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Esta entrevista a António Lobo Antunes fue emitida originalmente por la RTP el pasado mes de enero de 2015. Agradecemos la autorización concedida por la Radio Televisión Portuguesa para que pueda ser reproducida y divulgada por primera vez en España a través de Turia.

- Antonio, parecería que ha pasado poco tiempo desde nuestra última entrevista, pero aún así hace ya casi cuatro años.

- Cuatro años, sí.

- Y cambiaron muchas cosas, cambió el mundo, cambiamos nosotros y el país tuvo una evolución bajo un plano de rescate económico. ¿Cómo ha sido su vivencia de estos hechos, la vivencia de los últimos años?

- Cuando nos conocimos yo había pasado por un cáncer, hace siete años, y tenía que pasar las revisiones obligatorias. Cuando me hicieron un examen, tenía un tumor en cada uno de los pulmones. Diferentes el uno del otro. Me operaron. Tuve suerte al ser tratado por una persona excepcional que ya me había tratado del otro y que me dijo: “te voy ha hacer un tratamiento de quimioterapia que puede provocarte complicaciones, pero aún así te curarás.” La terapia fue muy, muy violenta. Fueron cuatro meses horribles en los que no me podía mover. Y, al mismo tiempo, extraordinarios… En la otra ocasión había hecho un tratamiento de quimioterapia oral y esta vez fue inyectada; en una sala muy grande del Hospital de Santa Maria, llena de gente, de todas las edades, muchachas de 18 años con pelucas, y una vez más me sorprendió la extraordinaria dignidad de las personas. No se escuchaba una sola queja, no había lágrimas… y estaban contentos de verme allí. En los hospitales, las noches son terribles. Cuando la última visita se iba, yo me quedaba mirando por la ventana la llegada de la mañana, como Proust cuenta, como si la mañana me fuese a salvar de algo, y no me salvaba de nada. Pensaba que no tenía derecho a rezar. Primero, porque Dios tiene cosas mas importantes que hacer que ocuparse de mí. Imagínese, sólo el billón de chinos debe dar un trabajo de no acabar nunca. Dios tiene otras cosas que hacer, y además, sería un falso rezar porque, en mi caso, en realidad, estaba intentando negociar. No estaba en la situación de rezar, sino en la de llegar a un pacto.

- ¿Qué trae de nuevo a la Iglesia este Papa?

- Bueno, no tengo capacidad para juzgar eso. Ahora bien, en mi opinión, creo que él se aproxima a las personas de Dios, por lo que oigo, lo que me hace sentir, al menos en mi opinión nos da una dimensión casi humana de Dios, si es que se puede expresarlo así. Presenta a un Dios mucho más próximo y que yo deseaba que fuese, que no tiene nada que ver con aquel Dios terrible del catecismo que me enseñaban en la iglesia cuando era pequeño. Un Dios aterrador, que enviaba plagas de langostas, que mataba primogénitos, y como, además, yo era el mayor de los hermanos, pensé: tengo que portarme bien y rezar mucho, sino puede que vea una plaga de primogénitos cualquiera, o que me arrojen las langostas encima. Esas eran las cosas que me incomodaban del Antiguo Testamento.

- Además de esos dos cánceres a los que venció, también perdió a su…

- No vencí nada. Nadie vence al cáncer. Simplemente, de aquí a diez años, el cáncer se volverá cada vez más una enfermedad crónica, como si fuese una diabetes, o un reumatismo. Hace diez o quince años sólo el 5% de personas sobrevivía, ahora son el 80% o el 90%.

- Pero quería decirle que, además de aquellos dos cánceres, ocurrió también que, durante ese periodo, perdió a su madre.

- ¿Si hubiese servido para algo?, que es lo que la gente se pregunta habitualmente… Sí, mi madre murió también.

- Volviendo al país; porque han pasado tres años y han sido tres años difíciles aquí, en Portugal, con el plan de austeridad y con el rescate económico del que ha sido víctima el país, ¿cómo ve ahora?

- Me siento indignado con lo que se ha hecho con este país. Somos un pueblo extraordinario y que lo acepta todo. Ahora, lo que no entiendo, es cómo podemos aceptar  de una manera tan sumisa todo lo que pasa: aquello que los políticos resuelven. La sensación que yo tengo es que quien manda son las sociedades de abogados, ni siquiera son los políticos.

- ¿O es el poder económico y financiero?

- Exactamente. Pero ¿quién está detrás de eso?

- ¿Quién está detrás?

- En Portugal son las sociedades de abogados. Sabe, hace algunos años, cuando estuve con Steiner, antes del inicio de la crisis, en Cambridge, él me decía: “Esto comenzó en América; pero seréis vosotros los que lo vais a pagar: los portugueses, los españoles, los italianos, los griegos son los que van a pagar por todo ello.” Sabe, este es un barrio pobre, donde estamos, y las personas están a la última pregunta. ¿Y sabe lo que se ha vendido más en el barrio? Candiles de petróleo. Porque sale más barato que la electricidad. Las personas toman baño una vez por semana sólo, para no gastar agua. O estando en un supermercado, ver a la señora que está cortando carne, meter varios trozos en bolsas de plástico para ella, porque no tiene, porque está muy mal pagada. Somos miserablemente pagados. Y tengo mucho miedo de lo que nos vaya a ocurrir. Ahora habrá elecciones: es evidente que este gobierno va a cambiar.

- ¿Va a cambiar?

- No tengo duda que el partido que gobierna va a perder. El portugués que hablan los políticos es puramente anecdótico, ¿o no es así? Para empezar por el Primer-Ministro. Es una vergüenza. Es una vergüenza. La gente podría hacer todas las críticas del mundo a Salazar, pero era mucho más atractivo que los primeros-ministros que tuvimos después de la Revolución.

- ¿La figura de Salazar continua, en su opinión, siendo la figura más importante del siglo XX en Portugal?

- No, no estoy hablando de que sea la mayor o menor figura. Ese hombre sólo me hizo mal. Fue por su causa que fui a la guerra. Fue por su causa que sufrí tanto. Tuve un primo que murió en ella, tuve un hermano que fue reclutado antes. Siento una desconfianza natural en lo que respecta a los políticos: me resulta extraño que una persona se designe a sí misma para liderar lo que quiera que fuese.

- En los últimos días, las noticias no fueron buenas para el país, los portugueses fuimos informados de nuevos casos de corrupción.

- No me resulta extraño. El apetito de poder es tremendo porque en la mayor parte de las ocasiones, o en muchas de ellas, lo hacen personas que no lo necesitan, pues tienen dinero suficiente. Esto es lo paradójico. ¿Qué es lo que sucede con esa gente? Son personas con una valoración de sí mismas muy baja, y, entonces, el tener mucho dinero o tener mucho poder les refuerza la autoestima y les permite vivir con menos angustia. Son también personas sin grandes preocupaciones y con un problema de carácter moral, que les afecta a la personalidad entera, ya que no tienen escrúpulos de ningún tipo. Fíjese en esas otras personas que tenían el dinero en el banco pobre y que se quedaron sin nada. Los directivos de los bancos no se preocupan por eso. Además si no fuera de ese modo, dejarían de ser banqueros, ¿no es así?

- ¿Tampoco se sorprendió con la intervención del Banco Espíritu Santo?

- Un imperio dura tres generaciones: la del que lo construye y la del que lo mantiene son las primeras, luego comienza la decadencia. Era inevitable que esto fuera a suceder en esta generación o en la próxima. No me sorprende nada. Las personas, que para mí, son más prescindibles, entre las que me encontré, pertenecen a las llamadas clases altas. Son mucho más insignificantes que las de las clases bajas. Y mucho más ordinarias. Yo ví en Brasil a muchas de ellas.

- ¿Porque pierden la dimensión de lo real, de la realidad?

- Ah, sí, eso ocurre. Saben lo que cuesta cada cosa que tenemos. Miran mi ropa y se dan cuenta en seguida lo que ha sido comprado en una tienda de chinos. Acaso esté exagerando, pero no es muy diferente de lo que digo.

- Entonces ¿por qué son mucho más vulgares los de las clases dirigentes?

-Por egoísmo, por avaricia, por deseo de poder, por desprecio, por su incultura. Y, después, por su manera de mirar el dinero. Cuanto más rica es una persona más se fija en la pasta, ¿se ha dado cuenta?

- ¿Vale la pena vivir, sea como sea?

- Es bueno estar vivo. A mí nunca me han dicho: “¿Sabes quien se encuentra muy bien?”. Sin embargo, me he cansado de escuchar: “¿Sabes quien está muy mal?” Pobre, tiene un cáncer. Y tras esa afirmación hay un sentimiento de victoria. Él tiene cáncer y yo no. Él va a morir, yo no. Había un moralista francés del siglo XVIII, que decía: “En la desgracia de nuestros amigos, siempre hay algo que no es completamente desagradable.” No era sólo de los enemigos, sino también de los amigos. Cada vez que alguien me pregunta: “¿sabes quien está muy mal?”, me digo siempre a mí mismo: “no, ni quiero saberlo”, y le mando a la persona que me lo ha preguntado a un lugar del que no se debe hablar aquí, porque puede haber niños viendo su programa. Pero también me ha ocurrido entrar en una enfermería y ver a los médicos y a los enfermeros llorar porque ha muerto alguien. ¿Se acuerda de Malangatana Valente?[1] Murió en Santa María, tratado por una gran amiga mía a la que le debo el estar todavía vivo. Él comenzó a tener síntomas. Tenía un cáncer de pulmón que tardó algún tiempo en dar la cara. Y estaba en Mozambique con la mujer. Se planteó salir de Mozambique para ir a otra parte para tratarse. Su mujer le dijo: “Vamos a África del Sur”. Malangata le respondió: “No, vamos más cerca, vayamos a Portugal.” Mientras existan personas que cuando dicen vamos más cerca, piensan en Portugal, todavía hay alguna esperanza para nosotros como país. Esta frase es extraordinaria: “No, vamos más cerca, vamos a Portugal.”

- ¿Se siente amado, tratado con cariño, aquí?

- Pienso que las personas han sido muy generosas conmigo. Y me gusta nuestra manera de ser. Me sería muy difícil vivir con una mujer que no fuese portuguesa. Que no se quejase en la misma lengua que yo; que no hablase en la misma lengua; que no se irritase en la misma lengua. Nunca podría vivir con una extranjera. Le voy a contar algo íntimo, pero para acabar. Estuve en América, en Nueva York. Y las personas, allí, los sábados, se van a las discotecas, pero se van solos, hombres y mujeres, todos van solos. Las discotecas, además, suelen tener un cantante que imita, con frecuencia, a Sinatra. Esto ocurrió en Newark. En las cercanías de Nueva York. Conocí allí a una noruega, una dentista noruega, con la que, más tarde, tuve un encuentro más íntimo. Y ese encuentro íntimo fue horrible. Yo estaba acostumbrado a estar con portuguesas y aquella mujer me parecía que se estaba ahogando. Escuchaba el sonido bumbom, bumbom. Tenía la impresión de que ella estaba dentro de una bañera ahogándose y yo no lo pude soportar, sólo quería salir de allí corriendo, lo más deprisa posible. Dios mío, que saudades de las mujeres portuguesas que gritan en una lengua que yo entiendo, que se expresan en una lengua que entiendo. Hasta para eso. Que les gusta comer las mismas porquerías que a mí me gustan, cosas que te sientan mal, con mucha grasa. Me gusta.  Nuestro mal gusto me gusta. Me gustan los sujetadores feos que, a veces, las muchachas usan, aunque vistan mal, pero que, en realidad, visten triunfalmente mal. Todas están contentas. Son felices con ellas mismas. De ser como son. Estoy muy contento con todo eso.

- ¿Hay sujetadores feos?

- ¿Y no los hay? Como también los hay bonitos. Además, ¿sabe?, toda la ropa interior femenina es un misterio. Como ejemplo le contaré una anécdota: el único rey del tiempo de la reina Victoria, que no casó con una de sus hijas, fue Vittorio Emanuele, el unificador de Italia, que, estando en Londres para ello, concedió una entrevista y, al periodista que le preguntó: “¿qué es lo que más le ha impresionado de Londres?” , le dio como respuesta: “el hecho de que las mujeres usen calzones”. Y, sólo por causa de eso, la reina no le concedió a su hija en matrimonio. Porque los calzones eran un atuendo de prostitutas.

- No puedo dejarle de preguntar, ¿por qué continúa fumando?

- Porque me da placer.

- ¿Incluso después de haber estado enfermo?

- Por eso mismo, porque ahora no tengo más oportunidades que otros.

- Y eso, ¿por qué?

- Porque creo que ya tuve mi ración de cáncer. Ahora me apetecería variar un poco. Tener otras enfermedades cuando tenga que tenerlas. Y me gusta fumar. Siempre me ha gustado. Me gusta el sabor. Hay cigarrillos que no me gustan, pero estos sí.

- ¿Es el sabor lo que le atrae?

- Mi padre fumaba en pipa, toda su vida. Y murió con 89 años. Fumó en pipa hasta el final de su vida, y aquello olía…

- Pero la pipa tiene un aroma perfumado…

- Me refiero al olor de aquel tabaco. Él sólo fumaba una marca inglesa que era difícil encontrar, pues no la vendían en ninguna parte en Lisboa. Y finalmente, tras mucha búsqueda, había que encargarla fuera. Venía en latas. La enviaban desde Inglaterra. Era perfumado, sí. Pero me gustaba más su sabor. Y como decía Oscar Wilde, y mi padre repetía muchas veces, “resiste todo, menos las tentaciones…”

- ¿Tiene muchas?

- Tengo algunas, pero son muy personales.

- Suele decir que la cultura es la base de todo y que es lo que falta en Portugal.

- Saber hacer pasteles de bacalao es tan importante como haber leído Os Lusíadas: es una forma de cultura. Tenemos la tendencia a juzgar que cultura es haber leído muchos libros, tener mucha información sobre esto o aquello. Cuando invitaron a Agostinho da Silva, ¿se acuerda de él?

- Muy bien.

- Me gustaba la persona y me gustaba ir a su casa, pero era horrible, porque olía muy mal. Olía a orines de gato callejero. Y estar en su casa era espantoso. Bueno, él había sido nombrado, después del 25 de abril, presidente de la comisión contra el analfabetismo. Y me decía: “hijo mío, me han convidado para hacer esto. Y es algo muy difícil porque la mayor parte de las personas cultas que conozco son analfabetas.”

- Ya que hoy vivimos en una sociedad, la llamada sociedad mediática, que vive de acontecimientos, de performances, se podría suponer que el Premio Nóbel podría proyectarle tanto en Portugal como en el resto del mundo, ¿no sería una alegría para usted?

- Sólo si fuese una alegría para los portugueses, me quedaría contento.

- Pero, ¿estaría preparado para ese peso mediático?

- Yo vivo con eso todos los días. Es algo, sabe, que ha sido un infierno en mi vida. Hace 15 días tuve que ir a Bélgica, viernes, sábado y domingo, a la carrera entre Holanda y Bélgica. Infernal. Y después estar siempre hablando con periodistas, periodistas y periodistas. Yo ya no puedo, porque últimamente ha sido un infierno. Y tras los periodistas vienen los sabios y luego una clase especial que son los intelectuales. Bueno, hay algunos intelectuales que son interesantes. Pero todos son más o menos la misma cosa, unos antipáticos.

-  ¿Quienes son más complicados: los periodistas, los sabios o los intelectuales?

- Los periodistas sólo hacen preguntas, y si no quieres responder, no respondes. Sin embargo, los intelectuales se pelean continuamente.

- Volviendo al Nóbel, ¿en su opinión sería el mayor reconocimiento?

-Pero, ¿por qué hay que dar tanta importancia a algo que sólo es un premio?

- También es dinero.

- Por ejemplo, el Camões. Cuando me dieron el Camões, acaba de saber que tenía cáncer. Quería que el Camões se fuese a la mierda. No me hacía falta el Camões para nada.

- Entonces, ¿por qué dice que piensa que va a suceder?

- Porque es inevitable. Porque en este momento, como todo lo que pasa a mi alrededor, acerca de mí, es inevitable. En los próximos tres años, uno de estos años llegará. No me da una especial alegría. Sólo si se la diera a los portugueses, me quedaría satisfecho.

- ¿Mira con preocupación el surgimiento del Estado Islámico?

- Se trata de una perversión completa del Corán.

- ¿Piensa que tendrá una larga trayectoria?

- No. Y, además, como le digo, se trata de una perversión del Corán. Merece la pena leerlo, porque el Dios de Maoma es muchísimo más benevolente que el Dios del Antiguo Testamento, que es un Dios terrible, siempre dispuesto a matar personas, primogénitos, de enviar plagas de langostas, de ahogar gente en el Mar Rojo, y no sé que más. El Dios de Maoma, no. En el Corán, Jesús tiene un nivel altísimo, por ejemplo, entre los profetas.

- ¿Cuál es su Dios?

- Es aquel que a veces me dice al oído que me quiere… En serio.

 

Traducción de Antonio Maura



[1] Vicente Malangatana. Artista plástico, poeta y uno de los fundadores del Movimiento para la Paz, nació en Matalana (Mozambique) en 1936 y murió en Matosinhos (Oporto) en 2011. (Nota del traductor).

Escrito en Lecturas Turia por Fátima Campos Ferreira

Mucho se ha escrito sobre el Quijote, en singular, pero creo que se acerca más a los hechos hablar de los tres Quijotes. Propongo considerar cada uno de los tres libros originales sobre don Quijote como obras independientes y asociarlas a tres ciudades y a tres momentos culturales cercanos pero distantes: el Quijote de 1605 bebería de la Florencia cuna, entre tantas otras cosas, del Renacimiento y del Manierismo; el Quijote de 1614 me parece fruto del Concilio de Trento y daría expresión al primer barroco, rápidamente cultivado en Madrid; finalmente, el Quijote de 1615 correspondería al intelectualizado Manierismo último y el mismo Cervantes lo vincula a Nápoles con su dedicatoria al conde de Lemos. El primer Quijote es, como es sabido, obra de un Cervantes maduro, el segundo la obra de un autor —“el Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda”— acaso inexperto pero atento a los nuevos aires doctrinales, y el tercero sería la respuesta de un Cervantes próximo a la muerte pero capaz aún de producir un encriptado testamento —con la intensidad psíquica de su contemporáneo El Greco— aún lleno de seducción. Dado que los aspectos filológicos, literarios y simbólicos, al menos de los Quijotes cervantinos, son objeto de renovado estudio, ilustraré mi análisis con cuestiones filosóficas y culturales.

 

El primer Quijote se abre con un texto, el Prólogo, el cual —tras un apabullante “Desocupado lector”— en realidad es un no-prólogo, sugerido por un amigo, donde se recoge la aparentemente sencilla pero endiablada aspiración del Renacimiento: “Sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuera escribiendo, que, cuando ella fuera más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere”. El objetivo de la imitación resulta, con todo, endiablado porque nunca está claro qué imitar, dado que el Quijote plantea varios niveles: como texto literario que es, todo es ficción en él; dentro de la ficción, se presenta la historia de don Quijote como una serie de hechos reales, recogidos “en los anales de la Mancha” y transcritos, al comienzo, de los mismos anales, y, a partir de la segunda parte, de la traducción castellana de un texto en arábigo; la narración en sí misma presenta simultáneamente dos puntos de vista, el real-llano y el real-imaginado, que aparecen en el momento mismo de la primera salida —hechos que son descritos a lo llano y, a la vez, como quedarían recogidos por “el sabio que los escribiera”— y que exhiben su potencial perturbador al duplicar la realidad cuando don Quijote “luego que vio la venta se le representó que era un castillo” y cuando encuentra a un socarrón ventero dispuesto a “seguirle el humor” —como luego hará Vivaldo, “persona muy discreta y de alegre condición”, y, como irán haciendo el cura, el barbero, Cardenio y Dorotea, y, ya en la venta, todos los personajes salvo Sancho.

 

Desde el mismo comienzo, por tanto, Cervantes monta una estructura narrativa que sintoniza con la deslumbrante invención de la perspectiva en la pintura, la multiplicación de las voces en música y el transformismo en las tramas teatrales. A nivel filosófico, tendría su correspondencia con las ilusiones ópticas de las que habla Lucrecio en el libro cuarto de su De rerum natura, un texto que tuvo más influencia en su época de la que se suele admitir a partir de su recuperación en 1418 por Poggio Bracciolini —recuérdese el afamado libro de Stephen Greenblatt El Giro—. El asombroso efecto hace que el público no sepa a qué atenerse, desbordado por el juego de espejos creado por los distintos planos. De cara al lector, Cervantes explica la situación presentando al hidalgo Quijana como “rematado ya su juicio” y, para la autorrepresentación de don Quijote, Cervantes recurre al deus ex machina del “sabio encantador, grande enemigo mío”, Frestón, el cual es capaz de “hacernos parecer lo que quiere”, o, en general, encantadores “que todas nuestras cosas mudan y truecan”. Que la duplicidad no se da sólo a nivel ontológico y gnoseológico sino también moral, lo muestran el paso del apaleamiento de Andrés y el de la liberación de los galeotes, donde el bien logrado a ojos de don Quijote —en ambos casos la libertad— es un mal efectivo para las costillas de Andrés, en la primera aventura, y para don Quijote, apedreado y desnudado en la segunda. Con todo, es en la famosa aventura de los molinos de viento donde Cervantes presenta su leit-motiv: lo que para el llano Panza son molinos para el imaginativo don Quijote son gigantes. Esquema que luego se repite con: caminantes/princesas raptadas, Maritornes/hija del señor del castillo, manadas de ovejas y carneros/dos ejércitos plagados de famosos caballeros, bacía de azófar/yelmo de Mambrino, Aldonza Lorenzo/Dulcinea, cueros de vino/gigante que asola el reino de Micomicón, la procesión de la Virgen y los disciplinantes/señora principal forzada. Aunque se ha de notar que algunas de las imaginaciones de don Quijote son realidades para Sancho: la ínsula, el bálsamo de Fierabrás, los caballeros andantes o el gigante que asola el reino de Micomicón.

 

Al comienzo de la segunda parte, se desdobla el mismo narrador, con la aparición de Cide Hamete Benengeli, “autor arábigo y manchego”, con lo que se añade a la duplicidad de la realidad a imitar la duplicidad del punto de vista, expuesto, en principio, en dos idiomas: el castellano y el árabe. En esta línea hermenéutica, el caso del “desdichado loco”, Cardenio, el Roto, contrasta con la locura de don Quijote puesto que la de Cardenio le hace ser alternativamente dos personas distintas, una cuerda y discreta, otra loca y violenta. Como también es distinta la conscientemente fingida locura de don Quijote en Sierra Morena.

 

Tras el encuentro de Sancho con el cura y el barbero en la venta, Cervantes da un paso más en el complicado juego de ficción y realidad. Ya no se trata sólo de seguirle el humor a don Quijote de palabra, sino de mentir abiertamente sobre el inexistente encuentro de Sancho con Dulcinea y de disfrazarse —el cura “en hábito de doncella andante” y el barbero de su escudero— con el fin de, entrando por ese medio en el mundo de don Quijote, sacarlo de su locura; estrategia a la que se suman, in crescendo, el resto de la cuadrilla.

 

Paradójico método, puesto que ahora para don Quijote se funden efectivamente su realidad-llana y su realidad-imaginada —¡el pobre Sancho ya sí que no sabe a qué atenerse!— y humorístico, acaso por eso fugaz, disfraz del cura. Y no creo que sea casualidad que, en este paso, la historia de Cardenio pivote sobre la mentira de don Fernando a Luscinda y a los padres de esta, y que la aparición de Dorotea sea de “mozo vestido de labrador”. Por eso considero que la novela de “El curioso impertinente”, ambientada en Florencia, está muy lejos de ser un mero añadido al resto de la trama dado que lo que Anselmo pide a su amigo Lotario es precisamente que finja “solicitar” a su esposa Camila y que el propósito inicial de Lotario no es otro que hacer creer a Anselmo que da comienzo a la seducción. Así, cuando Anselmo descubre que “todo era ficción y mentira”, el gran Cervantes, lejos de acabar ahí la historia, comienza a desplegar un endiablado mecanismo. Una vez rendida Camila, es ahora Anselmo el engañado, dando lugar a la escena —cargada de duplicidades— en la que Lotario lee sus poemas a Clori/Camila ante los dos esposos. La hábil trama que a partir de ese momento teje Cervantes con los hilos de la verdad y la mentira, de lo imaginado y lo visto, conduce un clímax ciertamente manierista: la escena en la que Anselmo asiste a la representación de Camila, Leonela y Lotario. Pero la historia no acaba con este triunfo de la ficción. Cuando “al cabo de pocos meses volvió Fortuna su rueda”, todo conduce a la muerte de los tres protagonistas, circunstancia que quizá muestre el mensaje cervantino: avisar del peligroso poder de la ficción y el engaño.

 

Un mensaje que se repetiría, esta vez con un final donde todos acaban aporreados, cuando, en el cúmulo de reencuentros que se suceden en la venta, se disputa —ante la incredulidad de los cuadrilleros— sobre la realidad auténtica de dos objetos: la bacía/yelmo y la albarda/jaez. En esta escena, se plasmaría, a mi juicio, la quintaesencia del primer Quijote cervantino. Enlaza por ello con el final del libro: dado que la imaginación es connatural al ser humano y no puede ser extirpada, se puede “enjaular”, como enjaulado vuelve don Quijote a su aldea —con no poca crueldad por parte de Cervantes.

 

Se puede considerar la “maletilla vieja, cerrada con una cadenilla” una variación del mismo tema. Como se recordará, ahí se encuentra no sólo el relato de “El curioso impertinente”, sino dos libros de caballerías y uno con la historia del Gran Capitán. El ventero y el licenciado Pero Pérez, el cura, porfían cuáles “son mentiras y están llenos de disparates y devaneos” y cuál “es historia verdadera”. Para el ventero, la ficción posee gran verdad —la verdad del corazón, se podría decir—, para el cura es la historia la recoge hechos —¿hechos?, o hechos interpretados, se podría preguntar—. El mismo Cervantes parece dar la solución cuando, en el relato del cautivo, mezcla datos reales, rumores y elementos puramente novelescos. Como después se sabe, la maletilla escondía también la “Novela de Rinconete y Cortadillo” y “su dueño no había vuelto más por allí”, aunque nosotros sabemos que se llamaba Miguel de Cervantes y que en la maletilla, y en el relato sobre ella, había depositado su secreto: ese manierista entrelazamiento de distintos elementos y puntos de vista, que difumina los contornos de la realidad y la ficción, y con ecos y alusiones que sólo algunos captarán.

 

Desde el punto de vista cultural, son numerosos los aspectos de la época que se reflejan en el Quijote de 1605, por más que tales influencias no agoten su excelencia. Enumeraré los más relevantes. En general, domina la tradición oral, como lo muestra la constante presencia, desde el mismo prólogo, de diálogos y de largos discursos ante una atenta audiencia; el mismo Cervantes recoge este hecho cuando describe el modo en que los libros de caballerías son leídos/escuchados en la venta, lo que permite suponer que era ese el modo en que Cervantes se imaginaba que se leería su Quijote —por ello el lector encontrará en la bibliografía la referencia de unas magníficas lecturas de los dos Quijotes cervantinos—. En la escena del expurgue de libros, Cervantes ilustra varias relaciones posibles con tal invento: quien los lee todos, quien los expurga y quema algunos, quien los odia, y quemaría, todos. Él mismo muestra gran aprecio, incluso ternura, por ellos y descubre su gusto por el italiano, su disgusto ante las traducciones de “libros en verso” y su capacidad de autocrítica con la breve reseña de su Galatea —recurso que vuelve a utilizar cuando, en el relato del cautivo, se menciona a un “tal de Saavedra”, imitando el recurso de algunos pintores de incluirse a sí mismos en sus cuadros—. En el discurso de la edad dorada se descubren ecos de Virgilio, de Ovidio y de la literatura pastoril. El tema del amor, tan renacentista, presenta varias, e intemporales, formulaciones, que casi cubren todos sus flancos: el amor goethiano del culto Crisóstomo a la esquiva Marcela; el amor platónico de don Quijote a Dulcinea; el erotismo en la seducción de Dorotea por don Fernando y el casamiento obligado consecuente; el amor más allá de la (entrevista) muerte de Cardenio a Luscinda, ya con un pie en la locura; el amor-prisión de don Fernando por Luscinda; el amor-amistad entre Camila y Anselmo y el amor-pasión que brota entre Camila y Lotario; el amor como salvación mutua que acaban profesándose el cautivo y Zoraida; el amor-niño entre doña Clara y don Luis; y, finalmente, el amor-embeleco de la antojadiza Leandra a Vicente de la Rosa y el amor bucólico de Eugenio y de Anselmo hacia Leandra —mostrando, además, Eugenio y Anselmo dos modos distintos de ese amor—. Como no podía ser menos, tanta presencia del amor viene en parte contrapesada con la amistad pura, aristotélica se podría decir, que, adornada del mayor refinamiento posible y acaso por eso situada en Florencia, se profesan Anselmo y Lotario. La defensa de la libertad en la aventura de los galeotes adquiere tintes erasmianos y servetianos en esta cita: “Allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello”. Algo incómoda tuvo que resultar también en su momento la amarga denuncia de los privilegios de la alta nobleza que revolotea la historia de Cardenio. Y resulta llamativo con qué buenas letras defiende don Quijote las armas frente a las letras.

 

En conclusión, el Quijote de 1605 es una magistral reflexión sobre la condición humana, abordada desde la poliédrica relación que el ser humano establece con la realidad a través de las proyecciones de su imaginación y de su lenguaje. No otro era el objetivo de Lucrecio, en cuyo De la naturaleza de las cosas se lee: “Pues nada es más difícil que distinguir los hechos evidentes de las suposiciones que por su cuenta les añade precipitadamente nuestro espíritu” (IV, 467-468). Quizá por eso, la concertada disputa final entre el canónigo de Toledo y don Quijote sobre la naturaleza de los libros de caballerías queda en tablas, si no es que la gana don Quijote. Respecto al tono general del libro, habría que decir que es abiertamente profano, una característica que Vivaldo descubre en el oficio de caballero andante y que creo que se puede extender a todo el relato. Finalmente, me gustaría resaltar el modo en que Cervantes entrelaza unos temas con otros, los deja a veces en suspenso, alterna escenas de humor intemporal y de pura aventura, mantiene un tema que le da unidad, a modo de bajo continuo —quién es don Quijote y en qué consiste el ejercicio de su profesión—, y cómo va preparando el tutti de la venta, No creo por ello que sea descabellado traer aquí a colación los madrigales tardorrenacentistas.

 

El Quijote de 1614, el de Avellaneda, pisa formalmente sobre las huellas del anterior. Se presenta por tanto como la “tercera salida” de don Quijote y como la “quinta parte de sus aventuras”, dado que el primer Quijote recogía las dos primeras salidas quijotescas y constaba de cuatro partes. Pero el talante del nuevo autor es muy otro. Se nota desde el mismo Prólogo, expositivo, personalista —sale en defensa del autor de comedias criticado por el canónigo de Toledo en el Quijote cervantino— y decididamente escolástico, como escolástica y ortodoxa es la cura que propone para don Quijote, a base de “un Flos Sanctorum, de Villegas, y los Evangelios y Epístolas de todo el año en vulgar, y la Guía de pecadores, de fray Luis de Granada”. Nos encontramos también con otro don Quijote, quién, incluso cuando ha recuperado “su antiguo juicio”, no recupera sus antiguas ocupaciones. Ahora encarna el tipo de cristiano promovido por la Reforma católica: “ir a misa con su rosario en las manos, con las Horas de nuestra Señora, oyendo también con mucha atención los sermones” y, más tarde, “en esto tocaron a vísperas, y él, tomando su capa y su rosario, se fue a oírlas con el Alcalde”. Todo un programa de reforma cultural y de costumbres, a cuyo servicio se escribe este nuevo Quijote. Las hazañas de caballeros andantes son sustituidas por vidas de santos, y el estilo del relato se llena de expresiones en latín, también Sancho las usa ahora, y constantes alusiones al mundo religioso. Finalmente, es también otro don Quijote el que habla, como se deja notar en el primer parlamento que sostiene con don Álvaro Tarfe, que resulta breve y, tratándose de la belleza de una dama, atiende sólo a una pequeña objeción a modo de escaramuza verbal. Incluso cambia el diagnóstico de don Quijote, calificado ahora, sin mayores matices, de “loca enfermedad”.

 

Con nuevo criterio, el autor quiere mejorar el aspecto general del mundo quijotesco. Así, Sancho monta en un asno mejor, don Quijote olvida a la “moza forzuda”, Aldonza Lorenzo, y procurará sustituirla por “alguna de aquellas fermosas damas que están con la Reina”. Sus armas son ahora “nuevas y tan buenas, llenas de trofeos y grabaduras milanesas, acicaladas y limpias”, la ardarga es “fina” y el lanzón “bueno”. Aceptando la intención prefigurada en el Quijote anterior, don Quijote procura asistir a las justas de Zaragoza, pero la etapa siguiente será nada menos que “ir a la corte del rey de España para darse a conocer por sus fazañas”. En general, ya no caminarán don Quijote y Sancho por sierras y campos sino por ciudades como Ateca, Zaragoza, Sigüenza, Alcalá de Henares, Madrid y Toledo.

 

El primer “accidente tal en la fantasía” de don Quijote es nada menos que fingido, cuando le hace creer a Sancho que lo toma por un “dragón maldito, sierpe de Libia, basilisco infernal”. Sin embargo, una vez en camino, en su tercera salida, don Quijote toma efectivamente una venta por castillo de Milán, y a los primeros caminantes los trata como si fueran valerosos caballeros. El ventero, en esta versión, no le sigue el humor a don Quijote, es más, la moza le ofrece quedarse “aquí esta noche por si algo se ofreciere”; y, al marchar, don Quijote paga pero ¡protestando por lo elevado del precio! Como se ve, es muy otro el humor de este nuevo personaje. Tras eso, toma al guarda de un melonar por Orlando el Furioso, personaje que, conocido también como Roldán, da título al famoso Orlando Furioso de Ludovico Ariosto. Al cabo, en Ateca, da con “un caritativo clérigo” llamado mosén Valentín, quien “conocía la enfermedad” de don Quijote. Así se retoma, por primera vez, el recurso puesto en marcha por Cervantes de recurrir a personajes que le siguen el humor a su protagonista, pero enseguida le advierte del pecado mortal en que se encuentra su alma y le encomienda “hacer bien a los pobres, confesando y comulgando a menudo, oyendo cada día su misa, visitando enfermos, leyendo libros devotos y conversando con gente honrada, y sobre todo con los clérigos de su lugar”. Muy otro, sin embargo, era el modo de hablar del cura en el Quijote de 1605, como distinta hubiera sido la reacción de don Quijote a tales recomendaciones, el cual ahora simplemente sigue con su discurso alucinado, sin responder siquiera y con muestras de no haber oído, al modo de la locura que Cervantes había personificado en Cardenio, con lo cual el nuevo autor muestra haber pasado por alto ese importantísimo matiz.

 

En coherencia con este planteamiento, cuando don Quijote, a su llegada a Zaragoza, intenta liberar al ladrón que va siendo azotado a modo de escarmiento, no sólo no lo consigue sino que él mismo se ve llevado a la cárcel, en cumplimiento de la ley vigente, y casi acaba él mismo paseado por la calle si no es por la aparición de un buen deus ex machina, el ya citado don Álvaro Tarfe, quien consigue su liberación. Con delectación describe Sancho la comida de la posada y la que le ofrecen en la casa de don Carlos, y con minuciosidad recoge el narrador todo el lujo que rodeó la competición de la sortija que tuvo lugar en la famosa calle del Coso zaragozano. Es en casa de don Carlos donde el autor recurre a la vuelta de tuerta que Cervantes introdujo cuando se disfrazaron Dorotea y compañía: don Carlos decide “traer aquella noche a la sala uno de los gigantes que sacan en Zaragoza el día del Corpus en la procesión, que son de más de tres varas de alto”. Ahora la ficción cobra realidad no por el “accidente” de don Quijote sino por la manipulación que de la realidad hacen los demás con el fin de hacer burla y pasar el rato; de modo que también Sancho resulta engañado. La batalla entre el “soberbio gigante Bramidán de Tajayunque” y don Quijote, pensada para realizarse en “la ancha plaza que en esta ciudad llaman del Pilar”, se pospone finalmente para la plaza de Madrid, cuarenta días más tarde. De camino al pospuesto envite, comparten el viaje con un soldado, Antonio de Bracamonte, y un ermitaño. Ocasión que el autor aprovecha para insertar dos relatos cortos: el del rico desesperado y el de los felices amantes.

 

El primer relato, ambientado en Flandes, recoge los vaivenes de un rico heredero, Tapelín, el cual decide en principio adoptar el hábito de santo Domingo, pero, convencido por dos amigos, lo deja, se casa y se hace gobernador; al final, tras el engaño de un soldado español, acaban suicidándose él y su mujer. Como era de esperar el cuento tiene su moraleja: “como dijo bien el sabio prior al galán [Tapelín] cuando quiso salirse de la religión, por maravilla acaban bien los que la dejan”. El segundo relato trata de los lascivos amores de doña Luisa, religiosa de un monasterio “no menos conocida por su honestidad y virtudes que por su rara belleza”, y don Gregorio, “mozo rico, galán y discreto”. Sus avatares incluyen la huida del convento, una vida disoluta en Lisboa, prostitución de doña Luisa en Badajoz, vuelta de doña Luisa al monasterio, milagro de la Virgen, que la ha suplido en su ausencia, milagro del sermón que don Gregorio “oyó a un religioso dominico de soberano espíritu”, reencuentro de don Gregorio con sus atribulados padres, y muerte simultanea de ambos, ya vueltos a la religión. La moraleja en este caso es también manifiesta: todo lo permite “su divina Magestad por su secreto juicio y por dar muestras de su omnipotencia —la cual manifiesta, como canta la Iglesia, en perdonar a grandes pecadores gravísimos pecados—, y por mostrar también lo que con Él vale la intercesión de la Virgen gloriosísima”.

 

Tras el recreo de las dos narraciones, don Quijote y Sancho se encuentran a una mujer atada entre un pinar; resulta ser Bárbara la de la Cuchillada, a la que don Quijote llama “la gran Zenobia, reina del Amazonas” y que se une a la comitiva. En las cercanías de una nueva venta/castillo dan con una compañía de comediantes, que don Quijote toma por soldados. Tras la habitual trifulca, cuando los actores están ensayando “la grave comedia de El testimonio vengado, del insigne Lope de Vega Carpio”, don Quijote, tomando la obra por realidad, la interrumpe al atacar a quien levanta un testimonio falso y luego porfía que un ataharre es una “rica y preciada liga”. Finalmente, llegados a Madrid, se reencuentran con don Carlos y con don Álvaro Tarfe, y se reanuda el artificio de adecuar la realidad a la imaginación de don Quijote. Don Álvaro, además, fingiendo ser “el sabio Fristón”, le recuerda a don Quijote su penitencia en Sierra Morena, “como se cuenta en no sé qué anales que andan por ahí en humilde idioma escritos de mano de no sé qué Alquife”, aludiendo al Quijote de 1605. Aquí introduce el autor un recurso, del que no saca apenas rendimiento, pero que es realmente interesante, como lo era el enfado de don Quijote espectador de la comedia. Será Cervantes quien aproveche ambas estratagemas en su segundo Quijote. En fin, a lo largo de estas peripecias, don Quijote mantiene su discurso alucinado —ayuno de discreciones— mientras su figura va perdiendo importancia a favor de Bárbara y de Sancho, el cual acaba convertido él mismo en caballero andante y en virtual protagonista. La narración concluye, muy aleccionadoramente, con Bárbara recogida en una casa de mujeres, Sancho convertido en mozo y don Quijote en el famoso manicomio de Toledo, la casa del Nuncio, donde sanó; final coherente con un planteamiento que desde el principio llamó a su locura enfermedad. Con todo, la obra se cierra efectivamente con don Quijote volviendo “a su tema”, convertido en “el Caballero de los Trabajos, los cuales no faltará mejor pluma que los celebre”.

 

En conclusión, el autor pretender elevar la condición de los protagonistas, pero cambia por completo la atmósfera cultural en la que se gestaron, de la que desaparecen los temas universales para pasar a primer plano el espacio ideológico del catolicismo tridentino. Si en el primer Quijote se notaba que Cervantes se engolfaba en la lectura de libros de caballerías y libros de versos, al nuevo autor le encantan mucho más los libros de devoción. El naturalismo elegante, poético, se ve transformado en un naturalismo llano, algo zafio incluso, del que desaparece la espesa trama manierista de ficción/realidad y de distintos puntos de vista. El Quijote de 1614 va por ello dirigido a un público más amplio, no sólo a canónigos discretos, a venteros que dejen de reñir mientras se embelesan con la lectura de libros de caballerías y a mujeres jóvenes que sueñen con los melindres de los caballeros. Ahora el mundo descrito es, por un lado, el de los bajos fondos y la prostitución y, por otro, el del lujo de los señores y de la corte. Siempre con el mensaje característico de un sermón, con milagros donde la Virgen interviene decisivamente y arrepentimientos religiosos tras vidas mucho más mundanas que cualesquiera de las que se recogen en el Quijote de Cervantes. En definitiva, una buena novela, muy ilustrativa sobre la sociedad de la época, que se deja leer con sumo gusto. Por seguir con la comparación musical, el Quijote de 1614 sería un oratorio, algo picaresco, compuesto en loor de la Virgen del Rosario.

 

Con el Quijote de 1615, se recupera el tono cervantino, ahora, quizá, en un registro superior. Desde el comienzo se enlaza con la discusión en torno al tipo de locura de don Quijote y la realidad/ficción de los caballeros andantes. Pero enseguida se introduce un nuevo, e importante, personaje, Sansón Carrasco, y un nuevo, y perturbador, recurso: Carrasco le cuenta a Sancho, y este a don Quijote, que “andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”. Así puede Cervantes evaluar su propia obra, corregirla y comentarla; además de recoger las sospechas de los personajes sobre la fidelidad del historiador de sus aventuras y de plantear una nueva autorreferencia, sólo posible en el ámbito de la ficción literaria: en la segunda parte del Quijote, que ya está escrita y que el lector tiene en sus manos, los personajes se preguntan si el autor de la primera parte piensa escribir la segunda parte de sus hazañas. Estrategia a la que se suma el cada vez más acentuado desdoblamiento del narrador y la transformación de los protagonistas. El Sancho de ahora “dice cosas tan distintas, que no tiene por posible que él las supiese”. También don Quijote va adquiriendo aspectos más ricos que en su versión anterior. Ahora, por ejemplo, ambos suelen entretenerse con ricas y discretas pláticas a lo humanístico y se muestran más juicios en sus encuentros, como ilustra la aventura con los “recitantes de la compañía de Angulo el Malo”; por no hablar de los eternamente válidos consejos que don Quijote da a Sancho cuando este parte como gobernador o de las juiciosas reformas que Sancho dicta para su ínsula.

 

De modo que Cervantes es consciente de que sus personajes, en diez años, han crecido y merecen mejor trato. Es manierismo sobre manierismo. De ahí que la tercera salida sea muy distinta de las anteriores. Ahora, a la verdad con que la acometen los dos protagonistas, se suma la doblez con que los anima Sansón Carrasco, dado que espera verlos de vuelta vencidos por otro caballero andante, que será él mismo disfrazado. La siguiente vuelta de tuerca consiste en que ahora es Sancho quien construye una realidad ficticia —su inexistente encuentro con Dulcinea del libro anterior y su actual aspecto de gran señora acompañada de dos doncellas— y es don Quijote quien, incrédulo, se atiene a la realidad desnuda. Y es en ese nivel, no en el de la realidad imaginada, donde aparece el Caballero de los Espejos, sosteniendo además que ya ha vencido en una batalla anterior al mismísimo don Quijote. Cuando se descubre a Sansón Carrasco bajo el yelmo del Caballero, vuelven los encantadores a servir de explicación, pero en sentido contrario al esperado, en espejo: “los encantadores habían mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del bachiller Carrasco”; explicación que, en este caso, es más lógica, desde el punto de vista de don Quijote, que la contraria, y mucho más que la que sabe el lector.

 

Como se ve, el Quijote de 1615 no sigue la traza de la aventura de los molinos de viento del primer Quijote cervantino, camino que sí sigue, y del cual no se desvía en ningún momento, el Quijote de 1614. Cervantes aleja así a su protagonista de la locura alucinada para encarnar cada vez más la locura cuerda propia de la condición humana. A ese fin va dirigido el encuentro con don Diego de Miranda y el juicio que, con la colaboración de su hijo don Lorenzo, establece en su casa sobre la locura quijotesca. Tras analizarlo bajo todos los aspectos que muestra durante su trato —Cervantes se muestra rico de ingenio para ello—, la conclusión es: “un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo”, “entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos”. Y como cuerdo se comporta don Quijote en el pleito entre el bachiller y el licenciado, durante las bodas de Camacho y en el dilema de los amores de Camacho, Basilio y Quiteria. De modo que, para que, durante una hora, se engolfe en sus imaginaciones en la cueva de Montesinos y se despierte hambriento de “un grave y profundo sueño”, es necesaria la intervención de alguna emanación subterránea. Acaso por este nuevo talante es por fin venta, y ya no castillo, donde ocurre la famosa aventura del retablo de Maese Pedro. Momento en el que, ahora sí, don Quijote, muy humanamente metido en la historia, “parecióle ser bien dar ayuda a los que huían” y “comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma”, aunque, ya calmado, afirma: “si me ha salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me persiguen”. No es hasta el capítulo 29 cuando don Quijote vuelve a tomar otros molinos, emplazados esta vez dentro del cauce del Ebro, por “ciudad, castillo o fortaleza donde debe de estar algún caballero oprimido, o alguna reina, infanta o princesa malparada”.

 

A partir del encuentro con los desocupados duques, ya lectores aficionados del Quijote de 1605, se abre una amplia sección donde don Quijote ve confirmadas en la realidad sus imaginaciones, al no percatarse de la tarea simuladora que hay detrás —que merece la reprehensión de un eclesiástico, el cual, quizá por ello, desaparece enseguida de la escena—. Se puede tomar el viaje de Clavileño como quintaesencia del artificio, así como la no-ínsula donde Sancho gobierna. Pero obsérvese que en todos estos sucesos don Quijote y Sancho simplemente se ven llevados por las circunstancias. La situación es parecida a la planteada en el Quijote de 1614 en la casa de don Álvaro primero y en la del Archipámpano después, sólo que ahora se representa en un castillo de verdad. Cervantes aprovecha que los duques han leído su primer Quijote para volver de nuevo sobre la trama de la obra. Además trufa el relato principal con historias diversas para, como se explica en el mismo texto, poder variar el estilo y entretener así al lector/oidor. El asunto tratado ahora es principalmente si Sancho es simple y bellaco o discreto y agudo; de él dice don Quijote que “tiene a veces unas simplicidades tan agudas, que el pensar si es simple o agudo causa no pequeño contento” —como la contemplación La Gioconda de Leonardo, se podría sugerir—. La duquesa añade el habitual trino argumentativo al decirle a Sancho que “la villana que dio el brinco sobre la pollina era y es Dulcinea del Toboso, y que el buen Sancho, pensando ser el engañador, es el engañado”. Con lo cual está puesto el pie para que, tras el operístico cortejo de encantadores, Merlín anuncie que Sancho habrá de darse “tres mil azotes y trescientos en sus valientes posaderas” si se ha de desencantar a Dulcinea. Condición cuyo cumplimiento sirve de contrapunto humorístico y que se alarga hasta el fin de la obra. Recuperada la libertad —“uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”— al dejar el castillo de los duques, lo que no recuperan ya es el anonimato. Los lectores del primer Quijote se encuentran por doquier: las zagalas que representan la arcadia, don Jerónimo, el bandolero Roque Guinart y don Antonio Moreno. Ya vencido por el Caballero de la Blanca Luna, vuelve, tras numerosas y rápidas aventuras, a la aldea, donde muere. En definitiva, por cerrar las comparaciones musicales, el segundo Quijote cervantino sería toda una ópera real y dúctil como la vida misma.

 

Con todo, considero que el juego más interesante es el que plantea Cervantes con sus numerosas alusiones al Quijote de 1614. El mismo Prólogo está dedicado por entero al autor “del segundo Don Quijote, digo, de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona” y a responder a sus críticas personales. En el cuerpo de la obra, no se alude a él hasta el capítulo 59, en un momento ciertamente singular. Mientras don Quijote y Sancho cenan en una venta, “en otro aposento que junto a don Quijote estaba, que no le dividía más que un sutil tabique”, unos caballeros leen el Quijote de 1614 “en tanto traen la cena”. El momento es singular porque, con Sansón Carrasco y con el Duque, ya habían tratado a alguien que había leído tal libro, pero ahora se encuentran con el libro mismo, donde se cuentan, con diverso talante, como se ha dicho, otras aventuras de casi otros personajes con el mismo nombre. Don Quijote no puede admitir haberse olvidado de Dulcinea ni Sancho aguanta que se confunda el nombre de su mujer ni que le tachen de borracho. El encuentro, con todo, es suficiente para hacer cambiar la ruta prevista, ya que don Quijote afirma: “no pondré los pies en Zaragoza y así sacaré a la plaza del mundo la mentira de ese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice”. Así la ficción hace cambiar el curso de la realidad. La conclusión de los caballeros pone de manifiesto la diferencia entre los dos libros, al quedar “admirados de ver la mezcla que había hecho [don Quijote] de su discreción y de su locura, y verdaderamente creyeron que éstos eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor aragonés”, carentes del juego bifronte. Más adelante, ya en Barcelona, don Quijote, al encontrarse que en una imprenta están corrigiendo el Quijote de 1614, afirma: “pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente”. Con su característico humor, Cervantes le hace contar a Altisidora que, en la puerta del infierno, los demonios juegan a pelotear con libros, uno de los cuales es “la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas”, libro que, a juicio de un demonio, es “tan malo que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara”.

 

En el capítulo 72, vuelve a darse otro contacto de las realidades-ficción paralelas cuando los dos protagonistas, de camino a la aldea, en otra venta, se encuentran nada menos que con don Álvaro Tarfe, el caballero granadino que había sido el hilo conductor del Quijote de 1614 y que, como se informa, va ya de vuelta a Granada tras haber dejado a don Quijote en la Casa del Nuncio de Toledo. Ahora ya no son lectores de aquel libro los que hablan y comen con los personajes del Quijote de 1615, sino que se encuentran personajes de ambos Quijotes. La contienda ahora no es entre la impresión recibida de un libro y los personajes mismos, sino que la misma persona, don Álvaro, trata directamente con dos Quijotes y dos Sanchos. ¡Qué genio el de Cervantes! Acaso por eso el reconocimiento no sea, como en el caso anterior, inmediato; don Álvaro duda, pero, al fin, dice tener “por sin duda que los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido perseguirme a mí con don Quijote el malo”. Reconocimiento que don Quijote se empeña que deje por escrito “ante el alcalde de este lugar”. Con todo, no las debía de tener todas consigo don Álvaro, “el cual se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes”.

 

Hasta en el testamento del ya cuerdo Alonso Quijano el Bueno se cuela el “autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de don Quijote de la Mancha”, y es él, y no Cervantes, quien le pide perdón por haberle dado pie a escribir “tantos y tan grandes disparates como en ella escribe”. El mismo Cide Hamete la hace decir a su pluma que “para mí sola nació don Quijote y yo para él: el supo obrar y yo escribir, solo los dos somos para en uno, a despecho y a pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada”. Y lo cierto es que tal autor no volvió a escribir las proyectadas aventuras de don Quijote. Con todo, el mismo Cervantes, al nombrarlo tan repetidamente, le aseguró conocimiento inmortal. Acaso sea este el último juego planteado por un autor tan dado a escribir en cifra. Porque, tras el entrelazamiento que Cervantes plantea entre los distintos Quijotes, ¿no deja reservada para nuestra imaginación la hazaña del encuentro de los dos Quijotes y los dos Sanchos en una venta/castillo situada en algún cruce de caminos? Los actuales lectores, situados ante los tres libros, podemos disfrutar, quedar admirados y, aun, resolver los enigmas planteados por el duelo entre los dos don Quijotes y los dos Sanchos, y por el juego de realidades entrecruzadas planteado por el hermético Cervantes.

 

En el conjunto de la obra de Miguel de Cervantes, creo que sus dos Don Quijote de la Mancha corresponderían al divertido-discreto Sancho mientras que los Trabajos de Persiles y Sigismunda equivaldrían al esforzado y nada alegre don Quijote. Los dos libros dedicados a don Quijote y a Sancho estarían escritos en momentos ingeniosos, las dos partes donde se narran los sucesos acaecidos a Periandro/Persiles y Auristela/Sigismunda serían su gran obra. Habrá sido el correr de los tiempos el que ha hecho que perdamos esa perspectiva. Con su Persiles, Cervantes quiso, como confesó en el Prólogo de las Novelas ejemplares, competir con la famosa novela de Heliodoro, las Etiópicas, también conocida con el título de Teágenes y Cariclea. Tal intento se podría a su vez comparar con el logro de Miguel Ángel en Florencia: superar con su imponente David al Goliat de la escultura greco-latina.

 

REFERENCIAS

 

Cervantes, Miguel de (1605), El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, en idem., Don Quijote de la Mancha, Real Academia Española, Madrid, 2004, pp. 1-534.

— (1605), Don Quijote de la Mancha. Primera parte. Dirección de Manuel Gutiérrez Aragón, Audio Libros paloma negra, 18 CDs., Turner Overlook, Madrid, 2005.

Fernández de Avellaneda, Alonso [sic] (1614), Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, Poliedro, Barcelona, 2005.

Cervantes, Miguel de (1615), Segunda parte del Ingenioso cavallero don Quixote de la Mancha, en idem., Don Quijote de la Mancha, Real Academia Española, Madrid, 2004, pp. 535-1106.

— (1615), Don Quijote de la Mancha. Segunda parte. Dirección de Bernardo Fernández y Alejandro Ibáñez, Audio Libros paloma negra, 19 CDs., Turner Overlook, Madrid, 2005.

Escrito en Sólo Digital Turia por Daniel Moreno Moreno


 Podríamos comenzar con el recuerdo de una imagen, si bien, no estática, como las que acompañan la edición que aquí comentamos y que tan imprescindibles resultan en la propia configuración del libro, sino en movimiento: el de la bellísima Natalie Wood, recitando en clase de literatura, en la mítica película que Elia Kazan filmara en 1961, Esplendor en la hierba, que toma su nombre precisamente, del célebre poema del romántico William Wordsworth, quien, siglo y medio antes, escribiera su “Oda a la inmortalidad” cuyos versos parecían acariciados por los bellos labios de una actriz que, si bien fue bendecida por la Belleza, resultó no obstante tocada por el dedo implacable de un fatum trágico:

Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo

Por tanto, el esplendor que hallamos enunciado en el título del poemario corresponde a una belleza que subsiste en el recuerdo, el refulgir de un tiempo tan brillante que permitió a la vida ser, al menos en apariencia, buena, noble y sagrada, contradiciendo el conocido verso lorquiano de la “Oda a Walt Whitman”, cuya intertextualidad precisamente evoca Luis Antonio de Villena en el poema “My Hustler”.

La belleza subsiste, sí, en el recuerdo, pero el tono claramente elegíaco que presenta Imágenes en fuga de esplendor y tristeza, nos habla del dolor de la ausencia y de la desolación por la pérdida, de un duelo, cada vez más acuciante, por todo –o casi todo- cuanto se ha amado. “¿Quién si yo gritase me oiría desde los órdenes angélicos?” –el desesperado verso con que Rainer María Rilke da comienzo a la Primera Elegía del Duino, se intercala sintomáticamente en el poema de Luis Antonio de Villena, “Retrato del artista adolescente” (p. 208). “Todo ángel es terrible”, sí, ya lo avisaba el vidente alemán desde su alta torre. Pero en especial, lo es porque todo ángel contempla impasible el paso del tiempo que arrasa y devasta, que toca con sus dedos de niebla “todos los bienes del mundo”, como ya cantara Juan del Enzina a comienzos del XVI en la pieza homónima recogida en el Cancionero Musical de Palacio. Pues como está contenido en el libro sapiencial del Eclesiastés, “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora” (3,1).

Imágenes en fuga de esplendor y tristeza es, sí, se puede adivinar desde su propio título, un libro teñido de un elocuente desencanto ante un mundo oscuro, soez, sin principios, inculto y obscenamente ágrafo, un mundo en avanzado proceso de descomposición, en el que sólo el arte y la literatura otorgan un poder balsámico y salvador; el arte y la literatura y el, con tanta frecuencia, amargo don de la Belleza. Amargo, porque la caducidad le es inherente. Porque es tan efímera como el agua de mar escapándose de entre los dedos de una mano. “Fugit irreparabile tempus”, ya lo dijo el clásico Virgilio en una edad que suponemos áurea. Sí, el tiempo huye irreparablemente –esa “fuga” que ya encontramos, de hecho, en el título del poemario-, y se lleva con él los dones que podrían hacer hermosa la vida. Por eso, Luis Antonio de Villena, en un terrible poema, cuyo título es transparente acerca de su denuncia, “Acoso escolar”, termina exclamando al protagonista, la inocente víctima de bárbaros impunes: “Es mentira todo, menos tu belleza” ( p. 31).

Por tanto, la Belleza que salva, la Belleza que transfigura, la Belleza gozada y disfrutada en un pasado al que no se puede, sin embargo, retornar. Pero que permanece como un núcleo consolador de sentido, como una certeza imborrable, a pesar del dolor cierto como una herida de su pérdida. De hecho, De Villena dedica un poema a “Machado: la foto final”, donde rememora con tristeza los últimos momentos de don Antonio, prefigurados en una amarga fotografía donde se le ve, muy prematuramente envejecido, con tan sólo 63 años de edad. De las postreras palabras de Machado, apuntadas a prisa en un papel arrugado en su bolsillo, “Estos días azules y este sol de la infancia”,  a sus versos melancólicos de unos años atrás, cuando proclamaba:

 

Hoy en mitad de la vida

me he parado a meditar…

¡Juventud nunca vivida,

quién te volviera a soñar!

 

Pero, frente al nostálgico deseo soñador de Machado, la plenitud conocida por De Villena, pues esa “Juventud nunca vivida” ha sido en él todo lo contrario: unos años de experiencias intensas, de placeres mundanos y excelsos, literarios y vitales, ofrendando en los altares de Eros y Apolo, bebiendo de las fuentes de Baco y tejiendo guirnaldas y coronas de flores para las musas todas y el copero Ganímedes. Por tanto, quizás su concepción de la existencia se pueda encontrar más cerca de Manuel Machado que de Antonio, del “cantar canalla” que llena el alma del hermano mayor en el “Nocturno madrileño”, o del escepticismo desencantado que encontramos en “Cantares”, cuyos versos recuerda precisamente Luis Antonio en su poema “Tino”:

No importa la vida, que ya está perdida;

y después de todo, ¿qué es eso, la vida…? (p. 25)

 

Por otro lado, no puede pasar desapercibido para el lector que Imágenes en fuga de esplendor y tristeza presenta mucha conexión en temas, motivos, en tono y, sí, desde luego, también en personajes con su anterior obra, la autobiográfica El fin de los palacios de invierno (2015), publicada hace apenas unos pocos meses.  En ella, Luis Antonio de Villena partía de sus orígenes familiares para relatar sus años de formación, con una voz íntima, elegiaca con frecuencia, pero también -quizás de manera impactante para todos aquellos que tienden a recordar o a idealizar su infancia como una suerte de paraíso perdido- en muchas ocasiones, con la incontenida amargura de aquel cuyos palacios de invierno fueron arrasados de manera temprana.

            Sin embargo, al igual que el Hermitage y su soberbia colección de arte supieron salvar la memoria a pesar del odio y la devastación sobre los edificios palatinos de San Petersburgo, el prístino amor por la Belleza y por el instante mágico que permite sobrevivir a los cotidianos naufragios, hizo al menos llevadera la infancia y la adolescencia de quien fuera un niño raro, un niño distinto, que admiraba la blancura inmaterial de los copos de nieve mientras caían en vuelo casi hipnótico, pero era conocedor de la instantánea mancilla que los aguardaba: “...lo mejor de la nieve  [...] era ver nevar. [...] Nevar es budista, lo que ocurre tras la nevada no, es la vida común y corriente con el recuerdo de una beldad emporcada”. De ahí que en el presente poemario encontremos también la correspondiente composición titulada con un sobrio “La nieve”.

Pero ese niño que ya meditaba inconscientemente sobre la efímera percepción del vuelo de los albos copos aparece en muchas más formas en las páginas de Imágenes en fuga de esplendor y tristeza. Lo hace en episodios directos, como “Mis once o doce años” (p. 76) y “Primera Comunión (1960)” (pp. 140-141), pero también en la presencia punzante de las ausencias. Así, su “Tío Mario” –un joven hermano de su madre nunca conocido pero omnipresente en la memoria de la abuela materna- (pp. 40-41), la tía Anita de “París 1959” (pp. 150-160),  su bondadoso y anciano abuelo “Francisco” en el poema homónimo (p. 103), y, por supuesto, sus padres, que evoca reiteradamente, con frecuencia a partir de imágenes delimitadas en un instante fijo. Así, una hermosa foto de mediados de la década de los cincuenta desencadena el poema titulado “Papá y mamá. 1955” (pp, 124-125); y una fotografía en que su progenitor, tan prematuramente fallecido, se muestra hacia sus cuarenta años, induce la reflexión de cuán poco conocido es un padre que nos abandona en la infancia, que parte antes de tiempo y que nos priva así de palabras y caricias que nunca sabremos dónde han ido. Por eso “Padre de siempre y de nunca. –profiere Luis Antonio de Villena- Qué cerca y qué remoto. Papá,/ lejano y perdido papá, señor en otro mundo huido, apiádate de mí” (p. 200).

            Todas las pérdidas son la pérdida radical del ser humano en este mundo hostil. De ahí el sentimiento de radical orfandad que trasmina las páginas del poemario, y que se acentúa y encuentra su justificación última en el poema en dos partes, prosa poética y versículo largo, que da fin al libro, y que lleva por título “Manantial”. Ese cegado manantial de dones y de ternuras responde a la pérdida definitiva experimentada de cerca por el poeta, la pérdida de su madre, en pleno proceso de escritura de este libro, a cuyo lecho de muerte asiste sobrecogido el lector de la mano de la palabra desnuda y dolorida, sola, quebrada, en una íntima soledad que no es dado transferir en palabras. Ante ese dolor último tan sólo cabe la invocación de unos versos certeros que nos hablan desde más allá de los siglos:

 

…que aunque la vida perdió,

dejónos harto consuelo

su memoria

 

Por lo demás, claro está, y como ya se ha podido entrever, Imágenes en fuga de esplendor y tristeza viene también a ser una suerte de museo, cuyas galerías transitan los lectores encontrándose con las semblanzas de bienamados nombres de la historia de la literatura. En un mundo descreído y brutal, funcionan como presencias consoladoras que invocar ante el sinsentido atroz de la existencia. Como plegaria laica, los versos de Luis Antonio de Villena los invocan y homenajean, a veces mencionados de manera explícita, incluso objeto de un poema entero, pero a veces, tan sólo insinuados mediante unos versos ajenos que se deslizan entre los propios. Entre ellos, algunos han sido tratados muy de cerca por el autor, como es el caso de su entrañable Vicente Aleixandre y de Jaime Gil de Biedma, o conocidos, como Borges, Tenessee Williams, o la conmovedora escritora Consuelo Berges, amiga de Rosa Chacel, retornada del exilio y que vivía humildemente de “ciclópeas traducciones“ llevadas a cabo en su ancianidad (pp. 92-93). Pero en otros muchos casos, son escritores conocidos tan sólo –que no es poco- por la pasión compartida por sus palabras: así, Luis Cernuda, Constantino Kavafis,  Gabriele d’Annunzio, Anna Ajmátova, el prosista latino Macrobio Teodosio, cuyo Saturnalia se dedica a su hijo Eustacio, presente también en el texto de Luis Antonio, o, cómo no, también el enigmático Yukio Mishima, amante de la belleza y el fulgor, que cercenó su vida ritualmente a la exacta manera de los caballeros samuráis:

 

¿Cómo entre tanto raudal de vida, sudores masculinos, sedas

de beldad, príncipes del diseño, damas, gheisas con jazmines, cómo

entre columnas doradas y pagodas en vuelo, puede surgir la catana

y la muerte? (p. 136)

 

En otras hornacinas de estas singulares estancias podemos contemplar semblanzas de escritores mucho más olvidados -y que por ello ejercen un peculiar atractivo sobre el lector que sabe mostrarse receptivo y atento-, como la de la fascinante “pitonisa azul” Kathleen Raine (pp. 18-19), o el señorial y decadente príncipe ruso Félix Yusúpov, autor del libro Yo maté a Rasputín (pp. 14-15).

Pero no solamente a las criaturas bañadas en las aguas de la fuente Castalia y tocadas por las musas de las letras les será dado poblar las galerías ignotas de este museo de las invocaciones. La hagiografía villeniana comprenderá un amplio repertorio que incluye un catálogo seductor, variopinto y extremado de afanosos perseguidores de la belleza como Gauguin o Caravaggio;  infelices reinas, como Elisabeth de Austria-Hungría, -la mítica Sissi- o Victoria Eugenia de Battenberg; incluso el último emperador de la China, el infeliz Pu Yi, o la actriz y cantante Sara Montiel, atrapada en la propia desmesura de una exultante belleza perdida, encontrarán su lugar en estas páginas.

Páginas donde, ya para terminar, quisiera destacar de manera especial dos poemas, en buena medida inusuales y que probablemente sorprenderán al lector, cogiéndolo desprevenido. Se trata de los titulados “Pilatos” (pp. 32-33) y “María” (pp. 218-219), que tienen como punto en común el ofrecer una visión distinta, otra, ciertamente transgresora, acerca de las principales figuras del Cristianismo y sus raíces. Así, en el último de ellos, nos encontramos, en un planteamiento en todo cercano al que desarrolla el escritor irlandés Colm Tóibín en su obra El Testamento de María, adaptada exitosamente al teatro en estos últimos años por Agustí Villaronga y protagonizada en las tablas españolas por la actriz Blanca Portillo, con la madre de Cristo, retirada en su vejez en Éfeso. Una anciana agnóstica, impactada por unos terribles sucesos que no puede comprender, y que encuentra su consuelo en los cultos paganos de la acogedora diosa Artemisa.

En cuanto al primero de los poemas aludidos, escrito en primera persona, nos presenta al gobernador romano de Judea, quien se plantea, ante el inocente cuerpo ensangrentado de Jesucristo en la cruz, la posibilidad de salvarlo, de liberar su belleza y su plenitud de los tormentos, y enviarlo a la capital del Imperio. Otorgarle la posibilidad de la dicha a salvo de la superstición y de la intolerancia:

 

En Roma hubiera sido solicitado por bellas

mujeres, y Sertorio le hubiese cubierto de flores

los negros cabellos y de oro las uñas de los pies…

¡Hermoso como un Zeus pequeño,

con sus ojeras tibias y sus ardidos ojos!

hubiese sido feliz, lo ví en su cuerpo desnudo (p. 33).

 

Pero el destino estaba escrito, Pilatos no pudo salvar al galileo, “Y el hombre murió ensangrentado y en vano” (p. 33), se nos dice en el poema. Pero en realidad ese “Cuerpo hermoso”, de cabello largo y ojos profundos entenebrecidos de violeta (p. 32) no es sino uno más de toda una larga serie que conforman el libro. Pues un conocido proverbio afirma que “Los amados de los dioses mueren jóvenes”. Y así sucede, en efecto, en las páginas de Imágenes en fuga de esplendor y tristeza, donde se nos ofrecen, verso tras verso, las imágenes de jóvenes que, en plenitud de su belleza, ven truncada su vida, concediéndonos, de esta manera, una suerte de hermosura inmarchitable, imposible ya de ser ajada por los estragos del tiempo y ajena a la vulgarización del transcurrir cotidiano. Imágenes, sí, en fuga de esplendor y tristeza, pero fijadas para siempre por el terso don de una palabra que invita, siempre, a ser compartida.

 

 

Luis Antonio de Villena, Imágenes en fuga de esplendor y tristeza, Madrid, Visor, 2016.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Amelina Correa Ramón

Manuel Borrás: “Hemos desvirtuado la naturaleza lenta de la literatura”

El día que tuvo lugar esta entrevista Manuel Borrás, uno de los artífices de la editorial Pre-Textos, había llegado de Nueva York a Valencia y allí había cogido otro avión rumbo a Madrid para participar en un taller de edición en La Casa Encendida. No es infrecuente este tipo de combinaciones en la agenda de este editor viajero, que, lejos de la imagen del profesional leyendo tranquilamente, desconectado del mundo, escondido tras una pila de manuscritos –imagen, por otra parte, ya antigua porque la tecnología, las circunstancias, el ritmo veloz de los tiempos que vivimos, lo han modificado todo– ha montado su oficina en los aeropuertos, a bordo de aviones que le conducen allí donde está el mercado potencial de sus libros.

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Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

DARÍO VILLANUEVA: "LOS ESPAÑOLES TENEMOS QUE SUPERAR DE UNA VEZ EL AUTODESPRECIO"

CLARA JANÉS, LA ÚLTIMA ACADÉMICA ELEGIDA, TAMBIÉN PROTAGONIZA OTRA CONVERSACIÓN EXCLUSIVA:"LA INTUICIÓN NOS ACERCA AL DESCUBRIMIENTO"



Darío Villanueva y Clara Janés forman, sin duda, una pareja insólita por las diferencias que los separan, pero ambos comparten un valioso vínculo: son miembros relevantes de la Real  Academia Española. Él ejerce como director desde hace poco más de un año y ella es la última incorporación femenina a una institución que trabaja desde hace tres siglos al servicio de la lengua española y de los hispanohablantes. Ambos poseen trayectorias y obras muy sólidas, valiosas e indiscutibles por su calidad e interés dentro de la cultura de nuestro tiempo. De ahí que la revista TURIA no haya dudado, en su nuevo número que se distribuirá este mes junio, en dedicarles a cada uno de ellos sendas entrevistas a fondo y en exclusiva.

Tanto Darío Villanueva como Clara Janés hablan a corazón abierto, con complicidad y sin reparos, acerca de un amplio repertorio de temas. Con el director de la RAE analizamos  el presente y el futuro de la institución, la batalla por el prestigio del español, la importancia de las humanidades o el drama de la falta de oportunidades para los jóvenes universitarios. La conversación con la poeta y traductora se adentra en temas como la necesidad de cuestionarnos a nosotros mismos, el papel de la poesía, la perversidad del poder o el carácter inviable de un Islam sin espacios de libertad.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

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