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Configurar sentido descendente

28 de septiembre de 2018

una a eme

 

con el hechizo del xilófono

ese que aparece en mis sueños

he decidido recrearte una vez más:

definirte trato

 

como al fuego

 

los primeros hombres.

 

dos a eme

 

dándole curso a esta crudísima lectura

he decidido darte forma desde la nada

 

con la galopante intensidad de mis huesos

con la fragilidad rauda de mis párpados

con todo mi arsenal de cebos y maquinaciones líquidas

con todo mi cuerpo de estrella cazadora

te encierro entre mis flechas

y te me escapas como siempre.

 

tres a eme

 

enmarcarte es como mirarse en un espejo

un proceso meramente letal

 

enmarcarte es como forzarme

con mordazas diferentes

a mirarme en un espejo

y ver ese cadáver descampado

en toda su extensa lejanía.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Etiel Taupier

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mirar un cuadro. Recorrerlo con la mirada. Con la memoria. Decir lo que uno ve. Describirlo con palabras. Palabras exactas, precisas. Nombrar. Todo tiene un nombre. Todos tenemos un nombre. Para todo hay una palabra. Muchas palabras posibles. Aproximadas. Intercambiables. Una sola la justa.

 

 

Zurbarán, el esplendor del siglo de Oro, la devoción, la santidad, el martirio, la religión, la crueldad, la piedad, las rosas, los ojos, la inocencia, el pan de los pobres. Florence Delay ha escrito un bello libro sobre las santas de Zurbarán*. Santas amables, regias a la vez que humildes, santas en hábitos suntuosos, imperturbables. Alta costura, alta prosa, depurada, poética en el mejor sentido de la palabra (no debería tener otro), breve, ligera, sonora, callada, colorida. Florence Delay describe lo que ve. El rostro, la expresión, el aderezo, coronas, brazaletes, colgantes, tocados, los ojos, la mirada, el pelo, todas son morenas, todas son jóvenes, todas son bellas. Luego el vestido, un vestido, una vida, todas las santas de Zurbarán, incluso las más humildes, las pobres, las que no tuvieron nada en vida, van vestidas con ostentación, con elegancia, no es ostentación, es elegancia, ese instinto de la elegancia que poseen algunas personas independientemente de su condición, esa elegancia innata, ¿una recompensa del cielo en el caso de las santas? Las telas, los adornos, los bordados, los colores. Florence Delay, como si estuviese haciendo la crónica de un desfile de moda, no olvida nada, ningún detalle, ningún matiz, ninguna alusión, nada escapa a su penetrante mirada. Y finalmente las herramientas, los símbolos del martirio, del milagro: las rosas, el libro, la espada, el clavo, las piedras de la lapidación, las tenazas, el león, el dragón, la antorcha, los pechos cortados, los ojos en una bandeja.

 

Cuando Florence Delay va a un museo busca los dos, o como mucho tres cuadros que quiere ver, y se limita a ellos. Si se trata de una serie, o de un conjunto de cuadros con algún nexo o relación entre sí, hace una excepción y los ve todos. El Prado, el Louvre, el museo de Bellas Artes de Sevilla, el Thyssen-Bornemisza, Chartres, Montpellier, Londres, Génova, Dublín, Nueva York…, Florence Delay ha perseguido a las santas de Zurbarán por todo el mundo. Santa Isabel de Portugal, santas Justa y Rufina, santa Catalina, santa Margarita de Antioquía, santa Marina, santa Águeda, santa Lucía, santa Engracia, santa Eulalia, santa Eufemia, santa Inés, santa Emerenciana, santa Apolonia, todas ellas salieron de su taller para viajar por el mundo, algunas de su propia mano. De cuando en cuando Florence Delay toma una nota para no olvidar algo. Escribe con pluma y tinta negra, tiene una letra pequeña, clara, algo inclinada hacia la derecha. Escribe despacio. Las prisas, la precipitación, la improvisación, son cosas que Florence Delay desterró de su vida muy pronto. No se puede escribir con prisas. No se puede vivir con prisas. Más tarde, en la habitación del hotel, escribirá algunas cosas, leerá algunas cosas, pensará en algunas cosas. Antes de subir a la habitación se ha fumado un último cigarrillo y bebido una copa de vino tinto. Es un engorro esto de no poder fumar uno en su habitación. Cuántas tonterías, piensa, hemos tenido que soportar estos últimos años. Y las que nos esperan, suspira. Pero no quiere pensar en esto. Quiere pensar en los cuadros que ha visto. Quiere pensar en el pasado. El futuro está detrás. Todo vuelva. Quiere pensar en las santas. Quiere escribir sobre ellas. Descubrirlas. Describirlas. Saber algo más de ellas. Contarlo. Ha puesto sobre la mesa las reproducciones que ha comprado en la tienda del museo. Su cuaderno. Su pluma. La leyenda dorada. El catálogo de la exposición Balenciaga. El libro Santas de Zurbarán, devoción y persuasión. Un vaso de agua. El ordenador vendrá más tarde. A su tiempo. Al final de todo el proceso. Y escribe: “En Sevilla, una jóvenes santas presentan un desfile de Alta costura”. Alza la pluma y evoca soñadora su juventud. La primera vez que visitó el museo de Bellas Artes de Sevilla. Recuerda a sus amigos españoles. Sus viajes a España, Madrid, el Retiro, Pepe Bergamín, los toros, José Tomás… Qué corta es la vida. Qué extraña. He sido feliz, piensa. Soy feliz. Me han hecho feliz y he hecho feliz. He cumplido. He devuelto mis talentos aumentados. Pero no quiere ponerse melancólica. Y vuelve al cuaderno. Escribe: “Bellas como las andaluzas de ojos negros y pelo negro, llevan largos vestidos, con capa o sin capa, diversos modelos de jubones, casaquillas, camisolas y basquiñas, segundas faldas bajo las primeras…” Y mientras escribe, una vez más, revive su vida. Un colgante, una joya, el color de un vestido en el cuadro que está mirando, son idénticos a un colgante, una joya, o el color de un vestido reales, concretos, únicos, que llevaba su madre en las ocasiones, como se decía entonces, su profesora de baile…  un vestido, una vida, un libro… Basta por hoy. Mañana temprano tiene que volver a París. Se va a la cama. Apaga la luz.

 



*           Florence Delay, Haute couture, París, Gallimard, 2018.  

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Arranz

21 de septiembre de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cualquier dirección es posible, pero eliges caminar calle abajo. Se estrecha la vía y al pasar de nuevo por el mismo portal se anuda a ti esta suma de historias incompletas, recónditas, banales: el televisor apagado que alguien mira con desinterés desde un sofá, las flores secas en el centro de una rotonda, el paseo solitario de quien será, horas más tarde, un asesino a la fuga.

Nada te atañe esa sucesión de minutos, recibidos así, con aparente casualidad, y sin embargo bajan contigo como una piel muerta. Porque el camino es largo y formas parte de una vieja ceremonia: la del testigo que perpetúa, sin querer, el ritual de los días a medio hacer; la del espectador que busca una parte y la siguiente.

El azar se convierte en una extensa cadena. Una pesada cortina que al desplegarse agita los límites del mundo. También a ti te golpea su movimiento a medida que avanzas.

La carretera se bifurca. No hay camino de regreso para alguien que olvidó dónde está su casa. El asfalto mojado te hace resbalar y perder el sentido. Todo a tu alrededor no es más que una concatenación de ficciones, como una mandíbula que al abrirse devora cualquier rastro de vuelta.

Eres uno, ahora, y eres múltiple.

Sabes que al doblar la esquina nadie te llamará por tu nombre. 

Escrito en Lecturas Turia por Álex Chico

21 de septiembre de 2018

«Cada escritor posee en sí mismo un jardín que cultivar y un viajero que transportar: nada más. De otro modo, sería un personaje mucho menos interesante, que es su propio Yo». Con esta frase, Roberto Calasso, en La marca del editor (Anagrama), equipara la tarea de escribir y editar, siguiendo la estela de la definición de editor que hizo Vladimir Dimitrijevic con solo dos palabras: jardinero y transbordador. Rodrigo Blanco Calderón usa a Calasso para abrir su último libro de relatos, Los terneros (Páginas de Espuma), con la siguiente cita: «Todo sacrificio es un barco dirigido hacia el cielo».

Blanco Calderón fue el escritor más joven de la primera generación Bogotá 39, hace más de diez años, en 2007. Vive en París y es caraqueño. Este es su tercer libro de cuentos y el primero como migrante, fuera de una Venezuela a la que ya no reconoce, de la que se fue, por la que se fue. Aunque asegura venir de las formas breves y sentirse más cómodo en ellas, también ha escrito novela: The Night (Alfaguara), con la que ha recibido el premio Rive Gauche à Paris, por la mejor novela extranjera en Francia. Con Los terneros quedó finalista del último Premio Ribera del Duero.

Los terneros está hecho de siete relatos: «Petrarca», «Agujeros negros», «Biarritz», «Los locos de París», «Nuevo coloquio de los perros», «Hijos de la niebla» y el cuento del que toma el título el libro: «Los terneros». Siete relatos pero también, en cierto modo, siete capítulos: un archipiélago de siete islas. Si se lee de principio a fin, la esencia es de conjunto, de ese Todo, de ese ser, de ese sacrificio: de ser humano y sociedad. El libro está de pie y pasea por Caracas, Ciudad de México, Miami, París, Biarritz, Madrid. Las ciudades son personas y fechas conectadas, y las personas hablan de ciudades en las que viven, adonde viajan, en las que crecen o fueron.

Los protagonistas de Los terneros van en metro, conducen taxis, se montan en ascensores, son tocados por ciegos que se empapan de vértigo. Lloran, visitan farmacias e iglesias, a un hombre en cama tras la cortina esperando lector. Ven al Quijote de hoy, que es un aparcacoches durmiendo en la calle. Ven los restos de la muerte, de un huracán, y la noche de antes de los destrozos. Asisten a protestas, son testigos, atentados, estudiantes y profesores. Lectores, escritores, también poetas. Bailan, mascan silencio. Muestran todo lo inefable. Hablan del poder y de la nada, de los ciclos y las ausencias, de eso que alguien siente cuando siente mucho y no es capaz de decir cómo. O no sabe o no se quiere. Comunicarnos, qué difícil. Y, sin embargo, qué necesario. ¿Cuánto nos necesitamos? ¿Cuánto se pierde por ganar compañía? ¿Qué sacrificio? Los protagonistas de Los terneros son solos que no pueden estar solos.

Parlez vos voisin!, habla con tu vecino, está escrito en el vagón del metro de «Los locos de París», uno de los cuentos más aplaudidos del conjunto. Funciona como un relato perfecto, con su vacío correspondiente, y todo arranca con alguien llegando a París tras la masacre de Le Bataclan: un latinoamericano, lingüista, informático y deprimido, casi un zombi, buscando amigos, como se suele decir. «Así, he descubierto que una buena novela es eso: la inminencia de un ataque de zombis que no se produce», dice el narrador de este cuento.

Y bien podríamos definir así el estilo de Blanco Calderón. Te lleva al precipicio y te abandona en el límite, no se desborda, no se deforma, y te deja sola con tu, su, soledad. Lleva el caballo de la narración sin que se note que lo apalea, con cuerda invisible, sin despeinarse, sin desbocarse una línea y, aun así, o quizás por ello, duele el látigo como si el caballo fueses tú. Pero tú creías que habías venido al baile y a un vals en concreto por la elegancia, pero el cuento termina y tú estás K.O. Y en un ring y sin la palabra.

La palabra «sonrisa» suele pasearse con mucha más frecuencia y dignidad en cualquier narración que la palabra «lágrimas». No en el caso de Rodrigo Blanco Calderón, no aquí. Todos los protagonistas de estos cuentos son hombres (desde el niño al anciano a las puertas de la muerte) y hay heridas de huérfano, hay una especie de orfandad en el libro que crece. Lloran con naturalidad, pero solo los hombres. Las mujeres son misterio en este libro, fuertes en su mayoría, distantes, infranqueables emocionalmente, o ausentes. Todos los protagonistas son hombres pero son protagonistas que se quitan del medio, como un periodista que escucha y observa pero no deja de hablarnos también de él al través de los otros. Alejarse del Yoísmo, como diría Picón Salas, con quien también se conversa en este libro que arranca con un personaje llamado Petrarca, al que debemos la difusión de los clásicos. Hay un Quijote y un Sancho a la mitad, otro coloquio de perros, y todo termina con un hombre dando un portazo, afrontando su miedo mayor.

Hay narraciones dentro de narraciones, matrioskas, e iceberg del que solo se ve la punta; hay que bucear, hay riqueza por debajo y más allá hasta para alcanzar la otra orilla anotando en los márgenes, como manguitos, las familias, los diálogos, a qué suena cada frase dicha propia. Además de los autores propiamente mencionados por el autor, leyendo los cuentos de Rodrigo Blanco Calderón, parpadean también, según nuestros ojos, Eduardo Halfon, su humor y erotismo y el disfraz de un detalle contra el patetismo, ya sea un gabán rosa o un paraguas; Antonio Ortuño, y esa necesidad de dejar por escrito, de usar la lengua materna, de cumplir con su madre; Marta Sanz, con las cicatrices y no saber si lo que se recuerda es cierto o no; Sanchis Sinisterra, con los ciegos y su obra El lector por horas. Los diálogos son dramáticos en Los terneros, nunca se siente una palabra que sobre o reste ejecución, y hay frases muy buenas pero ninguna lapidaria.

Todas las conexiones antes mencionadas surgen leyendo «Biarritz», uno de los cuentos de más valor, si no el que más, en nuestra opinión, por lo natural, sin rastro de las herramientas usadas ni anclajes, limpio, por lo fácil que parece y que no es, por lo que trata, por lo íntimo y social, por aquello que decía Miguel Torga: «Lo universal es lo local sin paredes». Encierra el sentido de la literatura y del ser humano, del hablar y contarnos, del poder sanador (o al menos placentero) de las historias. Y, no por ello deja de guiar y provocar al lector, que se queda pensando si, realmente, hacía ese sol al final del cuento o el narrador se lo ha inventado porque así quiere contárselo. 

Con Blanco Calderón una aprende que los silencios dicen más que los rumores. Y a lo largo de toda la lectura, una voz repite: ¡Qué belleza de libro! Antes de repetirse otra vez, añadiremos lo que nos ha faltado: un olor. ¿O es que el silencio no huele?

Los terneros es un libro para leer, terminarlo y dejarlo en la mesita cerca para agarrar un trozo a menudo. Y sí, también habla de política. Es política. Los terneros es un cuerpo de palabras que nos enseña que somos animales de ternura y terror. Ahora sí, de nuevo y sin estridencias, en cualquier párrafo, en cada esquina, en todo hueso, qué belleza de libro. ?ROSARIO LÓPEZ.

 

Rodrigo Blanco Calderón, Los terneros. Madrid, Páginas de Espuma, 2018.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rodrigo Blanco Calderón

14 de septiembre de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Es que falta sustancia

-y ni aliño siquiera-

a esta mañana inmensa del pardal

que ha bebido en la pila de la fuente?

 

Y es que es gorda la cosa 

-¡es que la veo!-,

la cosa del beber y de las alas,

el asunto del cielo -que es estarse

a sus anchas sin fin para pasmarnos-;

y esa otra menudencia

de los ojos que miran y descubren

que existe este mirar, y se enaltece

de agua y de gorriones.

 

Pero no lo veía, me faltaba

ponerlo en evidencia, y llegas tú,

palabra de qué amor, para mostrarme

cuánto te necesitan estos ojos

para ver más de veras, para ver

la fuente y el gorrión en su domingo.

 

¿Y era eso por fin

-por fin y por principio-, que es amor

la música que oía en la palabra,

que de amor en amor estoy de amores

elocuente y de pájaros?

 

Escrito en Lecturas Turia por Vicente Gallego

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