martín Adán, Joan Vinyoli, Anna de Noailles, Salah ‘Abd al-Sabur, Manuel António Pina, Ricardo Paseyro, Arabella Siles, Pilar Bastardés, Josefina Vicens, Enrique Urquijo, Bocángel, Abdul Hadi Sadoun, Agustín Porras, Fray Jerónimo de San José, Mahmud Darwish.


“No temo las contradicciones desde que acepto que la vida asoma a sus ojos las ventanas de la muerte”

- No teme las contradicciones. Para usted, el hambre y la guerra son formas de violencia, pero también la belleza y el amor.

- No temo las contradicciones desde que acepto que la vida asoma a sus ojos las ventanas de la muerte. La belleza y el amor tienen de violencia un irrefrenable instinto contraviolento, antiodio.

- ¿La violencia es un camino en el que perfeccionarse?

- No le digo que no. La Paz sufrida durante cuarenta años fue una paz violenta: la paradoja siempre, tanto en la vida como en la poesía. Una paz impuesta con el terror para aprender la obediencia. Santa Teresa escribió su personal Camino de perfección para las monjas carmelitas del Monasterio de San José en Ávila, del que era priora. Y Pío Baroja escribió también su particular Camino de perfección -pasión mística-.

Guinda coge por los pies la poesía y la zarandea en lo alto de un viaducto. En su afán por ir más allá y dotar de sentido a las acciones, llegó a colocar el título de los poemas al término de los versos. Esta manera de proceder sólo la ha encontrado uno, más tarde, en Fermín Herrero. “El título encabezador del poema es lo normal, una forma de presentación temática. Titular a pie de poema es como dar la conclusión. Es una cuestión más anecdótica que trascendental. Si dejé de hacerlo supongo que fue para no resultar pesado”. Una vía de tantas exploradas. Otra es el aforismo puro, vertiente oculta por su labor de poeta, que, al fin y al cabo, la engloba. Sus aforismos viven en Libro de huellas (2014), un presente histórico en que el adobe parece material noble y las ruinas se ofrecen votivas. Incluso el autor parece dialogar con aquellos que le precedieron: “Tu piel es la profundidad de mi deseo” recuerda lejanamente el “no hay nada más profundo que la piel”, de Válery; y su “he cerrado los ojos para ver” puede tener ecos del “hemos venido a no ver”, de san Juan. Sus aforismos, como el resto de su obra, se bate en duelo contra la realidad de un mundo que, más que no gustarle, le disgusta y lo hace “gravemente”. Por eso, tal vez, reclama en la poesía un compromiso que sirva, literalmente, para vivir.

- Entonces, ¿es posible conciliar el objeto de belleza y el sujeto de conducta?

- Al menos, yo pretendo una realidad que sea objeto de belleza en cuanto a estética en la edición -cubierta, papel, tipografía (tipo y cuerpo de letra)-, y a realce expresivo mediante figuras literarias -metáfora, antítesis, hipérbole o exageración, comparaciones, paralelismos, etcétera-; y que al mismo tiempo sea sujeto de conducta, sí, en cada momento, en poemas y libros distintos.


“Urge superar tantos hábitos de banalidad”

Al principio, Guinda citó su Poesía útil. En aquel manifiesto afirmaba sentirse cansado y decepcionado con la poesía escrita en la España de fin de siglo. Apostaba por otra, salvaje, libre. Hoy afirma que, camino de cumplirse el primer cuarto del XXI, sigue instalada entre nosotros “una amplia corriente de mediocridad” y que esta “grave dispersión” afecta en la educación, la cultura y las artes. “Urge superar tantos hábitos de banalidad y favorecer la máxima concentración para que la trascendencia eclipse la contingencia hasta borrarla”. Esto que dice hoy, taxativo y bien formulado, es consonante con lo que dijo ayer: “Toda la vida he sido un moribundo / a puñetazos con el vandalismo / de la banalidad” (Rigor vitae).

- ¿Apostaba entonces por una tercera vía?

- Puede ser interesante una tercera vía intransigente con la frivolidad, que arraigue en la voluntad humanitaria, intelectual y cultural, y que reforme nuestra actitud ante la vida, mejorándola.

- ¿Se edita mucho?

- Muchísimo. Y muy poco, en poesía al menos, con calidad suficiente para merecer lectura. Salvo a algunos editores, no beneficia nada publicar cualquier cosa cuyo autor esté dispuesto a costear; pero es parte del negocio, como medio de vida, en estos tiempos.

Guinda echa de más el amateurismo fútil, saco en el que, supongo, caben los poetuiteros y tuerce el gesto ante los mediocres con ínfulas. “En una época enferma, la palabra ha de ser hospital”, escribió, le recuerdo, ¡menudo verso! Guinda está bendecido por una sincera gratitud y si se le pregunta por quiénes se siente acompañado, los nombres se le despeñan, al revés, garganta arriba, saliendo por su boca, y si uno quiere apuntarlos, debe tomar aire para no perder la retahíla: “Me acompañan batallones sagrados de poetas”, dice, despacio, previo a lanzarse: Yamani, Emadi, Banddopadhyay, Hadi Sadoum, Baltadzhieva, Dušiça Nicolić Dann; Rosendo Tello, Gimferrer, Colinas, De Cuenca, Irigoyen –“con su silencio ejemplar”-, García Montero, Mestre, Yusta, Curiel, Luis Luna; Antón Castro, Saldaña, Lostalé, Forega; Zelada, García Teresa, Agustín Porras, José Luis Rey, Linaje, Malvís, Cereijo, Rodríguez Abad, José Luis de la Vega –“pertinazmente mudo”-; Raquel Lanseros, Olga Bernad, Marta Domínguez, Trinidad Ruiz Marcellán, Davidova, Teresa Agustín; Reyes Guillén; y, entre las voces más jóvenes: Trashumante, Escarpa, Carmen Aliaga, Elisa Berna, Mariuccia Licari, Verónica Aranda, Andrea Espada, Maty Sanz... Se detiene y concluye diciendo: “¡Y más!”. Guinda es muchas cosas, también excesivo. O, mejor, pasional.


“Los dones del silencio que más me interesan son la meditación, el acompañamiento, la quietud y la contemplación”

- Acaba de referir como virtud la abstinencia en la palabra. ¿Me puede citar algún libro en el que haya aprendido los dones del silencio?

- Previo a esos dones, me atrae el mutismo propio del estupor melancólico o catatónico. Los dones del silencio que más me interesan son la meditación, el acompañamiento, la quietud y la contemplación. El libro más reciente sobre la influencia del silencio en la meditación es Biografía del silencio, de Pablo d’Ors. Acerca del quietismo me parece fundamental la Guía espiritual de Miguel de Molinos. Hay libros que dicen mucho y bien en lo que dicen. Otros que dicen más en lo que callan y en lo que dejan decir al lector. Un ejemplo, en la línea aforística, es el libro Citações e pensamentos [Citas y pensamientos], de Agostinho da Silva. Y respecto de otros dones tangenciales al silencio, tal el misterio, pueden iluminarnos los libros grimorios o de conocimiento mágico -el Libro de las leyes, atribuido a Platón-, los nigrománticos y otros misteriosos acerca de las sombras.

- En más de un libro sostiene haber venido a destruir el mundo.

- Desde el primer momento sentí venir a destruirlo y, de las ruinas, levantar otro orden. Procuro no desviarme de ese intencionado sentir.

- Acaba de reafirmarse en que hay que escribir con claridad. Los herméticos italianos figuran entre sus favoritos.

- Es un error considerar difíciles o incomprensibles a Ungaretti, Quasimodo, Montale… Antes bien hay que considerarlos misteriosos, concentrados.

- ¿Y qué me dice de la abstracción?: ¿permite utilidad?

- Más allá de la figuración o de la abstracción, yo entiendo que es útil todo arte de calidad, sea literatura, pintura, escultura, música, mimo, danza…

- Utilidad más allá de la funcionalidad.

- Más allá.

- Ha escrito sobre Malévich. Se siente cerca de la pintura moderna.

- Estoy con la máxima calidad de la pintura. Acerca del conflicto de preferencia entre figuración -Antonio López- o abstracción - Tàpies-, hace tiempo manifesté mi preferencia por la abstracción.

- ¿Tiene pensado reunir sus artículos sobre arte?

- Me lo han propuesto. No son muchos, pero sí suficientes: Malévich, pero también Modigliani, Klein, Manzoni, Picasso, Saura, Miró...


“La poesía es palabra de música”

- ¿Qué relación halla entre la música y la pintura?

- Más allá del tópico ut pictura poesis, considero que ‘la poesía es palabra de música’ y ‘la canción es palabra con música’ [cita dos aforismos de Arquitextura (2015)]. La música es esencial en la palabra poética. En la pintura, colores y formas equivalen a las palabras en literatura.

- Vida ávida se lo dedica a la Destrucción. Allí leemos: “Cuando ames, odiarás”. Supongo que admite más de una lectura, también carnal. Recuerdo unas declaraciones del filósofo André Comte-Sponville: “El sexo sin amor se parece al odio”. En usted percibo, incluso en el sexo con amor, posibilidad de odio. ¿Estoy equivocado?

- Puede ser que usted esté equivocado, pero tampoco. Como en el caso de ‘Je t’aime moi non plus’ -‘Te quiero, pero tampoco’-, aquella canción de Serge Gainsbourg cantada y grabada por el gran fumador francés: primero con Brigitte Bardot, después con su mujer Jane Birkin. He vivido el sexo sin amor, el amor con sexo, e incluso estando el odio presente en ese mismo sexo con amor.

- Usted no le va a la zaga a Gainsbourg…: “Me dan miedo las dosis de alquitrán / que estrangulan el aire que respiro” -Claro interior-. Aparte de un signo de valentía, consignar sus miedos -otra constante-, ¿es una manera de conjurarlos?

- El poeta lírico vive dentro de su yo, en la máxima intimidad con su mundo interior. Escribe, mayoritariamente, en primera persona; y cuando lo hace en segunda, suele referirse a sí mismo. Identificar y confesar los propios miedos es, desde que era niño, una obsesión. Es afirmarse en la sinceridad, en la transparencia; es honrar la poesía.

- La otra gran fijación es la muerte.

- Que me viene del fallecimiento de mi madre, en el parto.

- ¿Cuándo empezó a fumar?

- Siendo adolescente. A los treinta y tantos, pasé a dos cajetillas diarias.

- ¿Cuándo lo dejó?

- Dejar de fumar fue una necesidad urgente cuando un día, estando solo en casa, en la terraza, fumando, me quedé sin respiración. Me esforcé en recuperarla haciendo profundas inspiraciones e inhalando alcohol. Sólo poco a poco, y por instinto de supervivencia, conseguí respirar. Diez años antes me habían diagnosticado EPOC [Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica]. Desde ese 2 de noviembre de 2018 no he vuelto a fumar. Luego, llegó el diagnóstico más grave, del que hemos hablado.

- Parece tener un presentimiento duro de sí mismo, como si le costase una parte de usted. “Muere”.

- Ese muere exhortativo se dirige al tú que es el propio yo lírico, cierto. Ya que mi obra es marcadamente autobiográfica, los obstáculos y demás conflictos me han estallado tanto en la vida como en la obra. En la etapa en que mi juventud fue más joven y alocada, me dejé arrollar por los excesos: políticos, religiosos, de velocidad, con la bebida, el tabaquismo… y más.

“Este vino que bebo no es la sangre de Cristo” -Claro interior-. “Las vidas que he bebido, las muertes que fumé” -(Rigor vitae)-.

En la introducción a La experiencia de la poesía (2016), estableció que todo lo que hacemos en esta vida podríamos haberlo hecho mejor. Él está satisfecho con su obra hasta cierto punto, o a partir de cierto momento. Su vida se limita a aceptarla, señal de inteligencia.

Venía de consumir farlopa, marihuana y ácido lisérgico. Se liberó de las sustancias exiliándose en Madrid. Fue en 1988 cuando participó en un concurso de traslados y consiguió plaza en un colegio público de Alcorcón. La capital era la resaca de la Movida. Para alguien desprovisto de voluntad, debía de ser la representación del paraíso, pero, por muy incitante, la realidad chocó contra el plexo de Ángel Guinda. “Fue una resistencia monacal, de soledad buscada y solidaridad autorredentora”. Sus días como profesor los acabó en el instituto de enseñanza secundaria Luis Buñuel, también de Alcorcón; y Madrid podemos afirmar que ha terminado influyendo en sus libros tanto como en su vida. Hasta tiene un poema dedicado a Lavapiés, donde vive.

- A usted le caracteriza una mirada inclemente, más que hacia el paso del tiempo, hacia la vejez, a la que resta toda connotación de sabiduría. Es consciente de que el apagamiento afecta al físico y a la mente.

- Envejecer es “un catálogo de averías, un repertorio de reparaciones” [se sabe sus versos y no teme la autocita]. Envejecer es un gran inconveniente. Una amenaza, un peligro irreversible. No creo poner paños calientes. La vejez, en mi caso, la acepto y la afronto como consecuencia de haber vivido ávidamente.


“La memoria es una llave maestra para activar la evocación y abrir los recuerdos”

- En su último libro expresa que la memoria “es una llave maestra”. Pareciera que acaba siempre en el fondo del mar. ¿Los libros son tal vez una mesilla en que posarla, mientras?

- La memoria es una llave maestra para activar la evocación y abrir los recuerdos… mientras no esté oxidada ni presa del alzhéimer. Los libros, en estas circunstancias adversas, nos fundan, nos distraen y fortalecen. Nos hacen vivir más.

Hace unas respuestas, Guinda recomendaba escribir como se vive. En 1992, publicó en El Periódico de Aragón un artículo titulado ‘Clifford Still: pintar como se vive’. La vida como guía, la realidad como cristal roto. Esta entrevista bien podría titularse ‘Contestar como se vive’, que es lo que ha hecho, con autoexigencia. Por cierto, como en los detalles no sólo está el demonio, sino la persona, vaya uno: al aludir a la Guía espiritual de Miguel de Molinos, tercié preguntando si conocía la de Castilla, de Jiménez Lozano. “Sinceramente, no”. Seguimos a lo nuestro. Horas después, en el correo me espera el siguiente mensaje: “Acabo de encargarla, en dos formatos, en la librería Maxtor de Valladolid”, ciudad en la que se casó con su mujer actual hace ahora catorce años, en la que tiene familia política y que visita cada dos o tres meses. Ángel Guinda es lo contrario a la indiferencia. Por eso está tan vivo. Tan despierto que lo normal es que se desvele por la noche. Quiere vivir, lo dijo en un poema de Claro interior -todo lo ha dicho en sus poemas- pero, sobre todo, lo demuestra con sus actos. Vive como lee. La vida sí le va a echar de menos.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

EL AUDITORIO DE LA FUNDACIÓN MEDITERRÁNEO ACOGIÓ EL 4 DE MAYO LA PRESENTACIÓN DE TURIA

UN CONVERSATORIO ENTRE EL ESCRITOR VICENTE MOLINA FOIX Y EL PERIODISTA FERNANDO DEL VAL SIRVIÓ PARA DIFUNDIR EL MONOGRÁFICO DE LA REVISTA SOBRE UNO DE LOS AUTORES MAS RELEVANTES DE LAS LETRAS ESPAÑOLAS

El nuevo número de la revista cultural TURIA tiene como principal objetivo rendir un merecido homenaje al escritor ilicitano Vicente Molina Foix, cuando acaba de cumplir 75 años y es ya un referente indiscutible de la cultura española contemporánea. Sin duda, su personalidad y su intensa y variada labor intelectual nos confirman que estamos ante un escritor total. Un autor capaz de maravillarnos, en cuantos géneros ha cultivado, gracias a una poderosa imaginación que lo singulariza y que constituye el auténtico motor de toda su obra. 


 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

29 de abril de 2022





Un no sé qué que quedan balbuciendo

San Juan de la Cruz

 

 

 

 

 

 

No lo recuerdo bien:

 

el extraño sonido de las hojas, el silencio

que emana, la fuente y la raíz, los insectos

dibujando su nombre por el aire.

Balbuceo lentamente todo eso para que no se escape,

apenas se entiende lo que digo,

pero digo como quien espera que brote

de la tierra, descalza,

para verme.

 

Todo está vivo, nítido, perpetuo.

Aunque no lo recuerdo bien.

Así todo se acostumbra a su existencia.

De lejos.

Y poder quedarme, sin embargo.

Escrito en Lecturas Turia por Marta López Vilar

Las razones del hombre delgado (Nueva York Poetry Press) es el último poemario de Rafael Soler (Valencia, 1947), y como todos los suyos, intenso, socarrón, de una belleza feroz, apasionada, contenida, esférica. ¿Qué sucede cuando uno es recibido por la Virgen Negra, por la Parca última? ¿De qué manera encarar la cita con la muerte? ¿Cómo se acomoda uno a su nuevo estado de interfecto, víctima, cadáver? Con la maestría y elegancia que acostumbra, Soler va construyendo una historia (como ya hizo en No eres nadie hasta que te disparan) que interpela al lector desde la honestidad de lo irremediable.

 

 “Cargarse de razón, de razones, es la mejor manera de estar equivocado”

- ¿Cómo saber que las razones de cada cual son las buenas? Es más, ¿cómo saber que realmente son propias?

- Imposible saberlo, vivimos siempre en una aproximación entre sentimiento y cabeza, por eso es tan importante escuchar al otro, verle; cargarse de razón, de razones, es la mejor manera de estar equivocado porque, a partir de ahí, no hay posibilidad de que incorpores otras miradas que pueden ser más importantes que la tuya.

- Entre ese sin permiso en el que nos nacen, como gustas decir, y la llegada a la Casa helada, la muerte, ¿cómo hacer que merezca la pena lo que sucede en el entretanto?

- Siendo consecuente. Nosotros estábamos en el no ser, nos nacen sin permiso, llegamos a la Casa helada, nos mueren sin respeto, y entre esos dos trámites lo único que puede dar sentido al viaje es ser consecuente. Si entendemos por ser consecuente asumir que la vida es un trámite muy corto y que nuestro compromiso, nuestra meta es transitarla sin daño. Cuando intuyes que el final está cerca, o no necesariamente pero reflexionas sobre lo que has hecho y lo que te quedaría por hacer, el sentimiento más redentor es pensar que se está cumpliendo con este trámite impuesto, ser nacido, porque se está transitando por él sin causar daño, ni a mí ni a terceros.


“La verdadera vejez viene cuando hace mucho tiempo que no pierdes la cabeza, eso te lleva a un desamparo terrible”

- ¿Cuándo merece la pena perder la cabeza?

- No hay que esforzarse mucho porque qué significa perder la cabeza, salirse de lo previsto, perder el control, y ahí hay que estar abierto; quizás, el ejemplo más común y fácil sea el flechazo, el amor. Pierdes la cabeza por alguien, a mí me ha pasado perder la cabeza por un poeta, un proyecto que quizás no se cumple (recuerdo que África, durante muchos años, fue un sueño), perder la cabeza por vivir lo que anuncia la alegría de la víspera… hay motivos para perder la cabeza. La verdadera vejez viene cuando hace mucho tiempo que no la pierdes; eso te lleva a un desamparo terrible.


“Si hay algo que nos debe acompañar siempre es la dignidad”

- Luis Alberto de Cuenca, en una ocasión, me comentó que por amor puede perderse todo excepto la dignidad.

- Totalmente de acuerdo, la dignidad ha de acompañarnos siempre. Pero se pueden cruzar límites, se puede perder la dignidad por amor, en un arrebato consentido. El amor es capaz de desplazar los muebles de sitio, te cambia la vida, puedes hacer las mayores locuras por él, el amor te salva. Sí, creo que si hay algo que nos debe acompañar siempre es la dignidad, pero puedo comprender que en algún momento incluso se cruce ese límite.


“Para escuchar el corazón de África se requiere algún tiempo, y si lo logras, vuelves mejor”

- ¿Qué querías decir en la anterior respuesta con aquello de que África, durante muchos años, fue un sueño?

- Fue un sueño cumplido, afortunadamente, descubrí África cuando Tantor, el elefante, aparecía por la selva africana iluminado por la luna, en las novelas de Tarzán. Yo era muy jovencito y respiraba aquella libertad, aquellos paisajes desconocidos, y tuve la ilusión de conocer aquel país. Pude, y luego he vuelto muchas veces buscando sus mercados, sus ciudades, sus gentes… Mis mejores momentos están Malawi, Zambia, Ruanda, en sus amaneceres, olores… África no es un safari fotográfico de turismo fácil, para escuchar el corazón de África se requiere algún tiempo, y si lo logras, vuelves mejor.


“No hay nada más bonito que cruzar la frontera”

- Cuando uno viaja, ¿huye o sale al encuentro?

- He visitado más de noventa países y mi madre, que me conocía muy bien, cuando volvía, me preguntaba: Rafa, ¿de qué huyes? Aquello me dio qué pensar; no sabría decirte más que amo las fronteras en la medida que pueden ser contenedores que recogen mundo y miradas distintas, paisajes… no hay nada más bonito que cruzar la frontera. En una de mis novelas, un anciano le pregunta a otro: «Y a ti, ¿qué te hubiera gustado hacer?». «Ser frontera», responde. Y a mí. O un río, o una película. En mi caso, el viaje lo he entendido siempre como la mejor manera de estar en el mundo. Me reconozco como viajero, porque no hay un destino concreto en la vida, lo importante es salir al encuentro de lo que no buscas. Y lo que cuesta es volver.

- Te costará volver, pero cuando lo haces, tus maneras son insuperables…

- Jajaja, eso es verdad, ya que hablas de ese libro, Maneras de volver, en su parte central, “Vivir es un asunto personal”, hay un poema en el que el poeta evoca aquellos años de muchos viajes y dice: «fueron años de apenas unos meses, que iban de paladar en paladar y de boca en boca, susurrando el misterio». Pocas veces he hecho una confesión más sincera y explícita que la que contienen estos versos.

- Antes has comentado que te gustaría ser frontera, o un río, o una película. ¿Qué película sería?

- Caramba, esa pregunta no me la esperaba… Gigante, Wide side story, Doctor Zhivago.


“El corazón siempre está desprotegido”

- ¿Cuándo conviene poner a resguardo “un corazón de lesa humanidad”?

- Amiga mía, si pudiésemos poner nuestro corazón a resguardo… es que no podemos, no podemos hacer eso, el corazón siempre está desprotegido, es la trinchera que recibe emociones, traiciones, recompensas, fracasos… estaría bien, en algún momento, ponerlo a resguardo, pero ni él se deja, ni la vida lo permite.

- Hay gente que lo resguarda tanto que no vive…

- Pero no hablamos de esa gente… me llevas a otro verso, de la contratapa de mi Obra completa: «siempre vivir te costará la vida». Si aceptas eso, qué haces agazapado, escondido, monótono, manipulado, sin jugártela, sin intentar vivir… volviendo a la pregunta, el corazón por delante y bienvenido lo que venga.

- Caimán, alcaraván, cuervo, erizo, urraca… mucho animal suelto en estos versos.

- Sí, es cierto, es un libro en el que tenía tanto que decir que, sin darme cuenta, acudieron en mi ayuda muchos elementos con una enorme capacidad visual de sugerencia, como el caimán. Hay versos que, en boca de un caimán, dicen mucho más de lo que podría hacerlo yo. En otras de mis novelas, El corazón del lobo, también hay un animal, y Tantor, el elefante, cierra mi novela El grito.

- ¿Qué se pone uno para recibir a la Virgen Negra, es decir, la muerte?

- Ja, ja, ja, ay, Dios mío… la Virgen Negra está ahí, nos espera, qué se le va a hacer… si por ella entendemos ese momento en el que apaga la luz, se encenderá otra, empieza otro viaje que no sabemos qué destino tiene; ¿qué te pones en ese momento? En mi caso, me puse este libro. Para ese encuentro, confieso no tener ninguna prisa.


“Los poetas suicidas toman una decisión terrible y quizás por ello nos fascinan”

- ¿Qué tienen los poetas suicidas que tanto fascinan?

- Hacen algo que más de una vez nos ha pasado al resto por la cabeza. De alguna manera, cogen los mandos de su historia y preparan el último acto cuando lo consideran; toman una decisión terrible, y quizás por ello nos fascinan. En mi poemario Las cartas que debía, confieso que sentí esa fascinación, de hecho, hay dos poemas sobre Marilyn Monroe.

- ¿… ante dios todopoderoso?

- Yo confieso que, por encima de esa inquietud, de ese estupor que provoca un suicidio, por encima de eso, se impone en mí una sensación de misericordia; no puedo evitar, no solo con los escritores, preguntarme realmente si ese final pudo ser de otra manera, si ese era el final que querían, que merecían… y ahí me quedo… con un gran desasosiego.


“Hay que escribir con humildad, y saber que no controlas nada de lo escrito y eso está muy bien”

- ¿Cuánto de lo que se escribe pertenece “al otro que soy y no conozco”?

- Casi todo. El problema es aceptarlo, nosotros somos un yo múltiple, con muchas caras, distintas facetas; me descubro escribiéndome y me reconozco, o no, en lo escrito, y a su vez el lector se reconoce a sí mismo en lo que lee, por eso hay que escribir con humildad, y saber que no controlas nada de lo escrito y eso está muy bien. Solo al final, cuando eso repose y cobre sentido para ti, cobrará sentido para los demás. Si no, a la carpeta.

- Hay algo acaso más difícil que “echar un poema a la carpeta”: quitarle un buen verso.

- Pero hago trampa: cuando tengo un poema que empieza en el verso nueve, los otros versos que están bien o si hay uno magnífico los pongo en un arcón y los guardo, sobre todo si uno de ellos es muy bueno, porque me acompañará y quizás acabe siendo el título de un poema. En Las razones del hombre delgado han caído muchísimos versos y bastantes poemas, porque buscaba el golpe directo que podría sentirse en ese tránsito, cuando habla el hombre delgado, en el que trata de acomodarse a ese nuevo estado, la muerte, que no está tan mal, como le dice a la Parca, su anfitriona. Es un poemario con una labor de tallado muy fuerte pero no dolorosa, como en la escultura, lo que cae es que sobra. Es muy cursi, pero es verdad, y en este libro, más que en otros, el ajuste final ha sido implacable.


“La melancolía es un sentimiento destructivo”

- “Nada se parece jamás a lo perdido”. ¿El poeta escribe más desde la melancolía que desde el deseo?

- No vuelvas a un sitio donde fuiste feliz, no vuelvas, no intentes habitar aquellos espacios que te dieron lo mejor de sí; la melancolía -voy a ser osado-, destruye, instalarse en ella puede llevarte a reflexiones valiosas, a poemas válidos, pero es un sentimiento destructivo; no así la nostalgia, un mercancías que te puede llevar, de manera no muy confortable pero certera, a donde quieras llegar. La nostalgia y el deseo… cuántas vidas tenemos, la que planificamos, la que nunca tenemos, la de ahora… esos deseos y anhelos, me gusta más «anhelo» que «deseo», son los que nos mueven en la vida, los que nos empujan a cambiar a mejor, sin saber incluso qué es lo que queremos cambiar. Hay que escribir con esa pulsión de abrir un escenario nuevo y entrar en un espacio diferente y acomodarse a él, y quedarse en él, incluso. Nostalgia, anhelo, son motores del poema. Añado pasión y humildad. Cuatro anclas muy buenas para construir un buen poema.


“Los poetas necesitamos reconocimiento, tendemos a la vanidad”

- Estoy de acuerdo contigo, pero sabemos que la humildad no tiene mucho predicamento entre los escritores…

- Me quedo con las excepciones. Es cierto lo que dices, pero es fácilmente entendible, hablamos de humildad: yo necesito mucha cuando escribo porque no sé si voy a escribir un poema. Con una novela, la actitud es distinta, hay que ser osado, hay que arriesgar, pero la humildad que se requiere al escribir un poema reside en que tú eres una canal. Además, asumo que no hay ni canon ni poetas escalafonados, no hay falsa humildad, compareces en la vida literaria desde lo que eres. Eres tu obra, con los referentes, antecedentes, etc. Los poetas necesitamos reconocimiento, tendemos a la vanidad, al reconocimiento fácil, necesitamos del abrazo; se vive con ello, y a estas alturas del viaje te puedo decir que todo poeta sin excepción tiene su espacio y su momento. Lo único es que debe intentar saber cuál es su espacio y si pasó su momento o no ha llegado aún.

- El humor, tan del gusto de la voz de Soler, se afila más (“calladito/ horizontal/ y ventila”). ¿Es la baza que nos mantiene la compostura, un poco de ironía frente a la muerte, un tanto de irreverencia?

- Las dos cosas, creo nos tomamos muy en serio la muerte. Es parte de la vida, decimos como frase medio hecha, una frase que resulta un bastón en el que apoyarnos. Son los tanatorios lo que cuenta la verdad, esa verdad por la cual el que queda despide al finado y vuelve a sus asuntos de una manera más rápida de lo que le gustaría; hay que hacerlo con cierta distancia y sentido del humor. Irreverencia. Sí, decirle a la muerte “Voy a resistir y me encanta esa sonrisa con tu guadaña, yo te voy a ganar a ti”, se requiere de esa insolencia, a pesar de la certeza de la derrota. Así disfrutamos más de la vida.

- Fuera de los lazos familiares, ¿qué muerte te ha afectado de manera contundente?

- Me vas a permitir un inciso: me impresionó y me marcó, a mis 16 años, la muerte de mi abuelo. Fuera de él, algunos grandísimos amigos que perdí hace tiempo me causaron profundo dolor, alcohólicos ambos, un pintor y arquitecto, poeta el otro y crítico literario. De los que no he tenido oportunidad de tratar, me impresionó mucho la muerte Hemingway, sí. Hay mucho creado alrededor del verdadero Hemingway, ¿cuánto era verdad?, ¿cómo era por dentro?, ¿qué paso?, ¿cómo fue ese final? Desde el respeto que le tengo como escritor, su muerte me impresionó.


“Me asumí como alguien que escucha lo que viene de la eternidad”

- Una de las características de tu poemario es la intensidad, lo apretado y, en cierto modo, lo irrevocable de tus imágenes –un punto de aspereza-: “turbio holgazán que hace de la sopa / lepra blanca”, “nacer en la saliva”, “litigio del fémur cuando adopta / una postura ojival sin paliativos”… cómo sabes que son las imágenes que han ir.

- Si supiera, siendo honesto, responder a esa pregunta... sé que son las imágenes que buscaba por dos razonas: me llegan sin buscarlas y, cuando se aquietan en el papel y pasa un tiempo y las leo, me parece imposible que las haya escrito yo. Cuando eso ocurre, surge un efecto conseguido sin buscarlo; no son poemas de amor, requieren de otros campos semánticos, y cuando los leo, sé que eso es lo que quería decir, aunque no sabía qué quería decir. Habla el hombre delgado, con su manera de contarnos lo que pasa, y una voz diferente, la mujer del poeta. Quizás con ella, con la mujer del poeta, he tenido un trato más convencional, más asumible, como de decirla: “cuéntamelo”. Como si fuera la viuda de un amigo. Con la muerte no he tenido que estar muy atento a lo que quería decir. Hay, tú lo has dicho antes, un punto de insolencia con ella, no para que estuviésemos hablando de igual a igual, pero casi; con el hombre delgado ha sido fácil porque, cuando me vi en ese desamparo, me asumí como alguien que escucha lo que viene de la eternidad. Escucho y recojo.

- ¿De qué pérdida viene Rafael Soler?

- Voy a cumplir 75 años en diciembre. Sabré de las pérdidas (en plural) de las que vengo cuando sea mayor.

- ¿Cuánta vida malgastamos?

- El 90 por ciento. Nos quedamos en lo menudo y olvidamos lo grande, cuando la escala de valores es la contraria. Lo menudo es muchas veces crear patrimonio, la seguridad, progresar en el trabajo, medrar, conseguir premios… lo importante, sin embargo, es la cercanía, los atardeceres… queda muy cursi, pero póngase a ver un atardecer y cállese una horita… y me lo cuenta luego.

- Que tu poesía completa no lleve este epígrafe, sino apenas Poesía, ¿significa que seguirás tallando versos y publicándolos?

- Bien visto. El título completo es Vivir es un asunto personal. Poesía. Es como ese tirante rojo de la dama que cortejas cayendo un poquito: mucho sugiere y todo queda abierto para el futuro. Dice el libro que ahí está la obra completa de Soler, seis libros escritos en cuarenta años. No fui capaz de poner la palabra «completa», entre otras razones porque sigo aquí. Ya veremos.


“Me gustaría haber escrito cualquier verso de César Vallejo”

- ¿Qué verso ajeno te gustaría haber escrito?

- Cualquiera de César Vallejo.

- Vaya, pensé que ibas a responderme con «Estaremos en derrota nunca en doma…»

- Maravilloso verso de Claudio Rodríguez. Me lo quedo, Claudio es enorme, pero me debo a lo que me debo: cuando me recuperé de Trilce, que me costó mucho, me abrazó Vallejo y hasta hoy. Es lo que me sale. Hay otros, «que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde», de Gil de Biedma… tantos versos por citar sin demérito de otros…

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

En el número 131 de Turia publicamos algunos poemas de Judith Herzberg (Países Bajos, 1934), como anticipo de su primera antología en traducción al castellano, Todo lo que es pensable (editorial Pre-Textos, 2019).

Una de las voces más destacadas de la literatura holandesa, es hija del también escritor Abel Herzberg, de quien se editó hace poco en España Amor fati (ed. Siruela, 2021), siete ensayos sobre el campo de concentración alemán Bergen-Belsen. Abel y su mujer Thea sobrevivieron a los campos tras dejar a Judith y sus hermanos en diferentes casas de acogida, donde permanecieron ocultos durante la Segunda Guerra Mundial. Esta experiencia marcó la juventud de Judith así como el posterior desarrollo de su postura como artista.

La consciencia de que es necesario mantener viva la memoria de aquella guerra y la preocupación por tendencias fascistas que siguen amenzando nuestra sociedad occidental están presentes a lo largo de sus numerosos poemarios y obras de teatro. Su implicación en lo que ocurre a su alrededor lleva a una alternancia de poemas de indignación social o política con otros de asombro, añoranza y empatía. La atención y los cuidados son conceptos que se perciben en todas y cada una de las páginas de sus libros de poesía.

El lenguaje es bastante cercano, aunque con frecuentes quiebros que descolocan al lector, que avivan su capacidad de entrever conexiones insospechadas. Versos llenos de sonoridad, y en su mayoría sumamente concisos, se caracterizan asimismo por una cierta ligereza, sentido del humor, guiños e incluso un punto naíf.

A continuación traducimos para esta web un poema que recitó recientemente en una cadena de radio después de una entrevista sobre la guerra en Ucrania, aunque el poema fue concebido antes. Le siguen cuatro poemas más antiguos, uno de los cuales escribió al hilo de su estancia en Córdoba, donde participó en la edición de 2007 de Cosmopoética, y terminamos con un brevísimo poema reciente.

Títulos originales y primera publicación de estos poemas: «No pensé»: «Dacht niet», en el poemario Vormen van gekte (Formas de locura, 2019). «Ese que casi nunca duerme»: «Die bijna nooit slapende», en Bijvangst (Captura accidental, 1999). «Prudencia»: «Behoedzaamheid», en Soms vaak (A veces con frecuencia, 2004). «En vano»: «Vergeefs», también en Soms vaak. «Córdoba»: en la revista de poesía Het Liegend Konijn (2009). «Asombrado»: «Verwonderd», en 100% Hopla’s (100% Aúpas, 2022).

Todos se publican aquí por primera vez en castellano. Traducción: Ronald Brouwer.

  

JUDITH HERZBERG

 

 No pensé

 

 «No pensé en mi madre

cuando coloqué el fusil

en la ventana abierta.

Tampoco pensé en ella

cuando sospeché

que en el lado contrario

alguien resultó herido.

Solo volví a pensar en ella

cuando a la noche metí el fusil adentro.

Cómo pasó la punta del delantal

por la mesa cuando otra vez la manché

y cómo dijo: ¡ten cuidado

el alféizar está recién pintado

no vaya a ser que se raye!»


Ese que casi nunca duerme

 

Como a veces yo ya sabía lo que ibas a responder

me adelantaba, pero tú, siempre ávido de competición

enseguida te oponías, jocoso, con un giro inesperado,

sabías algo todavía más preciado, te carcajeabas, ganabas.

 

¿Dónde estarán ahora tus gafas, esa montura fuerte

de lentes gruesas, detrás de las cuales te armabas?

Te las quito y te doy un suave beso en el ojo

por un instante cerrado, ese que casi nunca duerme.

 

Tratarlo con mimo

el recuerdo se acaba

se convierte en recuerdo

del recuerdo

a la larga deja

de emitir olor.


Prudencia


Prudente no es lo mismo que cuidadoso,

prudente es dos manos como una cúpula

sobre algo valioso. Por un pelo no puedes

verlo pero es algo, adivinas, de valor.

 

Prudente tampoco es lo mismo que cuidadoso

cuando te acercas a algo huidizo. No tienes

miedo pero sí eres circunspecto. A ese otro,

que sí tiene miedo, se lo quieres ahorrar.

  

En vano

 

 El en vano pende en forma de mil manzanas

maduras del árbol que se apoya

en dos pesados codos. Está vallado.

 

El en vano siempre presume

de todo aquello a lo que no aspira

como si así se legitimase.

 

El en vano prolifera en forma de (consultar,

no se encuentra en plantas comestibles)

invadiendo lo que en su día fue el huerto.

 

El en vano se prodiga en añicos

en calcinación pero más todavía

en ceniza y polvo.

 

El en vano nunca se ha preocupado por cosas

de las que se rompe una parte:

el brillante interior de un termo.

 

El en vano no ha sabido evitar

convertirse en lo que se convirtió; hubiera

preferido seguir siendo locución adverbial.

 

El en vano siempre acecha

sospecha, pero

no asalta.

 

De la paz conoce el en vano los enconados

deseos. El una y otra vez

ansiado de repente.

 

El en vano nunca se ha interesado

por la entrega corriente,

la cotidiana.

 

 Córdoba

 

 El silencio no caga

desde lo alto

sobre los tableros de cristal

de las mesas en el patio.

 

Aun así el silencio

es ahuyentado

junto a los gorriones

por fuertes estampidos.

 

 Asombrado

 

Se trastabilla

el presentimiento con el recuerdo

un área de juegos

sin niño dentro.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ronald Browner

En abril de 2019 XL El Semanal publicó los resultados de una encuesta que había organizado para dilucidar quién era el más importante escritor español. El primero resultó Miguel de Cervantes (con el 29,21% de votos), el segundo Benito Pérez Galdós (16,68%) y el tercero, Miguel Delibes (11,87%). Naturalmente no se trata aquí de insistir en el valor numérico de un conjunto de preferencias particulares, pero no deja de ser significativo que, entre los escritores recientes (la encuesta excluía a los vivos), el más votado fuese Delibes, que acompañaba en el ilustre podio a Cervantes y a Pérez Galdós. No creo, pues, arriesgado afirmar que posiblemente sea Delibes el escritor español reciente sobre el que hay un más claro consenso positivo entre los lectores y que entra de lleno en ese club de clásicos de nuestras letras, tal y como, de hecho, figuraba ya en sus últimas décadas de vida: solo hay que recordar la expectación con la que fueron recibidas cada una de sus novelas y el amplio reconocimiento público y crítico que estas merecieron.

En las argumentaciones que muchos lectores dieron en la citada encuesta para justificar su voto a Delibes figura especialmente el hecho de que su obra sea sensible reflejo de la España de su tiempo y de sus gentes, en particular las del ámbito rural, junto a otras consideraciones de incontestable vigencia en el imaginario lector[1]. Es cierto, junto a ello, que la mayoría asociamos a Miguel Delibes Setién con unos valores definitivamente apreciados (en contraste con cierta inmundicia generalizada en la vida personal y pública de los últimos años), como son la coherencia, la honestidad literaria y esa recia y digna castellanía que se observan en prácticamente toda su obra y el comportamiento que públicamente mostró. A pesar de que él era un hombre retraído, dado a la depresión y poco amigo de los oropeles, es justo reconocer una cierta simpatía personal que proporcionan su biografía y su obra y que yo desde luego no oculto.

Pero me gustaría concretar algo más esos aspectos por los que Miguel Delibes, en contraste con otros autores contemporáneos que gozaron de bien construida fama[2], es un autor que, a mi juicio, goza de bien ganada vigencia. Y lo haré, naturalmente, desde una lectura personal y simpática de su obra y de la bibliografía principal sobre la misma.
Delibes es historia de la narración en España en la segunda mitad del siglo XX, punto fundamental desde el que observar medio siglo de literatura española (el que va entre 1948 de La sombra del ciprés y 1998 de El hereje) y también un interesante y constante interrogante sobre el papel y la extensión de la novela, al que no son ajenos aspectos como la relación del narrador con sus personajes o las innovaciones técnicas presentes en Cinco horas con Mario, Parábola del náufrago o Los santos inocentes. Partícipe, en diversos momentos entre los años cuarenta y setenta, de las inquietudes de los escritores autodidactas, los universitarios, los social-realistas y los vanguardistas, como se ve en las conversaciones con César Alonso de los Ríos, a partir de El camino (1950), y así lo ha destacado Marisa Sotelo, Delibes “apuesta por la sencillez, la naturalidad del estilo, tamizado de cordial ironía y la búsqueda de la autenticidad se convierte en su preocupación fundamental”[3]. Entre la creación de Delibes hay que considerar una enriquecedora y a menudo complementaria relación entre las novelas y los relatos incluidos en La partida (1954) o Siestas con viento sur (1957); cuentos como los de La mortaja (1970) son tan representativos como los mejores libros de Delibes, según Sobejano. Existe además, redundando en las claves perceptibles en toda su literatura, una conexión entre los personajes, por ejemplo, de títulos muy distintos: así, Senderines en La mortaja, el Mochuelo en El camino o el Nini en Las ratas; o el difunto de Cinco horas con Mario y Cipriano Salcedo en El hereje.

Pero, si es posible hallar unas claves de estilo, e incluso, como veremos, la presencia de algunos temas vertebradores en su literatura, en Delibes se aprecia, como ya señalara Pilar Celma, un triple compromiso: ético, social y estético. Solo este aserto bastaría por sí solo para encauzar la predilección lectora por Delibes, que una vez afirmó: “Mi vida de escritor no sería como es si no se apoyase en un fondo moral inalterable. Ética y estética se han dado la mano en todos los aspectos de mi vida”. De ahí, a mi parecer, la filiación cervantina del escritor: el cuidado de los personajes y sus voces, la cercanía al débil, la perfecta ambientación y construcción narrativas a través de los propios personajes, la lucha de la individualidad frente al poder, la exigencia de la libertad de conciencia frente al seguidismo social.

Afirmaba el Prof. Gonzalo Sobejano que todas las novelas de Delibes podían titularse como la tercera de ellas, El camino, porque los personajes buscan su propio camino de realización personal, habitualmente en un contexto poco propicio o incluso hostil, y porque el propio autor recorre un camino “desde la soledad a la solidaridad” que supone “una progresiva toma de conciencia de la responsabilidad humana, un proceso de acercamiento al humanismo social a partir de la angustia existencial. Delibes, puede afirmarse, es el novelista español responsable por excelencia”[4]. Abundando en esta idea, retomo de Sobejano lo siguiente: “La vida, el carácter, la obra, la significación de la obra y el sentido de la trayectoria cumplida, todo viene alentado en Miguel Delibes por el ritmo de la compasión, esa virtud estética consistente en compenetrarse éticamente con el objeto de la atención creativa, que no es ideación ni fantasía, sino amor al prójimo”[5]. En diferentes ocasiones Delibes se pronunció sobre el carácter de sus protagonistas, acusando, con cierto pesimismo, su refugio del desvalido (el niño, el campesino, el incomprendido): “Yo he tomado en mi literatura una deliberada postura por el débil. En todos mis libros hay un acoso del individuo por parte de la sociedad, y siempre vence, se impone esta”[6].

El profesor Sobejano acuñó una afortunada expresión para referirse al escritor, el “recogimiento atento”, que era tanto un recogimiento físico como espiritual, afecto a una tradición sin dogmatismos, a un liberalismo socializador, a una necesidad íntima de la literatura. En su narrativa Delibes se compromete con los desvalidos, pero también consigo mismo, como veremos brevemente a continuación, en relación con el desarrollo de personajes y narraciones.

Delibes es un extraordinario constructor de personajes, a los que hace vivos realmente: “Poner en pie unos personajes de carne y hueso e infundirles aliento a lo largo de doscientas páginas es, creo yo, la operación más importante de cuantas el novelista realiza”, comenta en el significativo artículo titulado “Los personajes en la novela”. La compenetración del autor con la conciencia de sus personajes (varios considerados alter ego o trasuntos del autor, por ejemplo en Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, Madera de héroe o Señora de rojo sobre fondo gris), llegando a hablar desde ellos, en perfecta identificación, o a focalizar la narración desde sus circunstancias y resoluciones. Resuenen aquí las palabras del escritor en  la recepción del Premio Cervantes (1994): “Mis personajes son, en buena parte, mi biografía. Pasé la vida disfrazándome de otros, imaginando, ingenuamente, que este juego de máscaras ampliaba mi existencia, facilitaba nuevos horizontes, hacía aquélla más rica y variada”. Obviamente, esos personajes viven no exactamente ideas, sino una historia: son sujetos narrativos con sus propias circunstancias y sus propias formas lingüísticas. Son, en definitiva, los elementos básicos de toda narración: un hombre, un paisaje y una pasión.

Por si fuera poco su particular geografía literaria, Delibes es verdaderamente un “escritor con territorio”, como le denominó Alonso de los Ríos. La mayoría de sus novelas y cuentos se ambientan en su ciudad natal, Valladolid[7], o en pueblos de Castilla y Extremadura (excepcionales son los escenarios abulense de La sombra del ciprés es alargada, chileno de Diario de un emigrante y utópico de Parábola del náufrago). Escribió además crónicas misceláneas regionales, como Castilla (1960) y Viejas historias de Castilla la Vieja (1964) y Castilla, habla (1986). No podemos olvidar su compromiso periodístico en la época de la censura de prensa (me refiero: en la época en que la censura de prensa estaba claramente establecida por el régimen político) y su labor como director de El Norte de Castilla (1958-1966) en contra la despoblación y la falta de inversiones en el agro castellano, lo que le acarreó no pocos problemas. Cuando en 1964 alguien le preguntó con qué se conformaría, afirmó Delibes: “Con que, cuando se analice mi obra, dentro de equis años, se diga: ´Acertó a pintar Castilla`”. Pero, a partir de lo local, su obra ha trascendido a lo universal, a los valores universales del ser humano: “La universalidad del escritor debe conseguirse a través de un localismo sutilmente visto y estéticamente interpretado”[8].

Los temas de Delibes, trazados en la dehesa extremeña o en las sucias calles del Valladolid contrarreformista, son universales y esta es, sin duda, otra clave de su vigencia. Recordemos únicamente la importancia que en su prosa tiene el tema de la infancia y la inocencia (en El camino o El príncipe destronado, por ejemplo); el tema de la muerte (en La mortaja, Las guerras de nuestros antepasados, El hereje…); o la compasión por los sencillos (en El camino, Mi idolatrado hijo Sisí o Los santos inocentes):  “El hecho de que yo me incline por el hombre humilde y por el hombre víctima revela, imagino, mi espíritu democrático, pero no menos mi espíritu cristiano”[9]. Delibes ha sido un escritor reflexivo con su tiempo y con la angustia del ser humano en una época cambiante en  diversos órdenes.

El tema de los viajes y el conocimiento de otras realidades políticas en su época muestra la capacidad de Delibes para sorprenderse por otras realidades y tratar de conocerlas, como se observa bien en sus ensayos Por esos mundos, Europa: Parada y fonda (1963), USA y yo  (1966), Dos viajes en automóvil: Suecia y Países Bajos (1982) o He dicho (1996). Los textos de La primavera de Praga (1968), uno de sus libros testimoniales más valiosos, responden al final a esa convicción del escritor: “Sigo creyendo en la posibilidad de hacer compatibles la justicia y la libertad y no dudo que, a la larga, el paso dado por Rusia –torpe y brutal— acabará volviéndose contra ella”; y, algo más adelante, “las armas sirven para matar hombres, pero nunca sirvieron para matar ideas”.

Uno de los rasgos característicos del pensamiento de Delibes tiene que ver con una de las revoluciones que se imponen en el mundo, la ecológica. Delibes fue un destacado defensor de la naturaleza y crítico del progreso alienante y destructor. En El sentido del progreso desde mi obra, afirmaba que “el hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica, lo hemos despojado de su esencia”. Desde el punto de vista del ecologismo, Delibes sitúa un puente crítico entre el mundo rural y el urbano y además rescata el léxico y las costumbres rurales, hasta el punto de que su obra parece, como decía Manuel Alvar, “un tratado de antropología cultural”: “Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante”[10]. Esta defensa de un mundo en desaparición aparece en Las ratas, Viejas historias de Castilla la Vieja, El disputado voto del señor Cayo… Ahí se concita también su interés por el mundo rural y el individualismo de los personajes, ya que “la ciudad uniforma cuanto toca; el hombre enajena en ella sus perfiles característicos”[11]. En este punto encaja la afición naturalista del cazador y pescador Delibes, que escribió expresamente sobre la caza y la pesca en ensayos como La caza de la perdiz roja (1963), El libro de la caza menor (1964), Con la escopeta al hombro (1970), La caza en España (1972), Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo (1977), Mis amigas las truchas (1977), Las perdices del domingo (1991) o El último coto (1992).

La bibliografía de Delibes no se cierra con sus novelas, relatos y ensayos de viajes o cinegéticos. Hay títulos misceláneos, como Vivir al día (1967), Un año de mi vida (1971), Mi vida al aire libre (1989) y Pegar la hebra (1990), que revelan su prolijidad desde diversos frentes intelectuales.

Su obra traspasa además lo meramente literario. Una decena de narraciones de Delibes han sido llevadas al cine, lo que redunda en la investigación sobre su obra desde otro lenguaje, el cinematográfico. Aunque Delibes siempre confesó su incapacidad para escribir directamente teatro, cuatro de sus textos han sido llevados al escenario por parte de importantes intérpretes y productores que mantienen sin duda viva parte de su obra: Cinco horas con Mario (estrenado por Lola Herrera en el teatro Marquina de Madrid el 26 de noviembre de 1979), La hoja roja (1987), Las guerras de nuestros antepasados (por José Sacristán y Juan José Otegui en el teatro de Bellas Artes el 7 de septiembre de 1989; y por Manuel Galiana y Teófilo Calle en el teatro Principal de Palencia el 31 de mayo de 2002) y Señora de rojo sobre fondo gris (por José Sacristán). Incluso se pretendió en su día llevar a teatro El hereje, cuya novela, por cierto, tiene un guion de cine firmado por José Luis Cuerda.

Otra clave a mi juicio innegable de la vigencia del escritor es el hecho de que su archivo se encuentre disponible para su consulta en la Fundación Miguel Delibes de Valladolid. Lamentablemente no es fácil en España que el legado de un autor, por desgracia tantas veces sujeto a ambiciones particulares, esté a disposición de los investigadores y lectores y que, desde una entidad con financiación pública y privada, se mantenga viva la memoria del escritor y se alienten ediciones y actividades que redunden en su conocimiento, por el bien de todos como patrimonio cultural insustituible. De esta forma, es posible el descubrimiento de nuevos materiales, versiones e interpretaciones[12]. En 2002 se publicó su correspondencia con Josep Verges y en 2014 la de Gonzalo Sobejano, libros que iluminan parte de nuestra historia intelectual reciente.

La obra de Delibes goza de unas características que van a facilitar su vigencia, es decir, su lectura y estudio a través del tiempo. Para empezar, por haberse hecho eco, desde una raigambre cervantina, de la noble causa de los débiles y de la libertad de conciencia de sus héroes o antihéroes. Su literatura, profundamente castellana, se nutre de unos temas universales (la infancia, el ideal de justicia y libertad, la naturaleza, las contradicciones del progreso, la muerte…) que justifican el interés que ha tenido y tiene en los lectores en castellano (a través de innúmeras ediciones, acrecentadas en este año conmemorativo) y allende nuestras fronteras lingüísticas. Por otro lado, su literatura es tan extensa y variada como cuidada, con una prosa magistral, llena de hallazgos y matices, con personajes creíbles de profunda complejidad. Quien lo lea va a leer a un clásico nuestro de las letras universales.



[1]
                        [1] Así también numerosos testimonios recogidos en el libro Hasta siempre, paisano Delibes, recuerdo de la 43ª Feria del Libro de Valladolid, Valladolid, Ayuntamiento de Valladolid, 2010, con parte de los mensajes de condolencia recibidos los días 12 y 13 de marzo de 2010.

[2]
                        [2] Recuerdo inevitablemente a Camilo José Cela, premio Nobel en 1989, caso verdaderamente significativo de escritor que alcanzó los mayores reconocimientos y luces públicas en vida y que, póstumamente, es, a lo que presumo, un autor más bien poco leído. Como esto que acabo de escribir procede de mi impura subjetividad, sería interesante en un futuro valorar con datos la suerte póstuma de la obra de Cela; por de pronto, en la encuesta de XL El Semanal ocupó un meritorio 12º puesto, con 1,59% de los votos.

[3]
                        [3] SOTELO, Marisa, “Introducción”,  en Miguel Delibes, El camino, Barcelona, Planeta (Austral), 2019, p. 14.

[4]
                        [4] SOBEJANO, Gonzalo, “Estudio introductorio. Cinco horas con Mario: de la novela al drama”, en Miguel Delibes, Cinco horas con Mario (versión  teatral), Madrid, Espasa-Calpe, 1982 (3ª ed.), p. 12.

[5]
                        [5] SOBEJANO, Gonzalo, “Introducción” a Miguel Delibes, La mortaja, Madrid, Cátedra (Letras Hispánicas, 199), 2010 (9ª ed.), p. 36.

[6]
                        [6] En GARCÍA DOMÍNGUEZ, Ramón, Miguel Delibes: un hombre, un paisaje, una pasión, Barcelona, Destino, 1985, p. 70.

[7]
                        [7] De Valladolid. Antología de textos sobre Valladolid y sus gentes, edición a cargo de Ramón García Domínguez, Barcelona, Lunwerg, 2009.

[8]
                        [8] En ALONSO DE LOS RÍOS, César,  Conversaciones con Miguel Delibes, Madrid, Editorial Magisterio Español, 1971, p. 180.

[9]
                        [9] En ALONSO DE LOS RÍOS, César,  op.cit., 1971, p. 103.

[10]
                        [10] DELIBES, Miguel, El sentido del progreso desde mi obra. Discurso leído el día 25 de mayo de 1975 en el acto de su recepción y contestación del Excmo. Sr. Don Julián Marías, Madrid, Real Academia Española, 1975, P. 52.

[11]
                        [11] DELIBES, Miguel, op.cit., 1975, p. 55.

[12]
                        [12] Como ejemplo, el cuento ilustrado incluido en La bruja Leopoldina y otras historias reales (prólogo de Elisa Delibes, Barcelona, Destino, 2018) o la mayor parte de materiales de trabajo utilizados en mi edición de El hereje (Madrid, Cátedra, Letras Hispánicas, 2019).

Escrito en Lecturas Turia por Mario Crespo López

“Depende, claro está, de lo que se entienda por normalidad. ¿Qué es normal? ¿Lo que más abunda? Pues, entonces, no hay duda, soy raro. Ser raro, sin embargo, no es malo. Puede ser, incluso, un piropo. Quevedo decía que el sol, para hacerse estimar, no habría de salir cada día”, respondió en una ocasión Javier Tomeo Estallo (Quicena, Huesca, 1932-Barcelona, 2013) a propósito de su indiscutible singularidad. Fue un escritor distinto, sin patrón, inclasificable, solitario y, más que marginal, periférico, como lo calificó en varias ocasiones su gran amigo Félix Romeo Pescador (Zaragoza,1968-Madrid, 2011). Fue un escritor que venía del cómic y de la literatura popular, bajo el nombre de Franz Keller, de Kafka, de Valle-Inclán, a quien citaba mucho más que leía o que había leído, pero le fascinaba aquello de “la deformación expresiva y grotesca de la realidad” del esperpento, y Sigmund Freud, al que recurría una y otra vez para explicar la escisión permanente, esa forma de abismo en vida de sus criaturas. Declaró: “Mis personajes son seres reales, forman parte de la realidad. Pero son personajes quintaesenciados; los ofrezco en condiciones de ser digeridos plenamente. Personajes arquetípicos, con una pretensión de universalidad. Seres, por lo general, incomprendidos y solitarios”. Sin duda, pero también anómalos, con distintas patologías, casi siempre víctimas de una obsesión, de una enfermedad real o imaginaria o de las pulsiones atávicas, que era la nuez o la espiral expansiva sobre la que montaba sus novelas.

Esa extrañeza tan peculiar y única, su forma de percibir el mundo, su condición de visionario de la incomunicación, de la soledad y de la angustia, harían de Javier Tomeo un escritor desubicado, fuera de contexto, un tanto apocalíptico, sin pretenderlo, alguien que anda por ahí, fuera del carril, en las regiones de lo incierto, acaso como un sembrador de monstruos. Javier Tomeo, que podía ser muy ingenioso y certero en sus análisis, daba claves de su poética en cualquier instante: “La gente perfecta, feliz y simétrica, carece del interés literario que poseen aquellos individuos que revelan algún tipo de anomalía. Los pueblos felices no tienen historia. Hay que entender esta monstruosidad de mis novelas como una suerte de metáfora (...) Los monstruos son difíciles ejercicios de amor (…) Todos llevamos un monstruo dentro”.

Con todo, Javier Tomeo encontró su sitio y fue editado y reeditado, elogiado por doquier (por Rafael Conte, José-Carlos Mainer, Jesús Ferrer Sola, Nora Catelli, Fernando Valls, entre muchos otros), tuvo un gran éxito en el teatro, a pesar de que solo escribió una pieza netamente teatral, como Los bosques de Nyx (Xordica, 1995). También fue traducido a las principales lenguas del mundo. En los años 80 y 90, sobre todo, vivió momentos de popularidad. Apenas recibió galardones oficiales de España, pero sí recibió el Premio Aragón de 1994 y fue Medalla de Oro de Zaragoza en 2005, ciudad que en 1999 presentó su candidatura oficialmente al Premio Nobel de Literatura.

¿Cómo se forjó la personalidad de Javier Tomeo? ¿Cómo labró su singular trayectoria? De entrada conviene decir que era hijo único y que formó parte de la diáspora aragonesa a Barcelona. Solía decir, con algo de coquetería y de autoleyenda, que había sido fugazmente tercer portero del Huesca y que, algunos años después, mandó al periódico de su ciudad una crónica de un choque entre el Sant Andreu y el Huesca.  Allí, en cierto modo, sugería que había nacido el escritor, aunque en realidad Javier Tomeo haría un poco de todo: trabajó de negro, haría traducciones, “sin saber muy bien inglés”, y daría por aquí y por allá su primeros coletazos literarios con los relatos. “Publiqué en los años 50, en El Noticiero Universal, una colección de relatos que se llamaba Cuentos del Sábado. Eran breves y supongo que se percibiría el influjo de las lecturas de Carson McCullers, una escritora norteamericana, y supongo que aún no habría superado la fase imitativa. Además, me publicaron otros cuentos que he perdido, por los que me pagaban 200 pesetas, que era mucho. Julio Manegat fue esencial porque me dio alas”, explicó en una ocasión.

Sería en 1967, en la editorial Marte, que llevaba Tomás Salvador, donde publicaría su primer libro: El cazador (1967). Narraba la historia de un hombre que se encierra en su habitación con la firme determinación de no volver a salir jamás. Según el propio Tomeo, por entonces no había leído a Franz Kafka; a medida que iban pareciendo sus nuevos libros, como Ceguera al azul (Tábano, 1969) -donde cuenta el relato de un hombre que desea ir a Beluchistán, pero que no acierta a sacar su billete- fue su amigo el citado Julio Manegat quien le recomendó que leyese al autor de La metamorfosis. Tomeo, con su habitual sentido del humor o con su sentido de la irrealidad, lo hizo y le dijo: “Este tío me copia”. Tomeo contaba que ese libro aparecía en una colección de autores no premiados y que era consciente que lo que él hacía no se adaptaba muy bien a lo que se llevaba en España en ese momento: el realismo social, que iba a dar paso a destellos de experimentalismo y poco después a lo que se llamó “la nueva narrativa española”, que empezó con algunos libros claves: La verdad sobre el caso Savolta de Eduardo Mendoza, El río de la luna de José María Guelbenzu y la tetralogía en marcha, Antagonía, de Luis Goytisolo.

En ese momento, como haría siempre, trabajador ya en la fábrica Olivetti, Javier Tomeo iba a su marcha, al amparo de los citados Tomás Salvador y Julio Manegat, Juan Ramón Masoliver y de Ramón de Goicoechea, que fue el primer marido de Ana María Matute y se convertiría en una especie de interlocutor o alter ego en sus artículos, en sus cuentos y en algunos de sus libros. Dijo de él: “Mi amigo, y personaje de mis textos, Ramón o Ramoncito me decía siempre que había gente que sacaba a pasear a sus monstruos a las cuatro o cinco de la mañana. Decía que estaban ocultos durante el día y que salían de madrugada y por poco tiempo. Es probable”.

En 1971, El unicornio ganó el premio de novela ‘Ciudad de Barbastro’, que publicaría el sello Bruguera. Aquel galardón fue importante en su carrera: le hacía mucha ilusión. Significaba volver a casa y era un espaldarazo. Eso sí, Javier Tomeo seguía a la suya, anclado en la obsesión, el disparate y el absurdo. En una representación teatral, sin que medie nada, los espectadores empiezan a morir uno tras otro. Tomeo introduce aquí otra de sus pasiones: los animales imaginarios o soñados (sería un pertinaz y divertido creador de bestiarios), y un nuevo procedimiento narrativo: articula el relato en forma de cuaderno con acotaciones teatrales.

En esa carrera sigilosa, que lo vinculaba más con Joan Perucho y Álvaro Cunqueiro que con nadie, Javier Tomeo seguiría publicando libros: Los enemigos (Planeta, 1974), y su primera gran obra, quizá una de sus mejores novelas: El castillo de la carta cifrada (Anagrama, 1979), título que suponía, además, el salto a la que va a ser la gran editorial de su vida, Anagrama. Su editor Jorge Herralde, que le ha dedicado muchas palabras y elogios, lo define en Un día en la vida de editor y otras informaciones fundamentales (Anagrama, 2019) como “glorioso autor de teatro internacional sin haber escritor jamás una pieza teatral”, y dice que “el gran crítico Rafael Conte y yo rivalizábamos en nuestro entusiasmo por la obra de Tomeo”. El castillo de la carta cifrada es una ficción en la que un noble abandona el mundo y se recluye en una fortaleza; intenta establecer relación con un antiguo enemigo y no puede hacerlo. El clima del surrealismo y del absurdo está presente de nuevo, sazonado por fogonazos líricos, y el autor afinaba aquí más la sinrazón y el extrañamiento que nunca. El desabrido desconcierto existencial.

Al año siguiente aparecía Diálogo en re mayor (Anagrama, 1980), otro texto en que el Javier Tomeo indaga en el tema capital de su obra: la incomunicación. La novela plantea una situación claramente tomeana y paradójica: dos hombres, Juan y Dagoberto, uno virtuoso del trombón de varas y el otro apasionado del violín, intentan conversar y entenderse en un vagón de tren durante cinco horas. Constatan que son los únicos viajeros, y ahí Tomeo sigue desarrollando su querencia por la claustrofobia, los espacios cerrados, angostos, casi como si fueran espacios escénicos. En este clima opresivo se debaten muchos asuntos: la memoria de los personajes, la singularidad de los instrumentos, la necesidad y la imposibilidad de la relación. Como se percibe, Javier Tomeo no daba puntada sin hilo. Era un autor nítidamente contemporáneo que le daba vueltas a un asunto eterno pero capital en nuestros días: el enigma de la identidad. ¿Quiénes somos, cuál es nuestro lugar en el mundo, cómo es el mundo, qué fuerzas telúricas y sociales lo descomponen y nos descomponen? Desde el punto de vista del estilo, se alternan los diálogos, llenos de sorpresas y excursiones narrativas y evocadoras, con sus descripciones minimalistas, despojadas de retórica. El escritor oscense, que sería bautizado como “el Kafka de Huesca”, no tardaría en reconocer otros influjos, a los ya conocidos, como Luis Buñuel, que para él era Dios, Baltasar Gracián y el Goya de las pinturas negras. Algunos años después, en una entrevista, y dio cientos, diría: “Me sacan los colores los que me comparan con ese gran genio que es Kafka, pero bueno... No está nada mal. Prefiero que digan que me parezco a Kafka que a Rafael Pérez y Pérez, por ejemplo. Bromas aparte, con Kafka coincido a través de Freud y del subconsciente. Yo soy el escritor del ello, en mis personajes lo que prevalece es el ello –atávico, irracional, agresivo- frente al yo –civilizado, contemporizador–. Y Gregorio Samsa es la gran metáfora del ello”.

Cinco años después, publica el libro que le va a dar fama y a reclamar atención para su poética: Amado monstruo (Anagrama, 1985), que fue finalista del Premio Herralde; le ganó un futuro Cervantes, el mexicano Sergio Pitol. El joven aspirante a un puesto de vigilante, entabla un diálogo con un director de un banco, y ahí, en una novela teatralizada, con unidad de tiempo y lugar, como dijo el crítico y editor Luis Suñén, se barajan muchas cosas: la lucha de clases, la relación entre el amor y el esclavo, la dependencia del joven de su madre; en realidad, los dos personajes sufren idéntica sumisión. Javier Tomeo, entre otras particularidades, anota una anomalía: el protagonista, cautivo cuando menos psicológicamente, tiene seis dedos en una mano.

Por otra parte, Javier Tomeo demostraba que venía para quedarse. A partir de entonces, su presencia será constante. Más que constante, pertinaz, porque él era un escritor metódico que escribía a diario, de noche y de día, y con siempre con luz artificial. Y casi puede decirse que entregaría, casi hasta su muerte, uno o dos o hasta tres libros por año. Fue eso también lo que llevó a diversificar su presencia en otros sellos: Planeta, muy especialmente, Destino, Alpha Decay, Mondadori, Xordica, Huerga & Fierro, Páginas de Espuma y Prames, entre otros.

Su nombre desde Amado monstruo ya no pasaba inadvertido; al contrario, aunque era mayor que casi todos ellos, se asoció a la Nueva Narrativa Española que integraron, entre otros, Álvaro Pombo, veterano como él, José María Merino (con quien tendrá algunas afinidades: la pasión por el microrrelato y el interés por la literatura fantástica), Luis Mateo Díez, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Julio Llamazares, Rosa Montero, Cristina Fernández Cubas, Jesús Ferrero, Javier García Sánchez, Enrique Vila-Matas, Justo Navarro, Miguel Sánchez-Ostiz, Féliz de Azúa, Vicente Molina Foix, etc., y entre ellos también figuran sus paisanos Soledad Puértolas, Ignacio Martínez de Pisón, José María Conget y, en cierto modo, Ana María Navales, que publicaría sus mejores libros en los años 80 y 90 también. Javier Tomeo figuraría con El castillo de la carta cifrada y Amado, en un único volumen, en una colección de 1989 del Círculo de Lectores, que tenía algo de inventario de ese grupo, al que no puede llamarse generación. La Nueva Narrativa Española renovaba la escritura, había asimilado muy bien la novela negra y el cine, era muy cosmopolita y reivindicaba el jazz, el peso de nuestra historia literaria, la creación de personajes y el viaje, y tenía en Vladimir Nabokov a una de sus figuras de referencia.

Javier Tomeo se convertirá en un autor de culto. Citado, respetado, elogiado, y sobre todo llevado a la escena. Serían Jacques Nichet, Jean Jacques Préau, Paco Ortega y José María Pou, por citar algunos nombres, quienes trasladarían a las tablas muchas de sus novelas: Amado monstruo se llevó la palma, y conoció adaptaciones en varias lenguas, y estrenó en los tres grandes teatros de París. En 1987 publicó El cazador de leones (Anagrama), otro de esos libros que gustaron mucho en el teatro: un hombre solitario quiere hablar por teléfono con una mujer, a la que le va cambiando de nombre. El oscense ensaya de nuevo algo que forma parte de su estilo: el monólogo, una suerte de perorata que refleja sus cambios de humor, sus veleidades y la inclinación a cambiarle el nombre a la mujer imaginaria que está al otro lado de la línea. Rafael Conte, como glosaba más arriba Jorge Herralde, fue a París con motivo de sus éxitos teatrales y fue en ese viaje cuando percibió que el escritor aragonés se inspiraba para una nueva novela. Escribió en ‘El País’ en enero de 1989: “En la pasada primavera, un día de sol, sentado en un café y frente al amasijo genial de chatarra del Centro Pompidou de París, Tomeo miraba las palomas que se paseaban picoteando entre las piernas de los clientes. Luego lo contará en un periódico. Y ocho meses después vemos el resultado, una nueva novela, discreta, misteriosa, que oscila entre el humor y el terror, La ciudad de las palomas, que estos días aparece en las librerías. Tomeo era apreciado, caía bien, pero nadie parecía confiar demasiado en él, como si fuera un diamante en bruto; pero ya parece estar bastante pulido y empieza a brillar con su extraña y propia luz”. La cita es un poco larga pero muy valiosa. Jorge Herralde añade un detalle gracioso que quizá no sea nada exagerado, “Tomeo debía estar persiguiendo a una chica o algo similar”, extremo literario o pícaro que también recordaría el escritor y crítico Marcos Ordóñez en su necrológica.

La ciudad de las palomas era un paso más en su mirada desoladora sobre la urbe, los avances tecnológicos, la televisión y, de fondo, la imposible convivencia. De nuevo irrumpía su desazón y su advertencia al futuro: “No hay nada más frustrante que un teléfono que no suena, y a la vez la telefonía móvil se vuelve alienante. La televisión es la versión eléctrica y actual del demonio”, dijo con motivo del libro. Más adelante, añadiría un matiz: “No soy en absoluto partidario de la televisión, pero solo se puede escribir desde la mala leche, y la televisión es, en este país, el instrumento ideal para cargarse de mala leche”.

Javier Tomeo ya estaba lanzado en las letras españolas. Conquistaba su sitio título a título, de argumento leve. La anécdota era como el hueso puro, y a partir de ahí crecía todo desde la obsesión, la presencia del sexo, la melancolía, la locura, el virtuosismo de la dialéctica, la repetición y la profunda desconfianza en el ser humano. Si La ciudad de las palomas fue una gran metáfora de la incomunicación y el recelo ante las nuevas tecnologías, en otros libros como El mayordomo miope, Problemas oculares, El discutido testamento de Gastón de Puyparlier y Zoopatías o zoofilias, nos asomamos al mundo de las deficiencias, las taras, las amputaciones, las perplejidades: no es que criticase algo de eso exactamente sino que a través de la deformación y la caricatura habla de la imperfección del alma, de la maldad, del descrédito de existir, del sentido de la vida y de las cicatrices insondables. Lo cotidiano se volvía absurdo, patético e inverosímil, como el detritus informe de una pesadilla. Lo cual no quiere decir que en sus libros no haya instantes de ternura y de poesía: todo lo contrario. Su obra, con humor negro, con ironía y sarcasmo, con huidas hacia lo fantástico y el terror incluso, es como el llanto que no cesa del hombre, del monstruo perdido en la madrugada, y es la exposición con variaciones de un escritor, más intuitivo que moralista, que analiza la condición humana. “Me sirvo de la ficción para señalar dónde nos aprieta más el zapato de nuestras imperfecciones”, dijo una vez.

Javier Tomeo ha tenido tantas lecturas que se le ha emparentado con otros autores, además de los acarreados hasta aquí: Eugene Ionesco, Samuel Beckett, Dino Buzatti, Gómez de la Serna, Miguel Mihura, hasta se han visto en él ecos de Edgar Allan Poe en algunos de sus cuentos. Junto a ellos, es muy difícil aludir a autores contemporáneos: rara vez se le oía citar a un compañero de generación, con el que podía viajar a cualquier sitio, a congresos, a un viaje por Alemania. Lo cual no quiere decir que fuera desagradable o dado al desaire. Suscitaba simpatía, pero iba a su bola, con esa intuición centelleante y sin filtro que en él era una forma de inteligencia o su detector de visiones. En cambio, él sí era citado, leído y reconocido, e incluso parecía intranquilizar un poco su éxito. O despertar interrogantes. El propio Juan Benet, referencia de muchos escritores y no pocos críticos, se acercó a sus libros, y dijo que con ellos le pasaba como con las croquetas, que todos le sabían igual. La reacción de Tomeo fue variada: al principio, le enojó; después, le restó importancia con más indiferencia que rencor, y finalmente, la aceptó, con somardería, y más de una vez dijo: “Benet tiene razón”. El propio Tomeo reflexionó en varias ocasiones sobre el hecho de que sus novelas fuesen una y otra vez adaptadas al teatro: “Mis novelas son situaciones dramáticas con un principio, un desarrollo y un desenlace. Pocos personajes, economía de palabras, situaciones en tiempo real… todo esto a los que hacen teatro les motiva y estimula. Algunos han dicho que mis novelas tienen una visión anticipada de lo que puede ocurrir en el escenario, y eso hace que sea relativamente fácil adaptarlas al teatro”.

Su producción, con algunos descensos, nunca dejó de crecer. Ahí están libros tan importantes como La agonía de Proserpina (Planeta, 1993), donde irrumpe la mujer con energía y carisma por primera vez en un libro sobre la relación de pareja; El crimen del cine Oriente (Plaza & Janés, 1995), donde intenta hacer una novela clásica con argumento, basada en hechos reales, con atmósfera de realismo social; La máquina voladora (Anagrama, 1996), sobre un hombre que desea volar y de cómo interfiere la brujería; El canto de las tortugas (Planeta, 1998), la vuelta a un caserón familiar en pleno campo de un joven con un complicado historial clínico, y Napoleón VII(Anagrama, 1999), el relato de un esquizofrénico que se siente Napoleón y convoca a diversos personajes en un contexto palaciego y departe con ellos, en uno de esos libros donde la imaginación se dispara y se proyecta sin límites hacia el infinito.

Tomeo aportó muchas cosas a la narrativa española: hizo una apuesta constante por los animales, por los bestiarios, con ecos de Aristóteles y Claudio Eliano, pero también de Ambroise Paré, Buffon y Borges, Perucho y Kafka, y creó sus propios híbridos (su favorito fue el gallitigre, título de una novela), firmó varios libros de ese asunto y publicó un Bestiario en 2007 en el sello Prames, ilustrado por Natalio Bayo; desarrolló su propio lenguaje del género breve, en Historias mínimas, sobre todo, y se sintió muy cómodo en el microcuento, como se vio en su libro póstumo El fin de los dinosaurios (Páginas de Espuma, 2013), y también en muchos textos de sus Cuentos completos (Páginas de Espuma, 2012), edición que hizo Daniel Gascón.

¿Qué vínculo tiene su literatura con El jinete polaco o Sefarad de Antonio Muñoz Molina, con las ficciones de Javier Marías y Pérez Reverte, con Juegos de la edad tardía de Luis Landero, ¿Qué me quieres, amor?, de Manuel Rivas con La señora Berg de Soledad Puértolas o con El día de mañana de Ignacio Martínez de Pisón. En apariencia, no demasiado. Quizá esté más próximo a algunos libros de Juan José Millás, de Enrique Vila-Matas, o Francisco Ferrer Lerín, con quien comparte la afición a lo breve, a los juegos apócrifos, a los animales y a la visión de la realidad como un espejismo de fastidios, de sombras y de deseos invencibles.

Ocupó su sitio, estuvo en boca de muchos, fue atendido y requerido por los medios de comunicación. Como José Antonio Labordeta, con quien coincidió muchas veces en Casa Emilio, festivales de cine o reuniones de colegas, conectó con generaciones jóvenes: fue un entrañable amigo de los escritores Félix Romeo, Cristina Grande, Lus Alegre e Ismael Grasa, que de alguna manera fueron sus protectores en Aragón, y también conectó con Daniel Gascón, tuvo una relación entrañable con jóvenes editores como Enric Cucurella, de Alpha Decay, Juan Casamayor, de Páginas de Espuma, y Chusé Raúl Usón, de Xordica, y suscitó la admiración de cineastas como David Trueba o Pedro, que llevó al cine El crimen del cine Oriente, y de actores como Javier Gurruchaga, Gabino Diego, Jorge Sanz o José María Pou. No nos cabrían en estas páginas el eco que generó, sus actividades, sus colaboraciones en prensa, en Heraldo de Aragón, El mundo o ABC. Fue objeto, entre otras, de una tesis de Ramon Acín Fanlo, uno de los primeros que fijó su atención en sus obras y autor de Aproximación a la narrativa de Javier Tomeo (Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2001); José Luis Calvo Carilla coordinó el volumen colectivo La obra narrativa de Javier Tomeo (Institución Fernando el Católico, 2015). No recibió reconocimiento alguno, pero ha dejado su poso: su originalidad, su extravagancia, su lucidez, su percepción caricaturesca del mundo, su conocimiento del alma humana y sus paradojas, y ha puesto su prosa depurada al servicio de la ficción y de sus fábulas morales.

La literatura española de los últimos años no sería fácil de entender sin las aportaciones del hombre que descansa a los pies casi del castillo de Montearagón. Es probable que él, desde allí, ponga en práctica los secretos del oficio: “Escribir es abrir una ventana y ver el paisaje y contárselo a los que no están asomados contigo”.

 

Escrito en Lecturas Turia por Antón Castro

 Sin apenas haber cumplido un cuarto de siglo, Diego Garrido se ha convertido en el traductor más joven de James Joyce del que tengamos constancia. Ha hecho posible que, por primera vez, se traduzcan al castellano cuarenta años de escritura breve (cuentos, anotaciones, epifanía, intentos de biografía, fábulas…) en una edición preparada, traducida y anotada por él. El resultado: James Joyce, Cuentos y prosas breves (Páginas de Espuma), más de quinientas páginas de lectura fascinante.


Cuando un autor escribe una obra monumental como Ulises, pero también Retrato de un artista adolescente, parece que todo lo que estuviera entremedias o viniera después estuviera abocado a un silencio, a un desmerecer. ¿En qué reconocemos a Joyce en sus cuentos? ¿Están a la altura de su narrativa novelística?

Los cuentos de Joyce están entre los mejores cuentos ingleses de su siglo, y se aguantan en pie por sí solos. No son ninguna curiosidad, ni sirven solo para una mejor inteligencia de Ulises, por mucho que lo dijesen Borges o Nabokov. El hecho de que algunos de sus personajes se vuelvan hipertrofiados en Ulises solo hace que los dos libros sean mejores. Sin Ulises, los cuentos de Dublineses son igualmente una pequeña obra maestra. Ulises mejora Dublineses, como Dublineses mejora Ulises o como la película de John Huston mejora ‘Los muertos’.


¿Es Los muertos, el mejor relato del inglés?

‘Los muertos’ es el mejor cuento de Dublineses —y quizá de su siglo— gracias a la nostalgia. Joyce se encuentra en Roma, odiándola a ella y a los romanos. Por primera vez descubre que Irlanda no era el Infierno: al contrario, era su casa. Descubre que la hospitalidad irlandesa era eso, irlandesa. Estas ganas de volver a casa, unidas a la imposibilidad de hacerlo (sería admitir su derrota ante la gente que, piensa, lo traicionó) desembocan curiosamente en una comprensión y un cariño que Joyce no había sentido hasta entonces. Por supuesto, y afortunadamente, seguía siendo Joyce: nada de sentimentalismos, que matan la emoción.


Destaca, especialmente, la profundidad psicológica de sus personajes en estos relatos. ¿Por qué tipos humanos sentía fascinación Joyce?

A Joyce le fascinaron muchos tipos humanos. Le interesó lo que vio: gente más bien pobre o de clase media —nada más difícil que llegar al «alma» de la clase media. Él lo hizo. Ha pasado a la historia por dos personajes: Stephen Dedalus, versión desencantada de su propia juventud, joven triste, rabioso, brillante, agotado, aforístico y metafísico —un ser excepcional— y Leopold Bloom, un hombre de mediana edad, bueno, más bien inteligente, raro en lo sexual, corriente en muchas otras cosas, pero imaginativo e ingenioso —un personaje también excepcional, muy mal visto por la crítica general como, «el hombre medio». ¡Ojalá!


Da la sensación de que la cartografía cumple un papel casi seminal en las narraciones, Dublín, claro, pero en general Irlanda, como si reivindicase esa idiosincrasia soberana, ¿algo así?

Joyce sentía que los escritores irlandeses no entendían Irlanda. Irlanda no era solo el negativo de Inglaterra, ni era solo una tierra de folklores, mitos y política. Era su historia y era los irlandeses, todos los irlandeses: y que no se entienda mal esto, Joyce no tuvo ningún ánimo conciliador: su ánimo fue estético. No logró identificarse con el Renacimiento Celta, menos con los pro-ingleses; se marchó y trató de imaginar Dublín, su Dublín piedra a piedra, hombre a hombre y mujer a mujer. Era lo más cerca que podía estar de su casa, que ya no existía más.


Una y otra vez, la juventud. ¿Pudiera pensarse que le angustiaba (es una constante crónica, casi malsana), como si nada importante o de interés pudiera sucederle a uno después de ella?

Joyce estuvo obsesionado con la juventud y con la pérdida de la juventud; luego comprendió que, seguramente, se había equivocado. ¿Cuál era el objetivo de Joyce? Escribir buenos libros. ¿Cuándo los escribió mejores? Cuando su ánimo estaba templado —una temperatura perfectamente compatible con el fuego creador, que no debe quemar o saldrá una brasa. La juventud de Joyce fue una juventud alucinada, triste y dolorosa. Mitificarla, comprendió, era romantizar —¡nada más lejos de su ánimo!


¿Qué es lo más fascinante de Joyce, como escritor, como persona?

Recuerdo un mini-cuento de Borges que hablaba de un maniaco que quiso hacer un mapa del mundo a escala 1:1, un mapa del mundo que fuese tan grande como el mundo. Joyce quiso hacer lo mismo y la literatura fue su herramienta, quiso expresar la vida como se vive. Lo más fascinante de Joyce es, en mi opinión, que no vio desde el minuto uno que esto era imposible y que era una empresa vana, es decir, que lo intentara: esta terquedad inaudita nos ha dejado una de las obras más curiosas y mejores del Siglo XX.


¿Por qué ese encono, ese desprecio hacia la literatura fantástica?

Pienso que Joyce no despreció la literatura fantástica. Ulises y Finnegans Wake son dos obras perfectamente fantásticas, llenas de criaturas mágicas, sueños, visiones y pesadillas. Ulises es una pesadilla mirada con lupa; Finnegans Wake con microscopio.


Leyendo alguno de estos textos, se advierte su calidad de borradores (aunque ¡benditos borradores!). ¿Le hubiera gustado al él ver todos estos textos publicados?

No, seguramente a él no le hubiera gustado que viésemos su «cocina» —era un hombre muy vanidoso. Pero afortunadamente él ya es de todos y nos lo podemos permitir. Lo mejor que le puede ocurrir a un escritor es que algún día deje de ser él y pase a ser todos. Esto le ocurre a muy pocos. Le ocurrió a Cervantes y a Coleridge.


Respecto del cuadernos dedicados a sus amigos y sus enemigos, ¿podríamos asegurar que era consciente del lugar que ocupaba en las letras, le dolían las críticas que recibía?

Era consciente del lugar que quería ocupar, o más bien del que podía ocupar. Era muy consciente de su talento y sobre todo de sus energías, tan importantes o más. El genio, sin embargo, no puede comprender el genio, y estoy seguro de que Joyce murió sin conocer la magnitud real de lo que había hecho. Sabía que le iba a salir, y se esforzó porque le saliera, pero le salió «a pesar de sí».


Leí –no recuerdo dónde- unas declaraciones suyas en las que insistía en que había mucho humor en estos relatos. Vinculo este testimonio con el hecho de que estuve viendo Silencio, de Juan Mayorga, un texto fantástico pero muy denso que incluye algunas notas de humor, a mi criterio innecesarias, como si al público hubiera que entretenerle, aligerar ciertas experiencias que pueden ser densas, o intensas… no sé si estás de acuerdo. Quiero decir, que un texto grave, pero sublime, no requiere del humor para hacerlo accesible… (y que conste que hice mi tesis sobre ¡Jardiel Poncela!)

Él nunca vio en el humor una manera de hacer sus libros accesibles. El humor podía ser algo muy grave, una herramienta del arte. El suyo fue un humor bajo y escabroso, muy de caca culo pedo pis, en ocasiones graciosísimo, en otras… menos.

Escrito en Sólo Digital Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

EL ACTO SE CELEBRÓ EL MIÉRCOLES 6 DE ABRIL EN EL PALACIO ARDID

LA REVISTA REIVINDICA LA PROFESIONALIDAD Y EL TALANTE INTEGRADOR DE LA PERIODISTA ALCAÑIZANA EN EL CENTENARIO DE SU NACIMIENTO

JUAN CARLOS SORIANO ES EL BIÓGRAFO DE PILAR NARVIÓN

El nuevo número de TURIA rinde homenaje a la periodista Pilar Narvión a través de un artículo muy oportuno, por cuanto el pasado día 30 de marzo se cumplió el centenario de su nacimiento. Un motivo más que suficiente para que la revista cultural editada por el Instituto de Estudios Turolenses (IET) de la Diputación de Teruel (DPT) se presentase por primera vez en su ciudad de nacimiento, Alcañiz. El acto tuvo lugar el miércoles día 6 de abril, a las 19 horas y en el Palacio Ardid. Con esta iniciativa, TURIA reivindica la valiosa trayectoria profesional y la extraordinaria personalidad de una de las hijas más ilustres de la capital del Bajo Aragón.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

EL INSTITUTO CERVANTES ACOGE HOY EN MADRID LA PRESENTACIÓN DE TURIA

LA REVISTA DEDICA UN ESPECTACULAR MONOGRÁFICO A VICENTE MOLINA FOIX, CON 19 AUTORES Y 180 PÁGINAS DE TEXTOS ORIGINALES

TAMBIÉN PUBLICA INÉDITOS DE EMMA CLINE, PERE GIMFERRER, JORGE HERRALDE, MERCEDES MONMANY, MARTA SANZ, SARA MESA Y BERNARD NOËL

El nuevo número de la revista cultural TURIA tiene como principal objetivo rendir un merecido homenaje a Vicente Molina Foix, cuando acaba de cumplir 75 años y es ya un referente indiscutible de la cultura española contemporánea. Sin duda, su personalidad y su intensa y variada labor intelectual nos confirma que estamos ante un escritor total. Un autor capaz de maravillarnos, en cuantos géneros ha cultivado, gracias a una poderosa imaginación que lo singulariza y que constituye el auténtico motor de toda su obra. 


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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Fallecido el 21 de marzo de 2021 en Cracovia, y nacido en la bellísima ciudad de Lvov (Ucrania) en 1945, el gran poeta polaco Adam Zagajewski  fue, junto al suizo Philippe Jaccottet, el italiano Valerio Magrelli, los portugueses Sophia de Mello Breyner  Andresen y Nuno Júdice, el español Antonio Gamoneda, los alemanes Durs Grünbein y Michael Krüger, la irlandesa Eavan Boland, el inglés Simon Armitage, o la rumana Ana Blandiana, por citar sólo algunos nombres, de los más grandes poetas europeos contemporáneos.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Mercedes Monmany

Dónde comenzar a escribir sobre Vicente Molina Foix  y su obra.  Si imagináramos a ésta como un edificio, la forma de la construcción sería circular, estaría llena de puertas y sería muy difícil encontrar una entrada principal. Si la distribuyésemos en el espacio, tampoco encontraríamos un centro, o quizá lo que veríamos sería un centro que se desplaza una y otra vez, que no permite ser fijado, al igual que el foco de una curiosidad de impresionante espectro. Una curiosidad desarrollada plenamente, porque nada en la creación de este autor permanece en el plano del capricho diletante.

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Escrito en Artículos Revista Turia por Menchu Gutiérrez

Chantal Maillard: “Pensamos demasiado”

No es extraño que Chantal Maillard se quede pensativa durante una respuesta. Desconfía del lenguaje, lo deshace con cara de Penélope y lo mata con rostro de Medea. Evita sus trampas. Las palabras tienen forma de laberinto y ella busca el sentido primero para dar con significados que nos ayuden a expresarnos sin demasiados errores. Desde su balcón ve el Rif. Lo puedes creer porque ve lo imposible. El continente africano se aparece los días de luz. Lleva 60 años en Málaga, 30 en una colina, 22 con neuropatía.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

Fernanda Melchor: “La violencia no es algo inherente a la pobreza"

Veracruz. Ubicada a más de cuatrocientos diez kilómetros al sureste de Ciudad de México, en la costa del golfo, la capital del Municipio de Veracruz es el puerto marítimo más importante del país y donde se fundó, hacia 1519, el primer ayuntamiento de la historia en la parte continental de América. Casi quinientos años después, en tiempos del Cártel de Los Zetas, cuando Fernanda Melchor (Veracruz, México, 1982) comenzó a ejercer la profesión de escritora

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Michelle Roche Rodríguez

EL INSTITUTO CERVANTES ACOGERÁ EN MADRID LA PRESENTACIÓN DE TURIA EL PRÓXIMO 24 DE MARZO

LA ESCRITORA MENCHU GUTIÉRREZ DARÁ A CONOCER EL MONOGRÁFICO DE LA REVISTA SOBRE UNO DE LOS AUTORES MÁS RELEVANTES DE LAS LETRAS ESPAÑOLAS

El nuevo número de la revista cultural TURIA tiene como principal objetivo rendir un merecido homenaje a Vicente Molina Foix, cuando acaba de cumplir 75 años y es ya un referente indiscutible de la cultura española contemporánea. Sin duda, su personalidad y su intensa y variada labor intelectual nos confirma que estamos ante un escritor total. Un autor capaz de maravillarnos, en cuantos géneros ha cultivado, gracias a una poderosa imaginación que lo singulariza y que constituye el auténtico motor de toda su obra. 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

LA REVISTA SE PRESENTARÁ EN ALCAÑIZ EL 6 DE ABRIL 

TAMBIEN ANALIZA LA TRAYECTORIA VITAL E INTELECTUAL DE ÁNCHEL CONTE

CERCA DE 40 AUTORES ARAGONESES PARTICIPAN EN EL NUEVO NÚMERO DE TURIA, ILUSTRADO POR PEPE CERDÁ 

El nuevo número de TURIA tiene, entre sus principales contenidos, un artículo en el que se rinde homenaje y hace balance de la rica e intensa trayectoria profesional de la periodista turolense Pilar Narvión. Se trata de un texto muy oportuno por cuanto el próximo día 30 de marzo se cumplirá el centenario de su nacimiento. Y será en su ciudad, Alcañiz, cuando el 6 de abril la revista editada por el Instituto de Estudios Turolenses dará a conocer en la capital del Bajo Aragón este contenido tan singular vinculado a una de sus hijas más ilustres.


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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

4 de marzo de 2022

“Qué es un antipoeta:/ un comerciante en urnas y ataúdes?/ un sacerdote que no cree en nada?/ un general que duda de sí mismo?/ un vagabundo que se ríe de todo/ hasta de la vejez y de la muerte?/ un interlocutor de mal carácter?/ un bailarín al borde del abismo?/ un narciso que ama a todo el mundo?/ un bromista sangriento/ deliberadamente miserable?”, así comienza Nicanor Parra, ironizando incluso sobre sí mismo, uno de sus poemas (o antipoemas). Y ¿quién es Rafael Alconétar? ¿Un antiliterato? ¿Un genio? ¿Un escritor mediocre? ¿Un vidente? ¿Un niño malcriado? ¿Un hombre fascinado por las mujeres y fascinante para muchas de ellas, que encuentran en él un amante entregado y devoto? ¿Un cerdo machista? ¿Un incómodo ejemplo de autenticidad en un tiempo de mentiras y simulacros? ¿Un farsante? Alconétar, monstruo y Teseo de su laberinto, enredado en el cuerpo de Ariadna y el hilo del lenguaje, se convierte así en esta novela en una presencia enigmática, en el gran ausente, tanto más oculto cuanto más son los espejos que lo reflejan. Novela coral, perspectivista, La Pasión de Rafael Alconétar, nos ofrece múltiples voces, entre ellas, las de sus cuatro “evangelistas”, Susana Cordero, Pedro Muñoz, Dolors Cavalls y Jaime Becerril, entre los que no falta la figura de Judas (¿uno de ellos?, ¿más de uno?, ¿todos?), que, como en la fábula de Borges, cumple paradójicamente quizá la misión y el destino del Maestro.

 

  La novela de Martín Gijón (poeta, crítico, narrador) es un homenaje a la literatura y a la vez una crítica feroz, tremendamente divertida, del mundillo literario, como si el propio Gijón fuera un discípulo de su protagonista, en una paradoja mitificación de la escritura que desmitifica todo lo que toca. Si uno no estuviera ya curado de espanto, se sorprendería de que esta novela no esté en las páginas de todos los suplementos culturales, que no se convierta en uno de los libros del año, también por su posible carácter polémico. No son pocos los popes de nuestra cultura literaria cuyo hinchado prestigio es desinflado por el aguijón punzante de una (¿anti?)novela que a ratos juega a ser una novela en clave ma non troppo, pues no resulta difícil identificar a más de uno de los dramatis personae que pueblan el tinglado de la antigua o nueva farsa. Sin embargo, el mismo hecho de que esta obra no haya logrado (¿todavía?) la visibilidad que merece es una muestra más de hasta qué punto acierta Gijón en su humorístico retrato de las literaturas patrias, donde tan fácil resulta dar gato por liebre, puesto que en el espejismo participan con entusiasmo autores, periodistas, críticos, editores y académicos. La Pasión de Rafael Alconétar es, por el contrario, una novela audaz, que recupera el empeño iconoclasta de un Luis Martín-Santos, un Julián Ríos o un Miguel Espinosa (a ratos, incluso, acercándose a una suerte de Finnegans Wake a la española), por no hablar de los evidentes guiños a Rayuela y otros grandes de la narrativa hispanoamericana (cuyo canon, sin embargo, es también cuestionado en la propia novela).  Sin pretender resucitar ningún ismo, hay aquí no poco del espíritu de las vanguardias, sobre todo en su cercanía al empeño surrealista de una vida que se desborda en la literatura, pero también de una literatura que se desborda en la vida. La acumulación de juegos de palabras, paronomasias, calambures (ya desde el mismo subtítulo, Novelaberinto, que parece evocar la nivola unamuniana) recupera un sentido lúdico de la escritura, siempre tan saludable. Por otra parte, esa “juerga de jergas”, por decirlo con palabras del Ríos de Larva, da fe del talento de Martín Gijón para el malabarismo verbal, una capacidad, de todos modos, ya suficientemente demostrada en su poemario Des en canto. Sin embargo, frente al tópico que identifica la novela experimental con una especie de formalismo extremo, donde el estilo lo es todo y poco importan elementos genuinamente novelescos como la trama y los personajes, hay que insistir en que el protagonismo del lenguaje no hace sino reforzar la búsqueda, a ratos bufa, otras veces casi trágica, de ese alocado comando literario presidido por Alconétar, víctima propiciatoria de una ciudad tan provinciana como Vetusta, aunque el chivo expiatorio tiene poco que ver con Ana Ozores y mucho con una suerte de Rimbaud maduro. O más bien perpetuamente adolescente, convencido de que la madurez, como el Ferdydurke de Gombrowicz, es una estafa, la gran trampa en que todos caemos. De ahí también la centralidad del sexo, que prolonga en el adulto (¿hay adultos?) el afán de jugar del niño. La piel es el altar cuyas profanaciones constituyen, en sí mismas, una suerte de sacralidad inversa. Sin duda, Alconétar y sus acólitos compartirían el aserto de Breton de que la poesía, como el amor, se hace en la cama. Erotismo de los cuerpos y del lenguaje, que se funden en ese “coñocimiento”, donde lo femenino es llave y enigma. También para un voyeur y narrador-testigo (¿no son aproximadamente lo mismo?) como Pedro Muñoz, el más fiel (¿el más traicionero?) de los discípulos de Alconétar, que siente en sus propias carnes la insuficiencia de la escritura para redimir una vida que se parece demasiado a un papel en blanco. Y, sin embargo, en su papel de narrador es capaz de encontrar un espesor en una trama en la que estaría destinado a ser un personaje secundario, obsesionado por el pasado, onanista compulsivo, presa de sus fracasos (como escritor y como amante de una esquiva Susana Cordera). Evangelista sin Evangelio, solo en la escritura podrá tal vez atravesar el espejo, olvidándose así de un rostro que quiere parecerse, en vano (o tal vez no), al de Alconétar.

 

 Esta novela no es quizá para todos los paladares, en buena parte porque la comida basura está ocupando las mesas de novedades con la misma rapidez con que se propaga una epidemia (aunque a la misma velocidad esos libros fast food  desaparecen para dejar paso a otros, que serán otra vez rápidamente suplantados). Pero el lector que aprecie la inteligencia y el peso (el poso) de una escritura en libertad, se perderá gozosamente en este laberinto de voces, discursos, perspectivas, idiomas, en busca de ese monstruo (perturbador, terrible tantas veces) que es, pese a todo, la literatura.

 

 

 

Mario Martín Gijón, La Pasión de Rafael Alconétar. Novelaberinto. KRK Ediciones, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por José Luis Gómez Toré

¿Quién es Santiago Mendieta?

Nací en Toulouse, en el sur de Francia, en una familia de emigrantes españoles que llegaron en el 1958 para trabajar duro en un país ajeno. De niño siempre estuve rodeado de libros, de periódicos y de sueños, con la mirada puesta en la naturaleza y su destrucción desde muy pronto, en las aves… Quise ser veterinario, fotógrafo de naturaleza, trabajar con los animales salvajes, defendiéndolos, soñando con los Pirineos que me parecían una terra incognita en los mapas. Por culpa de mis malas notas en Matemáticas (imprescindibles para empezar una carrera en ciencias) más tarde lo cambié por una escuela de periodismo en Lille. Trabajé en la radio, en un diario regional en Albi y Toulouse, hasta que entré en la redacción de una prestigiosa revista que trataba de los Pirineos donde mi castellano me vino de maravilla para conectar con la vertiente sur, el Alto Aragón y sus gentes. Mi sueño se había realizado. Pero los sueños tienen un tiempo de duración. Con los años, recobré mi libertad como periodista independiente, tocando una realidad mas cotidiana como autor de libros sobre los Pirineos con temas como la fotografía antigua, rutas de senderismo y la Naturaleza en general. También publiqué una novela sobre el oro de Canfranc y la transición política española, unos libros de relatos históricos y por fin me hice editor a la fuerza con la revista Gibraltar.

 

¿Cuál es la relación de Santiago Mendieta con España ?

España está presente en mi mente, en mis lecturas, en mis preocupaciones y en mis caminatas por la sierra de Guara o por el Sobrarbe. En casa mis padres me obligaban a hablar castellano y el tesoro de la lengua por suerte se me quedó. Seguimos teniendo la casa de los abuelos en un pueblo de Guadalajara, Sacedón, donde íbamos a pasar los veranos. Aquello era como Macondo de García Márquez, el pueblo de los orígenes, cerca del embalse Buendía, qué casualidad, que anegó el pueblo natal de mi padre, La Isabela, con su balneario. Una historia muy triste que conté en Gibraltar. Vuelvo allí a pesar de la distancia y de los años que pasan, de los cambios y mutaciones que el pueblo y España han conocido. La infancia es un fantasma que nos reconoce la realidad de hoy.

 

Mi padre trabajaba en la construcción (desde albañil a conductor de obras al final, y eso que salió de la escuela a los 9 años). Estaba muy metido en política, conectado con los viejos exiliados y combatientes de la guerra Civil, que venían a casa. Toulouse ha sido la capital del exilio político, la sede del PSOE durante décadas, del sindicato hermano UGT y de los anarquistas de la CNT. Y, cuando murió Franco, tenía yo 11 años, el champán esperaba ser abierto en el frigorífico. Bridamos con nuestros vecinos catalanes. De allí mi afán por la guerra Civil Española, la Segunda República, sus personajes y episodios menos conocidos. Al final, publiqué mis “Historias reencontrados de la guerra de España, de 1931 a hoy día” en el cual hablaba de Negrín, Azaña que están enterrados en Francia, Federica Montseny en Toulouse, también de la Pasionaria, Francisco Boix en el campo nazi de Mauthausen, del hospital Varsovia creado por los guerrilleros en el barrio español de Toulouse, Saint-Cyprien, para invadir el valle de Arán en octubre de 1944 cuando Francia se liberó de los nazis gracias a estos mismos guerrilleros, de figuras y episodios del conflicto español hasta hoy día… Esta historia no acabó y sigue con el tema de las fosas, los bebés robados, la represión, las sentencias de los tribunales franquistas que nos han sido anuladas y tantas historias… Lo escribí gracias a una beca del Centro Nacional del Libro (CNL) en París, todo un orgullo cuando tantas puertas se habían cerrado, hasta que salió en octubre del 2020, en plena pandemia… cuando las librerías cerraron durante un mes…

 

¿De qué forma se ha integrado España en la revista?

Al tratarse de temas mediterráneos, es lógico que España esté presente en Gibraltar. Empezamos con el pueblo de Marinaleda en Andalucía, en 2012, símbolo entonces de la utopía y de la resistencia al capitalismo en una tierra donde los habitantes ocuparon las tierras de un duque que acabó cediéndolas al gobierno andaluz y después a ese mismo pueblo. La Guerra Civil estuvo presente durante varios números pero con una perspectiva actual: apertura de fosas, con un maestro desaparecido en un pueblo de Burgos; bebés robados, con secuencias dibujadas y sacadas de un documental dirigido por una pareja franco-española… Encargué también a un dibujante amigo un cómic de 25 páginas sobre Ascensión Mendieta, una anciana que buscaba a su padre Timoteo, fusilado en 1939 por ser republicano y sindicalista de la UGT, enterrado en una fosa del cementerio de Guadalajara. Resulta que esta historia saltó a los medios de comunicación españoles con la figura de Ascensión (presente en el sensacional documental “El silencio de otros”). Esto había pasado en Sacedón, nuestro pueblo, donde fusilaron a 80 republicanos después de la guerra, como venganza por la muerte de 18 (supuestos) simpatizantes de la Falange o de los rebeldes, cuyos nombres estaban en el frontón de la iglesia. Tragedia tapada y callada como en infinidad de pueblos del país. Y luego supe que esta señora era de mi familia…

 

También publicamos relatos más actuales, a través de la ficción, sobre el turismo de borrachera en Magaluf (Mallorca), en Benidorm, con la vuelta de un Ulises vengador, o sobre Barcelona y sus escritores a través de la mirada de un envejecido y jubilado Pepe Carvalho, el famoso detective de Vázquez Montalbán. Algunos relatos los firmó el novelista David Torres, colaborador de la revista, traducidos.

 

¿Se trata de una revista “de viajes” o es algo más?

 

Sí, algo más. Es una revista (en francés se habla de “revue” y no de “revista” que se puede traducir por “magazine”) con un único número anual por razones presupuestarias y de tiempo. El viaje se hace gracias a nuestros relatos insólitos, reportajes y textos de ficción, utilizando también el relato fotográfico o el dibujo (cómics). Hablamos de las realidades de los mundos mediterráneos: migraciones, medio ambiente, conflictos… pero también de bellas historias sencillas del presente o el pasado. Nuestros relatos tienen algo común: su durabilidad, al contrario que la “información-mercancía” de los medios de comunicación, del ruido mediático, lejos del tweet… Nuestro lema podría ser: aportar al lector evasión, reflexión y sueños, aunque parezca muy ambicioso. La región mediterránea sufre muchos conflictos, sobre todo en el sur y en Oriente Próximo: pobreza, dictaduras, fragmentación… no es un camino de rosas.

 

¿Por qué este nombre, “Gibraltar”?

Para los españoles, resulta extraño bautizar una revista en papel con el nombre de este trocito de imperio colonial británico plantando como una espina en el talón de España. Para un público francés, se refiere más al Estrecho, a la idea del viaje hacia el sur, como las aves migratorias. Da una idea de apertura, con una distancia tan mínima entre el continente europeo y África del Norte (12 km), y de cierre de las fronteras para protegerse de los pobres del sur que intentan llegar hasta la fortaleza europea para cambiar su destino. Esa era la primera idea…

 

¿Cómo decidió lanzarse al mundo editorial y por qué no optó por el formato digital?

Como periodista, las historias que proponía a las revistas parisinas no interesaban. Así que decidí crear una revista donde se hablaría del Mediterráneo, no con una visión turística o de tópicos (playas, sol y bien vivir). El reto era editar una revista en papel, gruesa (180 páginas), sin publicidad, apostando por la calidad y el placer de lectura, con un público reducido. A mi parecer, no existe mercado para una revista digital de este calado, al menos en Francia. También la idea era no ir al quiosco, ya en crisis (ahora es peor), para gestionar ejemplares no vendidos, sino ir a las librerías donde están los verdaderos lectores, tener suscriptores y suscitar el interés de las bibliotecas públicas. En cambio, Internet, con nuestra web, es fundamentales a la hora de comercializar y vender la revista ya que consigue fidelizar lectores mejor.

 

¿ Cuál es la clave que ha permitido llegar al décimo número ?

Muchos esfuerzos, la tozudez, mantener la calidad, los encuentros con escritores, periodistas e autores, buscar relatos y un largo etc. También las ayudas públicas hacen que aún permanezcamos, las del Centro nacional del libro (CNL, ministerio de Cultura) en París y de la Región Occitania, donde vivo, por parte de Occitanie Livre et Lecture. Representan de 25 a 30 % del presupuesto total.

 

¿Cuál es el alcance del anuario? ¿Cree que está bien distribuido?

La tirada es de 1500 a 2000 ejemplares con un precio de 17,50 euros. Los 3 o 4 primeros números hicimos tiradas superiores, pero nuestro mercado está ahí. No dependemos de un gran grupo y la promoción es más bien escasa en el pletórico mercado del libro. Optamos por el anuario a partir del tercer número. Aparecemos a finales de año como un objeto regalo de prestigio para Navidades. Quizás la distribución sea nuestro talón de Aquiles. Después de una experiencia decepcionante con una distribuidora de revista en Paris, llevamos ahora la distribución y los envíos desde 2016.

 

El diseño es sumamente atractivo. ¿Cómo lo logra?

Desde el principio, el diseño estaba en la hoja de ruta y para eso tengo a mi mano derecha, Guy de Guglielmi, el director artístico, que imagina soluciones gráficas para darle brillo a nuestros relatos.

 

¿Recuerda alguna anécdota a lo largo de estos diez números de Gibraltar que le gustaría compartir?

Cada número es una aventura. Recuerdo a un joven español que me presentaron en la Cinemateca de Toulouse durante el festival Cinespaña, Alejandro Pérez, de paso por Toulouse, que me contó sus hazañas por la sierra Sur de Córdoba, llevando una radio itinerante de pueblo en pueblo por la Andalucía vacía. Dos chicos con un carro tirado por una mula que se escapó varias veces. Cuando llegaban a un pueblo, la mula era toda una atracción para la gente mayor, ya que las habían conocido. Los dos jóvenes dormían en casa de los lugareños o bajo las estrellas, en el camino. Esta radio que hablaba de los habitantes, de las historias locales, de la guerra y de los maquis, me pareció un tema poético. Publicamos el relato con dibujos que encargué. La historia llamó la atención de una periodista de una gran emisora de radio nacional, Europe 1, que la comentó en su tertulia de prensa… También, un relato sobre la obra y la vida del dibujante catalán Josep Bartolí y su experiencia traumática de los campos en la arena, en Francia, durante la Retirada de los republicanos en febrero del 1939, inspiró la película Josep que tuvo éxito aquí. El número está casi agotado.

 

¿Cree posible el acercamiento entre culturas o, por el contrario, piensa que cada vez se alejan más las unas de las otras?

La revista Gibraltar tiene por subtítulo Un puente entre dos mundos, símbolo de dos continentes, culturas y pueblos próximos y alejados a la vez. Soy más pesimista que cuando creamos la revista. Vivimos una época revuelta donde lo digital permite un acceso casi sin límite a la cultura pero las redes sociales y los bulos traen, de manera paradójica, más incultura, ignorancia, intolerancia, interés por lo insignificante y más violencia verbal, sin hablar de las falsificaciones y manipulaciones. Me parece que vamos por mal camino, sobre todo la gente que no lee y solo mira Internet, redes sociales y la televisión basura. Nuestra pequeña aventura editorial intenta navegar en esta alta mar de malas olas haciendo soñar a los lectores que apuestan por un mundo más tolerante donde las diferencias son una riqueza y no un bulto. Una gota de esperanza en un océano de aguas turbias.

 

 Gibraltar

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Estela Puyuelo

LA PRESTIGIOSA POETA Y FILÓSOFA ESPAÑOLA ASEGURA: "PENSAMOS DEMASIADO"

LA ESCRITORA MEXICANA DE MAYOR PROYECCIÓN INTERNACIONAL LO TIENE CLARO: "LA VIOLENCIA NO ES ALGO INHERENTE A LA POBREZA"

LA REVISTA TAMBIÉN PUBLICA UN OPORTUNO ENSAYO DE IGNACIO PEYRÓ SOBRE LA SOLEDAD

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de marzo, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de notable interés:  Chantal Maillard y Fernanda Melchor. Sin duda, Maillard es una de las autoras más destacadas y originales de la poesía y el ensayismo español actual. Además, acaba de publicar su poesía reunida bajo el título “Lo que el pájaro bebe en la fuente y no es el agua”. Un volumen de casi 800 páginas que confirma la singularidad  de una escritura que arrancó hace casi tres décadas y con la que ha fundado un territorio híbrido, abierto, fronterizo, propicio a la reflexión sobre lo humano y lo no humano, lo personal y lo colectivo. Por su parte, Fernanda Melchor es una de las escritoras mexicanas de mayor proyección internacional de nuestros días y, con sus novelas más recientes, en las que analiza el fenómeno de la violencia y de cómo esta forma parte de la sociedad, ha obtenido una acogida espectacular por parte de la crítica y de los lectores. 

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

LA REVISTA RINDE HOMENAJE A ADAM ZAGAJEWSKI, JOAN MARGARIT Y BERNARD NOËL  
TAMBIÉN PUBLICA UN TEXTO INÉDITO DE EMMA CLINE, UNA DE LAS ESCRITORAS NORTEAMERICANAS DE MAYOR PROYECCIÓN INTERNACIONAL

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de marzo en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores de la literatura contemporánea: Adam Zagajewski, Joan Margarit y Bernard Noël. También ofrece, en primicia en español, un avance del nuevo libro de relatos de la escritora norteamericana Emma Cline, que con sólo tres libros publicados ha alcanzado una enorme proyección internacional.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Césped seco (2021) representa una novedad en el conjunto de la literatura publicada hasta la fecha por Joaquín Fabrellas (Jaén, 1975). A él le debemos una serie de libros de poemas —Estertor en las piedras (2003), Oficio de silencio (2003), Animal de humo (2005), No hay nada que huya (2014), República del aire (2015) y Metal (2017)—, amén de Clara incertidumbre (2017), una plaquette; todo ello precede a la novela El imposible lenguaje de la noche (2020). Césped seco supone la primera incursión de Fabrellas en el terreno del libro o la colección de relatos.

Ahora bien, dicha novedad no conlleva un alejamiento de determinados rasgos que se aprecian en el total de la obra del escritor. Uno de ellos diría que es el interés por el lenguaje, que enlaza con el desempeño de Fabrellas como crítico literario y profesor de Lengua Castellana y Literatura. En sus poemas este elemento cobra gran importancia, como en su reciente novela —antes mencionada—, y en Césped seco sigue explicitándose como un problema central. Ello se plasma en la expresión, que en este texto varía muy visiblemente de unos segmentos a otros. Así, pongo por caso, se consigue manejar con solvencia un registro lingüístico más técnico —ocurre en «Las cuerdas» (pp. 132-135)— con otro que se revela más cotidiano —de muestra sirve «Aeropuertos» (pp. 15-20)—. Con lo anterior figuran una «Carta que dirige Sancho a su Alteza Real, don Felipe III, rey de las Españas, monarca del mundo y del Orbe conocido» (pp. 43-48), donde se busca reproducir los hábitos lingüísticos de otra época, o un segmento, «En una sola oración estaba solo» (pp. 136-138), que, a modo de ejercicio estilístico, recoge una oración que, surgida de una compleja elaboración sintáctica, se extiende a lo largo de varias páginas. Tampoco puede descuidarse el interés por profundizar en la mente de los personajes, que se traduce en monólogos por los cuales discurren sus pensamientos —así en «Diario de un bróker» (pp. 38-40)—; igualmente, se acude al diálogo —por ejemplo, en «Viaje en auto» (pp. 95-98)—. Merece mención, asimismo, una elocuente entrevista realizada a un J. F., la cual se integra como un constituyente más en Césped seco, con la consiguiente modulación lingüística que todo ello requiere desde la perspectiva creadora.

Esta heterogeneidad se produce también en la articulación del texto, que congrega, según ha quedado esbozado, materiales de diverso tipo. Los segmentos que se presentan como de diario se entreveran con otros que hacen hincapié en aspectos geográficos o pictóricos, sucediéndose pasajes más narrativos con otros más reflexivos. En consecuencia, no extraña que, en alguna entrevista —lo he escuchado en esta: <https://cadenaser.com/audio/1644223545_386752/> [13/2/2022]—, Fabrellas haya comparado esta obra con una poliantea. Funciona Césped seco como un artefacto literario que congrega una enorme diversidad, lo cual permite apreciar la capacidad del escritor para desenvolverse con contenidos y formas distintos. A propósito de los misceláneos componentes, sirven para orientarse por ellos los siete apartados por los que se distribuyen: «Principios básicos de supervivencia» (pp. 13-40), «Philologica scientia» (pp. 41-66), «Geografía fingida» (pp. 67-79), «Arquitectura onírica» (pp. 81-98), «Farmacopea» (pp. 99-122), «Forzamientos léxico-somáticos» (pp. 123-155) e «Inlírica» (pp. 157-181). A su vez, no faltan las ilustraciones que acompañan al texto de Césped seco.

El carácter de poliantea del volumen se refuerza cuando este se observa en relación con los conocimientos que recoge y que ponen de relieve el bagaje de lecturas de Fabrellas. Las notas alrededor de un cuadro de Hopper resultan en este sentido paradigmáticas —se leen en «Pintando luz eléctrica. Sobre Room in New York, Edward Hopper, 1931» (pp. 83-87)— y casan con la conexión de Césped seco con manifestaciones discursivas no solo textuales o pictóricas. Cabe destacar que su título procede de una canción de Los Enemigos o que, poco antes de finalizar el libro, se muestra una lista con la música que se ha escuchado durante su escritura. La incidencia de la música se hace muy notable en El imposible lenguaje de la noche y en el conjunto de la obra poética del escritor, con lo cual no sorprende su relevancia aquí. En efecto, se dan cita en el texto numerosas referencias culturales y se aprecian importantes influencias, unas más explícitas que otras.

Sin embargo, los modelos no impiden el logro de un resultado original, que toma de cada uno lo necesario, y que se encuadra con coherencia en una producción literaria, como es la de Joaquín Fabrellas, en la que percibo una organicidad en torno a la cual sigue creciendo.

 

 

Joaquín Fabrellas, Césped seco, Versátiles Editorial, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro Mármol Ávila

María Paz Guerrero (Bogotá,1982) —Licenciada en Literatura por la Universidad de Los Andes, posgrado en Literatura comparada en la Sorbonne Nouvelle de París y doctorando en la Universidad de Zaragoza—, es profesora de Creación Literaria en la Universidad Central de Bogotá, siendo autora de los poemarios Dios también es una perra (Cajón de Sastre, 2018), Los analfabetas (La Jaula Publicaciones, 2020), y también de la selección y prólogo de La Generación sin Nombre. Una antología (Universidad Central, 2019) y del ensayo El dolor de estar vivo en Los poemas póstumos de César Vallejo (Universidad de Los Andes, 2006). Algunos de sus poemas aparecen en las antologías Pájaros de sombra (Vaso Roto, 2019) y Moradas interiores. Cuatro poetas colombianas (Universidad Javeriana, 2016).

De naturaleza inconformista, la autora no se queda en los hallazgos habidos, ni trata de repetir sus logros anteriores, sino que sigue sondeando el espacio en el papel  y en la palabra como una gimnasta concentrada en el vuelo de un giro imprevisto, antigravitatorio. Esta nueva propuesta, Lengua rosa afuera, gata ciega (Himpar Ediciones, 2021), es un poemario que se mueve en dos bloques, el primero de ellos conforma un micromundo doméstico que incluye a la gata y una lora, una habitación abierta a la salsa y al bullicio del silencio más íntimo, un silencio confinado que se desborda en resonancias, mientras que en la segunda parte se produce un desdoble en el que hay una observación, en el que se congela y agita una agonía, una angustia, un ritmo palpitante. Este nuevo título, de apariencia continuista con respecto al estilo desarrollado en sus trabajos anteriores, se aleja levemente de aquellas obras, como si la autora quisiera avanzar paso a paso, evolucionar, confirmar ese desafío a la construcción tradicional para levantar una proposición distinta, una distopía en el lenguaje que no quiere el Edén de un micrograma perfecto, sino que se lanza al choque directo a través de una escritura rítmica e indómita, liberada de la pesadez, del aburrimiento de cualquier convencionalismo. Así, el libro suena a poema único, a tantra que se despliega asimétricamente, rítmica y (anti)coherentemente, avanzando en ciclos, como si emulara el juego de imágenes y espejos de un praxinoscopio en el que la gata es una imagen especular: un tú del yo, un yo ido, un yo ya en tercera persona…, una otredad íntima. Los parpadeos generados por el haz de versos al chocar con la retina generan una sonoridad, nos ciegan con su contraste entre lo delicado y la crudeza: la animalidad de la palabra más vernácula y ruda al lado justo de la belleza. Y es que la violencia está inscrita en la naturaleza de esta obra, quizá como epítome simbólico de la que se vive en las calles colombianas, como parte de un compromiso de clase, de pueblo, de penuria, de una labilidad —felina y desamparada— que sabe pedir su “carnita”.

En la factura de los versos de Guerrero hay siempre una intención exploratoria, vanguardista, que ataca los cimientos del lenguaje para encontrar la expresión que pueda designar atravesando las costuras con las que se confecciona la escritura estereotipada, escritura hecha ya a los andares de un pensamiento y, por tanto, desgastada por el uso diario. En la arquitectura textual de Guerrero hay indagación y agitación, conforma una perturbación en el ritmo de la lluvia, es transgresión libertadora, mueca surreal, es certidumbre y turbación, desarreglo y enumeración desbocadamente asertiva.

El poemario no elude ni el tiempo ni las condiciones presentes y, así, se cuela en él la agónica perturbación de la insistente actualización que exigen las redes sociales, manifiesta querer ser sentida —recalco: sentida, no comprendida, digerida…—. En el texto se cruzan voces, sonidos, canturreos, mientras que la gata ciega tantea el mundo y, tal vez, en sus colisiones busque también encontrarle propósito, pero ni caza ni saca las uñas, sino que expone la lengua por placer (o como burla). En él, surgen los términos encadenados por una pulsión, más que surrealista, dadaísta. La tesitura de estos poemas es sintónica y estocástica, como si a la orquesta la dirigiera un algoritmo que construyese un verso imprevisible, imparable. Así hay una vaca y sobre ésta un ternero y sobre éste una cabra y sobre aquélla se alza la gata ciega y coronándolo todo aún hay una lora que completa el tótem, iconografía que remonta ante nosotros desde la página en blanco en forma de estructura viva desde la que la repetición cacarea, pues volar es eso: “insistir: aletear rudamente”. La musicalidad se dibuja en los ciclos, en lo ciclónico, en el obsesivo martilleo del compás en el que van colocándose las piezas, los pequeños bloques que van armando una estructura en el aire con un palo para que ande hablando Roberta (la lora), cuya función histriónica contrapesa un cierto miedo vital: “vamos a tener un corazón sin semilla/ un mioma bondadoso/ una absoluta necesidad de respiración”, versos que preceden la llegada de la segunda parte del poemario, “Apnea”, donde se despliega una escritura que aceza ante la fragilidad de la existencia: “somos un cuerpo que se dio un totazo/ nos salió un chichón, más que un chichón/ un cuerpo que se abrió la múcura en dos”. La identificación con un cuerpo roto, muriente —mientras la salsa de Henry Fiol se cuela entre los versos— tal vez busque “reventar ojos brutales”, cegar también al lector pues éste es un estertor íntimo que brota de la garganta de la pitia con la voz ronca de la gata ciega transmutada en Tiresias, y cuyo criptograma profético pretende esclarecer lo que el instante —insignificante, ya víctima del pasado— viene a ofrecernos: “rondando por el piso/ todos los turbados al lado tuyo/ callados, / todos ojos precipicios”.

La escritura de Guerrero conforma, más allá del tópico, una voz genuina que se identifica claramente entre los ecos de las voces corales, recurrentes, una poética que usa la intuición y la ideación, el recuerdo y la imaginación como faca con la que extirpar los abscesos de una poesía banal y proponer un verso nuevo y desafiante, una poesía que pretende no traicionar a la creación en estado puro. En la lectura de estos textos, se aprecia un trabajo, un esmero en la sencillez aparente, en el ritmo, en el mestizaje que respete el grito de rebeldía, la proclama identitaria de quienes son cultura sin colonizaciones. Es una poesía que nace en Colombia pero que es mundo, es territorio de proclamación de independencia, pero también de la tradición rupturista, implementando una disrupción en el flujo del lenguaje para provocar una descarga inesperada de sentido. Ante el lector se abre una voz que percute contra la piel de las letras contemporáneas con un ritmo y un tacto nuevos, cuya resonancia es profunda y permanece como la de un canturreo: “alalalelalale".

 

María Paz Guerrero, Lengua rosa afuera, gata ciega. Bogotá, Himpar Ediciones,  2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

3 de febrero de 2022

Marco Tulio Cicerón es probablemente el más prolífico polígrafo de la literatura latina, y sin duda el autor, gracias a su fama durante siglos, del que se conserva un mayor número de obras, completas o fragmentarias: cientos de cartas personales tanto a su gran amigo Ático como a familiares y a otros amigos; tratados de retórica y de filosofía; escritos en los que refleja su pensamiento político; discursos pronunciados en los tres ámbitos en los que era posible poner en práctica la oratoria en Roma: en el senado, ante el pueblo y en los tribunales de justicia. Tal volumen de literatura conservada hasta nuestros días convierte necesariamente a Cicerón en nuestra principal fuente de información para el siglo I a.C. en el que el Arpinate vivió e hizo política, hasta el punto de que, en ocasiones, llegamos a referirnos a esa época como el ‘período ciceroniano’, lo cual no deja de ser una simplificación engañosa, porque Cicerón no fue ni el personaje más decisivo ni el más influyente de aquel tiempo, además de que hay que ser consciente de que ver los acontecimientos acaecidos entonces a través de los ojos ciceronianos es percibirlos mediante el filtro ideológico de quien defendía un determinado modelo de República romana, el que le favorecía a él como gran propietario y a los ricos (locupletes) que, como él mismo afirma, formaban el grupo social al que quería representar.

 

Es por ello fácilmente comprensible que la bibliografía moderna sobre Cicerón sea ingente y, por lo tanto, totalmente inaprehensible, no sólo para aficionados a la historia, sino también para los profesionales que se dedican a ella. Cada año se publican decenas de artículos y libros que analizan hasta el máximo detalle la obra ciceroniana e intentan aportar conclusiones novedosas sobre ella. El personaje es incluso utilizado provechosamente como instrumento para comparar su pensamiento con la política actual, como demuestra el éxito que ha tenido en su giras por España en los últimos años la obra Viejo amigo Cicerón, escrita por Ernesto Caballero y protagonizada por el excelente actor José María Pou.

 

No es por lo tanto sencillo aportar novedades, ni sobre Cicerón ni sobre su obra, cualquiera sea el idioma en que se escriba. Por esa razón resulta de especial interés el libro que ha publicado en 2020 Fernando Romo Feito, en una muy cuidada edición de Biblioteca La Oficina. Con el título Marco Tulio Cicerón: una voz olvidada. Textos públicos y privados, Fernando Romo ha realizado una crestomatía para la que ha seleccionado con gran acierto un centenar de textos ciceronianos de los que realiza en cada caso una excelente traducción, así como una introducción breve pero rigurosa a cada una de las obras elegidas y una más amplia sobre el personaje con la que comienza el libro.

 

El volumen está organizado en géneros literarios, y en él están incluidos de manera consecuente todos aquéllos de los que se ocupó Cicerón. De hecho, Fernando Romo comienza el libro con fragmentos de la obra poética ciceroniana, muy poco conocida en realidad y aparentemente no demasiado apreciada ya en la Antigüedad, si tomamos en consideración este cruel pasaje de Tácito: “Pues hicieron (*se refiere a César y a Bruto) también poemas que se guardan en las bibliotecas, no mejor que Cicerón, pero sí con más fortuna, porque menos gente sabe que los hicieron” (Tácito, Diálogo sobre los oradores 21). Por el contrario, si algo dio fama a Cicerón fue su afilada y precisa oratoria, y a ella están dedicada las páginas que siguen, en primer lugar a algunos de sus discursos, después a sus principales obras retóricas. De manera inteligente, Fernando Romo ha dispuesto los fragmentos de discursos que ha elegido de acuerdo con el que debía ser el orden en el que un orador había de organizar su alocución, de modo que proporciona así una idea cabal de la práctica oratoria romana y de la habilidad de Cicerón en ese campo.

 

En el libro aparecen a continuación pasajes de las dos principales obras que reflejan el pensamiento político ciceroniano, De la República y De las leyes, a los que sigue un amplio espacio dedicado al género epistolar, con cartas sobre todo dirigidas a Ático, amigo y casi confesor de Cicerón, pero también a otros personajes de la época, más o menos importantes desde el punto de vista histórico pero que formaban parte del extenso elenco de relaciones personales del Arpinate. Como muchos otros aristócratas en aquel tiempo, Cicerón dedicaba una parte destacada del día a dictar cartas, sobre todo cuando no estaba presente en Roma: en ausencia de un servicio postal oficial y público, el ir y venir de correos privados se antoja constante. En ocasiones es posible ver ese trasiego en sus cartas, cuando el mismo Cicerón afirma que ha enviado y recibido varias epístolas en el transcurso de apenas unas horas, incluso cuando se encuentra en tránsito de un lugar a otro de Italia o en algún punto del vasto Imperio romano. Con su, de nuevo, excelente selección de cartas, Fernando Romo logra transmitir de manera adecuada la importancia de ese género epistolar en la vida de un romano de la aristocracia, así como el elegante lenguaje, cortés o firme, según las circunstancias, empleado por Cicerón en sus cartas.

 

La última parte del volumen está dedicada a la obra filosófica de Cicerón. En realidad, el propio autor de la crestomatía pone entre interrogantes la palabra ‘filósofo’ aplicada al Arpinate, del que afirma con razón que “carece de talento especulativo; no tiene ninguna pregunta de gran calado, propia y específica, que hacerse” (p. 249). Ciertamente el ecléctico Cicerón no pasó a la historia por sus aportaciones filosóficas. Sin embargo, su contribución fue importante para trasladar a la lengua latina y, en definitiva, a un público más amplio en el mundo romano algunas de las principales ideas filosóficas griegas, de las que él fue ante todo un transmisor erudito. El libro se cierra con algunos pasajes de las obras menores ciceronianas, así como con un útil índice de conceptos y personajes.

 

En definitiva, el libro ofrece una excelente introducción a la literatura ciceroniana, pero también al personaje y, con él, al tiempo en el que vivió y escribió. Fernando Romo demuestra un extraordinario conocimiento de la compleja obra ciceroniana y de su lenguaje, no siempre fácil de traducir e interpretar, pero del que él ofrece traducciones de gran calidad. Se trata, por lo tanto, de un excelente volumen para acceder al universo ciceroniano por el que no cabe sino felicitar a su autor por la calidad de su esfuerzo y a la editorial por su iniciativa y por su buen trabajo.

 

 

Marco Tulio Cicerón: una voz olvidada. Textos públicos y privados, Edición, traducción e introducción de Fernando Romo Feito, Biblioteca La Oficina, 2020.

Escrito en Sólo Digital Turia por Francisco Pina

Haiku, dícese de esa composición japonesa que consta de tres versos (cinco, siete y cinco sílabas) de temática paisajística, austera, y sutil. Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950), dícese de un poeta de extrema exquisitez, ducho en asuntos clásicos, diestro en los cinéfilos, de voz y aliento blasonados por la belleza. En la intersección de ambos, la maravilla: Haikus completos (1972-2021), publicados por Los Libros del Mississippi. Segunda edición, ampliada y revisada.

 

“En Occidente somos omnívoros e incorporamos a nuestro acervo cultural cualquier cosa ajena, con tal que nos resulte atractiva”

- ¿Qué tiene esta composición, el haiku, que, estando imbricado en el modo de vida y en la sensibilidad orientales, tan diferentes a las nuestras, suscita tanto interés entre los poetas (Borges, Valente, Panero, Machado, Gómez de la Serna, Paz…)?

- Desde el modernismo, el haiku japonés goza de gran predicamento en las letras occidentales. En nuestros pagos se traiciona el espíritu original del haiku, que ha de versar sobre el paso de las estaciones y surgir de la contemplación de la naturaleza, pero al mismo tiempo se amplía su radio de acción argumental, dando paso a cualquier tema posible, sin restricciones de ninguna clase. Y en castellano, esa traición se lleva al terreno formal, dada su semejanza con la segunda parte de la seguidilla española (5/7/5), que tiene la misma métrica que el haiku, pero rimando en asonante el primero y el tercer verso, cosa que no ocurre en japonés, que evita cualquier tipo de rima entre los tres versos del haiku. Como ejercicio poético, presenta un interés innegable, y ya se sabe que en Occidente somos omnívoros e incorporamos a nuestro acervo cultural cualquier cosa ajena, con tal que nos resulte atractiva.

 

“El haiku exige tranquilidad en su proceso creativo”

- La condensación que requiere el haiku, ¿sirve para cualquier estado de ánimo?

- En mi caso, asocio la escritura de haikus a momentos de calma, de reflexión, de ausencia de estrés. Lo cual no quiere decir que entienda el haiku como una especie de tranquilizante, pero sí como algo que exige tranquilidad en su proceso creativo.

- Es curioso que haya sido esta una fórmula poética muy poco utilizada por mujeres, ¿se le ocurre por qué?

- No tengo yo conciencia de ese hecho. Mi entorno está lleno de mujeres que escriben haikus. Para mí es una estrofa muy femenina. Pero puede ser una percepción subjetiva basada en mi contexto personal. Ni más ni menos que eso.

 

“Mi poesía no rehuye la media distancia”

- En poesía, ¿cuándo ser breve y cuándo extenderse?

- No hay reglas para escribir poemas breves o poemas largos. Mi poesía tiende a la brevedad por lo que tiene de epigramática, pero no rehúye la media distancia.

- ¿Escucha, más que habla, el haiku?

- No. El haiku habla, dice, cuenta. Pero lo hace en voz baja, susurrando. Tuvo su tiempo de escucha antes de ser escrito. Pero, una vez compuesto, habla.

- “Sangre bajo la nieve. / Y el grial escondido / bajo la túnica”. ¿Cuál es el grial para Luis Alberto de Cuenca y qué poderes concede?

- Mi grial es el de siempre: la copa que utilizó Jesús en su última cena. Concede el superpoder por excelencia, repartido en la posesión de las tres virtudes teologales: el amor, la fe y la esperanza.

 

“La voluntad, el esfuerzo y la perseverancia son la forja donde se templa el heroísmo”

- Perceval, Ulises, Superman, Juana de Arco… ¿cuánto de azar y cuánto de voluntad hacen al héroe?

- La voluntad, el esfuerzo y la perseverancia son la forja donde se templa el heroísmo. El azar rige la existencia de los seres humanos del montón, no la de los héroes.

 

“Hay que atarse al mástil de la bondad y la belleza”

- Ya que he mencionado a Ulises… ¿Qué música enloquece a Luis Alberto de Cuenca?

- La de las Sirenas, como a Ulises. Por eso hay que atarse al mástil de la bondad y la belleza para salir indemne de su canto.

- Si para Freud la vida se reduce a sexo y comida, como recuerda en uno de sus haikus, ¿para usted?

- ¡Dentro del sexo y la comida hay tantísimas maravillas! La reducción a dos conceptos es puramente metodológica, pero muy real y muy práctica desde un punto de vista didáctico. También los mandamientos de la ley divina se reducen a dos: amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a uno mismo.

 

“Soy mucho más matinal que vespertino”

- El sol preside buena parte de estos poemas, ¿prefiere el alba al crepúsculo?

- Sin la más mínima duda. El alba siempre antes que el crepúsculo. En la Odisea, por ejemplo, casi todo lo importante que pasa ocurre en las primeras horas de la mañana. Yo soy mucho más matinal que vespertino.

- Y luego esa imagen poderosa, «el Tigre Impar». ¿Es el tigre su animal totémico?

- La imagen del Tigre Impar no es mía, sino de mi llorado amigo Manuel Lara Cantizani, a quien va dedicada esta segunda edición de mis Haikus completos. Fue él quien inventó al Tigre Impar. Yo me he limitado a seguir sus huellas en la nieve, porque me da la impresión de que el Tigre Impar es más un tigre siberiano, de los que viven en la frontera entre la Federación Rusa y China, que un tigre de Bengala de los que salen en los cuentos de Kipling. Pero es solo una impresión personal. Manolo Lara nunca me lo dijo.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

 

Hoja del viento, editado por Tres Molins y traducido por Helena Cortés, reúne una selección bilingüe de la poesía de la polaca Mascha Kaléko (1907, Chrzanów - 1975, Zúrich) en la que podemos encontrar tanto versos de corte cabaretero y provocador, a otros en los que la pérdida del hogar, el desarraigo y exilio respiran con una hondura comparable a los que encontramos al final de su vida, cuando ha perdido ya todo, marido e hijo incluidos. Su editora, Cecilia Dreymüller, nos da algunas claves de esta mujer que sorprendió al mismísimo Heidegger.

 

- ¿Por qué decidió editar a Mascha?

- Bueno, aquí el mérito no es para nada mío: la iniciativa de la antología de poesía de Mascha Kaléko venía de Helena Cortés, la traductora. Pero cuando me la propuso, en seguida le dije que sí porque es una poesía que siempre me ha acompañado. Era una poeta bastante popular en Alemania en mi juventud. Y lo sigue siendo, gracias a las versiones musicales de diversos cantautoras y cantautores (remito a los lectores a las más recientes de Dota Kehr).

 

- Lo primero que sorprende leyendo a esta poeta es el gracejo de sus versos, la vitalidad de los mismos en comparación con algunos momentos de su vida, durísimos (el exilio forzoso, por ejemplo). ¿Es una impostura, un mecanismo de supervivencia, una disposición de ánimo intrínseca?

- No, impostura seguro que no. Pero un mecanismo de supervivencia, probablemente. Aunque creo que sobre todo era una cuestión de carácter y de ánimo. Mascha Kaléko era una persona de una enorme vitalidad y de una gran firmeza de carácter. A esto se añade un conocimiento muy temprano de las durezas de la vida, del lado menos favorable del ser humano. Era judía y se había criado en un entorno judío, un shtetl de un pueblo polaco, en la zona de habla alemana de Galitzia (Polonia no existía como estado entonces). Y justo allí, en este mundo de tradiciones judías mezcladas con la cultura austriaca -la madre era austriaca-, y organización prusiana, irrumpe en 1909 el antisemitismo más feroz. La familia consigue huir de los pogromos y se instala en Marburgo, cerca de Frankfurt. Pero, al estallar la Primera Guerra Mundial, al padre -que es ruso- le internan en un campo como enemigo extranjero. O sea que Mascha aprende desde muy pequeña lo que significa tener que abandonarlo todo, ser una extraña y víctima del odio racista. Aparte de tener que ayudar a su madre a cuidar de sus cinco hermanos. Eso la convirtió en una adolescente muy precoz y en una joven que en el Berlín de los años veinte sólo tenía que dar con una forma de expresión adecuada que encuentra en la poesía, la poesía surrealista, con sus cuestionamientos y burlas de todos y todo, y la poesía que entonces está surgiendo, la de la llamada Nueva Objetividad.   

 

- También encontramos un punto descarado en sus versos, que nos remiten a la Alemania más cabaretera, más de celebración que de denuncia…

- Sí, desde luego, la frescura y el desparpajo, la burla y la auto-ironía llaman la atención en sus poemas. Son, junto con el enfoque urbano, muy característicos para esa poesía de finales de los años veinte, principios de los treinta, de la corriente de la Nueva Objetividad. Y por supuesto influyen en su escritura sus trabajos en los cabarets berlineses y para las chansonnières berlinesas. Kaléko empezó su trayectoria literaria en los pequeños escenarios y en la radio, cantando sus propios chansons o escribiendo letras para chansonnières tan famosas como Claire Waldoff o Rosa Valetti. 

 

- ¿Qué tenían los «poemas de los lunes» que calaron tanto y de tal modo en las clases más populares?

- Creo que lo que en ese momento atraía a los lectores era el hecho de que se pronunciaba en ellos una mujer que formaba parte de esta nueva generación de mujeres independientes que trabajaban y ganaban su propio dinero. Kurt Tucholsky, admirador de la poesía de Kaléko o Erich Kästner, su mentor, habían retratado en sus poemas ya antes el gris día a día de las masas obreras en las grandes ciudades, pero lo novedoso era la mirada femenina y… el sujeto femenino. En los «poemas de los lunes» de Kaléko se describe el lunes de la taquígrafa o de la dependienta, que el fin de semana visita por su cuenta bares y cafés, que lleva una vida nocturna y una vida amorosa, algo inaudito antes para una mujer. Todo esto escrito con levedad, como en un apunte, con sencillez y gracia, en un lenguaje que usa coloquialismos y que cala ese típico desenfadado tono berlinés de la época.

 

- ¿Qué representa Mascha en la literatura alemana de segunda mitad del XX?

- Ella no fue ni pretendió ser ninguna innovadora –así, por cierto, se llama un poema suyo-, pero sí la primera poeta que dio de lleno con los temas, con el espíritu de la época y que respondió de forma activa, divertida, a veces brillante y como mujer independiente. 

 

- ¿De qué modo «convirtió su vida en poesía» tal y como afirma de ella el crítico literario Marcel Reich-Ranicki?

- En el sentido literal de la palabra. Esto, además, se confirma plenamente en nuestra antología, ya que Helena Cortés la ha presentado cronológicamente, así que se pueden seguir las estaciones de sus sucesivos exilios. Porque ella recoge en sus poemas sus vivencias como en un cuaderno. De hecho, su primer libro, de 1932, se titula justamente Cuaderno de taquigrafía lírica. Y no deja de escribir poemas cuando tiene que abandonar Alemania y buscar refugio en EE.UU, ni cuando emigra al final desde allí con su marido a Israel. 

 

- ¿Cuánto de sumisa y rebelde encontramos en Mascha?

- Desde luego, la mujer rebelde predomina. No se encuentra nada de sumisión en sus poemas, al menos no si distinguimos la devoción amorosa de la sumisión. Kaléko escribe con una gran conciencia de las libertades que se ha conquistado y que la vida urbana pone al alcance de las mujeres en ese momento, precisamente por haberse criado en un entorno muy conservador. Que una mujer educada en la tradición judía, casada con un estudioso judío, vistiera pantalones y cantara en un cabaret suponía una transgresión enorme. Kaléko, sin embargo, por muy rebelde que sea, no reniega de sus orígenes. Simplemente reclama su libertad individual y la defiende. Y la proclama para las demás. También hay que tener en cuenta que la sociedad alemana de la época de Weimar era infinitamente más tolerante, y más abierta que la de hoy. Y por eso, los poemas de Kaléko nos parecen todavía hoy tan frescos y estimulantes. 

 

- ¿De qué modo la marcó su estancia en Israel, en un contexto en el que no podía acceder a la palabra, al desconocer el idioma?

- Cuando Kaléko abandona en 1960 Nueva York, donde había participada muy activamente en la vida cultural, donde hasta había publicado en 1945 en alemán un nuevo poemario, lo hace por amor a su marido quien en Israel tenía más posibilidades profesionales como compositor y musicólogo. Pero el traslado la desarraigó una tercera vez y, hay que decirlo, trágicamente, porque la separó definitivamente de su lengua literaria, el alemán. Nunca llegó a aprender lo suficiente hebreo para poder salir del aislamiento lingüístico y cultural que le suponía la vida en Jerusalén. 

 

- Hay una presencia de lo religioso en sus poemas, pero sin la responsabilidad de otros autores judíos como Jabès o Weill, ¿cuál era su relación con la fe?

- Kaléko era atea, pero, como ya he dicho, no renegaba de su origen cultural-religioso. Probablemente, en casa con su marido seguía las tradiciones judías, igual que nosotros seguimos las cristianas sin necesariamente sentirnos vinculados a la religión. Ella tematiza el destino judío del siglo XX, la expulsión, la pérdida del hogar, el exilio, pero nunca se refiere a la fe. Al contrario de tantos otros autores, otras autoras judías -mencionas a Simone Weill o Edmond Jabés, pero también pienso en Walter Benjamin o Else Lasker-Schüler, en las poetas alemanas Nelly Sachs, Gertrud Kolmar o Hilde Domin, que venían de un entorno completamente asimilado a la cultura burguesa alemana y que ignoraba en buena medida la cultura judía-, Kaléko estaba impregnada de ella.

 

- Salvando las distancias, sus poemas, esa veta más tierna, más dirigida a lo infantil, ¿no recuerda un tanto a Gloria Fuertes o a Szymborska?

- Me parece que no. Y tampoco tienen sus poemas para niños tanta presencia en la obra como en la de Gloria Fuertes, por ejemplo. Kaléko, que tiene su hijo con Chemjo Vinaver en Alemania, empieza a cultivar este género en EE.UU, principalmente porque se vendía bien y ella mantenía la familia económicamente a flote con su pluma.  

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

28 de enero de 2022

            Nueve cuentos chinos y uno de Cortázar es un libro de relatos que, como perfectamente señala Alfredo Saldaña en la contraportada, se posiciona “frente a la literatura kleenex para devolver al texto literario el protagonismo que nunca debió perder”. Porque, aunque es un libro de relatos, mejor de cuentos, de cuentos chinos, porque a veces el lector tiene la sensación de que le están contando un cuento chino, un cuento chino que, sin embargo, no pierde la referencia a la realidad en la cual se inserta espacialmente el relato. En este punto, deberíamos retomar el debate sobre verdad y verismo y recordar que la literatura, incluso la realista, es verista, transmuta la realidad en ilusión de realidad, y ese es el paso entre la vida y el arte, la transformación mediante mecanismos estéticos del universo que nos rodea en materia creativa y creada. Solo así, podemos dejarnos embaucar por la brillante apuesta que el autor nos propone y que no es otra que recorrer de su mano una cautivadora imaginación, repito, verista.

            Dos constantes mantiene el libro: una exquisita ironía, el señor Mas, protagonista de “Cambio de hora” le dirá al señor Bell C. Booth cuando estén hablando de la transacción de alma: “No sea susceptible, señor Bell C. Booth. A fin de cuentas, el sentido del humor es la única arma que tenemos los seres humanos para enfrentarnos a nuestro destino. Riéndome de usted me río de mí mismo” (p. 85); y una ubicación espacio-temporal muy concreta: Barrio Chino de Barcelona, década, estirada en algún relato como “Oficios” o “En las manos” de los setenta.

            Con la ironía consigue Domènech que la dureza de una realidad excesivamente prosaica, triste y dura cual era la vida en el antiguo Barrio Chino de Barcelona, se digiera con una sonrisa y nos sitúe, como haría el propio Cortázar, en ese límite en el que el lector no sabe a ciencia cierta en qué lado del espejo lo ha situado el narrador. Y eso es la literatura de Domènech, un pacto sellado en el límite de lo real y lo fantástico que enfrenta al lector a asumir el reto de desvelar las tripas de un mundo que quizá, sin esa carga irónica, no quedaría más remedio que narrarlo desde una perspectiva tremendista. Asumimos, pues, en cada uno de los relatos el pleno compromiso narrativo con la propuesta del autor, y lo brillante de ese compromiso con el texto es que lo hacemos de forma natural sin cuestionarnos ni por una sola vez  que de una bolsa mágica del tamaño de una mano pueda salir una cerámica de Lladró.

            La otra constante del libro es, como se ha dicho, la ubicación espacio-temporal de las historias en un microcosmos específico, un mundo que barrió el viento de la modernidad –el paso de las Olimpiadas por la ciudad, como dirá Paquito –protagonista de “Oficios”, casi una novela breve al narrar la vida de éxito de un diseñador/fabricante de bragas-, en su regreso como *************, aunque hoy, frente a la Filmoteca, en la calle Robadors, todavía pueda verse la última isla de aquel mundo –una oportunidad para nostálgicos. Es la Barcelona de la década de los setenta en su barrio más denigrado y marginal, es lógico, pues, que las prostitutas, los proxenetas, los chorizos de medio pelo pululen entre unas calles que los acogen a todos sin preguntar a nadie quién eres, qué haces, pero sí, qué quieres. “Suzanne” nos presenta en tono ácido y apenas sin concesiones las tripas y el corazón de lo peor de las gentes que no habitan en él, pero sí que hacen del barrio su centro de operaciones. No hay nostalgia, pero sí una cálida solidaridad con los más indefensos, con los que habitan allí, porque allí la vida los ha aparcado. “Greyhound” y “Céntrico”, en realidad dos relatos sutilmente unidos por el protagonista, son, quizá, aquellos en los que esta manifestación aparece de un modo más ostensible. También “Las manos”, que sucede cuando el Barrio Chino es más Raval que Chino, es un relato demoledor, pero esperanzado con quienes razones étnicas y culturales dejan fuera de los espacios comunes.

            Ya no constante, pero sí una clara voluntad desmitificadora y revisionista prevalece en los cuentos en los que la ironía se engrandece hasta convertirse en humor inteligente, un humor que nos dibuja la sonrisa que nos va a acompañar durante toda la lectura. “Encanto” es una vuelta de tuerca a la rana/sapo que espera el beso de la princesa, mientras que “Hala di no” podría ser una digna pieza dentro del humor absurdo.  “Cambio de hora” es una soberbia reinterpretación de la venta del alma al diablo que puede servirnos para desvelar otra clave de los cuentos: la digresión, la reflexión, porque nada de lo que nos rodea puede comprenderse plenamente sin el ejercicio absolutamente imprescindible de poner en tela de juicio lo que captan los sentidos, y no porque los sentidos sean engañosos, sino porque solo son el instrumento de percepción de lo sensorial, de lo material que deviene  universal una vez pasado por el tamiz de la inteligencia, porque, repito, si algo caracteriza estos cuentos es la inteligencia con que están narrados y la apelación a nuestra consciencia, que no conciencia, que, sin tregua, ejerce el texto sobre nosotros.

            “Todos los juegos el juego”, con mucho sentido del humor le toma prestado el título al cuento de Cortázar para proponernos, primero un recorrido brevísimo por algunos de los cuentos más memorables del argentino y, segundo y más importante, una reescritura en clave “cortazariana” de uno de sus cuentos.

            En conclusión, cualquier lector puede acercarse felizmente a la lectura de este volumen porque la ironía, el sentido del humor, cierta nostalgia y una muy contenida sentimentalidad, permiten la fluidez y mantienen la tensión y la expectativa narrativa. Sí, es cierto lo dicho, pero hay un lector que no podrá olvidar jamás la lectura de estos cuentos, un lector que se identifique con las características del señor Mas y por las cuales el diablo está interesado en su alma: “Me interesan las personas que han alcanzado una concepción interesante de la realidad del mundo y con una imaginación fuera de lo común. También es importante la capacidad de comprender, de sentir, de adaptarse a los cambios, de jugar y de reírse de lo más serio, de escapar a las trampas de la lógica…” (p. 64). Así que, si crees que tu alma hubiera podido interesar al diablo, no lo dudes, este es tu libro, una lectura inteligente, irónica y con una extrema y cuidada precisión léxica. Y estas cualidades siempre se agradecen en estos tiempos en que la literatura fácil de consumo cierra las puertas a la literatura con mayúsculas.

 

 

Carlos Domènech Armadàs, Nueve cuentos chinos y uno de Cortázar, Zaragoza, Mira Editores, 2021.

                                                                                             

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Agunstín Faro

21 de enero de 2022

                    

Los estados febriles del espíritu convierten la vida -en ocasiones- en un lugar inhabitable, donde “cada día es una tregua entre dos noches”. Hay veces, sin embargo, en que los días se transforman en noches negrísimas donde la tregua ni siquiera es posible. Antes de abordar la obra de Stig Dagerman (1923-1954), es necesario leer un pequeño ensayo -publicado dos años antes de su muerte- titulado Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, una carta de despedida donde el autor expone, en apenas diez páginas, su inadaptación a la realidad y su imposibilidad de vivir. Comienza así: “Estoy desprovisto de fe y no puedo ser dichoso, ya que un hombre dichoso nunca llegará a temer que su vida sea un errar sin sentido hacia la muerte. Por eso no me atrevo a tirar la piedra ni a quien cree en cosas que yo dudo, ni a quien idolatra la duda como si esta no estuviera rodeada de tinieblas. Esta piedra me alcanzaría a mí mismo, ya que de una cosa estoy convencido: la necesidad de consuelo que tiene el ser humano es insaciable”.

Este autor escandinavo, nacido cerca de Estocolmo, y poco conocido todavía en España, puso fin a sus días, en la ciudad de Enebyberg, a los treinta y un años de edad. Y en apenas cinco -los que van de 1945 a 1949- escribió cuatro novelas, otras tantas obras de teatro, un sinfín de artículos de prensa, ensayos y poemas. El silencio de su último lustro de vida solo fue roto por el texto anteriormente citado: su testamento vital y literario.

Periodista vinculado a publicaciones de corte anarquista, Dagerman editó a los veinte años su primera novela, a la que siguieron otras tres de éxito notable. Se casó en 1943 y fue padre de dos hijos. Años más tarde se separaría de su mujer para casarse con una actriz. Nunca encontró consuelo en el amor. Su carácter depresivo, la autoexigencia que se imponía en su trabajo y su infancia desgraciada (la madre murió siendo él un niño) forjaron una personalidad -en palabras de Federica Montseny- incapaz de luchar con y por la vida. “Era un joven taciturno, que en todas partes se sentía extraño. Solo era feliz en su estudio, lleno de libros y cuadros, rodeado de bosque”. La escritura no fue otra cosa para él sino un imperativo desde el que traducir sus estados de ánimo: esa soledad devastadora, implacable. Su ascenso al olimpo de las letras suecas fue tan rápido que, cuando se percató de que no sería capaz de alumbrar más páginas memorables, enmudeció.

Su última obra maestra, publicada en 1947, se titula Otoño alemán y consta de trece reportajes que el autor escribió cuando su periódico -Expressen- lo envió a Alemania para registrar el estado del país tras la Segunda Guerra Mundial. Estas excelentes crónicas -lúcidamente críticas, políticamente incorrectas- constituyen una de las mejores lecciones de periodismo narrativo de todos los tiempos, amén de un testimonio solidario y compasivo absolutamente desgarrador.

La primera de ellas -la que da título al conjunto- describe la llegada a la región de Ruhr de trenes llenos de refugiados, “gente andrajosa, hambrienta y no grata que se apretuja en la oscuridad pestilente de la estación ferroviaria”.  El joven periodista -23 años cuenta Dagerman cuando escribe estos reportajes- viaja más tarde a Berlín, Múnich y Colonia: ciudades completamente asoladas por la guerra. El reportero observa iglesias derruidas, fábricas arrasadas, catedrales que tienen “una herida roja de ladrillos que parece sangrar cuando anochece”. La mirada del escritor, que atraviesa el país en trenes atestados de expatriados, documenta los vestigios de ese mundo en ruinas con una precisión fotográfica, el ritmo de una prosa exquisita y la belleza lacerante de la mejor poesía.

El panorama de la Alemania de la época no podía ser más desolador. Pobreza y miseria, desgracia y penuria se dan la mano en cada una de estas páginas. Y, en esa tesitura, las diferencias sociales se agudizan: mientras las personas más pobres viven en sótanos y cárceles abandonadas, los poderosos lo hacen en sus antiguas residencias, y aunque la sangría bélica “no hizo distinción de clases -arguye la burguesía- las cuentas corrientes no fueron bombardeadas”, ironiza el autor. La precariedad de la población civil es tan extrema que, en la localidad de Essen, hay trenes varados que transportan a centenares de evacuados que sobreviven tomando una sopa diaria. A lo largo del volumen, Dagerman se entrevista con maestras y escritores, con jóvenes desnortados y ancianos, asiste a las primeras elecciones democráticas y a grotescos juicios de desnazificación que, insidiosamente, hurgan en el dolor de los vencidos.

Stig Dagerman, el joven prodigio de las letras escandinavas, nos legó en los reportajes de Otoño alemán un relato conmovedor de la decadencia humana, una lúcida reflexión sobre el odio y el mal escrita con extraordinaria sensibilidad y coraje. (“El periodista que sale retrocediendo de un sótano inundado es, en la medida en que su reacción es consciente, una persona inmoral, un hipócrita”, escribe en la primera crónica). En la última, como si estuviera interpelándose a sí mismo, se pregunta cuál es la distancia entre literatura y sufrimiento. Y anota lo siguiente: “Hay una relación directa entre el arte y el sufrimiento, y se podría decir que el solo hecho de sufrir con otros es una forma de literatura que busca ardientemente sus palabras”. Seis años después de escribir lo anterior, él mismo dio -en su carta de despedida- una de las definiciones más atinadas del dolor de ser y la angustia de vivir: “Cada noche no es más que una tregua entre dos días”. Dagerman convivió con esa angustia en la Alemania de posguerra, la había visto muchas veces frente a él y la sufrió en su interior. Y un día -un 4 de noviembre de 1954- no quiso vivir más. 

    

Stig Dagerman, Otoño alemán, traducción de José María Caba, Logroño,

Pepitas de calabaza Editorial, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Íñigo Linaje

21 de enero de 2022

Leo por segunda vez Azufre de Pepe Cervera (Alfafar, Valencia, 1965), editado por Tres Hermanas (Madrid, 2021). Algo más de medio año separa la primera lectura de la segunda. Y el puzle encaja, todo el engranaje narrativo funciona en estos siete relatos que componen el libro y que tienen su centro de gravedad en personajes cuya compleja psicología nos eleva y traslada a sus mismos paisajes. Y es grato, de nuevo, constatar que la literatura, cuando está bien parida, consigue su propósito: hacernos desaparecer y posibilitar el encuentro con el que fuimos en este aquí y ahora absoluto e indisoluble.

Cierro el libro – se cierra el telón lentamente -, lo dejo sobre el escritorio y lo miro con cierta distancia mientras enciendo un cigarrillo. Mientras observo deshacerse el humo, también yo desaparezco, pero queda en mí la certeza inexorable que comparto con el autor cuando afirma en el último relato, uno de los más crudos, esperanzadores y hermosos del libro: “leer es un rumbo y el extravío”. Entonces pienso en el olor del azufre y en algunas de sus manifestaciones simbólicas a lo largo de la historia del hombre; pienso en podredumbre, en el infierno, en la muerte… pero pienso también, con extrañeza, como si fuera el reverso de la misma moneda, en la luz del fuego, la claridad, la posibilidad de mirar, de redimirnos, de adentrarnos. Y acude a mi cabeza de forma inesperada, mientras escribo estas líneas, ese Doc Holliday, ya casi tocado de muerte, interpretado por un pletórico Victor Mature en “Pasión de los fuertes”. Recita un hermoso fragmento de Hamlet, busco la película y veo, de nuevo, esa escena: “Si no temiera un algo después de la muerte, esa ignorada región cuyos confines ningún viajero vuelve a traspasar. Ese temor sujeta nuestra voluntad y nos hace soportar los males que nos afligen antes que lanzarnos a otros desconocidos. Así la conciencia nos convierte a todos en cobardes”.

Me fijo entonces en la imagen de la cubierta: una mano en tensión agarrada a un tobillo. Alguien sujeta a alguien. Pienso en esa lucha, en la línea de flotación, en el cielo como si fuera una bóveda de nervaduras. Imagino los ojos de los protagonistas de esa imagen, los ojos de Chesney Henry Baker frente a los de un Chet Baker Junior “sumergido en un desvarío líquido hasta una profundidad de la que ojalá nunca tuviera que emerger” (“Azufre”).

Paseo mis dedos por el libro y siento que esa imagen de la cubierta vibra en cada una de las páginas, traslada su tensión, la brega, la contradicción, el fondo y la superficie; y recuerdo unas líneas, subrayadas minutos antes, de uno de los relatos y que es una consideración en toda regla sobre qué es leer: “Leer es una búsqueda, es el intento acelerado por encontrar algo distinto, la necesidad apremiante por conseguirlo, es encaminarse, resistir, ascender, es el empeño por llegar a otro sitio, pero también es el sosiego, la intimidad, el misterio” (“A propósito de las jóvenes ideas”).

Mientras sigo absorto en la imagen de la cubierta veo parpadear los siete post-it que he pegado en el libro, uno por relato. Hay corriente en casa. También, como el azufre, esta mañana de diciembre el aire es denso y ligero, hostil y claro.

En “Rastros” el autor disecciona con distancia, primero, y con una cercanía que tiene más de merodeo y desconfianza que de acercamiento real, luego, la relación de un matrimonio anciano – podrían ser nuestros padres – cuya vida es totalmente mecánica y predecible. En este relato y en el último (“A propósito de las jóvenes ideas”) aparece el narrador, un joven de diecisiete años, enfermo también de tuberculosis como Doc Holliday. Las descripciones, los espacios transformados, el tiempo, los planos articulan la mirada de los personajes y propician el encuentro entre ese enfermo adolescente y unos padres ancianos, rutinarios. A través de esa pareja de octogenarios, del nieto, del hijo, del narrador uno descubre “un mundo que conmueve, que vibra, no este, tan quieto y encogido, tan hueco, sin nada dentro” y un abanico de posibilidades que nunca sucedieron se despliega en nuestro imaginario.

El segundo relato es de una intensidad eléctrica y se yergue como una pieza teatral; como el autor nos dice en una nota a pie de página, fue llevado al teatro bajo el título Naturaleza muerta en el ya lejano 2018. “Azufre” es un intenso y breve texto, en él se narra el encuentro (de nuevo la tensa relación padre-hijo) en una sala de velatorio entre dos músicos: Chesney Henry Baker y un Chet Baker que ronda la cuarentena. Quizá sea este relato uno de los más líricos del libro, aunque Azufre está cargado de esa plasticidad y transcendencia que tiene la buena poesía. En él se nos anticipa, en la figura de Chet Baker, un personaje, entrañable también, que aparecerá en el último relato (“A propósito de las jóvenes ideas”) y que Cervera describe en ambos textos como si fuera uno mismo: “robustas botas de montaña, de piel vuelta, sucias, tejanos viejos y una camiseta de algodón con el cuello en pico, de manga corta, oscura pero desteñida”. Tanto Chet Baker como Benja son personajes arquetípicos: el héroe trágico. A ambos les une la misma pasión por la música, por el caballo, por el destino aciago.

El tercer relato, “Así sea”, es, en realidad una oración, la bendición de la mesa el día de Navidad. Mientras se suceden las alabanzas, afloran también las miserias y vergüenzas de una familia durante el mandato de Kennedy. Leído con voz profunda y cavernosa, imaginando, emulando la voz de Cohen tiene mucho de su “Hallelujah”. Al de Alfafar y al de Montreal les une aquí una fina y punzante ironía

“Kilómetros y kilómetros” es un hermoso relato centrado en la figura del padre. En él coexisten todas las contradicciones del hombre, del anciano al que el narrador se asoma y vuelve, de nuevo, al abismo: “Mucho tiempo ha transcurrido desde que dejé de asomarme a ese paisaje, pero lo reconozco, es mío también, me pertenece”.

“Rastros”, “Kilómetros y kilómetros” y, último relato del libro, “A propósito de las jóvenes ideas” se complementan a la perfección y funcionan como los arcos de crucería de una bóveda: equilibrando el peso y trasladando su tensa electricidad página a página.

“Los acuchilladores” es un relato en el que brilla la capacidad del autor por reducir, sintetizar toda la artillería narrativa en unas breves e intensas páginas y por adoptar un registro más culto que va acorde con el ambiente en el que sucede la acción, la alta sociedad parisina. En él, de nuevo, desde otro prisma y espacio narrativo se incide en la relación padre-hijo a través de la férrea disciplina que el personaje principal, Jean- Baptiste Lasserre (“arrogante en el trato, pómulos resecos, frente ancha y ancha mandíbula, cejas y mostacho impenetrables”), aplica a sus dos hijos adolescentes para luchar contra su apatía.

“Conexiones” es un híbrido texto que se mueve entre lo epistolar, la crítica (autocrítica, más bien), el apunte, el diario. En él brilla el ingenio; saber aunar esas diferentes voces simultáneas en la que cada uno expresa sus ideas y forma, a la vez, un todo armónico lo atestiguan.

El último relato, uno de los más hermosos e intenso del libro, “A propósito de las jóvenes ideas” es un hímnico canto a la amistad; pero también a la muerte, a la música, a la esperanza, a los libros, a las drogas... El autor extrae el título de este relato del documental sobre The Jam, About the young idea; de él nace el hilo conductor del texto, el amor entre dos amigos: Paul Weller y Steve Brookes están sentados en un sofá gris, “cada uno sujeta una guitarra acústica entre los brazos” y el segundo recuerda la atracción sexual que sintió por el primero muchos años atrás (“Al escuchar esta declaración, Weller abre los ojos, sorprendido”). Pero esta historia no es la de Weller y Brookes, “esta es una historia que viene de antiguo, una historia que siempre regresa como siempre regresan los muertos que se levantan de la fosa, arañando desde dentro la tierra reseca”, es la historia del adolescente de catorce años y de Javier Ribera; pero también la de Benja y de Chet Baker, de esa pareja de ancianos que sale a caminar y recuerda que no hay miel, de la paloma en la repisa, de la mano agresora que golpea al hijo y la mano dulce que echa migas de pan al pájaro...

El libro, de hecho, empieza de alguna forma al final de este último relato: el adolescente enfermo de tuberculosis que debe pasar cerca de un año enclaustrado en su casa (“Acabo de cumplir diecisiete años y a los diecisiete años mi pleura no resiste tanto trajín y se desgarra de repente y los pulmones se me encharcan. Los putos pulmones. Aquellas aguas trajeron estos lodos”). En él está el nervio crudo que justifica y cohesiona todos los demás relatos. No podríamos comprender cada uno de los personajes que desfilan por él sin atender a esa relación iniciática y salvadora entre el narrador de catorce años y Javier Ribera y su temprana muerte.

Personalmente prefiero siempre los libros que te ponen contra las cuerdas a aquellos que buscan la complacencia. Azufre arde en la pira de los primeros.

 

 

Pepe Cervera, Azufre, Madrid, Tres Hermanas Ediciones, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Sandro Luna

21 de enero de 2022

Es en La mano del teñidor donde el ensayista británico W. H. Auden integra entre las funciones del crítico tanto la propuesta de una lectura de la obra que acreciente nuestra comprensión de la misma como la proyección de cierta luz sobre la relación entre el arte, la ciencia y la vida. A diferencia de la crítica centrada en las relaciones entre obras y autores de distintas épocas o tradiciones (que exige erudición), aquella críticasobre los nexos entre el arte, la ciencia y la vida parece pedir un grado mayor de suspicacia cuando las cuestiones que suscita el crítico son nuevas e importantes.

La posibilidad de decir algo «nuevo e importante» acerca de la forma en que un autor infiere sus íntimas o exclusivasilaciones artístico-vitales, podemos convenirlo así, es más ardua cuanto más conocido es este. Tal es el caso, no solo de Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942)sino, en gran medida, también de los relatos, semblanzas, crónicas oníricas y otras formas de narrativa breve contenidas en el libro que nos ocupa.

Elegantemente publicadopor Contrabando, en edición del Antonio Viñuales Sánchez, con un paratexto muy atractivo (desde las ilustraciones de Saúl Moreno –estupendo el híbrido de la cubierta– a las notas de procedencia), Casos completos es una recopilación de textos en prosa de ese género definido por la extensión que llamamos literatura breve. Esto es, se trata de textos ya conocidos (algunos también inéditos) que pueden servir tanto para que un improbable lector desconocedor de la obra de Ferrer Lerín se asome por primera vez a una mitología moderna aplaudida desde hace años por la crítica, como a la revisión más o menos sistemática del corpus del autor de Fámulo o Familias como la mía.

En relación con el título, para Viñuales, «el caso se caracteriza por ser la narración de un suceso inusitado o extraordinario del pasado reciente que rompe con una norma». Y aunque es la verbalidad, la oralidad con su asombrosa relevancia discursiva, la nota que, para este teórico de la literatura, caracteriza esta iconoclastia, creo –por intentar aportar algo,al menos, «nuevo»­– que esta selección de la prosa leriniana es una suerte de muestrario (en lo que atañe a sus bestiarios) también o sobre todo de la mirada, de la particularísima forma de observar la relación entre el arte, la ciencia y la vida de Francisco Ferrer Lerín.

Esa forma personal de percibir con los ojos, o de aguzar los sentidos para observarla relación entre el arte, la ciencia y la vida oscila entre la mirada forense (por situarla cuestión del caso en el seno de un proceso), la frialdad científicaWertfreiheit –en la que también se integra el desencanto flaubertiano–, el avistamientode aves (birdwatching), la curiosidad y la lujuria, la descripción exhaustiva, el escrutinio facial y corporal del avezado jugador de póquery una línea de literatura (más clásica que rara, a mi juicio) tan onírica como hipersubjetiva, de una poética excéntrica en la que son reconocibles influencias (posiblemente inversas como ha señalado en distintos lugares nuestro autor) que van de los Grimm (brothers) a Borges o de Wallace Stevens a Sharon Olds.

Otear, indagar, clasificar, listar, escudriñar… concretamente, me parece que Casos completos permite al lector de esta compilaciónponerse en los ojos de Lerín, entre la fantasía cinematográfica de Spike Jonzé (Como ser John Malkovich, 1999), los ojos pecaminosos de Ray Milland en el clásico de Roger Corman, la reconstrucción estética de un hallazgo (su Manifiesto de Arte Casual) el hipnotismo y el giallo: rostro en la cerradura, ojos que avistan, rigor científico, corotoscopio –ese artefacto decimonónico de Lionel S. Beale (1886) adelantado nueve años a la primera presentación pública de los hermanos Lumière–.

Si el corotoscopio permite, junto con una linterna mágica, proyectar imágenes en movimiento, a partir del concepto de la persistencia de retina planteado por Joseph Plateau, a través deCasos completos los ojos y los oídos del lector accedena una forma de aprehender la tenacidad de la anécdota vital, la fijeza en la práctica de retener sueños, de suspender instantes, de inmovilizar cuerpos, de peritar, encadenar –y aquí de nuevo es fundamental la pensada selección de Viñuales y de la cada día más interesante editorial valenciana– eventos y sumarios, listas y crímenes, niñas y reptiles.

Recientemente, Álvaro Cortina (Abisal) incluía a Ferrer Lerín en su amplio estudio de zonas, madréporas y figuras probablemente porque los casos que nos ocupan se tornan rebosantes de pregnancia visual. Cobra así sentido el peso enla visualización mental de guiones improbables (en un género que cultivó Antonin Artaud), la forma en que la libídine(«Presencia y celebración de unos pechos», «Mujeres extraordinarias» et al.) oscila entre el barroquismo y el informe anatómico más neutro u objetivo.

Bajo una mirada poética ­–un uso artístico– de la crueldad y la alegría, de la violencia y la risa, Viñuales traza una meritoria tipología para asomarnos a las distintas figuras del libro: Casos clínicos que incluyen «Monstruosidades» o «Empleos y vidas laborales», Casos sinópticos («Argumentos y sinopsis», «Guiones», «Proyectos», «Listas y relaciones»), Informes, acaso un epítome de la labor forense que mencionábamos atrás («Informes periciales», «Testimonios»), Sucesos y Casos literarios («Casos de autor», «Casos filológicos», «Casos lingüísticos», «Bibliofilias»).

En lo que toca a la cuidada extracción de los textos, en orden cronológico estos provienen desde el mítico poemario La hora oval (1971) a su celebrada actividad bloguera o colaboraciones en revistas como Camino de Pakistán.

Que la casuística se inicie de la mano del monstruo supone, a mi juicio, una declaración de intenciones ­–­tengo al monstruo como la expresión más irreductible de la individualidad–dicho esto en el sentido de que alertan de que los textos que siguen están más cerca de la fantasía que de la imaginación: al decir de finas analistas de la filosofía moral en lo literario (Nancy Frazer, Martha Nussbaum o Iris Murdoch), la imaginación nos coloca en la posición empática con los otros (nos deformamos a nosotros mismos), con la fantasía –individual, ensimismada y hermética como los magistrales personajes de Nabokov–, deformamos el mundo para ajustarlo a nuestro capricho.Evidencias de ese reajuste por la fantasía son las primeras mitologías, la interpretación sui generis de la glosalía, las teogonías caprichosas y los partos prodigiosos.

Particular interés presentan, a mi juicio, las necrológicas, su muy visual bibliofilia, las fachadas (la escalada urbana de fachada y el retropaseo por solares forman parte de mi desviación más personal), los textos de 30 niñas (de la añorada editorial también valenciana Leteradura), la selección de Cuaderno de campo, entre el odradek (un carrete de hilo negro olvidado) y el objet trouvé de una «rara avis sin jaula» en luminosa expresión de Wences Ventura, las reflexiones disectoras o los domicilios levantados enGingival, la analogía verbal con el Vexierbild (una forma próxima, de nuevo, a su reivindicable Arte Casual).

No estoy seguro de si esta casuística ­–la ubicación bajo el rótulo de caso– acaba de aprehender la totalidad de notas y preferencias de nuestro volumen, pero ¿qué otro nombre podría hacerlo? Hay caso, desde luego, hay azar porque el compendio, la revisión y la antología… se barajan. Ignacio Echevarría ha apuntado con inteligencia cuestiones estratégicas (literarias y editoriales) al otro lado del paratexto, pero más allá de cierto cálculo, Ferrer Lerín sigue teniendo de cara el albur, la contingencia, el azar (la llegada del as): creo que acierta Antonio Viñuales al apuntar la mezcla de crueldad y alegría (y a los malentendidos que suscita) y sobre todo creo que probablemente ese rasgo lo emparente para bien, paradójica, azarosamente, con un sector de la literatura y en particular del feminismo más combativo de las bad girls (en EE. UU., A. M. Homes y entre nosotros, recientemente, María Bastarós), esto es, que por azar se acaban ligando tras los múltiples desvíos lerinianos el clasicismo heterodoxo (no tengo eso por un oxímoron) y la más rabiosa actualidad.

Retratos poco benevolentes de la condición humana, precisión léxica, algo de magia, puyas a la normalidad y al «se» heideggeriano, citas y partidas, esoterismo y alquimia, evidencias y fes, juegos de Doppelgänger, perspectiva aérea y poesía –Rilke ligó al conocimiento del vuelo de los pájaros la posibilidad de escribir un verso– mirada y azar.Tampoco me parece improbable que esa mirada deba al conocimiento de la obra del biólogo Jacques Monodsu propio, personal, subjetivoreconocimiento como agente químico secundario en un majestuoso, pero impersonal drama cósmico,un espectáculo irrelevante por no deseado. Tampoco es descartable, ya que mentamos al autor de El azar y la necesidad,(un frontispicio) que sea precisamente el más raro de los albures el que haya dirigido y aún dirija la producción libresca y literaria de este inclasificable clásico reciente.

 

 

 

Francisco Ferrer Lerín, Casos completos, edición de Antonio Viñuales Sánchez, Valencia, Contrabando, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús García Cívico

20 de enero de 2022

1

Seguían flotando a su lado. Desfilando de un lado a otro sin comprender lo que era el silencio. Sin callarse en su deambular por el pasillo, como si formaran parte de un pequeño motín. Coreando en alto lo que hacían o lo que planeaban hacer. Dos de ellas repetían la palabra Muir, apellido de origen escocés, deleitándose en la dicción. Muir como moaré o Muir como morir. Muir, Miur, Muri. Y ella, sentada, las miraba y las escuchaba. Consciente de que no se acomodarían juntas ese día, sus amigas y ella, ante su secreter de cuatro cajones para anotar las lecciones de la mañana tras el desayuno, antes del paseo con los perros.

No podía decir que sus compañeras fueran bien vestidas ni bien peinadas. Ni siquiera que guardaran correctamente las filas. Se habían lavado, pero no se habían preocupado de hacerse una buena lazada del vestido a la espalda ni de subirse las polainas con cuidado, atendiendo a la disposición de la costura, procurando que no se torciera pierna arriba. Tampoco parecían haber dormido mucho. Arrastraban los zuecos y protestaban a su paso, mostrando su agotamiento. O su aburrimiento. La injusticia que se estaba cometiendo con ellas al hacerles cargar los sobres en los que otras residentes habían ido embutiendo las facturas. Al hacerles bajar de las estanterías superiores las cajas de libros, las clasificadoras y los expedientes de la A a la Z (Abad-Zúñiga). Al hacerles agrupar en el suelo de madera las carpetas en las que se habían amontonado sus calificaciones y las noticias más importantes sobre el internado, con fotografías en blanco y negro y fotografías en color. Se dejaban guiar por las órdenes de la directora y la jefa de estudios, que también circulaban ante ella, la privilegiada, la eximida, en su posición cómoda de niña observadora. Mirando cómo las dos gobernantas dirigían los trabajos de rescate y recuperación de documentos. Oyendo cómo insistían en su vamos hija date prisa que es para hoy mientras apartaban a otra alumna. Y ella, sin moverse de un taburete, con los ojos fijos en los dibujos de su libro, sonriendo sin parecer ansiosa ni malévola. Con una sonrisa apocada pero inteligente, intentando pasar desapercibida. Porque era allí donde le habían dicho que estuviera y era allí donde debía estar. De manera absurda porque estorbaba a las demás. Conjurando (o deseando conjurar) con esa sonrisa estéril que surgía sin motivo el odio que le profesaban las internas. Porque era ahí donde le habían dicho que estuviera. Y era ahí donde estaba. Acatando las órdenes como acataban las órdenes las otras, que se movían, aunque ella no. Que se quejaban, aunque ella no.

Como era inteligente, sonreía para pedir disculpas. Con la sonrisa de los que descansaban en su huida a Egipto y la sonrisa del arcángel Baraquiel esparciendo flores. La de los que acompañaban a santa Rosalía de Palermo. Los que confortaban a san Francisco. O la de los seguidores de Abraham. Para aclarar que no tenía la culpa de estar ahí sentada. Que no lo había pedido. Porque si ella hubiera podido pedir algo, habría elegido una taza de chocolate o un batido de chocolate o unas pastas de chocolate. Nunca estar ahí atornillada, leyendo mientras las demás sudaban y maldecían. Sudaban y se manchaban la frente y las mejillas con los dedos llenos de un polvo que se les quedaba pegado a la cara cuando intentaban secarse el sudor de la cara con los dedos. Llenos de polvo.

 

2

—Sabes por qué estás ahí, ¿verdad? —le preguntó una de las mayores al pasar cerquísima de ella, en el camino que avanzaba por la derecha y se dirigía hacia el jardín desde el almacén.

No. No lo sabía. Sólo obedecía.

—Te van a encerrar —dijo la misma chica al deslizarse de nuevo a su lado veinte minutos más tarde. Con la misma voz. La misma firmeza. Educada y suave—. Ese va a ser tu castigo.

Ella alzó la cabeza, dejó de mirar los dibujos de su libro y sonrió más. Sonrió como si su boca respondiera a una necesidad física. La Asunción de la Virgen. La castidad. La alegoría del invierno. Iba a tener que contar hasta siete. Siete días de la semana. Siete pecados capitales. Siete sacramentos. Siete notas musicales. El siete era un número bueno, y ella era buena. Así que iba a contar hasta siete para asegurarse de que no la dejarían encerrada. Que se iría cuando se fueran sus compañeras. No había motivos para pensar lo contrario.

—¡El libro! ¿Te he dicho yo que dejes de mirar el libro?

Una de las gobernantas, la jefa de estudios, se inclinaba y escupía sobre el sacrificio de Isaac, lo que podía juzgarse como blasfemia por acción, pero ella volvió a sonreír y a hundir la cabeza en la página abierta.

—Retírate esas greñas de la cara.

(Ayuda, ayuda, ayuda) Pidió. Dejando el libro abierto sobre las piernas y recogiéndose con las dos manos el pelo que le llegaba hasta el suelo ahora que debía quedarse clavada en un taburete.

—Pareces una pordiosera. Estudia lo que viene ahí. Apréndelo y retenlo. A ver si así dejas de tener esa pinta de chiflada.

¿Estarían hablándole a ella? ¿No se estarían equivocando de alumna? Era una cosa tan rara esa altanería repentina. Ese desprecio. ¿Dónde, en qué parte de la fila se encontraban sus amigas? Porque tenía amigas. Alguien debía de quererla aún en el espacio en el que había vivido siempre.

—Habrá que sacrificar una cabra.

—¿Qué?

—Sólo así te cubriremos.

Quien le hablaba de esa manera se había comportado con ella como una madre desde su nacimiento. Había sido su niñera. Su hada. Había jugado con sus piezas de construcción, había unido los puntos de sus dibujos de párvula, le había curado las costras, había secado su frente febril, le había explicado a qué se debían las primeras sangres. Y ahora le decía a la menor oportunidad que no debía haberlo hecho. A la menor oportunidad.

—No haberlo hecho.

No haber hecho ¿qué?

Se le estaba marcando el borde del taburete en la parte inferior de los muslos. La textura de la madera, las astillas sueltas.

La directora se mostraba comprensiva, lo intentaba al menos, mostrarse comprensiva, pero no atendía a las preguntas de su pupila porque su pupila, con los puños cerrados y los ojos impresionables, con su rostro de niña atenta que podía tener comportamientos de bestia, esa pupila se hallaba en aquel momento a años luz de ella, la directora.

—Ya se va tu amiga.

—¿Se va también Lucrecia?

—Claro que se va Lucrecia. Se van casi todas. Sólo se queden las que son como tú.

A ella le brillaban los ojos, convencida de haber perdido el color rosa del rostro.

 

3

¿Qué había hecho? ¿Qué habían descubierto? ¿Lo que hacía en la bañera? ¿Los objetos que se metía en la boca? ¿Que tiraba la carne a la basura o se la echaba a los perros? No sabía en qué iba derivar aquel frufrú de faldas, aquel transitar de expedientes y ahora también de maletas y mantas. ¿Sería para bien lo que estaba sucediendo? ¿Vendría escrito su prometedor futuro en un cuaderno con páginas de pergamino? Su porvenir. Su meta. ¿Estaba destinada a grandes hazañas, hermosísimas aventuras? La profesora de Ciencias Naturales les había dicho un lunes por la mañana (empezaba el mes de octubre) que no eran más que partículas abandonadas en un universo eterno y hostil. Y si ella era sólo un puntito que hablaba y hacía exámenes y compartía con otros puntitos sus pensamientos, sus dudas y proyectos, sus penas y aspiraciones, ¿podía considerarse la elegida y predecir que su existencia se vería exenta de tristezas? ¿Volvería a hablar de Novalis y el Romanticismo? ¿Volvería a mirar hacia arriba, al cielo, y a dejarse llevar por la búsqueda y la introspección sin sentirse una criminal, una alumna marcada? Señalada por los demás.

¿Cómo saberlo?

Lo mismo se estaba volviendo loca.

Debía consultarlo.

Preguntar en qué situación iba a quedar ahora. Averiguar el nombre del pintor que plasmaría en un lienzo su retrato, sus ropas de invierno (bufandas, guantes, calcetines mullidos) y sus pies descalzos en verano. ¿Quién querría tenderse a su lado si sus amigas se iban y si las niñas que tenían padres se iban y si las que podían terminar los estudios en otra parte se iban, y sólo se quedaban allí las crías pobres y sin familiares cercanos que quisieran acogerlas en su casa, al menos una temporada? En sus salas de té. En sus salones. Sus dormitorios. Sus cocinas perfumadas con especias y hierbas aromáticas.

 

4

Uno de los perros perdía mucho pelo. En la cocina. En el porche. En el pasadizo al que daban las habitaciones. O tal vez se tratara de varios perros a la vez. Había mechones de color blanco y de color naranja por todos los rincones del internado. Sobre las alfombras. Pegados a las patas de los muebles, las mesas y las sillas. La jefa de estudios se agachaba, hacía pinza con los dedos, recogía las pelusas, las examinaba y luego las tiraba por una ventana. O las dejaba caer al otro lado de una puerta abierta. Siempre se había creído (ella siempre lo había creído) que los perros perdían el pelo con la llegada del verano, pero resultaba que también lo hacían en otoño.

—Como los humanos. ¿A ti no se te cae el pelo en otoño?

Acariciar a los perros. Contemplar la variada actividad de los perros. Mirarlos cuando dormían y soñaban que corrían. Oír cómo bebían. Partirles un trozo de pan y dárselo antes de que dejasen de dar vueltas y se lanzasen contra la mano de la discípula que hubiera partido su pedazo de pan o contra uno de los brazos de esa misma discípula o contra sus piernas. Examinarles los dientes, las uñas. Amar a los perros. Querer a los perros como no se quería a ninguna persona cercana o lejana.

—Es muy importante el entorno en que crecemos. Para el desarrollo de las habilidades artísticas, expresivas, espaciales…

Solía decir la directora.

Aunque ahora sólo repetía:

—Y que haya tenido que pasarnos esto al comienzo del curso…

Ella seguía escuchando las voces de las demás en su ajetreo por el pasillo, y notó que se le cerraban los ojos. Para mantenerse despierta se olvidó del libro que tenía sobre las rodillas y se fijó en los cristales de la pared opuesta, que dejaban adivinar las nubes del exterior. Recordó que los griegos creían en la existencia de caminos que llevaban al inframundo. Y se adjudicó la tarea de traducir ese pensamiento al alemán porque el alemán era la lengua perfecta para iniciar su próxima disertación en clase de Filosofía. Mucho mejor que en la de Geografía. Las otras se iban, pero ella se quedaba. Y aquella estampida de colegialas, aquella evaporación de condiscípulas, su traslado, su éxodo, podía ser una buena ocasión para pasar de curso sin tener que estudiar mucho más. Si se iban las alumnas más listas, las que disponían de plumieres llenos de pinturas de colores comunes (azul y marrón), colores raros (malva, terracota) y lápices con diferentes tipos de mina, si se quedaba ella con las más jóvenes y las menos favorecidas, tal vez la pusieran pronto en uno de los pupitres de la primera fila y en un curso más avanzado. Aunque sólo fuera con el propósito de que las profesoras no se largaran también. Para que no desistieran de su empeño. Para que siguieran pensando que su labor tenía un sentido. Que aún podían reconducirla y hacer de ella un ser honesto capaz de reconocer lo bueno y distinguirlo de lo vil. Ya que su naturaleza no le proporcionaba por sí misma las pautas correctas, le harían memorizar los comportamientos más adecuados y lograrían que interiorizara que el obrar individual debía ajustarse a unos patrones conformes a la moral.

De ello se encargarían las cuidadoras que habían vivido siempre a su lado. Las que estaban al tanto de sus debilidades. De los cambios en sus facciones cuando empezaba a quedarse dormida. Sus ansias y contradicciones. Las que sabían descifrar el sonido de sus tripas hambrientas minutos antes del almuerzo. Las que controlaban los extravíos de sus brillantes ojos.

 

5

Saldría a la pizarra y pondría cruces junto a los nombres de las niñas que se portaran mal.

Muir. Muir. Muir.

Presentaría un escrito bien documentado sobre los cefalópodos. De diez folios. Un ensayo sobre los nombres de las articulaciones humanas. Una relación íntegra de los seres que expulsan llamas.

Muir. Muir. Muir.

Ella había conocido a una señora Muir, pero las demás no lo sabían. No debían saberlo. Sus transacciones tenían que mantenerse en secreto porque sólo en secreto podía venderle una niña a la señora Muir, que quería una hija y que se llevó a la enferma recién llegada con la que aún no se había encariñado nadie y que necesitaba tres gotas de medicina tres veces al día en sus cucharadas de leche con miel. La niña que jadeaba en vez de respirar y arañaba cuando pretendía hacer una caricia. Que necesitaba que le pusieran crema por todo el cuerpo, piernas, pies, y berreaba cuando le inyectaban el líquido ambarino que ella había olido y visto desde sus múltiples y variados escondites de debajo de una silla, de debajo de una mesa, de detrás de un sillón tapizado de rojo y dorado, de detrás de las cortinas que caían hasta el suelo en el aula de las tutoras o inmovilizada en el interior de la blanca estantería que ascendía hasta el techo de la biblioteca. La niñita que a veces lloraba mucho y que a veces no lloraba nada, circunstancias ambas que preocupaban por igual a quienes debían encargarse de ella. Esa criatura con un organismo incapaz de retener la salud.

La señora Muir quería una hija.

Y ella le vendió una hija a la señora Muir. Así fue.

Sólo que la señora Muir no sabía que la niña había nacido hinchada. Cerúlea y decaída. La señora Muir no quería una hija marchita ni quería que su hija marchita terminara muriendo.

¿Se la habría comprado de haber sabido que estaba enferma?

—La señora quiere otro bebé. Y dice que no va a pagar más. Ni un céntimo más. Exige uno sano. Pero aquí no vendemos bebés. ¿Verdad que no? ¿Vendemos bebés, querida? Responde, mi reina. ¿Nosotras, en este internado, vendemos bebés? ¿Lo hacemos?

Ella sí. Lo había hecho.

Y ahora la señora Muir estaba furiosa.

Se había presentado en la puerta de la residencia a los tres días, quizá a los cuatro, reclamando justicia después de haber hecho circular cada pormenor (fechas, costes) de un extremo a otro de la población. Por los rincones en los que se instalaban sus convecinos a beber y comer pipas, a veces sobre un suelo de serrín, a veces sobre la capa restante del químico color coral con el que mataban a las hormigas en los meses de junio, julio y agosto. Por los compartimentos del tren y las vías de la estación, de pasajero en pasajero. Había ido difundiendo su desdicha por los andenes. Había aullado en sueños. Acurrucada en su nido, junto a la cuna del bebé que ya no estaba, pataleando. Chillando que le habían entregado a una niña en mal estado. Una niña que llegó a este mundo descompuesta. Y como aquello era un crimen, tenía derecho a una compensación. A reclamar lo que era suyo.

—Ya me parecía a mí demasiado barata —repetía.

Ella, la alumna que seguía en el taburete y en cuya cabeza se había gestado el plan (estrategia y desempeño), consideraba poco digno y poco propio de un ser aristocrático ir vociferando y mendigando como lo hacía la señora Muir. Tampoco le parecía nada digno haber tenido que mentir en el despacho de la directora después de escuchar la historia de la niña desaparecida y después de que le preguntasen si sabía dónde estaba. ¿Tú sabes algo? Haz memoria, piénsalo con calma, no hay prisa. ¿Qué has hecho? ¿Vas a decirnos qué es lo que has hecho? Tuvo que negar con la cabeza y pronunciar un conciso no, mientras se reafirmaba en su razonamiento avanzado que venía a concluir en que resultaba lícito entregarle un bebé a quien lo requiriera ya que había muchos bebés en el mundo. ¿Cómo iba a sospechar que la señora Muir la acusaría directamente a ella? ¿Cómo imaginar que iba a sentirse tan ofendida? Tan humillada.

Y ahora, mientras asistía al desalojo y a una exclusión próxima a la excomunión, reflexionaba acerca de la necesidad última de semejante comportamiento. La proporcionalidad. Se cuestionaba si la violencia y los excesos de tanta queja iban a influir en unas consecuencias más o menos favorables. Una mayor compensación final. Una reparación más ventajosa. El desagravio.

Qué más daba. Esa sería la cuestión exacta.

Qué más iba a dar.

 

6

¿La dejarían morir de hambre? ¿Era ese el motivo por el que le habían ordenado que se sentara en un taburete y no se moviera mientras las demás sí lo hacían?

Hasta ellas llegaba el olor del humo de la hoguera que preparaba el jardinero para calentarse el almuerzo, y que anticipaba el calor de las chimeneas, la inminencia del invierno. ¿Debía temer por su vida, la suya, su propia vida? ¿Iban a dejarla morir igual que había muerto la recién llegada? ¿Apreciarían en semejante desenlace algún tipo de justicia divina?

 

7

La que había sido su nodriza durante años le daba un golpe en la cabeza y luego un golpe en el cuello después de haberle revuelto el pelo larguísimo con las dos manos y después de habérselo enredado. La amenazaba con quitarle sus insectos (mariquitas, escarabajos) y sus animales pequeños (ninfas, cobayas). Sus libros y libretas. Y ella seguía preguntándose por la importancia real de todo aquello. ¿Qué más daba? Con la cantidad de niñas que había allí dentro, con la cantidad de puntitos o partículas de niña que circulaban por el universo eterno y hostil, ¿qué diferencia había entre una u otra? ¿A quién podía afectarle que se llevaran dos bebés o que se llevaran cinco? Uno u otro. ¿Por qué no se la llevaban a ella? Directamente a ella. ¿Querría la señora Muir arrancarla del internado, sacarla por una ventana, por una tubería, por el sótano, y acunarla? Darle sus vasos de zumo al amanecer y al anochecer, sus papillas de fruta, sus purés y sus patatas fritas. ¿Querría la señora Muir ponerle sus vestidos de color aguamarina a juego con los zapatos y las horquillas del pelo? Ay, señora Muir, lléveme a mí. Ay, señora Muir, entiérreme también a mí en una caja blanca de niña virgen.

Las demás no sabían de sus abstracciones ni de sus ruegos. La mayoría ni siquiera estaba al tanto de lo que había ocurrido con la cría enferma a las puertas del edificio. Sólo espiaban de reojo a una discípula que se hacía nudos en el pelo y sostenía un libro de arte sacro sobre las rodillas, azotada por la directora en su merodear pasillo arriba, pasillo abajo, mientras ayudaba a arrastrar las maletas y los expedientes de las que se iban. Aquella alumna iba a ser su desgracia, con todo lo que habían hecho por ella, decía la jefa de estudios. Y la escupía. Aquella muchacha había metido al diablo en su comunidad académica. Aquella criatura que meditaba acerca de que lo bello podía coincidir con lo bueno, pero no tanto con lo útil y lo provechoso, y acerca de que todo lo que le quedaba por hacer esa mañana y esa tarde era seguir hundiendo la cabeza en unas páginas que aún no entendían el concepto de cultura moderna, emitiendo un incoherente sonido entrecortado y neutro. Algo parecido a mah-mah.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

“La espera orienta / este viaje / como una costura, / detrás del arbusto / o la verdad. / El poema al oído / nos extrema al mundo. / Y, mientras, lo que fuimos / en las ciudades / nos sirve para vivir.”

 

Éste es el poema que abre la primera parte de El viaje del animal, una suerte de propedéutica o antesala preparatoria al libro que contiene casi todos los elementos que se irán desgranando en su lectura: un ritmo lento, paciente, dilatado (el de la espera), la búsqueda de una orientación o vía por donde encauzar un viaje que será tanto individual como colectivo, el poema o la escritura como anclaje privilegiado o punto de detención inevitable, la mirada hacia el pasado y el instinto mínimo, pero arraigado, que tiende hacia la supervivencia.

 

Pero vayamos por partes. Digamos, por ejemplo, que El viaje del animal es el tercer poemario de Mariano Martínez, que traza líneas de solidaridad y también de divergencia con su libro de 2016 Cuando el pan (Ediciones de la Isla del Siltolá). Añadamos, para seguir, que las similitudes con su anterior libro tienen que ver con un aspecto más temático que formal, pues el lenguaje despojado y pauperizado a voluntad de Cuando el pan ya no halla continuidad en el libro que estoy comentando. En éste, la versificación es más “discursiva”: la prosodia discurre, sin interrupciones o recortes, sin contención, sin violencia, pero con los ajustes propios del marco poético. A cada libro según sus necesidades lingüísticas, podríamos decir.

 

¿De qué viaje nos habla este libro? Se trata de un itinerario tanto real como metafórico, el recorrido por lo que podríamos llamar la vida humana, inestable y extrañada, leída en clave personal pero también conjunta, social, política. Este viaje nos sume en el desconcierto de una existencia titubeante con la que solamente podemos reunirnos o identificarnos a tientas -ensayo y error– a través del tacto y del sentido más afilado del que podemos disponer o somos capaces de desarrollar: el que podríamos llamar “sentido poético”. Este sentido nos aferra a un modo de transitar o de hacer esa transición, ese camino, buscando las pistas en lo que nos extraña, desbrozando la maleza del lenguaje común y adentrándonos en una senda del lenguaje que nos valga a modo de refugio y amparo ante la fragilidad propia de la condición humana. Una condición errante y errática, marcada por la herida personal y colectiva y las múltiples contradicciones, el temblor, el vértigo y el hambre, pero también la resistencia y la voluntad de transformación de un entorno hostil. El libro ahonda en esas máculas o estigmas de lo humano, y al mismo tiempo, dualidad mediante, nos muestra su irresistible y paradójica belleza, lograda a través de una lírica que tiende a aislar y sustanciar los elementos y unidades lingüísticas. Dice Mariano: “El temblor como lenguaje de belleza,/ sin luz precisa/ ni rostro/ ni regazo”, o dicho de otro modo, con Hölderlin: “en el peligro está también lo que salva.”

 

Ahí, precisamente ahí, en lo que tiembla, asoma la conexión con algo de lo que podría salvarnos, la animalidad o la reducción de lo humano a lo animal. Martínez observa en el libro la existencia humana desde una mirada a la vez panorámica, desapegada, y próxima. En la proximidad aparece el aliento de lo animal como “ánima” y soplo de vida, cuenco de calidez, simplicidad y universalidad. El animal y lo animal en nosotros, siempre tan ciegos y volubles, es una suerte de devolución a un espacio más auténtico, primigenio y más puro: “esta paz que buscamos en la mirada/ nos devuelve al animal.”

 

Otro de los leitmotivs o estaciones de paso para dar sentido a esa vida desgarrada serían el amor y el contacto con la alteridad como experiencias de retroacción y transformación. La dimensión relacional del yo que se funde con una segunda persona aparece en la segunda parte del libro. El amor se dibuja como una vuelta a casa, asentamiento y morada condicional pero holgada en un mundo hecho de astillas y estruendosos silencios. “La condición de regresar,/ aunque de manera torpe,/ lenta, cansada./ Esa es la condición de amar,/ porque la tierra/ siempre permanece/ por nosotros.” Como decía la poeta argentina Diana Bellessi: “Todos sabemos: partir es volver.” Y en ese retorno del que partimos y que nos parte aparece la ternura como posibilidad de echar amarres en algún lugar.

 

Será también a través del arte, de la estética (en este caso, la propia escritura) y de sus distintos y múltiples espejos donde se abra también un espacio posible de calma y de reflexividad para esta atropellada ruta. Como ya he indicado anteriormente, en el libro de Martínez el lenguaje poético y lo poético en un sentido más general y abstracto cobran un relieve especial en cuanto contenido abordado específicamente en los textos. El poema es la “escritura ceniza que se hace carne” y con él “humedecemos el idioma piel, huérfano”. De este modo, el lenguaje poético abre las puertas a la transmutación y a la unión con lo sensorial, con lo físico, con la piel y lo carnal. La poesía hace un revestimiento con la orfandad, y dota de una respiración a la lengua: “la materia del alfabeto latido”.

 

Asimismo, es en el compromiso político que enlaza con la visión de lo ocurrido en el pasado reciente de nuestro país donde también se encuentran otras de las salidas o arraigos del viaje. Concretamente, en el libro se explicita ese esfuerzo por “descifrar la memoria” en la búsqueda de la historia del militante anarquista afincado en El Prat de Llobregat Demetrio Beriain Azqueta, en la cuarta parte del libro. Esa búsqueda de un testimonio singular de vida y militancia podría ser un ejemplo de las formas que tenemos de ahondar en las posibilidades incumplidas en el pasado, en lo que nos legaron las generaciones perdidas, lo no sido, “lo inacabado, / la historia que está / a punto de nosotros.” Y allí, tal vez, un atisbo de esperanza para el futuro, todavía.

 

 

 

Mariano Martínez, El viaje del animal, León, Eolas Ediciones, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Laia López Manrique

23 de diciembre de 2021

La antología de María Auxiliadora Álvarez, que lleva por título La mañana imaginada, dibuja un paisaje sagrado, un refugio en donde cerrar los ojos y la vida. Por ello son los versos de Rilke los que presiden el libro: “Todo ha descansado / tiniebla y claridad, flor y libro”.

Se trata de una poesía de gran complejidad y precisión. Poesía pura y terrible, dado que alberga también toda impureza. Poesía que conoce la noche oscura y el sueño del Amado en la naturaleza, siguiendo el rastro de San Juan de la Cruz. Aunque este sueño, que glosa a San Juan de la Cruz, no sea sólo la esplendorosa identificación con la naturaleza, sino también la inmersión del Amado en la muerte: “y el aroma / húmedo / de la tierra / abierta / donde / recién duerme / tan solitario / El Amado” (162) En la húmeda tierra abierta nos presenta al dios místico socavando el reino de la muerte, como Orfeo, como Dioniso.

Sobre el paisaje que recrea está la muerte “porque lo que está detenido / ya ha alcanzado su destino” (40). Por eso MAA escribe “para los muertos”.

La naturaleza es la gran creadora impasible: “Lo mirado no espera ser mirado / entiende la pausa / la cólera / la muerte” (49). Me recuerdan estos versos a Blanca Varela: “Nadie nos dice cómo voltear la cara contra la pared / y morirnos sencillamente / así como lo hicieron el gato o el perro de la casa” (255, 2016).  El ser humano debería entender también la muerte -el final de un proceso en el que habremos cometido muchos errores y habremos aprendido muchas lecciones-, porque a través de ella se puede conocer un mundo “de total transfiguración” (211) que accede al otro lado.

También es cierto que “más alto es el muro / a cada vuelta / duelen los ojos / de mirar / ya no alcanzaremos / nunca más el otro lado” (209). No obstante, nos asombra la poesía de MAA porque nos sitúa en “la otra parte” del muro, en un territorio nuevo descrito por palabras nuevas, consteladas de matices.

Esta insistencia en la muerte, esta desolación -no querer existir, vivir en el mundo de los no nacidos (Mis pies en el origen, 273)-, se mantiene en toda la antología, pero se advierte que, aún no sabiendo nada, la poeta ve el mundo y la vida desde los seres pequeños (pájaros, árboles, florecillas), en los que intuye el secreto de la existencia.

Quizá MAA sabe que su misterio se halla en flores que están para nada, que nacieron en una pequeña herida en la tierra y, luego, resplandecen. Pájaros, mariposas, piedras, jalonan su poesía, como gemas, grandes descubrimientos, hondos paisajes en donde yace el Amado. Véanse “Pequeña herida (228) o “Celebración” (231).

Claro que en poemas como “El sonido del existir” (225), dedicado a sus hijos, el nombre de los mismos, sobre el de la madre, será “el único / sonido / de existir” y lo borrará. La vida se concibe como una cadena en la que los nombres de los hijos crecen sobre el de la madre.

Morir es “un minucioso trabajo de arte” (92). Como Juan Ramón Jiménez cuando habla de poesía: “llegado el momento / el objeto del arte / ya no se puede / volver a tocar”. “La muerte recoge la flor en el aire / y reúne sus pétalos / en una misma caída” (145), en “el lento trabajo de morir” (203).

Poesía y muerte, al fin y al cabo, ¿no son lo mismo? La vida es ser “esquirlas de un mundo estallado Diminutos metales / titilando al rojo vivo / y apagándose en el suelo (…) tenues resplandores de otra luz Niebla desapareciendo en / resquicios de piedra” (124) Y aunque sea algo tan insignificante -hilos, esquirlas, tenues resplandores-, es también amor y ambos, madre e hijo, están “Recubiertos por un traje celeste caído entre los árboles” (124) No obstante, MAA define con claridad qué es hacer poesía: “es más o menos comparable / a necesitar / a Dios” (168).

En todo el libro los límites entre vida y muerte se diluyen: “la mañana / tiene una suave / luz /que se mueve / lentamente / es mi padre / que quiere / hablarme/” (153), en Resplandor, o en Páramo solo, en donde el padre muerto ocupa todos los paisajes: “y yo pude reconocer / el cuerpo de mi padre / entre los escombros” (179). Para constatar en otro poema de este libro: “En los extremos / de las ramas / aparecen / inesperadamente / los temblores / del brillo / el brillo de lo que ya no existe” (200).

Juan Carlos Abril considera que esta incertidumbre entre vida y muerte recrea “una zona tarkovskiniana, de arenas movedizas” (14).

Estamos, en definitiva, en un mundo de sombras, de intuiciones, de restos del otro lado. Lamentable es nacer y tener la muerte por horizonte, pero también puede haber transfiguraciones, soledad blanca.

Luz y sombras se contraponen, se sustituyen, o son lo mismo: “Ruego / que esta luz / estalle la noche por dentro / de una sola vez y la amanezca” (45).

Al igual que los seres humanos somos “esquirlas de un mundo estallado”, “las pequeñas llamas / protegidas del aire y de las lluvias / no han dejado de reflejar / sus delicadas sombras / en las paredes / de la mañana / ha sido de día siempre / por su resplandor” (234).

En “Luz intocada” describe la iluminación, los instantes que dan sentido a la vida y la retiene, aunque ellos no perduren (43). Como dice MAA “Más cerca / de la luz / crece / el día / y todo / lo que/suavemente ilumina / basta” (176).

La palabra es capaz de aprehender lo esencial, de descubrir la vida, de golpe, y huir, sin permanecer. En Piedra en U, por ejemplo, los poemas son leves. MAA trata de encontrar la palabra esencial, que no pese, la palabra que capte la memoria y la muerte (98).

La memoria “la única / materia / por la que / has vivido / o vives” (95) A pesar de que el tiempo es inaprensible (“apenas y entonces”, “hay que guardar la fijeza, sin que nos alcance otra luz” (159). Un pájaro que canta, unas semillas, una flor repentina, todo mínimo y radiante, en donde “solitaria y deshecha / germine su vida” (227).

La poesía de MAA, “explora ese lugar o territorio donde nadie antes ha llegado” (…) “Al lector le llega la emoción viva (…) emoción nueva, no vivida antes (…) fuera del poema” (Juan Carlos Abril: 17-18).

En efecto, MAA nos sumerge en un mundo de tanta belleza, y tan nuevo, no sólo por lo insólito de sus imágenes, del mundo que crea, sino también por su semántica original, por su carencia de signos de puntuación. Esta forma de escribir revela el fluir de la conciencia, el ritmo de la vida, su continuidad, su proximidad, que nunca se presta a las convenciones, que no conoce la pausa ni el orden. Algo parecido al rumor continuo del aire entre los árboles. Los poemas crecen en los intersticios, en los silencios, y también en las palabras que se superponen y se aniquilan o se fortalecen. En “No es la palabra Es la voz” hallamos una buena descripción: “es la voz intentando una modulación Buscando la armonía del sonido del cuerpo contra el aire / como una silla amable separándose de la mesa” (131).

Palabras antitéticas se unen para aproximarse a lo que describe –“sonidos del silencio” (145)-, contrastes que provocan también música, luz y sombra. Llama la atención la delicada levedad de tantos poemas -especialmente en Inmóvil y Sentido aroma-, en los que MAA logra dibujar la imprecisión, lo apenas entrevisto: “una rama blanca por venir” (216). Pero se trata de una constante en toda la antología. Un ejemplo preclaro es “Piedras de reposo”, dedicado a su hijo e instándole a atravesar el sufrimiento: “Todo lo que quiero decirte, hijo Es que del otro lado del sufrimiento / Hay otra orilla / encontrarás allí grandes lajas Una de ellas lleva tu forma tallada con tu / antigua huella labrada Donde cabrás exacto y con anchura / no son tumbas hijo son piedras de reposo con sus pequeños soles grabados / y sus rendijas” (112).

 MAA nos muestra también la guerra, el sufrimiento y la violencia. La desolación que respiran algunos versos recuerda a Cernuda y su Donde habite el olvido: “algunas palabras escritas en un puñado de tierra arrastrado por la brisa” (127) o en “llevar los ojos vivos bajo tierra (122). Esa es la vida del sobreviviente, de quien ha conocido el horror, peor que su muerte.

La poesía de MAA conoce la injusticia, el maltrato, la pobreza. Todo esto la atraviesa, junto a la belleza de los pájaros, de los paisajes, de lo que, a pesar de su aparente insignificancia, puede oponerse a lo demás. Por eso, mientras se vive, hay que atender a momentos frágiles, leves: “ofrécele / acción Y atención / a esa / presencia / pues / a cierta hora / oscurecerá / y sólo quedará / un tipo / de memoria / :vacía o llena: que no podrá /  producir / materia/nueva” (95). Sólo el hombre pobre carece de memoria y, por lo tanto, de vida: “Cuando un hombre pobre / trata de recordar / su memoria / es un montón indiferenciado / del mismo color sin movimiento” (195).

En toda su obra identifico el contraste entre el descubrimiento de la existencia, de su transparente belleza y del horror que provoca: “cuando vivir / se ha vuelto de repente / una gran horrenda abierta / repulsiva / vulgar” (242). Pero como dice Ángel Valente, el horror también es algo, es esperanza: “Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora, / cuanto se me ha tendido a modo de esperanza” (20, 2001).

 Por encima del silencio que respiran la guerra y la violencia (126), una línea de vitalismo recorre todos los libros. Son las pequeñas escenas las que salvan del horror, por ejemplo, en “Agradecimiento” (154), en donde un pájaro mira hacia arriba, al árbol que lo alimenta, para agradecerle su regalo, que le da la vida. Estos instantes reveladores se describen con plasticidad y precisión.

La innovación del discurso, que mencionábamos antes, lleva aparejada puntos de vista innovadores como en su libro Cuerpo, en donde afronta el embarazo y el parto como materia poética. Tiene mucho que ver la luz del parto y la muerte que inicia.

Publicado en los años ochenta pone de manifiesto el trato brutal que reciben las mujeres que paren. No es sólo una poesía de protesta, que ya sería mucho, sino que se trata de poemas nuevos, de gran intensidad. Poemas en los que late la desesperación: “Me acerco desde los perros / lleno la casa de agua / alambres / cabezas baños brazos colgados vigas piernas sillas” (270).

Como dice Juan Carlos Abril: “es la mañana imaginada, esa que viene después de todos los sucesos, esa que renueva el ciclo de la existencia, el ciclo vital de los seres humanos, que nos lava de la noche y de la oscuridad y que viene a revivir el mundo” (22).

La poesía de esta mañana imaginada es verdaderamente nueva. Deja de lado lo ya conocido y escrito y conforma una expresión original que da otra vuelta de tuerca a los poemas y al mundo que representan, para ofrecernos palabras recién lavadas, palpitantes de otra vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

María Auxiliadora Álvarez, La mañana imaginada, edición de Juan Carlos Abril,Valencia, Pre-Textos, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Teresa Garbí

Como sucede con su abuelo Eugenio, en Miguel d’Ors (Santiago de Compostela, 1946), la autoridad con la que habla proviene no tanto del contagio como del territorio que ocupa. De entre sus versos destaca cierto júbilo ante el hecho de estar vivo (que siempre exige algo, como escribió Gil de Biedma). Por su Fe tiembla el verso, se abre, a veces con la virulencia con la que fueron despachados los mercaderes en el templo, por instantes divertido (Curso Superior de Ignorancia), las más de las ocasiones con una aparente mansedumbre que no es sino la certeza de quedar del lado del dogma. Pese a sus tres amplias antologías anteriores, Poesías Completas 2019 (Renacimiento) es un exacto recorrido por el respiro de su palabra.

 

 

 

- “Hay bastantes páginas prescindibles”, dice en el prólogo, demostrando una honestidad poco común. ¿Cómo se reconocen esos versos digamos fallidos?

- Bueno, yo no hablaba de versos, sino de poemas. En mis primeros libros, sobre todo en el primero, hay algunos, escritos con diecinueve, veinte o veintipocos años, que manifiestan la inmadurez psicológica y expresiva propia de esas edades. Y quien no se percate de eso es un lector también inmaduro.

 

“Estoy convencido que el trabajo atrae la inspiración”

- ¿Cuánto de oficio y trabajo tiene el poema y cuánto de inspiración, de azar?

- La inspiración llega cuando quiere, pero no me atrevería yo a afirmar que llega por azar. Que surja por causas desconocidas no significa que surja porque sí. Además, estoy convencido de que el trabajo la atrae.

 

- Asegura que la poesía le ha permitido “abrir la puerta del reino de la Belleza”. ¿Qué es para Miguel d’Ors la belleza?

- “Splendor Veritatis”.

 

- ¿Cuánto de sagrado tiene la poesía?

- Según quien sea el poeta que la escribe.

 

- ¿Y de misterio?

Creo que toda nuestra vida transcurre en la vecindad de lo sagrado, es decir, lo divino, que está siempre ahí, invisible pero con una presencia poderosa. Como es invisible, muchos contemporáneos míos lo niegan. Para ellos, herederos del empirismo ilustrado, solo es real lo sensible. Yo creo que la realidad es mucho más que lo que se puede ver, oír, oler, saborear y tocar, y por eso en muchas poesías mías aparecen el misterio y lo misterioso. Pero la creación poética para mí tiene más de problema que de misterio, porque es ante todo cuestión de técnica, de oficio. Tanto un problema como un misterio se resisten a nuestro entendimiento, pero mientras que todo problema tiene una solución, el misterio es inexplicable.

 

“Yo no soy conservador, sino reaccionario”

- ¿Qué le ha perjudicado más, a la hora de estar allí donde los importantes (miembros de la poesía de la experiencia), ser conservador o católico practicante?

- Vamos a ver: yo no soy conservador, sino reaccionario. La actitud del conservador es poco activa: consiste en propugnar “que las cosas queden como están”. Los políticos conservadores al uso -y en España tenemos un ejemplo inmejorable- cuando llegan al poder suelen dejar intactas las medidas “progresistas” vigentes. El reaccionario, en cambio, lucha para cambiar las cosas. En eso está uno, con lo que sus capacidades le permiten. Y ser reaccionario, tal como yo lo entiendo, implica, al menos en nuestro contexto histórico y geográfico, profesar la Fe católica (que es una cosa muy práctica). Por otra parte, o por otras partes, ni está claro en qué consiste le llamada “poesía de la experiencia”, ni muchos de mis poemas son ajenos a lo que se viene llamando así, ni yo tengo el menor interés en «estar allí», ni últimamente suelo quedar fuera de las antologías y los estudios críticos serios sobre la poesía española actual.

 

“A un joven poeta le diría que no se preocupe tanto de expresar sus emociones como de provocar las de sus lectores”

- “Ahora que (su) edad corre ya cuesta abajo”, ¿qué consejo daría a un joven poeta?

- Que lea mucho; que lea a los autores que hay que leer, no a los que suenan por ahí; que antes de publicar nada haga muchos ejercicios para llegar a dominar el oficio -nadie se pondría a dar un concierto de piano sin antes haber pasado unos años haciendo escalas- y que no se preocupe tanto de expresar sus emociones como de provocar las de sus lectores.

 

- En sus poemas encontramos desde Bush, ETA, Dios, el Opus Dei, Leticia Ortiz… ¿todo es susceptible de ser carne de poema?

- Sobre cualquier cosa se puede hacer tanto buena poesía como mala poesía.

 

- “Ya que la edad empieza/ a empujarme al adiós”, hay muchas ¿fórmulas? que, de un modo u otro, hablan de encarar la muerte. ¿Qué disposición de ánimo hay que tener para poder hacerlo?

- A un cristiano no tiene mucho sentido hacerle esta pregunta.

 

- Usted, que llevó la contraria a Lupercio Leonardo de Argensola por aquello que escribió acerca de que el cielo azul no era ni una cosa ni otra, ¿cree en la verdad absoluta?

- Repito la respuesta anterior.

 

- ¿Cómo es posible que no hayan escogido los ecologistas como emblema algunos de sus versos, o algún verso de Muñoz Rojas?

- Ellos se lo dirán.

 

“Cada obispo de Roma, como cada fontanero o cada notario, puede encontrar en nosotros afinidades y divergencias”

- ¿Es mejor Papa Francisco que Juan Pablo II, que no paraba de viajar?

Cada uno de los Papas es el Papa que, según los planes de Dios -para nosotros siempre impenetrables-, el Espíritu Santo ha querido (y permitir es una forma de querer) en cada momento histórico. Sin excluir a los impresentables. Todos son el vicario de Cristo en la Tierra, Alter Christus... Ahora bien: los Papas son seres humanos, y la humanidad de cada uno es como es, ya desde san Pedro (que no sé si sería calvo, como asegura la canción tradicional, pero sí era impulsivo y cobarde), de modo que cada obispo de Roma, como cada fontanero o cada notario, puede encontrar en nosotros afinidades y divergencias.

Yo he conocido siete Papas: Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco I (al que, no sé por qué, nadie le pone el ordinal, como si ya no fuera a haber más de ese nombre). Con el que mi humanidad sintonizó mejor es, sin la menor vacilación, Juan Pablo II. Lo admiro mucho. Si tuviera que hacer con los demás un ranking de simpatías, el último lugar lo ocuparía, desde luego, el actual, que, como todo el mundo sabe, es el predilecto de los enemigos de la Iglesia. «Y hasta aquí puedo leer».

 

“A mí el éxito siempre me ha parecido sospechoso y, en nuestros días, más sospechoso que nunca”

- ¿Cuál es la relación con su primo, Pablo d’Ors, con quien comparte fe y oficio (de escritor)?

- Él ha vivido habitualmente en Madrid o en países extranjeros, y yo siempre en lo que suelen llamar «provincias». Creo que nos hemos visto solo dos veces. Por lo demás, es un escritor de éxito, y a mí el éxito siempre me ha parecido sospechoso, y en nuestros días más sospechoso que nunca.

 

- Hábleme de sus gustos poéticos.

- Bueno, mis gustos, al parecer, son un tanto rebeldes: admiro unos cuantos poemas de Jaime Gil de Biedma, varios de Rafael Guillén, algunos de Carlos Murciano, algunos de Eladio Cabañero, algunos de Carlos Clementson y muchos de Juan Luis Panero, José María Merino, Víctor Botas, Antonio Colinas, Fernando Ortiz, Eloy Sánchez Rosillo, Javier Salvago, José Luis García Martín, Luis Alberto de Cuenca, Jon Juaristi, Andrés Trapiello, Julio Martínez Mesanza, José Cereijo, Susana Benet, Pedro Sevilla, César Martín Ortiz, Juan Ramón Barat, Felipe Benítez Reyes, Carlos Marzal, Amalia Bautista, José Mateos, Antonio Manilla, Diego Reche, Gabriel Insausti, Javier Almuzara, Karmelo Iribarren, José Manuel Benítez Ariza, Abel Feu, Enrique García-Máiquez, Tina Suárez Rojas, Jaime García-Máiquez, Víctor del Moral, etc., por limitarme a los españoles de 1960 en adelante.

 

- ¿Algún autor sobrevalorado, a su juicio?

- Jorge Guillén, Aleixandre, García Lorca, Cernuda, Carlos Barral, Claudio Rodríguez, Caballero Bonald, Valente, Gamoneda, la mayoría de los “novísimos” y el 85% de las mujeres poetas.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

La autoridad es un territorio del que se ha desterrado no solo al maestro, al médico, a nuestros mayores, también al crítico. Cualquiera de nosotros está autorizado a emitir un juicio sumarísimo a propósito del asunto más peregrino  o especializado. En un extraño juego circense, la opinión ha desplazado a la persona que la articula y exige ser respetada como sujeto digno de derecho, por famélica de sentido que resulte la opinión en sí. ¿Quién no está autorizado a decir que tal o cual libro es necesario, imprescindible, único, descarnado…? Da igual el bagaje y la arquitectura cultural, se dice y punto. Y tú, querido crítico, que llevas entrenando el instinto lector durante años, que has conformado con tus lecturas un mapa lo suficientemente generoso y extenso como para no perderte en casi ningún territorio, a santo de qué llegas con tu descaro de profeta a decirme si un libro es o no excelso, mediocre, tramposo, digno.

          El discurso se sentimentaliza, y si se argumenta la calidad de un texto y la conclusión no es luminosa, o sí, pero con matices, o no pero de manera justificada, el autor o sus acólitos se convierten en seres muy irascibles que exigen hoguera, fuego purificador, para que el crítico expíe el pecado de exponer su criterio, conocedor de que, como dijera Balmes, «la lectura es como el alimento; el provecho no está en proporción de lo que se come, sino de los que se digiere».

            Y de entre los críticos con los que estamos en deuda, Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960). Su recién florilegio de autores extranjeros, El nivel alcanzado (Debate), cierra una tríada que comenzó con Trayectos, dedicado a la narrativa española, y continuó con Desvíos, que atendía a las voces narrativas de Hispanoamérica. Desde luego, esta entrega vuelve a demostrar, con cierta humildad, qué nivel se ha alcanzado (la imagen del título es de uno de los custodios literarios de Echevarría, Musil). Basta zascandilear por estos 36 textos que componen la primera parte del volumen (escritos más breves, bien de libros, bien de autores, cada uno con su posdata) o entregarse a cualquiera de los trabajos más extensos que disponen la segunda, en su mayoría prólogos o conferencias, y que incluyen dos piezas inéditas, una sobre Viaje al fin de la noche de Céline (‘Una disección’) y otra sobre Iris Murdoc (‘Iris Murdoch y la máquina del amor’). Espléndido, por cierto, el prólogo del escritor y editor Andreu Jaume, más estudio preliminar que saluda.

            Sin aspirar a convertirse en canon personal (aunque los autores recogidos están en la constelación que habita; algunos de hecho son figuras tutelares del crítico, como Kafka, Canetti o Benjamin), mucho menos a clausurar un ciclo de lecturas (el nivel alcanzado nos permite saber que toda selección es un error), estas notas están escritas con la soltura, vehemencia y el vuelo de quien no aspiró nunca a ser escritor, lo cual le exime del tono académico, plúmbeo o resentido.  

            Escribe Echevarría desde un lugar que no es exactamente el del yo, como sucede a algunos poetas, y siempre desde el cigüeñal que nivela la opinión y la información, sabiendo que la crítica tiene naturaleza propia, dúctil, lábil, emancipada, y se desprende, además, de estas piezas cierta fruición que responde a que estos escritos sirvieron durante años a modo de consuelo (de «desagravio» estuvo a punto de apostillar el propio Ignacio en su nota) mientras alumbraba esas otras críticas de títulos patrios que tantos sinsabores le trajeron.

Recala en Kipling, en Thomas Mann, en Coetzee; también en otros autores menos populares en estas tierras como Manganelli o Julien Gracq e incluso en nombres «peligrosos» como Jünger (fascinante la crítica a propósito de El libro del reloj de arena). Con aplomo y distancia (podría decirse incluso que por momentos es frío, como ciertos terapeutas lacanianos), estas críticas nos recuerdan aquello que habíamos olvidado, nos apuntan perspectivas que se nos escaparon al leer los libros de los que hablan, traduce en palabras intuiciones lectoras que tuvimos. Nos enseñan. Nos dan sed. Son generosamente exactas en su disección. Sin que se le presuponga una infalibilidad que no asume ni se espera.  

            Eso sí, no busque el lector lecturas de ensayo, teatro, poesía. Ignacio se asentó en las lindes de la novela. Lo cual es otro rasgo de autenticidad. ¿Qué se opina de los que opinan sobre cualquier asunto, llámense tertulianos, si procede? Echevarría sería, en todo caso, invitado de La Clave, un especialista en narrativa.

             No hay suspicacia que socave el principio de autoridad de según quién firme la pieza. Desde luego, no la hay ante Ignacio Echevarría, dado el nivel alcanzado

 

Ignacio Echevarría, El nivel alcanzado. Notas sobre libros y autores extranjeros, Barcelona, Debate, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

3 de diciembre de 2021

En La civilización no era esto (IV premio EspasaesPoesía) Aitana Monzón ha jugado sus cartas y, al hacerlo, ha asumido sus riesgos. Escribo esto porque el libro presenta una arquitectura compositiva con unos cimientos muy sólidos y consistentes, todos ellos declarados con honestidad por la propia poeta, desde Rainer Maria Rilke y Anne Carson (que abren y cierran, respectivamente, el volumen con unas citas complementarias), pasando por Justine, la novela de Lawrence Durrell que abre el celebérrimo Cuarteto de Alejandría y que desempeña una función estructural relevante en este poemario, la filósofa y activista política francesa Simone Weil, la poesía goliarda o el grandísimo poeta nacido turco y muerto polaco Nazim Hikmet.


Estructurado en cinco actos, el volumen plantea una escritura fundada desde una autoconciencia y una radicalidad extremas, cimentada sobre continuas sinestesias, hipérbatos, aliteraciones, rimas internas y paralelismos con los que va dotándose de una fuerte cohesión rítmica, en la que un lenguaje intensamente musical y eufónico se presenta como el testigo incómodo de una ausencia que ha de acabar arrasando todo, una escritura que puede leerse como un ejemplo paradigmático de esa poética de la aniquilación de la que hablara Gaston Bachelard y que puede apreciarse bien en diversos poemas.

                
Creo que este libro se ha escrito a la luz de una poética que traza vínculos entre el lenguaje y el pensamiento y se adentra por senderos que antes habían explorado poetas como Edmond Jabès, Roberto Juarroz, Octavio Paz, Henri Meschonnic, Paul Celan o José Ángel Valente, por citar unos pocos, quienes entendieron sus propuestas como plataformas para pensar. En general, la poesía en español de una y otra orillas del Atlántico no se ha entendido como un lugar para impulsar la reflexión y el pensamiento crítico. Creo que Aitana Monzón es una excepción a esta regla y, por lo tanto, su poesía —por lo menos la que podemos leer en La civilización no era esto, su segundo libro tras Dormir à la belle étoile (2019)— debería verse a la luz de estos planteamientos.
Amenazada por el desgarramiento y la desaparición, brota esta palabra poética para dar cuenta de una incertidumbre, una carencia o un deseo, una realidad tan solo imaginada, indicio de una potencia que lucha por materializarse en acto, sabedora, como leemos en uno de los poemas, de que «Esto— que es la nada / se refleja ante mí // como la vida» (p. 33). Así, cabe pensar que al activar esa palabra se avanza hacia el logro de una mayor conciencia de realidad, desarrollando un trabajo exigente que consiste, como repetía Foucault, en despegar las capas para alcanzar un contacto con lo real sin ningún tipo de añadido extraño. De este modo, inteligencia, soledad, responsabilidad, silencio y dominio acaban siendo los compañeros de viaje de la poeta en este libro, y con ellos construye una poesía que tan solo ofrece inquietud e inestabilidad, un escenario marcado al mismo tiempo por un afán emancipador.


Una escritura que muestra muy a las claras que el lenguaje o, lo que en este caso viene a ser lo mismo, la vida, es, como se recoge de Simone Weil en uno de los poemas, «arraigarse en la ausencia de lugar» (p. 22). Pero, ¿cómo plantar casa, cómo echar raíz en la paradoja y en la contradicción? A veces, las rupturas léxicas se abren paso y sucede que quien escribe siente cómo se disuelven las palabras y el silencio encuentra vías por las que poder ventilarse. Aitana Monzón ha dejado respirar al silencio en este libro, y no solo entre los espacios en blanco que se cuelan entre las palabras descompuestas o entre los corchetes que ni tan siquiera unos puntos suspensivos contienen al mostrar una ausencia, como sucede, por ejemplo, en la escena I del acto tercero.


En gran parte, La civilización no era esto está construido sobre la ausencia, el vacío y el silencio, motivos vehiculares en el poemario, de tal modo que a quien escribe solo le salva la palabra, aunque, como leemos en otro poema, quien habla sea muy consciente de que «fablar la babel no dice nada / solo demuestra el susurro del vacío» (p. 47) y, en este caso, se trata del vacío dejado por la ausencia que habría de prolongar de un modo natural nuestra presencia. Emerge así una poética sustentada sobre la idea de que el centro es un lugar desubicado y, por eso mismo, simboliza no tanto un punto de cierre como el inicio de una apertura hacia lo que hay al otro lado, ese sitio donde, como leemos en uno de estos poemas, «las manos siguen haciendo cosas / en alivio profundo después de todo» (p. 13). En este sentido, la búsqueda de las orillas y los márgenes se presenta como una aventura de iniciación y por ahí emergen muchos de los poemas que Aitana Monzón ha reunido en este libro que contiene versos e imágenes memorables.
El intríngulis de la cuestión radica en la relación que aquí se ha establecido con el lenguaje, incorporado como una herramienta de reflexión y transformación del mundo y sometido a una tensión extrema. Cabría decir que Aitana Monzón ha concebido una escritura plural y compleja, edificada sobre la inestabilidad, dispuesta a cruzar fronteras y a escuchar los latidos de la inseguridad, generando un multiperspectivismo que engloba el más allá o el más acá del yo, como sucede, por ejemplo, en la escena III del acto V, el poema con el que se cierra el libro y en el que el poeta anhaga (‘deambulante, apátrida’), según nos cuenta esta poeta, hace mutis por el foro y abandona la escena para dejar que sea el coro, una voz que es muchas voces, quien prolongue el relato dejándose arrastrar por el vértigo hacia un abismo abierto, sin fondo, que no termina de cerrarse con un punto final. Por ahí se puede apreciar la saludable labor crítica que se ha llevado a cabo en este singular e interesantísimo libro en el que la poesía es índice del desierto y el silencio, orientado a impulsar la posibilidad de un mundo inédito, y para llevar a cabo ese proceso es preciso, como sugiere la autora de La civilización no era esto, desprendernos de todo lastre, desterrar del mundo todas las palabras que a lo largo de la historia lo han cercado con la intención de iniciar un camino inédito.





Aitana Monzón, La civilización no era esto, Barcelona, Espasa, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

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