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Configurar sentido descendente

15 de abril de 2014

Se preparó para salir, pero antes se acercó hasta el dormitorio donde convalecía su anciano marido. El pobre hombre llevaba varias semanas enfermo.

 

-          Voy a salir. Enseguida vuelvo.

 

En la calle hacía frío. Se abrochó el abrigo. Al hacerlo notó que uno de los botones estaba medio suelto y que el hilo que lo unía al tejido estaba deshilachado. Quiso comprobar su consistencia y se quedó con él en la mano.

 

-          ¡Porras!

 

Tiró de los hilos que habían quedado expuestos y los fue quitando uno a uno para que no quedase huella. Pensó en cómo iba a coserlo de nuevo. Enhebrar una aguja era tarea imposible, aunque se pusiese las gafas. Tampoco podía pedir ayuda a ningún vecino. En el edificio ya no quedaban. Se habían ido muriendo poco a poco, o habían sido trasladados a asilos y hospitales. Los nuevos ni siquiera se dignaban a devolverle el saludo cuando coincidían en el ascensor. De haber tenido a alguien de confianza le habría encargado que vigilase a su marido mientras ella estaba fuera de casa. Estamos solos, se dijo con resignación. Las bombillas de las farolas se fueron encendiendo. La luz iluminó unos pocos copos de nieve que, más que caer, flotaban a media altura mecidos por el viento. El frío se colaba por el hueco sin abotonar. Tuvo que agarrar la zona y taponarla con la mano. Con su marido enfermo no se podía permitir resfriarse. Observó la algarabía de gentío y tráfico. La ciudad crecía y se modernizaba a pasos agigantados, mientras que ella cada día que pasaba se sentía más vieja e insignificante. No reconocía los comercios, la mayoría eran tiendas nuevas. Todo era tan distinto. Todo estaba diseñado para la gente joven. Los cajeros, los electrodomésticos, los mandos del televisor… todo funcionaba apretando un interruptor, pero de todos ellos ¿cuál era el indicado? Ella nunca lo sabía y se sentía inútil y tonta. No, ya no había sitio en el mundo para ellos. Su marido pronto moriría, cosas de la edad, y ella se quedaría más sola que nunca, sin otra cosa que hacer que esperar su hora. Era triste llegar a esas edades. Se adentró en el casco antiguo. Vio a los hombres en las tabernas brindando por el fin de la jornada. Siguió calle abajo sorteando grupos de estudiantes que reían y hablaban subidos de tono. Por fin llegó a su destino e hizo amago  de entrar en el local. El portero, un tipo corpulento y con el pelo a cepillo, le dio el alto.

 

-          ¿Dónde va usted?

-          Dentro.

-          ¿Sabe dónde está entrando?

-          Claro.

-          ¿Está usted segura?

-          Sí señor, esto es un prostíbulo.

-          Perdone mi indiscreción… ¿Le puedo preguntar por qué quiere entrar en un sitio como éste?

-          Para qué va a ser. Para contratar los servicios de una prostituta.

 

El portero la miró extrañado. No comprendía que una anciana necesitase las atenciones de una puta. De todas formas él había visto cosas mucho más raras en aquel lugar. Le abrió la puerta y se dispuso para dejarla pasar. Antes la anciana preguntó:

 

-          ¿Aquí tienen negras?

-          Tenemos una.

-          ¿Es guapa?

-          Sí.

-          ¿Cómo se llama ella?

-          Yamila.

 

La anciana entró en el prostíbulo y avanzó hacia el bar. Apenas había clientes y la mayoría de las putas estaban sentadas alrededor de la barra. Cuando la anciana irrumpió todas las miradas se posaron en ella. No era corriente ver a una octogenaria visitando el lugar. Ella escrutó el garito buscando a Yamila. Al no encontrarla decidió preguntar al camarero.

 

-          Joven, ¿sabe usted dónde está Yamila?

-          En estos momentos está ocupada. Si quiere algo con ella tendrá que esperar.

-          Bien, esperaré.

-          ¿Quiere tomar algo mientras tanto?

-          ¿Es obligatorio?

-          No.

-          Entonces no.

 

La anciana esperó. Era la primera vez que pisaba un prostíbulo. Observó el lupanar con curiosidad. Todo tenía un aspecto deprimente y oscuro. Se dio cuenta de que las putas la miraban de reojo. No le importó, era consciente de que estaba fuera de lugar y que allí no pegaba ni con cola.

Al cuarto de hora Yamila bajó por las escaleras acompañada de un cliente satisfecho. Se le veía en la estúpida sonrisa que colgaba de su cara. La anciana esperó a que se despidiera del tipo y luego la abordó.

 

-          ¿Podría hablar un momento con usted?

-          Usted dirá.

-          Quería saber cuánto me costaría contratar sus servicios.

 

Yamila miró a su alrededor buscando las caras de sus compañeras, creyendo que éstas le estaban gastando una broma.

 

-          ¿Habla en serio?

-          Totalmente.

 

Yamila sopesó la oferta intentando decidir si la rechazaba o no. Finalmente resolvió que si alguien solicitaba sus servicios, como profesional que era estaba obligada a ofrecérselos.

 

-          Por media hora cobro sesenta euros, por una hora cien. Y le advierto que yo no hago cosas raras.

-          No se preocupe, lo único que tiene que hacer es desnudarse delante de mi marido.

-          ¿Su marido?

-          Sí, el pobre está enfermo en la cama. Hoy es su cumpleaños. Cumple noventa y dos años.

-          ¿Y solo tengo que desnudarme?

-          Como comprenderá el pobre hombre ya no tiene ánimo para más.

-          Está bien. Acepto.

 

Yamila recogió su abrigo y se pusieron en camino. Al salir por la puerta del local el portero se dirigió a ellas con recochineo.

 

-          Adiós chicas.  Cuidado con lo que hacéis.

 

En respuesta Yamila le enseñó el dedo corazón. La temperatura estaba bajando y al poco se puso a nevar. No había taxis por la zona. Decidieron hacer el camino a pie.

 

-          Hija, ¿me permite cogerla del brazo?

-          Claro.

 

Yamila se sintió conmovida cuando la anciana se agarró a ella. Por un momento se acordó de su abuela materna. Un alud de emociones estuvo a punto de humedecerle los ojos. Decidió iniciar una conversación para alejarse de todas las nostalgias.

 

-          Debe querer mucho a su marido para hacer esto por él.

-          El pobre, siempre ha tenido obsesión por ver a una negra desnuda, pero nunca ha podido cumplir su sueño.

-          Con los hombres nunca se sabe.

-          No digo que no haya visto alguna en las películas, pero al natural estoy segura que no.

-          Insisto en que con los hombres nunca se sabe. Hágame caso, de esto sé un rato.

-          Mi marido, en todo lo que llevamos de casados, siempre me ha sido fiel. Lo sé porque es un hombre sin un ápice de malicia. Toda su vida ha estado pendiente de mí. A su lado nunca me ha faltado de nada, me lo ha dado todo. Ahora me toca a mí. El pobrecito se muere y antes de que Dios se lo lleve a su lado quiero que su sueño se haga realidad.

 

Los copos de nieve eran del tamaño de pelotas de ping-pong y el viento los impulsaba contra sus caras. Cuando llegaron la ventisca estaba en pleno apogeo. Al entrar en la casa la anciana se llevó el índice a sus labios, indicándole a Yamila que guardase silencio. Las mujeres se dirigieron directamente al dormitorio. La anciana le hizo un gesto para que esperase en el pasillo. Después ella cruzó la puerta del dormitorio.

 

-          ¡Feliz cumpleaños, mi amor!

 

El anciano trató de incorporarse pero solo tuvo fuerzas para un amago de sonrisa. Ella se acercó a la cama y le acarició la cara.

 

-          Ya pensabas que me había olvidado ¿eh...? Tengo una sorpresa para ti.

 

Él la miró con curiosidad.

 

-          Ya puedes entrar.

 

Yamila entró en el dormitorio en plan seductor.

 

-          Cariño, te presento a Yamila.

 

De repente la pesada máscara de la enfermedad desapareció de la cara del anciano y un brillo vital se reflejó en sus pupilas.

 

-          Yamila tiene algo para ti, así que os dejo solos.

 

Yamila avanzó hasta los pies de la cama y empezó a desabrocharse la camisa. Mientras tanto la anciana se dirigió al salón. Se quitó el abrigo, dejó el botón sobre la mesa y sacó la caja de la costura. Sabía de antemano que era una batalla perdida, aun así se puso las gafas y trató de enhebrar una aguja. Llevaba más de un cuarto de hora pretendiendo acertar con el hilo cuando Yamila entró en el salón.

 

-          ¿Ya?

-          Sí.

 

La anciana sonrió satisfecha mientras siguió intentando pasar el hilo a través del ojal.

 

-          Déjeme a mí.

-          Te lo agradezco hija, porque soy incapaz.

-          Su marido quiere verla.

 

El enfermo sonreía de oreja a oreja cuando entró su esposa.

 

-          ¿Estás contento?

 

El anciano asintió sin dejar de sonreír.

 

-          Me alegro.

 

Se inclinó sobre él y le beso en los labios.

Cuando regresó encontró a Yamila terminando de coser el botón.

 

-          No tenías que haberte molestado.

-          No es ninguna molestia, además ya está.

 

Efectivamente el botón estaba firmemente zurcido al abrigo.

 

-          Eres muy amable.

-          No ha sido nada.

-          Lo digo por todo lo que has hecho. Te lo agradezco con el corazón. Por cierto, tengo que pagarte. Dime cuánto te debo.

 

La anciana echó mano del monedero y sacó unos billetes.

 

-          ¿Sabe qué...? No voy a cobrarle.

-          Hija, cómo dices eso. Es tu trabajo…

-          No, esto no ha sido trabajo, se lo aseguro. Esto ha sido algo muy bonito y agradable de hacer. Por eso no puedo aceptar su dinero.

 

El gesto conmovió a la anciana.

 

-          Muchísimas gracias, hija. Hacía mucho tiempo que nadie se portaba tan bien con nosotros.

-          Gracias a usted por darme la oportunidad de hacer algo tan… decente.

 

Las dos mujeres se abrazaron y permanecieron así durante unos segundos.

 

-          ¿Sabe?... Usted me recuerda a mi abuela. Por eso quisiera pedirle algo.

-          Claro.

-          Me gustaría darle un beso.

-          A los viejos no nos gusta que nos besen. Estamos llenos de gérmenes y enfermedades.

-          Aun así, lo voy a hacer.

 

Se besaron. A continuación se despidieron, conscientes en todo momento de que su adiós era definitivo.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pepe Pereza

15 de abril de 2014

Cualquier herramienta sirve para investigar una disciplina cultural. Así como Arnheim, sicólogo del arte, estudió el cine a partir de las leyes de la percepción, la literatura cabe ser enjuiciada, además de literariamente, desde los puntos de vista filosófico, histórico, sicoanalítico, sociológico y, por qué no, cinematográfico. Una aproximación a la imagen y a cómo ésta se relaciona con el espacio y el tiempo, al tratamiento que José Manuel de la Huerga depara de ella, de la imagen, nos lleva a concluir que Solitarios es una novela sobre el tiempo, que fluye, mientras el espacio elige quedarse quieto. El logro del cine es que los dos circulen si bien el de la butaca permanece inmóvil. Una sensación estética. Bien, pues en la novela que nos ocupa sucede igual, De la Huerga lo dice: el telón de fondo cambia, las personas no, prosiguen siendo las mismas y, quizá por ende, se mantienen juntas. Es decir, el paisaje hace las veces de tiempo y el estatismo de los protagonistas, de espacio. Un movimiento inmóvil, cuyo desplazamiento silencioso ve, recibe, el espectador, el lector, lento y detenido. Es toda la novela una imagen semiparada. Lo incomprensible anega buena parte del transcurso, que fluye cual en esta fracción: “(…) se empeñaba en que repitieran palabra por palabra lo que salió con naturalidad cuando tuvo su momento irrepetible. No existían dos árboles idénticos, ni siquiera un árbol se parecía a sí mismo de un día para otro. Menos las palabras, las personas menos”. U, ochenta páginas adelante, en el siguiente parlamento: “Debemos viajar juntos, viajaremos al ritmo de la bola del mundo, para no envejecer y continuar unidos siempre”. Una prosa que se dobla sin romperse como la hoja verde de un árbol que permite al lector imaginar ipso facto lo que el narrador va describiendo.

Los personajes se comunican, sobre todo, por medio de un lenguaje no verbal. Lo hacen de un modo tan drástico que ‘Ultramarinos El Pez de Oro’, la primera de las dos nouvelles, viene protagonizada por un niño sordomudo apelado Cachelo, que acude al pensamiento y al tacto para comunicarse; los dedos de la madre le acarician como fonendos. No solamente Cachelo calla: Fernando el Portugués, su padre, habla “de peces que, a pesar de estar mudos”, cuentan “historias maravillosas en pompas de aire” que descienden sin ser descifradas; y Berta, la madre, descubre el mundo “por el olor” y no comunica a sus progenitores el alumbramiento. Existencias impronunciadas. Todo, métodos alternativos para inquirir la realidad, quizá porque, manifiesta el autor al poco del arranque, “la belleza evidente agota pronto su significado”. Los personajes se autopreservan, aquí, ocultos en una sombra que garantiza penetrar en el ambiente. La madre intenta contrarrestar la diagnosis de los médicos aplicando al nuevo ser una especie de imposición de la palabra, susurrándole al oído, estimulando hasta el hueso más pequeño. Pero no se centra en el logos, también le brinda fantasía y promete un viaje a Lisboa para reencontrarse con el padre. Además de confrontar al lector con lo intestino, José Manuel de la Huerga le arroja a las veleidades del azar, o, mejor, contra el muro de las casualidades. Berta acostumbra a llevar un mazo de cartas. Consulta, no a pie juntillas, la posible encarnación del futuro, o más bien, nunca se sabe, verifica el deseo. Las cartas acertaron la llegada misteriosa de un caballero invernal y nocturno, a lo Calvino, y erraron al anunciar que la encinta llevaba una niña rubia en las entrañas: no son un valor seguro. La comunicación sensorial y extrasensorial funciona mejor. Comprobaremos si la medicina, al igual que la fortuna, se permite también el fallo y el niño consigue parlotear. En los últimos años las artes están poniendo a prueba la confianza en la todopoderosa ciencia, de momento ignoramos si representa una prolongación en la quiebra racional del siglo XX, si responde a un hartazgo de la colonización por ella ejercida en el mundo del conocimiento o si consiste en una vía abierta a una espiritualidad compatible con modos ilustrados. Ya se verá hasta dónde llegan la intuición y la imaginación, si el niño, en definitiva, arranca a hablar. Poco importa. Lo genuino es que el deslumbrante Cachelo –de él se llega a afirmar que está “investido de un conocimiento sagrado”- no sería tal sin la sordera: la anomalía como bondad. Estar inacabado, de repente, como virtud. Ello emparenta la narración con la de uno de los mejores cuentistas españoles: Gustavo Martín Garzo, en cuya obra –La princesa manca, El lenguaje de las fuentes…- la pérdida acostumbra a poseer una dimensión redentora. En su última entrega, Y que se duerma el mar, leemos: “Es verdad que había nacido mutilada, pero eso no la hacía diferente de los otros niños. ¿Acaso no estaban todos incompletos, no buscaban algo que nunca tenían del todo: su propia y esquiva verdad?”. En esta ocasión no falta un miembro, sino un sentido.

Si en la primera nouvelle había lamparillas de cera para tardes de tormenta y pimentón dulce y picante; en la segunda encontramos mercheros; sangradores; braseros; el pirulí azul, blanco y rojo de las peluquerías; la bilbaína; el infiernillo; recitaciones a la virgen; máquinas Singer; sillas de escay. Si la primera estaba llena de poesía y, hasta cierto punto, de exotismo; en la segunda -presentes todavía El Pez de Oro y Barrio de Piedra; traslada el escenario-, hay costumbrismo y una ciudad de provincias tardofranquista. El tiempo abandona la suspensión y coge carrerilla, la película se vuelve comedia. El lenguaje, directo y concreto. Abunda el coloquialismo: ‘daba gloria olerlo’, ‘estar de pinote’, apalominamientos, chambergo, ‘Hola don Pepito’. Lo subterráneo, en acontecimientos rasos: las relaciones vendedor-cliente en un mercadillo, el trato de Rufi y Félix –nuevo protagonista- o cómo éste se ausenta del trabajo sin que sus compañeras lo noten.

José Manuel de la Huerga ha merecido, entre otros, los premios Fray Luis de León de narrativa y Hucha de Oro de relato. Su producción arranca en 1985 e incluye casi una decena de títulos. Destacan la muy exigente Leipzig sobre Leipzig y el poemario esmerado La casa del poema, ambos, de 2005.

 

José Manuel de la Huerga, Solitarios, Palencia, Editorial Menoscuarto, 2013. 218 páginas.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Fernando del Val

15 de abril de 2014

SALES del aeropuerto Marco Polo a la oscuridad de un paisaje con nieve y neblina sobre los árboles despojados. Son fechas de poco turismo. El que hay, en cuanto puede, pone rumbo a Venecia, y los rostros que te vienen del exterior, en esta tarde desapacible, son rústicos, guarecidos con gorros y anoraks voluminosos.

Casi no sabes hacia dónde tirar, una vez que se cierran las puertas automáticas. Venecia, en estos momentos, te parece cosa extraña; otra historia, y te resulta ajena. Hace apenas una hora has sobrevolado su collar de luces marítimas. Pero se desvanece. En la niebla, en la oscuridad.

Sigues hacia el norte. Llegas a Mestre, una población sin mayores atractivos, a la estación ferroviaria, repleta de gentes en tránsito, africanos y eslavos, gentes de pelo rubio que suben los convoyes que se dirigen a Austria.

Te gustaría marchar hasta Viena. Tomarla con punto axial desde el que recorrer las provincias del viejo imperio inexistente.

El tren que has tomado al comienzo de la noche parece tomar el camino norteño, pero al cabo se desvía hacia el este. Los Alpes nevados, sus estribaciones, que para ti siguen siendo imponentes, te acompañan mientras observas la oscuridad desde la ventanilla. El oriente al que te diriges es esta vez poliédrico, austriaco y eslavo, un confín en las tierras de Friule: Gorizia.

 

Que una localidad pequeña como Gorizia haya dado tantos nombres prominentes sólo puede entenderse por la marca austrohúngara y la tensión de las fronteras, ese vórtice que hubo aquí entre culturas y pueblos, distintos y complementarios.

Pienso especialmente en Carlo Michelstaedter, el filósofo y pintor hebreo que se suicidó después de concluir su tesis de filosofía, La persuasión y la retórica. La novela de Magris Un altre mare está escrita para él. Me lo comentan ahora. Apenas me acuerdo de la novela. No me gustó. Tampoco sé en este momento por qué no me gustó.

Pienso en la pintura de Zoran Music. Pienso en la obra fotográfica de Roberto Kusterle, a cuyo estudio me ha llevado el poeta Alberto Princis, impulsor de los encuentros multidisciplinares de Ex Border. Kusterle ya tiene la distancia eslava, la sonrisa mordaz, y sin embargo es extraordinariamente cálido en los detalles.

LLUEVE intermitentemente. Anoche, sin embargo, descendiendo por la cuesta del Castelo, la luna tuvo un momento para asomarse sobre los bosques de la Eslovenia contigua.

Josef K. parecía haber pasado por la taberna que abre sus portalones a los pies del Castillo. En la enoteca, observo botellas de vino con fotos de Mussolini, Hitler, Che Guevara, Bob Marley...

En casa de A. P. Nos acompaña Jelena Stojsavljevic, poeta de Novi Sad.

A Jelena la conocí el año pasado en Smederevo, junto al Danubio, a la vista de los campos de Vodovina. También de Smederevo surgió la amistad con A. P. En el viejo automóvil de G. su compañero de expedición, recorríamos las tabernas más oscuras que siguen el borde del río. Recuerdo una noche ya avanzada, con Jelena subida a lo alto de una mesa, cantando canciones yugoslavas a una horda de neofascistas que, sin embargo, se amansaron.

Todo así se va anudando, entre azares y lazos de continuidad.

Preparamos el almuerzo y ultimamos las traducciones de mis poemas, todo al mismo tiempo, con prisas, en el último momento. Esta tarde los leo en la Sala de la Torre.

LAS HOJAS de los árboles en el barro. Su resplandor amarillo cuando cae la noche, que es de un azul purísimo, prístino, helado como las estrellas.

Me gustan estas tierras de frontera. Estás en los límites. Es y no es Italia. Parece y no parece Eslovenia. Se nota la huella austriaca. Las fachadas, sin embargo, dan cuenta del abandono. Fotografiándolas, fotografío el recuerdo de Humberto Rivas, el amigo fotógrafo de cuya muerte he sabido esta mañana.

NOS INTRODUCÍAMOS en la antigua judería de Gorizia, hacia el este, como si quisiera seguir unida a su cementerio, que con la partición después de la guerra se quedó en zona yugoslava.

Nos habíamos acostumbrado a la lluvia. Nos habíamos acostumbrado a que la noche cayera con la niebla, y se confundiera con ella, a las cuatro de la tarde. Fotografiaba los escaparates, no muchos, en cuyos rótulos siguen apareciendo apellidos hebreos, un establecimiento tipográfico, un fotógrafo de bodas, bautizos y escenas antiguas... A punto de tocar la esquina de la sinagoga, mi cámara no dio más de sí y se apagó. La puerta del templo estaba cerrada.

Según se mire, en el momento, eso significa que el lugar y su historia no desean que conserves una imagen de ellos. Al día siguiente, y como quien no quiere la cosa, volví a las andadas. También llovía; también estaban vacías las aceras. Probé la cámara y funcionó.

La puerta del edificio estaba abierta. En medio del silencio, brillaban los pájaros y las hojas amarillas y subidas de ocre, los troncos rugosos y oscuros de los tilos.

Cruzamos el pequeño patio y tocamos al timbre. Al cabo de unos minutos una cabeza pelada y con gafas redondas nos preguntó qué queríamos. La expresión del joven era por una parte inocente y por otra desconfiada. Me temí lo peor; me ha ocurrido en Marruecos, en Turquía; en Barcelona..., cuando aparezco de tanto en tanto por tefilá y nadie me reconoce. El resquemor, el interrogatorio, la sospecha. Encogido y culpable por anticipado, traspasé el umbral mientras el joven encendía las luces de una sala que albergaba una pequeña muestra de la historia de la comunidad, y el templo, que lucía espléndido, con una paz en la que latía el dolor y el futuro incierto.

Las tropas nazis acabaron con los judíos de Gorizia. Acaso dos personas se salvaron, cree el joven. La sinagoga sólo abre unos días a la semana. Ya no se celebra en ella ninguna ceremonia religioso. Ya no hay judíos en Gorizia. Tal vez exageraba el cuidador, y permanecieran todavía los propietarios de los dos negocios que había fotografiado el día anterior. Aun siendo unos cuantos, y no llegando a la decena, no se podría tampoco celebrar ningún oficio religioso como marca la ortodoxia.

Cuando nos ganamos su confianza, me interesé por un libro que recogía, en edición bilingüe alemán-italiano, la poesía de Carlo Michelstaedter, y un libro de fotos, Beth Ha Chajim ("La Casa dei Viventi"). Es un compendio de imágenes del cementerio de la antigua comunidad, Valdirose (Rožna Dolina),  ahora en Nova Gorica, junto al cual han construido un casino. Lo visitamos en compañía de Alberto Princis en diciembre del año pasado. Michelstaedter está enterrado allí. Su madre fue deportada y asesinada por los nazis, con otros miembros de la familia.

Ciertamente, las imágenes fotográficas tienden al fetichismo y a la ocultación de la palabra. Las palabras mismas, cuando se repiten, cavan su propio fracaso, la disolución de lo que pretenden narrar.

Y, sin embargo, volvemos al depósito fotográfico de Roman Vishniac, por ejemplo, quien retrató a la judería europea poco antes de la Shoah. Y hemos de recurrir a las palabras para tratar de rescatar de su eclipse a la tragedia, muda, transparente como el color de los tilos sobre los que se alegraban los pájaros la mañana de luz en la lluvia.

Los días son extremadamente azules. De un azul que hiere, como el frío, que para mí es extremo. Pero al mismo tiempo cobija, quiero decir, te lleva en busca de  compañía, de calor humano.

El individualismo no es posible en los países helados.

G. ha marchado en busca de Jelena. Dejo pasar el tiempo y luego logro hablar con ellos por teléfono. Parecen felices, en algún lugar próximo a Belgrado.

A., por su parte, se ha quedado entre el beso de la poeta siria de París y el padre, al que visitamos en el hospital, al límite de la vida.

Adriano, Federico, Giuseppe, Roberto..., todos los amigos de aquí me recuerdan a los amigos ampurdaneses de Crespià. Las Mercè y Pilar de aquel tiempo ya lejano, aquí se llaman Paola, Roberta, Marina...

Está bien eso de tener un sitio por el que entrar y salir, un espacio para el roce y el encuentro. Los extraterritoriales ya hemos perdido el sentido de tales ritos, la vida de los bares, los aguardientes, las bebidas fuertes. En una callejuela mínima, que extrañamente sigue siendo una calle, via Garibaldi, se encuentra "la oficina" de mis amigos, el bar L'Alchimista...

Pasas por ahí y te encuentras al operador de cine esloveno pero con pasaporte italiano. Más tarde entra el arquitecto, el escritor, el versado en la historia del Friul...

MAÑANA, último día del año, me he prometido pasar la medianoche entrando y saliendo en la frontera. La frontera con Eslovenia ya no existe. Por el momento, ha sido la última frontera de Europa en caer. Pero hay que mantener ciertas densidades magnéticas. Las fronteras. El hecho de que pueda atravesar una huerta, unos aligustres helados y encontrarte en Nova Gorica.

Me han mostrado fotografía de ellos cuando críos jugando al voleibol con los críos del otro lado. La valla fronteriza era la red del juego.

Oh, memoria confusa: cuando supuras, qué nítida brilla la frontera, los viñedos, la neblina leve, las estancias de las villas estivales.

Amanecer para seguir, tomar el tren. Para dejarse llevar por el viento más hacia el este, como si trataras de escapar de la rotación de la vida hacia el oeste.

Memoria: tú tratas de llevarnos siempre al oriente, al origen y momento de la luz imperecedera, y el viento te deshace. Y el viento nos despoja y oscurece. Rakia blanca, fuego blanco para ver, agua ardiente que luego nos deja donde la corriente abandona los restos.

LA CARRETERA de Gorizia a Trieste serpentea, entra y sale por territorio esloveno. Todos los indicadores son bilingües. Los bosques se despejan y dan paso a la austeridad del Carso, la piedra calcárea, el matorral de colorido intenso. De repente, en la rada de Trieste, el Adriático deslumbra bajo el sol de invierno.

Los oficinistas avanzan doblados hacia adelante para contrarrestar el empuje del bora, el viento de noreste. A pesar de todo, el frío no es tan intenso como en Gorizia. Las damas y las damiselas, de aspecto austríaco, visten cazadoras acolchadas, sombreros y  fulares.

He salido a la plaza Unità d'Italia en busca de un cafetto —otra semejanza con el catalán que se da en el triestino— y una botella de acqua frissante. Me he internado por el barrio hebreo en busca de librerías de viejo. Pero es lunes, día de cierre.

Busco la orilla, el agua del Adriático lamiendo las piedras del Molo Audace, el azul esmeralda oscuro del mar bajo un cielo enamorado del hierro y la hulla. Reparo en una dama, pelo corto y moreno, tabardo azulmarino y vaqueros. Camina por el muelle muy despacio, las botas rojas, un pequeño bolso en la mano. Yo me entretengo con los cuervos que picotean en la cubierta de los veleros. La dama me rebasa, imperturbable. Doblo para entrar en el espigón, y ella ya está unos pocos metros por delante. Una lectora se arrebuja en el hueco de unas escalinatas. Hay también un pescador, una pareja de enamorados, tres hombres sacándose fotos con plumas y risas. La dama sigue hacia el borde, con las nieves de las montañas vénetas brillando a lo lejos. Cada paso que da, ligeramente inclinada, parece un arrepentimiento, un remordimiento, una oscura condena. Por último, saca del bolso una bufanda roja y la coloca sobre el noray para que no le alcance el óxido, la humedad. Se sienta en el noray. Enciende un cigarrillo. Las botas rojas, estiradas y cruzadas, se quedan mudas contemplando al horizonte.

Acre ed arida giornata ieri; sera d'inerte disgusto, come sopra un vascello scosso da un lento rullio, nel fetore della sentina, per un mare nerastro; notte di sogni monstruosi, risveglio torpido, cupa stanchezza della prima ora. Lo apunta en su diario Gabriele D'Annunzio, el martes 29 de septiembre de 1908, con esa cadencia paseada que contrasta con el sentimiento que expresa.

Lo he comprado (Solus ad solam, 1939) hoy a media tarde, en un puesto al aire libre en la plaza Vecchia. Un hombre enjuto y de corta estatura, ido como cualquier librero de viejo, atendía los tres mostradores, uno para las películas, otra para los folletines y el tercero para la literatura con algún interés. Por la mañana, atravesando la misma calle, me llegué hasta la librería de Umberto Saba. Como es establecimiento anticuario, cualquier papel te cuesta un ojo de la cara. Lo había regentado el poeta. Cuando se avecinaba su final, le legó el negocio a su ayudante. Sus descendientes son los que llevan el negocio. Junto a la puerta figuran dos carteles, un relativo al oficio de Saba, el otro informando de que, en el segundo piso, nació Giacomo Joyce.

En el interior de la librería, pocos pasos se pueden dar sin riesgo de tropiezo. Los techos, altísimos, los flancos, a oscuras, carteles modernos y fotos del triestino que tapan los volúmenes. Los precios, ya lo le señalado, prohibitivos. La simpatía del vendedor, nula, como acostumbra a suceder entre los del gremio.

En el Canal Grande, una terraza al sol. El cielo, de un azul espléndido pulido por el bora. Almuerzo con música de ópera en el Niccolò Tommaseo. Me encontré con Rina y volví a ver a Pablo. De todo ello ha surgido una cena con el escritor argentino y triestino Juan Octavio Prenz.

Al atardecer he vuelto a los muelles. En pocos lugares he visto a tanta mujer solitaria contemplando el mar y leyendo un libro. ¿No la ha llamado Magris ciudad de papel?. Trieste e una donna", reza un título de Saba. Una mujer que tiene cabellos delicadamente rubios, casi escandinavos. Una mujer de facciones finas, elegante, pero sin la suficiencia de la Italia norteña. Los cuervos expresan su malhumor por los aires. Ya sé que el único lector de hoy en día es una mujer. En Trieste se materializa, sobre todo al lado del mar. En este mar que parece el último.

ES CURIOSO. La abundancia de rótulos que van consignando que aquí tomaba el café Svevo, que allá Joyce cantó en los coros de una ópera. Falta, o no la descubro, la de Giani Stuparich; hoy me hecho con su Trieste nei miei ricordi, publicado en 1948, cuando Triste era todavía un ciudad autónoma pero ocupada por los aliados, entre Italia y Yugoslavia. A menudo aparecen juntas las placas, casi siempre Svevo y Joyce. Puedo imaginarme topándose hasta el hartazgo en una ciudad pequeña. No obstante, lo que refiere la biobibliografía de ambos autores es bien conocido: Svevo (Ettore Schmitz) conoció a Joyce siendo su alumno de inglés en la escuela Berlitz. Ya puestos, faltan las referencias a las alumnas predilectas de Joyce, con las que vivió intensos platonismos.

EL CASTILLO de Duino se nos resiste. El año pasado fuimos con Adriano en enero y estaba cerrado. Esta mañana, con P., pudimos ver que se abría el portalón . Salió un automóvil cargado de cuadros y pensé: Este será el señor conde, el heredero de la viejísima familia. Por limitarnos al XIX y XX, la antiquísima familia alojó entre sus paredes a Johann Strauss y Franz Liszt, a la emperatriz Isabel de Wittelsbach (la Sissi austriaca) y al archiduque Maximiliano, a Mark Twain y Rainer Maria Rilke.

Habrá que venir en domingo. Sé que es fetichismo, coleccionismo de idiotas, pisar el lugar en que Rilke comenzó las Elegías. Como entrar también cada año en el último piso que tuvo Strindberg, en el 85 de Drottinggatan, Estocolmo, la llamada Torre Azul.

Nos internamos por el bosque del Carso, sobre los acantilados que caen a un mar leve, quieto, el cielo entero resplandor de nácar voluptuoso por el lado de Istria, pura neblina de fuego invisible por Dalmacia... Rojos y verdes, amarillos y ocres, y la abrasada piedra pulida y agujereada, con flores lilas cuyo nombre ignoro y que me recordaban el tajinaste canario.

Conversaciones que continúan, desde la estancia en Gorizia, sobre la historia de estos lugares que han pasado por diferentes manos, y que han perdido; poco queda del poderío marítimo y comercial de Trieste, puerto principal de Austria en una época. Puja Eslovenia y Croacia cultiva el turismo.

Me contaba Juan Octavio Prenz cómo de aquí todavía salieron sus mayores hacia Argentina, represaliados socialistas de la zona de Monfalcone en los años 20.

Se habla de la actualidad política, de las gentes que ha apostado, y vota, por lo ilícito, por el enriquecimiento y la amoralidad. Hay muchos parecidos con lo que sucede en España.

Verdeaba el Carso, la llanura alta. Qué alegría atravesar tantos colores. Recordar las noches de Rilke en el Castillo, con un cuarteto de cámara que le hacía traer de Trieste la princesa Maria von Thurn und Taxis.

Por la tarde, en las solitarias estancias del palacio Revoltella, con suficientes buenas pinturas del fin de siècle centroeuropeo. Y un Zuloaga.

Salimos transfigurados. La noche era amarilla a la luz de las farolas.

 

¿CÓMO serían las amigas del barón Pasquale Revoltella?

Entre el Carso e Istria, entre Gorizia y el Adriático transcurren mis días. Ayer entré en una pequeña tienda de género de punto. La dependienta, su mirar.... Los ojos se nos quedaron trabados, y eso que ella estaba a un extremo atendiendo a una clienta. Una dama parecía esperar a que me atendiera. Era como si la señora fuese una tía lejana, una que le decía entre dientes a su sobrina la dependienta: Ya está. Éste mismo...

Era preciso volver a la calle, desanudar los ojos, y entrar otra vez. A ver si así a ella no se le caía la bufanda de las manos y a mí los billetes de la cartera con el azoro mutuo.

Cuando el taxi ya recorría la costanera que dejaba atrás a Trieste, mirando hacia los muros de piedras los ojos de la dependienta se me fueron apagando. Y sonreí. Uno a veces está enredándose con los ojos y visionando cómo sería la vida en otra parte. Quizá en Trieste podría dar clases de español; ella me aseguró que lo tenía como asignatura pendiente. Igual me sucedió en Martinica, llorando el último día porque no quería abandonar la isla.

CONTEMPLO las reconfortantes ventanas encendidas, las piadosas ventanas habitadas, y he supuesto que la escritura que allá se extendía, por el orden y el pleno sentido del mundo, compensaba de todos los rasguños, de todos los desalientos, de todos los afanes vencidos.

Cae la noche, y eso es todo. Me duele la cabeza y no hay dolor, no hay nostalgia. No hay nada que salvar. Cae la noche con la mayor naturalidad, sin más importancia que la que tiene un cuerpo que avanza en su anonimato correctamente por la calle.

Todavía es pronto y sin embargo cada vez es menor el espacio que tienes por delante. Todo tiene sentido, aun lo carente de sentido. Otros se encargarán de ello. Los otros que sin cesar crecen detrás de ti, de ti que ya vas por delante sin contar lo que tienes.

Habrá un fin de partida. Habrá una isla que se hará total sobre tus cenizas.

La Isla que abandonaste te alcanzará como la sombra del Volcán sobre el mar cuando amanece y toca por fin el horizonte.

Cuando se haga el pleno día, desaparecerá la sombra. Ni siquiera estarás en ella ese día del final.

Disponibilidad de la víspera. Exultación de las horas que faltan para la partida, las ramas de los árboles esperando; como las raíces y la tierra que esperan. En ninguna parte, a la estiba. En espera de fondeaderos y travesías, mediodías y más despedidas.

Ése es la tensión de la víspera, con el primer azul de la noche, que tiembla y es ligero y se desvanece en lo impronunciado.

Hay nieve y niebla por la mitad del camino, en el tren que te conduce de Trieste a Venecia. Otra vez las montañas alejadas, el momento en que el sol pinta de rosa sus cimas tan calladas. Tan de la noche esas cumbres, extrañamente pálidas en su refulgencia.

La oscuridad, el movimiento del tren, los asientos vacíos.

La niebla y la nieve otra vez envuelven el aeropuerto de Marco Polo. Los turistas, con los que en todo este tiempo no te has tropezado, regresan de Venecia. Hay tanta niebla en el aeropuerto, y nieve junto a las pistas, que ni piensas en que el avión será capaz de despegar. Al final lo hace, por una pista toda ella encendida, como una rampa especial para elevar al cielo la máquina.

El avión comenzó a virar y a ladearse, con lo que se divisaban en la reducida oscuridad de la ventanilla, como diademas ardientes, las luces de Venecia

Sobrevuelas la Serenísima, por la que no has mostrado interés en esta ocasión. Cierras los ojos.

¿La vida está en otra parte? ¿O quizá en lo que recordamos?

 

Escrito en Lecturas Turia por José Carlos Cataño

14 de abril de 2014











Sábado 18 de enero

 

Hoy se cumple un año de la muerte de Javier.

Todo el mundo me dice que es poco tiempo aún. Pero yo sé que no es cuestión de tiempo.

Nunca me acostumbraré a su ausencia. Ni me resignaré. Sigo sintiendo rabia. Rabia contra el mundo entero.

Me he decidido a empezar el diario para ver si consigo aclararme un poco las ideas y tal vez aliviarme.

Yo continúo como si nada. Voy al trabajo, respiro y como. Parpadeo, sonrío, hablo... pero es como si me hubiera vuelto automática, como si funcionara con unos resortes, pling, pling, pling, y media vuelta, vuelta entera, reverencia, posición horizontal, lavarse la cara, los dientes, sonreír.

Pero todo me da lo mismo. Yo sé lo que quiero decir, lo que eso significa.

Hace falta tanto valor. Y yo no lo tengo. Ni lo quiero. Ni regalado. Para mí la muerte de Javier es haberme perdido a mí misma, y tener que ir como con los ojos en la mano para ver por dónde voy.


Lunes 20 de enero

 

Ayer no escribí. Me pasé el día en la cama. Con la luz apagada. Carlota me telefoneó par que fuéramos al cine y la mandé a paseo. Luego descolgué el teléfono.

Me pasé el domingo llorando. Y no me compadezco. Fue un descanso. Lo hago casi todos los domingos, como quien ve el partido, qué se yo. Los que lloran no tienen que dar pena. Llorar es desahogarse. Es como gritar, como pegar, como dar puntapiés o algo así. Como quitarse unos zapatos que nos están matando.

Esta tarde, al llegar de la oficina y abrir el buzón, he encontrado cinco folletos de propaganda y una carta de mi hijo. Escribe desde Italia. Que ha conocido a un grupo de artistas estupendos y va a compartir con ellos un estudio. Que va a trabajar en el mercado, descargando sacos...

Ya es mayorcito. Y sabe lo que hace. Se parece mucho a su padre.

No, no es que yo no me preocupe. Es que no soy sólo una madre. Ahora soy la viuda del padre de mi hijo. Y mi hijo es el hijo de un hombre muerto.

A pesar de que sé que Javier está enterrado, allí en el cementerio, colocado en una caja de pino y tras una capa de cemento en un nicho mínimo, no logro asociarlo con la palabra “muerto”.

Dicen que un año es aún poco tiempo.

Yo creo que es poco para estar vivo. Pero mucho para estar muerto. Da lo mismo llevar muerto un año que ciento.

Estoy enamorada de Javier. Y quiero que vuelva. Para qué andarme con rodeos.


Martes 21 de enero

 

Javier y yo hacíamos muy buena pareja.

El tenía un excelente sentido del humor. Y yo una fácil tendencia a la risa.

Nos tomábamos la vida con calma. Nos divertíamos mucho. En la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza... Las pasamos de todos los colores. En la alegría y en la tristeza... hasta que la muerte nos separó.

Resulta increíble.

Al final me decía:

- Estoy podrido, cariño. Siempre salen unas cuantas manzanas podridas en la cesta... Te ha tocado a ti.

Y me acariciaba la cabeza con una suavidad impropia de él, fruto de la debilidad, porque siempre había tocado todas las coas con energía, tanta, que parecía que iba a romperlas, pero no.

Le daba pena dejarme sola. Nuestro hijo empezaba a hacer su vida, y me conocía lo suficiente como para saber que no lo retendría a pesar de mi soledad.

Y no lo retenía, porque además nadie que no fuera Javier podía consolarme de nada.

 

Miércoles 22 de enero

 

Lo cierto es que he pensado varias veces en tomar una decisión de esas que se podrían llamar drásticas.

No creo en Dios, ni en otra vida, y por tanto no albergo esperanza alguna de reunirme con Javier.

Pero descansaría. No veo qué sentido puede tener mi vida así.

Hoy ha venido a verme mi madre.

Está desesperada. Dice que mi padre está preocupado por mí. Lo dice con una cara desencajada, cansada, demacrada por el insomnio y el miedo. (Cree que el día menos pensado, yo, zas, y se acabó. Punto y aparte).

Pero luego está esa cosa inconsciente, ese instinto de supervivencia o lo que sea, más allá de la razón, que me obliga a seguir aquí, así.

No es que espere que se solucione algo. Javier no puede volver, eso ya lo sé. Pero algo me dice que esperar es bueno. Y además está nuestro hijo.

 

Jueves 23 enero

 

Me estoy cansando de escribir el diario. De uno que escribía de pequeña también me cansé enseguida. Pero ahora es distinto. Ahora me canso de todo. Y además, tampoco me ayuda. Y no tengo nada que decir.

Cada día es lo mismo.

Ir, volver, andar, acostarse, respirar.

Y recordar.

Se puede recordar sin querer.

O se puede recordar en contra del olvido.

Cuando se recuerda en contra del olvido, recordar es un gran trabajo. Mi memoria lucha contra esa capa borrosa que parece niebla y que va cubriendo las imágenes de mis archivos. Cada vez me cuesta más alcanzar con nitidez momentos pasados. Rozarlos. Y lo de las fotos no me basta. Hay infinidad de gestos de Javier que nunca conseguí captar con la cámara. Y tantas cosas que...


23 de mayo

 

Abandoné el diario porque no me ayudaba.

Pero ahora debo recuperarlo porque necesito leer lo que me ha ocurrido. Una y otra vez. Para creerlo.

Esta tarde, al regresar de la oficina, como siempre, he abierto el buzón. No había propaganda. Ni cartas del banco. Ni carta de mi hijo.

Sólo un sobre ocre -yo ya conocía esos sobres-, un sobre ocre escrito con tinta negra, de pluma. Y era su letras, y de eso me di cuenta antes de cerrar el buzón de golpe.

No he cogido la carta.

No me atrevo.

Es de Javier.

Voy a volverme loca. Me va a dar algo. Tengo que pensar deprisa.

Y, sobre todo, dejar de llorar como si fuera idiota.

Tengo que pensar en algo.

 

***

 

He vuelto a bajar al buzón. Hace un momento. Para mirar la carta. Y he cogido la carta. Con mis propias manos. Y lo he comprobado. Es de Javier. No hay duda. La he vuelto a dejar allí. No puedo subirla a casa.

Si dejo que la locura entre en casa, me descubrirán. Dirán que me la he enviado yo misma, que delirio...

Tengo las manos húmedas. Los ojos irritados. Creo que hasta me ha subido un poco la fiebre.

¿Qué significa esto?

Voy a tomarme algunos calmantes. Necesito dormir. Mañana, tal vez, todo hay sido un sueño.

¿Y si alguien me roba la carta?

Debo abandonar ideas como ésa. Se me ocurren tantas...

Por suerte mi hijo sigue afuera. No sé siquiera cuando volverá.

Tal vez sí existe el otro mundo. Y a Javier le han dado otra oportunidad.

Eso es absurdo. Debe de tratarse de algún error. Debe tratarse de algún error: tiene que serlo.

Antes de tomarme las pastillas llamo a Carlota. Que mañana no iré a la oficina. Que me encuentro muy mal. No, que no necesito nada, que ya le llamaré al día siguiente para decirle cómo sigo. Bueno, si quiere que me llame ella.

Mis padres no vendrán hasta el sábado. Tengo tres días enteros. Cuatro noches. Algo se me ocurrirá.

 

24 de mayo

 

Me he traído el diario a la cama.

No me atrevo a levantarme. Si me levanto, tendré que bajar por la carta. Mientras siga en la cama, puedo engañarme.

Engañarme. Como si eso fuera posible, sabiendo todo lo que sé. Se sobre mí misma demasiado. Más incluso de lo que sabía Javier. Y no porque yo no me dejara conocer, sino porque no fui capaz de explicarme mejor de lo que lo hice.

A veces pasamos años junto a alguien. Un montón de tiempo, y de pronto ese alguien nos pregunta si nos gusta el chocolate, o qué clase de flor preferimos.

Absurdo.

Javier era muy detallista. Aunque he de reconocer que al final, supongo que por culpa de la enfermedad, equivocaba mis gustos, y yo disimulaba por no herirlo.

Incluso nuestro hijo se dio cuenta alguna vez. Sorprendido, comentaba:

- Pero, papá, ¡si a mamá jamás le ha gustado el marisco!

 

25 de mayo

 

Los días no pasan así como así. A veces cuesta trabajo.

Porque, por ejemplo, yo hoy no hago más que cerrar los ojos. Y quedarme en la cama. Esperando, como si de repente fuera a ser mañana.

Lo que ocurre es que tampoco mañana es una solución. Porque el buzón y la carta seguirán acechándome.

Y no puedo permanecer para siempre aquí, encerrada. Entre otras cosas porque vendrán a buscarme, y me llevarán lejos de la carta y lejos del buzón.

Voy a bajar.

Luego.

Y cogeré la carta. Me atreveré. Y si Javier en realidad no hubiera muerto, aquí lo esperaría.

 

26 de mayo

 

Aun sin vida ya, Javier era la única razón de mi existencia.

He estado viva por él, antes porque él estaba, y luego porque no estaba. Nunca por nada distinto a su ser.

Y, sin embargo, él había decidido abandonarme.

Probablemente la carta había equivocado su trayecto. Y había dado vueltas y más vueltas, manoseada por carteros y destinatarios que la devolvían, tanto tiempo como Javier llevaba ausente. Y más aún.

Y llegaba a mí cuanto el ya no vivía para desmentirlo.

De pronto, allí se veía a ese otro Javier que confundía mis gustos porque estaba más pendiente y seguro de los de otra mujer. Un hombre diferente al que yo había perdido.

Allí estaba la triste explicación a tantas demoras, a tantos médicos verosímiles hasta la muerte.

¿Cómo podía seguir llorando? ¿Por qué debía llorar ahora?

Javier había escrito una carta en la que anunciaba que me dejaba, que se iba con otra a un lugar lejano que ni siquiera mencionaba. Y la carta me llega ahora, más de un año después que él la escribiera. Y me comunica una decisión que yo ni siquiera sospechaba y que él, evidentemente, había tomado antes de saber que se moría.

A saber cuánto tiempo hacía que conocía a ésa.

Mi imaginación se dirige al día del entierro, pero mi memoria no consigue descubrir a ninguna mujer extraña que llamara mi atención.

Tal vez no se atrevió a ir.

Tal vez vaya a llevarle flores de vez en cuando. Siento que no tiene derecho.

Pero pienso que tal vez lo tiene todo.

Y de pronto un alivio desconocido va ganándome. Si ella tiene el derecho, soy yo quien ya lo perdió. Y si no hay derecho no hay deber.

Mis palabras me dan miedo.

Llevo un año llorando por un hombre que, al marcharse, ya no me amaba. Porque aunque no se fue como él quería, se fue. No con otra, sino solo, completamente solo, como todos a la hora de morir. De la mano del terror a desaparecer y a que el mundo siga andando sin nosotros y a ese vacía que mi padre siempre llama “el tobogán”.

Así es que no sé demasiado bien quién se me ha muerto. ¿A quién se la ha muerto Javier?

De estar vivo, estaría con la otra. Y yo sola, como hoy, como todos los días desde hace un año.

¿Y eso sería justo?

Cada muerto tiene su plañidera. Y de pronto me doy cuenta de que la de Javier no soy yo.

 

29 de mayo

 

He decidido telefonear a Carlota para decirle si podemos vernos cuando salga de la oficina. (Hoy tampoco he ido. Mañana ya me reincorporaré al trabajo).

Se ha sorprendido.

A la pregunta de adónde quería ir, le he contestado que a divertirnos un poco. Y entonces me dice que si es que ha pasado algo. Y yo le respondo que sí, que, aunque no lo entienda, Javier no pudo morir porque no existía, y que ya le explicaré.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Flavia Company

14 de abril de 2014

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El día es como un cuadro de Tom Wesselmann,

revientan los colores

y por supuesto hay una mujer,

 

aunque no está desnuda,

el mar le cubre la mitad del cuerpo:

adorable centauro,

                              

te abandono,

me tumbo nuevamente en la toalla

y un sol

adolescente

hace crecer

la levadura de los sentimientos.

 

En la brisa

susurran

sirenas de la Atlántida.

 

Y aprendo a decir no:

el deseo es un cofre

con dos llaves.

 

 

                                                                      

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Josep M. Rodríguez

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